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19 de enero de 2023

La sensibilidad más humana en el Arte actual expresada sin la representación figurativa de sus propios seres.



 El Arte siempre se habría impregnado de la filosofía de su época. En el Renacimiento, por ejemplo, fue el Neoplatonismo de Ficino; en el Romanticismo fueron los filósofos europeos, particularmente el Idealismo de la Naturphilosophie alemana de finales del siglo XVIII; en el Impresionismo y Modernismo de finales del siglo XIX y principios del XX fue el liberalismo burgués capitalista. Pero, desde finales del siglo XX en adelante, y que todavía perdura en nuestra sociedad, fue el Existencialismo, aquella filosofía humanista que pensadores franceses (Sartre, Camus) plasmaron en sus escritos y ensayos tan estimulantes. En la evolución estilística del Arte desde principios del siglo XX el ser humano se ha sentido huérfano, sin embargo, de cierto sentido existencial. Es precisamente desde finales del siglo XX y hasta hoy cuando los espíritus creativos han encontrado un cierto parnaso artístico extraordinario en la expresión estética más emotiva de la existencia y de su sentido del mundo. Creadores españoles actuales, espíritus sensibles que utilizan el Arte para expresar sus propios sentimientos, comienzan a crear sin las limitaciones estilísticas de escuelas, tendencias, tradición o arraigos. Cuando la expresión es libre y emotiva la creación artística alcanza su más alto sentido en el mundo. Los primeros creadores del Arte que tuvieron ese sensible prurito artístico fueron españoles, concretamente durante el Barroco espiritual tan ensimismado de mediados del siglo XVII. Un ejemplo lo es Francisco de Collantes (1599-1656). Pero fue el Romanticismo, claro está, la tendencia más precursoramente existencialista. Sin embargo, los románticos fueron más allá del sentimiento interior ensimismado del Existencialismo. Ellos utilizaron la metafísica del Idealismo y la sublimación de la Naturaleza para componer obras pictóricas llenas de color, de asombro, de paisajes imposibles o de enormes contradicciones. Tiempo después, el Impresionismo sería el primer estilo artístico que utilizaría la sensibilidad humana para representar la imagen emotiva. Pero no sería la sensibilidad lo que primaría en el Impresionismo sino la imagen. El Modernismo, las Vanguardias, la Abstracción, el Expresionismo abstracto se olvidaría del sentimiento individual. Trataría más bien de buscar un cierto sentimiento colectivo, propio de las terribles experiencias bélicas e ideológicas que asaltaron la sociedad y el mundo en la primera mitad del siglo XX.

Pero la historia continúa su camino impertérrito, la sociedad avanzará siempre sin consideraciones emotivas. La desubicación del sentido artístico hoy en día tiene una sola respuesta estética: la expresión libre, íntima, sincera, emotiva y personal de los creadores, que buscarán así expresar sus propios sentimientos. El pintor actual malagueño Enrique Vázquez es un ejemplo significativo de eso. Asomado al Arte desde sus acuarelas propiciatorias, buscará en su expresión artística la fuerza emotiva de un sentimiento personal ineludible. En su obra Estío el pintor tratará de representar, con la calma, la paz y el sosiego de su encuadre, la serenidad de una contemplación existencial muy poderosa. Llena además de líneas, de geometría, de sombras y realce. Una composición estética atrevida y conseguida por una perspectiva y una tonalidad muy sorprendentes. Nada más. Quiero decir, no hay seres humanos, no hay ninguna representación figurativa del ser objeto y sujeto de esa misma necesidad expresiva. En la obra de Vázquez no hay seres humanos. Aquí el Existencialismo es una forma de subjetivismo primario donde lo que se ve es la sensación de lo que se siente: inspiración, ensimismamiento, reflexión íntima. Reflejo además de un mundo que nos acompaña para poder entenderlo ahora, sin embargo, sin la participación confusa de lo humano. En su otra obra, Generosidad natural, el artista malagueño buscará lo mismo, incluso llegará más allá: tratará de expresarnos, con belleza ilustrativa, la fuerza insobornable de una naturaleza generosa que ofrece ahora sus frutos sin esperar nada a cambio. Pero el pintor no compone ahora un árbol generoso en el propio escenario natural libre y campestre, no, lo compone en el mundo creado por el hombre. Así, lo compone encerrado por las mismas creaciones que el ser humano levantará para poder aislarse de la Naturaleza. Es así como la expresión de esa generosidad natural el pintor la subrayará aún más mostrando un ser no humano, un árbol, que, a pesar de su desarraigo ambiental, no sucumbirá jamás ante la fuerza de su alto destino generoso. 

Estas creaciones artísticas actuales, herederas del Impresionismo decimonónico y de la figuración del paisaje de todos los tiempos, nos lleva ahora, sin embargo, a un sentido existencial y emotivo que el Arte siempre debería expresar en sus obras. El pintor malagueño lo consigue con sencillez, pero también con la firmeza de un trazo poderoso y decidido. Brillantez artística y sentimiento emotivo. Dos cosas que ya los creadores del Barroco español del siglo XVII comenzaron a desarrollar sin sospechar siquiera que, muchos siglos después, los artistas necesitarían seguir aún experimentándolo. Y es que la emotividad es lo único que merece ser valorado en una obra de Arte, sobre todo aquella que se precie de transmitir cualquier cosa que tenga que ver con la expresión más humana. Y además, como en el caso de Vázquez, con la extraordinaria sutileza de plasmar una emoción humana sin la representación estética de ninguna figuración que exprese esa misma humanidad. 

(Acuarela Estío, 2023, del pintor actual Enrique Vázquez, Colección Privada; Acuarela Generosidad natural, 2023, del mismo pintor, Colección Privada.)

18 de abril de 2021

Un Arte contemporáneo como reflejo espacial del dolor más individual y desesperado del mundo.



El Arte tiene resquicios innovadores por donde expresar casi siempre sus sentimientos estéticos. Cuando el Arte occidental comenzara su nueva senda en el Renacimiento, el único sentimiento viable por entonces para poder expresar aquel Arte que alumbraba poderoso fue el filosófico más clásico de la antigua Grecia. La Academia neoplatónica de Marsilio Fisino (1433-1499), creada en la Florencia de Leonardo da Vinci, aglutinaría ya una concepción filosófica platónica muy influyente para poder sostener así una estética revolucionaria novedosa como lo fue el Renacimiento, una creación artística extraordinaria nunca antes desarrollada ni vista de ese modo en el mundo. Por entonces la sociedad europea bascularía entre dos polos conceptuales estéticos muy opuestos: la belleza y la muerte. Una, la Belleza, culminada luego en el siglo XVI y basada en los planteamientos clásicos de la Grecia de Platón y de la estética posterior helenística tan primorosa. Otra, la Muerte, basada en el reflejo de la lucha por la supervivencia del ser humano en el mundo; pero no una lucha por la superación del individuo oprimido y vulnerable, sino más bien por la del más fuerte, la del más enérgico y poderoso. Los tiempos evolucionaron muy pronto en el Arte y la Iglesia Católica, en su concilio contrarreformista de Trento, fundamentaría los principios estéticos y éticos del siguiente siglo XVII. Así, el Barroco en el Arte triunfaría con la cercanía conceptual plástica, con el naturalismo preciosista y con la belleza sagrada o profana más excelsa y conseguida. El siglo de la Ilustración desacralizaría luego el mensaje estético y, ante la falta aún de sentimiento, volvería al renacer clásico estético más racional y predecible en el Arte. Sería el Romanticismo el que seguidamente destaparía el sentimiento, pero un sentimiento por entonces ajeno a la sociedad y profundamente arraigado en el individualismo personal más egoísta. Solo Goya alcanzaría a predecir un futuro estético muy diferente... El siglo XIX no sería acorde todavía en su reivindicación de una estética consecuente con el sentimiento más social de los humanos. Solo el Realismo Impresionista supo expresar el sentimiento con el fragor clásico de una estética consecuente. Y así hasta que el Arte Moderno pataleara con sus estridencias estéticas más extravagantes de comienzos del siglo XX. Pero, aun así los conflictos sociales de la primera mitad del siglo XX no pudieron ayudar al Arte a que expresara la verdadera esencia estética de aquella filosofía platónica de finales del renacentista siglo XV: articular la Belleza con algún tipo de sentimiento humano poderoso. Entonces era la muerte; ahora, en la encrucijada estética del siglo XXI, lo será la vida... Pero una vida que reivindique mejor el concepto estético como una nueva forma de sentimiento arraigado. Un nuevo sentimiento del hombre y de su destino en un mundo ya casi conquistado técnicamente en sus esencias reivindicativas necesarias, pero absolutamente ajeno y desolador aún en lo más íntimo y espiritual del ser humano y de sus misterios. Algo parecido a lo que aquella filosofía neoplatónica hubiese predicho cinco siglos antes, con su expresión excelsa en el Arte de la idea o el pensamiento hacia lo absoluto.

Sería el pintor impresionista Toulouse-Lautrec uno de los primeros creadores que transformarían la manera en la que el artista se acercaría al soporte físico de sus creaciones. Muchas de sus obras estaban situadas entre el boceto, el dibujo y la pintura. Aunque compuso muchos de sus óleos sobre cartón, el acabado de esos óleos no era el propio de un aceite sobre cartón. La razón era que el cartón que utilizaba Lautrec para sus obras estaba encolado. Aun así, no todos sus cartones fueron encolados para que el aceite no acabase absorbido por completo. Para el pintor impresionista el soporte era lo de menos. Utilizaría como soporte de sus pinturas madera, conglomerado, lino y hasta cortinas de prostíbulo francés. En la época de este pintor francés (1864-1901) se empezarían a utilizar en la creación de Arte técnicas industrializadas, como lo fueron las pinturas al óleo entubadas o las nuevas técnicas al pastel, la acuarela o el temple. Sería el temple realmente el soporte más utilizado por Lautrec para aplicar el óleo al cartón sin menoscabar ningún efecto plástico. Sin embargo, Toulouse-Lautrec utilizaría tanto la acuarela, el gouache, el óleo y el temple como una única técnica en sus obras impresionistas. Y esa única técnica, llamada mixta, acabaría funcionando muy bien en los albores del Arte Moderno más disruptivo de comienzos del siglo XX. El pintor Paul Klee (1879-1940) nacería en una familia de músicos alemanes. Así fue como en su infancia recibiría una de las mejores formaciones musicales del mundo. Sin embargo durante su adolescencia, en parte por la rebeldía propia de esa etapa personal y en parte porque para Klee la música de entonces (primera década del siglo XX) carecía de significado, decidiría dedicarse mejor a las artes plásticas. Trabajaría con óleo, acuarela, tinta y otros materiales combinándolos en un único trabajo estético. Su obras expresaban poesía, música, ensoñación y hasta palabras... El Expresionismo nacería al mismo tiempo que su obra, donde Klee acabaría alternando el Surrealismo y la Abstracción. Pero no sería esa primera mitad del siglo XX la que retomaría el sentido reivindicador más inspirado de los efectos demoledores de la sociedad sobre el individuo. En la segunda mitad del siglo XX las filosofías moralistas, gregarias o sociales dejarían paso a una inspiración artística y filosófica que tendría al individuo desolado, tan solo al ser humano, como único sentido y como única determinación creativa o reivindicativa. 

El artista sevillano Álvarez-Ossorio Micheo es un ejemplo contemporáneo característico tanto de ese sentimiento renacentista como de esa reivindicación personal, esta misma que el expresionismo intentara en los albores del desesperado siglo XX. En esta pequeña muestra de su obra artística, observaremos la conquista, el sentimiento, la desolación, la fuga, el desvarío, la expresión, el acorde, la osadía y la armonía de unas formas imprecisas. Es el resultado de todo un itinerario en el Arte que llevará a relacionar al individuo con su medio. No es posible la existencia sin una plataforma que la sostenga, del mismo modo que no es posible el Arte sin un soporte que lo exprese. Desde el Cubismo de Rivera y Picasso hasta el alarde anticipador de un genial Goya (en su obra desconcertante Perro semihundido), la obra artística de Micheo alcanzará una fascinación estética sorprendente. El mundo avanzará a veces sin consideraciones hacia lo que otros antes que nosotros tuvieron a bien entender como sentido. Pero, hay creadores, como es el caso de este artista sevillano, que han sido capaces de entrelazar vanguardia con tradición y hacerlo además sin alardes, sin pretensiones, sin confusiones tampoco. Con sentimiento. Con el mismo sentimiento que otros creadores antes que él expresaron como una forma de alarido estético impactante, poderoso, vibrante y esperanzador... Un grito expresivo que nos obligará a reflexionar sobre el sentido de la estética en un mundo que ha perdido ya todo referente con aquel sentido de Belleza de Ficino. Con una genialidad contemporánea original, pero, también, con los elementos estéticos de una expresión necesaria, Álvarez-Ossorio Micheo nos llevará al universo expresivo de la sutil y difícil relación de aquellos dos polos opuestos tan irreconciliables: el de la belleza y la muerte, o el de la belleza y la vida. Elegir uno u otro no es el sentido final del Arte. Por eso los artistas tan solo reflejarán el mundo, no harán nada con él. Un mundo que ellos, sin embargo, verán de una forma que siempre encerrará una pequeña, casi imperceptible, visión muy esperanzada, cálida y luminosa del mismo.

(Obras contemporáneas del artista José Luis Álvarez-Ossorio Micheo, año 2021, técnica mixta sobre cartón o papel: Calle Desolación; Desde la Atalaya; Sin Camino a Casa; Sector A9; Trazas en la Arena; La Huida; Colección Privada, Sevilla, España.)

14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)

6 de junio de 2014

La mejor impresión proyectada desde una pared para una mirada necesitada de paz.



¿Cómo describir la obra de Monet desde una teoría iconológica del Arte? Porque el autor impresionista fue un reflejo extraordinario de lo que sucedió en la pintura a finales del siglo XIX. Pero Monet (1840-1926) además vivió y creó durante muchísimos años. Tantos que en su biografía se sucedieron varias tendencias distintas para encarar una modernidad que él mismo abanderara con su peculiar estilo. Él es el Impresionismo, pero, también una abundante muestra demasiado convencional o contaminada de las típicas imágenes vulgares apropiadas por el diseño, la publicidad o el decorado. ¿Quién no ha visto alguno de sus coloridos paisajes vegetales como centro de alguna etiqueta publicitaria, de algún producto comercial o de un calendario oportuno? Con Monet descubriremos al gran creador impresionista que es, pero también -sin él desearlo así- al vulgar artista artesano o al sagaz publicista del Arte. Esta circunstancial ambivalencia que caracterizaría su pintura no hizo sino ofrecerle una desafortunada proyección en el ámbito de la creación menos sublime, o también en la menos dedicada a combinar impresión artística con el mejor artificio creativo. Entendiendo artificio aquí como un lenguaje artístico profundo y no como un recurso iconográfico denostable.

Pero a Monet todo eso le importaría muy poco, a sabiendas incluso de lo que equivaldría luego en el Arte. Posiblemente, no llegaría a intuir lo que la masiva producción de imágenes supondría en el siglo XX para competir con el Arte más consagrado, para ser objeto ahora de más cosas que de un muy grato momento de visión emotiva. Aunque poco demostraría Monet tratar de diferenciar toda representación de una creación pictórica, fuese la que fuese. Porque crearía extraordinarias obras maestras, cuadros que siguen demostrando la perfección de sus líneas, de su composición, de sus colores o de sus mejores recursos para hacer distinguir una mera sombra de un maravilloso reflejo. Sin quererlo exactamente, se convertiría Monet en el padre putativo de todos los aspirantes a crear paisajes impresionistas desde el más sincero diletantismo, es decir, desde el más relajante y honesto modo de ejercer ahora de pintores amateur. Porque la posmodernidad vino a adueñarse luego de un estilo que, dada su elástica, colorista, luminosa, floreada, simplista o insustancial forma de componer paisajes -algo poderoso por su extensa manera de llegar a todos y ser apreciado-, fuese capaz de incidir en todos los estilos o en todas las formas de expresión para mostrar así la impresión de un paisaje furibundo...

Pero, sin embargo, luego está el otro Monet, el que es capaz de crear algo imposible de no ser comparado con las más grandes obras maestras del Arte. Con Monet hay que aprender a mirar. Hay, quizá, que entender mejor que con otros pintores las obras que hizo. Porque hay que desentrañar en sus creaciones la paja del grano, la esencia de la mejor imagen artística del manido y floreado paisaje furibundo. En una de sus últimas etapas -comienzos del siglo XX- crearía Monet obras impresionistas todavía de gran interés cuando el Impresionismo dejaba ya paso a otras tendencias. Su obra El Palacio Ducal del año 1908 es un modelo del impresionismo más subyugador. Un paisaje veneciano de un palacio gótico que hunde sus raíces en la visión más inspirada del Renacimiento, una arquitectura de extraordinarios efectos de belleza muy sugerida y emotiva. Pero él la pintaría de otra forma, con una laguna de reflejos imposibles pero que parecen tener efectos de verdad. Sólo apenas tres colores armonizan el sustento más sensible de toda la obra. ¡Qué grandeza de creación artística! ¿Cómo se puede hacer algo así y demostrar con ello que solo lo creado es aquí lo que veremos creíble? ¿Qué ojos internos no hay que tener para poder traducir el sentido más natural de lo que vemos? Pero, no, ¡lo veremos claramente!: es una laguna de olas modeladas por la corriente y el viento... Sólo los más grandes pintores pueden llegar a hacer eso. Y él lo hizo así, sin complejos, sin alardes excesivos, sin demora ni tardanza de un estilo -el Impresionismo- que habría muerto ya, sin embargo, mucho antes. Así vino a demostrar Monet que el Arte llegará a rozar las fronteras de lo etéreo, de lo que, sin llegar a serlo realmente, porque no es fiel a la realidad, se basará en las máximas no escritas de lo más creativo, de lo que surge además de lo más humano sólo por ser creado así, sin retorcidos artificios. Aunque, eso sí, unas veces como muestra de lo menos artístico que pudiera existir y otras como un grandísimo reflejo de lo mejor que existe. 

(Obras de Claude Monet: Lienzo El Palacio Ducal, 1908, Museo de Brooklyn; Óleo Campo de amapolas en Argenteuil, 1875; Cuadro Ninfeas, efecto en el agua, 1897, Museo Marmottan, París; Óleo Lirios del agua y puente japonés, 1899, Universidad de Princeton, EEUU.)

13 de noviembre de 2012

Varias versiones palpitan: la verdad es inútil querer conocerla, tanto como creer que alguna exista.



La extraordinaria producción artística francesa durante la época napoleónica, culminaría a principios del siglo XIX con el Neoclasicismo más ideológico de todos. Sin embargo, esta tendencia creativa del Arte se había iniciado años antes, en pleno siglo dieciocho cuando el deseo de la Ilustración -representado por los pensadores y filósofos de entonces- defendiera una existencia basada en la razón sobre todas las cosas. Ese deseo racional vendría a sustituir el papel de la religión, con una visión ahora mucho más laica del mundo y del hombre. Esta actitud llevaría a reordenar la vida y en consecuencia las relaciones de los humanos entre sí, tratando de reconstruir un nuevo y definitivo concepto científico de la verdad. Cuando la posmodernidad apareció dos siglos después, finales del siglo XX, para tratar de comprender qué había pasado con el mundo, algunos autores expusieron sus nuevas teorías sobre la verdad. Entonces el filósofo francés Lyotard (1924-1998) dejaría escrita su visión del sentido de la verdad: La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante, por el Estado o por los que enseñan ya no será ¿es esto verdad? sino ¿para qué sirve? En el actual contexto de mercantilización del saber esta última pregunta, las más de las veces, significará: ¿se puede vender? Y desde el contexto de la argumentación del poder: ¿es eficaz? Pues sólo la disposición de una competencia válida -realizable en sí misma- debiera ser el único resultado vendible y, además, eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc...
 
El concepto de posmodernidad es utilizado en varios aspectos diferentes de la vida del hombre: filosóficos, históricos o artísticos. Aunque la definición del concepto sigue siendo compleja, básicamente sus características en el pensamiento son: el antidualismo, la crítica de los textos, la importancia del lenguaje y la verdad como algo relativo. Algunos pensadores argumentan que la modernidad (desde el Renacimiento en adelante) habría creado nefastos dualismos: negro/blanco; creyente/ateo; occidente/oriente; hombre/mujer, etc... Que los textos (históricos, literarios) no tienen autoridad de por sí, ni pueden decirnos qué sucedió en verdad, más bien reflejan prejuicios y son una muestra de la cultura y la época del escritor. Por otro lado el posmodernismo defiende también que el lenguaje moldea nuestro pensamiento, que no puede existir ninguno sin lenguaje, y que éste crea finalmente la verdad. Y que la verdad es una cuestión de perspectiva o de contexto más que algo universal. En esencia, no podemos tener acceso a la realidad de la verdad o a la forma en que las cosas son sino solamente a lo que nos parecen a nosotros.

El héroe griego mítico Teseo es conocido sobre todo por haber matado al Minotauro. Pero la verdad es que fue mucho más que eso lo que hiciera. Fue además rey de Atenas, hijo de Egeo y de Etra, aunque otras versiones afirman que fue hijo del poderoso dios Poseidón. En el famoso relato mitológico cretense, Ariadna acaba enamorándose de Teseo. Ella le propuso entonces ayudarle -con su famoso hilo- a cambio de que se la llevara con él y la hiciera su reina. Teseo acepta y, después de matar al Minotauro, terminan ambos saliendo del laberinto y de la isla de Creta. Años después abandona a Ariadna y, en una unión pasajera con la hermosa Antíope, le nace su hijo Hipólito. Sin embargo, todavía el héroe ateniense se relacionaría con la hermana de Ariadna, la libidinosa y trágica Fedra. Tiempo después Teseo llega a conocer al rey de los lápitas, Pirítoo, y ambos acaban siendo grandes amigos. Participan juntos en hazañas bélicas y compartirán aventuras con los Argonautas. Tanta amistad les unió que decidieron que cada uno se uniría nada menos que con alguna de las hijas del poderoso Zeus. Teseo lo haría con Helena y Pirítoo con Perséfone.

Pero para que Pirítoo pudiese unirse a Perséfone tendría que ir a buscarla a los infiernos, al Hades. Los dos amigos, decididos, solidarios y valientes, aceptan el duro y difícil reto mortal. Creyeron que podían bajar al infierno, raptarla y salir como si nada. Sin embargo, Hades -el dios del inframundo- les tiende una trampa y acaban aprisionados en el fondo más oscuro del infierno. Mientras tanto Hipólito -el hijo de Teseo- crece en Atenas convirtiéndose en un apuesto y hermoso efebo. Entonces su madrastra Fedra piensa que Teseo nunca regresaría del Hades. Y es así como surge entonces uno de los dramas griegos más representados, famosos y trágicos de toda la mitología helena. El primero en escribirlo fue el griego Eurípides, más tarde lo hizo el poeta Sófocles -en una tragedia griega perdida-, y luego lo haría hasta el latino Ovidio. Pero también lo haría el romano Séneca y hasta el francés Racine siglos después. Cada cual representaría una versión diferente de la leyenda de Hipólito y Fedra.

Eurípides redacta dos versiones distintas. Una desde la perspectiva de Hipólito y otra desde la de Fedra. En la primera versión se presenta la excelsa y virtuosa figura de Hipólito frente a la impúdica de Fedra. En la otra nos muestra a una Fedra más moral, o más humana, determinada ahora por elementos ajenos a su voluntad moderada. En una de esas versiones acaba Fedra declarando su amor a Hipólito -su hijastro- mientras Teseo está aún vivo lejos. Por tanto, su falta no podría ser peor para el público: cometería tanto incesto como adulterio. En otras versiones Fedra es la víctima de Afrodita, la cual se había ofendido con Hipólito por haberla rechazado frente a Diana o Artemisa, vengándose de Fedra trastornándola de ese modo tan pasional y errático. Sófocles lleva su drama a un mayor protagonismo de Fedra. Éste sitúa a Teseo para siempre en el Hades, es decir muerto, y por tanto exime a su heroína del delito de adulterio. En Séneca Fedra se convence insistente de que Teseo no volverá nunca y le declara entonces su pasión a Hipólito. Éste se debate entonces entre su deber y su deseo. En Racine los personajes se humanizan más. Fedra intenta suicidarse por no poder soportar el rechazo de Hipólito. Teseo regresa del Hades y es informado por personajes desdeñados por él -otras amantes- de la falsa traición de su hijo. De pronto le llega a Teseo la noticia de que su hijo se ha estrellado en su carro de tiro y que muere abatido por sus caballos cuando, huyendo de monstruos marinos, es arrastrado por las riendas y golpeado contra las oscuras, peligrosas o fatales rocas del mar. Desapareciendo así para siempre Hipólito y su tragedia. Como la verdad desesperada...

(Óleo del pintor neoclásico francés Joseph-Désiré Court, Muerte de Hipólito, 1828, Museo de Fabre, Montpellier, Francia; Cuadro Fedra, 1880, del pintor academicista Alexandre Cabanel, Museo Fabre, Francia; Óleo neoclásico Fedra e Hipólito, 1802, del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

30 de marzo de 2012

Las musas inspiradoras de un encanto, de algo oculto tras una belleza diferente.



Cuando la Revolución mejicana comenzara su andadura durante el año 1911, las huestes de Emiliano Zapata tomarían entonces la ciudad de Cuernavaca. Allí un oficial simpatizante de las tendencias revolucionarias, Manuel Dolores Asúnsolo, entregaría satisfecho la ciudad al mítico guerrillero mejicano. Este militar y heredero terrateniente, oriundo del norte de México, se había educado en Estados Unidos, donde terminaría uniéndose en matrimonio con la canadiense Marie Morand. Un año después, en 1904, nacía la hija de ambos, María Asúnsolo Morand. Esta bella, sorprendente, misteriosa, aguda, libre y talentosa mujer acabaría siendo, años después, una de las musas y modelos del Arte más retratadas por los pintores mejicanos de entreguerras. Pertenecía a la enriquecida familia Asúnsolo, cuya prima Dolores llegaría a ser la famosa actriz Dolores del Río. A diferencia de los directores de cine, los pintores escudriñarán en sus musas algo menos visible e impactante que un hermoso bello rostro, o una capacidad artística expresiva o un especial talento interpretativo. Lo que los artistas del Arte plasmarán en sus lienzos, provocados por una especial inspiración estética, será el encantamiento que unos seres femeninos destilan como consecuencia de una personalidad desdeñosa y auténtica, también por su desinterés interesado o por una peculiar fuerza desgarradora de emociones misteriosas.

Pero, además por una belleza permanente, una rara belleza que no tiene nada que ver con la que vemos en un cuerpo físico. Esa rara belleza traspasará las satisfechas o insatisfechas apetencias físicas para alumbrar ahora las eternas, oscuras o veleidosas rémoras de una vida diferente. En los años treinta del pasado siglo XX casi todos los pintores mejicanos retrataron a María Asúnsolo. Posiblemente en toda la historia del Arte del siglo XX ninguna otra mujer lo fuera más. Pero es que, además de poseer una gran personalidad, fue una bellísima mujer. Nada libertina al pronto de sus deseos. Más que pudor, lo que ella poseía sería una maliciosa forma limitada de enseñar su cuerpo. El destello de su pasión duraba el tiempo justo, el preciso justo momento para que, luego, ese mismo momento no sustituyese nunca su misterio. Fue descrita una vez como la dama inmarcesible, un afortunado adjetivo -poco usado- que indica lo inmarchitable, lo que en ella, finalmente, expresaría el gesto perdurable de su modelaje, de esa inspiración artística que, como musa destacada, oficiaría sin consideración en los buscadores estéticos de lo indefinible, lo que son, al fin y al cabo, los pintores.

Cuando Eugenia Huici (Chile, 1860-1951) decidiera residir en Europa al año de casarse con el potentado Tomás Errázuriz, conocería en el año 1880 al pintor John Singer Sargent en un alquilado palacio veneciano. Este creador impresionista la retrata entonces encantado gracias a su ungida y serena belleza inmarcesible. A pesar de haber podido poseer las más ostentosas cosas de la vida, siempre habría preferido la simplicidad al exceso. Impactaría con su personalidad sorprendente a su entorno y a su propia imagen, transformando su persona y a los que la conocieron. Esto la hacía muy atractiva y los moradores estetas de su vida y su belleza sintieron una especial inspiración para poder crear, con su aura demoledora, el único Arte con el que verdaderamente acabarían poseyéndola. Aunque de origen polaco, María Olga Godebsca (1872-1950) -también conocida como Misia Sert- había nacido en San Petersburgo en una familia artística. La música fue su talento manifiesto, sin embargo su pasión por el Arte y los artistas la llevaría a París a dedicar el resto de su vida a enaltecerlos. Fue una gran musa en el París de principios del siglo XX. Los pintores Renoir, Bonnard o Picasso padecieron su influencia encantadora y desgarradora. Pero también escritores y músicos terminaron fascinados por su personalidad. Hasta el desconocido pintor español José María Sert, del que ella acabaría tomando su apellido en matrimonio. ¿Qué tendrían todas esas mujeres para que creadores del Arte requiriesen su presencia para plasmarlas en sus creaciones inspiradoras? Pero, sin embargo, no acabaron ellas siendo tan famosas ni conocidas, ni  tampoco envanecidas por la historia. Sólo provocaron algo imprescindible en los deseos creativos más inevitables: la inspiración estimulada más motivadora. Y con ello la representación más indeleble y sincera de una belleza trascendente, de una rara belleza inapreciable del todo, a un mismo tiempo fértil, inaccesible y misteriosa.

(Lienzo del pintor mexicano Federico Cantú, Retrato de María Asúnsolo, 1946; Óleo Misia Sert, 1908, del pintor Pierre Bonnard; Cuadro Retrato de María Asúnsolo, del pintor mexicano Carlos Orozco Romero; Retrato de Misia Sert, 1944, del pintor catalán Pere Pruna; Óleo de John Singer Sargent, Retrato de Eugenia de Errázuriz, 1880; Fotografía de Eugenia Huici de Errázuriz; Imagen de Misia Sert, años veinte; Óleo del pintor francés Renoir, Retrato de Misia Sert, 1904; Fotografía de la actriz mexicana Dolores del Río, prima de María Asúnsolo; Fotografía de María Asúnsolo.)

25 de febrero de 2012

La inútil búsqueda inevitable, o quizá el único sentido sea no hallar nunca nada.



El gran compositor Franz Liszt creó en el año 1851 un poema sinfónico donde narraba la historia de un noble héroe ucraniano, Iván Mazepa (1639-1709). Este famoso cosaco tuvo la osadía de enamorar a una bella noble polaca, país enemigo de Ucrania. Por la terrible afrenta cometida -no hizo sino ultrajarla para los polacos-, sería atado desnudo a un caballo salvaje que, perseguido por lobos, no pararía de correr hasta llegar a Ucrania. Los románticos de principios del siglo XIX lo tomaron como modelo de obras desgarradoras donde la pasión, anudada a la fiereza, fuera un ejemplo expresivo de la violencia de la vida. El pintor francés Horace Vernet lo demostraría en su obra Mazepa y los lobos, una imagen que, como metáfora del inútil deseo -no podemos hacer nada por evitarlo-,  representa la fuerza poderosa de lo que nos arrastra -el caballo sin gobierno- junto a la fuerza monstruosa de lo que nos amenaza (los lobos asesinos). Y es así como nada podemos hacer, ni siquiera evadir la mirada de lo que nos persigue por donde, sin querer, nos lleva. De ese modo, atados a nuestra necesidad, desbocados por nuestras pasiones, dirigidos sin decidir, acabaremos llegando donde no queríamos llegar...

Es como la permanente vuelta de las cosas, de los momentos repetidos, o de las sinfonías azoradas, agotadas también de tanto oírlas. Porque volveremos otra vez a lo mismo, sin saber siquiera que lo hacemos, sin tener ninguna sensación que nos haga pensar que algo nos lleve, por fin, a nuestro destino. Pero no es así, volveremos a recorrer de nuevo toda la trayectoria repasada de la vida. ¿De cuál vida?: de la repetida de siempre. Es como la rueda de una fortuna imaginaria que no tiene fin, ni principio. Y, sin embargo, a ella nos aferramos siempre, sin quererlo también, porque siempre vuelven a anudarnos los deseos, los intentos, los fracasos, los si acaso, los porqués no, los volvamos de nuevo, o los así ahora lo haremos mejor... En el siglo XII se iniciaron en la Literatura las leyendas de héroes buscadores de un ideal imposible. En una de esas leyendas se basó un medieval escritor francés, Chrétien de Troyes, para narrar la conocida obra del Santo Grial. Había que conseguir establecer entonces una meta imposible, un conjuro universal y sagrado por el cual unos caballeros lo dieran todo, incluso su vida, hasta llegar a conseguirlo. ¿Y qué mejor motivo que la ambivalente sangre de Cristo, algo tan legendario y divino, tan poderoso y tan humano? Pero lo que a esos caballeros-héroes les motivaba sobre todo era la búsqueda de algo muy especial, un ideal muy elevado e imposible, algo por lo que a ellos les mereciera la pena vivir o morir.

Así se acabaría enfrentando Perceval, el mítico caballero artúrico, a las calamitosas y duras escaramuzas de su aparatoso destino. Un lugar donde fluiría el camino hacia la inútil e imposible conquista inconsistente... Inconsistente porque, ¿quién podría encontrar algo así, tan sagradamente inexistente, en esta Tierra de mortales? Pero como en todas las leyendas imposibles, sí había un caballero, otro héroe artúrico, Galahad, que lo llegaría a conseguir entusiasmado. Este caballero fue recompensado entonces elevándose sobre los demás humanos y sobre la Tierra misma, para terminar desapareciendo en brazos de lo sagrado, de lo angelical -algo absolutamente inhumano, del todo inexistente- para, a través de una esfera diferente y celestial -imposible regresar para contarlo-, alcanzar llegar por fin a ese destino anhelado. Porque sería únicamente de este modo como lo no encontrado, lo que es imposible hallar desde el ámbito de lo terrenal, podría ser descubierto: dejando ahora los rasgos humanos que nos animan a buscarlo.  Es decir, dejando la propia existencia terrenal, lo único que les obligaría a esos seres a sentir, insistentemente, la desquiciada, poderosa y obsesiva tentación más humana de lo imposible.

(Óleo del pintor Horace Vernet, Mazepa y los lobos, 1826, Museo de Bellas Artes de Avignon, Francia; Cuadro El caballero del Santo Grial, 1912, del pintor Frederick Jubb Waugh; Lienzo del pintor Jean Delville, Parsifal; Óleo del pintor Edward Burne-Jones, La rueda de la Fortuna, 1883, Museo de Orsay, París; Cuadro La rueda de la Fortuna, 1940, de Jean Delville; Cuadro del pintor William Blake, El torbellino de los amantes, 1824.)

9 de febrero de 2012

El anhelo, la curiosidad, la evasión, la excitación o el distanciamiento en la mirada.



De todas las acciones humanas imprecisas, involuntarias o impulsivas -siempre llevadas a cabo desde un lugar protegido, solitario, evasivo y solaz-, la más primitiva, infantil y devota al inconsciente será la de la mirada perdida.  Porque no es ahora ver algo en sí mismo; no, no es eso, ya que eso exigiría un objetivo previo definido, un motivo para hacerlo, una necesidad de asimilar, entender o aprehender lo que se desee mirar. Pero, cuando miramos no con los ojos sino con el vago pensamiento, con el deseo incierto más bien, o con lo más íntimo de nuestra desconocida razón, entonces llegaremos a despersonalizarnos del todo, y acabaremos siendo, incluso, algo diferente a lo que somos. Es parte de lo que nos sucede cuando, por ejemplo, vemos un cuadro o una obra teatral o una película: que no somos conscientes de nosotros mismos ni de que existimos para ver, sino que sólo, ahora, lo que vemos es lo único que existe.  Es nuestro inconsciente el que actúa así cuando esto nos sucede. Y entonces la cosa observada sustituye lo que somos, pero, también la lejanía, el fuego, la distancia, el horizonte o la fuga visual más misteriosa, acabarán por desterrarnos de nuestra propia realidad conocida.

Cuando el rey legendario Minos le prometiese al dios griego Poseidón que sacrificaría con gusto lo que éste le ofreciese, no imaginaría el perverso rey cretense que sería un extraordinario y bello toro blanco. Así que, deslumbrado por tan hermoso ejemplar, decidió Minos que se lo quedaría para él sin sacrificar. La cólera de Poseidón, ultrajado por la osadía del rey, tramaría su venganza mitológica más despiadada. Consiguió que la esposa de Minos, Pasífae, se enamorase apasionadamente del temible toro blanco. Con un artefacto de madera parecido a una vaca -construido por Dédalo- pudo Pasífae satisfacer su deseo más efusivo. Quedaría encinta de la bestia y así nacería, mitad toro, mitad hombre, el legendario Minotauro. Para que el monstruo pudiese vivir sin escapar ni dañar a nadie fue encerrado para siempre en un intrincado laberinto. Y es así como, asomado a un alto, lejano y solitario muro del laberinto, el pintor George Frederick Watts pintaría en el año 1885 al desolado Minotauro. ¿Qué mira ahora desde ahí la extraña criatura? Nada, no puede ver nada, porque no hay nada más allá del laberinto que mirar, nada que se pueda ver incluso desde ese lugar donde ahora el minotauro mira. Pero, sospechará el monstruo que algo deberá existir allá, además de él mismo. Se siente confuso porque no comprende que pueda existir algo distinto de sí mismo, ya que no hay nada más allá del muro. Al ser él mitad hombre, se infiere que es esta mitad humana la que le lleva a alzarse y mirar a lo lejos, dejando así, por una vez, la rutina alienante del laberinto. Algo le hace querer entender que más allá de él debe existir algo, alguna otra cosa distinta a sí mismo. Pero, tan sólo lo intuye. Porque la realidad es que nada ve él nunca allí hacia donde mira.

¿Qué es lo que se ve cuando nada concreto se mira? Las miradas perdidas encierran un misterio en sí mismo, y ese misterio está o en lo que miramos o en nosotros. Es como la imagen de la mujer que, absorta, mira las llamas de un fuego poderoso, ¿estará ella ahora poseída por ese fuego fatuo? Desde la distancia puede ella maravillarse, abstraída, viendo ahora las terribles -aunque no para ella- llamaradas del horror. Pero, hay otras miradas, las clandestinas, que encierran además un deseo o un anhelo diferente. En ese caso estará fuera de nosotros ese misterio... Pero, también hay otras cosas que se miran sin que sean ningún anhelo misterioso. Son las cosas que queremos ver otra vez, porque ya las conocíamos de antes. Entonces nos transformaremos por completo, nos entregaremos a la pasión de querer volverlo a ver de nuevo, de vivirlo otra vez con nuestro deseo, tan real como inusitado. Es como el caso del personaje de uno de los famosos Cuentos de Canterbury, pintado por Edward Burne-Jones en el año 1871, la desesperada Dorigen. Esta esposa desolada se encontraba afligida porque no veía nunca la llegada de su amado esposo. Así que observaría todos los días si aparecía alguna nave por el lejano horizonte desde su ventana cautiva. Ver alguna embarcación que trajese, por fin, a su esposo de la guerra. Pasan las semanas y el posible velero no aparece en el horizonte. Su desesperación la plasmaría el pintor desde la misma habitación donde, todos los días, abrirá Dorigen sus ventanas tristemente. El órgano de música reflejado a la derecha del cuadro es de los antiguos que, necesariamente, se precisa la ayuda de otra persona para que pueda sonar. Este es uno de los recursos estéticos que el autor prerrafaelita utiliza para acentuar la soledad personal de una mirada perdida... La verdad es que alguna vez todos miramos algo sin ver realmente nunca nada. Porque o eso que miramos no existe y terminaremos pensándolo, imaginándolo; o existe, y lo anhelaremos perdidos porque ya no está con nosotros. Aunque a veces también, sencillamente, acabaremos dejando a nuestros ojos que hagan lo único que saben hacer: mirar hacia lo lejos perdidos, exista o no lo que miremos.

(Cuadro del pintor George Frederick Watts, Minotauro, 1885, Tate Gallery; Óleo La criada cautelosa, 1834, del pintor Peter Fendi; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Mujer mirando por la ventana; Imagen de la pintora actual americana de origen Chino, Jia Lu, Salida, 1997; Cuadro del pintor actual Scott Mattlin, Obra Figurativa; Lienzo del pintor Paul Delvaux, El Fuego, 1935; Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, Anhelo de Dorigen, 1871.)

24 de mayo de 2011

La libertad utópica, la necesidad como motor de ella, o la incapacidad real de la misma.



Cuando en el año 1777 el filósofo materialista francés Paul Henri Dietrich publicara su libro El Sistema de la Naturaleza, sería considerado por entonces como una obra excesivamente radical. Tanto lo sería, que el gran liberal ilustrado que fuera Voltaire se lo llegaría a reprochar al atrevido pensador materialista. Afirmaba Dietrich que la libertad era una ilusión, que la libre voluntad no puede ser admitida en el Universo, que sólo se regirá por la necesidad. Consideró la mitología como algo benigno para el mundo, como un intento del ser humano por explicar la naturaleza y sus ocultas fuerzas, así como la posibilidad de establecer con la mitología unas normas que organizaran la propia sociedad humana. Sin embargo, consideraría la religión -la teología propiamente- como una fuerza perniciosa que habría personificado las fuerzas de la naturaleza en un ser fuera de ésta, alzándolo -el Teos- por encima del mundo, lo único que tiene verdadera existencia real.

Prometeo fue un titán mitológico amigo de los hombres. Una vez sería encadenado por el poderoso dios Zeus a una gran roca en la antigua región de Escitia, muy cerca del Cáucaso. Condenado así de brutalmente, se lamentaría ahora Prometeo de su cruel destino fatídico. Se dijo él: Por haber proporcionado el fuego a los humanos me veo unido al yugo de esta necesidad, desdichado por completo. El pensador británico Isaiah Berlin (1909-1997) crearía su teoría filosófica de Los dos conceptos de la libertad: La libertad positiva -la posible o probable- y la libertad negativa -la innegable o consustancial al individuo-, entendida esta última no como algo pesimista sino como una libertad incapaz de serle negada a nadie. La libertad negativa, o innegable, es la más primitiva libertad del hombre, la más intrínseca a los propios individuos. Es la libertad que se entiende como ausencia de coacción exterior a la persona. Es decir, es la libertad que sólo se puede impedir llevar a cabo si alguien te limita o te oprime, te condiciona la vida, la propiedad, el pensamiento, la acción, etc... Luego está la libertad positiva, esta es la libertad probable según puedas o no por tu propia naturaleza, es decir, la que pueda realmente ejecutarse no porque no te lo impidan sino porque puedas o no puedas verdaderamente realizarla. Podremos querer volar como los pájaros, nadie nos lo impedirá, sin embargo, nunca podremos hacerlo -al menos por ahora- como ellos lo hacen.

Es como el determinismo, esa fuerza ineludible e invisible -al parecer- que nos condicionará involuntariamente a ser, a querer, a tener, a hacer, a pensar, a decidir..., a lo largo de nuestra existencia. Así mismo, pueden también existir el determinismo biológico, el genético o el psíquico. El filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) nos dejaría escrito esto: Los seres humanos se creen libres porque son conscientes de sus voluntades y deseos, pero, sin embargo, son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados a ese deseo y a esa esperanza...  ¿Cómo sabremos, realmente, qué nos llevará a decidir algo y no lo contrario? ¿Cómo dejaremos de hacer algo..., a pesar de poder hacerlo incluso? ¿Cómo podremos sentirnos libres si, a veces, no podemos cambiar lo que somos o llegar a hacer algo por lo incapaces que, en ese momento, podamos realmente sentirnos o ser? El filósofo alemán Schopenhauer nos dejaría también escrito esto: Todos creemos a priori que somos perfectamente libres, pero, a posteriori, por la experiencia, nos damos cuenta de que no somos libres sino sujetos a la Necesidad...

Prometeo, según nos cuenta la mitología helena, tendría la capacidad de la profecía. Zeus, el gran dios del Olimpo, preocupado ahora por unos planes que tendrían por objeto destronarle, acudiría a través del dios Hermes al titán encadenado para que le ayudara a descifrar la verdad. Prometeo entonces le contestaría al mensajero que Zeus tendrá un hijo más fuerte que el propio dios, pero que no le dirá nada más, que prefiere ser un desgraciado a ser un siervo de los dioses como él. Pero Hermes le amenaza entonces con que, si se niega a hablar, primero Zeus provocará una tempestad que hará que la cumbre de la montaña donde se encuentra encadenado caiga encima de él atropellándole mortalmente. Y después que un águila sanguinaria acudirá todos los días a esa cumbre para devorar su propio hígado sin piedad. Prometeo, a pesar de todo eso, le contesta que no piensa ceder en su decisión, que todo esto que le anuncia Hermes ya lo sabía él, y que su destino acabará cumpliéndose de todos modos, sin embargo. Ese destino, sabría el titán encadenado, consistía en que un descendiente poderoso del dios Zeus -Hércules- acabaría liberándolo finalmente de sus cadenas. Así que, de esa sutil forma premonitoria, la inteligencia humana -representada por Prometeo- podría vencer las veleidades caprichosas de los dioses, pudiendo así mejorar su fatal destino. Un destino, paradójicamente, que tan sólo esos mismos dioses serían capaces, sin embargo, de determinar.

(Cuadro Alegoría de la Libertad, 1937, de la pintora mexicana María Izquierdo; Óleo El barco de los esclavos, 1840, del pintor inglés Turner; Cuadro Cautivo en prisión, 1850, del pintor Michael von Zichy; Cuadro La tortura de Prometeo, 1819, del pintor francés Jean Louis Lair, 1781-1828; Fotografía actual del artista checo Jan Saudek, 1935; Cuadro actual de la pintora española María Martínez Contreras, Jaulas de Cristal; Óleo del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Las Erinias, 1862, donde el pintor representa la huída de Orestes por la muerte de su madre, ocultándose de los sonidos de su propia conciencia; Imagen fotográfica de parte del conjunto escultórico La Libertad -homenaje al rey Alfonso XII-, Alegoría de la Libertad, 1922, Madrid, del escultor español Aniceto Marinas.)

5 de abril de 2011

La narración arrolladora e inevitable de una vida, su modelo contemporáneo y el Arte.



A principios del siglo XIX, en plena cúspide del Romanticismo, sobrevino un ligero sentimiento de decadencia y hastío en la sociedad europea, de una cierta sensación de lo inútil, extraño y vano de la existencia. La literatura tuvo en la novela de Goethe Las desventuras del joven Werther la expresión más significativa de lo que se dio en denominar por entonces el mal del siglo. Se entendía con esto el fenómeno por el cual las generaciones más jóvenes se abocaban en una crisis de creencias y valores. A comienzos del siglo XIX fue causado por un siglo anterior muy racionalista, un siglo que había dejado luego entre los jóvenes un cierto vacío existencial o espiritual. A ello contribuyó además un enciclopedismo insensible y a ultranza que habría logrado hacer saltar hecha pedazos las mínimas bases metafísicas de la sociedad dejando huérfanas las demandas de sentido. A comienzos del siglo XX sucedió algo parecido en el periodo de entreguerras (1919-1939). Después de la última guerra mundial, en los años cincuenta del siglo XX, un existencialismo útil volvería a justificar el anhelo sempiterno de los seres humanos por tratar de encontrar un sentido auténtico a sus vidas.

Cuando Goethe, viejo y desilusionado de la vida, se enfrentase a su pasado en los inicios del siglo XIX, sintió por entonces un profundo desagrado por aquella novela tan desoladora de su juventud. Lamentaba la indeseada fama que le otorgase, pues a la vez se dio a conocer su frustrada historia de amor juvenil. Muy resumidamente, el argumento del joven Werther describía un amor imposible, un sentimiento donde el protagonista  acabará seducido por el amor que siente ahora por una mujer comprometida. Ella no consiente en verlo, pero, al insistir él, consigue el joven Werther al menos declararle su amor. El presentimiento de él entonces es, sin embargo, fatídico. Presiente que alguien debe morir... Como no desea hacer daño a otro ser entiende que es él quien deberá sufrirlo. Escribe una última carta a su amada donde le solicita una pistola para el largo viaje que emprenderá solo. Cuando el joven Werther recibe el arma entiende así -equivocadamente- que es ese realmente el deseo sincero de su amada... Decidirá, por fin, quitarse entonces la vida.

La narración sentimental de una vida es, por ejemplo, el compendio de la obra pictórica del autor británico Jack Vettriano (Escocia, 1951). En su temática pictórica abunda la estética de los años de entreguerras -los años treinta del siglo XX-, una época propicia para el desencanto, la inacabada historia, el afán malogrado, la belleza seductora, el final trágico o el ensoñamiento definitivo. En esta secuencia pictórica provocada y circunscrita adrede he tratado de describir el itinerario sentimental e inevitable de una vida (de arriba abajo y de izquierda a derecha), con la seducción, la complacencia, el arrebatamiento, la relajación, el estruendo, la distancia, el reencuentro, la tentación de nuevo, la desidia, el desenlace dramático, la ruptura definitiva y el desarraigo. Finalmente, la visión sosegadora y reflexiva de todo ese itinerario sentimental y vital. Así, con la maestría del Arte contemporáneo de Vettriano. Así, con la desenvoltura de un artista que ha sabido representar la emoción sentimental de una vida con la estética de una época.

En el sagrado libro bíblico del Eclesiastés (3, 1-8), los sabios hebreos antiguos escribieron ya algo que, con sus simples palabras legendarias, alumbrarían así un sentido lúcido a la incertidumbre que nos sobreviene a veces en los momentos sentimentales humanos de profunda incomprensión, desarraigo o sorpresa: Todas las cosas tienen su tiempo; todo lo que pasa bajo el sol tiene su hora. Hay un tiempo para nacer y un tiempo para morir; hay un tiempo para plantar y otro para arrancar lo plantado. Hay un tiempo de sacrificio y un tiempo de curación, hay un tiempo de destruir y un tiempo de edificar. Un tiempo para llorar y un tiempo para reír; hay un tiempo de entregarse al luto y un tiempo de darse a la danza. Hay un tiempo de desparramar las piedras y un tiempo de recogerlas; hay un tiempo de abrazar y un tiempo de dejar los abrazos. Un tiempo de buscar y un tiempo de perder; un tiempo de guardar y un tiempo de tirar. Un tiempo de rasgar y un tiempo de coser; hay un tiempo para callar y hay un tiempo para hablar. Un tiempo para amar y otro para aborrecer; hay un tiempo para la guerra y hay un tiempo para la paz.

(Cuadros del artista escocés Jack Vettriano, movimiento contemporáneo, varias obras, 1992-2000.)

Vídeo homenaje al pintor Vettriano: