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29 de marzo de 2013

La historia permanecerá subsumida en las inadvertidas creaciones del Arte.



Cuando los almohades llegaron a Hispania a mediados del siglo XII -seducidos por los perdedores almorávides vencidos por los cristianos en la península Ibérica-, alcanzaron su esplendor más glorioso con el califa almohade Abu Yusuf (1135-1184). Este califa norteafricano decidió que su capital imperial almohade fuese la ciudad ribereña de Sevilla. Fue él quien ordenaría construir una gran mezquita en la ciudad sureña de Al Andalus, proyecto que sólo pudo comenzar y que nunca llegaría a competir con la tan hermosa, grandiosa y sagrada mezquita cordobesa... Pero, al menos, la mezquita almohade hispalense tendría ahora un alminar, una torre de llamada a la oración tan alta y decorada como lo era la sagrada Kutubia de Marrakech. Y así pasaron los años hasta que, en 1248, los cristianos del rey Fernando III alzaron el pendón castellano-leonés sobre la famosa Giralda sevillana. Sin embargo, fueron esos mismos cristianos los que mantuvieron la torre sagrada, ahora consagrada al rito católico, tal y como estaba antes para ser sede arzobispal del nuevo reino reconquistado. Así que no fue hasta el mes de julio del año 1401 cuando entonces el cabildo sevillano decidiera erigir, en ese mismo lugar, una gran catedral cristiana, tan grande y buena que no haya otra igual en el mundo... La ciudad de Sevilla por entonces -principios del siglo XV- no tenía demasiados artesanos o artistas conocedores de técnicas constructivas y decorativas catedralicias, esas que una obra tan importante y sagrada requería para ser embellecida. Y es por lo que fueron llamados por toda la Europa cristiana los mejores artistas que el nuevo siglo pudiera ofrecer. Vinieron entonces de Italia, de Francia, de Alemania, también del resto de los reinos peninsulares. Arquitectos, escultores, pintores, artesanos o creadores, con experiencia en decoración y construcción de templos sagrados por toda la Cristiandad.

¿Quién fue realmente el primer arquitecto que ideara el diseño de ese enorme templo nunca antes diseñado? Por entonces, como ahora, se obligaba a dibujar los planos del edificio y a firmarlo al maestro constructor de la obra. Esos documentos existieron y en ellos aparecía el nombre del primer atarife responsable de la catedral de Sevilla. Porque luego hubieron más, tantos como los años que se tardaron en terminarla. Desde comienzos del siglo XV hasta mediados de ese siglo -año 1465- no se consiguió alcanzar levantar la catedral poco más allá de la mitad de su altura definitiva. Porque no fue sino a finales de ese siglo XV cuando se lograría terminarla, llegando incluso al año 1506 su completa finalización arquitectónica. Aquellos planos iniciales fueron guardados en el archivo catedralicio sevillano, pero el rey Felipe II ordenaría luego llevarlos al Palacio Real de Madrid a finales del siglo XVI. En ese viejo Alcázar madrileño durmieron sus recuerdos los planos de la Catedral de Sevilla con el diseño inicial y la firma de aquel primer arquitecto que ideara la estructura de sus muros. Allí estuvieron hasta que perecieron por completo -y con ellos el nombre del autor de los mismos-, consumidos por las feroces llamas del arrasador incendio que acabara con el Real Alcázar madrileño el día 24 de diciembre del año 1734.

Una de las puertas del magno edificio eclesial, situada hacia el este del edificio, hacia la actual plaza de la Virgen de los Reyes, es la llamada de las Campanillas. Fue llamada así porque, cuando se construía la catedral, ese lugar era desde el que se llamaba con unas campanillas a la finalización de la jornada. Como Sevilla y sus alrededores no poseen canteras de piedra, tuvieron que utilizar otros procedimientos artísticos para esculpir. El gran relieve que decora el tímpano de la puerta de las Campanillas representa la llegada de Jesús a Jerusalén. Está realizado en barro cocido, una técnica que sólo los artesanos franceses dominaban por entonces. Uno de los mejores escultores conocedores de esa técnica en barro llegaría a Sevilla en el año 1516 procedente del sur de Francia: Miguel Perrin. Junto a él, otros artistas finalizarían las obras de decoración que se prolongarían durante muchos años luego de haber acabado la catedral. Unas obras de Arte que tratarían de adornar aquel grandioso deseo monumental de algunos sevillanos hacia finales del siglo XIV. En estas obras de Arte decorativas contribuyeron diferentes creadores y arquitectos, diferentes órdenes de diseño también. Está diseñada con el estilo de la arquitectura Gótica -su principal orden constructiva y artística-, pasando luego por la arquitectura alemana medieval y la greco-romana, pero también por la árabe y hasta por la plateresca, ésta propia de sus últimos años decorativos. Así se configuraría la extraordinaria construcción que, como todas las obras de los hombres, pasaría por años de vicisitudes, de cambios y de fracasos. Por ella recorrieron y dejaron su arte primoroso unos seres desconocidos hoy, artistas que un día pensaron sobrevivir a sus esfuerzos dedicando por entonces todo su saber y destreza a esas sagradas construcciones artísticas. Unas obras -grandes o pequeñas- que permanecen indelebles como aquellos deseos tan inmortales de sus abnegados, desconocidos y efímeros promotores.

(Fotografía del tímpano de la Puerta de las Campanillas, Catedral de Sevilla, obra Jesús entra en Jerusalén, 1520, barro cocido, del escultor de origen francés Miguel Perrin, 1498-1552; Fotografía de una gárgola de la Catedral hispalense; Fotografía de la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes, Sevilla; Fotografía del tejado de un edificio anexo a la Catedral de Sevilla; Fotografía de la fachada de un edificio de la ciudad de Sevilla; Fotografía de Sevilla, vista parcial de la cúpula de la iglesia de la Magdalena, Sevilla; Fotografía de una esquina del Palacio Arzobispal, Sevilla; Fotografía de los arbotantes del edificio gótico de la Catedral hispalense.)

5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

21 de noviembre de 2012

El más exquisito de los creadores del barroco español.



El mayor asalto y expolio al Arte español de todos los tiempos se produjo durante la guerra de la Independencia española de 1808. Los ávidos gustadores entonces del mejor Arte compuesto no tuvieron pudor en robarlo y extraordinarias obras barrocas salieron de España para nunca más volver. No, nunca no, excepto una vez que una obra española expoliada regresaría, después de ciento treinta años casi, aunque para ello hubiera de entregarse otra obra a cambio. En el año 1813 sale de Sevilla para París el cuadro La Inmaculada de los Venerables del pintor español Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). El general francés Jean de Dieu Soult arrebató, entre otras muchas obras maestras, este exquisito cuadro barroco del año 1678. Un lienzo luminoso de colores ocres, azules y blancos, una creación artística extraordinaria.

En el siglo XIX los franceses alabarían esta obra como algo prodigioso, algo no visto antes. Tanto la alabaron que fue depositada en el año 1852 en el Museo del Louvre parisino para fervor de todos sus visitantes. De todas las inmaculadas creadas por Murillo era la de los Venerables la única de ellas que no se encontraba en España. Así que, en el año 1940, con ocasión del acercamiento diplomático de España con la Francia ocupada por Alemania, el gobierno español ve entonces una ocasión para recuperarla. Las creaciones de esplendor religioso habían dejado de estar de moda en Francia -entre el paganismo nazi y el modernismo cultural-, así que no se pusieron demasiados inconvenientes por cambiar una obra tan religiosa. Es curioso pensar que el Arte se convierta más que en Arte propiamente -por su valor estético y cultural- en una forma de atractivo ideológico o sociológico dependiendo del gusto coyuntural de la época.

El gobierno de Franco -y su neocatolicismo visceral- perseguiría la obra de Murillo como un buscador de Arte renacentista persiguiera un Tiziano. Las autoridades francesas del gobierno de Petain -la Francia ocupada- no la entregarían por cualquier cosa. A cambio hubo de darles otra gran obra, pero, ¿cuál obra elegir para ese cambalache? Existía un retrato de la reina Mariana de Austria -la esposa del rey español Felipe IV- de las que Velázquez había realizado, y podía ser ahora una moneda de cambio para el caso. Efectivamente, poseer un Velázquez -aunque fuese ese, no especialmente muy magistral- no admitiría discusión. En el año 1941 llegaría por fin, por carretera hasta Madrid, el extraordinario lienzo La Inmaculada de los Venerables, obra maestra del barroco español compuesta por el pintor sevillano Murillo en el año 1665 para el antiguo Hospital de los Venerables, una residencia de ancianos clérigos en la Sevilla decadente del decadente siglo XVII.

El crítico español de Arte Antonio Manuel Campoy (1924-1993) escribiría  una vez de Murillo: Hay pintores que desde sus comienzos tuvieron su justa fama, en la que, justamente también, se mantuvieron siempre. Velázquez puede ser el máximo ejemplo de temprana celebridad y nunca regateada gloria. Otros, como el Greco, fueron sólo minoritariamente estimados en su tiempo. La valoración definitiva de éste es muy tardía, casi del siglo XX. Goya tampoco dejó de ser famoso desde sus inicios, y lo mismo le ocurrió a Picasso. Murillo, en cambio, aunque conquistó la fama en su época, la mantuvo en el siglo XVIII y la aumentó en el XIX, ha sido un pintor al que los gustos y las modas atacaron más o menos superficialmente, llegando a creerse de buen tono no sentirse atraído por su arte, y en muchos casos hasta se consideró necesario restarle méritos. Murillo, entre los menos avisados, también entre los menos sensibles, vino a ser sinónimo de cromo de la Purísima, y se tuvo por debilidad burguesa gustar de sus cuadros de feria. Las causas de este desvío han sido muchas, la primera de ellas el escaso conocimiento que ciertas élites tuvieron del maestro sevillano, luego, ese vicio español que consiste en juzgar comparando, por oposición. Si las comparaciones, como dijo Cervantes, pueden ya ser odiosas, en materia de arte lo son todavía peor, pues son tontas.

(Óleo Muchacha con flores, 1670, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Cuadro Tres muchachos, 1660, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Lienzo en medio punto El patricio revela su sueño al papa Liberio, 1663, Murillo, instalado originalmente en la iglesia Santa María la Blanca de Sevilla, Museo del Prado, Madrid; Obra de Velázquez, Retrato de la reina doña Mariana de Austria, 1653, entregada a cambio de la Inmaculada de los Venerables en 1940 al Museo del Louvre francés; Óleo La Inmaculada de los Venerables, 1678, Murillo, Museo del Prado, Madrid; Obra Las Bodas de Caná, 1672, Murillo, Birminghan, Inglaterra; Óleo La Inmaculada de Aranjuez, 1675, Murillo, Museo del Prado; Obra La Inmaculada del Escorial, 1665, Murillo, Museo del Prado; Cuadro Muchacho con un perro, 1650, Murillo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Murillo, El regreso del hijo pródigo, 1670, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Óleo Rebeca y Elíecer, 1655, Murillo, Museo del Prado; Fotografía del Monumento a Murillo, Puerta de Murillo, Museo del Prado, Madrid.)

5 de noviembre de 2012

La servidumbre humana, sus historias, sus protagonistas y el Arte.



El pintor español Murillo (1617-1682) sería el encargado de componer un inmenso lienzo para una capilla dedicada a San Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. La enorme obra artística, cinco metros y medio de alto por tres metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco de madera tallado por Bernardo Simón. Ubicado finalmente en el baptisterio de la capilla de San Antonio en noviembre del año 1656, era tan impresionante su visión que, siglos después, el mariscal napoleónico Soult decidiría llevarse la obra de Murillo en el año 1810, cuando las tropas francesas a su mando controlaban la ciudad de Sevilla y lo que tuviese entonces de valor artístico. Sin embargo, el cabildo de la catedral sevillana le ofrecería mejor, a cambio, otra obra del mismo pintor, el lienzo Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso inconveniente y así fue como el San Antonio de Murillo pudo conservarse en Sevilla. La pintura ofrecida a cambio acabaría terminando entre las piezas exhibidas en el museo del Louvre.

Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán nunca su riesgo azaroso, ni siquiera a salvo de una virtual sustitución proverbial de una obra por otra...  A las ocho de la mañana del cinco de noviembre del año 1874 un empleado de la catedral sevillana descubriría una agresión al cuadro de Murillo. Esta obra era una creación extraordinaria del Barroco español y la habían seccionado vilmente, llevándose una parte importante del lienzo. El ladrón comprendería todo su valor, pero no podía hacerse con toda la pesada obra de Arte ni transportarla.  No se le ocurrió otra cosa que cercenar el lienzo y elegir la más elogiosa parte del mismo: la figura arrodillada del santo portugués. Aun así, el trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro: un metro y ochenta y cinco centímetros de alto por un metro y noventa centímetros de ancho. Inmediatamente las autoridades españolas pusieron un anuncio con dos imágenes del cuadro, antes y después del robo, en una publicación internacional, La Ilustración española y americana. Pero no sería hasta enero del año siguiente cuando un anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español -al parecer llamado Fernando García Vinuesa- la obra fragmentada para venderla. Este honesto comerciante neoyorquino, informado del robo de la obra, lo puso en conocimiento de la embajada española días después. 

Lo sucedido rozaba el misterio decimonónico más surrealista por entonces: el fragmento del lienzo cercenado, recompuesto entre cuatro bastidores, fue embarcado con rumbo a Cuba para, finalmente, ser enviado tiempo después a España. El sospechoso -autor o cómplice- sería puesto en libertad y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado de la obra. Tuvo que ser restaurada -cosida, encastrada y unida añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas llevadas a cabo por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años después, cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) viajase a España en 1897 acabaría visitando Sevilla a principios del mes de diciembre y tuvo ocasión de ver la obra. Maugham terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza que viese. Escribiría hasta un libro de ese juvenil viaje, Andalusia, Sketches and Impressions.

En uno de los capítulos del libro dedicado a la ciudad andaluza escribe Somerset Maugham: En el baptisterio, llenándolo todo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensa emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contempla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban. Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio, y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confirmada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.

En el año 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semi-autobiográficos, la obra literaria relata la historia de un joven huérfano que sufriría toda clase de humillaciones y vilezas durante su adolescencia. La crítica fue muy despiadada por entonces y descalificaría la novela con esta invectiva frase demoledora: parece la servidumbre sentimental de un pobre tonto.  El autor reconocería que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus demonios de juventud, y le aliviaría así la angustia que, durante mucho tiempo, le hubo causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría en la novela con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someterán nuestros propios deseos y anhelos, así como también la imposibilidad de zafarse del encadenamiento emocional a que nos acabarían llevando, inevitablemente, esas mismas pasiones.

(Detalle de la obra San Antonio de Padua, 1665, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes, Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla, cuadro rechazado entonces por el mariscal Soult por su tenebrismo; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)
  

25 de enero de 2012

Una pasión escondida, un genio andaluz y el Arte.



A veces en los pueblos donde la pasión desborda arte ésta reluce creativa, temprana y contemporánea. Otras veces ni siquiera acabará siendo conocida. Es el caso del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi (1922-1977). Pronto descubrió el pintor andaluz su poderosa habilidad para plasmar la pasión en un lienzo. Pero no nacería en el mejor de los tiempos posibles para un creador artístico. Sin sucumbir a la incultura ni a la envidia castiza, el pintor español Romero Ressendi terminaría su corta vida sin haber dejado nunca de ser fiel a sí mismo. Pero, como todos los creadores artísticos, dejaría la mejor muestra de sí mismo en sus obras. Una de las características de los genios pictóricos no es sólo saber pintar es, sobre todo, saber qué pintar. Y en esta pequeña muestra de Romero Ressendi se observa ahora la grandiosidad de un artista que supo siempre qué hacer con los colores, con la perspectiva, con el trazo o con la fuerza de su inspiración. Así, disfrazaría en algunas de sus obras modelos escondidos, ocultados ahora tras un antifaz como si fueran una rémora profunda de las raíces penitentes de su tierra.

Y todo lo ocultaría entonces el pintor, seres o cosas, daría igual ya que ¿qué es lo que se esconde realmente, detenido sin perfil alguno que dé vida al sujeto o al objeto, tras de un misterioso antifaz encapuchado? Luego, crearía también el pintor sevillano como pocos la imaginería más popular de los bailes de su tierra. Se presiente en estas creaciones aquí expuestas -Escena de baile y Bailando en la calle- la magia de otros genios del Arte hispano de años atrás, la semblanza de escuelas artísticas anteriores de su propio país. Desde un grandioso Goya, creador que al pintor andaluz apasionaba, hasta un cierto impresionismo modernista hispano, algo que él realizaría como si hubiese nacido años antes. Quiso hacerlo todo y representarlo todo, para poder así denunciarlo todo. Pero ahora sólo desde el propio Arte y con la estética atrevida que habían hecho ya sus colegas siglos antes. Sin embargo, no realizaría su Arte desde un mero pastiche de aquellas grandiosas obras de antes. Las fuertes e impactantes imágenes de sus pinturas tratarían sobre todo de llegar a las conciencias de los que las vieran, ocultas éstas también ahora como las de sus encapuchados.

Pero por entonces no le comprendieron, ¿cómo comprender a quien retrata así -tan poco colorista y demasiado bullanguero, con tan poca gracia artística- la alegría andaluza popular y festiva de una danza tan castiza? ¿Cómo comprender a quien expresa así, aunque sea de una forma tan creativa, la dureza más desolada y funesta de la vida de la gente, esa misma dureza que la sociedad bienpensante ocultase siempre y quisiera evitar mostrar a toda costa? Como en una ocasión sucediera, cuando a principios de los años cincuenta expusiese su obra Las tentaciones de San Jerónimo en Sevilla. Por entonces el Arzobispo de la ciudad, un personaje eclesiástico muy duro e intransigente, no vería la grandiosa, genial, artística y conseguida obra de Arte que el pintor hiciera; no, sólo vería el peligroso y relajado semblante ahora del santo retratado. ¿Cómo podía éste tenerlo así el semblante, ahora tan humano y relajado? No, esto sólo debía ser porque no se resistió a la tentación, ¡porque acababa de satisfacerla!, eso fue lo que dijo el cardenal de su obra de Arte. Al parecer, fue luego casi excomulgado el pintor andaluz por su atrevida, ultrajante y desconsiderada impudicia artística.

(Óleos todos del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi: Encapuchado; Encapuchado con montera; Escena de baile; Retrato de Paquita; Las tentaciones de San Jerónimo, 1950; Bailando en la calle; El pelele, 1976; Autorretrato de arlequín, 1959; Encapuchado; Encapuchado, 1974.)

22 de noviembre de 2011

La historia como una ceremonia de matices, que oscilan entre la claudicación y la esperanza.



En mayo del año 1499 Colón escribiría al rey Fernando el Católico que el fracaso de la colonia La Española era consecuencia de la codicia de los que habían ido a las Indias a enriquecerse. No pensaba entonces el Almirante que, apenas un año después, un enviado real -Francisco de Bobadilla- acabaría encadenándolo y embarcándolo, como a un vulgar condenado, con destino a España. Sin embargo, este nuevo gobernador enviado para arreglarlo todo, no conseguiría más que dividir y agravar aún más, a causa de su excesiva firmeza e intransigencia, los ánimos de los afines a Colón. Había que encontrar otro nuevo gobernador que fuese capaz de poner orden en los territorios descubiertos. En febrero del año 1502 un nuevo gobernador real, Nicolás de Ovando, partiría hacia La Española -actual Santo Domingo- desde la andaluza Sanlúcar de Barrameda. Con una flota de veintisiete naves, sería la primera gran expedición marítima enviada desde Europa jamás botada antes para surcar el temible Atlántico. Con 2.500 hombres y mujeres, entre colonos, frailes y artesanos, llevaría entre otras cosas frutos de morera para fabricar seda o algunos trozos de caña de azúcar para tratar de conseguir producirlos en las nuevas tierras.

Uno de los colonos que acompañaron a Nicolás de Ovando en aquel año de 1502 fue Diego Caballero de la Rosa (1484?-1560). Había entrado al servicio de un mercader genovés que comerciaba desde Sevilla con las Indias. Diego Caballero pertenecía a una familia de antiguos conversos -judíos convertidos al cristianismo- sevillanos. Su padre -Juan Caballero- sería perdonado en un auto de fe -representación de exculpación y retorno al seno de la Iglesia- celebrado en Sevilla en el año 1488. Cuando la población indígena de La Española disminuyera alarmantemente en el año 1514, los nuevos colonos se aventuraron a buscar mano de obra indígena -cuasi esclava- allá donde fuese. Así que Diego Caballero participaría entonces en una expedición que organizara su patrón, Jerónimo Grimaldi, para capturar indígenas en las islas de Curazao, unas islas cercanas a la costa venezolana del continente. Pocos años después conseguiría Diego hasta prosperar en las Indias occidentales. Incluso llegaría a ser secretario y contador -contable- de la Real Audiencia de Santo Domingo. Más tarde poseer un ingenio -hacienda- de azúcar, alcanzando luego hasta el cargo de regidor -alcalde- de la ciudad de Santo Domingo. Por fin, en el año 1547, obtendría el ansiado empleo de mariscal -alto funcionario militar- de la isla caribeña. Toda una extraordinaria y ventajosa carrera llevada en las Indias.

Pero, cuando años más tarde regresa a Sevilla no aspira Diego sino a ser liberado ya de sus cargas espirituales, unas cargas que su alma tuviera que soportar por las desesperadas acciones tan infames o inconfesables de su juventud. En el año 1553 entregaría a la catedral sevillana unos 26.000 maravedíes, una extraordinaria suma de dinero para disponer de capellanía propia -acuerdo con la Iglesia para hacer misas para la salvación del alma- y poseer su propio retablo catedralicio. Dos años más tarde, Diego Caballero contrataría a un pintor flamenco afincado en Sevilla, Pedro de Campaña (1503-1580), para que hiciera diez pinturas para su retablo sevillano. Por entonces, mediados del siglo XVI, el mejor retratista de obras sagradas en Sevilla lo era el flamenco Pieter Kempeneer -Pedro de Campaña-. Este pintor llevaba desde el año 1537 trabajando en la ciudad andaluza, ya que era el mejor destino económico para los pintores de la época. La ciudad disponía de dos razones de importancia: el creciente comercio americano y un gran mercado eclesial necesitado de imágenes. Pedro de Campaña fue un pintor renacentista que tuvo la suerte de disponer de dos influencias artísticas importantes: la flamenca y la italiana.

Después de residir en Venecia y Roma, marcharía a Sevilla donde desarrollaría las nuevas técnicas aprendidas de los maestros italianos. Pero además mantuvo el tono decidido, fuerte, áspero y ordenado de la extraordinaria pintura de Flandes. Fue el primer pintor en España que crearía retablos dominados por el estilo Manierista triunfante. Los retablos religiosos eran obras de Arte encargadas para los altares de las iglesias, unas composiciones que incluían a veces grandes obras maestras del Arte. Las obras maestras de aquellos retablos acabarían siendo muy maltratadas por los años y la desidia clerical. Eran extraordinarias pinturas manieristas que se situaban por encima de los ojos de los fieles, demasiado elevadas para verlas bien. En el año 1557 el pintor Pedro de Campaña fue requerido para otro retablo en Sevilla. Esta vez en una iglesia allende el río Guadalquivir: la iglesia de Santa Ana. En ella conseguiría Pedro de Campaña una de las mejores composiciones manieristas para un altar eclesiástico. Las pinturas que crease para ese Retablo de Santa Ana fueron, sin embargo, muy criticadas por sus colegas sevillanos. Tan dura fue la oposición -la envidia en definitiva- a su obra, que Pedro de Campaña no soportaría vivir donde había sido tan feliz. En Sevilla se había casado y había tenido sus dos hijos. Así que, ahora, decepcionado y cansado, luego de veinticinco años de estancia en la ciudad andaluza, decidiría el pintor regresar a su natal Flandes. En el año 1563 se alejaría definitivamente de su obra y de su vida sevillanas. En su tierra flamenca esperaría ya acoger los últimos momentos que elevarían, por fin, su alma mucho más alta que sus retablos artísticos andaluces. Desarrollaría el resto de su Arte manierista en Flandes, entonces parte importante de la corona española en el norte de Europa. Así que ahora, a diferencia de aquel que para salvar su alma le contratase años antes en Sevilla, no tendría él ya para eso mismo más que solo morirse... Porque ya habría logrado, tan solo con su Arte, realizar todo aquello que un alma necesitara para poder despegar, satisfecha y ágil -sin alas ni retablos ni misas-, hacia lo más alto de las cornisas divinas de la eternidad...

(Pintura central Retablo de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla; Pintura lateral inferior izquierdo del Retablo de la Purificación, 1556, retratos de don Diego Caballero, su hermano Alonso y su hijo, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Imagen fotográfica del Retablo de la Purificación en la Catedral de Sevilla, España; Pintura central de este retablo, Purificación de la Virgen, 1555, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Fotografía del Retablo de la iglesia de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla, España; Cuadro Jesús Descendido, 1556, Pedro de Campaña, Museo de Cádiz, España; Óleo de Pedro de Campaña, Retrato de una Dama, 1565, Alemania; Fotografía de la casa, del siglo XVI, de don Diego Caballero en Santo Domingo, República Dominicana; Imagen con la placa conmemorativa de esta casa, Santo Domingo.)

Vídeos de homenaje al pintor Pedro de Campaña: