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5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)


6 de mayo de 2022

La diferencia entre el realismo y el impresionismo fue la esperanza, la sutil, luminosa e increíble esperanza.



Van Gogh siempre habría admirado en Millet su manera de componer, precisa, natural, humana, sencilla, destacando la fragilidad, pero también la fortaleza de la vida humana. Millet había sido un pintor realista. A partir de 1840, Millet abandona la pintura clásica y tradicional para acercarse, estéticamente, a la desgarradora muestra de la verdad más cruda de la vida humana. Esta había sido iniciada en el Arte más por una crítica social que por una estética detallista vibrante. Honoré Daumier, pintor satírico y decidido, iniciaría la senda de la expresión realista, en donde lo que se transmite socialmente es más relevante que lo que se expresaría con color. El realismo artístico no tiene nada que ver con el Realismo como movimiento pictórico, promovido éste en Francia a mediados del siglo XIX. Una cosa es pintar la Naturaleza como es y otra cosa es pintar un cuadro como la sociedad humana es. Lo primero siempre había tratado de alcanzarse en la pintura a lo largo de la historia, lo segundo fue un prurito social muy humano que buscaría sorprender y criticar al mundo. Era una visión de la vida y del mundo que nunca antes se había plasmado en un lienzo artístico.  Con su pintura, Millet no buscaba pintar con realismo detallista, buscaba mejor el sentido real del mundo, algo que no se veía tanto sino que, a cambio, se sentía ante la crudeza de una vida tan ingrata. Cuando en el año 1850 crease su obra El sembrador no retrataría la Naturaleza como ésta es, no definiría así un paisaje con las luces y las sombras de una perspectiva natural tan comprensible. No hay en su obra un cielo que contraste ahora con la exposición natural de un ser humano desarrollando una tarea agrícola. No veremos tampoco el retrato perfilado de la silueta rotunda de un ser humano trabajando su tierra. Sin embargo, todo eso está ahí representado..., pero no por la norma estética clásica sino por la realidad profusa y abstracta de un sentimiento desgarrador. Vemos ahora así el esfuerzo, la soledad, la dureza y el dolor, todo transmitido apenas por el rostro de un ser, sin embargo, tan decidido y fortalecido ante su propia desalentada vida.

El mínimo color acompaña el sentimiento que transmite la confusa realidad de sus tonos naturales. Es tanto el sentimiento de desolación, que la verdad natural no corresponde ahora con el mundo... Aquí el pintor no compone tanto la Naturaleza como al hombre solitario. Sólo a él. No hay ninguna otra cosa que acompañe el sentimiento desgarrador de una expresión tan crítica.  Sin embargo, Millet no compuso un ser vulnerable, un ser indeciso, sufrido, lento o desesperado que soportase además la realidad del mundo con el añadido, indecente, de una reacción indolente. No. Compuso a cambio un robusto ser humano que, decidido y diligente, caminaba seguro ante el escenario oscurecido de su vida obtusa. Hay una fuerza interior que desliza toda representación cruda de la vida. Es una huida a la vez que una aceptación, es una expresión de la realidad que no expresa solo realidad, además congoja. Pero no lo vemos siquiera porque el rostro del ser humano que Millet pinta no deja que sea visible todo eso. El sentimiento, por tanto, no es explícito aquí; es transmitido por la fuerza de la obra no por el detallismo de unos matices tradicionales. El detallismo realista había sido glosado desde el Renacimiento. El Romanticismo lo había fracturado después, lo había marginado a las orillas infectas de la representación sin sentimiento. Por eso cuando los pintores franceses a partir de 1850 se plantean componer la realidad, no se fijaron en lo que ésta había sido, sino en lo que ahora era para la realidad social del mundo. El sembrador de Millet reivindicaba al ser humano ante la realidad tan desoladora del mundo.

Treinta y ocho años después de Millet, Vincent Van Gogh crearía su obra El sembrador (después de Millet). ¿Qué había cambiado en ese tiempo? ¿Había dejado el ser humano de padecer la desolación de su destino en el mundo? No, en absoluto. El mundo disponía de las mismas realidades sociales, tan crudas como antes. Pero, sin embargo, la pintura sí había cambiado radicalmente. A pesar del elogio que Van Gogh tuviese de la obra y el Arte de Millet, el pintor holandés, a diferencia del francés, expresaría lo mismo pero de una forma ahora totalmente distinta. En su creación, Van Gogh compone también a un ser humano decidido, solitario, caminando seguro ante la realidad de un trabajo duro y despiadado. Pero, al contrario que Millet, en Van Gogh hay un paisaje profundo y determinante, un protagonista éste añadido al personaje retratado que camina también, obstinado y seguro, sin desfallecer. Ahora el cielo, reducido en tamaño frente a una tierra poderosa, dispone aquí de la grandiosidad estética precisa para expresarlo todo de un modo muy diferente. El sentimiento de antes, aquella emoción tan cruda y realista que Millet había tratado de expresar en su obra, ahora es transformado en Van Gogh radicalmente. Había antes una cosa no añadida que Millet no supo, no quiso o no pudo componer entonces. Algo que cambiaría el sentido de admiración del pintor holandés ante la pintura de Millet. Esto es aquí, ahora en Van Gogh, la esperanza...  Una cosa que Millet no expresaría en su terca visión realista de la verdad del mundo, algo que el pintor postimpresionista, sin embargo, no rechazaría, que seguiría admirando y componiendo también en sus obras. Añadirá entonces algo que su pintura descubre fascinante ante los colores, ante la luz y ante la propia vida desolada: la esperanza, una esperanza deslumbrante, una que dañará la vista incluso, que la torcerá ante la fuerza poderosa de un fulgor estético tan determinante. No dejará de sembrar el campesino por eso, no dejará de caminar decidido, no dejará, incluso, de padecer la soledad imperiosa de un trabajo tan impenitente. Pero ahora, a cambio de la magnitud oscurecida y engrandecida de un ser humano tan solitario, lo que Millet había representado en su obra, Van Gogh decide que sea ahora la Naturaleza vibrante quien, además, lo acompañe solícita y engrandecida. Que no sea el mundo natural ajeno a su vida, sino que comparta la misma suerte o el mismo destino vital, tan esperanzado, que el propio pintor holandés tanto desease, inútilmente, con la suya...

(Óleo El sembrador, 1850, del pintor realista Millet, Museo de Finas Artes de Boston; Pintura El sembrador (después de Millet), 1888, del pintor postimpresionista Van Gogh, Museo Kröller-Müller, Holanda.)

13 de abril de 2022

Una última visión impresionista fue inspirada en la senda emotiva de un sentido reflejo luminoso.


 Había sido expuesta esta obra impresionista durante una muestra en Nueva York poco antes de fallecer el pintor, teniendo muy poco éxito o interés entre los que acudieron a verla por entonces. El día después de la clausura de la exposición, Edward Henry Potthast (1857-1927) sería encontrado ya sin vida en su estudio neoyorquino. Su obra Junto al Mystic River había sido finalizada ese mismo año, así que es muy posible que fuese esa la última visión estética que el pintor tuviese en su vida. Se había formado con los impresionistas franceses y estadounidenses que, a finales del siglo XIX, buscaban otra forma de componer combinando naturaleza vibrante con algún escenario íntimo. Potthast había compuesto lienzos inicialmente donde la vida y el mar enmarcaban un ambiente humano lleno de colores y olas vibrantes. Pero esas olas le persiguieron toda su vida creativa como una senda vigorosa y misteriosa que justificaría la innovadora utilización del color y de sus nuevas técnicas impresionistas. Era la fuerza artística y también vital de buscar un sentido al mundo con la creación ahora de formas, reflejos, tonos y agua. Pero esto no lo descubriría pronto en su vida, pues no sería hasta el año 1908, con cincuenta años, cuando la luz y el reflejo de la costa de Nueva Inglaterra le llevaría a crear las obras por las que fue más conocido. Hasta que compuso en el año 1927 Junto al Mystic River, donde cambiaría por completo ya su estilo: de aquella sensación vibrante de playas coloreadas con seres humanos alegres pasaría a la serena visión profunda de una escena íntima distinta. Y esta visión fue la última que, probablemente, tendría en su vida. La obra es de ese tipo especial de creaciones que se caracterizan o aprecian por disponer de una sola parte estética valorable en la misma. Porque esa sola parte estética es ahora muy especial en su obra, consigue con ella culminar o justificar el sentido artístico completo más emotivo de la misma. La genialidad artística entonces se sublima y es expresada por algo que destaca especialmente sobre la mediocridad del resto. En esta última visión de Potthast esa parte única estética era el reflejo solar inclinado y amarillento sobre las aguas color lavanda de un estuario tranquilo.

Con ese reflejo genial consigue llegar a expresar el sentido espiritual más inspirado de su obra impresionista. Sin ese reflejo no hay más que oscuridad, mediocridad, atonalidad o falta de impulso estético. La grandiosidad del Impresionismo fue conseguida en su obra con esa parcialidad plástica genial por el pintor norteamericano. Ese reflejo en las aguas del estuario determinará el camino por el cual la visión, tanto del personaje meditabundo como de nosotros mismos, llevará a encontrar la sagrada senda espiritual oculta de lo más misterioso del mundo... Porque, al fondo, no hay ya más que un tenue oscurecimiento en el horizonte final, ahora sin contraste, del melancólico cuadro intimista. De hecho, no existe contraste en la obra más que con el negro tono ensombrecido de un muelle, de unas barcas y del sutil oscuro personaje. Un horror..., sin el reflejo inspirado y conseguido por unas olas serenas y amarillas tendidas ahora plácidamente.  Es así como la visión y el sentido íntimo más personal coinciden en el estético reflejo poderoso que ahora lo cambia todo, lo sustituye todo, por el único incierto sentido trascendente que existe en el mundo...  Y el Impresionismo vino a salvar al personaje, al pintor y a nosotros mismos. Cómo aspiran ya los ojos perceptivos la sinuosidad generosa de unos tonos amarillentos, compulsivamente rítmicos, que se desplazan, apenas continuos, hasta el horizonte lastimero y final de un oscuro paisaje. Allí desaparecerán de la vista. ¿Desaparecen, realmente? Porque, si observamos bien la obra, parecen continuar levemente hacia un cielo indistinto de unas sombras ajenas sin apenas ruptura. La elección de los colores en el Impresionismo es tan arbitraria como el sentido personal que de la visión de una cosa tenga un espíritu subjetivo. Aquí el pintor eligió ese tono oscurecido lavanda para hacer, con él, una suerte de monotonía universal de un virtual mundo misterioso. Luego eligió el negro para reflejar las cosas del mundo que tengan ahora vida y, luego, ya no la tengan... Y, por último, el amarillo, ese esperanzado color brillante para hacer con él una infinita y profunda senda poderosa. Tres tonalidades nada más para el total de una obra impresionista. Tal vez, no se necesiten más para expresar el sentido universal de una parcial visión sosegada del mundo. 

Para el año 1927 la creación artística había cambiado totalmente, el Impresionismo ya no era una opción creativa innovadora. Fue utilizada entonces como recurso y como habilidad. Como habilidad porque era lo que el pintor más conocía y había aprendido de sus maestros. Como recurso porque no existía otra posibilidad plástica mejor que esa tendencia para poder expresar un sentimiento tan íntimo. Expresar un sentimiento con el Impresionismo es posible porque el contraste que aquél requiere para serlo es el mismo que éste dispone para componerlo. El contraste en el Impresionismo consigue destacar profusamente algo sin desmerecer el conjunto equilibrado de la obra. Y no lo desmerece porque no hay, realmente, equilibrio alguno que desmerecer... Las tonalidades en el Impresionismo son arbitrarias, no naturales, y, por tanto, no importa ya qué cosa contrasta con cuál, porque todo en esta tendencia es visualmente entendido, conseguido y aceptado. La genialidad se consigue cuando ese contraste arbitrario es capaz de poder alcanzar a sosegar los espíritus rebeldes más desasosegados. Y el pintor Potthast lo obtuvo con ese contraste reflejado genialmente entre las aguas adormecidas de un estuario y su vibrante sendero de olas amarillas. Es así como compuso una visión plenamente justificada para conseguir un paisaje sombrío, lastimoso y emotivo como es este atardecer tan meditabundo. Pero el personaje de la obra observa ahora, sin embargo, esa senda iluminada en el agua con un sentido tan melancólico como lleno de esperanza. Porque puede ser el pintor y puede ser también cualquiera de nosotros. Y así es, así como fue esa última visión estética tan inspirada.

(Óleo Junto al Mystic River, 1927, del pintor impresionista Edward Henry Potthast, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

4 de abril de 2022

Una alegoría trágica poética en el Arte es el instante preciso entre desesperación y esperanza.


 

El instante que más acerca la desesperación a la esperanza es siempre fijado en la Pintura. Es este el momento cercano al final que aún no ha llegado a consumarse. En el Arte pictórico no hay secuencia, no hay movimiento, por tanto no hay consumación de lo representado. Para elegir el instante sublime los pintores entonces deciden la mirada más salvífica de un futuro invisible, pero, sin embargo, prometedor. El futuro no existe realmente en el Arte, no se expresa más que por la intuición de lo que prosigue sin verse, de lo que queremos decidir que sea lo siguiente en el tiempo. Para la leyenda de Orfeo y Eurídice el Arte había compuesto diferentes escenas donde se representaba el trágico destino de ella. Porque fue Eurídice quien desfallece en el trance definitivo. Orfeo la sobrevive, aunque ahora, para él, la vida no tiene ya mucho sentido. Para Orfeo la esperanza fue hallarla después en el Hades, y conducirla luego afuera, a la vida, junto a él, para siempre. Por eso el pintor Corot, un romántico que acabaría comprendiendo que la realidad es mejor para impresionar un instante sagrado, acabaría por decidir pintar una obra sobre el mito con la única forma que, para él, podría expresarse: caminando los dos juntos hacia la salida del infierno.  Para esta composición ideó un bosque tenebroso donde el final no se ve ni se presiente. A pesar de la desesperada indiferente actitud de ella, propia de la morbidad de su estado preexistente, Orfeo camina decidido, totalmente esperanzado ahora en conseguirlo. Es por ello que vemos aquí enfrentados, sin verlo, la desesperación y la esperanza. Porque ni una ni la otra existen en verdad. Para Orfeo no es esperanza propiamente, es seguridad, autoconfianza, decisión. Para Eurídice, a cambio, es abandono, es  seguimiento, es la inercia de lo que, sin emoción, camina hacia lo indeterminado. 

Así fue como Corot reflejó el instante donde nada es expresado realmente, salvo un avance decidido hacia la esperanza. Es una muestra clara más de su indeterminación artística, ya que el pintor no se decidió ni por el Romanticismo ni por el Realismo en su vida. Su genialidad fue expresar ambas tendencias unidas con la ayuda de un Impresionismo útil. Por esto no vemos emoción grata por ningún lado, pero, tampoco veremos crudeza, ni desgarramiento, ni dolor. Hay languidez y decisión, hay esperanza y una sutil forma de desesperación. Para los conocedores del mito de Orfeo lo que vemos es el compromiso del deseo, del anhelo de algo que, sin embargo, nunca se consiguió finalmente. Para los desconocedores del mito es solo la huida de dos amantes hacia su felicidad. Orfeo es pintado por Corot con los atributos de su genio artístico, también con las muestras de su determinación, portando en su mano izquierda el instrumento de su salvación. Es su poder, su capacidad artística, su esperanza para crear melodías que calman a las fuerzas malévolas del mundo. Con su otra mano sostiene y dirige una Eurídice sin voluntad. Ella no tiene nada más que a sí misma, ni siquiera eso. No tiene nada, ni vida. Como la desesperanza. El pintor no desea expresar esto exactamente, pero tampoco se niega. En su obra de Arte representa las dos facetas tan opuestas, la esperada y la desesperada. Sin embargo, el pintor no alcanza a emocionar, pero tampoco a dramatizar. ¿Qué hay a la derecha de Orfeo, frente a él, pasando esos árboles oscuros? ¿Es la salida? ¿Es la vida? ¿Es el final? El pintor no compone nada de eso. Salvo el deseo, nada veremos, solo una determinada decisión. 

La esperanza es una forma de desesperación. Lo es además por ser tan controlada como indecisa. Es la impresión que Corot nos hace ver de su personaje, que camina portando su lira pero llevando a rastras el reflejo de una indecisión. Sin embargo, ese control aparente conlleva una justificación y una promesa, ya que pueden salir del Hades si cumplen las condiciones que se le han impuesto: no mirar nunca atrás. Pero él no pudo controlar, ni saber, el deseo de Eurídice de no querer cumplirlo. Por eso ella es compuesta con la morbidez de su incapacidad volitiva. No había que mirar atrás, pero ella no lo cumple y, poco antes de salir, dirige su mirada hacia el abismo. Ella, para Orfeo, es lo indeterminado, lo que no se puede prever porque no se conoce y, por tanto, no se puede controlar. La esperanza entonces se transforma imperceptiblemente, algo que no veremos en el Arte. Para el Arte la desesperación no es representable nunca. Pero, a cambio, sí lo es la combinación de ambos estados, la desesperación y la esperanza. Con ellos dos el sentido estético de un hecho incierto alcanza ese lugar genial que todo Arte persigue. Siempre que veamos esta obra de Corot recordaremos que hay un lugar para la esperanza. A pesar del mito, a pesar de que sabemos lo que, finamente, sucedió en el mito. Pero esto da igual porque no lo veremos, no veremos nada de eso. Sólo el deseo racional de Orfeo por querer conseguir, por querer alcanzar, con su determinación solitaria, el camino final hacia la esperanza.

(Óleo Orfeo conduce a Eurídice fuera de los infiernos, 1861, del pintor Corot, Museo de Finas Artes de Houston.)

3 de abril de 2022

La Belleza en el Arte es relativa, posee tres causas distintas que producen tres efectos diferentes.





El Impresionismo es la mejor tendencia artística para evaluar la Belleza en el Arte, para discernirla estéticamente, para tratar, en definitiva, de comprenderla mejor.  El Impresionismo tiene la cualidad de ser muy subjetivo, y esto ayudará a distinguir mejor las diferentes formas en que la Belleza pueda reflejarse en un cuadro. En este caso podemos comparar tres pintores de esa etapa, aunque cada uno con los rasgos propios de su formación e inclinación estéticas. Samuel Colman, Claude Monet y John Singer Sargent. Colman (1832-1920) fue un paisajista norteamericano impregnado de las formas románticas de su país y de las nuevas tendencias impresionistas. Monet (1840-1926) es el pintor impresionista por excelencia, verdadero artífice de las teorías impresionistas, de las formas que los colores pueden expresar según el momento del día, del año o del reflejo indeterminado de la luz del sol. Sargent (1856-1925) fue el pintor más atrevido por su versatilidad, por su capacidad de extraer la impresión desde cualquier faceta diferente de la vida. Con ellos podremos comprobar que la Belleza, por ejemplo, tendrá en el Arte al menos tres maneras de considerarse. En el caso de Colman y su obra Torre vieja en Avignon, la Belleza está en la atmósfera de la obra, en sus formas geométricas acordes a la visión romántica de un escenario sugestivo. Está también en el momento elegido por su cualidad de equilibrar el cielo con la tierra, la luz con la oscuridad. Está en la nostalgia y en el sentimiento vaporoso de un instante sobrecogedor. Ahora es el color, son los colores matizados de sombras, ocres y líneas rectas que llevan a producir un efecto embriagador por su onírica sensación placentera y sedante. La Belleza es cultural aquí, es geométrica, es histórica, tiene rasgos que la hacen motivadora de sueños, de acogida temporal, de vivencia, de espíritu indeterminado que vaga ahora por las sosegadas aguas de un remanso de paz y de sosiego. La Belleza es aquí causada por la combinación magistral de elementos humanos y naturales, en una magnífica composición inspirada y sostenida por el tiempo como sentido y como alarde.

En Monet y su obra El río Petite Creuse la Belleza no está en nada de lo anterior, ni en la atmósfera, ni en la geometría ni en las formas. Su causa ahora es otra y los efectos que nos producen también son otros. En esta obra impresionista por excelencia la Belleza no está originada por nada en concreto. De hecho no hay un origen como tal, es solo el efecto que produce lo importante. Pero, no obstante, veamos cuál podría ser su causa, la causa aquí de la Belleza. Es la luz difuminada de la mañana. En la obras genuinamente impresionistas la luz es siempre matutina. Esa podría ser aquí la causa. Pero una luz que no se verá sino reflejada por la multitud de elementos naturales que, combinados sin concierto, acabarán creando la mejor sintonía, sin embargo, que un mundo abundante de reflejos pueda componer en un instante. La Belleza ahora está expansionada totalmente, no hay una parte de Belleza, no hay nada seccionable, es la totalidad la que está ahora expresando, radiante, la Belleza difuminada por todas las áreas estéticas del lienzo. No hay ninguna parte que sea más que otra, no hay contraste, toda tonalidad es la causa y es el efecto que producirá la Belleza, y que será completada en la mente ávida de multiplicidad, de diversidad, de la fascinación por la transformación ahora de la luz reflejada en cada  cosa. Su efecto es el más optimista y el más benéfico por su alejada sensación de cualquier cosa que no tenga ahora nada que ver con la multiplicidad, con la luz reflejada y con las formas mezcladas tan poderosas. Porque aquí no hay separación, no hay oposición, no hay otra cosa que conjunto, que pertenencia, que fortaleza ante la variedad que nos produce la impresión de estar ahora mirando tanta diversidad expresada, sin embargo, como si fuera una única y completada cosa. 

Luego estará la Belleza independiente, la prodigiosa por ser su causa una sola, por no tener otra cosa más que su mera fuerza simbólica. En la obra de Sargent vemos el retrato de una mujer real, Elizabeth Ebsworth. En él hay elementos estéticos de una composición brillante, armoniosa, sugerente. Los trazos impresionistas de una combinación radiante entre el vestido y el decorado tan simple de un retrato. Pero aquí, sin embargo, la Belleza es completamente objetiva, es única, es determinante, es el simbolismo más fiel del reflejo de una mujer y su retrato. La Belleza ahora no es tanto artística como personal, no podemos obviar que es una bella mujer la que, soberanamente, reina ahora por completo entre las formas representadas en la obra. Su causa es ella y su efecto también. Podremos elogiar su pose, podremos elogiar el efecto del vestido sobre su cuerpo, la elección de unos colores semejantes, su combinación y su efímero contraste. Pero no hay más que un lugar para significar la Belleza en esta obra, y es la efigie de una hermosa mujer entre las formas sublimes de su retrato. No es ahora la Belleza subjetiva, como lo era antes, en las dos obras impresionistas de Colman y Monet. No, ahora es la más objetiva de las bellezas, la que no puede sustraerse a otra cosa, la que no necesita otra cosa. La que no nos enseñará nada, la que no nos llevará lejos ni cerca, la que producirá la satisfacción más primigenia por ser la primera, la auténtica, la profunda Belleza. Su fuerza aquí es ella, no otra cosa, aunque lo fuese, aunque quisiésemos mirar otras cosas u otras posibles cosas estéticas. ¿Cuál es la más original Belleza? En el Arte no hay Belleza original. Es relativa, es la muestra de causas diferentes. En un caso es la imaginación que fluye ante el contraste de las formas, en otro caso es la totalidad de la luz reflejada de las formas, y, por último, es la forma misma, la única, la más definida, la individual, o la más eterna belleza de la forma.

(Óleo Torre vieja en Avignon, 1875, de Samuel Colman; Cuadro El río Petite Creuse, 1889, del pintor Claude Monet; Retrato de Elizabeth Ebsworth, 1897, del pintor John Singer Sargent, todas obras del Instituto de Arte de Chicago.)

8 de marzo de 2022

Tres formas de impresionar en el Arte, desde la más mediata a la más inmediata a la mente del creador.




 Cuando observamos el mundo podemos obtener de él diversas formas de percibirlo. Esto fue lo que los impresionistas intuyeron genialmente en el último tercio del siglo XIX. Renoir tal vez fue el más indicado para lograr definir el sentido más auténtico del Impresionismo. El mundo mejor representado era aquel cuyos colores traducían ferozmente la compleja impresión del momento visionado. Pero la percepción no será la misma, dependerá de la distancia que el objeto impresionado mantenga en el ojo subjetivo del receptor. O se acerca más a la impresión de lo observado o se acerca más a la mente del observador. Cuando Sisley, un impresionista apasionado del paisaje, quiso pintar un amanecer en Normandía utilizaría los menos colores posibles para componerlo. Para este pintor reflejar la luz de la mañana y sus efectos en el paisaje era el sentido más deseable de una impresión estética. Ese era su objetivo, y lo consiguió genialmente. Vemos la luz sin verla, estamos con él ahí para poder distinguir el matiz maravilloso del reflejo matutino de una iluminación natural extraordinaria. La impresión está más cerca del paisaje, del objetivo, que de la mente subjetiva que lo ha originado. Se trataba de eso, de alcanzar a representar el momento, su luz y la impresión tan sosegada de ese instante. En Renoir la impresión es más elaborada hacia el sujeto creador que la compone, pero tampoco tanto. Consigue tal vez ese intermedio entre lo mediato y lo inmediato al sujeto. Porque participa de los dos intensamente. En Sisley la participación del paisaje y su luz es más mediata, es decir, se recorre más distancia entre la realidad de la impresión y la irrealidad de quien la capta. En Renoir no recorre tanta, está ya más cerca de la visión subjetiva que de la objetiva. Sin embargo, aún percibiremos de esta impresión la realidad de un paisaje fascinante, vibrante, esplendoroso, casi traducido fielmente al recuerdo iconográfico de un lugar parecido. 

Pero hay otra forma de impresión que se desliza aún mucho más a la mente imaginativa del creador, una que es inmediata a su sensación más íntima y, por tanto, menos a la realidad impresionada. Esta la obtiene Van Gogh en su obra Campo de trigo con cipreses. Este pintor crea más lo que tiene en su mente que lo que tiene ante sí. En el recorrido desde su objetivo hacia la mente del observador, el objeto del mundo va perdiendo sentido real y su imagen desarrollará matices o perfiles que variarán, o no, dependiendo del lugar elegido de ese camino para plasmar su impresión. En Van Gogh la visión de su paisaje no es detenida sino cuando el pintor la percibe más inmediata a él que a su retina. Es la subjetividad mayor, esa que no ve otra cosa sino lo que su mente interpreta gozosa. Está así más cerca de sí mismo que del paisaje, de la luz o de la impresión momentánea del instante. Todo lo contrario que en Sisley, que lo representado está más cerca de la luz y de la impresión del momento que de la mente subjetiva del creador. Es impresionismo, es un maravilloso efecto impresionista mediado por el sentido primoroso del objeto a representar. Los impresionistas no se acercaban tanto a la retina de lo observado, como el Arte había sido compuesto antes de ellos, sino que traducían los efectos que, desde ahí hasta la mente impresionada, producían la luz y sus reflejos en una imagen real. Pero, como toda evolución en el recorrido de lo creado, ese reflejo natural llevaría una variación subjetiva que avanzaría en la percepción de la visión que del mundo tuviera un artista. En Van Gogh no sabremos dónde está la luz ni qué momento del día es. No se trata de eso. En su obra el pintor holandés busca otra cosa, la fuerza expresiva de una impresión. No busca la impresión sino su fuerza subjetiva, esa que está situada más cerca del pintor que del mundo. El mundo no es lo importante, es la excusa, y su impresión no es la impresión que del mundo obtengamos, sino la que de nosotros mismos obtengamos con la ayuda del mundo. 

En Renoir como en Sisley, aunque cada uno con su fuerza impresionista, lo que se trata es de alcanzar la impresión subjetiva del mundo. Pero el mundo es fundamental, sin él la impresión no tiene sentido por sí misma. Por eso ellos elaborarán los recursos más inspirados para alcanzar a reflejar la impresión de ese mundo que miran. La impresión, no el mundo, pero la impresión más cercana al mundo que miran. En Sisley la impresión del mundo es más mediata al mismo, es decir, se asemeja más a él, lo necesita para plasmarlo así, lo representa ahora buscando los elementos más naturales que de una visión subjetiva tuviera un observador sensible. En Renoir el observador está un poco más alejado del mundo, ahora se acerca un poco más a la visión que un sujeto tuviera en la inmediaciones de su interior estético. Los reflejos de la luz en las cosas representadas son traducidos en infinidad de colores para salvar así la distancia con el mundo. Es el mundo lo impresionado, pero sin todo lo del mundo. Aquí, en Renoir, la inmediatez y lo mediato se acercan equilibradamente. Obtiene así la perfección impresionista. No hay ni subjetividad ni objetividad puras. Es la visión representada de un artificio maravilloso que refleja el mundo. Sólo habría que recorrer el camino a la inversa, es decir, hacia lo mediato del mundo, para que la visión de Renoir nos asombrara al ver ahora la conciliada representación de los alrededores de la bahía de Moulin Huet con la realidad del mundo. En Sisley el recorrido sería menor aún. Pero en Van Gogh habría que recorrer mucho más, tanto como para alejarse por completo de la mayor subjetividad que el Impresionismo pudo obtener de uno de sus creadores.

(Óleo Campo de trigo con cipreses, 1889, Vincent Van Gogh, Metropolitan de Nueva York; Cuadro Prados de Sahurs en el sol de la mañana, 1894, Alfred Sisley, Metropolitan de Nueva York; Óleo Colinas alrededor de la bahía de Moulin Huet, 1883, Renoir, Metropolitan de Nueva York.)


17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia de lo que es valioso y de lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante aquellas que no tienen otra razón de ser que existir, que ser lo son, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa y elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio, la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esa dicotomía de lo obsesivo ante la vida habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se dejará llevar por la moda, la propaganda, el sesgo simbólico o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado por el ser humano que no dejará en ningún caso de expresar armonía, fuerza, contraste, cierta realidad representativa y una respuesta emotiva profunda en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable más que no está ahí incluida y determinará la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social que lo justifica. Porque es la tendencia social la que justificará las cosas. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo determinado. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en sí, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Ahora estamos en una situación histórica, y cada vez más, que, con la perspectiva de los años pasados, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento temporal suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podremos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos. 

La expresión de lo armonioso es una característica artística en la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar. Aunque, cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esa sentencia armoniosa en sus creaciones. No se trata de alcanzar toda la armonía del mundo sino solo aquella que sea precisa para poder serlo. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, llevará entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable también moderna y antigua. Puede verse en Rembrandt y en Van Gogh. La cierta realidad de lo representado es la que chocará con la abstracción artística excesiva completamente. Sin cierta realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesitará de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea en el mundo artístico luego. Y por último la emotividad. Sin sentir alguna emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos permita sentir también, aunque sea mínimamente. Y todo eso junto, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia galardonada de lo asombroso en el Arte. La fe, la fe es lo que faltará ahí para llegar a ser parte del Olimpo. Pero la fe quién la determina. ¿Qué san Pablo será el que desarrolle la doctrina y acomode las formas de la adoración más creíble? Aquí no es tan sencillo arbitrar un argumento creíble, esas formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia histórica de algo son múltiples y se deben dar todas ellas además a la vez o poco tiempo después. Han podido existir otros san pablos, pero sólo uno existió en un tiempo y en un espacio y consiguió además, gracias a otras muchas cosas, establecer la fe que luego desarrollaría su existencia exitosa. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merecerá la pena valorarlo. Así de irónico será el asunto de la valoración en el mundo. Los intereses ya creados seguirán planteados y poderosos frente a la volátil aquiescencia de lo valioso.

A mediados del siglo XIX se comenzaría en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se comenzó a dar así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la Naturaleza. De aquí surgiría el Impresionismo poco después. Pero, se crearían escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que ya se comenzaron a vislumbrar en sus exposiciones nacionales. En el año 1873 decidiría el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran además ese efecto emotivo profundo que el Arte debería tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial, enfermaría de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar nada de lo que pudo ser y no fue. Pero, poco antes de eso crearía su obra Estudio de Paisaje. En ella veremos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica. Salvo una cosa, la fe. Sin ella el mundo no conseguiría valorar, ni emocionarse, más allá de algunas de sus obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce histórico ni cultural, entre las paredes menos elogiadas del insigne museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



28 de diciembre de 2020

La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.


 El Impresionismo había surgido apenas quince años antes de que Seurat compusiese su obra premonitoria. Había surgido el Impresionismo de la visión rupturista de los pintores por mostrar una parte del mundo, esa que nunca antes nadie se habría detenido a exponer en un cuadro. ¿Qué visión era esa tan deconstruida? Pues la del momento fugaz añadido a cualquier evento del mundo mínimamente relevante. Porque todo lo representado antes habían sido o la vitalista escena humana prodigiosa o la grandiosa natural de un paisaje del mundo. Nunca se había fijado en una obra la parte del mundo que no tenía nada importante que describir. Nada importante excepto esa forma luminosa que ahora vibraba insigne en un lienzo impresionista. Era ahora lo importante el medio transmisor, no el emisor ni el receptor en lo visible del mundo. Era todo lo que antes no se paraba nadie a mirar... Los pintores impresionistas hicieron la revolución estética más radical que se pudiera crear en aquellos años del siglo XIX. Con ellos se acabaría de golpe el sentido, se acabaría el mensaje, se acabaría el contenido, se acabaría todo por lo que antes los creadores habían mostrado la pasión estética más arrebatadora: el mayor éxtasis artístico de lo más grandioso. Así que ahora, a cambio, cuando los seres humanos, cansados de la agitación de la imagen artística grandiosa, fueron a buscar la más sosegada, distante, elusiva, marginal, evanescente o sesgada imagen que se pudiera obtener del mundo, alcanzaron a componer la estética más exitosa que un incipiente Arte moderno pudiera hacer por entonces. El Impresionismo fue el Arte moderno de la segunda mitad del siglo XIX. El rechazo fue absoluto por los críticos y el público, nadie pensaría por entonces (1870) que ese Arte marginal pudiera siquiera progresar. Sin embargo, los impresionistas nunca se desanimaron y llegaron a evolucionar con múltiples variaciones de su propio estilo. 

Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética.  A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica. 

Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...

(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)


25 de julio de 2020

La cosmovisión del mundo cambió con el Impresionismo, pasó de lo universal a lo particular.



Ese fue un debate que tuvo en el conocimiento de la realidad las causas de su sentido cognoscitivo: o provenía de lo particular o provenía de lo general. Pero cuando el Arte traduce la realidad lo hace casi siempre con un espíritu clarificador y estético. Porque ambos van unidos para tratar de satisfacer una realidad autónoma de la que el ser humano se apropiaría con signos o rasgos de belleza. Realidad autónoma porque el Arte no obedece a principios naturales físicos propios de la vida, el Arte era otra cosa muy distinta de la realidad. Pero cuando el ser humano quiso expresar la realidad de lo que veía no encontró otra forma mejor que representar el mundo con belleza. Pero ésta era un concepto tan abstracto y tan alejado de la vida que no pudo el hombre más que adueñarse de ella con las formas. Así, el espíritu en el Arte desaparecería por completo entre las formas armoniosas de belleza, como sucedió en la Grecia clásica. Sin embargo, cuando el espíritu ganase la batalla de la historia a partir del siglo V d.C., el mundo del Arte no volvería a imitar la belleza de las cosas de la vida durante mucho tiempo, justo hasta el siglo XV con el Renacimiento y su recuperación de las bellas formas armoniosas. Pero, sin embargo, el espíritu seguiría dominando el mundo y sus representaciones armoniosas. La belleza ahora dispondría así de un sentido general o universal, uno que guiara o dominara al mundo y sus expresiones artísticas. Cuando el pintor Rafael Sanzio componía sus visiones universales de belleza, tenía muy claro que ese espíritu estaba plasmado entre las excelsas proporciones armoniosas de sus obras. Cuando el barroco Claudio de Lorena pintaba esos paisajes hermosos donde la vida fluía con un mundo extraordinario de belleza, aquel espíritu medieval seguía cabalgando orgulloso bajo los suaves matices verde-oscurecidos de su pintura. Lo universal -el espíritu- privilegiaba una forma de conocimiento estético que alcanzaba a componer la realidad de una manera que el ser humano había sospechado desde siglos antes en su historia. 

El Romanticismo fue la culminación de ese proceso estético donde lo universal era lo principal, es decir, desde donde partir para llegar a comprender o expresar el mundo y sus misterios. Con el pintor británico Turner la metáfora histórica del conocimiento estético de la vida fue llevada al máximo de belleza y sofisticación plástica en una obra de Arte. El ser humano podía llegar a poseer el sentido del mundo, su cosmovisión de él, bajo la visión universal del llamado método deductivo de la lógica. Este método lógico había sido glosado ya por Aristóteles y llevado luego a su desarrollo filosófico con la Escolástica medieval. Su manera de pensar consistía en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido. El Arte habría tomado esa máxima de un modo tácito para proseguir, a partir del Renacimiento, con su sentido expresivo más clarificador de belleza estética. El espíritu radicaba así en todas las formas o estilos donde la estética habría, de una u otra forma, representado al mundo y su belleza. Para eso la armonía habría sido sostenida por el principio deductivo de esa metáfora estética, tan asentada ya en la historia y su desarrollo a lo largo de los siglos. Turner pintaría en el año 1834 de ese modo deductivo su obra Incendio de las casas del Parlamento. La perspectiva tan universal de la obra romántica, así como su sentido deductivo filosófico, lo apreciaremos ahora en el impactante y desgarrador momento tan expresivo del instante romántico plasmado por el pintor. El sentido general de las llamas que suben hacia el universo infinito se refleja aquí en las aguas de lo particular del río terrenal tan finito de los hombres. Lo general está ahora siendo utilizado aquí para clarificar un modo particular que dé sentido al mundo y al hombre. Fuerza, desgarro de lo universal y pasión armonizada del mundo con la humanidad. La comprensión de la vida pasaría aquí por conciliar el espíritu universal con ese otro espíritu personal del mundo del hombre.

Pero todo ese sentido universal y general del conocimiento y de la cosmovisión del mundo, acabaría derrotado definitivamente al advenimiento de un sentido inductivo del saber y del ver, un sentido que el desarrollo de la historia situaría en el máximo esplendor de la Revolución Industrial del siglo XIX. Y su paradigma estético fue el Impresionismo. Científicamente ya había sido vislumbrado lo inductivo por los empiristas ingleses en el siglo XVII: el conocimiento de lo general parte de lo particular. Ahora el sentido se invertiría, por lo tanto. El conocimiento partiría así ahora de lo particular y para ello el sentido de lo individual clarificaría el sentido general del mundo y sus misterios. Ya no era necesario el espíritu. Por eso cuando los pintores impresionistas perciben el sentido estético del mundo no entienden que haya que expresar lo universal para nada en sus obras. Ahora se trataba de la vida concreta de las cosas, de sus impresiones particulares, las cuales determinarán así luego el sentido global del mundo y del hombre. Por esto cuando el impresionista Camille Pissarro se decide por pintar una calle de París el sentido estético lo expresaría solo en el mundo del hombre, en un microcosmos que, si acaso, es reflejado ahora en un plano superior del todo aquí innecesario, el plano de un universo metafórico ya absolutamente inútil para poder clarificar nada con él. Por eso la perspectiva (su punto de fuga) es aquí absoluta, determinante, definitoria, expresiva. La visión de esa perspectiva de fuga surge de un punto en el infinito que no es el universo espiritual o general de antes, sino que ahora es esa parte humana y terrenal que no vemos aquí por lo alejado que estaremos de su origen, pero no por lo distanciado que estemos de su sentido. El Impresionismo empezaría así cambiando la cosmovisión estética y llevaría en su peculiar gesto plástico la génesis de un nuevo acontecer en el mundo, tanto en lo artístico como en el pensamiento como en lo social. Fue este el resorte estético que daría paso a la Modernidad y que terminaría con la sagrada visión universal de lo misterioso, es decir, con aquello a partir de lo cual antes podíamos entendernos a nosotros mismos y al mundo. 

(Óleo Incendio de las casas del Parlamento, 1834, del pintor romántico Turner, Museo de Cleveland, EEUU.; Lienzo impresionista de Camille Pissarro, 1897, El bulevar de Montmartre de noche, National Gallery de Londres.)

5 de mayo de 2020

La impresión es lo que se da antes de la percepción, no es nada aún y lo es todo.



Es justo la impresión estética ese momento en que no percibimos nada todavía, solo apenas acude ahora a nuestros ojos una proyección efímera y desconsiderada de lo real. No nos dice nada aún, no podemos saber todavía qué es lo que vemos ahora exactamente, pero eso dura poco tiempo, es imperceptible tanto lo que apenas vemos como lo que sentimos incluso. Solo los impresionistas quisieron y supieron ofrecernos ese instante tan efímero. Por eso mismo su Arte es tan maravilloso como incomprensible. Porque no es natural, porque no corresponde a nada de lo que percibimos, cuando vemos las cosas reales, a como aparecen en sus obras. Esa impresión de sus obras es una estela indivisa difuminada por colores de un mundo ahora diferente. No hay contraste real en sus imágenes (nada se opone naturalmente a nada), y no lo hay porque no existe un contraste que nos permita distinguir bien unas cosas de otras. Pero, sin embargo, están ahí las cosas representadas. Están y lo vemos al alejar nuestra mirada (cerrar apenas un poco los ojos) y nuestros juicios (prejuicios) para recordar qué representan. El Impresionismo es una extraña filosofía estética sobre la forma de ver las cosas del mundo. Los impresionistas lo que hicieron fue buscar la belleza que encerraban las cosas antes de que éstas dejaran de ser desconocidas. La impresión, por su definición y la propia naturaleza de lo que es el concepto, no puede durar mucho. Cualquier impresión, sea visual o emocional, calamitosa o estimulante, no se mantiene en el tiempo. Lo complicado en el Impresionismo fue plasmar una efímera imagen iconográfica y que, además, tuviese belleza. El Romanticismo de Turner, por ejemplo, consiguió lo mismo tiempo antes, pero hay una sutil diferencia entre ambas tendencias. Esa diferencia es la luz. En el Romanticismo lo importante es la luz solar, no la artificial, ni la condicionada, nublada o filtrada por una atmósfera gris, difuminada o minimalista. Para Turner, por ejemplo, la luz solar debía fluir siempre entre las marañas deformadas de una composición sublime. Para los impresionistas, sin embargo, la luz es igual ahora cuál sea su origen, o si existe o no. Esta es la grandiosidad del Impresionismo: no es necesaria la luz natural para destacar la luminosidad o las rutilantes formas coloreadas de un mundo vibrante. 

En la pintura Una mujer al piano de Renoir no sabemos qué tipo de luz hay en ese interior difuminado ahora, de dónde viene o qué lo origina. Da igual, los impresionistas crean los colores sin necesidad de luz. Realmente ellos materializan o traen, por así decir, la luz de las propias cosas representadas en sus obras. No necesitan puntos de luz, ni destellos, ni llamas (las velas del piano están eternamente apagadas en la obra de Renoir), ni de fuente de luz alguna que allane un instante sublime de color. En su obra Rocas en Port-Goulphar, Monet capta unos colores imposibles de ver así en un paisaje nublado, gris o desolador. ¿Cómo es posible ese color apagado verde turquesa entre los reflejos sosegados de un mar, sin embargo, tan arrollador? Porque el océano Atlántico en esos acantilados de la costa francesa no es tan sereno ni tan sosegado. Pero es que en el Impresionismo no están los colores para representar las cosas sino para narrar con ellos las cosas. Así Monet dará forma al movimiento de las olas o a las rugosas rocas del duro acantilado persistente. Y seguirán siendo, como en Renoir, indiferentes las formas en Monet. ¿Por qué distinguir o diferenciar unas cosas de otras cuando lo que se expresa en ese instante momentáneo es algo que no veremos realmente nunca así? El Impresionismo es más tiempo que espacio. No interesa tanto el espacio como tal. A cambio, el tiempo es sublimado porque es utilizado infinitesimalmente en sus obras. La grandeza del Impresionismo (frente al Surrealismo, Simbolismo o Romanticismo, por ejemplo) es que lo que refleja es la realidad del mundo que vivimos pero, sin embargo, no percibida así por la visión real de un ser humano. El mundo para los impresionistas no difiere de lo banal, de lo normal, de lo cotidiano o de lo sencillo de la vida. Toda obra impresionista refleja la vida sin interferir filosóficamente (ni inmanente ni trascendentemente) en ella. Lo único que los impresionistas hacen (y no es poco) es destacar en sus obras el instante anterior a todo eso.

Al hacerlo así eternizan más el Arte. Hacen con él una cosa que otras tendencias realistas no consiguen: fijar la impresión de un instante imposible de comparar con nada parecido del mundo. Una obra clásica, donde las formas son conformes a lo real, es comparable con el mundo que refleja, por lo tanto posible de refrendar en un futuro lejano ante un deseo de conocimiento iconográfico. En el Impresionismo el conocimiento iconográfico no tiene mucho sentido. ¿Cómo distinguir nada en sus obras para aprender algo de lo que representa? No es conocimiento, es impresión. Por eso dentro de mil siglos la obra de Monet seguirá siendo vigente estéticamente. ¿No podrán ser vistos así también los paisajes futuristas de un mundo diferente? Precisamente por ser un Arte indiferente... Esa indiferenciación de los límites de las cosas plasmada en las obras impresionistas, de sus reflejos tan irreales, de sus sombras imperfectas o de su luz inciertamente difuminada, hacen del Impresionismo una tendencia muy singular. Sirve esta tendencia para perderse en sus imágenes y no sentir que se agotan las miradas diferentes (porque tienen formas indiferentes) que cualquier percepción pueda disponer. ¿Qué deseamos sentir al ver a esa mujer tocando ahora el piano? ¿Que lo toca? ¿Que medita? ¿Que descansa? ¿Que sueña? ¿Que está triste? ¿Que está absorta? ¿Que está perdida? ¿Sensible? ¿Esperanzada? Todo eso y mucho más que pensemos que haga será. Al ser un instante indefinido podemos decidir pensar lo que queramos que pueda ser el sentido de esa impresión congelada. Nada real es percibido en una impresión, sea la que sea. Porque para percibir algo es preciso corresponderlo, oponerlo con formas conocidas. Lo desconocido debe estar situado ahora entre lo conocido para poder ser percibido. Cuando lo desconocido está entre cosas desconocidas no percibiremos nada. Sin embargo, el Impresionismo refleja siempre una realidad conocida, normal y verosímil. Sabemos que la refleja. Este es el acuerdo tácito entre el pintor impresionista y los observadores de sus obras. Lo demás es la imperceptibilidad de las cosas indefinidas. ¿Cómo consigue atraernos el Impresionismo? Por esa sutil percepción de la impresión anterior a toda percepción real visible, la única percepción sensible, por otra parte, que da y sostiene el instante congruente con la creatividad: la belleza impresionista. Con esta belleza perceptiva tan especial los impresionistas consiguen nuestra aceptación de aquel acuerdo visual. Lo que significa aceptar que siempre hay un instante de belleza anterior a cualquier percepción existente del mundo.

(Óleo de Pierre-Auguste Renoir, Mujer al piano, 1876, Instituto de Arte de Chicago; Obra impresionista de Claude Monet, Rocas en Port Goulphar, 1886, Instituto de Arte de Chicago.)

16 de abril de 2020

El sentido del presente es a veces una sensación falsa, obtusa, equívoca, desalentadora y aplastante.



El Arte tiene la infinita virtud de lo recreado, de lo inventado, de lo calculado, de lo inspirado o de lo atronador a veces. Y todo eso con rasgos de verosimilitud, una realidad representada para poder producir, en una mente perceptiva abierta a los asombros, otra dimensión diferente traducida ahora por la expresión de un universo íntimo, indolente, distante, pero abierto y desmitificador. El Arte nos servirá entonces para llevar a cabo un golpe emocional que nos haga reaccionar ante lo trágico con el suspiro sublime de unas formas armoniosas. La infinitud del universo artístico es ahora ese sistema referencial salvador que viene a seccionar el cruel momento delimitado por el abismo indecente de un presente aterrador. Porque el presente no es siempre clarificador de la sintonía tan diversa de un mundo universal sin límites. Por eso mismo el Arte nos confundirá a veces, porque tiene límites... No podemos obviar ese límite, es un espacio delimitado por las aristas físicas de su realidad iconográfica. Pero la grandeza del Arte está en eso precisamente, en poder transmitir cosas tan diversas a las meramente representadas en tan poco espacio. Muchas cosas o infinitas cosas en el entramado indefinido de un espacio acotado por sus distancias tan cortas. En esto mismo se parecerá a la vida en ocasiones. Cuando padecemos cosas lastimosas se materializan además en el limitado escenario de nuestra limitada realidad tan condicionada. Entramos entonces en el reino infame del tiempo presente, que nos absorbe ahora, despiadado, para no poder llegar a comprender que la realidad, sin embargo, siempre es algo fluido, dinámico, evolutivo, cambiante y sorprendente.

Los creadores artísticos de emociones, que nos obligan ahora a pensar ante la belleza parcial de un instante tan hiriente, pueden conseguir o no hacernos llegar a ver, antes o después, el mensaje sutil de una contradicción estética ahora no resuelta del todo en nuestro mundo. Esta es la contradicción de la emoción de la belleza. Porque la emoción de la belleza inspirada en un instante no es nunca ni triste ni desolada ni espantosa. Y no lo es por la propia naturaleza de la belleza y del instante: absolutamente cosas evanescentes consecuencia de la propia sensación tan fugaz que lo produce. Cuando percibimos una belleza es exactamente igual que cuando presentimos una emoción, solo estarán motivadas por el momento fugaz de su sentido temporal tan evanescente. Es el presente el que recrea la emoción y la belleza. Pasado ese momento ni lo uno ni lo otro permanecerán así jamás. El pintor holandés Josef Israël (1824-1911) perteneció a un periodo artístico holandés impregnado tanto de realismo, intimismo como de impresionismo. De origen sefardí, Josef Israël abandonaría los grandes personajes históricos para componer seres anónimos perdidos entre las profundas limitaciones de sus vidas. En el año 1878 crearía su obra Sola en el mundo. Y en la representación artística que hace en su obra está la explicación anterior de la contradicción de lo limitado y de lo infinito, de lo bello y de lo que no lo es, de lo doloroso y de lo grandioso... En una humilde habitación decimonónica una joven llora ahora desolada ante el cuerpo moribundo de su padre. Esos elementos iconográficos ubicados en el espacio limitado de la obra determinaban así la emoción y la belleza que el pintor desearía transmitir. 

Y lo consigue principalmente con la imagen definida, emotivamente vinculante, de la joven y su padre. De pronto surge aquí la soledad ante el hecho inapelable de la muerte. Pero ese hecho no lo vemos ahora bien: puede estar enfermo, puede estar dormido, o puede que ella se lamente así ahora por otra cosa. Pero el pintor lo deja claro, sin embargo, con su título aplastante. Ahora, aquí es la definición que elegiremos para establecer una cosa cierta: la vida nos abrumará inmisericorde ante el hecho inevitable más imprevisto. El pintor recrea ahora su escenario, sin embargo, con una bella serenidad que no corresponde con una alarmante situación como esa. El orden, la adecuación de las cosas, la perfección de la atmósfera del cuarto, están ahora desentonando ahí con esa entropía emocional tan espantosa. Hasta podemos imaginar el poco ruido que la escena destilase ahora entre sus sombras. Las cosas representadas en una obra de Arte son como los elementos de una ecuación prodigiosa: nada está de más ni de menos para poder despejar la incógnita. Aparecen en el cuadro impresionista una mesa y dos sillas, con lo que deducimos que nadie más habitará en la estancia. Aparece un armario que resguarda cosas o las distrae de un área vital tan expedita. Hay además un reloj de pared a la derecha del lienzo. Es el tiempo, una magnitud ofensiva y limitante de muerte, pero también  una abierta y descollante poderosa de vida, algo que no hace más que recordarnos dos cosas contrapuestas: la negativa de mirar hacia el momento presente y su esencia ofuscadora, o la positiva y su esencia de pensar ahora que todo pasa y nada es importante.

Luego vemos en el suelo un libro abierto junto a la joven, es ahora aquí el pensamiento puesto en palabras para recordarnos las ideas que hacen diferentes las cosas del mundo. Hay una escalera de pie a la izquierda de la obra. Eso es lo que parece. La simbología es ahora lo importante. El sentido práctico en el Arte no es para nada nunca relevante. Está ahí para elevarse, para subir, para desterrar con ella el presente mortal de un instante amordazante. Pero hay algo en la obra de Arte aún mucho más significativo para descomponer esa aparente realidad tan dramática. Es el ventanal descorrido y poderoso del fondo que no sólo iluminará la estancia sino también cualquier espíritu entumecido ahora por un momento tan duro o paralizante. Es la ventana a través de la cual veremos un mundo exterior apenas definido ahí por los marcos divisionarios de una realidad distinta. Así, ahora todo momento presente se escapará maldecido por ese enlace luminoso hacia el universo infinito y poderoso de lo incognoscible. Nada hay más falso y obtuso que la sensación que define la forma del tiempo que delimita ahora un momento como el único momento existente en el mundo. El reloj nos lo recuerda perenne: la vida fluye siempre y los instantes serán la suma poderosa de un momento tras otro. Por eso la luz que penetra en la estancia ilumina las cosas que la obra define ahora como eternas e insondables. El sentido es justo aquí recomponer una infame frase (Sola en el mundo) con la fuerza indefinida de ese mundo distinto... Con él, con ese mundo de luz que entra ahora por la ventana vinculante, el pintor nos describe otra contradicción más en la obra y en la vida. Que es el mundo ahora aquí el que, por una bella refracción de luz, estará así junto al sujeto para siempre, que no habría nunca dejado antes de estarlo, y que, luego, el tiempo, tan solaz como indolente, volverá una vez más, siempre así, a recordarlo.  

(Óleo Sola en el mundo, 1878, del pintor holandés Josef Israël, museo de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

5 de marzo de 2020

Es el tiempo la esencia de nuestro mundo, lo que lo determina y justifica.



Los poetas siempre lo supieron. Y los pintores no han hecho más que vislumbrar en  sus obras ese presentimiento... Porque no es un sentimiento sino lo que se da antes de él. Porque, a veces, no hay nada luego. No ha llegado a ser a veces lo que antes apenas  era algo imaginado. ¿Y después de otras veces...? ¿Qué hay otras veces? ¿Es que siempre hay algo luego? Esto es lo que es el tiempo, lo que hay luego... Estamos hechos de tiempo o por el tiempo, es él el que nos modela y determina sin que lo sepamos incluso. Cuando un pintor comienza una obra no hay nada más que tiempo calculado. Cuando un ser presiente algo no hay nada más que tiempo imaginado. Pero el verdadero tiempo existe, sin embargo. Cuando el pintor norteamericano John Singer Sargent retratase a una de las hijas de su amiga Catherine Rebecca Bronson, lo hizo entonces con la inspiración más detenida del tiempo. Los pintores tienen ese poder extemporáneo, reflejan siempre  la parte no sucedida del tiempo. Entonces retratan otra cosa, una esencia instantánea o efímera, algo que no es el tiempo pero que lo refleja así. Se enfrentan ellos a los dioses, a las moradas ocultas de la vida, y nos muestran así la cosa detenida que no es más que una irrealidad fantasiosa de una sensación tan solo deseada. Porque entonces la voluntad se impone a la vida y al tiempo. En el retrato de Miss Beatrice Townsend realizado en el año 1882, el pintor Sargent consigue transformar la esencia incorregible del tiempo en una muestra poderosa de cierta vaguedad instantánea. Todas las instantáneas del mundo, sin embargo, están ahora congeladas en la imagen del pintor. Todas las ganas, los sueños, las ideas, las creaciones, las fragancias, las promesas, las ilusiones o semblanzas de  la modelo están ahora fijadas en los trazos impresionistas del pintor. ¿Cómo es posible que esa vaguedad instantánea encierre todo ese universo? Por la sublime irrealidad que consigue reflejar el pintor con la esencia del tiempo. Cuando el tiempo se domina en el Arte podremos así alcanzar a verlo todo. ¿Estará todo ahí? Todo. Sólo dos años después de finalizar su obra, la joven modelo Beatrice fallecía de una fatal peritonitis. ¿Estaba también el presentimiento...?

El pintor español Julio Romero de Torres fue de los pocos pintores que mejor compusieron el tiempo en sus obras. A veces para mejor componerlo el espacio es también una referencia o sutileza necesaria. En su obra Nieves o Mujer en oración Romero de Torres retrata el tiempo magistralmente. El tiempo es deseo y es promesa, es el sentimiento anticipado de algo que no existe aún. En su obra una mujer parece que ora, aunque realmente no lo hace. Nos mira ella mejor. Así quiere transmitirnos que ella espera algo que ignora aún saber. El libro lo tiene apenas abierto porque así es como  el tiempo lo expresa, sin certeza, sin límite fijado, sin otra cosa más que la sensación incierta de un vago deseo. En el plano posterior del cuadro vemos ahora  la escena por ella imaginada. ¿Es imaginada o es real? Ahora el tiempo se sublima aquí. ¿Es entonces otro momento? El pintor no lo aclara, sólo lo deja reflejado en la mirada impenetrable de la joven orante. La luz y la oscuridad matizan también la obra del tiempo. Es ahora aquí el ritmo de la secuencia temporal, es el antes y el después. En la obra el presentimiento se busca, se necesita para componer el tiempo. La calma de la escena principal se opone a la sobrecogida emoción de la escena secundaria. El pintor consigue materializar el tiempo, consigue darle vida, casi movimiento. ¿Hay otra cosa además de tiempo? Nuestro mundo es todo tiempo, solo tiempo. O se presiente o se ignora. Pero, sin embargo, nunca se siente. Porque o se presiente, como hace la mujer que ora, o se ignora, como hacen el hombre y la mujer del fondo. Vivir es ignorar el tiempo. Meditar o divagar es presentirlo. Para sentirlo habría que recorrer todo el ciclo temporal de su sentido universal completo, habría entonces que ser dioses... No, no podemos tocar la esencia de las cosas ni del tiempo. Por eso los poetas y los pintores son los únicos que mejor pueden vislumbrarlo, porque ellos consiguen describir la esencia de las cosas, y, con ella, la esencia del tiempo.

(Óleo Miss Beatrice Townsend, 1882, del pintor John Singer Sargent, National Gallery de Art, EEUU; Cuadro Nieves o Mujer en oración, primer tercio del siglo XX, del pintor Julio Romero de Torres, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)