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5 de junio de 2021

La gloria, el triunfo y la eternidad más reconocida frente a la historia, la creatividad primera o el sentido más injusto del mundo.



El siglo XVIII, un siglo racionalista y de triunfo intelectual, de pensamiento profundo, conciliador y trascendente, había sido, curiosamente, impregnado por una de las corrientes artísticas más frívolas, mundanas, refinadas o hedonistas de toda la historia, el Rococó.  Fue este un Arte al servicio del lujo, la frivolidad y la fiesta de la aristocracia y de la alta burguesía; al contrario de lo que sería el Arte barroco, que se dirigió más a la monarquía absoluta pero ilustrada. El estilo del Rococó estuvo caracterizado más por las fiestas y las novelas ligeras europeas, libres de preocupaciones, que por las gestas heroicas o los grandes relatos, mitológicos o religiosos, del periodo barroco anterior. El artista británico William Hogarth (1697-1764), grabador, ilustrador y pintor, definiría una teoría de la Belleza para esta tendencia del Arte. En su obra Análisis de la Belleza (1753) escribiría que la curva en S, presente casi siempre en el estilo Rococó, era el reconocimiento de la belleza y de la gracia presente en el Arte y en la Naturaleza. Pero a partir de la década de 1760 algunos pensadores, como el incisivo Voltaire, criticaron el Rococó despiadadamente, llevando su crítica hasta calificar ese estilo denostado con la más tajante superficialidad y decadencia en el Arte. En la década del año 1780 el Rococó en Francia dejaría de estar de moda para siempre, sobre todo gracias al triunfo del gran pintor francés Jacques-Louis David. Pero, poco antes de eso un pintor del sur de Francia, Jean-Francois Pierre Peyron (1744-1814), retrataría a Séneca en su lecho histórico de muerte de una forma nunca antes vista en la historia. 

En el año 1773 ganaría el muy prestigioso Premio de Roma con su pintura La muerte de Séneca (obra desaparecida hoy), donde competía por entonces con el gran pintor David. Un año después, sería elegido Peyron para decorar un hotel parisiense con un estilo declaradamente clásico, tan propio de aquella fervorosa pasión del maestro Poussin por la tradición grecorromana en el Arte, dejando Peyron el Rococó a un lado y llevando así la composición neoclásica a la mayor gloria del Arte. Ese premio le llevaría a pintar en Roma, a aprender de los grandes pintores italianos y a compendiar, además, todos los principios más clásicos del pintor del Barroco clasicista francés Nicolas Poussin. Pero cuando Peyron regresa a París y pinta ahora su nueva obra La muerte de Sócrates en el año 1787, descubriría, asombrado, que aquel pintor que él había desbancado solo catorce años antes, había conseguido ya alcanzar la más grande conquista que el Arte reservará solo a sus instrumentos más exitosos. David había ascendido y obtenido los laureles más admirativos de la Francia de entonces, eclipsando y marginando no sólo la obra sino la carrera artística para siempre de Peyron, relegando el nombre de este pintor y de su innovador clasicismo a un papel muy inferior en la historia del Arte, una de las historias más injustas y desconsideradas de todas las historias del mundo. Fueron las exhibiciones del Salón de París de los años 1785 y 1787 las que certificarían para siempre la defenestración de Peyron y el encumbramiento de David. Al fallecimiento del pintor Peyron, once años antes de la muerte de David, el mayor y más insigne pintor de Francia entonces pagaría, incluso, un homenaje al olvidado Peyron en su funeral, dejando claro así, en su alusión elegíaca, esta clarificadora frase: Y, sin embargo, fue él el que una vez abrió mis ojos...

Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 a.C. - 160 a.C.) fue un general y político romano perteneciente a una de las familias más aristocráticas, ricas e influyentes de Roma. Dos veces Cónsul, lucharía contra Macedonia, el gran reino griego originado por Alejandro Magno, en su segundo consulado, cuando Roma acabaría sojuzgando el último poder de lo que fuera la antigua y grandiosa Grecia. En Roma mantuvo una alianza estratégica y beneficiosa con los Cornelio Escipiones, famosos generales de Roma. En el año 191 a.C. fue procónsul en Hispania, dominando una sublevación de los belicosos turdetanos, aunque, un año después, fuera derrotado por los lusitanos perdiendo hasta seis mil hombres en una batalla. Aun así, se recuperaría venciendo al fiero enemigo hispano y dejando la Hispania Ulterior (el sur y oeste de España) pacificada por algún tiempo. Una de las inscripciones halladas en España de esa época romana describe un decreto de Lucio Emilio Paulo, uno en el que concedería la libertad a unos habitantes de Asta Regia, actual Jerez de la Frontera, que hasta entonces habían sido esclavos. En el año 169 a.C. libraba Roma la tercera guerra macedónica contra el rey Perseo, pero no se acababa de conseguir aún el triunfo definitivo por entonces. Hacía falta un general decidido y algunos nobles romanos le pidieron a Lucio Emilio Paulo que se presentase. Él se negó porque tenía ya sesenta años y no deseaba volver a guerrear tan lejos de su patria. Finalmente, aclamado, acabaría aceptando el cargo para luchar contra el rey macedónico Perseo. Un año después, en la primavera del año 168 a.C., Lucio Emilio Paulo derrotaría el ejército griego del rey Perseo. Este rey se rendiría y sería llevado ante el general romano Lucio, siendo tratado con una amabilidad y cortesía proverbiales. Luego saquearía Emilio Paulo el reino de Epiro, sospechoso de cooperar con Macedonia, enviando a Roma los tesoros tanto de este reino como los propios de Macedonia. Sin embargo, no regresaría a Roma aún, se quedaría en Macedonia como procónsul romano, tiempo que aprovecharía para visitar toda Grecia, reparar algunas injusticias y hacer varias donaciones incluso.

Regresaría definitivamente a Roma en el año 167 a.C., donde sería recibido con honores y aclamado por el pueblo romano. Lucio Emilio se casaría en dos ocasiones. De su primera esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En la antigua Roma las adopciones eran una forma jurídica familiar muy habitual en las clases nobles. Los hijos, aún pequeños, eran entregados a otra familia noble de la que pasaban a ser hijos legítimos para siempre, olvidándose así el vínculo familiar anterior. Fue el caso de los dos hijos varones de Lucio Emilio, el mayor fue adoptado por un hijo de Quinto Fabio Máximo, y el segundo hijo sería adoptado por un hijo del famoso general romano Escipión el Africano, y que llevaría el famoso nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Numancia y el general romano que arrasaría Cartago para siempre. Se divorciaría de su primera mujer Paulo, casándose luego con otra romana con la que tuvo dos hijos y una hija. Estos dos hijos varones murieron, sin embargo, en el año 167 a.C., uno con nueve años cinco días antes del magnífico triunfo que recibió su padre en Roma por sus éxitos en Macedonia, y el otro hijo de catorce años moriría tres días después de ese triunfo. Esta eventualidad suponía en Roma la extinción legal de la familia de Lucio Emilio Paulo. Moriría él mismo en el año 160 a.C. después de una larga enfermedad. Su fortuna era por entonces ya tan reducida (la de aquel gran conquistador de Macedonia) que apenas daría para pagar lo que quedaría de la dote de su segunda mujer.   En el año 1802 el pintor Peyron, derrotado artísticamente por el pintor David, pintaría entonces un cuadro en homenaje al cónsul romano Lucio Emilio Paulo. Fue todo un reconocimiento, mimético y empático, al que, como él, no sería cortejado por el tan azaroso, desconsiderado e injusto de los destinos históricos más misteriosos del mundo. 

(Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jean-Francois Pierre Peyron, Galería Nacional de Dinamarca; Óleo Emilio Paulus y el último rey de Macedonia, 1802, Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de Budapest; Óleo clásico El paria Belisario recibiendo hospitalidad de un campesino, 1779, del pintor Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia.)

21 de mayo de 2021

El Arte es una amalgama estética extraordinaria para acercar la verdad de la historia a los pueblos.


 

Cuando hace veinticinco años viajase por primera vez a México nunca pude imaginar entonces que otro sevillano cinco siglos antes había embarcado con rumbo a Nueva España para componer obras de Arte que yo luego, animado por mi pasión al Arte y la historia, comunicaría en un homenaje a este artista hispano de finales del siglo XVI y olvidado injustamente en la historia. Andrés de la Concha había nacido en Sevilla en el año 1540 y contratado en el año 1567 por el hacendado novohispano Gonzalo de las Casas para trasladarse a Santo Domingo de Yanhuitlán, una población situada en el estado mexicano de Oaxaca, y pintar algunas obras de Arte manierista. Allí, muchos años antes de nacer Andrés, los dominicos habían llegado desde España para evangelizar, enseñar, construir y patrocinar obras de Arte con la cultura europea más avanzada de entonces. Construyeron un templo-convento renacentista en Santo Domingo de Yanhuitlán, edificio que iniciaron en el año 1527, sólo seis años después de que Cortés alcanzara a conquistar la Gran Tenochtitlan, la enorme metrópolis capital del imperio azteca. El templo-convento dominico lo consiguen terminar, sin embargo, en el año 1580, cinco años después de que Andrés de la Concha finalizara los cuadros, retablos y maravillosas obras de Arte manierista por los que fue contratado. El pintor sevillano acabaría además falleciendo en el año 1612 en Nueva España, muy lejos de su ciudad natal. Su extraordinaria obra de Arte El Juicio Final, un óleo sobre tabla para el retablo principal del templo dominico, es una de esas obras maestras que, desgraciadamente, han pasado desapercibidas, desconocidas y marginadas tanto por la crítica, las guías artísticas o las reseñas publicitarias del Arte. Andrés de la Concha fue un pintor del Manierismo tardío sevillano, de gusto y estilo italiano pero de una maravillosa raigambre española, con una gran capacidad para el color y la composición artística. Los pintores sevillanos de la segunda mitad del siglo XVI recibieron influencia de los grandes maestros del Renacimiento italiano. En su obra El Juicio Final consigue el pintor expresar, con sensibilidad extraordinaria, la representación original de las almas de unos condenados al infierno junto a la mítica barca de Caronte; todo un reflejo artístico sublime de, por ejemplo, su admirado Miguel Ángel, que creó la misma representación estética en la famosa capilla Sixtina. Es de apreciar el hecho histórico, único en el mundo de los descubrimientos y la colonización europea, de que este Arte fuese realizado, en tierras tan lejanas y apenas descubiertas, por unos sensibles creadores sin prejuicios, sin sensaciones encontradas por tratarse de un mundo hostil aún por desarrollar, o, también, con unos intereses que no fuesen otros que crear un maravilloso Arte allá donde el mundo y la historia se los permitieran transmitir.

Miguel Mateo Maldonado y Cabrera nació en Antequera de Oaxaca en el año 1695 de padres desconocidos, siendo apadrinado por dos nativos mexicanos de origen mulato. Comenzó muy tarde a pintar, dedicándose sobre todo a la pintura religiosa, concretamente a la vida de la Virgen María, siendo un fervoroso aficionado a la representación de la Virgen de Guadalupe, a la que pintaría en varias ocasiones. En el año 1753 funda la primera Academia de Pintura de México. Se caracterizó como pintor más por la enorme cantidad de obras que compusiera que por la calidad de las mismas, algo que fue ocasionado, tal vez, por el hecho de no haber podido dedicar tiempo y esmero suficiente a su terminación. Escribiría un tratado de Arte, Maravilla americana y conjunto de raras maravillas, donde expuso su parecer sobre el reconocido y antiguo lienzo de la Virgen de Guadalupe, indicando las características del material artístico utilizado así como la técnica de la admirada obra sagrada. Al comenzar el culto a la virgen guadalupana se compusieron varios textos sobre su obra tanto en España como en México. En ellos se trataba de explicar la iconografía de la pintura así como su incierto origen. Uno de los historiadores novohispanos de mediados el siglo XVIII que se dedicaría al tema del origen y rasgos de la imagen guadalupana lo fue Mariano Fernández de Echeverría y Veytia. Nacido en Puebla, México, en el año 1718, fue un importante filósofo, escritor e historiador, descendiente de una antigua familia aristocrática española. Luego de terminar sus estudios de Derecho en México en el año 1737, se traslada a España y recorrería casi toda Europa y Palestina. Se le nombra Caballero de la Orden de Santiago. Más tarde, en el año 1747, se crea en Madrid una Academia que se denominaría "de los Curiosos". Fernández de Echevarría pronunció el discurso de apertura y pertenecería a dicha Academia hasta el año 1749. Fue gran viajero, visitando Marruecos y residiendo algún tiempo en la isla de Malta bajo la dirección del gran Maestre de la Orden de los Caballeros de Jerusalén. Al regresar a México se casa en Puebla con Josefa de Aróstegui Sánchez de la Peña, la cual es retratada en una obra de Arte que nos ha llegado deteriorada por los años y la desidia artística.

La labor cultural y la impronta de civilización que España llevó a cabo en América es incomparable con cualquier otra labor colonizadora europea parecida en toda la historia de la Humanidad. Cuando algunos políticos oportunistas y malintencionados critican la labor que la Corona española desarrolló en América, la única contestación posible que se puede hacer a esos personajes es la siguiente: alcancen a conocer la historia, la cultura y el Arte que entre los años 1500 y 1800 llevó a cabo España en una parte del mundo que nadie, ni antes ni después, fue capaz de igualar con tal grado de exquisitez, sensibilidad, belleza y sentido artístico. 

(Retrato de Josefa de Aróstegui, esposa de Mariano Fernández de Echeverría, siglo XVIII, autor desconocido, colección Privada; Óleo Inmaculada, 1751, del pintor Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Lienzo La Virgen de Guadalupe, 1763, Miguel Cabrera, Museo de América, Madrid; Fotografía del Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México; Imagen escultórica Virgen de la Copacabana, 1617, del artista del virreinato del Perú Sebastián Acostopa Inca, Convento Madre de Dios, Sevilla, España; Fotografía del sepulcro de Juana de Zúñiga, esposa de Hernán Cortés, Convento Madre de Dios, Sevilla; Óleo sobre tabla El Juicio Final, 1575, del pintor Andrés de la Concha, Templo-Convento de Santo Domingo de Yanhuitlán, Oaxaca, México.)

20 de marzo de 2021

El tiempo, el paso de los siglos, salvará la verdad, revelará la historia.



La figura histórica de Santiago Antonio María de Liniers y Bremond es, seguramente, tan desconocida en España como en Argentina. Había nacido en Niort, antigua provincia francesa de Poitou, el 25 de julio del año 1753 en el seno de una familia de la nobleza vetusta. Las relaciones entre España y Francia se incrementaron a lo largo de ese siglo de cambios, enfrentamientos, sacudidas y desarraigos. El hecho de que la nueva dinastía española tuviese  orígenes franceses, fomentó la movilidad social entre los dos reinos. Hasta el punto de que, gracias a los acuerdos bilaterales tan fuertes entre ambos, los franceses que quisieran podían servir como militares en España con igualdad de derechos, servicios y honores que los nativos. Por razones más económicas que sentimentales, la verdad es siempre la verdad, Liniers se traslada a Cádiz en el año 1775 para ingresar en la Armada española. Al año siguiente se embarca rumbo al virreinato del Río de la Plata, que por entonces ni siquiera era oficialmente un virreinato. Tan sólo lo era de forma provisional, ya que no fue hasta octubre del año 1777 cuando el rey Carlos III ordena la creación de dicho virreinato, dando así gran importancia, que no tenía por entonces, a su capital la ciudad de Buenos Aires. De regreso a España dos años después participaría Liniers en septiembre del año 1782 en un ataque naval a Gibraltar, un asedio que no conseguiría más que llegar a un acuerdo con Gran Bretaña que trataría de salvar el conflicto con cesiones de sus posesiones en otras latitudes. Inglaterra ofrece a España la Florida americana, parte de Honduras y Campeche, así como la isla de Menorca (posesiones que estaban en poder de los ingleses luego de haberlas invadido años antes). Así fue como una parte de la península ibérica fue retenida por los ingleses a cambio de una isla que ya era española de antes. De nuevo embarca Santiago de Liniers al Río de la Plata en el año 1788, donde obtuvo a finales de 1796 el ascenso a capitán de navío de la Real Armada española. 

En octubre de 1804 una escuadra española procedente de América fue atacada, sin previa declaración de guerra, por una flota británica cerca de la costa portuguesa del Algarve. Como consecuencia España declara la guerra a Inglaterra el 14 de diciembre de 1804. Este hecho supuso la intervención y hostigamiento de los ingleses a ciertos enclaves americanos en poder de España. En el año 1806 una flota inglesa ocupa la ciudad de Buenos Aires. Fue entonces cuando Santiago de Liniers decide atacar la ciudad rioplatense, venciendo a los ingleses y obligando al autoproclamado gobernador británico de Buenos Aires, William Carr Beresford, a rendirse solo cuarenta y cinco días después. Luego de esta magnífica gesta, Liniers sería considerado un héroe por los ciudadanos de la capital del virreinato y nombrado Gobernador militar de la misma. En junio de 1807 la Real Audiencia de Buenos Aires, cumpliendo una Real orden, nombra a Liniers virrey interino ante la amenaza de otro asalto británico. Fue ascendido poco después por Carlos IV a Brigadier de la Real Armada española. Así hasta que Napoleón invadió España en el año 1808 y la autoproclamada Junta de Sevilla, el gobierno provisional de España en 1809, eleva a Liniers a Mariscal de Campo, un rango equivalente a vicealmirante de la Armada. Para este momento la Junta de Sevilla se enfrentaba en los campos españoles a los franceses y la nueva dinastía del rey francés José I de España. Tiempo después de la invasión francesa, en agosto del año 1808, recibe Liniers en Buenos Aires al enviado de Napoleón, marqués de Sassenay, el cual pretendía que el virreinato reconociera a José Bonaparte como rey de España. Liniers no quiso oficialmente reconocer nada, manteniéndose prudentemente neutral.

Pero ese gesto prudente le costaría a Liniers un revés en la historia. El general Elío, gobernador de Montevideo, la zona más oriental perteneciente al virreinato, convocaría una asamblea para crear una Junta de Gobierno que, si bien no declaraba independencia alguna, manifestaba el derecho de Montevideo de gobernarse a sí misma. La población de esa ciudad empezaría a gritar por las calles: "¡abajo Liniers, abajo el traidor, viva Elío! La invasión de España por los franceses convirtió a Liniers en personaje sospechoso por su origen francés. Mientras tanto en España, a principios del año 1809, el virrey Liniers fue nombrado conde de Buenos Aires por la Junta Suprema Gubernativa del Reino en nombre del retenido por Francia rey Fernando VII. El nombre del título de nobleza fue elegido por Liniers como reconocimiento a su pequeña patria adoptiva. Sin embargo, el cabildo o ayuntamiento de Buenos Aires se opuso a la utilización del nombre para dicho título, entre otras cosas porque ofendía los privilegios de la misma. Así que el título fue cambiado por el de conde de la Lealtad, algo que no desmerecía nada sino que, además, un título de nobleza nunca fue, probablemente, calificado con más tino. Pero los acontecimientos de la guerra de la Independencia en España fueron alterando la vida del virreinato argentino. La Junta Suprema Central nombra a otro virrey para marchar a Buenos Aires, Hidalgo de Cisneros. Cuando Liniers está preparándose para regresar a España a mediados del año 1810, le llega la noticia de la revolución argentina, una declaración que aprovechaba la inestabilidad de España para pedir la independencia del virreinato. El seis de agosto de 1810 Liniers es arrestado por el revolucionario argentino Ortiz de Ocampo. El veintiocho de julio la Junta revolucionaria de Buenos Aires decide fusilar al virrey. Sin embargo, Ocampo se negaría a cumplir dicha orden, él había sido compañero de armas de Liniers cuando ambos luchaban juntos contra los ingleses años antes. El 26 de agosto de 1810 fue fusilado, sin embargo, el virrey Santiago Antonio María de Liniers en Los Surgentes, al sudeste de la ciudad argentina de Córdoba. Luego de su asesinato, el revolucionario bonaerense Juan José Castelli ordena enterrar su cadáver en una oculta zanja al costado de una iglesia cordobesa.

En el año 1861, cincuenta años después de su entierro en la zanja de Los Surgentes, el segundo presidente de la República Argentina designa una comisión para localizar los restos de Liniers. Gracias a un anciano testigo fueron encontrados los restos semidesnudos y con los ojos picoteados por las aves. En la misma fosa se descubrieron suelas de botas, zapatos y botones de uniforme, uno de los cuales inscribía en su metal el relieve con la forma ostentosa de una corona real. Poco después se incineran los restos de Liniers y sus cenizas colocadas en una urna de caoba para ser llevadas a la iglesia principal de la ciudad de Rosario. En junio del año 1862 el cónsul español en Rosario expresa al gobierno argentino la satisfacción de su majestad por el homenaje tributado al antiguo virrey, uno de los españoles que sellaron con su sangre y vida la promesa sagrada de defender su patria. Solicita, además, que le entreguen los restos mortales para ser trasladados a España. Los restos de Liniers embarcan con destino a Cádiz donde fueron recibidos con honores y llevados a la ciudad de San Fernando para ser sepultados en el Panteón de Marinos Ilustres, donde reposan en la actualidad. 

 El escritor checo Milan Kundera escribió en su novela Los ignorantes del año 2000, una reseña basada en la historia de triste final de un patriota romántico islandés, el poeta Jonas Hallgrimsson (1807-1845). En su novela, Milan Kundera escribiría (resumidamente) lo siguiente en su capítulo 31:

Jonas Hallgrimsson fue un gran poeta romántico y un gran combatiente en favor de la independencia de Islandia. Islandia era entonces una colonia de Dinamarca y Hallgrimsson vivió sus últimos años en la ciudad de Copenhague. Un día, completamente borracho, Jonas cae escaleras abajo, se rompe una pierna, tuvo una infección, murió y fue enterrado en el cementerio de Copenhague en 1845. Cien años después, en 1944, se proclama la república de Islandia. En el año 1946 el alma del poeta visita en sueños a un rico industrial islandés y le dice: "Desde hace ciento y un años mis huesos yacen en el extranjero, en suelo enemigo. ¿No habrá llegado la hora de que regresen?".

El industrial patriota manda extraer del suelo enemigo los huesos del poeta y se los lleva a Islandia. Los ministros de la reciente república habían creado un cementerio para los grandes personajes de la patria; le quitan el poeta al industrial y lo entierran en el Panteón, que no contenía entonces más que la tumba de otro gran poeta (las pequeñas naciones rebosan de grandes poetas), Einar Benedktsson.

Todo el mundo se enteró luego de lo que no se había atrevido a confesar el industrial patriota; ante la tumba abierta de Copenhague, se había encontrado en un aprieto: el poeta había sido enterrado entre gente pobre, su tumba no llevaba nombre alguno, sólo un número, y el industrial patriota, ante aquellas calaveras amontonadas y entremezcladas no había sabido cuál elegir. En presencia de los severos e impacientes burócratas del cementerio no se atrevió a expresar sus dudas. De modo que lo que se había llevado a Islandia no era el poeta islandés sino un carnicero danés. 

En Islandia se quiso mantener en secreto este error. Pero en 1948 el indiscreto escritor Halldor Laxness divulga la patraña en una novela. ¿Qué hacer? Callar. De modo que los huesos de Hallgrimsson yacen a dos mil kilómetros de su Ítaca, en suelo enemigo, mientras el cuerpo del carnicero danés, que sin ser poeta era también un patriota, se encuentra desterrado en una isla glacial que no había despertado en él sino miedo y repugnancia.

Aun mantenida bajo secreto, la verdad provocó que no se enterrara a nadie más en el hermoso cementerio de Thingvellir, que sólo contiene dos ataúdes. Así, de entre todos los panteones del mundo, grotescos museos del orgullo, éste es el único capaz de conmovernos. Hace mucho tiempo su mujer le había contado a Josef esta historia,  les parecía graciosa y pensaban que de ella se desprendía una lección moral: a nadie le importa un comino adónde van a parar los huesos de un muerto...


(Retrato de Santiago de Liniers, pintor desconocido, 1812, Museo Naval de Madrid; Óleo sobre lienzo El paseo de Andalucía o La maja y los embozados, 1777, del pintor español Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

9 de agosto de 2017

Goya y un relato verídico de sencillo valor, compromiso, responsabilidad, dignidad y justicia.



En el Instituto de Arte de Chicago se encuentran estas seis pequeñas imágenes en óleo sobre tabla, pintadas por el pintor español Goya entre los años 1806 y 1807. Representan una secuencia artística de un hecho real sucedido en la provincia de Toledo el día 10 de junio del año 1806. Todo empezaría diecisiete años antes, a finales del año 1789, cuando Pedro Piñero -llamado el Maragato por ser natural de la provincia de León- comenzara sus delitos de robos y crímenes. En sus andanzas criminales llega a matar en abril del año 1800 a un dragón del rey que le perseguía y cinco meses después a un vecino de Tejada, provincia de Burgos. Angustiado por el cariz implacable que la Justicia tuviese por sus crímenes, el 23 de noviembre del año 1800 se presenta -él y dos compinches- en el Palacio Real del Escorial para pedir clemencia al rey Carlos IV. Fueron conducidos a la cárcel de la Corte para ser enjuiciados según la ley. Tres años después del juicio fue condenado el Maragato a morir en la horca. Pero los jueces tuvieron en cuenta el arrepentimiento y su presentación voluntaria. El rey Carlos IV les ofrece la clemencia el 22 de enero de 1804. Le conmuta al Maragato el monarca español la pena capital por doscientos azotes y diez años de trabajos forzados en el penal de Cartagena.

Apenas tres años estuvo Pedro Piñero en Cartagena, no pudo él esperar al resto de la condena y escapa el Maragato del penal el 28 de abril de 1806. Dos meses después vuelve a sus correrías y delitos por la Sierra de Gredos, hasta llegar más tarde a Oropesa, al noroeste de la provincia de Toledo, cerca de la de Ávila, y ver desde lejos la casa del guarda de una hacienda. Necesitaba el Maragato un caballo y quiso robarlo a los guardeses de la hacienda. Encierra al guarda, su mujer, sus tres hijos pequeños, al subguarda y a un pastor en una estancia de la casa. Pero al salir él se encuentra de pronto con un fraile que viene hacia la estancia. Lo apunta con su escopeta y le obliga a entrar también. El fraile, un joven religioso de la orden de San Pedro de Alcántara, pasaba por allí para pedir limosna. Al salir de nuevo de la casa Pedro Piñero recuerda haber visto al subguarda unos zapatos mejores que los suyos. Decide entrar por ellos y el fraile, decidido, sabiendo que lleva él unos zapatos en su zurrón, le dice que tiene unos mejores y se los ofrece. En un gesto de querer entregárselos sale el fraile de la estancia con él y, acercándole los zapatos con el brazo izquierdo, consigue que el bandido se distraiga un momento y alcance el fraile su arma.

En la secuencia que Goya pinta recrea la escena de aquel impetuoso momento dramático. Primero, cuando consigue la escopeta, luego el forcejeo de ambos, después el disparo del fraile y, por fin, el derribo del Maragato. Pero para cuando Pedro de Zaldivia, el joven fraile de 29 años, se encontraba forcejeando con el bandido grita a los demás -que ya no están encerrados- que le ayuden para poder vencerlo. Pero los demás no se atreven, lo dejan solo ante el peligroso bandido. Es entonces cuando la suerte, la fortaleza del fraile o la providencia harán que el Maragato sea vencido y abatido, herido en una de sus piernas por el disparo decidido del fraile. Luego, cuando estaba caído el bandido, hasta los demás quisieron golpearle. Pero el valeroso fraile lo impide. Fue entonces de nuevo el Maragato apresado y condenado a muerte. De nada sirvió el auxilio que el propio fraile solicitase al monarca. El día 18 de agosto de 1806 Pedro Piñero, el Maragato, fue ajusticiado en Madrid en el cadalso de una horca. Y el pintor Goya decide inmortalizar de toda esa historia solo la secuencia donde el fraile y Piñero luchan ambos. Para el Arte y Goya -lo que es decir lo mismo- era la primera vez que el realismo de un acontecimiento fuera plasmado en una obra de Arte de ese modo, es decir, con los perfiles tan verídicos y crueles de una escena tan dramática. Antes incluso que los momentos realistas tan trágicos eternizados por Goya de los terribles momentos de la Guerra de la Independencia del año 1808.

Pero, ¿qué motivaría al pintor español a decidirse por esa secuencia concreta tan dramática? Algunos piensan que, dado el anticlericalismo del pintor, fue una forma de mostrar el enfrentamiento entre el pueblo y la Iglesia. En las figuras se puede entrever, por ejemplo, una cierta preferencia iconográfica por la figura del bandido. Hay que pensar también, sin embargo, en la humilde condición del fraile, de hecho el Maragato confía en él cuando acepta sus zapatos y le deja acercarse tanto. Era el único de los que estaban encerrados en la estancia que el bandido nunca podía pensar que se abalanzase decidido. Por otro lado la figura romántica del bandolero no tendría mucho sentido todavía para un pueblo que entonces -1806- sufriría sus desmanes criminales tan crueles. Así que el pintor más atrevido y premonitorio de todos, al querer eternizar la historia de aquel suceso, no tuvo en cuenta más que el decidido compromiso del valor más humilde ante la impunidad o el avasallamiento de unos seres desalmados.  Algo que, apenas dos años después, se traduciría en el apasionado alzamiento impulsivo y rebelde que sufriera un pueblo ante la terrible agresión poderosa y ofensiva de un despiadado invasor francés.

(Óleos sobre tablas del pintor español Francisco de Goya, serie de seis cuadros titulados en general La captura del bandido Maragato por fray Pedro de Zaldivia: el Maragato amenaza con un arma a fray Pedro; Fray Pedro desvía el arma del Maragato; Fray Pedro arrebata el fusil al Maragato; Fray Pedro golpea con el fusil al Maragato; Fray Pedro dispara al Maragato; Fray Pedro ata al Maragato, todas obras realizadas entre los años 1806 y 1807, Museo Instituto de Arte de Chicago, EE.UU.)

23 de marzo de 2017

El desengaño de una transformación social elaborado por Goya entre los bocetos de un tapiz real.



Uno de los recuerdos que más impronta pueda dejar en la mente por hacer de la infancia es la visión permanente de un cuadro en la pared de un pasado desvaído en la memoria. Es como el sonido retenido de una melodía impactante que, al pasar de los años, sigue estando depositada su música entre los recónditos espacios de la memoria. Los tapices fueron creados para las paredes frías de los palacios o de las casas solariegas. Paredes que durante el invierno pudieran acoger, con sus tejidos adornados de belleza, a los seres humanos ante sus paramentos ahora templados y maravillados. También sus reproducciones se llevaron a cabo para homenajear a los creadores que ayudaron a fijar, con sus paisajes o leyendas, los engarces tejidos de belleza de sus acabados tapices de Arte. Nunca olvidaré el pardo cuadro-tapiz monocolor, decolorado y algo raído de mi infancia que, horizontal no vertical -como es su original-, decoraba una estancia de mi niñez. Representaba La vendimia del genial maestro Goya. Porque Goya era todo lo que existía en el Arte español más cercano a todos, con sus ahora alegres, bucólicos y sencillos motivos tradicionales. No había que saber Arte para conocer a Goya. Todo el mundo sabía quién era Goya. Él lo era todo en España y sus obras reproducidas en una pared -cualquier pared de España- servían entonces para entender que la vida también podía representarse con belleza, placer y desenfado. 

No hubo otro personaje de la historia artística de España más conocedor de la realidad social de su país. Francisco de Goya comprendió muy bien la terrible inconsistencia social de una nación que no alcanzó a tomar el tren de las reformas ilustradas de Europa. Por entonces, el último cuarto del siglo XVIII, España tenía una clase política que pudo, sin embargo, entender y tratar de hacer las cosas bien -y algunas se hicieron-, de disponer el impulso que algunos de esos personajes históricos de entonces sabían que habría que tener para cambiar las cosas. Pero no bastaron esos elogiosos personajes históricos hispanos. La sociedad española, demasiado estructurada en corsés tradicionales, clericales y medio-feudales, no estaba dispuesta a afrontar todos esos retos sociales tan importantes y avanzados. La realidad económica era desastrosa en un entramado imperial de opereta que, para sus habitantes más desfavorecidos -la mayoría-, no alcanzaría a generar ningún tipo de beneficio no ya económico sino social de ningún tipo. Y en pleno neoclasicismo del Arte los pintores debían componer entonces grandes gestas o momentos históricos, magníficos escenarios mitológicos o sagrados, excelsos retratos pomposos y clásicos de grandes cosas representables. Goya fue, sin embargo, el primero que popularizaría el Arte en España con otras simples cosas. Nadie se habría atrevido a pintar cosas muy diferentes a las grandes cosas representadas en un lienzo clásico. Pero él lo hizo con sencillez, con pocas figuras o con paisajes tan realistas que, de tan escaso aditamento natural o artificial, parecerían mejor por entonces los grabados decorativos de vulgares lupanares o de meros fogones rústicos deslucidos y pedestres.

El Arte servía entonces para criticar también, para expresar cosas que los genios saben hacer sutilmente. Lo cual es ambivalente porque a veces sirve y otras no sirve para nada. No sirve porque los ojos de los que lo vean entonces no alcanzarán a comprender las sutilezas críticas de esas obras. Y los pintores no se las iban a decir -porque no podían hacerlo- claramente tampoco. Ellos -los pintores sutiles y críticos- confiaban en que los receptores de sus obras pudieran entenderlo por sí mismos, que supieran ver lo que había representado detrás justo de esas creaciones artísticas manipuladas... Cuando a Goya le encargan desde la Real Fábrica de Tapices que elabore cuatro escenas para componer cuatro grandes tapices para la corona, alguien le debió sugerir que pintase las cuatro estaciones ya que algunos tapices irían al Palacio del Pardo, un lugar de caza real que, aun en invierno como en otoño, la familia real pudiera disfrutar de sus estancias decoradas. Y elaboraría Goya los bocetos y luego los óleos que representaban escenas bucólicas, cinegéticas o festivas que darían soporte visual para confeccionar luego los tapices en la fábrica. Y los hizo entonces con esa inexistente capacidad que el Arte, sin embargo, puede tener para aprovechar, en una oportunidad crítica única ante el mayor poder de un reino, el transmitir ahora mensajes que lleguen a la sensibilidad del monarca o de sus príncipes.

En todas las estaciones creadas no hubo crítica social efectiva excepto en una que pintara: El invierno, también conocido como La nevada. Nada se había pintado socialmente así, tan sutilmente, ni en España ni en el mundo nunca. Era el año 1786 y el Neoclasicismo era la tendencia más imperante en el Arte. Es decir que nada de personajes desconocidos o vulgares, nada de minimalismos estéticos en una escena sin ningún interés, sin que diga o exprese algo relevante, histórico o subyugador épicamente. Y Goya pintaría todo eso ahí por entonces, sin embargo. Pinta ahora personajes marginados, campesinos que transportan un vulgar cerdo sacrificado. Un animal muerto así para venderlo en Madrid sin pasar por el impuesto al consumo, una tasa que debían abonar todos los comerciantes por entonces. Pero serán apresados antes de llegar a la capital del reino. Es en ese momento cuando, guiados por los oficiales del rey en su trayecto frustrado, una nevada gélida y desapacible comienza a caer desde un cielo gris y desalentador. No se había pintado nunca algo así en la vida. Ninguna representación de un invierno había sido compuesta en un lienzo con esa insulsa y desmerecida escena tan vulgar, sin ningún alto sentido iconográfico. ¿Qué interés podían tener tres tipos desafortunados abrigados por un frío helador para ir a dar cuenta de su fracaso? ¿Qué gracia estética tendría una obra cuyo paisaje no disponía siquiera de un adorno natural que embelleciera algo el horizonte? ¿Qué belleza podría tener un hecho tan poco merecedor de elogios iconográficos donde ni la composición, ni los colores, ni nada especial llevara ahora a alegrar el sentido de la vista?

Pero, sin embargo, Goya lo quiso hacer tan minimalista y naturalista como su escena triste supusiera: cinco personas desangeladas, desmerecidas y ocultas por capas o abrigos invernales acompañados ahora de un burro, un perro y un cerdo muerto. El resto es desolación, intemperie imposible, frío helador, naturaleza sin vida y un blanco monocolor como único recurso tonal para una existencia sin relieve ni contraste. Es la representación social desengañada de un país en los finales del siglo XVIII. Porque las figuras humanas son ahora el pueblo, los seres que habitan en ese injusto, descolorido y paralítico país. Expresan con sus vestimentas las diversas regiones de España: dos de los apresados calzan ropajes castellanos y el más alejado -el único que mira al espectador- con vestimenta valenciana; los apresadores están representados con el vestuario de los guardas rurales de entonces. Los animales representan simbólicamente a los dirigentes políticos: el asno a los gobernantes que transportan apresado al cerdo muerto, arquetipo desafortunado del propio país. ¿Llegarían entonces a comprender a Goya con esta obra sutilmente apelativa? En absoluto. Pero tampoco se la impidieron hacer así, a pesar de su poco embellecido escenario retratado. La licencia real debía ser ofrecida directamente por el monarca. Goya fue al Palacio Real del Escorial en el año 1786 para que el propio Carlos III aprobara la obra para ser boceto de un real tapiz. Y la aprobó. 

Lo que ignoraba el monarca español era que Goya estaba expresando en su obra El invierno todo el desengaño que sintiera por el fallido impulso ilustrador que su país no consiguiese tener. Y aún no se sabrían todas las terribles calamidades que España iba a sufrir luego en su próxima historia. ¿Cómo es posible que el ingenio de un pintor pudiera por entonces, año 1786, llegar a alcanzar a tener ese mínimo sentido premonitorio? Pero así fue. Porque Goya tuvo una de las mayores intuiciones que puedan disponer los artistas a veces. Y su intuición le hizo componer esa escena tan desgarradora a la vez que tan poco evidente para verlo. La hizo así porque sabría él dónde su obra se iba a depositar: frente a los ojos soberanos de los máximos gobernantes de España, en este caso el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Al rey Carlos III le quedaban dos años de vida y su hijo el príncipe era la promesa soñada de un futuro diferente. Goya quería con su obra de Arte tapizada poder ofrecer la visión dura y difícil de un país abandonado. Pero, no serviría. Las calamidades de las guerras, las intransigencias de su sociedad tradicional, las rémoras de un pasado imperial desarbolado y la triste situación de una economía de subsistencia, llevarían al país a un colapso que ni el propio pintor pudo siquiera imaginar entonces. La obra de Goya no consiguió llegar a la razón de los dirigentes. Pero tampoco llegó a sus sentimientos, algo que el gran creador español matizara especialmente en su tapiz con la mirada furtiva de uno de los personajes desolados. Es la mirada de ese valenciano que observa ahora aquí, con sus ojos interrogadores, a los que, desde lejos, vieran así su emotiva y apelativa escena tan desengañada y ofuscada en el cuadro.

(Óleo El Invierno o la Nevada, 1786, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid; Óleo La Vendimia o el Otoño, 1786, del pintor español Goya, Museo del Prado.)

21 de diciembre de 2016

Homenaje al clasicismo hispano más realista y filosófico: La muerte de Séneca.



En la misma época que naciera Jesucristo en la provincia romana de Judea, nacía en la Córdoba romana -provincia romana de la Bética hispana- el sabio, político y filósofo latino Lucio Anneo Séneca. Prácticamente en el mismo año ambos personajes vieron la luz al amparo del inmenso y extraordinario imperio romano. Uno al este del imperio y otro al oeste del mismo. Sin embargo, no sería esa la única coincidencia. La sociedad humana, no sólo la romana sino toda la existente por entonces, era absolutamente una sociedad injusta, insensible, desaprensiva y violenta. En todos los órdenes de la vida era una sociedad cargada de prejuicios funestos e irracionales fundados en las motivaciones o en las acciones más egoístas de los humanos. Y en un lugar de ese gran imperio, en Judea, las leyes teocráticas del pueblo elegido -el judío- habrían condicionado una moral que, años después, llevaría a una espiritualidad monoteísta de salvación, el caldo de cultivo religioso que propiciaría luego la semblanza mesiánica de un gran personaje, Jesús. Algo que transformaría las leyes religioso-pragmáticas del pueblo judío en una realidad ahora más personal o individual no vistas hasta entonces en la historia. En el occidente de aquella Roma imperial civilizada Séneca contribuiría a su vez a profesar un espíritu estoico que formulase propuestas concretas para poder disponer el ser humano de una vida mejor, más justa, más igualitaria y feliz. 

Hasta ambos personajes históricos murieron por denunciar injusticias. Uno crucificado y el otro suicidado en el cadalso imperial más ignominioso del infame Nerón. Pero, sin embargo, aquéllas y éstas serían las únicas coincidencias... Séneca, a diferencia de Jesús, fue un aristócrata romano, un afortunado romano que habría llegado a lo inmediatamente anterior a lo más alto en el imperio: senador de Roma. Aunque, sin embargo, había tenido una vida muy poco elogiosa o heroica en algunos de los momentos de esplendor político que viviera. Pero estas contradicciones personales no desmejorarían su figura histórica como pensador, escritor y filósofo. El estoicismo había sido una filosofía personal creada por los griegos doscientos años antes, pero con Séneca esa escuela filosófica de rigor personal y austeridad social llegaría a su mayor grado de expresión mundana. Tuvo con Séneca un pensamiento práctico y realista muy dirigido a la vida real y a los ejemplos concretos de la sociedad romana, la más avanzada de las sociedades habidas antes del Renacimiento. Pero su mensaje virtuoso, como toda su filosofía, no prosperaría más allá de una literatura latina resguardada entre los legajos perdidos de un imperio fenecido para siempre. Fue el Renacimiento el que descubriría, elogiaría y reivindicaría su figura filosófica. Pero para entonces -el siglo XVI- la figura de Jesús, sin embargo, llevaba más de mil años manteniendo la suya en un auge ascendente.

Cuando en el año 1864 el pintor español Manuel Domínguez Sánchez (1840-1906) llegase a Roma para su formación en la Academia de España, había sido educado antes por el maestro Federico de Madrazo, el pintor más clasicista del universo romántico español. Pero los jóvenes pintores españoles de la segunda mitad del siglo XIX querían expresar algo más que la perfecta sintonía de sus maestros. Al sentido grandioso y romántico, al gesto tan heroico y elogioso o digno y poderoso del sentido más histórico, ellos querían incorporar ahora otra cosa diferente: el realismo más sobrecogedor, el verismo desgarrador propio de la época que reflejase la verdad de las cosas y su mayor aproximación a la realidad de lo que ellas fueron. Por su enorme obra Muerte de Séneca recibiría el pintor el primer premio Nacional de Bellas Artes del año 1871. En su obra Domínguez compuso una maravillosa escena de sacrificio, sobria pero elegante. El equilibrio de la obra lo consiguió por la fortaleza de la propia figura del pensador romano. Consigue un equilibrio entre la figura de su torso, su cabeza prosternada y el personaje de la derecha frente a los otros personajes situados ahora agrupados en la izquierda. Basta su sola efigie entregada voluntariamente para admirar su virtud. Un ser caído en defensa de unos valores y principios humanos que entonces, como ejemplo para todos, sus seguidores -los que aparecen en el lienzo- se encargarían de dar a conocer a la posteridad más desencantada. 

La obra fue un homenaje a su gran figura humana y a su origen hispano. El pintor español solo se permitió torcer un poco el verismo de la obra con la melodramática inclinación sedente tan romántica de un personaje secundario, el más entregado ahora a su dolor. Esta actitud doliente le permitiría al pintor establecer el genio clásico de su talento creador: porque dos brazos ahora, el mortecino de Séneca y el afligido del personaje sollozante -ambos el mismo brazo izquierdo desplegado- configuran aquí el leit-motiv de la fuerza estética más romántica. Es ahora el paralelogramo estético formado por las líneas paralelas del brazo de Séneca y el cuerpo sedente de su discípulo afligido, por un lado, junto con el brazo de éste y el cuerpo del difunto elogiado por otro. Todo muy necesario para reforzar el clasicismo de la obra de Domínguez Sánchez. Pero el Romanticismo de su maestro Madrazo también está en la obra. La muerte de Séneca expresa un frenesí elegíaco, un excelso drama sobrevenido por el extraordinario plano de su cabeza alejada ahora de la vida tanto como de la cuba del fatídico baño. Un elemento éste, la cuba del baño, que acogería minutos antes el cuerpo decidido a morir del afamado filósofo. Y luego está el Realismo más feroz de aquellos años setenta del siglo XIX.  Porque así es como realmente debió morir el gran pensador romano luego de que se cortara las venas, algo que aquí no se ve, sin embargo, ya que no moriría desangrado sino por los gases inhalados de una pira tóxica. 

Todo lo que representaba la obra fue una grandeza artística hispana que, sin embargo, no prosperaría. Para finales del siglo XIX, veinte años después de crear su obra Domínguez, el Arte español no elogiaría ya las grandes obras heroicas, realistas, académicas o moralistas. Para ese momento histórico el gusto artístico en España no perseguiría hechos tan alejados o personajes tan distantes. De hecho, la figura artística del pintor Manuel Domínguez Sánchez no pasaría de aquel premio del año 1871. ¿Quién conocerá a este pintor español extraordinario? Posiblemente ahora qué mejor metáfora -su obra y su Arte- para entender una realidad de nuestro mundo ingrato. Porque la vida y la filosofía de Séneca -salvo en el Renacimiento- no sería tan elogiada ni tan reconocida sino hasta llegar el siglo XIX. Como la de aquel joven pintor decimonónico español pensionado en Roma... Un creador que una vez pensó que sería un grandioso y justo homenaje del Arte eternizar en un lienzo la maravillosa muerte del más extraordinario pensador y humanista romano.

(Óleo sobre lienzo Séneca, después de abrirse las venas, se mete en un baño y sus amigos, poseídos de dolor, juran odio a Nerón que decretó la muerte de su maestro (Muerte de Séneca),  1871, del pintor español Manuel Domínguez Sánchez, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

5 de octubre de 2015

El Arte, como el ser humano, no es perfecto, puede ser tendencioso, ultrajante y desmerecedor.



Fue Miguel Ángel uno de los primeros artistas que utilizaría el Arte para mancillar, desvirtuar o criticar -a veces justamente, como en este caso- a personas que mantuviera el creador en eternizar así de forma sarcástica, ofensiva, tendenciosa o ridícula. Cuando Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564) pensara cómo dibujar sus imágenes humanas en el inmenso fresco de la Capilla Sixtina, no dudaría que debía hacerlas desnudas como habían sido creadas al principio de los tiempos. Durante el largo tiempo de creación del fresco El Juicio Final los prelados y consejeros del papa Paulo III se acercaban a admirar la obra en la capilla vaticana. Entonces un maestro de ceremonias del papa, Biagio da Cesena, se atrevería a decirle al pontífice, delante del propio artista, lo que pensaba del fresco tan atrevido de Miguel Ángel: ¡Qué indecorosas imágenes pintadas en un lugar tan sagrado!; todos esos desnudos mostrando ahí sin pudor sus vergüenzas no es propio de la capilla de un papa sino más bien de una hostería o de un prostíbulo de Roma.

Pocos días después retrataría el pintor al intolerante servidor papal en su fresco del Juicio divino. Fiel al poeta Dante en su Divina Comedia, Miguel Ángel fijaría en su fresco el rostro de Biagio como el del rey legendario Minos, al cual Dante situaba como uno de los tres jueces del infierno. Miguel Ángel lo dibuja como es descrito en el poema medieval, un ser monstruoso con una larga cola que rodea su cuerpo vilmente. Pero también el creador florentino le añadiría las grandes orejas ignorantes de un pobre asno. Al parecer el maestro de ceremonias comprobaría su propia imagen pintada en el fresco y correría indignado a contárselo al papa. Tanto se quejaría que su santidad, cansado de tanta polémica, no pudo más que decirle: Biagio usted sabe que Dios solo me ha dado potestad sobre el cielo y la tierra, pero no sobre el infierno. Ya que no puedo liberarle, deberá tener paciencia. Sólo después de una restauración llevada a cabo en los últimos años se desvelaron los matices originales del fresco pintado por Miguel Ángel y comprenderemos al verlo el irritado ánimo del que fuera insensible servidor vaticano.

En Navarra nacería el filósofo Bartolomé Carranza de Miranda (1503-1576) proveniente de una familia religiosa y universitaria. Llevaría a cabo sus estudios de Filosofía en la universidad de Alcalá de Henares con el maestro Andrés de Almenara. En aquellos años el Renacimiento no fue solo algo artístico sino también filosófico. Erasmo de Rotterdam (1466-1536) fue uno de los primeros pensadores renacentistas en tratar de cambiar la atrasada mentalidad medieval. Atrevido e inteligente, comprendería Erasmo que el ser humano no puede ser esclavo de sus maestros ni de sus prejuicios ni de ninguna tradición. En los primeros años del siglo XVI las escuelas filosóficas se enfrentaban entonces entre erasmistas y tomistas, es decir, entre partidarios de Erasmo de Rotterdam y su filosofía renacentista, avanzada, humanista y comprensiva; o los partidarios de Tomás de Aquino y su filosofía medieval, atrasada, teologal y doctrinaria. En ese debate filosófico comenzaría Bartolomé a configurar su pensamiento erasmista influido además por su tío Sancho Carranza -catedrático, filósofo y canónigo-, y defendería siempre sus posiciones erasmistas allá donde fuese aleccionado a proclamarlas. 

La personalidad de Bartolomé de Carranza no estaba carente de caridad ni de generosidad o sensibilidad por sus semejantes, seres que sufrirían en una época difícil para las personas sin medios ni oportunidades. Se dedicaría Bartolomé a sus estudios filosóficos y a su labor religiosa con la misma honestidad. Cuando se le ofreció el obispado de la rica ciudad sudamericana de Cuzco lo rechazaría sin dudarlo. Luego, por ejemplo, se negaría también al obispado de Canarias. El rey Carlos I de España le ofrecería la oportunidad de participar en el importante Concilio de Trento, donde la Iglesia se jugaba su futuro frente a la Reforma Protestante. Ahí demostró Bartolomé su talante reformador y su habilidad para conciliar tradición y reforma con sentido común y generosidad. Cuando el futuro rey Felipe II, todavía príncipe de Asturias, viajó a Inglaterra para casarse con su tía María Tudor, Bartolomé le acompañaría entonces. Inglaterra se debatía entre un Protestantismo auspiciado desde la corona o una Contrarreforma que deseaba recuperar la fe original del reino. Su habilidad filosófica y tolerante le llevó a editar un manuscrito de conciliación muy generoso e inteligente pero demasiado atrevido en una España muy suspicaz con las sutiles herejías luteranas.

Años después -durante el año 1557, dos años después de abdicar Carlos I de España y V de Alemania-, el joven rey Felipe II enviaría a Flandes -parte de la corona española- a Bartolomé de Carranza para que conociera las novedades teológicas de Bruselas. Pero sucedió entonces que la sede del importante obispado de Toledo quedaría vacante por la muerte del viejo y anticuado cardenal Silíceo. Así que el joven y moderno rey Felipe II quiso -le obligó- que fuese Bartolomé de Carranza el religioso elegido -aún no era ni obispo- para ocupar la importante Sede Primada de España. No tuvo más remedio que aceptar el humanista español, pero, antes aprovecharía su estancia en Bruselas para editar el manuscrito que había escrito en Inglaterra, Comentarios sobre el Catecismo Cristiano, un inteligente y contrarreformista texto muy tolerante para evitar el avance de la Reforma protestante. Era por entonces una forma diferente y avanzada de entender las cosas sagradas en el mundo católico, con un importante sesgo más espiritual basado en la oración personal, algo que la Reforma propugnaba desde sus inicios.

Bartolomé de Carranza llegaría a España en agosto del año 1558 y asistiría como Primado de Toledo al Consejo del Reino celebrado en Valladolid. Luego asistió en Yuste (Cáceres) al fallecimiento del rey Carlos I. Dos meses después entraba solemne en la Catedral de Toledo. Su talante personal le llevaría a visitar todas las parroquias y conventos de su ciudad, a reformar su iglesia principal -su cabildo toledano-, a exigir residir a los sacerdotes en sus lugares de trabajo -algo que se saltaba entonces impunemente- o a visitar las cárceles, donde liberaría -era una prerrogativa del arzobispo- a los prisioneros por delitos de deudas. También demostraría caridad y austeridad en su propia vida. Pero entonces un antiguo compañero suyo -envidioso de su Teología y Filosofía, más tomista que erasmista-, Melchor Cano, y el intolerante, radical y duro Fernando de Valdés, Inquisidor General de España, se atrevieron a denunciarle por herejía. Fueron en contra del primer prelado de España, el Arzobispo de Toledo, y todo por aquel libro que había publicado años antes en Bruselas. Todo sucedió  en un momento histórico demasiado delicado a causa de una violenta Reforma y de una Contrarreforma mal entendida.

Fue apresado por la Inquisición a pesar de ser el primer obispo de la nación, algo nunca antes sucedido en España, y sometido a un proceso que llegaría a durar diecisiete años. Hay que tener en cuenta que Roma no quiso que se pudiera procesar a un obispo católico jamás. Lo consiguieron hacer por las sensibilidades que la Reforma causaba en Europa. Lo pudieron hacer también porque al papa de entonces, Paulo IV, demasiado intransigente, lo convencieron apenas un mes antes de fallecer. Sin embargo, el siguiente papa, Pío IV, alargaría el proceso -no le interesaban a los papas procesar ni sentenciar obispos- y fue cuando los acusadores argumentaron que unos herejes de Valladolid habían pronunciado el nombre de Carranza como valedor de sus argumentos. A pesar de haber recusado Bartolomé al inquisidor Valdés, como parte interesada y apasionada en su causa, no pudo finalmente vencer a todos sus enemigos. Pronto cambiaría de nuevo la sede vaticana y el nuevo papa Pío V quiso que el proceso continuara en Roma, trasladándose Bartolomé de Carranza para su suerte a Italia. 

El papa Pío V, que iba a absolver finalmente al arzobispo Carranza, fallecería en Roma en mayo del año 1572 -trece años desde que fuese detenido el Primado de España-, no pudiendo hacer nada por salvar a Carranza. El próximo papa -Gregorio XIII- quiso acabar el asunto de una vez y tomaría el camino intermedio: satisfacer a todos sin satisfacer a nadie. Dictaría una sentencia injusta en el año 1576 obligando al arzobispo a abjurar de sus teorías teológicas, pero, a cambio, no le depuso de su sede toledana. El Primado de España nunca volvería a pisar tierra española, ya que  semanas después fallecería en Roma libre de cargos. En una pequeña iglesia dominica de Roma, la única iglesia decorada en estilo gótico de toda Roma -cuando él fuese el más renacentista y moderno de su tiempo-, sería enterrado el pensador y humanista Bartolomé de Carranza. Fue el papa Pío V quien supo comprender la inocencia del arzobispo Carranza, un ser íntegro, caritativo e inteligente.  Pero, sin embargo, no todo será siempre igual de consecuente en la vida de los hombres. Aquel papa Pío V que quisiese absolver una injusticia cometería otra. Como el Arte a veces también. Porque fue ese mismo papa el que ordenaría al pintor Danielle da Volterra (1509-1566) -llamado luego por ello Il Braghettone- que cubriese los genitales y  desnudos que Miguel Ángel Buonarroti había pintado, tiempo antes, entre los techos y las paredes tan hermosas de la famosa capilla.

(Fragmento del Fresco El Juicio Final -antes de su restauración-, 1541, Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma; Fragmento destacado del rey legendario Minos del Fresco El Juicio Final -después de su restauración-, 1541, Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma; Escultura de la tumba del pintor gótico Fra Angélico, Iglesia de Santa María sopra Minerva, Roma, donde se enterró a Bartolomé de Carranza, actualmente trasladados ya sus restos a Toledo desde 1999; Lienzo Retrato del arzobispo Bartolomé de Carranza, 1578, pintado dos años después de su muerte para la Sala Capitular de la Catedral de Toledo, donde se aprecian los rasgos artísticos maliciosos al pintar entonces un rostro desfavorecido, con un semblante muy hosco, duro y claramente odioso, cuadro del pintor español Luis de Carvajal, Catedral de Toledo, Toledo, España; Pintura con el retrato de Bartolomé de Carranza, una obra de autor desconocido, siglo XVI, donde se observan otros rasgos más suaves, más propio de la realidad del rostro que tuviese el arzobispo español; Grabado para el frontispicio de una obra de Bartolomé de Carranza, basado en la misma imagen anterior, siglo XVI; Detalle del mismo grabado anterior sobre el posible verdadero rostro de Bartolomé de Carranza, para nada que ver con el tendencioso y desagradable rostro pintado por Luis de Carvajal en 1578.)

31 de agosto de 2015

Un homenaje al Arte más sublime, la Pintura, y a la historia de una herencia malograda.



En la Pintura española del siglo XVII se representó mucho la historia de España porque fue la Corona la que auspiciaría, fomentaría y coleccionaría Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica pudo conseguir la mayor de sus glorias iconográficas. Pero esa publicidad histórica de entonces no fue suficiente. Poco después de realizar Velázquez (1599-1660) su obra Las Meninas en el año 1656, el imperio español sería humillado y derrotado por una Francia engrandecida en los campos europeos llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta años o más para que un heredero de la monarquía -de origen francés curiosamente-, el rey Felipe V, pudiese conseguir situar de nuevo a España entre las más importantes naciones de Europa. Pero, ¿qué había sucedido para que el mayor imperio conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la historia. Desde que los reyes visigodos comprobasen que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y crímenes para eliminar la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito sino que se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en un personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio era hacer heredar la corona en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener la dinastía y el reino. De ese modo se evitaban las traiciones, los asesinatos regios y la inestabilidad. Sin embargo, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad la corona estaba, a cambio, en muy serio peligro de extinción o degradación dinástica.

Eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV entre los años 1621 y 1665. El rey contrajo matrimonio siendo niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de ese matrimonio seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- falleció a los diecisiete años dejando desolado al rey y a su inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecieron en la infancia y solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue entonces el futuro sostén del reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada desde niña para casarse con el poderoso, ambicioso, desalmado y traicionero Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón falleció a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña María Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV no se hubiese casado de nuevo y, por tanto, hubiese dejado la herencia de su Monarquía en las dulces pero decididas manos de María Teresa. Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de solo quince años, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos lo fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió de ese matrimonio. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, moriría con cuatro años dejando de nuevo al rey español más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos ellos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre los años 1666 y 1700.

Así que la mimada, elegante, aristocrática y decidida Margarita fue la esperanza durante muchos años de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los frágiles dedos de su desgraciada historia. Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decide componer su obra de Arte más extraordinaria -Las Meninas-, fijaría en su lienzo la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa: la mejor que de una heredera regia de cinco años pudiese pintarse. El mismo año de esta creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), yerno de Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita, pero este pintor no conseguiría la mirada confiada y bella que su suegro logró de ella en su genial obra Las Meninas. Ni la mirada ni la esperanza. Sin embargo, probablemente, sí consiguió el yerno otra cosa por entonces: anticipar con el gesto adusto la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, ¿fue clarividencia artística, histórica o tan solo pura casualidad? No creo que fuera esto último ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de la decadencia del reino, es posible que el insigne pintor quisiese ofrecer con su obra maestra una justificación poderosa para hacer coincidir en la historia futura su propio deseo con el de su regio mentor.

Seis años después, en el año 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a cabo otro retrato de la infanta Margarita, cuando ahora ella es una pequeña adolescente que, solo un año después, sería comprometida con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre Felipe IV se negaría aún a que ella dejara la corte madrileña. Sabía el rey que su pequeño hijo Carlos era un ser débil, que la herencia hispánica estaba frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que su hija Margarita se fuese de su lado para unirse, definitivamente, a su imperial esposo austríaco. Pero la muerte del rey español en el año 1665 lo llevaría todo a un desastre inevitable solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratar a la infanta en Madrid, pero ahora con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria para reinar como consorte en la corte vienesa del emperador Leopoldo. Velázquez la había retratado antes, cuando ella tenía ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre y la tranquilidad y seguridad de una nación poderosa. En este otro retrato Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida y embellecida de nuevo con una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara en sus famosas meninas, algo que contrasta con el retrato que su yerno hará tres años después aun manteniendo la misma noble pose aristocrática. Un seguidor del pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la pinta en el año 1667 en la corte de Viena, cuando Margarita sabía que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -el futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados- y la herencia regia de Carlos II determinaría que fuese la rama francesa -Borbón- de la familia real la que reinase por no tener él herederos directos. Y en su obra barroca el pintor flamenco la retrata joven y lozana, aunque ataviada con los ornamentos y ropajes imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosa, que Velázquez representara en su genial obra artística barroca?

Porque lo que Las Meninas fue sobre todo tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar su flamante y única heredera posible entonces. Y el pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que sospechara las grandes dificultades que esta herencia real tuviese en la historia. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte, y realizó una obra extraordinaria, algo nunca visto antes ni después, en un lienzo en la historia del Arte. Sin embargo, debía Velázquez encuadrar toda esa representación en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia de ese viejo y decadente Palacio elegir? El genio artístico decidió entonces que fuese el cuarto del Príncipe, un lugar lleno de cuadros en sus paredes, una estancia sin decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más que un espejo en la pared del fondo donde ahora se reflejan los monarcas (Felipe IV y Mariana de Austria) deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad de la monarquía-, y donde Velázquez se retrata a sí mismo pintando la escena prodigiosa. Indicando así la gran importancia de su artístico oficio, dándole una relevancia mayor al Arte. Salvo, quizá, a su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que entonces concentrara la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena a los veintiún años de edad, víctima del difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.

(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)