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5 de mayo de 2020

La impresión es lo que se da antes de la percepción, no es nada aún y lo es todo.



Es justo la impresión estética ese momento en que no percibimos nada todavía, solo apenas acude ahora a nuestros ojos una proyección efímera y desconsiderada de lo real. No nos dice nada aún, no podemos saber todavía qué es lo que vemos ahora exactamente, pero eso dura poco tiempo, es imperceptible tanto lo que apenas vemos como lo que sentimos incluso. Solo los impresionistas quisieron y supieron ofrecernos ese instante tan efímero. Por eso mismo su Arte es tan maravilloso como incomprensible. Porque no es natural, porque no corresponde a nada de lo que percibimos, cuando vemos las cosas reales, a como aparecen en sus obras. Esa impresión de sus obras es una estela indivisa difuminada por colores de un mundo ahora diferente. No hay contraste real en sus imágenes (nada se opone naturalmente a nada), y no lo hay porque no existe un contraste que nos permita distinguir bien unas cosas de otras. Pero, sin embargo, están ahí las cosas representadas. Están y lo vemos al alejar nuestra mirada (cerrar apenas un poco los ojos) y nuestros juicios (prejuicios) para recordar qué representan. El Impresionismo es una extraña filosofía estética sobre la forma de ver las cosas del mundo. Los impresionistas lo que hicieron fue buscar la belleza que encerraban las cosas antes de que éstas dejaran de ser desconocidas. La impresión, por su definición y la propia naturaleza de lo que es el concepto, no puede durar mucho. Cualquier impresión, sea visual o emocional, calamitosa o estimulante, no se mantiene en el tiempo. Lo complicado en el Impresionismo fue plasmar una efímera imagen iconográfica y que, además, tuviese belleza. El Romanticismo de Turner, por ejemplo, consiguió lo mismo tiempo antes, pero hay una sutil diferencia entre ambas tendencias. Esa diferencia es la luz. En el Romanticismo lo importante es la luz solar, no la artificial, ni la condicionada, nublada o filtrada por una atmósfera gris, difuminada o minimalista. Para Turner, por ejemplo, la luz solar debía fluir siempre entre las marañas deformadas de una composición sublime. Para los impresionistas, sin embargo, la luz es igual ahora cuál sea su origen, o si existe o no. Esta es la grandiosidad del Impresionismo: no es necesaria la luz natural para destacar la luminosidad o las rutilantes formas coloreadas de un mundo vibrante. 

En la pintura Una mujer al piano de Renoir no sabemos qué tipo de luz hay en ese interior difuminado ahora, de dónde viene o qué lo origina. Da igual, los impresionistas crean los colores sin necesidad de luz. Realmente ellos materializan o traen, por así decir, la luz de las propias cosas representadas en sus obras. No necesitan puntos de luz, ni destellos, ni llamas (las velas del piano están eternamente apagadas en la obra de Renoir), ni de fuente de luz alguna que allane un instante sublime de color. En su obra Rocas en Port-Goulphar, Monet capta unos colores imposibles de ver así en un paisaje nublado, gris o desolador. ¿Cómo es posible ese color apagado verde turquesa entre los reflejos sosegados de un mar, sin embargo, tan arrollador? Porque el océano Atlántico en esos acantilados de la costa francesa no es tan sereno ni tan sosegado. Pero es que en el Impresionismo no están los colores para representar las cosas sino para narrar con ellos las cosas. Así Monet dará forma al movimiento de las olas o a las rugosas rocas del duro acantilado persistente. Y seguirán siendo, como en Renoir, indiferentes las formas en Monet. ¿Por qué distinguir o diferenciar unas cosas de otras cuando lo que se expresa en ese instante momentáneo es algo que no veremos realmente nunca así? El Impresionismo es más tiempo que espacio. No interesa tanto el espacio como tal. A cambio, el tiempo es sublimado porque es utilizado infinitesimalmente en sus obras. La grandeza del Impresionismo (frente al Surrealismo, Simbolismo o Romanticismo, por ejemplo) es que lo que refleja es la realidad del mundo que vivimos pero, sin embargo, no percibida así por la visión real de un ser humano. El mundo para los impresionistas no difiere de lo banal, de lo normal, de lo cotidiano o de lo sencillo de la vida. Toda obra impresionista refleja la vida sin interferir filosóficamente (ni inmanente ni trascendentemente) en ella. Lo único que los impresionistas hacen (y no es poco) es destacar en sus obras el instante anterior a todo eso.

Al hacerlo así eternizan más el Arte. Hacen con él una cosa que otras tendencias realistas no consiguen: fijar la impresión de un instante imposible de comparar con nada parecido del mundo. Una obra clásica, donde las formas son conformes a lo real, es comparable con el mundo que refleja, por lo tanto posible de refrendar en un futuro lejano ante un deseo de conocimiento iconográfico. En el Impresionismo el conocimiento iconográfico no tiene mucho sentido. ¿Cómo distinguir nada en sus obras para aprender algo de lo que representa? No es conocimiento, es impresión. Por eso dentro de mil siglos la obra de Monet seguirá siendo vigente estéticamente. ¿No podrán ser vistos así también los paisajes futuristas de un mundo diferente? Precisamente por ser un Arte indiferente... Esa indiferenciación de los límites de las cosas plasmada en las obras impresionistas, de sus reflejos tan irreales, de sus sombras imperfectas o de su luz inciertamente difuminada, hacen del Impresionismo una tendencia muy singular. Sirve esta tendencia para perderse en sus imágenes y no sentir que se agotan las miradas diferentes (porque tienen formas indiferentes) que cualquier percepción pueda disponer. ¿Qué deseamos sentir al ver a esa mujer tocando ahora el piano? ¿Que lo toca? ¿Que medita? ¿Que descansa? ¿Que sueña? ¿Que está triste? ¿Que está absorta? ¿Que está perdida? ¿Sensible? ¿Esperanzada? Todo eso y mucho más que pensemos que haga será. Al ser un instante indefinido podemos decidir pensar lo que queramos que pueda ser el sentido de esa impresión congelada. Nada real es percibido en una impresión, sea la que sea. Porque para percibir algo es preciso corresponderlo, oponerlo con formas conocidas. Lo desconocido debe estar situado ahora entre lo conocido para poder ser percibido. Cuando lo desconocido está entre cosas desconocidas no percibiremos nada. Sin embargo, el Impresionismo refleja siempre una realidad conocida, normal y verosímil. Sabemos que la refleja. Este es el acuerdo tácito entre el pintor impresionista y los observadores de sus obras. Lo demás es la imperceptibilidad de las cosas indefinidas. ¿Cómo consigue atraernos el Impresionismo? Por esa sutil percepción de la impresión anterior a toda percepción real visible, la única percepción sensible, por otra parte, que da y sostiene el instante congruente con la creatividad: la belleza impresionista. Con esta belleza perceptiva tan especial los impresionistas consiguen nuestra aceptación de aquel acuerdo visual. Lo que significa aceptar que siempre hay un instante de belleza anterior a cualquier percepción existente del mundo.

(Óleo de Pierre-Auguste Renoir, Mujer al piano, 1876, Instituto de Arte de Chicago; Obra impresionista de Claude Monet, Rocas en Port Goulphar, 1886, Instituto de Arte de Chicago.)

9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar los encuadres más prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esta técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes más áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno ahora de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo además de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos ahora no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría ya en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y esas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino, parte de la propia emoción de reencontrar ahora las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas, o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, busca refugiarse de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es así ahora como el propio viento del desierto huye descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía desértico tan luminoso. Y busca entonces el viento, como los mismos seres que acompaña, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento ya sin la luz aterradora que lo propicie sin tapujos. Porque para entonces ya no existirá una luz solar favorecedora de vida tenebrosa, de un reflejo tan indecoroso como para no hacer ya, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar representa ahora, sin color ni fulgor solar, o tonalidad definida y poderosa, el momento deseado para sentir así el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela artística Caravana de camellos beduina. Con su acuarela representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque ahora está representada la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina ahora en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve aquí única, de un único y radiante color amarillo, atenuado incluso casi por la falta viva de fulgor, pero, sin embargo, absolutamente tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven ahora aquí en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra ahora una sensación emotiva que se emancipa de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esa sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario tan sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Porque ahora el hombre se enfrenta aquí a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para encarar la dureza de un espacio.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra, helados, selváticos, montañosos, pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso de los europeos vagabundos que marcharon de África, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento final de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo solar tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

28 de diciembre de 2015

El paisaje como motivo de vida y de inspiración, de sentido artístico y poético.



Cuando los seres humanos desean triunfar en un mundo que sólo se ofrecerá a los elegidos, la manera más segura de conseguirlo es dedicarse a una sola cosa de todas. ¿Qué es triunfar? ¿Existe realmente también el concepto de elegidos? Es tan oscuro el asunto como llegar a comprender la diferencia entre un genio y alguien que, exactamente, no lo es. A comienzos del siglo XVII nacería un ser humano tan vulgar como cualquier otro en el ducado francés de Lorena. Este ducado fue independiente de Francia hasta el año 1766. Es curiosa la historia de Lorena para entender la historia de Europa. Cuando ahora hay territorios -en este caso un condado, lo único que fue Cataluña- que se quieren independizar a comienzos del siglo XXI, ya existieron ducados, un territorio jurídicamente mayor que un condado, que dejaron de ser independientes en el siglo XVIII. ¿Se entiende eso? Claudio de Lorena (1600-1682) quedaría pronto huérfano de un campesino acomodado de Luneville y acabaría acompañando a su hermano mayor a Friburgo de Brisgovia, en el suroeste de Alemania, una región muy cercana a Lorena. Su hermano era escultor y acabaría enseñando a dibujar al joven Claudio sin muchas pretensiones. Pero debía el joven Claudio ganarse la vida y, como los loreneses son famosos pasteleros, marcharía pronto a Roma para trabajar en su  oficio confitero. Sin embargo en la artística Roma tuvo la suerte de entrar al taller de un pintor que, aunque no muy famoso, le enseñaría por entonces las sutilezas del bello Arte de la pintura. A Claudio de Lorena le empezaría a gustar el oficio de pintar sin saber que terminaría por hacerlo durante el resto de su vida. Pero, entonces, ¿lo eligió él o fue él el elegido? Aunque sí hubo algo que él eligiera por entonces para, al menos, poder triunfar... Decidió dedicarse a pintar tan sólo en una única temática específica en la que acabaría siendo el mejor artista que pudiera conseguir con ello la excelencia. Y eligió solo pintar paisajes, nada más que paisajes, sólo paisajes, los mejores, los más sensibles, los más poéticos, los más elaborados, o los menos paisajistas del mundo...

¿Qué hay de especial en los paisajes del barroco Claudio de Lorena? ¿Barroco, él? Pero, ¿cómo es posible que eso que él pintaba sea barroco? Pero, ¿el Barroco no era otra cosa? ¿No era pasión, fuerza, embrujo desgarrado, colores contrastados, error humano, asalto pasional o losa despiadada de una curva ladeada, ensartada y moldeada por la fatalidad, el desequilibrio o la vulgaridad más bella del mundo? Sí, ¡claro!, pero, además también era clasicismo, el clasicismo de los bellos paisajes barrocos de Claudio de Lorena. ¡Qué barbaridad! No hay manera de entender el Arte. Pero es que el Arte es sobre todo deseo humano creativo, y nada tiene que ver que ese deseo haya sido inspirado en un periodo temporal artísticamente concreto o no. Por eso mismo el pintor de Lorena fue artísticamente inteligente. ¿Pintar como lo hacían Velázquez, Rembrandt o Rubens? Imposible para triunfar. Toda una lección de vida inteligente para, al menos, poder vivir del Arte. Y lo consiguió. Fue un elegido, todo un genio del Arte que, para triunfar, decidió dedicarse solo a una cosa en el Arte: pintar paisajes. No hacer lo que hacían los demás, sino lo que él sabría hacer mejor, lo que entendió como la mejor poesía estética que pudiera componerse en un lienzo. Aquí vemos dos muestras de su maravillosa pintura. También habrá ahora que elegir... ¿Cuál de los dos paisajes es el mejor? Uno es la obra titulada El pastor y ubicada en la National Gallery de Arte de Washington, D.C. El otro es el denominado Paisaje con las tentaciones de san Antonio y está expuesto en el Museo del Prado. Dos obras muy contrastadas: una por el sentido bucólico y otra por el sentido sagrado. Una por el color luminoso, brillante y sosegado y otra por el oscuro tenebroso, ensoñador, misterioso, terroso y opaco de su claroscuro seductor. En ambas la poesía de la imagen es llevada al máximo de representación estética de una obra barroca. ¿Hay en estas obras otra cosa que no sea sensibilidad poética en las equilibradas líneas de un paisaje profundo, grandioso, exorbitante o mágico? No hay otra cosa más que lirismo. Eso es lo que fue Claudio de Lorena, el mejor poeta-pintor del Arte del paisaje. Nadie lo hizo como él, nadie consiguió hacer todo eso: clasicismo y poesía, brillantez y claroscuro, renacimiento y barroco, naturaleza y humanidad. Porque en los paisajes de Claudio de Lorena siempre hay seres humanos, no entiende el pintor un paisaje sin ellos. No hay paisaje representado sin hombres para Lorena. ¿Qué sentido tiene el paisaje si no es para vivir el ser humano en él?

En su lienzo El pastor el pintor francés compone el amanecer -porque debe ser un amanecer- más extraordinario que un paisaje pudiera tener en un cielo pintado. Es ahora la fuerza del amarillo la que surge para alumbrar la vida y los pensamientos metafísicos del pastor. Pero, en la vulgaridad de la figura de un pastor, no un héroe o un gran personaje, es donde veremos mejor ubicar ahora el sentido del barroco. El pastor es ahora un simple personaje desconocido, ningún héroe o sátiro de leyenda mitológico, seres éstos más propios de la temática del Renacimiento. Pero en todo lo demás es clasicismo. Es decir, es perfecta composición clásica en un entorno natural equilibrado. ¿Hay algo en esta obra fuera del sentido perfecto y equilibrado de una vida o de una estética clásica? El otro lienzo, Paisaje con las tentaciones de san Antonio, tiene reminiscencias más clásicas aún. Ahora vemos un claustro derruido compuesto de columnas y arcos renacentistas, propio de un momento histórico en la humanidad más primoroso o más ajeno a lo vulgar o más sencillo. ¿Y qué menos vulgar ahora que un santo, un ser que lucha por vencer sus tentaciones? Ahora no hay súcubos ahí, ni mujeres ensoñadoras o lujuriosas que tienten al hombre santo. Tampoco ningún mono o flores o cosas exornadas y curiosas que distraigan al santo de su acontecer místico. Ahora sólo una luz divina se vislumbra entre las nubes tormentosas que dejarán ver el perfil más humano del santo. Detrás y lejos se aprecian vagamente otros seres humanos diferentes a él, unos hombres alejados de la verdad o de la visión más consoladora que de una bella y empequeñecida luz pudiera un paisaje contener.

(Óleos de Claudio de Lorena: Cuadro El pastor, siglo XVII, National Gallery de Arte de Washington, D.C.; Lienzo Paisaje con las tentaciones de san Antonio, 1638, Museo del Prado, Madrid.)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

18 de marzo de 2015

El escenario romántico, ese que no importa otra cosa excepto la emoción.



El pintor más romántico de todos tal vez lo fue el francés Theodore Géricault (1791-1824). Su corta vida estuvo contenida de elementos propios de la pasión, de la huida, del desasosiego, del regreso o de la rebeldía. Tuvo que abandonar Francia urgentemente, por ejemplo, a consecuencia de una inapropiada relación con una tía suya a la que, al parecer, habría dejado embarazada. Viaja a Italia, recorre y ve sus paisajes y las obras de Arte de su admirado Miguel Ángel. Durante los años 1816 y 1817 visita Florencia y Roma y se inspira entonces para componer un grandioso lienzo que nunca acabaría. Regresa después a París y pinta sólo aquello que su ánimo romántico le pide. No vivió nunca de la Pintura gracias a su linaje, a cambio pudo realizar las obras de Arte que quería sin dejar que opinión ni menoscabo social le condicionase. Pintaría La balsa de la Medusa (el desastre de un naufragio que humilló a Francia a principios del siglo XIX) a pesar del rechazo que las autoridades francesas tuvieron a publicar la terrible tragedia. No dudaría en hacer con su tendencia romántica crítica social sobre los desposeídos o los marginados, algo que el Realismo subsiguiente llevaría a representar en el Arte tiempo después.

 Géricault compone en su estudio de París, durante el año 1818, dos obras con dos momentos recordados de su viaje a Italia. En estos paisajes Géricault describe algunos elementos iconográficos con los que expresar un sentimiento que contenga el espíritu romántico. Primero un río, el cauce de una ribera tranquila y sosegada, no de rápidos ni cascadas violentas. Seguidamente un puente sobre el río, un acueducto inspirador o unos arcos que lo sobrepasen. Luego unas elevaciones montañosas, unas cordilleras a la vez cercanas y lejanas a nosotros. No sirven para expresar un paisaje romántico ni una llanura, ni una meseta, ni siquiera un valle estimulante. También son necesarias edificaciones, pocas, pero algunas, sobre todo castillos, torreones o ruinas son precisas en la imagen romántica. No bastan, ni se requieren, casas, hogares sencillos o cabañas rústicas en sus obras sentimentales. Un elemento imprescindible es un cielo no despejado o cargado de nubes inofensivas, poderosas y envolventes que destaquen así las siluetas de sus bordes. Otro elemento vital de un paisaje romántico es la luz. Pero una luz ahora que no solo ofrezca vida a los colores o a las formas, sino que sea una luminosidad corporal para señalarse reflejada entre las cosas que transforme: los perfiles de los árboles, de las piedras, de los fuertes o de las sombras atenuadas que dibuje en la tierra. Una luz solar que no sabemos muy bien de dónde proviene, es decir, que el sol no debe verse apenas en la obra. No podemos más que notar sus efectos, nunca, sin embargo, ver su halo poderoso brillar desasosegado. Por último, pueden estar en el paisaje romántico algunos seres humanos, pero éstos no interesan o no importan mucho, porque no están ahí por nada especial, ni no especial, tan sólo para justificar con sus figuras sombreadas el maravilloso paisaje.

De ese modo compuso Theodore Géricault estas dos obras de paisaje romántico. Una, Paisaje con Acueducto, otra, Paisaje con tumba romana, ambas pintadas en el año 1818. El primer cuadro es un atardecer, el segundo un amanecer.  Y es así porque la luz del sol al atardecer es más poderosa, más brillante o más desgarradora. Es esa luz de un resplandor tan llameante que, contra todas las demás cosas representadas, su luminosidad se perfila poderosa entre sus inclinados rayos creadores. Así es como aparece en la primera obra, donde vemos la luz en su parte izquierda amarillear poderosa. En el otro lienzo la luminosidad es más suave, más agradecida, benefactora o salvadora de sombras, algo que, luego, con la elevación del sol matutino, acabará venciendo poco a poco las recónditas esquinas más ocultas a su luz. Todos estos elementos se precisan para llevar a cabo un paisaje romántico, un espacio pictórico donde recrear el sentido artístico de lo romántico y no tanto para contar alguna cosa, o describir algún paisaje, o relatar alguna leyenda, o denunciar alguna calamidad. Tan solo para emocionar con ese espíritu que de su luz, la de la mañana o la de la tarde -nunca un paisaje romántico es al mediodía-, pueda componerse sobre un escenario tan bello como efímero. Porque el escenario romántico no solo buscará retratar un espacio sino también un tiempo. Las dos cosas son inevitables. Como la inutilidad poderosa de lo que representan, como la grandiosidad limitada de las cosas, como la innecesaria esperanza de sus formas, o como la irrelevancia universal de lo vivido.

(Las dos obras del pintor romántico Theodore Géricault: Óleo Paisaje con acueducto, 1818, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo Paisaje con tumba romana, 1818, Museo de Bellas Artes de París.)

12 de noviembre de 2014

Con Turner la Naturaleza no murió, con Turner la veremos de otra forma, la más creativa del mundo.



En Roma existe un antiguo edificio de la época imperial, el Panteón, cuyas piedras fueron levantadas en el año 128 d. C., justo en el mismo lugar donde antes existieron (desde el año 25 a.C.) otras parecidas, hasta que un incendio en el año 80 d. C. destruyese el originario edificio. El Panteón fue un lugar dedicado a todos los dioses de la antigua Roma. Así se mantuvo por siglos, como un recuerdo de aquella grandeza imperial. Hasta que en el siglo XVI fuese enterrado ahí un genio del Arte renacentista, el cual ya había alcanzado la gloria antes de morir. En su lápida fue grabado un epitafio laudatorio que decía: Aquí yace Rafael, por quien la naturaleza, madre de todas las cosas, temió ser vencida y morir con su muerte. El pintor Rafael Sanzio (1483-1520) fue el clásico más excelso de todos los grandes pintores de la historia. El más perfecto, el mejor, el más detallista y virtuoso. Efectivamente, la naturaleza, con él, fue absolutamente retratada y dominada, exquisita y fielmente retratada, en todas sus formas. No sólo compuso el equilibrio más conseguido, también lo más bello que de una naturaleza pudiese ser extraído para fijarlo en un lienzo. Así, el clasicismo nacería con Rafael. De hecho, los pintores que en el siglo XIX quisieron volver al medievo espiritual -lejos del perfecto mundo clásico-, terminaron llamándose prerrafaelitas, es decir, anteriores a Rafael. Después de Rafael Sanzio, todos quisieron imitarle, porque todos, además, sabían por entonces que pintar bien era, se quisiera o no, hacerlo como él lo había hecho antes.

Los siglos pasaron y ni el Barroco ni el Rococó hicieron sombra al clasicismo de Rafael. Una cosa era utilizar el claroscuro en exceso o retratar cosas que no fuesen bellas de por sí -como el realista estilo Barroco había hecho-, pero, todas las creaciones pictóricas fueron hechas siguiendo las formas que la fidelidad a la naturaleza hubiese ya consagrado en la pintura de Rafael. Todos lo respetaron. Hasta que llegó el Romanticismo. Esta tendencia había sido la más revolucionaria de todas las de la historia, transformando el sentido del Arte a unos niveles no suficientemente valorados o considerados. Un estilo que no tendría nada que ver con volver atrás, como fue el prerrafaelismo; no, con el Romanticismo fue justo lo contrario, avanzar hacia adelante con pasos tan agigantados que la historia y el hombre no fueron capaces de absorber y digerir tanto. Pero, para ese momento romántico (1775-1840), aquel clasicismo había vuelto de nuevo, coincidiendo además con el momento más álgido del sentimiento romántico. Vino de nuevo con el nostálgico nombre de Neoclasicismo, amortiguando los efectos desmesurados del desgarrador Romanticismo y evitando que el Arte moderno se hubiese adelantado cincuenta años o más.

El creador más osado con los colores y la composición, el precursor -salvando a Goya- más extraordinario de la historia del Arte por sus formas modernas, lo fue el romántico Joseph William Turner (1775-1851). Y lo fue a pesar de dedicarse solo a fijar la naturaleza  -pocos retratos humanos hizo en su vida- en un lienzo. Una naturaleza que, a diferencia de Rafael, no imitaría sino que sublimaría de una manera no antes realizada por nadie. Admiraría Turner tanto a Rafael Sanzio que visitaría Roma para reencontrarse con su espíritu y su Arte. Viaja a Italia un año antes del trescientos aniversario de la muerte del pintor clásico. Lo homenajea pintando sus recuerdos de paisajes vaticanos, lugares donde la luz amarillenta bordea ahora el perfil con los semblantes renacentistas más clásicos de entonces. Pero Turner sentiría una pulsión artística para expresar su admiración: la que combina el sueño de la naturaleza con el prodigio de pintarla de otra forma. Cuando Turner visita la Galería Borghese, uno de los museos más antiguos del mundo, se encuentra con una escultura de Antonio Cánova (1757-1822). Con este escultor volvieron las formas grecorromanas a florecer en el mundo europeo. Volvía la perfección clásica, regresaba aquella imitación de la naturaleza, en este caso de la más bella cosa representada: la figura desnuda de una hermosa mujer. El escultor recibe el encargo de Paulina Bonaparte, hermana de Napoleón. En el año 1805 Paulina estaba casada con el príncipe Camilo Borghese y quiso que la esculpieran con unos de los motivos neoclásicos más divinizados, excelsos y sublimes que de las manos de un genio escultor pudieran arrebatarse a las volutas del mármol.

Cuando Turner vio la escultura Venus invicta -inspirada en Paulina Borghese- quiso componer una obra reflejo de esa inspiración tan clásica. Y empezaría a delinearla con los trazos propios de sus colores, amarillos, blancos, marrones, ocres. Pero, había que crear la figura esplendorosa de una Venus desnuda, con un perfil perfecto, un torso idealizado y unos senos clásicamente visibles. Turner era un innovador y un romántico incorregible, para él las figuras humanas no eran lo más importante. La naturaleza con él no murió, ni nació, tan solo la transformaría, arrebatadoramente. Si los pintores son creadores, Turner fue el pintor más creativo de todos. Los pintores más grandes, como lo fuera Rafael, eran perfectos creadores de la vida conocida, con sus sutilezas, sus sombras y sus luces maravillosas, por tanto magníficos copiadores o imitadores de la naturaleza. Turner no. El excéntrico pintor romántico supo que lo que hubo de ser creado una vez conforme a la naturaleza ya lo fue hecho, ¡y perfecto! Ahora, él debía hacer otra cosa, y por eso dejaría sin acabar su obra Venus invicta. No pudo más el pintor inglés que respetar el maravilloso genio clásico de Urbino. No pudo Turner hacer entonces lo que con su luz romántica y amarillenta otros, sin ella, hicieron antes.

(Óleo Paisaje del sur, con acueducto y cascada, 1828, del pintor romántico Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo -inacabado- Venus invicta, 1828, Turner, Tate Gallery; Fotografía de la escultura Venus invicta, Paulina Bonaparte, 1808, del artista neoclásico italiano Antonio Cánova, Galería Borghese, Roma.)

Tráiler de la Película sobre la vida del pintor Joseph William Turner, 2014, en inglés:

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

6 de mayo de 2014

La esencia oculta de las cosas es la finalidad del Arte, la de la vida, sin embargo, su razón...



Decía el filósofo Aristóteles que la finalidad del Arte es dar cuerpo a la esencia oculta de las cosas, no copiar su apariencia natural. Cuando en algún momento del Renacimiento el paisaje alcanzó a tener más sentido que un mero decorado, el pintor Pieter Bruegel el viejo (1525-1569) sería uno de sus más extraordinarios impulsores clásicos. Pero, a diferencia de los otros, de los que magnificaron el paisaje sin más, Pieter Bruegel fue más allá hasta llegar a alcanzar con sus paisajes esa esencia oculta que el filósofo heleno destacase como una finalidad del Arte. Con motivo de un encargo sobre los cambios estacionales del año, Bruegel realiza una serie de cuadros que los representan con paisajes. No se sabe si representó todos los meses del año individualmente o cada dos, aunque cada vez se acepta más que crease solo seis obras en total, idealizando así dos meses emparejados que ofrecían, con el cambiante clima septentrional europeo, las sutiles diferencias que otros climas menos duros no tuvieran tan marcados. Pintaría el pleno invierno (Cazadores en la nieve) representando los meses de diciembre y enero; el transitorio invernal (El día oscuro) con los de febrero y marzo; luego el primaveral abril y mayo, obra que se acabaría perdiendo; el veraniego junio y julio (La siega de heno); el final del estío, con agosto y septiembre (La cosecha); y el otoñal octubre y noviembre (El regreso del rebaño). De todas estas obras se considera a Cazadores en la nieve una de las mejores creaciones de paisaje -en pleno momento renacentista además, donde no abundaban los paisajes- de toda la historia del Arte.

La pintura es muy extraordinaria porque su originalidad, su composición, su color, su sentido emotivo, misterio y grandeza son elementos estéticos que destacan en ella y la hacen una de las mejores obras del Arte renacentista. Un decorado invernal absolutamente nevado, congelado más bien, señala lo más destacado del plano de la imagen artística. Debía ser así para poder representar mejor los crudos y blancos meses invernales de Europa central. Como es habitual en Bruegel -y en el Renacimiento-, el paisaje se extiende ahora en la obra hacia el infinito. ¿Qué se ve al final?: el paisaje idealizado propio de la fantasía imaginativa del creador, no el de una vida real ni el de una geografía conocida. Un paisaje que llega aquí incluso hasta las últimas cordilleras alejadas de un horizonte desolado. Pero, antes veremos una población de seres humanos que viven y disfrutan de su mundo invernal, un lugar inhóspito desde donde esos mismos seres deben además prosperar para vivir... Y así los pinta el creador flamenco: adaptados, calentándose con un fuego improvisado, o relajados, divirtiéndose en el hielo gris-verdoso de sus riveras congeladas,  o inspirados, provocando alguna pesca bajo el hielo poderoso... Confiados todos de que el duro clima invernal no les hiciera desesperar con sus carencias. Pero no es tan simple todo porque el sentido de los momentos temporales -siempre termina por acabar lo duro, sin embargo- no lo hace la naturaleza sino para ella misma, para su único, cíclico y visceral sentido telúrico, importándole muy poco o nada los seres que ella disponga a su antojo para obligarles así a sobrevivir.

Aun así, los humanos representados en la obra confiarán en que las cosas avancen. Ellos esperan sosegados, por ejemplo, el triunfo de unos hombres que, desde muy temprano, marcharon de caza. Pero no, esta vez no se cumplirá porque regresan sin ninguna caza. El pintor flamenco sitúa a éstos en su lienzo muy cercanos a nosotros, a los que, sorprendidos ahora, veremos asombrados el cuadro. No sitúa así a los otros seres, a los confiados, a aquellos que esperan tranquilos el regreso de los cazadores. El creador los sitúa ahora alejados de nosotros, mucho más que cualquier otra cosa del paisaje. Los cazadores están pasando ahora por el encuadre más elevado de la obra, van cabizbajos, cansados, defraudados o enojados por el mismo sendero recorrido de antes... Se dirigen hacia donde les esperan los otros, los que ahora, jubilosos y alegres, están persuadidos de que traen caza. Pero, sin embargo, nada traen los cazadores, apenas un pequeño zorro muerto cuelga de la espalda de uno, los demás nada llevan en sus zurrones. Esta es la crudeza del invierno y su añagaza desidiosa para con los hombres. La obra de Arte es genial en sus alardes compositivos y estéticos tan originales. Por ejemplo con los enhiestos y deshojados árboles que señalan el camino de los cazadores, plasmado desde una perspectiva cercana. Vemos el descenso exagerado de la colina nevada, un plano inclinado que cae bruscamente, creando una ruptura  estética con el plano subsiguiente, ese otro espacio geográfico-artístico alejado, desde donde los otros seres esperan ahora confiados. ¿Qué mensaje latente oculta el sentido de la obra? Pues que, a pesar de la crudeza de la realidad, es todo un canto a la vida, a las cosas hermosas de la vida, a su propia dureza, pero, también, a su extraordinaria grandeza y esperanza...

Nadie aparte de los cazadores, salvo nosotros y algún personaje en el fuego de una hoguera de la izquierda, sabe aún nada de la frustrada jornada de caza. Los cazadores lo habrían intentado como siempre, como en otros días invernales que, arrostrados por una fuerza humana poderosa, partieran seguros y confiados de poder alcanzarlo.  Y el pintor Bruegel no grita expresivamente nada aquí, sin embargo, para denunciar la terrible desolación de la vida. No necesita hacer nada de eso para hacernos saber que la vida descansa bajo una ineludible promesa: la de que sobrevivir es a veces la única forma de vivir que tenemos. En otra de sus obras sobre estaciones anuales, en concreto la de los meses de febrero y marzo, llamada El día oscuro o El día tormentoso, representa también el pintor parte de ese profundo desconsuelo. Pero es menos emotiva o más confusa esta obra porque su fuerza iconográfica radica en la falta de luz, en una tenebrosidad inspirada por su falta de luz, que en cualquier otra desolada emoción apenas vislumbrada... Al igual que en el anterior paisaje, Bruegel no muestra ninguna estrella portadora de luz. Ahora es un mundo sin estrellas también, pero, a diferencia del otro, es además un mundo tormentoso. Solo la calidez del color ocre, tan abundante, compensa la frialdad de un paisaje nebuloso, frío, húmedo y desapacible. Los pocos hombres que vemos laboran agrupados, cooperando todos entre sí. Sin embargo, los barcos lejanos naufragan disipados en la levantisca ensenada tormentosa. Todo está aquí ahora abandonado, nada puede sobrellevar el cruel tiempo desolado, imposible poder disfrutar aquí como en la otra obra sucedía con algunos personajes. ¿Entonces, todo está aquí verdaderamente desolado? No, no todo lo está. Hay algo que no aparece tan abandonado en la obra. Existe un pequeño gesto desafiante en el cuadro, algo que el pintor se permite destacar sutil y emotivamente. Es el gesto estético esperanzado de un ave blanca volando a través del cielo encapotado. Es aquí la pequeña, segura y confiada imagen de una gaviota volando sobre ese terrible cielo tormentoso. Con este pequeño gesto el pintor expresaba así su certeza, su maravillosa certeza, tan humana, de que las graves tormentas acabarán siempre en nada. Que pronto el resplandor de la vida alumbrará la mañana, que la luz del sol -estrella aquí ahora inexistente- aparecerá luego, sigilosa, detrás de alguna montaña. Que el sentido de todo resurgirá, nuevamente, con el propio sentido del cambio estacional. Así mismo, como se viera en la esperanzada obra de antes. Así mismo, como el impulso anheloso que lleva a los hombres a volver a emprender, sin pensar, saber ni llegar a entender nada, otra nueva, confiada y querida jornada de caza...

(Óleos del pintor flamenco del Renacimiento Pieter Bruegel el viejo: Cazadores en la nieve, 1565, y El día oscuro o El día tormentoso, 1565; Fragmento de El día oscuro, donde se aprecia mejor el vuelo esperanzado de la gaviota; Ambas obras de Arte ubicadas en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

28 de enero de 2014

Y una golondrina posada sin saber por qué lo está...



Cuando el pintor español Federico de Madrazo (1815-1894) viese la obra prerrenacentista La Anunciación del pintor Fra Angélico en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, no dejaría de pensar que esa extraordinaria obra debería estar en el Museo del Prado. Director del museo madrileño desde el año 1860, dos años después conseguiría, por fin, convencer a las monjas del convento madrileño para que les cediera la maravillosa pintura en tabla del genial creador florentino. Pero, eso sí, tuvo que realizar el maestro español una copia de la misma Anunciación a cambio. En cualquier caso, Madrazo seguro habría sentido un doble placer por entonces: poder admirar en su museo del Prado la perfección, brillantez, equilibrio y belleza de la magnífica obra del gótico-renacentista italiano, y, por otro, emular al gran pintor Fra Angélico llevando a cabo la recreación de tan inspirada y genial obra maestra. Admirar así los colores, la armonía del espacio y las bóvedas de los arcos interiores ahora con un profundo azul celestial o con una correcta delineación de todas sus curvas... También, el contraste entre el escenario exterior selvático del Paraíso perdido -perdido por la primera pareja humana que, cabizbaja, abandona ahora su idílico paisaje- y el artificial recinto humano del mundo material construido, ese que es realzado aquí ante la anunciada redención misteriosa de lo divino. Todo muy elaborado y conseguido tanto en el tono dorado propio del momento pictórico como en el temple utilizado entonces como técnica, una forma de grasa animal con la que los pintores desarrollaran todavía sus obras de arte góticas.

Las alas son ahora aquí glosadas por el autor prerrenacentista desde muy diferentes representaciones simbólicas. En los ángeles y en el Espíritu santo -a través del rayo de luz-, pero, también en una pequeña golondrina ahora parada ahí. Una golondrina que, posada indolente en uno de los tirantes de los arcos tan clásicos del cuadro, sorprende ahora por su inédita y curiosa forma de aparecer en una obra de Arte. Un muy poco seguro histórico personaje bizantino del siglo IV d.C., Horápolo de Alejandría, fue uno de los primeros escritores de la Antigüedad que escribieron sobre la golondrina en los antiguos jeroglíficos egipcios. Al parecer fue quien compuso la obra Hieroglyphica, un tratado oscuro y misterioso que ofrecía explicaciones sobre algunos de los símbolos y caracteres del antiguo Egipto. Descubierto este manuscrito en el año 1416 en una isla griega, sería luego llevado a Florencia donde los humanistas de entonces lo acogieron con interés, curiosidad y anhelo misterioso. En una de las entradas de la misteriosa obra jeroglífica aparecía descrita la explicación simbólica de la golondrina. El autor comentaba que cuando los antiguos egipcios querían indicar los bienes dejados a sus hijos lo representaban con la imagen de una golondrina, pues esta ave itinerante cuando se sentía morir se arrastraría entonces por el barro y, con éste, construiría un nido para sus polluelos. En esta relación paterno-filial sacrificada vieron los florentinos del inicio del Renacimiento una reminiscencia de la Pasión y Redención cristianas. Y el nido entonces sería el personaje sagrado de María sobre el que se encarnaría un Dios que salvaría la herencia de aquellos seres perdidos de antes, esos mismos que aparecen aquí a la izquierda del lienzo ahora condenados, humillados, desolados y avergonzadamente vestidos. 

Pero la grandeza de la obra La Anunciación del pintor Juan de Fiésole (1390-1455), verdadero nombre de Fra Angélico, supo verla por entonces Federico de Madrazo cuando llegara a realizar una copia del cuadro para poder gozar del original en el Museo del Prado: su Belleza creativa tan anticipada de lo que sería el Renacimiento artístico posterior. Porque ya todo está ahí expuesto. Está la composición en diferentes espacios, está la perspectiva más hermosa ahora entre sus arcos; están también los colores, los suaves, pero también los inusuales en un suelo ahora entremezclado, más fantasiosos tal vez que reales -en un extraño entramado de colores claros, amarillos, azules o verdes- y que contrastan con el agreste tono aún más oscuro del apenas vislumbrado suelo de la estancia interior. Y también están los verdes y los marrones, los cálidos y los fríos. La naturaleza feraz y la arquitectura clásica. La fragancia natural y la elaborada simetría de los rasgos construidos por el hombre. Lo humano y lo divino. Y el rayo de luz..., un poderoso símbolo divino guiado ahora aquí por el trazo perfecto que señala así un sobrevenido punto de fuga celestial. Y los rosetones en grisalla y el friso superior y los capiteles y las columnas y los pliegues de los vestidos. Y las estrellas artificiosas de las bóvedas azules. Y sus arcos. Y la luz. Y una golondrina posada ahora sin saber por qué lo está.

(Fragmento de La Anunciación de Fra Angélico; Temple sobre tabla de Fra Angélico, La Anunciación, 1426, Museo del Prado, Madrid.)

1 de diciembre de 2013

La imposibilidad real del deseo, o la desvelación siniestra y maravillosa de lo imposible.



En el año 1925 publicó el escritor estadounidense Theodore Dreiser su novela Una tragedia americana. Considerada como una de las mejores novelas escritas en inglés del siglo XX, se basaba en un hecho real sucedido en el estado de Nueva York en el verano de 1906. Entonces la policía hallaría el cadáver de la joven Grace Brown ahogada en el lago Big Moose. El cadáver hallado había sido golpeado y la muerte de la joven podría ser un homicidio premeditado. Sin embargo, apareció en el lago sola, ahogada y, por tanto, con la suspicacia de haber podido ser sólo un vulgar accidente. Así que pronto la investigación se centraría en el joven con el cual ella había sido vista antes de embarcar. Chester Gillette era sobrino del dueño de la fábrica donde trabajaba la víctima. Hijo del  hermano pobre del rico industrial, acabaría trabajando para su tío tratando de labrarse un porvenir diferente al que la vida de sus arruinados padres le había provocado. Pero el destino deseoso que soñara para su vida se acabaría enfrentando con la pasión momentánea, sórdida y fugaz que sentía por Grace. Esta joven acabaría pronto quedando embarazada y ello les obliga a unir sus vidas en un, para Chester, fracasado porvenir. Ante la insistencia de ella en casarse, él se abandona en otras dulces seducciones enamoradas. Hasta que un día, agobiado y quejumbroso, decide viajar con Grace para cumplir su destino inevitable.

Se detuvieron en un paradisíaco lago donde él, desesperado, acaba embarcándose en un destino fatal y homicida. Fue detenido y acusado a ser condenado a morir en la silla eléctrica en la prisión de Auburn en el otoño de 1908. La historia, tan cinematográfica como parecía, fue llevada al cine en varias ocasiones pero solo la filmada por el director George Stevens en el año 1951 sería la que pasaría a ser una maravillosa obra de arte. La película crea su argumento inspirado en la novela pero, a cambio, el director sustituye un deseo de otra vida o el de acceder a un mundo maravilloso y sofisticado -al cual él debía pertenecer por nexos familiares- por otro inevitable deseo muy humano, este más cinematográfico y operístico: el deseo auspiciado por un amor pasional más enamorado. Porque es el desarrollo del deseo lo que hace genial la historia filmada finalmente. Cuando el personaje de Chester llega a la fábrica de su tío éste le ofrece un empleo de obrero, algo con lo que nunca soñó con ser. En una de las reuniones familiares en casa de su tío conoce a la bella Ángela, una hermosa y sofisticada joven amiga de sus primos. Algo -esa belleza- absolutamente inalcanzable para él. Pero antes de eso había conocido a Grace, una operaria de su misma sección que se enamora irremediablemente de él. Este amor, donde se refugia Chester, terminaría justificando todos sus frustrados anhelos, sin embargo. A pesar de que ella le dice que no se preocupe, que algún día será ascendido, él no lo cree. Se resigna entonces a su destino. Tiempo después, justo cuando Grace sabe lo que guarda ahora el fruto de su pasión -su embarazo-, el irónico destino terminará uniendo apasionadamente las vidas de Chester y Ángela. Pero para entonces, para ese iluso momento deseado, se acabaría desatando la terrible tragedia...

El creador romántico alemán Caspar David Friedrich pinta en el año 1810 su enigmática y espiritual obra Arco iris en un paisaje de montaña. Fue uno de los creadores más inspirados del Romanticismo alemán. Embellecería sus obras con un aura sobrenatural con la que trató de encontrar el resorte creativo donde poder acercar una imagen iconográfica al deseo del alma. En esta obra trata de describir la escena instantánea de la imagen representada por un arco iris geométricamente perfecto. Y debe ser sólo un momento, un instante, lo que dura la visión de un arco iris poderoso. Un personaje caminante -el mismo pintor autorretratado- se detiene ante el maravilloso prodigio para escudriñar, el tiempo que precise, el misterioso sentido que encierra el extraordinario fenómeno. Pero lo más importante de todo es que es una imagen imposible: no puede existir un arco iris en un cielo sin sol. Entonces, ¿por qué ese alarde? Por el deseo poderoso del hombre de querer encontrar respuestas a sus perennes preguntas. Por acercarse ahora, aunque sólo un instante, a la suprema bendición -o maldición- de un incognoscible destino. 

Dos mundos se dispersan en la obra romántica de Friedrich, por un lado el terrenal, el mundo iluminado y visible de un hombre ahora empequeñecido -coloreado por lo mundano de la vida-, deseoso de querer saber o encontrar un sentido a todo lo existente. Y por otro el poderoso, lejano, grandioso y oscurecido horizonte ilimitado, del todo incognoscible -no vemos nada ahí-, totalmente misterioso e indescifrable. Entre ambos mundos un arco iris imposible, lo único que posibilita, con su simbolismo artístico, el trance del sinsentido poderoso de dos mundos enfrentados. Pero sólo es un deseo imposible, un anhelo inútil por la fútil esperanza inane de su autor. En la iconografía medieval se representaba al arco iris como un símbolo revelador que, tras el arrasador diluvio bíblico, ofrecía una alianza entre la divinidad y los hombres. Sin embargo, siglos después, cuando el racionalismo llegó a cuestionar lo único cognoscible o alcanzable por el hombre, éste sólo pudo detenerse y descubrir, claramente, su completa y ridícula incapacidad de conocimiento. 

Porque el ser humano no puede llegar a conocer verdaderamente nada, no puede saber nada, y no podrá, por tanto, conseguir llegar a satisfacer ese deseo imposible. Porque ese deseo sólo es un vago reflejo imposible de lo que anhelamos. En su lienzo Friedrich consigue representar equilibrio y sorpresa. Equilibrio por la perfecta ejecución de la imagen, por el delineado y correcto arco que separa las dos visiones diferentes del mundo. Una de ellas inaccesible, sólo imaginable, porque debe ser maravilloso ese paisaje montañoso que no vemos, ya que ahora es todo negro, brumoso, tétrico y desolador. Y luego el otro escenario, la otra visión posible, ésta más cercana, verde, esperanzada y empequeñecida, la nuestra propia, llena ahora de luz y de colores, la única visión que, verdaderamente, podemos llegar a comprender. Pero también percibimos ahora la sorpresa, la admiración ante lo imposible que no vemos. Porque esto mismo, tanto la sorpresa como la admiración, son lo único que, con nuestros sentidos limitados, alcanzaremos a sentir ante un paisaje así de poderoso. Todo esto es lo que parece que nos dice ese arco iris imposible. Lo que se adivina aquí en un cielo sin sol: que sólo lo que se desea desde un pensamiento elevado podrá, si acaso, llegar a descubrirse. Aunque, eso sí, solo dentro de los limitados o efímeros sentidos de nuestro profundo y misterioso mundo interior.

(Óleo del pintor romántico Caspar David FriedrichArco iris en un paisaje de montaña, 1810, Museo Folkwang, Essen, Alemania; Imagen de un fotograma de la película Un lugar en el sol, 1951; Cartel de la misma película, 1951.)

14 de octubre de 2012

Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que haya soñado tu filosofía...



Europa resultó inusualmente fría durante aquel verano del año 1816, los pozos alemanes se congelaron en mayo y en agosto cayó nieve cerca de Londres. Un enorme penacho de gas y cenizas procedente de la erupción del Tambora, un volcán indonesio, atravesó el mundo. Fue la mayor erupción jamás registrada y, directa o indirectamente, cambiaría por entonces muchas vidas de manera irrevocable...  Efectivamente el año 1816 fue el año sin verano. La gran cantidad de polvo y cenizas que esparció a la atmósfera la erupción del volcán de la isla de Sumbawa en Indonesia, producida entre el 5 y el 15 de abril del año 1815, provocaron una alteración climática extraordinaria al año siguiente en Europa. La luz solar sería atenuada peligrosamente y la temperatura de la Tierra disminuiría en el hemisferio norte tanto como hacía muchos milenios atrás hubiera sucedido. Pero las consecuencias no sólo fueron climáticas por entonces... Unos seres humanos alumbrados por la pasión romántica de una época escindida por entonces entre la fría ilustración, la revolución fallida y la resaca reaccionaria posterior, llegaron aquel verano del año 1816 muy cerca de los Alpes suizos y tuvieron que refugiarse en una casa al calor de unos fuegos acogedores. Aislados por la nieve, se vieron obligados a permanecer guarecidos y calientes sin poder salir de su refugio. Esos seres fueron los poetas Byron y Shelley, la mujer de éste, Mary, y el médico de aquél, Polidori. Los cuatro, encerrados y resignados, decidieron entonces ocupar el tiempo en componer cada uno de ellos la historia más tenebrosa que se pudiera contar. 

Bajo esos momentos de sorpresa y temor la apuesta literaria de los cuatro se dejaría llevar ahora por el terror y el miedo. Los relatos debían procurar sentir las emociones propias de un mundo sobrehumano imposible de entender sólo con elementos racionales y lógicos. Todos escribieron su historia de miedo, pero, de aquella experiencia literaria, sólo una joven desconocida, Mary Shelley, conseguiría crear el relato de terror más famoso de todos, Frankestein o el moderno Prometeo. Sin embargo el poeta Lord Byron comenzaría también uno de sus mejores dramas poéticos románticos, Manfred, un relato de ficción que, aunque no llegara a conseguir tanta popularidad como el de Mary Shelley, acabaría siendo uno de los legados románticos más influyentes de esta subyugante, rompedora y arrebatadora tendencia artística. Contaba el filósofo y escritor inglés Bertrand Russell que cuando consideramos a los hombres no como artistas o descubridores, no como simpáticos o antipáticos sino como fuerzas influyentes en los demás, como cambio social en los juicios de valor o en las actitudes intelectuales encontramos que necesitaremos reajustar nuestra apreciación real hacia ellos. Entonces muchos personajes no sean ya tan importantes como nos hayan parecido antes y otros, sin embargo, serlo aún mucho más de lo que fueron. Entre los hombres cuya importancia es mucho mayor de lo que parecía, Lord Byron -decía el filósofo Russel- merecería un más alto lugar que el que tuvo.

A pesar de una infancia desafortunada y acomplejada además por una secuela física en su pie derecho, ofuscado por la separación de sus padres o por la crueldad de una madre exigente, pudo vivir como quiso gracias a la herencia fabulosa de un tío solitario. Enfrentado a sus iguales nobiliarios y a una sociedad rígida e intransigente, abandonaría Inglaterra con veintiocho años para no regresar jamás. Su pensamiento y lúcida idea de la vida expresados en su obra competiría con los más grandes pensadores de su siglo. Fue junto a Napoleón y Goethe uno de los personajes más influyentes de su tiempo. Nietzsche, el gran filósofo alemán,  que apreciaría especialmente al poeta británico, en uno de sus escritos nos dice el filósofo acerca de la verdad: El desarrollo de la humanidad nos ha hecho tan dolorosamente sensitivos que necesitamos el tipo más elevado de salvación y consuelo; de donde surge también el peligro de que el hombre pueda ahora morir desangrado por la verdad que reconoce. Es así como, años antes, Lord Byron escribía en su drama romántico Manfred estos versos con un sentido semejante: ¡Ah, el dolor debería ser la escuela del sabio! Las penas son conocimiento; los que más saben deberían deplorar más la fatal verdad; el árbol de la ciencia no es el árbol de la vida.

En su drama poético Byron retrataba a su héroe meditabundo fallido, desconcertado, resentido consigo mismo y torturado por la culpa. En Manfred Byron elige la personalidad para su protagonista de un admirado Fausto, aunque en esta ocasión atormentado más por el pasado y la culpa que por el futuro y la dicha. Describiría el poeta romántico con sus versos trágicos toda la sensibilidad metafísica inspirada en aquellos días desolados, momentos con los que, agotados por la sombra de una eterna, fría y oscura noche, sosegarían años después -en su recuerdo romántico- la sentida y dura existencia de su atribulada vida. A cambio, Manfred, su personaje atormentado por la culpa, no quería más sino olvidar ahora todo frente a cualquier posible o anhelado deseo poderoso. Porque es eso lo único que reclama el héroe byroniano frente a las altas cordilleras de los Alpes a los influyentes espíritus del Universo. Lo único que para él sería lo más importante o más necesario en este mundo: el olvido.

- La tierra, el océano, el aire, la
noche, las montañas, los vientos y
el astro de tu destino están a tus
órdenes. Hombre mortal, sus espíritus
esperan tus deseos. ¿Qué quieres
de nosotros, hijo de los hombres?,
¿qué quieres?

- El olvido.


(Fragmento de Manfred, del poeta Lord Byron, 1816)

(Óleo El canal de Chichester, 1828, del pintor Turner, donde describe en su lienzo el creador romántico inglés un atardecer inspirado ya en aquel año sin verano de 1816, cuando la luz solar fue matizada totalmente por una gran nube de cenizas, Tate Gallery, Londres; Cuadro El sueño de Lord Byron, 1827, del pintor inglés Charles Eastlake; Pintura Manfred y la bruja de los Alpes, 1837, del pintor inglés John Martin, Manchester, Inglaterra; Óleo Byron en su lecho de muerte, 1826, del pintor Joseph Denis Odevaer; Grabado con el retrato de Lord Byron, 1818, del litógrafo Henry Meyer y el ilustrador James Holmes, National Gallery, Londres.)

1 de octubre de 2012

La guía más misteriosa entre las oscuridades del abismo, la seducción más salvadora y entusiasta.



Las cárites fueron tres hijas míticas del dios griego Zeus que representaban la Belleza, la Juventud y el Esplendor. También todo lo alegre o amable de la vida con la creatividad y la expresividad más convincente y necesaria entre los dioses y los hombres. Su madre Eurinome era muy bella y hermosa y las cárites obtuvieron así sus gracias. Tenían las tres unas hermosas mejillas y resplandecían tanto sus ojos que de sus párpados brotaría ese tipo de amor que aflojaría las piernas de todos cuantos las mirasen. Eran unas diosas benéficas y mediadoras ante los dioses a la vez que inspiradoras del ingenio para las artes humanas. Se las relacionaba con Hermes, el dios de la oratoria poderosa. Por eso los griegos las representaban junto a este dios, como si los discursos necesitaran de lo bello, de lo seductor o de lo ingenioso. A la entrada de la antigua Acrópolis ateniense se situaba un gran relieve en mármol que mostraba cinco figuras juntas y caminando. La primera de esas figuras era Hermes, al que seguían luego las tres gracias o cárites. Pero detrás de ellas -cogido de la mano de una de las gracias- iba un pequeño dios, Yaco, que en la procesión de los misterios de Eleusis se dirige ahora hacia el abismo -el infierno griego- con una antorcha entre sus manos. Aquí, simbólicamente, la antorcha representa las tres cárites. De ese modo Yaco es la estrella que porta la luz de los misterios oscuros, siendo esta luz representada por las tres gracias. Se ha querido identificar al pequeño Yaco con el dios Dionisos, el semidiós alegre, misterioso y desenfadado, hijo de Zeus. 

Cuando en la procesión de los misterios dionisíacos era tomado por los sacerdotes de su santuario en Atenas para ser llevado hasta Eleusis -lugar mágico y místico en Grecia-, debía pasar Yaco antes necesariamente por el río Cefiso. Este río cercano a Delfos estaba consagrado a las tres Gracias, las cuales tenían además su propia celebración o día de caricias -de cárites-, aunque luego acabaría siendo llamada esta celebración día de las Gracias (la conocida fiesta pagana que ha llegado hasta hoy cristianizada como día de Acción de Gracias).  Los misterios ocultos de Eleusis estaban basados en la leyenda de la diosa griega Deméter. Cuando la hija de esta diosa de la tierra, la bella Perséfone, fuese raptada por el dios del inframundo Hades y llevada a los infiernos, el desequilibrio en la Tierra se dejaría sentir fuertemente. La diosa Deméter era la potestad fértil de la Naturaleza, de ella dependía el equilibrio natural de las cosas terrestres. Ante la búsqueda de su hija abandonaría Deméter sus vitales y sagradas labores terrestres. Esta situación no podía durar mucho, ya que la vida en la tierra no soportaría tanto tiempo sin su benéfica intervención. Se helaría todo continente en la Tierra, nada renacería ante la ausencia de la cálida y vivificante Deméter. Al final pudo reunirse Deméter con su hija y convencer a Hades de hacerla regresar a la Tierra. Pero no podía estar ella fuera del infierno mucho tiempo ya que Perséfone había tomado la semilla del fruto pérfido de una granada, un fruto que Hades le había ofrecido intencionadamente antes. Aquel que lo comiera no podía regresar a la vida para siempre. Así que se llegaría al acuerdo de devolver a la vida a Perséfone solo una estación -la primavera- de las cuatro estaciones del año.

En la representación de los misterios de Eleusis había que acudir obligatoriamente a un símbolo radiante, iluminador y creativo para dirigir adecuadamente el trayecto de los humanos hacia el infierno, para ir con seguridad al submundo de los muertos. Pero también debía tener ese símbolo radiante -las tres Gracias- la virtud de la elocuencia para poder seducir a los mortales a querer marchar hacia un abismo como ese. Estos eran unos logros que sólo las tres gracias podían realizar. Sólo ellas eran los únicos seres que los dioses podían enviar a los infiernos para acompañar a los hombres con seguridad. Porque gracias a su belleza, alegría, seducción y mirada fascinante calmarían a la divinidad malvada  del infierno, el temible Hades. El objetivo era convencer a este dios terrible con la dulce, seductora y bella inspiración de las Gracias y auxiliar así a los humanos durante el camino hacia el infierno. Tiempo después, cuando Roma hubo absorbido la mitología griega, se transformaría entonces aquel sentido de las tres gracias. Los romanos cambiaron el nombre de cárites por gracias. También los romanos dejaron de representarlas ya como un sólo concepto -el renacimiento o esplendor armonioso e inspirador de la muerte vertido por los griegos- y pasaron de ser tres igualitarias figuras -Juventud, Belleza y Esplendor- a convertirse en tres conceptos femeninos muy distintos, más acorde con la moral romana tradicional y conservadora. Acabaron siendo denominadas por los romanos como Castitas, Pulchritude y Voluptas, es decir, la Virgen, la Esposa y la Amante. Y de ese modo fueron imaginadas por los pintores romanos y medievales y luego por el Renacimiento y el Barroco. Entonces comenzaron a ser representadas desnudas, abrazadas y tomadas de la mano bajo un halo de mutua protección. Dos miran hacia una dirección y la tercera mira, sin embargo, hacia la contraria. De esta forma se acabaría simbolizando el desequilibrio más estable y esclarecedor de la moral familiar tradicional, un artificio social -la esposa y la novia frente a la vil amante- que serviría para sentar las bases morales de una robusta y eficiente sociedad matrimonial.

(Óleo de Lucas Cranach el Viejo, Las tres Gracias, 1531, Museo del Louvre; Pintura Las tres gracias, 1794, del pintor francés neoclásico Jean-Baptiste Regnault, Museo del Louvre; Escultura clásica griega, Las tres Gracias, Museo del Louvre; Fresco romano, Las tres gracias, Pompeya, Italia; Relieve Hermes y las Cárites, siglo V a.C., Museo de la Acrópolis, Atenas.)