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14 de noviembre de 2014

Un siglo después la imagen sigue vigente y sin reparos: el Arte emociona menos tiempo que la vida.



La Pintura fue la forma que el hombre tuvo de mostrar la vida, el mundo y sus crudas realidades. A veces con metáforas o mitos y otras con el reflejo de la realidad más descarnada. Pero todas con una belleza sugestiva que nos llega aunque lo que muestre no agrade tanto a nuestra conciencia. ¿Qué cosa hemos creado en la historia para tratar de calmar la indignación? No hay nada más frágil que la indignación, ya que, ¿cuánto durará?, ¿cuánto tiempo mantendremos la indignación que, se supone, debe enfrentarse a las cosas crueles o insensibles de la vida? Tan poco tiempo como la sensación que ocupa el momento de mirar a dejar de hacerlo. En el origen del hombre el mito comenzaría tratando de explicar el mundo y sus miserias. La persistencia de la maldad, la ferocidad de la maldad, la ingratitud de la maldad, la desfachatez de la maldad, empezaron cuando dejase de asombrarse alguien ante la desgracia ajena o cuando el sufrimiento humano se añadiera pronto a las cosas normales de la vida. La conciencia, eso que nos distingue de los animales, es lo único que poseemos para ser humanos. Nada más. Tanto para sentir como para comprender, tanto para permanecer como para abandonar, tanto para omitir como para determinar una acción decidida.

Y es justo ahora, en este momento en que vivimos, cuando debemos tener conciencia, ni antes ni después de la vida... La conciencia no nos sobrevivirá, puede sobrevivir, si acaso, alguna sustancia ignota y liviana, algo sin recuerdo ni memoria, o sin sentido temporal ni identitario, pero no lo vivido ni lo sufrido ni lo alcanzado a sentir cuando lo sentíamos. Porque es ahora, cuando la conciencia nos late y la notamos palpitar, cuando comprenderemos mejor que la mirada de los otros no es más que un reflejo de la nuestra. Es ahora cuando las cosas hay que girarlas de alguna forma para poder verlas mejor... Después de que los mitos calmaran la conciencia de los primeros hombres maldecidos, el ser humano se volcaría en buscar fuera del mundo un Ser imponente que justificara las cosas más terribles y sus descalabros azarosos. Así nacería la religión y la cultura que luego la sostuviera. Pero el tiempo evolucionaría como para entender que los designios trascendentes no son tales o no son infalibles. Que no son nada inevitable como para que las cosas más duras o desoladas no tengan una respuesta en la vida. Es por lo que la ciencia terminaría por calmar otra conciencia diferente.

Los creadores de Arte son testigos tangibles de esos procesos culturales. Por eso se pintaría el mito, la religión y la naturaleza. Porque eran tres cosas que los seres más comprenderían para poder entender la vida y sus miserias. Porque eran los detalles de esas cosas los que todos habrían mejor oído que visto. Pero nada de lo que se percibe cotidianamente se mantiene unido a la belleza. Sin embargo, la belleza  es siempre una garantía de permanencia, de sublime permanencia, de grandeza o analgésico espiritual que llega a todos para entender mejor el mundo y sus desdichas. Luego llegaron otros creadores y mostraron la realidad sórdida de la vida, una para la que no habría que alejarse mucho para verla, que no solo era ya oída sino vista. Pero sucedía que era ahora una realidad muy diferente a la de antes. Porque los seres habrían nacido, sufrido y desaparecido siempre por algo concreto, algo tajante, ineludible, inevitable. Las guerras siempre habían existido y, con ellas, las enfermedades, la desolación y la muerte. Pero pronto llegaría al mundo con su evolución social y tecnológica un tiempo diferente. Ahora las cosas comenzaron a cambiar como cambian los colores de una tierra lastimosa: lenta e inapreciablemente. Ya no es solo que la gente perezca como siempre, no, ahora es que el tiempo se había aliado en parte con la muerte.

No es una muerte definitiva o definida, es otra cosa, es una forma de percibir de la vida cada día algo menos algunos seres. Es ver amanecer como siempre, pero ahora sin poder mirar el sol y deslumbrarse, sin poder volver a mirarlo luego satisfecho, aunque el tiempo no dure ya para ello más que un solo instante. Porque ahora, sin embargo, todo duraba más. Ahora las cosas lacerantes de la vida no mataban, seguian como si lo hicieran pero sin hacerlo. Y, además, estaban los seres en el mismo lugar de antes, con el mismo mito, la misma religión y la misma lógica aplastante. Y, así, un nuevo modo de ver las cosas surgió ya hace más de cien años. Los pintores tuvieron entonces que esforzarse por seguir emocionando como antes. Inútilmente. Por esto no se pudo ya sino inventar ahora otra forma de expresión para el Arte. Hasta hubo que  trastocar el concepto realista de la imagen para hacer con ella otra cosa, justo lo contrario: una forma de surrealismo...  Porque las imágenes más realistas dejaron de estar solo fijadas en un lienzo para repetirse ahora, una tras de otra, aunque con sutilezas, en la nueva dinámica visual  más asombrosa del cinematógrafo. El cine llegaría para suplantar y expresar aquella misma emoción desolada de antes. Esa misma emoción sublimada ya por el mito, la religión o la ciencia desbordante. Las nuevas imágenes dinámicas eran ahora la vida misma, la emoción descubierta de la vida, en un trozo de tiempo mayor que el de antes. Así empezaron a sentirse y a crearse. Pero, nada más. Las cosas importantes de la vida no cambiaron, ni han cambiado mucho, desde entonces. Cien años después la emoción -la más desgarrada, la más indignante-, esa que subyacía elogiosa antes en el Arte, seguirá durando el mismo tiempo, muy poco, para el que la mira que para el que la siga sufriendo como antes.

(Óleo realista del pintor británico Thomas Benjamin Kennington, Sin hogar, 1890, Museo Art Gallery de Bendigo, Australia; Vídeo de la película muda Ménilmontant, 1926, Francia; Óleo de Thomas B. Kennington, Pandora, 1908, Colección Privada; Cuadro del mismo pintor Kennington, Pan diario, 1883, Walker Art Gallery, Liverpool, Inglaterra.)

1 de diciembre de 2013

La imposibilidad real del deseo, o la desvelación siniestra y maravillosa de lo imposible.



En el año 1925 publicó el escritor estadounidense Theodore Dreiser su novela Una tragedia americana. Considerada como una de las mejores novelas escritas en inglés del siglo XX, se basaba en un hecho real sucedido en el estado de Nueva York en el verano de 1906. Entonces la policía hallaría el cadáver de la joven Grace Brown ahogada en el lago Big Moose. El cadáver hallado había sido golpeado y la muerte de la joven podría ser un homicidio premeditado. Sin embargo, apareció en el lago sola, ahogada y, por tanto, con la suspicacia de haber podido ser sólo un vulgar accidente. Así que pronto la investigación se centraría en el joven con el cual ella había sido vista antes de embarcar. Chester Gillette era sobrino del dueño de la fábrica donde trabajaba la víctima. Hijo del  hermano pobre del rico industrial, acabaría trabajando para su tío tratando de labrarse un porvenir diferente al que la vida de sus arruinados padres le había provocado. Pero el destino deseoso que soñara para su vida se acabaría enfrentando con la pasión momentánea, sórdida y fugaz que sentía por Grace. Esta joven acabaría pronto quedando embarazada y ello les obliga a unir sus vidas en un, para Chester, fracasado porvenir. Ante la insistencia de ella en casarse, él se abandona en otras dulces seducciones enamoradas. Hasta que un día, agobiado y quejumbroso, decide viajar con Grace para cumplir su destino inevitable.

Se detuvieron en un paradisíaco lago donde él, desesperado, acaba embarcándose en un destino fatal y homicida. Fue detenido y acusado a ser condenado a morir en la silla eléctrica en la prisión de Auburn en el otoño de 1908. La historia, tan cinematográfica como parecía, fue llevada al cine en varias ocasiones pero solo la filmada por el director George Stevens en el año 1951 sería la que pasaría a ser una maravillosa obra de arte. La película crea su argumento inspirado en la novela pero, a cambio, el director sustituye un deseo de otra vida o el de acceder a un mundo maravilloso y sofisticado -al cual él debía pertenecer por nexos familiares- por otro inevitable deseo muy humano, este más cinematográfico y operístico: el deseo auspiciado por un amor pasional más enamorado. Porque es el desarrollo del deseo lo que hace genial la historia filmada finalmente. Cuando el personaje de Chester llega a la fábrica de su tío éste le ofrece un empleo de obrero, algo con lo que nunca soñó con ser. En una de las reuniones familiares en casa de su tío conoce a la bella Ángela, una hermosa y sofisticada joven amiga de sus primos. Algo -esa belleza- absolutamente inalcanzable para él. Pero antes de eso había conocido a Grace, una operaria de su misma sección que se enamora irremediablemente de él. Este amor, donde se refugia Chester, terminaría justificando todos sus frustrados anhelos, sin embargo. A pesar de que ella le dice que no se preocupe, que algún día será ascendido, él no lo cree. Se resigna entonces a su destino. Tiempo después, justo cuando Grace sabe lo que guarda ahora el fruto de su pasión -su embarazo-, el irónico destino terminará uniendo apasionadamente las vidas de Chester y Ángela. Pero para entonces, para ese iluso momento deseado, se acabaría desatando la terrible tragedia...

El creador romántico alemán Caspar David Friedrich pinta en el año 1810 su enigmática y espiritual obra Arco iris en un paisaje de montaña. Fue uno de los creadores más inspirados del Romanticismo alemán. Embellecería sus obras con un aura sobrenatural con la que trató de encontrar el resorte creativo donde poder acercar una imagen iconográfica al deseo del alma. En esta obra trata de describir la escena instantánea de la imagen representada por un arco iris geométricamente perfecto. Y debe ser sólo un momento, un instante, lo que dura la visión de un arco iris poderoso. Un personaje caminante -el mismo pintor autorretratado- se detiene ante el maravilloso prodigio para escudriñar, el tiempo que precise, el misterioso sentido que encierra el extraordinario fenómeno. Pero lo más importante de todo es que es una imagen imposible: no puede existir un arco iris en un cielo sin sol. Entonces, ¿por qué ese alarde? Por el deseo poderoso del hombre de querer encontrar respuestas a sus perennes preguntas. Por acercarse ahora, aunque sólo un instante, a la suprema bendición -o maldición- de un incognoscible destino. 

Dos mundos se dispersan en la obra romántica de Friedrich, por un lado el terrenal, el mundo iluminado y visible de un hombre ahora empequeñecido -coloreado por lo mundano de la vida-, deseoso de querer saber o encontrar un sentido a todo lo existente. Y por otro el poderoso, lejano, grandioso y oscurecido horizonte ilimitado, del todo incognoscible -no vemos nada ahí-, totalmente misterioso e indescifrable. Entre ambos mundos un arco iris imposible, lo único que posibilita, con su simbolismo artístico, el trance del sinsentido poderoso de dos mundos enfrentados. Pero sólo es un deseo imposible, un anhelo inútil por la fútil esperanza inane de su autor. En la iconografía medieval se representaba al arco iris como un símbolo revelador que, tras el arrasador diluvio bíblico, ofrecía una alianza entre la divinidad y los hombres. Sin embargo, siglos después, cuando el racionalismo llegó a cuestionar lo único cognoscible o alcanzable por el hombre, éste sólo pudo detenerse y descubrir, claramente, su completa y ridícula incapacidad de conocimiento. 

Porque el ser humano no puede llegar a conocer verdaderamente nada, no puede saber nada, y no podrá, por tanto, conseguir llegar a satisfacer ese deseo imposible. Porque ese deseo sólo es un vago reflejo imposible de lo que anhelamos. En su lienzo Friedrich consigue representar equilibrio y sorpresa. Equilibrio por la perfecta ejecución de la imagen, por el delineado y correcto arco que separa las dos visiones diferentes del mundo. Una de ellas inaccesible, sólo imaginable, porque debe ser maravilloso ese paisaje montañoso que no vemos, ya que ahora es todo negro, brumoso, tétrico y desolador. Y luego el otro escenario, la otra visión posible, ésta más cercana, verde, esperanzada y empequeñecida, la nuestra propia, llena ahora de luz y de colores, la única visión que, verdaderamente, podemos llegar a comprender. Pero también percibimos ahora la sorpresa, la admiración ante lo imposible que no vemos. Porque esto mismo, tanto la sorpresa como la admiración, son lo único que, con nuestros sentidos limitados, alcanzaremos a sentir ante un paisaje así de poderoso. Todo esto es lo que parece que nos dice ese arco iris imposible. Lo que se adivina aquí en un cielo sin sol: que sólo lo que se desea desde un pensamiento elevado podrá, si acaso, llegar a descubrirse. Aunque, eso sí, solo dentro de los limitados o efímeros sentidos de nuestro profundo y misterioso mundo interior.

(Óleo del pintor romántico Caspar David FriedrichArco iris en un paisaje de montaña, 1810, Museo Folkwang, Essen, Alemania; Imagen de un fotograma de la película Un lugar en el sol, 1951; Cartel de la misma película, 1951.)

24 de diciembre de 2012

Varias formas de ver la vida o diferentes perspectivas desde donde mirar.



Jacques Tissot había nacido en Nantes, la bretaña francesa, en el año 1836 y estudiaría Arte en París con el maestro neoclásico Ingres. En el año 1860 París era el centro del mundo y la ciudad relucía más brillante que nunca gracias al Segundo Imperio de Napoleón III. En la ciudad de la luz, del esplendor y la fascinación más mundana, el joven pintor Tissot retrataba ese mundo tan maravilloso, atrevido y complaciente. Y todo seguiría así de esplendoroso hasta que una de las primeras guerras de la Europa moderna sobreviniera, inesperada, desnudando desde entonces la inocencia de los europeos para siempre. En el año 1870 se desbocaría el horror en los campos de Francia como nunca había sucedido antes. La guerra Franco-Prusiana supuso la mayor convulsión social de entonces y transformaría a Europa por completo. Tanto influiría esa guerra que Europa no terminaría de sufrir sus consecuencias hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Después de la defenestración tan asolada que Alemania hiciera padecer a Francia, los jóvenes franceses sólo pudieron resistir el fracaso, batirse en la desesperada comuna o marchar del país.

Jacques Tissot se marcharía a Londres y cambiaría toda su vida allí, hasta su propio nombre francés lo cambiaría por el británico James. Ahora, James Tissot retrataría a la autosatisfecha sociedad inglesa victoriana. Una sociedad que comenzaba a desarrollar, gracias a la debilidad de sus vecinos europeos, un imperio que la llevaría a dominar el mundo como nunca por entonces. Y en ese Londres cultivado, arrebatador y arrogante el pintor francés conocería a la maravillosa, fascinante y hermosa Kathleen Newton. Ella acabaría siendo la modelo y compañera perfecta del pintor durante los próximos diez años. La soltura, el perfecto dibujo, la naturalidad y el realismo con el que retrató a la alta sociedad londinense hizo de Tissot un pintor muy demandado. Con sus lienzos de mundanidad y elegancia llegaría a plasmar la mejor imagen de la vida de aquel Londres poderoso. Una vida desenfadada, frívola y socialmente muy superficial. 

Su óleo Demasiado pronto es una muestra de la sociedad tan banal que el pintor retratara entonces. Causaría gran sensación la imagen social tan bien escenografiada por Tissot. El autor representa el instante social preciso de ese momento tan ofuscado en el que los invitados a una fiesta llegan antes de tiempo. En la obra se observa lo incómodo de la situación, representada ahora de un modo genial por los gestos y posturas de los personajes pintados. Y todo seguiría así de plácido, tan maravillosamente vivido por el pintor y su amante, en aquella sociedad londinense superficial de finales del siglo XIX. Todo hasta que la cruel enfermedad de Kathleen -una tuberculosis- la llevase a cometer un suicidio en el año 1882. A los veintiocho años de edad terminaría con su vida ella dejando a Tissot en una encrucijada personal muy lastimosa. Entonces él dejaría de pintar y volvería a París. Y tomaría luego una de las decisiones personales que más transformarían su vida y su creación artística. Decide marcharse a Palestina donde permanecerá durante casi diez años pintando. Todo lo cambiaría entonces el pintor: la técnica, los colores, el trazo, la temática, y hasta el sentido de su propia vida. Elige entonces retratar la vida de Jesús como nadie lo había hecho. Y lo haría tan compulsivamente como antes con su mundana pintura lo hubiera hecho en su anterior mundo satisfecho.

Existió una vez según el Génesis un rey de Mesopotamia tan cruel y despiadado que quiso demostrar su poder construyendo la torre más alta y grande del mundo. Así fue como se realizaría la famosa y legendaria Torre de Babel. Las tradiciones judaicas señalan a Nemrod como uno de los bisnietos de Noé y el primero de los hombres que llegaría a ser el más poderoso tirano de la Tierra. Fue así el primer rey y señor que dominaría las tierras de la Mesopotamia postdiluviana. Casi todas las versiones legendarias lo presentan como un hombre depravado, opuesto a toda divinidad o devoción piadosa. Algunas leyendas cuentan el final del malvado Nemrod a manos de Sem, otras que se arrepentiría incluso, y algunas que Esaú -nieto de Abraham- terminaría decapitándolo. En el año 1882 el pintor Tissot pintaría una escena infantil de juegos como una representación muy curiosa de aquel malvado rey tan sanguinario.

James Tissot regresaría a París y a Londres para exponer sus nuevas obras -acuarelas la mayoría- sobre Tierra Santa. Poco después se mudaría a la abadía cisterciense de Clairefontaine, cerca de la población francesa de Bouillon. Allí acabaría su vida en el año 1902 pintando una temática espiritual que ya no abandonaría nunca. Una de sus obras es la que crease una vez representando la visión que tuviese Jesús desde la propia cruz donde fue crucificado. Una audaz -y hasta sacrílega para algunos- visión de lo que el dios de los cristianos viese antes de morir crucificado. Todo un alarde pictórico y sentimental donde dejaría plasmada la subjetiva visión divina tan imposible de conocer. Una visión sobrenatural que, se supone, nadie podría siquiera imaginar. Salvo él, que la mostraría decidido y convencido además de que toda mirada tiene una perspectiva diferente de ser representada. Una perspectiva que pudiera ser vista ahora de una forma diferente, de un modo distinto a como la hubiésemos podido ver antes, en cualquier otra ocasión posible donde nuestros ojos solo la mirasen, angustiados, desde una única, exclusiva, parcial y sesgada forma.

(Todas las obras de James Tissot: acuarela Vista desde la Cruz, 1896, Nueva York, EEUU; Obra Adoración de los pastores; Óleo El pequeño Nemrod, 1882; Óleo Mujer joven en una barca, 1870; Obra Recepción, 1885; Óleo La mujer de Moda; Retrato de Kahtleen Newton, 1880; Autorretrato de James Tissot; Obra Demasiado pronto, 1873; Cuadro Jesús en Betania, 1894.)

Vídeo de la película rodada en Palestina en 1912 sobre la Vida de Cristo -Del pesebre a la Cruz- por el director Sidney Olcott:

29 de octubre de 2011

Podemos elegirlo todo, excepto dónde, cuándo y cómo nacer.



Existió en la Rusia profunda y zarista de mediados del siglo XIX un tintorero que, una vez, llegaría a echar de casa a su propia hija Bárbara al querer ésta casarse con un pobre y vulgar carpintero. Pocos años después, al enviudar Bárbara se vió obligada a regresar al hogar donde había nacido. Pero ahora llevando consigo a su pequeño hijo Alekséi Maksímovich Péshkov, conocido luego como Máximo Gorki (1868-1936). La infancia de Gorki fue un horror, un martirio que forjaría años más tarde al gran creador literario que fuera. En la casa de su abuelo las envidias y recelos surgieron de pronto frente a un posible nuevo heredero. Así, acabaría Gorki siendo maltratado por casi todos, pero especialmente por su abuelo, un ser violento, frustrado y lleno de amargura. Tal sería en su infancia el amor a la Literatura, que una vez llegaría a robar a su madre el poco dinero que costase un pequeño cuento de Andersen. Su madre le castigaría, pegándole incluso. Cuando su madre fallece, Gorki tiene once años y su abuelo lo obliga a trabajar ya fuera de casa. En uno de los muchos trabajos adolescentes que llegara a realizar, sucedió una noche que, en vez de cuidar de sus tareas, se distrajo leyendo viejos periódicos fatídicamente. La caldera, descuidada ahora por él, de pronto explotaría. Su patrona entonces le atizaría en la espalda de tal modo, con las ramas de un abeto, que tuvieron que extraer de su cuerpo hasta cuarenta y dos agujas puntiagudas del árbol.

Nuestra libertad potencial es casi completa, por no decir absolutamente completa. Podremos elegir irnos de un lugar, marcharnos o quedarnos. Podremos luchar o huir, si decidimos hacerlo, por aquello que pensamos ahora que más nos conviene hacer. Pero, también, podremos elegir quedarnos, elegir ahora continuar donde estamos..., porque, también, seremos libres de hacerlo. Del mismo modo, podremos hasta cambiarnos el nombre, o el color de nuestro pelo, o el olor de nuestro cuerpo... Podremos, si queremos, hasta cambiar nuestros orígenes; sí, llegar a ser otra persona diferente de la que nacimos. Generalmente, cuando cambiamos así, de ese modo tan radical, lo hacemos no tanto por nosotros mismos como, sobre todo, por los demás, por cómo los demás nos ven o nos condicionen. Porque es ahora cómo los demás nos ven o nos sientan lo que obliga a algunos seres a querer derivar en un cambio tan radical. Otras veces no. Otras elegimos cambiar porque nosotros queremos hacerlo, con independencia de lo que los demás opinen o quieran o condicionen nada. Es, sobre todo, cuando el cambio es interior más que exterior. Pero, en general, somos libres para elegir casi todo; no casi, sino todo. ¿Qué no podremos elegir, si queremos verdaderamente hacerlo? Muchos seres lo han demostrado en la historia. La fuerza de la decisión personal puede ser mayor que los propios adversos acontecimientos. Aunque éstos predominen a veces, siempre se puede volver a elegir, ya que la vida no es infinita ni permanente, ni odiosa siempre de por sí.

Pero, sin embargo, hay algo que no podremos elegir nunca. Es lo único. Hasta morir es posible elegirlo... Pero, nacer, no. Ni dónde, ni cuándo, ni cómo. Este es el misterio de la vida más subyacente de todos, si lo pensamos bien. ¿Por qué ahora?, ¿por qué entonces...?, ¿por qué aquí?, ¿por qué con éstos...?, ¿por qué de este modo...? No hay respuesta, ni la habrá. Estamos condenados en esto mucho más que en cualquier otra cosa del mundo. A veces a algunos seres, sólo algunos, la providencia les ha tocado parte de las alas de su destino, y han disfrutado así de un entorno maravilloso. Tuvieron la suerte de nacer así, de disponer entonces ese mundo... Otros ni siquiera sus alas pudieron volar, alegres o revoltosas, por un destino universal no ya excelente sino, al menos, sosegado y respetuoso. Pero, es que es así el único azar inexplicable, injusto y torticero de la vida. Entonces, sólo entonces, podremos acaso reelegir... Algunos maldiciendo de nuevo su reelección; otros luchando por querer hacer lo que soñaron antes, al comprender ahora la feroz diatriba desolada de sus vidas. Unos pocos -muy pocos- salvándose, si acaso, con lo que desde hace milenios el ser humano ideara: el Arte. La única cosa que transformará, tal vez, por completo, rehaciendo así un nuevo ser del todo, ahora sin connotaciones de lugar, ni de tiempo, ni de modo...

(Cuadro del pintor francés Marc Chagall, El Nacimiento, 1910, Suiza; Fotografía del escritor ruso Máximo Gorki; Óleo Amor Fraternal, 1851, del pintor francés clasicista William Adolphe Bouguereau, que tuvo la suerte de, a pesar de nacer en un ámbito conyugal enfrentado, ser enviado al cuidado y la educación de su tío, que le trató mejor y le envió incluso a estudiar a la escuela de Arte; Autorretrato, 1886, del pintor William Bouguereau; Cuadro del pintor Rubens, Nacimiento de Luis XIII, 1625; Óleo del pintor español Francisco de Zurbarán, Nacimiento de la Virgen, 1630, USA; Fotograma de la película Matar a un Ruiseñor, del año 1962, protagonizada por el actor Gregory Peck.)

Vídeo homenaje a la película Matar a un Ruiseñor, 1962:

2 de agosto de 2011

El mundo como representación y voluntad, como Arte y deseo, como inspiración y aliento.



El Ziegfeld Follies fue el nombre de un teatro neoyorquino de Broadway donde se representaron revistas musicales desde el año 1907 hasta el año 1931. Eran espectáculos divertidos, cómicos, justificados con la danza más atrevida y picante. Sin embargo, ese tipo de teatro, divertido, osado y artístico, comenzó realmente en París en la primavera del año 1869. Llamado en París Follies Bergère, aunque su nombre original fue Follies Trévise por estar entonces situado al lado de la calle parisina de Trévise. Tanta llegaría a ser su escandalosa mala fama, que el duque de Trévise no quiso ver su apellido asociado a tal tipo de espectáculo (se equivocaba el duque, nunca pensó entonces la fama que, con los años, su nombre habría podido alcanzar). Así que cambiaron, en el año 1872, el apellido del duque por el nombre, más discreto, de otra cercana calle de París. A principios de los años veinte, el Ziegfeld Follies de Nueva York alcanzaría su mayor apogeo artístico. Multitud de hermosas y ágiles jovencitas pasaron entonces por su escenario. Algunas llegaron a ser actrices de Hollywood, otras sólo recibieron aplausos pocos años, retirándose del Ziegfeld al dejar su atrayente juventud de auxiliarles. Ese fue el caso de Helen Jesmer, una grácil, bella y voluntariosa chica americana que danzaría por sus escenarios durante los años veinte. Casada con Donald Newmeyer -profesor de ingeniería e inmobiliario-, acabaría ella retirándose y dedicándose a su familia. En el año 1933 les nacería en Los Ángeles una preciosa niña, muy alta -llegaría a medir 1,80 metros- y respingada. La llamaron Julie Chalene Newmar, y su madre se empeñaría que, con esas piernas largas y hermosas, llegase a ser una extraordinaria bailarina.

Desde niña la educaron celosamente, estudiando ahora piano clásico y ballet. Su madre quiso que conociera los bailes más destacados de Europa. A finales de los años cuarenta viajaría a París y a Sevilla. Durante cerca de un año estuvieron recorriendo escuelas para que Julie pudiese aprender las danzas de diferentes tendencias europeas. Mujer inteligente, ingresaría en la universidad de California con una alta calificación. Pero su deseo artístico la impulsaría a abandonar la universidad y probar suerte en el cine. Hollywood estaba muy cerca, y una acertada prueba la llevaría a participar en un corto pero impactante papel a los veinte años. Interpretaría a una bailarina egipcia en la película La serpiente del Nilo del año 1953. Para esa actuación tuvo que ser pintada de oro todo el cuerpo, una circunstancia que casi le llega a costar la vida. Su participación en una de las hijas del mítico filme Siete novias para siete hermanos (1954) la daría a conocer. En Broadway, donde su madre había trabajado, tuvo buenas actuaciones en algunos musicales. Llegaría incluso a ganar un premio Tony (reconocidos galardones teatrales norteamericanos). Pero su trabajo en televisión la llevaría, sin embargo, a una fama que no alcanzaría ni en el teatro ni en el cine. Protagonizó la primera Catwoman de la historia en una serie de televisión norteamericana. Ha seguido trabajando en el mundo del espectáculo -participó en algunas películas en los años ochenta y noventa-, en los negocios inmobiliarios -virtud heredada de su padre-, así como en negocios dedicados al diseño, creación y promoción de lencería femenina y de cosmética.

Dedicada Julie Newmar toda su vida al mundo artístico, a la búsqueda en diferentes manifestaciones artísticas, llegaría incluso a diseñar pantys -Nudemar-, sujetadores y hasta crear -en su pasión por la jardinería- algunas nuevas variedades de rosas, de lirios o de orquídeas... Cuando se le preguntó por qué utilizaba sus jardines para celebrar actos de caridad contestaba: ¿Por qué no?, yo vivo en el paraíso. También, en cierta ocasión, le preguntaron, ¿cómo conseguía estar tan bien, qué hacía para mantenerse siempre atractiva y jovial? Las respuestas -dijo ella- son pocas cuando está claro que el maquillaje y el ejercicio están detrás. Una cosa, sólo una más -añadió-, la vida interior es muy importante.

El gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) escribió mucho a lo largo de toda su vida, pero recopilaría todo su saber en una sóla obra, El Mundo como Voluntad y Representación, publicada en el año 1819. Con esa ingente obra pretendía el filósofo, nada menos, que dar una explicación total del mundo. Sin embargo, según dicen las historias, no se llegaría a vender nada y el editor la despreciaría claramente. Sólo a partir del año 1851, cuando el autor ya era conocido por otras obras que cautivaron más, pasaría su trabajo de juventud a lograr los más altos elogios en la historia de la Filosofía y la Literatura. El libro parte de una premisa, de una idea inicial: La limitación del conocimiento del hombre. Nadie puede conocer lo que está fuera de sí mismo; es una absurda pretensión, me conoceré yo si acaso, pero no lo que no soy. Existen dos cosas en el mundo del conocimiento: el Sujeto que conoce y el Objeto a conocer. El primero sabe qué es, quién es: soy yo, mi conciencia; el segundo se ignora y estará además condicionado por el espacio (ahora está aquí, luego está allí), por el tiempo (ayer fue una cosa, hoy otra, mañana ¿qué será?) y por la causalidad (la necesidad universal). Pero, y en esto consistió la genialidad de Schopenhauer, las creaciones objetales (animal, vegetal o mineral) no tienen existencia real fuera de la representación, de lo que nos permite sentirlas en nuestra mente de alguna forma. Lo único que posee existencia real es la cosa en sí, lo que el filósofo alemán llamará voluntad. Y esto, la voluntad, la realidad última de todas las cosas, es realmente un principio metafísico general que gobernará el Universo, una fuerza poderosa también llamada por el filósofo voluntad de existir.

Porque esa voluntad de existir es un concepto más amplio y universal. De este concepto general, nuestra particular pulsión humana (nuestra humana voluntad) es tan sólo una parte mínima. La voluntad universal no se encuentra sometida a las formas de lo visible, o de lo cambiable, es decir, a lo espacial, temporal o causal del universo. El carácter individual de nuestra voluntad personal e individual para nada tiene que ver con el concepto de Voluntad Universal, por eso aquélla -nuestra voluntad personal- no existirá realmente. Son la suma de todas esas individualidades particulares, de cada ser vivo o cosa,  las que compondrán la Voluntad Universal. Y sobre esto el filósofo alemán se atrevió a decir: Esa Voluntad Universal obra sin motivo, ciegamente, actuando sin embargo como motor de todo y de la historia. Como en el Hinduismo, por ejemplo, Schopenhauer viene a afirmar que el ser humano es esclavo de sus deseos, de una voluntad -ajena- ciega de existir. Para el filósofo alemán no vivimos en el mejor mundo posible. El pensador alemán nos viene a auxiliar, de algún modo, cuando nos dice que dos son las obligadas necesidades del hombre para escapar de esa incertidumbre espantosa: practicar la compasión hacia los demás y liberarse del yugo de la voluntad de la existencia. Para conseguirlo nos recomendaría dos cosas: el Arte por un lado, ya que el placer de su ejercicio sustrae -compensa bastante- el dolor del deseo; y luego la Ascesis (prácticas para liberar el espíritu y poder lograr la virtud), que permitirá ir descubriendo y conociendo lo que la cosa es en sí, lo que existe realmente. De algún modo, todo eso conseguirá liberar a los seres de los motivos ajenos de su existencia desdichada.


(Óleo del pintor pro-impresionista Édouard Manet, Un bar en el Follies Bèrgere, 1882, Courtauld Institute de Art, Londres; Dos imágenes fotográficas de la actriz y bailarina americana Julie Newmar, años cincuenta; Fotografía de Julie Newmar disfrazada con el traje de Catwoman, años sesenta; Fotograma de la película El Oro de Mackenna, 1969, donde Julie Newmar interpretaba una sensual india; Imagen fotográfica de Helen Jesmer, madre de Julie Newmar, Ziegfield Follies, Nueva York, 1920; Fotografía actual de Julie Newmar, 2007; Retrato de Julie Newmar en Los Angeles, 2007, derechos de Comics Unlimited, USA; Imagen con el retrato y la firma del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, 1876.)

Vídeos homenaje a Julie Newmar:

30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)

6 de abril de 2011

Cuando lo difícil es encontrarse, volver a ser, cuando sólo perderse es la alternativa.



En una famosa secuencia fílmica de la película del año 1946 La Dalia Azul, protagonizada por Verónica Lake y Alan Ladd, hay un diálogo entre ambos amantes en el que ella le pregunta a él, de pronto: ¿No vas a darme siquiera las buenas noches?, y él contesta: esto es un adiós, y me cuesta decírtelo. Entonces ella le responde: Y, ¿por qué?, no me habías visto nunca antes de esta noche. Por fin, él terminará diciendo: Todo hombre te ha visto alguna vez en alguna parte, lo difícil es encontrarte...  Para ese preciso momento de su vida, para cuando él pronunciase esas proféticas palabras, para cuando Verónica Lake tuviese solo entonces veinticuatro años, comenzaría para ella, sin embargo, el malogrado declive fatídico de su vida..., no únicamente el de su carrera como actriz. Había nacido en el año 1922 con el nombre de Constance Frances Ockelman en el seno de una familia compleja. Cuando su padre fallece en un accidente en el año 1932, Verónica Lake, con sólo diez años, sería enviada por su madre a un colegio interno en Canadá. Al final de su vida acabaría su madre, una mujer posesiva e insensible, declarando incluso el inestable comportamiento desde la infancia de su hija Constance.

En Los Ángeles (California), con dieciséis años, Verónica Lake sería matriculada por su madre -quizá lo único bueno que le hiciera- en la Escuela de Teatro de Bliss y Hayden, un matrimonio de actores que triunfaría en Hollywood enseñando más que actuando.  Pronto, gracias a su belleza, talento natural y una maravillosa y volcada cabellera rubia, es incorporada a pequeños papeles en el cine. Así hasta que la Paramount Pictures fijara entonces su atención en su espectacular y arrebatadora belleza. Su precocidad, atractivo y una excesiva confianza en sí misma la precipitaron muy pronto al estrellato de Hollywood. Pero, sin  embargo, todo eso la llevaría a vivir el vértigo más aterrador y despiadado. Nada simpática -salvo con la cámara-, terminaría siendo aborrecida por muchos de sus compañeros de trabajo, que veían en Verónica Lake a una arribista sin contemplaciones. Su especial personalidad y capacidad de interpretación para la comedia como para el drama tuvieron el reconocimiento del público y de algunos directores de cine. Sin embargo dos cosas -además de una  posible esquizofrenia- le jugaron la peor de las suertes que estos espíritus indolentes tienen la desdicha de padecer. En ambas cosas la Guerra Mundial fue una parte de la causa. Un período ese curiosamente -la primera mitad de la década de los años cuarenta- que sería el mejor de toda su carrera cinematográfica.

Durante el año 1941 -en plena guerra mundial- las mujeres norteamericanas tomaron a Verónica Lake como modelo de belleza, imitando ese modo de peinarse y esa voluminosa cabellera que le tapaba un ojo. Pero al comenzar la guerra las autoridades militares le pidieron a los estudios de cine que dejaran de fomentar esa imagen de ella, ya que las trabajadoras de las fábricas de armamento no podían realizar su trabajo con ese estilo de peinado. Después sería además protagonizar en el año 1944 la película La hora antes del amanecer. En este filme Lake interpreta el personaje malvado de una espía nazi, el peor que se pudiera por entonces interpretar en el cine. Ayudaba -según un guión tendencioso- a Hitler a invadir Inglaterra, ¡y todavía no se había acabado la guerra! Cuando las cosas van mal no son garantía de que no puedan empeorar. Durante el rodaje de esa película -estando ella embarazada- tuvo un accidente con un cable de iluminación y su hijo nacería prematuro, falleciendo poco después. Terminó divorciándose entonces. Luego las críticas por su actuación en la película le achacaron el poco acento alemán de ella; ¡claro!, si no lo era... Comenzó a beber y su carácter se fue haciendo aún más desagradable.

A pesar de haber protagonizado buenas películas y haber creado una imagen vendible en el cine, la Paramount no le renovaría el contrato en el año 1948, con sólo veintiséis años de edad... Aunque conseguiría participar en alguna película entre los años 1949 y 1951, ya no pudo atraer el interés de nadie en el cine ni en la vida... Se divorció una segunda vez de un director de cine poco exitoso con el cual tuvo dos hijos. Pronto acabaría arruinada por su incapacidad de poder ser contratada ya por ningún otro estudio de cine. Sólo le quedaban la televisión y algunos trabajos esporádicos en el teatro. Aun así volvió a casarse -su belleza era su única posibilidad- con un compositor, pero otro maldito accidente le fracturó un tobillo y esto la llevó a tener que dejar la actuación para siempre. Se divorció otra vez más y entró en el infierno... Deambulaba por hoteles y bares volviéndose una alcohólica irremediable. Acabaría hasta trabajando en los años sesenta de camarera en un hotel de Nueva York, ¡ella, que había sido una gran estrella! A pesar de regresar a la televisión, volver a trabajar en el teatro y repetir otro fracasado matrimonio con un marino inglés, no consiguió nada más que publicar sus memorias en un libro exitoso -recurso salvador para  viejas glorias del cine-. 

Así pudo financiarse luego una imperdonable película de terror -Flesh Feast- durante el año 1970, una película donde protagoniza a una mujer que acaba martirizando a un hombre en una mesa de operaciones. El hombre termina siendo ¡el propio Hitler!, un impresionante modo de vengarse y llevar a cabo toda una deseada catarsis... En julio del año 1973, a los cincuenta años de edad, ingresaría de urgencias Verónica Lake en un hospital de Vermont. Una grave hepatitis terminaría lo que las sufridas dolencias de una malograda existencia no pudieron conseguir.   Cuando los filisteos bíblicos decidieron acabar con la amenaza que el poderoso, fuerte e imbatible Sansón les supondría para ellos, sobornaron a su amante y bella Dalila para poder conseguirlo. Ésta entonces no haría más que preguntarle a Sansón ¿dónde se encontraba el secreto de su fuerza? Él sólo la engañaría diciéndole alguna mentira que otra para tratar de satisfacerla. Pero un día, seducido Sansón por la belleza de Dalila y embriagado de pasión por ella, le confesaría la verdad de su terrible secreto. Estaba en su pelo alborotado, en su poderoso cabello negro y rizado..., cabellera que si dejaba de tener todo su poder acabaría para siempre. Así que ahora, una vez que Sansón se encontrara dormido en su regazo, Dalila tomaría los largos y hermosos cabellos negros  de su cabeza y los cortaría decidida. Sólo así los filisteos pudieron acabar, de una vez y para siempre, con la osadía y el estruendo poderoso de su más terrible enemigo.

(Fotografías de la actriz Verónica Lake con su larga cabellera, 1940-1949; Fotografía de Verónica Lake en los años cincuenta; Cartel cinematográfico de la película La hora antes del amanecer, 1944; Cuadro del pintor Gerard van Honthorst, Sansón y Dalila, 1616, EEUU; Fotografía de Verónica Lake en 1970 frente a los estudios Paramount; Imagen con el certificado de defunción de Lake, 1973.)

Vídeo homenaje de Verónica Lake: