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23 de abril de 2018

La frágil memoria del Arte en la injusticia de un legado artístico oculto en la historia.



La abundancia de grandiosidad o de lo más primoroso en un período concreto del Arte -la extraordinaria producción artística del barroco en la corte española durante el tercer cuarto del siglo XVII-, ha llevado en ocasiones a maltratar las obras menos aplaudidas o menos conocidas o menos celebradas o más desubicadas, luego de que su efusión, tal vez, no llegara a colmar las exigencias de un triunfo apenas por entonces persistente. Fue el caso del pintor español Benito Manuel de Agüero (1629-1668). ¿Qué hace que prosperen o no algunas obras o personas legitimadas en su Arte frente al excelso y meritorio, sin embargo, reconocimiento de los aparentemente más grandes? La desidiosa injusticia arbitraria de los hombres. También la irreverencia de la memoria, de una memoria ahora deslavazada e inconclusa consecuencia de los arraigados arquetipos tan convencionales de los hombres. ¿Dónde estará la celebración y la grandeza más auténtica? ¿En los perfiles sobrecogedores de una influencia sociológica? ¿Entre los estigmas inconfesables de una despiadada sombra psicológica? ¿En los trastornados afanes de la gloria encumbrada por raíces meramente decorosas o interesadas? ¿En las vagas elucubraciones subjetivas de personajes elevados sobre la universal y serena cumbre de las verdades más poderosas? Entre los años 1630 y 1670 se produjeron en España, concretamente al amparo de la corte real en Madrid, una grandísima cantidad de obras de Arte primorosas. Fue una excelsa escuela que llevaría con Velázquez, entre otros muchos, a ser una de las más grandiosas de la historia del Arte. En la nómina virtual de esa grandeza artística hubieron muchos pintores, conocidos algunos pero desconocidos muchos. Al final son sus obras, no ellos, los que reconocerán el sentido y la grandeza. Sin embargo, a veces sus obras no las reconocieron ni las cuidaron, ni las nombraron ni las asignaron lo suficiente como para que la memoria, que todo Arte requiere para serlo, venga para poder transmitir o asistir para siempre su belleza.

Pero, algunas creaciones artísticas no dejarán de tener la misma suerte que sus entornos. Para el Palacio Real de Aranjuez se crearon una serie de paisajes en la década de los años cincuenta del siglo XVII. Sería el pintor Agüero el que más composiciones de ese tipo crease para el real sitio de Aranjuez. Sin embargo, la decadencia española de aquellos años tristes para el reino, finales del siglo XVII, llevaría a deslustrar la memoria de algunas de sus obras. El propio Palacio de Aranjuez fue paralizado en su desarrollo artístico y arquitectónico. Solo hasta el año 1747 con el rey Fernando VI el Palacio no volvería a brillar con su belleza, como también el propio reino lo hiciera de nuevo por entonces. Pero antes de eso, alrededor del año 1700, se llevaría a cabo un inventario de las obras depositadas en ese Palacio real. Entonces se describirían todas aquellas obras y autores asignando el nombre de Benito Manuel de Agüero a muchas de sus obras. Pero pasarían los años, sus grandezas, sus rigurosidades estéticas y sus asignaciones recordadas o inciertas. El caso es que aquel inventario desaparecería entre legajos ocultados de miseria. Ahora, en el año 1794, otro nuevo inventario prosperaría al amparo de la desidia, de la negligencia o de la desmemoria. El pintor Agüero desaparecería de los nombres, de los títulos y de sus obras. El siglo XIX no bastaría para ser nefasto en otras cosas, en otras razones o en otras historias, también lo fue para esas creaciones de grandeza y originalidad artísticas, obras que, entonces perdidas y olvidadas, padecerían la oscuridad más infame tras la mera asignación de un frágil legajo de la historia.

Pasarían las glorias y las guerras, pasarían los deterioros y la decadencia, pasarían las reacciones y las revueltas, o las revoluciones y las pérdidas... Y, entonces, desapareció. La figura artística de Agüero se disolvería en la historia como sus bellos paisajes, deteriorados o descoloridos ahora por el paso del tiempo y la desmemoria. Así hasta que, bien entrado el siglo XX, durante el año 1933, dos historiadores rigurosos -Elías Tormo y Sánchez Cantón- recuperasen la verdad de aquel inventario desidioso y parcial. Recuperaron entonces la memoria, la grandeza, la sutileza, la extraordinaria originalidad, la anticipación y la belleza del Arte de los paisajes de Benito Manuel de Agüero. La belleza sugerida, la belleza enardecida, aquella que resultaba de cuidar y alentar más los colores y sus formas que los pinceles ilusorios, malheridos o desahuciados por la historia. No prosperaron antes sus matices estéticos porque no fueron reconocidos en el tiempo. Porque fue un reconocimiento malogrado, es decir, fue el reconocimiento que alguna vez tuvo en sus inicios pero que, luego, se malograría o difuminaría entre las veleidosas y maliciosas decisiones personales tan injustas. Porque entonces -siglo XVII- sí se verían y admirarían sus bellezas alegóricas, luminosas y compositivas, primorosas bendiciones de anticipación estética de una obra tan sutil como esa. Nunca los paisajes habían tenido una fuerza tan poderosa en la narración estética de una escena mitológica. Claudio de Lorena sería el pintor barroco que lo comenzara a engrandecer en Francia, pero en España pocos creadores habían adquirido esa grandeza. Nunca hasta entonces se habían pintado escenas marginando la narración conocida frente a otras cosas solo exclusivamente estéticas. Agüero destacaría en su obra Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago la mera gloria de la civilización con la fuerza ahora más poderosa de una naturaleza estimulante; también de la historia o la leyenda del hombre con la belleza refulgente de un horizonte ahora bellamente manifiesto; y además la magnitud exagerada de unos alardes atmosféricos tan excelentes con la pequeñez de las figuras o de los encuadres de una humanidad ahora apenas vertiginosa o nada reseñable.

Para una sociedad y una época -siglo XVII- de proliferación de obras religiosas esos paisajes narrativos -tan anticipadores- de escenas paganas, míticas, naturales o de fuerza desgarradora, hacían de las creaciones de Agüero un ejemplo de extraordinaria exposición de obras ahora con un especial cariz más humanista y natural, prerrománticos incluso, donde lo principal es subsumido ahora por la emoción de un entorno tan desgarrador como impresionante. En esta obra barroca el pintor seccionaría la historia así como la cultura que la sustentaba frente a la poderosa escena destacable de una naturaleza arrogante y fervorosa. Ahora los seres humanos son pequeñas criaturas que, para nada, pueden merecer el verdadero sentido estético de la historia. El Arte situaba así las cosas en su sentido justo, donde ahora la fatua actitud humana no puede más que ridiculizarse ante la grandeza de un universo tan dadivoso como estéticamente inigualable. Hasta los dioses lo sufrieron... En la obra Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas el pintor Manuel de Agüero cuenta la leyenda mitológica de Latona y sus hijos, los dioses Apolo y Diana, cuando son desatendidos por unos vulgares pastores. La inmensidad del grandioso paisaje natural sobrevuela ahora sobre las dogmáticas sombras de la leyenda mitológica. Ahora la belleza de esta obra encierra un mensaje diferente..., uno recurrido de primorosidad estética novedosa ante cualquier otra magnanimidad iconográfica más tradicional o clásica. Toda esa belleza anticipada y el artista que lo compuso fueron relegados por la ignominia cruel de una negligencia injustificable. Aquella relación inventariada del año 1700 quedaría olvidada, perdida y desolada por la desmemoria artística más imperdonable. Las autorías fueron confundidas, las obras mantenidas ocultas sin relieve, la memoria sin sustento y la belleza ahora velada y ausentada de glosa, cultura, sentido y permanencia.

¿Es que no pasará lo mismo con los nombres, los personajes y las historias? ¿Cómo saber que lo que sustenta una historia es lo que de verdad supuso y fue su gloria? Sólo quedará la memoria. Sólo sus obras..., apenas éstas vislumbradas en ocasiones por el reflejo desvaído de la desatención y la miseria. Pero también el recuerdo ligero, limitado, afanoso y desposeído de cierta grandeza que nos quedará ahora para tratar de comprender, así, la fortaleza de una decisión artística como fue la de -hace cuatrocientos años casi- componer por entonces una imagen como esa. Una imagen más llena de sentimiento humano que de gloria majestuosa. Una creación artística gozosa de belleza natural de un paisaje que motivará el espíritu del hombre a alcanzar las metáforas sublimes de un destino histórico, sin embargo, ahora sin mucho sentido primoroso. Porque es el sentimiento lo que primará ante las grandiosidades narrativas de un mundo artificial desposeído de belleza. Agüero lo intuiría. Como así adivinarían ya sus obras la fuerza del desatino ante las fragilidades de un sino insostenible de grandeza. En los años en que el pintor barroco compusiera sus obras, el grandioso imperio español comenzaría, balbuceante, un descalabro paulatino de su frágil fortaleza. Ese mismo descalabro que obtuvieran también con su nombre y creaciones el desconocido pintor barroco. Para cuando el Palacio de Aranjuez, sin embargo, alcanzara de nuevo su grandeza -segunda mitad del siglo XVIII-, para ese final del siglo más ilustrado, sus recuerdos artísticos proclamados -desde hacía cien años antes- de belleza acabarían ahora desmantelados ante la infame, insensible y desatenta negligencia. Y ya no existirían ni su nombre, ni su fama, ni su grandeza. Cruel realidad de una injusta y vil desmemoria. Pero, como el destacado celaje de su paisaje mitológico, vibraría de nuevo ahora, aunque desvanecido de grandeza, bajo el sol impenitente de una fiel historia descubierta. Porque unos historiadores entonces recuperaron su memoria, descubrieron su nombre, su Arte y su grandeza. Y ya nunca más nadie podrá mencionar ahora que, bajo aquellos reflejos barrocos dorados de grandeza, no existieron ni otros nombres, ni otros deseos, ni otros alardes, ni otras estéticas...

(Óleo Paisaje con la salida de Eneas del puerto de Cartago, c.a. 1650, del pintor español Benito Manuel de Agüero, Museo del Prado; Óleo Paisaje con Latona y los campesinos transformados en ranas, 1660, del pintor Benito Manuel de Agüero, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

22 de abril de 2017

Homenaje al tiempo y al espacio en el barroco español más desconocido.



El gran pintor español Velázquez no solo nos dejaría las obras maestras más extraordinarias, también un legado artístico sorprendente en su discípulo más cercano y querido: Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667). Casado con su hija Francisca de Silva, Martínez del Mazo aprendería todo lo que su suegro pudiera enseñar a un hijo. Y así acabaría pintando como Velázquez, tanto que fue difícil distinguir la autoría de algunas de sus obras. En el año 1660, el mismo año en que fallece Velázquez, Martínez del Mazo pinta una obra que nos hace ver la original magia creativa que este pintor -tan desconocido por haber vivido a la sombra de un genio- tuviese en las fronteras barrocas más subjetivas del Arte. Unas particularidades que a veces ofrece el Arte a algunos de sus pintores inspirados. Paisaje con Mercurio y Herse es una obra que, al pronto, no despierta mucho interés plástico: las figuras parecen estar apenas esbozadas, los colores brillan mortecinos, la atmósfera rezuma intrigante...  ¿Qué puede haber de atractivo en una visión tan oscura de un arte clásico sin muchas pretensiones? Basado en la leyenda mitológica de Hermes -Mercurio en Roma- y Herse -una bella joven ateniense-, el pintor español compuso un paisaje donde glosaría dos conceptos muy abstractos: el tiempo y el espacio.  Para nada, como justificaba la leyenda,  vemos el amor de Mercurio por Herse, tan solo insinuaría el pintor el destino de los seres -de todos los seres- como el único escenario y sentido del mundo.

Es una creación algo atrevida para entonces, pleno momento barroco español, un periodo más propio de obras solemnes, épicas, heroicas o de grandes gestas. Pero esto mismo nos ayudará a elogiar aún más la tan afición artística de la monarquía española de Felipe IV, mecenas del pintor. Toda obra de Arte, gustase o no, fue apreciada por este rey hispano. Porque la escena de Martínez del Mazo representaba un templo en ruinas... ¿Quién se hubiese atrevido a pintar algo así en un momento tan poco alentador para la monarquía hispana? Tanto las guerras europeas como los levantamientos territoriales hicieron de ese año 1660 un anno terribilis para España. Pero Martínez del Mazo, a pesar de eso, o tal vez por eso, llevaría su obra a cabo pintando un paisaje donde ahora el espacio -la naturaleza feraz- y el tiempo -como elemento fenecedor- culminarían el sentido de su obra barroca. Según la mitología, Mercurio decide ir veloz a ver a su amada Herse -la figura de él aparece cayendo desde un cielo ofuscado- cuando ésta, una bella ateniense, se postra resignada ante las puertas de un ruinoso templo griego, ahora cubierto en parte de agrestes plantas trepadoras. La leyenda cuenta cómo su hermana Aglauro trató de impedir ese amor por despecho, pero el dios mensajero conseguiría evitar la estrategia envidiosa de Aglauro convirtiéndola en una vana piedra oscurecida. Sin embargo, nada de todo eso veremos reflejado en la obra. Es más, sin conocer el título de la obra nada sabremos de la leyenda en que se inspira. El paisaje solo nos expone tres cosas: unos seres humanos deslavazados e imprecisos, una Naturaleza usurpadora junto a un gran edificio rotundo -el espacio poderoso y feraz contenido de un mundo- y, por último, un tiempo maldecido y oscuro entre las sombras -con las ruinas apenas visibles por unas plantas favorecidas por el paso del mismo-. 

Como reflejo de un sentido poético que el siglo de Oro español mantuviese en su literatura, Martínez del Mazo expresaría aquí la finitud del tiempo -nada mantendrá su gloria eterna- y del esplendor del mundo -de la Naturaleza y del espacio que nos condiciona- para exponer su personal visión de un destino poderoso frente al frágil hombre. A pesar del esfuerzo meteórico del veloz dios Mercurio en llegar, el templo grandioso no volverá a refulgir o brillar como tiempo antes lo hiciera. No hay tiempo ya para eso. El pintor lo dejaría claro en la caída del dios y en la visión ruinosa del templo, ambas cosas visibles en un mismo instante. Y todo esa visión a pesar de la perspectiva grandiosa del magnífico edificio heleno, un monumento que ocupa aquí casi todo el espacio de la obra. La decrepitud y la distancia sucede ahora justo a pesar de lo grande y hermoso que el templo y el momento hubiesen ya sido antes. El pintor español -yerno de Velázquez- llegaría a ser nombrado en el año 1643 pintor de la casa del príncipe Baltasar Carlos, heredero grandioso, pero maldecido, de la monarquía española. Este príncipe fue la maravillosa promesa de un futuro esplendoroso para el reino hispano. Una promesa que acabaría con la muerte, tres años después, de este esperanzador mesías hispánico. Luego del fallecimiento de su hijo, el rey enviaría al pintor a componer paisajes de ciudades o de vistas gloriosas de los lugares más alejados del reino. Unas obras espléndidas de belleza y corrección artísticas, pero sin sentimiento alguno expresado entre sus trazos. Así hasta que en el año 1660, cuando la corte llorara la desaparición del mayor pintor del reino -Velázquez-, Martínez del Mazo se decidiera a pintar una obra diferente. Una creación artística que nada glosaría ni elogiaría ni consagraría al Arte como se hubiese hecho antes con suma Belleza... Solo quiso el pintor español homenajear apenas lo único que determinaría más la vida de los seres humanos: el destino inevitable.  Un destino condicionado ahora, sutilmente, tanto por el espacio poderoso que nos sostiene como por el paso inevitable y efímero de un tiempo insobornable.

(Óleo del pintor Juan Bautista Martínez del Mazo, Paisaje con Mercurio y Herse, 1660, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

16 de septiembre de 2016

La idealización es la esencia innata por aglutinar lo imaginado en un único momento de esplendor.



A mediados del siglo XIX los pintores estadounidenses necesitaron encontrar su sentido artístico en el mundo. El Romanticismo fue la tendencia que más arraigaría en los Estados Unidos -coincidió con su inicio como país-, sobre todo gracias al gran creador de paisajes que fuera Thomas Cole (1801-1848). Su influencia llegaría a muchos colegas que vieron en esa forma de crear paisajes el mejor modo de expresar ahora emociones pictóricas. Pero no eran trazos de Romanticismo exactamente lo que ellos hacían. No habría desgarro romántico, no habría fuerza tenebrosa o no habría emociones heroicas en sus obras. Sí había, a cambio, una extraordinaria manifestación natural en sus paisajes, una muestra efusiva ahora de naturaleza feraz y magnánima. Pero de una naturaleza, sin embargo, que no influiría en la suerte vital o existencial de los humanos, tan sólo en la representación de su belleza. Y de este modo surgiría la Escuela del río Hudson, una tendencia pictórica que llevaría a algunos pintores americanos a recrear los hermosos y fieros paisajes de su país. Pero, también fue una reacción espiritual al avasallador impulso de la cantidad de descubrimientos científicos llevados a cabo en esa época positivista. 

Frederic Edwin Church (1826-1900) llevaría esa obsesión sentimental de fijar imágenes grandiosas de paisajes al sentido más armonioso de compaginar una escena natural con la emoción más íntima. Un romántico, pero sin serlo del todo en absoluto. Quizá venga bien analizar a este creador tan sutil para distinguir el Romanticismo de algo que podríamos llamar algo así como Intimismo, si es que se puede utilizar este término para señalar una tendencia pictórica romántica. El Romanticismo se puede considerar como la manifestación de la esencia interior permanente del ser humano llevada a enfrentarse a la efímera fuerza de una naturaleza indomable. El Intimismo, a cambio, podría definirse como la fuerza expresada de una naturaleza permanente enfrentada a una idealizada esencia interior sentida ahora, sin embargo, de un modo efímero. La sutil diferencia en ambos casos es la medida del momento sentido por la esencia interior del ser humano. En el Intimismo la fugacidad del momento de su emoción interior es infinitamente mayor -su fugacidad no su esencia- que en el Romanticismo. Durará poco esa sensación íntima frente a la emoción más poderosa del entorno natural. Y esto es así porque el supuesto Intimismo sería un sentimiento más íntimo o pudoroso a diferencia del impúdico sentimiento romántico. Pero, a cambio, la fuerza expresiva de la naturaleza en el Romanticismo es más fugaz que en el Intimismo. En el Romanticismo durará menos el impacto natural que la propia emoción personal de los seres. En el Romanticismo no existe pudor alguno con la emoción personal, a diferencia del Intimismo, que prefiere desnudar la naturaleza antes que la emoción.

Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.

En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.

Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.

(Óleo El mar Egeo, 1877, del pintor norteamericano Frederic Edwin Church, Metropolitan, Nueva York.)

5 de mayo de 2016

Las distancias y sus paradojas en el espíritu humano: a más de aquéllas menos distancia...



Para describir paisajes, el Arte fue un instrumento imprescindible antes de existir la fotografía. Países imperialistas como Gran Bretaña utilizaron pintores aventureros o exploradores para retratar las imágenes exóticas y grandiosas de su dilatado mundo colonial. Uno de ellos lo fue el pintor William Hodges (1744-1797). Embarcado en el segundo viaje del explorador James Cook, recorrería todo el océano Pacífico durante los años 1772 a 1775, navegando desde Ciudad del Cabo hasta la lejana Antártida. Los paisajes exóticos de Hodges consiguieron plasmar por entonces todo lo que se requería expresar para crear una ilustración de la vida, de las costumbres o de la etnografía de los distantes y distintos lugares visitados por él. Pero, también otra cosa muy diferente sorprendería a un público asombrado: su novedosa forma estética de pintarlos. Alcanzaban sus obras a describir escenas palpitantes, tan llenas de fuerza como de una extraordinaria luminosidad para el contraste, algo que los románticos posteriores, pero no sólo ellos, llevarían luego a su máximo esplendor artístico más emotivo. Sin embargo, Hodges, un pintor de género, de paisajes contratados o de descriptivos escenarios imperiales, llegaría a humanizar muy sensiblemente todo ese útil encargo ilustrativo. Consiguió que el posible observador, además de admirar el simple paisaje explorado, amara también el lugar y sintiera la fuerza de una atmósfera poderosa en cada claroscuro o color señalado de un paisaje grandioso, exótico, distante y puro.

Tres años después de regresar del Pacífico sur, Hodges sería contratado por el inventor y creador de la India británica, el oportunista gobernador Warren Hastings (1732-1818), para viajar al subcontinente asiático y recorrer sus paisajes y pueblos tan desconocidos. De aquella experiencia hindú, el pintor William Hodges llevaría a cabo muchas pinturas que embelesarían el imaginario británico y harían por conocer y descubrir aquel subcontinente. De uno de sus viajes al noreste de la India, donde el clima es más suave y menos duro, el pintor inglés acabaría inmortalizando, en un lienzo maravilloso, el paisaje sublime de las colinas de Rajmahal...    En el museo Tate Gallery de Londres se encuentra el subyugante cuadro. Una obra de Arte que, como su autor, pasaría sin llegar a ofrecer toda la especial grandeza espiritual de lo que el mundo se perdería sin ello.  Es de esa clase de obras que uno no puede pasar sin detenerse. Extraordinaria composición, que refleja emocionantes contornos abiertos y grandiosos. Una obra donde la simple visión de un paisaje rutilante es  ahora aquí, además, otra cosa diferente. Lo es gracias al encuadre tan mágico que el pintor desarrollaría en la composición tan grandiosa de su lienzo. Lo es también porque parece un espacio idealizado expresamente para advertir eso, es decir, un espacio recreado de la nada para poder componer una escena sugestiva, exótica y espiritualmente estimulante. Por que, para observar el horizonte poderoso del lejano relieve de las colinas de Rajmahal, no era necesario que elevara el pintor tanto el encuadre de su obra. Sin embargo, el perfil elegante, esbelto y majestuoso de la palmera india obligaría a elevar la distancia del suelo, haciendo así del bello cielo una justificación muy necesaria en su obra para el que lo vea. 

La obra se titula Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal.    Todo esto que dice el título de la obra reflejar -la tumba y las colinas- es lo que menos veremos ahora con claridad... Tal vez, porque seamos occidentales y no entendamos nada de la India, o, tal vez, porque el pintor también lo fuera. El caso es que en este bello paisaje hindú lo que percibiremos más serán las dimensiones espaciales, las distancias entre las cosas o el distanciamiento entre ellas, algo apenas establecido solo físicamente. Porque la figura del pastor solitario, sentado ahora  lejos de su ganado, está distante aquí de todo: de la tumba de la izquierda, de la palmera necesaria, de la construcción ruinosa a su espalda, o de la lejanía de un horizonte infinito.  De sí mismo, también, incluso. Nada ahí está cerca de nada. Pero, sin embargo, nada, de toda esa lejanía aparente, traspasará aquí la sensación interior más necesitada de una hipotética mirada.  Porque hasta la posición desde la que el pintor observa su escenario, es una posición que posibilitará el dimensionado lejano de las cosas... Desde ese hipotético lugar, que es el mismo lugar de los virtuales observadores de ese paisaje -de nosotros mismos-, se ven ahora así todas las cosas alejadas de este profundo paisaje silencioso. Porque todo estará ahí distante ahora de todo, todo se adimensionará en la obra, y lo hará de una manera lejana, misteriosa, inmensa, pacífica y sensible. 

Porque tan sólo el espíritu es aquí ahora el destinatario de esas formas o distancias de las cosas, esas que están y no están ahí representadas. El pintor fue un artista ilustrado de su época, un ser aséptico, explorador, que viajaría queriendo descubrir tan solo las cosas más exóticas del mundo, y, sin embargo, acabaría simulando en esta emotiva obra hindú ese espíritu sentimental que el Arte comenzara a latir, tiempo después, más claramente. Porque el pintor no fue un romántico, o no lo dejaron ser o él tampoco quiso. Describió solo las cosas que pasaban ante sus ojos de un modo racional, retratando el mundo que él viese en sus viajes, y mostrando  la vida y sus efectos naturales y terrenales. Nada más. Sin nada más. Y así lo hizo hasta que expusiese en Londres, a finales del año 1794, unas obras muy diferentes: Los efectos de la paz y Los efectos de la guerra. A comienzos del año siguiente, cuando Inglaterra declarase entonces la guerra a la Francia napoleónica, esas obras de Arte antibelicistas comprometieron al pintor y su carrera fatídicamente. Ordenaron que la exposición se cerrara para siempre, y la fama del pintor Hodges comenzaría a declinar lamentablemente.

Tiempo después, a principios del año 1797, retirado el artista en el suroeste de Inglaterra, una crisis bancaria ese mismo año arruinaría al pintor de los paisajes imperiales, exóticos y lejanos. Pocos meses después moriría de alguna terrible enfermedad desconocida. Aunque los rumores por entonces denunciaron que, tal vez, el láudano hubiese tenido algo que ver en ese distanciamiento voluntario de la vida. Como hiciera una vez con aquellos paisajes explorados... O como sus inmensos encuadres alejados insinuaran en su obra, unos horizontes alejados pero sin distancias interiores, o sin necesidad de ocultar, con ellos, nada bajo la profusa confusión aparente de las cosas; de esas cosas que se anteponen a otras, que se oposicionan a otras, que se trastocan por las aristas tangenciales de algo que no dejará de ser lo que son, lo que verdaderamente son, para nosotros. Lo que, únicamente, desde un espíritu sosegado y distante se pudiera participar de todo lo vivido y de todo lo representado en el mundo: de lo propio y de lo ajeno, de lo grande y lo pequeño, de lo acabado y lo eterno, para siempre...

(Óleo Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal, 1782, del pintor británico William Hodges, Tate Gallery, Londres.)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

28 de diciembre de 2015

El paisaje como motivo de vida y de inspiración, de sentido artístico y poético.



Cuando los seres humanos desean triunfar en un mundo que sólo se ofrecerá a los elegidos, la manera más segura de conseguirlo es dedicarse a una sola cosa de todas. ¿Qué es triunfar? ¿Existe realmente también el concepto de elegidos? Es tan oscuro el asunto como llegar a comprender la diferencia entre un genio y alguien que, exactamente, no lo es. A comienzos del siglo XVII nacería un ser humano tan vulgar como cualquier otro en el ducado francés de Lorena. Este ducado fue independiente de Francia hasta el año 1766. Es curiosa la historia de Lorena para entender la historia de Europa. Cuando ahora hay territorios -en este caso un condado, lo único que fue Cataluña- que se quieren independizar a comienzos del siglo XXI, ya existieron ducados, un territorio jurídicamente mayor que un condado, que dejaron de ser independientes en el siglo XVIII. ¿Se entiende eso? Claudio de Lorena (1600-1682) quedaría pronto huérfano de un campesino acomodado de Luneville y acabaría acompañando a su hermano mayor a Friburgo de Brisgovia, en el suroeste de Alemania, una región muy cercana a Lorena. Su hermano era escultor y acabaría enseñando a dibujar al joven Claudio sin muchas pretensiones. Pero debía el joven Claudio ganarse la vida y, como los loreneses son famosos pasteleros, marcharía pronto a Roma para trabajar en su  oficio confitero. Sin embargo en la artística Roma tuvo la suerte de entrar al taller de un pintor que, aunque no muy famoso, le enseñaría por entonces las sutilezas del bello Arte de la pintura. A Claudio de Lorena le empezaría a gustar el oficio de pintar sin saber que terminaría por hacerlo durante el resto de su vida. Pero, entonces, ¿lo eligió él o fue él el elegido? Aunque sí hubo algo que él eligiera por entonces para, al menos, poder triunfar... Decidió dedicarse a pintar tan sólo en una única temática específica en la que acabaría siendo el mejor artista que pudiera conseguir con ello la excelencia. Y eligió solo pintar paisajes, nada más que paisajes, sólo paisajes, los mejores, los más sensibles, los más poéticos, los más elaborados, o los menos paisajistas del mundo...

¿Qué hay de especial en los paisajes del barroco Claudio de Lorena? ¿Barroco, él? Pero, ¿cómo es posible que eso que él pintaba sea barroco? Pero, ¿el Barroco no era otra cosa? ¿No era pasión, fuerza, embrujo desgarrado, colores contrastados, error humano, asalto pasional o losa despiadada de una curva ladeada, ensartada y moldeada por la fatalidad, el desequilibrio o la vulgaridad más bella del mundo? Sí, ¡claro!, pero, además también era clasicismo, el clasicismo de los bellos paisajes barrocos de Claudio de Lorena. ¡Qué barbaridad! No hay manera de entender el Arte. Pero es que el Arte es sobre todo deseo humano creativo, y nada tiene que ver que ese deseo haya sido inspirado en un periodo temporal artísticamente concreto o no. Por eso mismo el pintor de Lorena fue artísticamente inteligente. ¿Pintar como lo hacían Velázquez, Rembrandt o Rubens? Imposible para triunfar. Toda una lección de vida inteligente para, al menos, poder vivir del Arte. Y lo consiguió. Fue un elegido, todo un genio del Arte que, para triunfar, decidió dedicarse solo a una cosa en el Arte: pintar paisajes. No hacer lo que hacían los demás, sino lo que él sabría hacer mejor, lo que entendió como la mejor poesía estética que pudiera componerse en un lienzo. Aquí vemos dos muestras de su maravillosa pintura. También habrá ahora que elegir... ¿Cuál de los dos paisajes es el mejor? Uno es la obra titulada El pastor y ubicada en la National Gallery de Arte de Washington, D.C. El otro es el denominado Paisaje con las tentaciones de san Antonio y está expuesto en el Museo del Prado. Dos obras muy contrastadas: una por el sentido bucólico y otra por el sentido sagrado. Una por el color luminoso, brillante y sosegado y otra por el oscuro tenebroso, ensoñador, misterioso, terroso y opaco de su claroscuro seductor. En ambas la poesía de la imagen es llevada al máximo de representación estética de una obra barroca. ¿Hay en estas obras otra cosa que no sea sensibilidad poética en las equilibradas líneas de un paisaje profundo, grandioso, exorbitante o mágico? No hay otra cosa más que lirismo. Eso es lo que fue Claudio de Lorena, el mejor poeta-pintor del Arte del paisaje. Nadie lo hizo como él, nadie consiguió hacer todo eso: clasicismo y poesía, brillantez y claroscuro, renacimiento y barroco, naturaleza y humanidad. Porque en los paisajes de Claudio de Lorena siempre hay seres humanos, no entiende el pintor un paisaje sin ellos. No hay paisaje representado sin hombres para Lorena. ¿Qué sentido tiene el paisaje si no es para vivir el ser humano en él?

En su lienzo El pastor el pintor francés compone el amanecer -porque debe ser un amanecer- más extraordinario que un paisaje pudiera tener en un cielo pintado. Es ahora la fuerza del amarillo la que surge para alumbrar la vida y los pensamientos metafísicos del pastor. Pero, en la vulgaridad de la figura de un pastor, no un héroe o un gran personaje, es donde veremos mejor ubicar ahora el sentido del barroco. El pastor es ahora un simple personaje desconocido, ningún héroe o sátiro de leyenda mitológico, seres éstos más propios de la temática del Renacimiento. Pero en todo lo demás es clasicismo. Es decir, es perfecta composición clásica en un entorno natural equilibrado. ¿Hay algo en esta obra fuera del sentido perfecto y equilibrado de una vida o de una estética clásica? El otro lienzo, Paisaje con las tentaciones de san Antonio, tiene reminiscencias más clásicas aún. Ahora vemos un claustro derruido compuesto de columnas y arcos renacentistas, propio de un momento histórico en la humanidad más primoroso o más ajeno a lo vulgar o más sencillo. ¿Y qué menos vulgar ahora que un santo, un ser que lucha por vencer sus tentaciones? Ahora no hay súcubos ahí, ni mujeres ensoñadoras o lujuriosas que tienten al hombre santo. Tampoco ningún mono o flores o cosas exornadas y curiosas que distraigan al santo de su acontecer místico. Ahora sólo una luz divina se vislumbra entre las nubes tormentosas que dejarán ver el perfil más humano del santo. Detrás y lejos se aprecian vagamente otros seres humanos diferentes a él, unos hombres alejados de la verdad o de la visión más consoladora que de una bella y empequeñecida luz pudiera un paisaje contener.

(Óleos de Claudio de Lorena: Cuadro El pastor, siglo XVII, National Gallery de Arte de Washington, D.C.; Lienzo Paisaje con las tentaciones de san Antonio, 1638, Museo del Prado, Madrid.)

6 de mayo de 2014

La esencia oculta de las cosas es la finalidad del Arte, la de la vida, sin embargo, su razón...



Decía el filósofo Aristóteles que la finalidad del Arte es dar cuerpo a la esencia oculta de las cosas, no copiar su apariencia natural. Cuando en algún momento del Renacimiento el paisaje alcanzó a tener más sentido que un mero decorado, el pintor Pieter Bruegel el viejo (1525-1569) sería uno de sus más extraordinarios impulsores clásicos. Pero, a diferencia de los otros, de los que magnificaron el paisaje sin más, Pieter Bruegel fue más allá hasta llegar a alcanzar con sus paisajes esa esencia oculta que el filósofo heleno destacase como una finalidad del Arte. Con motivo de un encargo sobre los cambios estacionales del año, Bruegel realiza una serie de cuadros que los representan con paisajes. No se sabe si representó todos los meses del año individualmente o cada dos, aunque cada vez se acepta más que crease solo seis obras en total, idealizando así dos meses emparejados que ofrecían, con el cambiante clima septentrional europeo, las sutiles diferencias que otros climas menos duros no tuvieran tan marcados. Pintaría el pleno invierno (Cazadores en la nieve) representando los meses de diciembre y enero; el transitorio invernal (El día oscuro) con los de febrero y marzo; luego el primaveral abril y mayo, obra que se acabaría perdiendo; el veraniego junio y julio (La siega de heno); el final del estío, con agosto y septiembre (La cosecha); y el otoñal octubre y noviembre (El regreso del rebaño). De todas estas obras se considera a Cazadores en la nieve una de las mejores creaciones de paisaje -en pleno momento renacentista además, donde no abundaban los paisajes- de toda la historia del Arte.

La pintura es muy extraordinaria porque su originalidad, su composición, su color, su sentido emotivo, misterio y grandeza son elementos estéticos que destacan en ella y la hacen una de las mejores obras del Arte renacentista. Un decorado invernal absolutamente nevado, congelado más bien, señala lo más destacado del plano de la imagen artística. Debía ser así para poder representar mejor los crudos y blancos meses invernales de Europa central. Como es habitual en Bruegel -y en el Renacimiento-, el paisaje se extiende ahora en la obra hacia el infinito. ¿Qué se ve al final?: el paisaje idealizado propio de la fantasía imaginativa del creador, no el de una vida real ni el de una geografía conocida. Un paisaje que llega aquí incluso hasta las últimas cordilleras alejadas de un horizonte desolado. Pero, antes veremos una población de seres humanos que viven y disfrutan de su mundo invernal, un lugar inhóspito desde donde esos mismos seres deben además prosperar para vivir... Y así los pinta el creador flamenco: adaptados, calentándose con un fuego improvisado, o relajados, divirtiéndose en el hielo gris-verdoso de sus riveras congeladas,  o inspirados, provocando alguna pesca bajo el hielo poderoso... Confiados todos de que el duro clima invernal no les hiciera desesperar con sus carencias. Pero no es tan simple todo porque el sentido de los momentos temporales -siempre termina por acabar lo duro, sin embargo- no lo hace la naturaleza sino para ella misma, para su único, cíclico y visceral sentido telúrico, importándole muy poco o nada los seres que ella disponga a su antojo para obligarles así a sobrevivir.

Aun así, los humanos representados en la obra confiarán en que las cosas avancen. Ellos esperan sosegados, por ejemplo, el triunfo de unos hombres que, desde muy temprano, marcharon de caza. Pero no, esta vez no se cumplirá porque regresan sin ninguna caza. El pintor flamenco sitúa a éstos en su lienzo muy cercanos a nosotros, a los que, sorprendidos ahora, veremos asombrados el cuadro. No sitúa así a los otros seres, a los confiados, a aquellos que esperan tranquilos el regreso de los cazadores. El creador los sitúa ahora alejados de nosotros, mucho más que cualquier otra cosa del paisaje. Los cazadores están pasando ahora por el encuadre más elevado de la obra, van cabizbajos, cansados, defraudados o enojados por el mismo sendero recorrido de antes... Se dirigen hacia donde les esperan los otros, los que ahora, jubilosos y alegres, están persuadidos de que traen caza. Pero, sin embargo, nada traen los cazadores, apenas un pequeño zorro muerto cuelga de la espalda de uno, los demás nada llevan en sus zurrones. Esta es la crudeza del invierno y su añagaza desidiosa para con los hombres. La obra de Arte es genial en sus alardes compositivos y estéticos tan originales. Por ejemplo con los enhiestos y deshojados árboles que señalan el camino de los cazadores, plasmado desde una perspectiva cercana. Vemos el descenso exagerado de la colina nevada, un plano inclinado que cae bruscamente, creando una ruptura  estética con el plano subsiguiente, ese otro espacio geográfico-artístico alejado, desde donde los otros seres esperan ahora confiados. ¿Qué mensaje latente oculta el sentido de la obra? Pues que, a pesar de la crudeza de la realidad, es todo un canto a la vida, a las cosas hermosas de la vida, a su propia dureza, pero, también, a su extraordinaria grandeza y esperanza...

Nadie aparte de los cazadores, salvo nosotros y algún personaje en el fuego de una hoguera de la izquierda, sabe aún nada de la frustrada jornada de caza. Los cazadores lo habrían intentado como siempre, como en otros días invernales que, arrostrados por una fuerza humana poderosa, partieran seguros y confiados de poder alcanzarlo.  Y el pintor Bruegel no grita expresivamente nada aquí, sin embargo, para denunciar la terrible desolación de la vida. No necesita hacer nada de eso para hacernos saber que la vida descansa bajo una ineludible promesa: la de que sobrevivir es a veces la única forma de vivir que tenemos. En otra de sus obras sobre estaciones anuales, en concreto la de los meses de febrero y marzo, llamada El día oscuro o El día tormentoso, representa también el pintor parte de ese profundo desconsuelo. Pero es menos emotiva o más confusa esta obra porque su fuerza iconográfica radica en la falta de luz, en una tenebrosidad inspirada por su falta de luz, que en cualquier otra desolada emoción apenas vislumbrada... Al igual que en el anterior paisaje, Bruegel no muestra ninguna estrella portadora de luz. Ahora es un mundo sin estrellas también, pero, a diferencia del otro, es además un mundo tormentoso. Solo la calidez del color ocre, tan abundante, compensa la frialdad de un paisaje nebuloso, frío, húmedo y desapacible. Los pocos hombres que vemos laboran agrupados, cooperando todos entre sí. Sin embargo, los barcos lejanos naufragan disipados en la levantisca ensenada tormentosa. Todo está aquí ahora abandonado, nada puede sobrellevar el cruel tiempo desolado, imposible poder disfrutar aquí como en la otra obra sucedía con algunos personajes. ¿Entonces, todo está aquí verdaderamente desolado? No, no todo lo está. Hay algo que no aparece tan abandonado en la obra. Existe un pequeño gesto desafiante en el cuadro, algo que el pintor se permite destacar sutil y emotivamente. Es el gesto estético esperanzado de un ave blanca volando a través del cielo encapotado. Es aquí la pequeña, segura y confiada imagen de una gaviota volando sobre ese terrible cielo tormentoso. Con este pequeño gesto el pintor expresaba así su certeza, su maravillosa certeza, tan humana, de que las graves tormentas acabarán siempre en nada. Que pronto el resplandor de la vida alumbrará la mañana, que la luz del sol -estrella aquí ahora inexistente- aparecerá luego, sigilosa, detrás de alguna montaña. Que el sentido de todo resurgirá, nuevamente, con el propio sentido del cambio estacional. Así mismo, como se viera en la esperanzada obra de antes. Así mismo, como el impulso anheloso que lleva a los hombres a volver a emprender, sin pensar, saber ni llegar a entender nada, otra nueva, confiada y querida jornada de caza...

(Óleos del pintor flamenco del Renacimiento Pieter Bruegel el viejo: Cazadores en la nieve, 1565, y El día oscuro o El día tormentoso, 1565; Fragmento de El día oscuro, donde se aprecia mejor el vuelo esperanzado de la gaviota; Ambas obras de Arte ubicadas en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

11 de septiembre de 2013

El arte de no ver más que el valor estético, emotivo o creativo de las obras.



El filósofo griego Epicteto (55-135) nos dejaría una frase interesante para comprender, o mejor dicho tratar de comprender, lo que la vida y sus cosas nos puedan suponer en ocasiones: No nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos acerca de lo que nos sucede. En el Arte esta sentencia puede sernos muy clarividente también. ¿Qué nos dice, al pronto, una obra cuando la vemos meramente? Y, luego, ¿qué nos dirá esa misma obra cuando ahora nos decimos -o nos dicen sobre todo- cosas no artísticas de la misma que puedan condicionarla o mediatizarla? Ese es el difícil reto del conocimiento artístico. Éste ahora muy parcial de la visión de una obra participada así por el sesgo crítico parcial de algunos aspectos que no tienen nada que ver con lo artístico propiamente. Uno de los primeros estudiosos del Arte lo fue el alemán Winckelmann (1717-1768). Dejaría escrito que en el Arte griego se podían separar cuatro períodos históricos: el antiguo, el sublime, el bello y el decadente. Cuatro aspectos de la creación artística en una cultura o civilización que puedan extrapolarse ahora, por ejemplo, a la época del Arte occidental. El período sublime en este caso comprendería el pleno Renacimiento; el bello el inmediatamente posterior, lo que fue el Manierismo y el Barroco; y el decadente el siglo XVIII y etapas artísticas subsiguientes (el periodo antiguo lo sería el anterior al Renacimiento).

Es decir, que desde el año 1750 en adelante se ha vivido en el Arte occidental una completa, desgarrada y fascinante decadencia. Esa decadencia que habría contribuido a utilizar el Arte para proyectar algo más que una emoción de belleza sobrecogedora o gratificante. Hasta hoy en día se ha llegado a utilizar el Arte a veces como un elemento de confrontación política o histórica. El Museo del Louvre organizó meses atrás una exposición del Arte alemán comprendido entre los años 1800 y 1939. Un periodo tendencioso además; un tiempo donde ni siquiera existía Alemania como país en la primera mitad de ese periodo. Los medios alemanes criticaron la muestra, la consideraron como una forma de proyectar el estigma histórico sufrido por Francia -país organizador de la exposición- a manos de un imperio alemán surgido al ritmo de manifestaciones artísticas de un movimiento pangermanista. El historiador de Arte suizo Heinrich Wölfflin (1864-1945) había defendido una forma de entender el Arte que parece interesante de tener ahora en cuenta. Introdujo una forma de acercarse al Arte a través del método comparativo, es decir, de comparar unas obras contra otras obras, no de unas ideas contra otras ideas. Por otro lado, Wölfflin no estaría interesado en la vida ni en la opinión ni en el criterio de los artistas. Hasta el punto de proponer una historia del Arte sin nombres, aunque, eso sí, apoyaba el origen cultural o nacional de las obras artísticas. Por esto se puede hablar de un arte alemán o italiano o ruso, pero no significará tanto qué fenómeno sociopolítico sino mejor qué estilo artístico se encuentra detrás de cada obra.

El Arte debería hacernos emocionar ante la visión creativa más genuina o ante la construcción de una bella forma, pero, además, procurarnos inspirar así sentimientos de cercanía espiritual -desde una perspectiva humanista- con todo lo que tiene de humano una creación artística. Alguna obra  puede conseguirlo maravillosamente (sublime, bellamente), y otras con ese amplio y sorprendente modo de impresionarnos o no (decadencia) que es tan legítimo y apropiado en el Arte. Pero, desde luego, el Arte no debería ser más que aquel reflejo de la vida que el gran filósofo Epicteto nos dejara dicho hace dos mil años: que sólo nos afecta -negativa o positivamente- aquello que nos decimos, no lo que vivimos...  También -en el Arte- lo que nos puedan a veces decir de algo que no es más que lo que es: una sensación expresiva y emotiva traducida en cada trazo artístico elaborado. Pero, sin más aditivos, sin más añadidos que los propios de unas formas, unos colores o una emoción artística maravillosa. Ahora, eso sí, pero sin palabras...

(Óleo Villa en el mar, 1878, del pintor Arnold Böcklin -autor denostado durante una época por haber sido el pintor favorito de Hitler-; Cuadro Alta montaña, 1824, de Carl Gustav Carus; Pintura El pregonero, 1935, de Karl Hofer.)

20 de enero de 2013

El medio más indeleble, hermoso, contemporizador y genial del Arte: la Obsidiana.



Cuando en la antigua Nueva España -actual México- se descubriera el mineral de plata fue en el año 1552. Fueron andaluces los españoles que hicieron posible una de las mayores actividades económicas durante la edad moderna hispanoamericana. Con ella España conseguiría las fuentes de donde emanaría el más grande poder político que en el siglo XVI hubiese soñado reino alguno. Todo comenzaría con el onubense Alonso Rodríguez de Salgado, que llegaría en el año 1534 a la Nueva España. Dos años después alcanzaría las estribaciones de la Sierra de las Navajas en la extraordinaria cordillera de la Sierra Madre Oriental, la gran cadena montañosa que zanja casi todo el territorio mejicano de norte a sur por la parte más central del continente. Porque ahí fue donde años después -en 1552- Rodríguez de Salgado amanecería con su ganado en una mañana fría y desolada. Decidió entonces encender un fuego para calentarse. Al acabarse la fogata los restos calcinados habían despejado el suelo de maleza y descubierto unas curiosas piedras oscurecidas. La plata refulgía entonces brillante entre las costras minerales que la cubrían poderosa. El mineral argentífero fue a partir de entonces la única razón de ser de la pequeña población mejicana de Pachuca de Soto. La excelente prestancia de la plata estaba, sin embargo, rodeada de escoria, es decir, de restos petrificados que ningún valor poseía y la hacían de imposible uso.

Así que no fue hasta que el sevillano Bartolomé de Medina llegase a Méjico en el año 1554 y descubriese en las minas de Pachuca la forma de separar la plata de los restos ahora de mercurio, material que servía para limpiar de escoria el preciado y deseado mineral argentífero. La Sierra de las Navajas -situada en el estado de Hidalgo- las visitaría en el año 1803 el naturalista Alexander von Humboldt. El geógrafo alemán las empezaría llamando Sierra de los Cuchillos por sus abundantes yacimientos de obsidiana. La obsidiana era una curiosa roca vítrea que se había formado por la solidificación rápida del magma expulsado por los volcanes durante su erupción. Todas las culturas mesoamericanas utilizaron esta piedra negra para sus útiles domésticos y militares, resultando especialmente eficaz por los afilados bordes causados en sus fragmentaciones. Una antigua leyenda azteca contaba cómo la hermosa amante -llamada  Xochitzol, flor de sol-  enamorada de un guerrero azteca, ahora alejado de ella, subiría una vez a lo alto de una montaña y comenzaría entonces a llorar desconsolada. Uno de los dioses aztecas le preguntaría por qué ella lloraba así. Entonces le contesta la joven que trataba de esa forma que sus lágrimas fuesen un faro de luz que pudiese guiar a su amado hasta ella. Así fue cómo los dioses convirtieron sus lágrimas en la maravillosa piedra obsidiana.

La obsidiana se convertiría en un material imprescindible para los pueblos mexicas. Su utilización sangrienta -cuchillos afilados para sacrificios humanos- se complementaba con la elaboración de los magníficos objetos labrados de artesanía y ornamentación decorativa que permitían sus vetas maravillosas.  Cuenta otra leyenda prehispánica que la vida de los primeros hombres sería muy dura y difícil en la Tierra, que debían luchar contra las bestias o los animales más salvajes para poder alimentarse y sobrevivir. En cierta ocasión debieron salir todos los hombres a cazar, dejando a las mujeres y a los niños solos en la cueva protectora. Las mujeres y sus hijos estarían a cubierto en su refugio pero sin ningún tipo de armas. Sucedió entonces que un grupo de hienas feroces y hambrientas atacaron la cueva sin piedad. De pronto el pequeño hijo de uno de aquellos guerreros, llamado Obsid, tomaría del suelo una filosa negra piedra que acabaría atando a un palo a modo de lanza, enfrentándose decidido a los terribles depredadores. Acabaría recibiendo luego los honores de la tribu y en su memoria aquella útil piedra negra recibiría su nombre.

Los españoles comercializaron las riquezas de la Nueva España entre los siglos XVI y XVII. Los privilegiados canónigos de la metrópoli, como lo fuera el sevillano Justino de Neve, dispondían de intereses comerciales y rentas de aquellas minas mejicanas de Pachuca. Este sacerdote español iniciaría a mediados del siglo XVII una relación profesional y artística de lo más fructífera con el mejor maestro pintor barroco de la ciudad hispalense: Murillo. En una ocasión el pintor sevillano retrataría agradecido a Justino de Neve por contratar sus pinturas para la catedral y para otras iglesias. Hasta que un día le trajeron al canónigo de Neve de aquella Sierra Madre mejicana unos trozos de la piedra oscurecida de la obsidiana. Le pediría el canonigo entonces a Murillo que las utilizara para crear sobre ellas su prodigioso y maravilloso Arte barroco. El pintor español no lo dudaría y crearía así, de ese modo tan curioso, pintadas sobre ellas, las únicas obras maestras barrocas sobre obsidiana de toda la Historia del Arte.

(Fotografía del volcán Popocatepelt, Estado de México, México; Imagen del Parque Nacional de El Chico, Sierra Madre Oriental, Estado de Hidalgo, México; Obra Sacrificio en noche de Obsidiana, 2007, del pintor mexicano Joaquín Martín Rojas Hernández, México; Imagen de una Obsidiana verde; Óleo sobre obsidiana -el creador utilizaría las propias vetas naturales de la piedra para simbolizar así los rayos celestes y divinos- La oración en el huerto, 1685, Murillo, Museo del Louvre, París; Óleo sobre obsidiana Natividad, 1670, Murillo, Houston, EEUU; Óleo Retrato de Justino de Neve, 1665, del pintor barroco Murillo, National Gallery, Londres.)
 

8 de noviembre de 2012

La imaginación en la Pintura: a veces como un Arte sorpresivo o como un Arte creativo.



¿Qué es sino imaginación lo que se plasma en un cuadro, aunque sea la fiel representación de la realidad más nítida y correcta -casi fotográfica- de una imagen natural? Porque el ojo del artista presume siempre de conocer de antes lo que ve o mira, y que luego decodificará en cada trazo de lo que, finalmente, narrará en su lienzo con belleza. Sin embargo, hay una sagrada misión artística -no siempre asequible a todos los creadores- que hace creativa o no una imaginación inspirada. Esa misión sagrada consistirá en trasladar al observador la emoción contenida o semi-oculta en el universo de su creación artística. Pero, dejando aún ciertos sabores emocionales por asimilar de la obra, unas sensaciones ahora nuevas que, a cada revisión posterior, irá el espectador dilucidando con ellas el profundo motivo de toda esa emoción presentida de antes. Cuando el pintor realista Jean-François Millet (1814-1875) quiso transmitir las cosas de otro modo a como se habían transmitido antes con el Romanticismo, descubrió entonces que el Realismo más natural -el Naturalismo- podría servir mejor para lo que deseara expresar en un lienzo. ¿Cómo mostrar lo mismo de antes -belleza, equilibrio, naturaleza feliz- pero ahora de una forma distinta? Porque ahora el Arte habría sublimado de tal modo la realidad que ésta no parecía sino una pantomima ensimismada de la misma. Fue particularmente sensible Millet además con esa parte de la sociedad más vulnerable y dolida, ajena por lo tanto a esos paradigmas gozosos -mostrados en las obras clásicas o románticas de antes- de una fabulación ilusoria, del todo inexistente en la realidad de la vida más normal o vulgar de los humanos. Y entonces quiso plasmar el pintor  la imagen más veraz y vulgar de la vida humana. Pero hacerlo con la genialidad de enmarcarlo en  el mismo decorado fabuloso, inspirado, irreal, mítico y sosegado de antes. 

Para ello pinta en el año 1863 su lienzo La chica del ganso, una obra del Realismo artístico más curioso del siglo XIX. Porque en su obra vemos el desnudo vulgar y normal de una simple campesina representado ahora, sin embargo, como si fuese el desnudo más fabuloso de las heroínas míticas de antes. Tan fabuloso como el de aquellas inocentes ninfas de las leyendas griegas antiguas que, tímidamente, se acercaban desnudas a la orilla calmada de su maravilloso e idílico escenario mitológico. El motivo estético nos parece ahora incluso el de cualquier escena barroca, renacentista o romántica, donde la belleza del conjunto ocultara las posibles sensaciones agresivas o vulgares de lo real. Pero el autor lo consigue plasmar gracias a una novedosa artimaña: con una creativa y sutil imaginación trascendental. Porque la chica desnuda no es ninguna ninfa perfecta de belleza clásica, es solo una vulgar campesina del mediodía rural francés. Es una joven que, aunque desnuda -para hacer algo tan vulgar como lavarse en el río-, nos muestra ahora el gesto torcido de su figura poco grácil, nos muestra las manos ásperas y desproporcionadas de sus extremidades, sus pies deslucidos o una silueta demasiado mediocre para pintarla en un bello lienzo natural. Pero todo eso era, sin embargo, mucho más normal y real que el candoroso y bello perfil de las atractivas ninfas clásicas. Porque esos mediocres símbolos tan vulgares destacados aquí son ahora propios de su quehacer real y oprimido, diferente por completo a toda aquella estampa sublime y distante de las lánguidas, aristocráticas y fugaces criaturas tan bellas de antes.

Es la misma narración ideada -imaginada- de una visión manida en el Arte -el desnudo mítico y bello de una ninfa-, pero que ahora es una visión creativa tan solo por el hecho de haber sido construida de un modo que nos transmita algo más que belleza. Y esto es lo que algunos creadores han sido capaces de realizar también a veces, por ejemplo, con sus obras modernistas. El pintor español Beltrán Masses lo consiguió con su obra Alegoría de Carmen compuesta en el año 1916. Sin caer en un excesivo tipismo regional o folclórico, el pintor reconstruye la escena alegórica de la pasión sacrificada del personaje arquetípico español de Carmen, pero ahora lo hace sin mostrar los elementos figurativos propios -tan típicos- de su representación iconográfica folclórica, lo que sería justo lo contrario del realismo pictórico de entonces. Y todo ello con el equilibrio delicado y bello de un nuevo estilo artístico especialmente creativo, para sublimar así -elevarlo artísticamente- el tan tradicional asunto típico. La pintora norteamericana Rebecca Harp (Wisconsin 1973) consigue en estas obras alcanzar un virtuosismo clásico muy merecedor de elogios. Pero, a cambio, no muestra nada de aquel mensaje originado previamente, es decir, de aquel mensaje artístico que demostraba que el creador usará  a veces el Arte para componer una idea previa -imaginación creativa-, en vez de ser usado por éste -por el Arte- para hacer otra cosa, perfecta y bella, pero sorpresiva, incluso para el propio creador, imprevista absolutamente en una obra ahora creativamente improvisada. En su web nos dice la autora: Aunque el acto de la creación, de la separación de la luz y la oscuridad, pueda llegar a ser demasiado audaz y arrogante, el proceso de percepción de la pintura me pone en un estado de ánimo por el que estoy más servil y sensible a la naturaleza y, por tanto, más capaz de dejar que la pintura me lleve a un lugar que no podría haber imaginado.

Porque este es el Arte sorpresivo, el que llevará al pintor de manera inevitable a una creación sobrevenida, sin saber siquiera adónde le llevará... Este es el Arte que plasma algo improvisado sin un mensaje previo razonado, sin un fundamento anterior que transmita ahora algo más de lo correcto que lo hace. Y luego está el Arte creativo, donde la imaginación creativa hilvana antes que nada cuál es el objetivo pretendido, cuál la expresión simbólica que trazará, además de belleza plástica, además de impresión emotiva, el sentido más profundo o metafórico de un sentimiento transido. Van Gogh lo conseguiría hacer siempre en sus obras impresionistas. Otros, como el desconocido pintor norteamericano Albert Pinkham Ryder (1847-1917), a veces lo conseguirán. Como se ve en su obra tan inexpresiva con el subjetivo mundo imaginativo de su Arte anacrónico, por ser extemporáneamente romántico. Un Arte donde el pintor reflejaría, sin verse, el profundo desamparo humano de la vida, ese desolado sentimiento ante las desconsideradas y viles fuerzas de una Naturaleza hostil o de una vida demasiado desvalida o demasiado indefensa.

(Óleo Alegoría de Carmen, 1916, del pintor español modernista Federico Beltrán Masses; Obra Retrato femenino, de la pintora norteamericana actual Rebecca Harp, EEUU; Óleo Ingrid, 2003, Rebecca Harp, EEUU; Cuadro Sin modelo, de la misma autora, actual, EEUU; Obra de la misma pintora, Interior del Palazzo, 2004, EEUU; Óleo de Van Gogh, Celebración del 14 de julio en París, 1886; Obra del pintor naturalista francés Jean-François Millet, La chica del ganso, 1863, Maryland, EEUU; Óleo del mismo pintor Millet, Desnudo reclinado, 1845; Cuadro Jonás, 1885, del pintor americano Albert Pinkham Ryder, Museo Smithsonian, EEUU.)

8 de septiembre de 2012

Las nubes o la condensación más hermosa del firmamento: sus formas, apariencias, carisma y tonalidad.



Era el modelo más preciado y efímero que los creadores desearan impresionar con la imagen más grandiosa en un paisaje..., a veces colorido y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo para un paisaje impreciso que las nubes descoloridas de un cielo matizador? ¿Qué alarde mejor para un cielo donde contrastar así los objetos que el autor deseara eternizar en su obra? Contaría el director Martin Scorsese en su película El Aviador cómo su personaje protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendiera entonces que, para filmar mejor aviones enfrentándose entre ellos, debía el cielo disponer de muchas nubes aterciopeladas para ser así un fondo idóneo y contrastable. Entonces contrataría Hughes a un meteorólogo para que las buscase allí donde estuviesen y conseguir un cielo cubierto por ellas. Un cielo así lleno ahora de capas nebulosas transformadoras de color,  de la forma y hasta del temblor condensable de una bella imagen eternizada. Pero hubo un creador artístico que, cien años antes, perseguiría esos mismos instantes de un cielo animado por las formas, de un cielo caprichoso, raro, violento en ocasiones, pero de un cielo maravilloso siempre. John Constable, el mejor paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas franceses, trataría de comprender entonces los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos un reflejo muy especial en sus obras. Las nubes, algo que de por sí no es previsible ni condicionado ni muy conocido su fluir. Y escribiría el propio pintor inglés en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822; hora: diez de la mañana; mirando hacia el sudeste, viento fuerte del oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y continuaría el pintor escribiendo: Busco en el mediodía. Viento muy veloz. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.

Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los antiguos vikingos del norte europeo ni siquiera sus cielos cubiertos de nubes les evitaban orientarse en su navegación. Para esto debían saber ellos antes dónde se hallaba el sol, algo imposible cuando las nubes impiden ver al ojo humano qué hay detrás de ellas, incapaz el ojo humano de poder filtrar la luz polarizada. Pero hubo un sabio maestro vikingo llamado Sigurd que disponía de una maravillosa piedra solar, de un talismán con el que obraría prodigios y con el que vería más allá de un cielo encapotado. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf le pide a Sigurd su mediación para descubrir el sol oculto ahora entre las nubes. Entonces Sigurd toma su piedra, que no era más que un cristal polarizador -una forma transparente de calcita-, y, dirigiéndola hacia un cielo cubierto, la hace rotar hasta hallar con ella la dirección de la luz desconocida. El maestro vikingo terminaría localizando al sol y permitiendo a sus drakkars -poderosas naves vikingas- orientarse en los difíciles y duros mares septentrionales. Con la fotografía hemos llegado a fijar realmente la maravilla atmosférica que son las nubes, algo sin embargo siempre evanescente, sinuoso y etéreo entre los cielos. Con las imágenes fotográficas fijaremos el momento de ser ellas mismas -las nubes maravillosas-  lo que en ese momento son -y que luego no volverán a ser eso mismo-, y así podremos comprobar que aquellos pintores de entonces no se desviaron mucho de una realidad visual atmosférica tan fascinante. Los colores que las fotografías actuales llegan a reflejar pueden parecernos tan irreales ahora como existentes lo eran, sin embargo, en la paleta de aquellos pintores de entonces. Porque entonces esos colores ya existían -¡como existen hoy!-, y fueron así capaces aquellos pintores de verlos sin poder más que pintarlos. Porque las nubes, cosas inasibles y efímeras, nos descubrirán siempre la extraordinaria capacidad que tienen de ser, ahora como entonces, los mejores encuadres formales de una naturaleza inesperada, pródiga, reluciente y sublime.

El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905 - Burgos, 1959) nos dejaría escrita la impresión lírica que puedan inspirarnos también las nubes en la vida. Ahora con la tinta literaria y la semblanza poética que, sin embargo, plasmarían también en los bidimensionales efectos los propios pintores en su Arte:

Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel no te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.

Cuando el pintor John Constable siguiera obsesionado con entender lo que sus ojos no alcanzan a comprender con su Arte, continuaría persiguiendo él esas formas volátiles y caprichosas a través de los campos y campiñas inglesas. Entonces volvería a escribir el pintor en su diario itinerante: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza y lo gobierna todo,  inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La dificultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención sino que ha de pensarse en ellos como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo muy particular la atención. Como las nubes...

También la poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender la dificultad de comprender todo aquello que uno no se detiene a mirar despacio en un mundo turbulento. Como las nubes...

Vamos tropezándonos con la realidad
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.

(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1996, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inminente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)