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26 de mayo de 2019

Alegoría del deseo en el ocaso de una vida longeva en el Arte.




En el museo de Historia del Arte de Viena existe una misteriosa y sublime pintura de Tiziano, La Ninfa y el Pastor. Fue Tiziano uno de los casos más sorprendentes en el Arte: mantuvo su genialidad por casi cien años de vida. Nacido en 1477 en Cadore y fallecido en Venecia en 1576, vivió un periodo de lo más revulsivo, inspirador y creativo en el Arte. Ver sus obras es ver una evolución magistral, algo lógico en el devenir tan prolongado de un genio tan excelso como Tiziano. Cuando observé esta obra navegando virtualmente no sabía, al pronto, de qué autor era la pintura que veía absorto. Si conocemos más o menos las obras representativas de Tiziano, sus Dánaes, sus Venus, etc., era difícil identificar esta obra con su autoría clásica. Pero es casi mejor que la ignorancia del autor no condicione el gusto inicial por ver la obra. Y era difícil porque los rasgos faciales de las protagonistas de sus desnudos de obras compuestas diez o quince años antes son muy diferentes. También el paisaje y la pincelada, mucho más gruesa ahora así como el tono más sombrío. Todo menos perfilado o correcto a como lo hiciera antes, siguiendo las normas renacentistas más clásicas, y, por lo tanto, con un cierto modernismo ahora para la época, algo, sin embargo, muy sugerente e innovador.

Interesante obra donde la belleza está ahora en otras cosas. Pero, ¿en dónde? Es una belleza original llevada a cabo en las postrimerías del Renacimiento, entre los años 1570 y 1575. Y realizado además por uno de los creadores más paradigmáticos en cuanto a belleza clásica fijada en un lienzo. En un paisaje no muy sugerente o atractivo, se sitúan dos personajes mitológicos: una ninfa y un pastor. Se habrían tratado de identificar su relación con algunos personajes mitológicos conocidos, por ejemplo, en el caso de ella, Diana o Venus; y en el caso de él, Endimión o Eneas. Pero, nada, no hay posibilidad más que de una arbitrariedad interpretativa. Son lo que parecen, no lo que pensamos que podrían parecer. Y lo que parecen es: una ninfa y un pastor. Ella no tiene pinta de diosa y el no la tiene de héroe. No hay más que mirar. Al final de su vida Tiziano fue en todo más simple, aunque fuese más complejo en la interpretación de su contenido. La figura de la ninfa, porque es una ninfa lo que parece, nos muestra todas las características de este tipo de personaje: sugerencia erótica evidente, una cierta vulgaridad, desinhibición y naturalismo (personajes campesinos o naturales más que urbanos o sofisticados). En el caso del pastor, porque es un pastor lo que parece, el cuadro señala los elementos propios de estos personajes: vestidos con ropajes simples, posición servil (impropio de héroes), los cabellos adornados por ramas y una flauta en ristre.

Las representaciones de ninfas desnudas, sugerentes y solas interactuando con un pastor tienen una connotación erótica evidente. En este caso además el gesto de la ninfa es claramente seductor. ¿Hay un objeto iconográfico más deseable cuando se expone así? Independientemente de la belleza. Porque aquí son los símbolos eróticos y no otra cosa. Pero esos símbolos son acentuados por la posición, el gesto y la mirada. Es lujuria, deseo, y no otra cosa. En el caso de él, sin embargo, hay una interpretación diferente. Aislemos el personaje masculino: no es más que un pastor que desea tocar su flauta y mira embargado de amor, no de deseo. Es sentimiento el proceso de su actuación contenida. No hay impulso, no hay contacto, no hay gesto exaltado de pasión. Pero en ella sí. La insinuación y la disponibilidad en ella son evidentes. Hay un contacto expresivo de comunicación no verbal que indica un deseo inevitable. Pero no hay contacto ni intención. Tanto es el deseo que el pintor siente la necesidad de tocar el cuerpo de la ninfa. Y lo toca él, lo está tocando el pintor... Porque la mano que toca el brazo derecho de la ninfa, ¿de quién es? ¿Del pastor? Imposible. ¿De la ninfa? ¿Es ella misma la que se toca a sí misma? Pero es que no parece ser su muñeca ni su mano, ¿o sí? Aunque es la única posibilidad real, porque no hay nadie más que ellos dos ahí representados. Sin embargo, no es muy conforme a la belleza de los gestos renacentistas esa torsión tan forzada. Pero, si lo fuera, ese gesto de ella reforzaría el deseo, aumentaría la emoción lujuriosa de ese momento crítico. Siente ella la necesidad de tocarse para comunicar la sintonía erótica que siente de ser tocada.

Hay otras cosas más en la obra de Arte que representan erotismo o lujuria: las pieles, vivas o muertas, de animales salvajes. En un caso sobre la que ella descansa, la piel de un tigre bajo su formidable cuerpo deseoso, en otro la piel viva de una cabra que se apoya, enhiesta, en un tronco roto. ¿Por qué el árbol está ahora así, roto por la mitad? En otra obra muy anterior de Tiziano, Alegoría de las tres edades de la vida, se observa también un árbol roto y deteriorado. Entonces había que representar los diferentes momentos de una vida humana: entre ellos la finitud, el fin de la vida. Por eso la figura simbólica de un árbol raído y a punto de morir. Pero, ¿y aquí, en esta obra de ninfa y pastor, dónde está la decadencia? En el pintor. Un creador que fue capaz de sentir tanto la belleza, la emoción física de la atracción de la belleza, ¿cómo pudo conciliar esa fuerza arrolladora de años de irrefrenable inspiración con el lógico apaciguamiento de su deseo? Hay que pensar que, al menos, el pintor tendría ochenta y cinco años al pintar esta obra. Tal vez por esto compuso una visión no armonizada con el deseo. El pastor admira y quiere agradar con su música -su Arte- la belleza inconteniblemente erótica y salvaje de su adoración. Sólo eso. Ella, sin embargo, es la modelo más deseosa e insinuante de todas las que el pintor veneciano crease en su larga y creativa vida. Un homenaje más que una alegoría al deseo de la belleza, esa belleza que el pintor pudo componer al final de su elogiosa y fértil carrera artística.


Lo que mueve al santo,
la renuncia del santo
(niega tus deseos
 y hallarás entonces
lo que tu corazón desea),
 son sobrehumanos. Ahí te inclinas, y pasas.
 Porque algunos nacieron para santos
 y otros para ser hombres.

Acaso cerca de dejar la vida,
de nada arrepentido y siempre enamorado,
y con pasión que no desmienta a la primera,
quisieras, como aquel pintor viejo,
una vez más representar la forma humana,
 hablando silencioso con ciencia ya admirable.

 El cuadro aquel aún miras,
 ya no en su realidad, en la memoria;
la ninfa desnuda y reclinada
y a su lado el pastor, absorto todo
de carnal hermosura.
El fondo neutro, insinuado
 por el pincel apenas.

La luz entera mana
 del cuerpo de la ninfa, que es el centro
del lienzo, su razón y su gozo;
la huella creadora fresca en él todavía,
la huella de los dedos enamorados
que, bajo su caricia, lo animaran
con candor animal y con gracia terrestre.

Desnuda y reclinada contemplamos
esa curva adorable, base de la espalda,
donde el pintor se demoró, usando con ternura
diestra, no el pincel, más los dedos,
con ahínco de amor y de trabajo
que son un acto solo, la cifra de una vida
perfecta al acabar, igual que el sol a veces
demora su esplendor cercano del ocaso.

Y cuando había amado, había vivido,
había pintado cuando pintó ese cuerpo:
cerca de los cien años prodigiosos;
mas su fervor humano, agradecido al mundo,
inocente aún era en él, como en el mozo
destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Luis Cernuda (Poeta español, 1902-1963)
(Versos inspirados en este cuadro de Tiziano)

(Óleo La Ninfa y el Pastor, 1570-75, Kunsthistorisches Museum, Viena; Pintura Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1565, Museo del Prado, Madrid; Óleo Venus recreándose con el Amor y la Música, 1555, Museo del Prado, Madrid; Todas obras del pintor renacentista Tiziano.)

26 de septiembre de 2012

Deshacer el tiempo con el deseo, con la ilusión, con la desazón o el sinsentido.



En la vida del ser humano pueden existir diferentes formas de esperar. Por ejemplo, tres: la espera definida, la espera indefinida y la espera indiferente. Porque en ciertas ocasiones podemos desmenuzar el tiempo sin complejos, sin angustias, sin abstracciones ni lamentos. Es como en el caso de la primera obra, la espera definida, cuando nos sentamos a esperar, por ejemplo, un transporte en nuestra vida. Aquí sabremos cuál cosa esperar, la hora que llegará y, sobre todo, dónde nos llevará. Esperamos entonces seguros y definidos, convencidos de qué cosa esperar y de esperarlo. Así lo vemos en el cuadro del pintor James Tissot, A la espera del ferry, una obra realizada en el año 1878 y que representa dos figuras humanas sentadas en un embarcadero a la espera de un barco. Ella se muestra ahora tranquila y pensativa, aparentemente segura y a la espera... Preparada, incluso, para abordar ya todo aquello que le espere. Porque pronto llegará el vapor y todo cambiará... ¿Qué podemos entrever aquí ante esa espera femenina?: ¿resignación?, ¿confianza?, ¿ilusión? En cualquier caso algún tipo de sensación de seguridad ante la espera, algún control emocional que surge ante las cosas sabidas o por saber y que son parte de lo que se espera. El otro personaje retratado en la obra, ladeado y somnoliento, sugiere una mayor certeza, indolencia o cotidianeidad ante la espera. Él no espera, posiblemente, nada más de lo que espera. 

Pero otras veces esperar es sufrimiento. No espera, desespera más bien, el ser, alguien que no sabe nada de lo que ese deshacer el tiempo pueda o no traerle ante la espera. Aquí no hay definición alguna, es ahora aquí la espera indefinida, y lo es porque no sabremos con certeza si llegará o no aquello que se espera. Es el ejemplo paradigmático del personaje mítico y legendario de Penélope. Ella tan sólo sabe que debe esperar y qué esperar. Pero lo que no sabe, ni sabrá nunca, es si eso que espera llegará o no. Si los días o los años serán luego -después del sufrimiento- un favor consumido gratamente ante la escena de un posible final desagraviado. Como en el mito griego, Penélope vuelve a deshilar su ovillo para retomar, cada vez, de nuevo su esperanza. Ha pasado a la historia de la mitología como un ejemplo heroico de virtud sosegada ante la soledad, ante sí misma o ante la presión de un medio desalmado. 

¿Qué seguridad se puede tener ante la incertidumbre? Ninguna. Tan sólo, si acaso, la que uno quiera componerse entre los duros momentos de la ausencia.  Pero, todavía hay una espera que es aún más espera, algo imposible de salvar con nada ni con nadie. Es la espera indiferente, aquella que el ser recompone desde la nada, la que ni siquiera sabe muy bien qué esperar, ni si espera verdaderamente algo. Es una sensación entonces sin sentido, una extraña forma interior de desazón. Su espíritu albergará  entonces una vaga espera de lo inútil, de lo que no existe ni siquiera en su mente, de lo que no obedece ya a nada de una vida o de sus cosas. Como en la obra pictórica titulada Espera -del artista chileno Badilla-, donde ahora se nos transluce en la imagen una especial quimera sin respuesta. No sabremos más ahora que esperaremos algo sin saber siquiera el qué. No entenderemos muy bien qué nos pasa ni qué maldita sensación oculta nos abruma. ¿Qué esperar ahora, si nada se espera ya ni en tiempo, en cosa o en persona? Como también en la obra del pintor italiano Venanzio Zolla, La espera, del año 1917, donde lo único que ahora sabe la conciencia de la figura del cuadro es que algo debería acontecer para esperarlo. Porque aquí no existe ya una cosa ahora que se espere, sólo la rara sensación de no esperarlo.

(Óleo A la espera del ferry, 1878, del pintor inglés James Tissot -espera definida-; Pintura Espera, 2010, del autor chileno actual Francisco Badilla Briones, Chile -espera indiferente-; Óleo Penélope deshaciendo su trabajo, 1785, del pintor Joseph Wright de Derby -espera indefinida-; Cuadro La espera, 1917, del pintor italiano Venanzio Zolla -espera indiferente-; Fotografía de Parados en una cola en Oregon, años treinta, EEUU., -espera indefinida-.)

30 de julio de 2012

La vida es una sombra que pasa entre el ruido y la furia... o el sosiego y la calma.



Quizá una de las tragedias literarias más conseguidas de la historia, desde las antiguas griegas escritas por Esquilo, haya sido la conocida y clásica obra Macbeth de Shakespeare. En este fiel reflejo de la pérfida naturaleza humana el autor inglés quiso descubrirnos, sin pudor ni delicadeza, la obsesiva ambición más criminal: el asesinato vil de un rey a manos de uno de sus fieles servidores, el barón Macbeth. Una ambición que no perdonaría nada, ni siquiera la más que atribulada lealtad desmerecida, víctima propiciatoria y necesaria para escalar, sin ésta, los altos muros de lo inmoral. Así se dejaría traslucir la peor ambición, entre las egoístas sensaciones premeditadas de una cruel estrategia miserable. Y en ella cabe ahora todo: la ruin mentira, la grandiosa y falsa reverencia o la cobardía más insolente. Porque, como escribiera el famoso poeta inglés, no se quiere hacer trampa, pero se acepta una ganancia ilegítima.  Porque, continúa Shakespeare en su tragedia, se quiere poseer lo que te grita: ¡haz esto para tenerme!, y, sin embargo, termina el bardo inglés diciéndonos: esto sientes más miedo de hacerlo que deseo de no quererlo hacer.

En la última escena del quinto acto, cuando el desenlace atroz se sospeche por el protagonista, cuando las profecías -las propias y las ajenas- se adelanten sin reparos o la desgracia comience a debatirse entre las paredes de su refugio -un lugar donde el malvado protagonista se esconde de su error, de su horror y de todos sus lamentos-, descubrirá al fin la nítida filosofía ya inútil:  el mañana, el mañana y el mañana, avanzan a pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable, donde todos nuestros ayeres hayan alumbrado a los locos el camino hacia los polvos de la muerte. ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha! ¡La vida no es más que una sombra que pasa, un mal actor que se pavonea y agita una hora sobre el escenario y después no se le oye más; un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y de furia y que nada significa! Antes del final trágico, al principio del drama, cuando Macbeth comienza a elucubrar a solas lo que le han dicho -y le dirán- las profecías, sus cavilaciones y su codiciosa mujer, monologa dubitativo sobre su criminal elección: ¡Si con hacerlo quedara todo hecho! ¡Si el asesinato evitara todas las consecuencias y, acabado éste, se asegurase el éxito! Pero, no; la Justicia, del mismo modo que nosotros hacemos, también nos presentará las mismas añagazas contra nosotros. Y se plantea el protagonista, inquisitivo y mordaz, la ofuscación de su propia felonía, de su terrible traición imperdonable: La víctima está ahora aquí, bajo mi casa y mi protección. Además, como su anfitrión que soy, debiera yo cerrar las puertas a su asesino y no tomar, a cambio, el puñal. Ha usado él tan dulcemente su poder conmigo y con todos, tan intachable ha sido, que sus virtudes clamarán como trompetas angélicas contra el acto condenable de su eliminación.

Continúa Macbeth, melancólico casi, diciendo: Y la misma piedad, semejante a un niño recién nacido cabalgando desnudo sobre un huracán, o como un querubín transportado en alas por los corceles del aire revuelto, revelarán la acción horrenda a los ojos de los hombres. No tengo otra espuela para aguijonear los flancos de mi elección sino una honda ambición, esta que saltará en exceso mi cabalgadura, sobrepasándola del todo, para caer del otro lado...  De este modo tan poético fue como el pintor británico William Blake (1757-1827) se inspiraría en Shakespeare para componer su enigmática obra La Piedad. Este artista y místico romántico se adelantaría a los simbolistas creando imágenes fantásticas, oníricas, mitológicas o poéticas. Viviremos inmersos -sin querer a veces y otras queriéndolo- entre el desaforado y alocado estruendo de los ritmos furiosos o, a cambio, en el tranquilo acontecer de una experiencia agradable, en la sosegada calma de una emoción estimulante o en la serena visión placentera de una existencia maravillosa, inspiradora, fructífera y necesaria. Pero, a veces, no tendremos la elección de nuestra mano y, por tanto, no sabremos cómo una elección nos supone luego otra... La primera elección, elogiosa sería probablemente, pero, algo más tarde, la siguiente elección será espantosa, por sufrida, agresiva y vergonzosa elección anterior equivocada, por la cobarde decisión de la primera... Y, después, el horror, el fracaso, el deseo inconfesable de nuestro más oscuro anhelo maldiciente. Entonces, ¿cómo no caer ya del otro lado de las cosas? Posiblemente, estimando mejor la medida del impulso, esperando quedarse uno ya sin traza, sin fuerza casi, sin poder llegar apenas, sin herirse, sin que ahogue ahora otras voces o ademanes..., que pasarse.

(Acuarela y tinta en papel La Piedad, 1795, William Blake, Tate Gallery, Londres; Óleo Gruta de las Ninfas de la Tempestad, 1903, Edward Poynter; Óleo Flagelación de Cristo, 1880, William Adolphe Bouguereau; Obra Sosiego en las dunas, de la pintora peruana actual Cecilia Oré Bellonchpiquer; Cuadro del pintor realista Jean François Millet, El Ángelus, 1859, Museo de Orsay, París; Obra Serenidad, 1942, del pintor británico afincado en España, Jorge Apperley, Granada.)

15 de marzo de 2011

La lírica como un manifiesto individual, subjetivo, poderoso y permanente.



El cambio social y económico producido en la Grecia antigua durante el siglo VII a.C., motivaría que una nueva clase comercial, artesanal, urbana y autocomplaciente ascendiera entonces socialmente, adquiriendo ahora cierto poder y prevalencia sobre los demás. Eso provocaría un individualismo en la sociedad griega que llevaría a que esos miembros socialmente favorecidos se plantearan un interés especial e íntimo por todo lo atractivo que les rodeara, por el conocimiento de la naturaleza y de la belleza. Ahora ellos, con sus vidas desahogadas, disfrutarían de una naturaleza más amable, mucho más que la que -injustamente- otros pudieran disfrutar, como los marginados, los campesinos, los esclavos o los parias. Así, curiosamente, llegaría a prosperar la filosofía y la lírica -incluso el Arte- en el mundo griego antiguo. En la antigua costa helena de Jonia, tanto en sus islas costeras -Lesbos- como en su litoral -en Teos por ejemplo-, surgieron por entonces unos poetas líricos que fueron famosos en la historia por sus cantos personales, unas composiciones líricas realizadas en honor a los dioses pero también a la vida placentera o al amor.

De ahí procedieron los poetas contemporáneos Safo y Alceo, y, algún tiempo después, el famoso Anacreonte. Pasaron, junto con otros, a ser llamados los poetas mélicos -de melos, canción-, aunque también al utilizar la lira para acompañar su música acabarían denominándose lyrikos -líricos-. Sus creaciones mélicas fueron denominadas monódicas ya que, a diferencia de las corales, se ejecutaban por una sola persona y glosaban ahora al amor, al placer o al vino. Estos tres poetas jonios, Safo, Alceo y Anacreonte, llegarían a ser sus más importantes y conocidos representantes líricos. Fue Anacreonte, nacido a la muerte de Safo, quien propagaría el rumor de que esta poetisa de Lesbos habría llegado a mantener relaciones amorosas con otras mujeres líricas de su escuela. Es por lo que, finalmente, los términos sáfico y lésbico se dieron a conocer con ese sentido homo-erótico femenino. Sin embargo, se relacionaría Safo también con Alceo, el otro poeta lírico de Lesbos, aunque nunca se supo realmente cuál tipo de relación mantuvieron. Alceo menciona a Safo en sus versos y llegaría a intercambiar algunas canciones y odas con ella. Una muestra de las creaciones de estos tres líricos griegos de entonces son estas pequeñas composiciones poéticas:

Ya se ocultó la Luna
y las Pléyades. Promedia
la noche. Pasa la hora.
Y aún yo duermo sola.
(Safo)

No acierto saber de dónde sopla el viento;
rueda la ola gigante unas veces de este lado
y otras de aquél; nosotros por el medio
somos llevados en la negra nave.
(Alceo)

De nuevo amo y no amo,
deliro y no deliro.
(Anacreonte)

En el año 1912 terminaría el pintor español Francisco Pradilla y Ortiz (1848-1921) su obra Mal de amores, encargada por un industrial vasco aficionado al Arte y gran coleccionista de pintura. En la obra modernista se describe una escena renacentista castellana de finales del siglo XV. La pintura muestra la imagen sosegada de una representación poética medieval llevada a cabo por un joven cancionero trashumante. El escenario pictórico está dividido en dos mitades distinguibles. Por un lado una parte material, la construida por el hombre, no por la naturaleza: una galería románica oscura, fría, pesimista y mayestática; por otro lado un paisaje natural, libre, feraz, colorido y venturoso. La narración pictórica nos cuenta la historia de una mujer herida de amor que es atendida ahora por su dueña -su servidora- en los jardines de su lujosa estancia familiar. También ella está ahora protegida por la figura tutelar, distante y adusta de un padre con aspecto vanidoso, aunque desconfiado y curioso ante la figura del ahora orgulloso poeta. Justo frente a la joven malograda por un amor desdichado, justo ahora frente a la dulce y desengañada joven maltratada por amor, se sitúa dispuesto el trovador, el poeta o el cancionero gótico. Ataviado con su laúd barroco -conocido como chitarrone romano o laúd de largo tamaño- se dispone el poeta medieval, ahora decidido, alejado y seguro entre sus versos, satisfecho también por su lírica sonora tan romántica, a calmar así la angustiosa, irreverente, desdeñosa, vaga, solitaria y lacerante, actitud tan desvanecida de la joven a causa de un terrible y desdichado desamor.

(Cuadro del pintor español Francisco Pradilla, Mal de amores, 1912, Particular, donde se aprecia en el lienzo además, al fondo, una ría de Galicia, España; Óleo de Francisco Pradilla, Lectura de Anacreonte, 1904, Museo de Buenos Aires; Cuadro del pintor británico Alma-Tadema, Safo y Alceo, 1881.)

1 de marzo de 2011

Entre el naturalismo y los puntos liminares..., o la diferencia entre el realismo y la metáfora.



En el año 1867 el gran escritor francés Emile Zola publicaría su novela realista Thérèse Ranquin. Describía en ella la sórdida vida de su protagonista, una joven campesina que es obligada a casarse con un desagradable personaje. Luego de un matrimonio infeliz, decide abandonarlo por un amante, personaje que, sin embargo, la llevaría a cometer un terrible crimen, uno del que acaba luego arrepintiéndose. El autor de la novela fue criticado entonces por usar un lenguaje áspero, excesivamente claro y visceral, sin ninguna belleza en el relato. Y es así como dio el escritor francés a conocer el Naturalismo literario, una tendencia con la que, esencialmente, se trataba de explicar la realidad como es, de comprenderla claramente, de dar una razón al porqué las vidas y las personas que las sustentan son como son. En el prólogo a su novela, Zola dejaría claro: En Therese Ranquin pretendí estudiar temperamentos, no caracteres. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras cada uno de los trances de su existencia.
 
William Blake ha sido uno de los artistas británicos del siglo XVIII más completos, curiosos e interesantes que hayan existido. Tanto la pintura como la poesía tuvieron en él a un creador original y premonitorio. Realizaría grabados llenos de simbolismo místico para sus publicaciones líricas. Fue un precursor -junto a los prerrafaelitas- de los creadores simbolistas de un siglo después, pintores que lo tomarían como ejemplo y modelo. Su actitud mística afianzaría su interés por todo lo visionario. Una teoría fundamental para Blake fue la desconfianza absoluta en el testimonio de los sentidos. Para Blake éstos suponen barreras que se interponen entre el alma, la verdadera sabiduría y el goce de la eternidad... Un verso literario de William Blake, Eternidad, nos demuestra bellamente su especial y particular visión de la vida:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

Cuenta una leyenda medieval del siglo XI que en Coventry, una por entonces pequeña localidad medieval inglesa, la esposa del fiero y duro conde Leofric de Chester, Lady Godgyfu -Lady Godiva-, llegaría a sufrir tanto por los atropellos e injusticias cometidos a sus vasallos, que se enfrentaría decidida incluso a su cruel marido. El conde ahora, con la peregrina idea de que algo tan sórdido acabaría disuadiéndola, aceptaría las condiciones de ella... a cambio de que pasease desnuda a caballo por las calles de la ciudad. Decidida entonces a hacerlo, se enfrentaría Godiva a su propio pudor con la conmiseración generosa de sus vasallos: éstos accedieron a encerrarse en sus hogares al paso de su señora. Fue esta actitud, en tan temprana época feudal, un extraordinario gesto de conciencia humanitaria muy respetuosa y generosa para entonces. Y aquí, en la primera obra de la entrada,  el pintor prerrafaelita John Collier compuso, en recuerdo de aquella ingenua e inverosímil hazaña medieval, todo un bello cuadro emotivo e inspirador, pero, sin embargo, compuesto del todo entonces de un modo muy realista... El objetivo de algunos filósofos, místicos o humanistas que reflejaron en sus obras escritas el deseo de mejorar a sus semejantes, fue establecer entonces, con sus diversas y suaves tendencias o ideas, la mejor forma, creían ellos, para cambiar las conciencias de sus congéneres tratando de hacer un mundo mejor, de ayudar así a los más oprimidos o a los más débiles...  De esta misma forma lo entendieron también los naturalistas, creadores artísticos que denunciaron con su rudeza estilística una sociedad injusta, desolada, malograda o desesperanzada. Pero los otros creadores artísticos -los no naturalistas-, los que rechazaban la obtusa, sin belleza, estentórea, fiel y meridiana realidad, también perseguirían lo mismo, sólo que de otro modo.

La diosa helena Hécate, aunque no originaria de Grecia, fue considerada en la mitología grecorromana representante de la magia y de la hechicería. Era la diosa suprema de los puntos liminares, de esa frontera entre el mundo real de los vivos y el ideal de los espíritus, la diosa que simbolizaba la puerta o abertura que daría paso a otra forma de entrever o entender la vida trascendente. De hecho, se situaba su efigie esculpida a las puertas de las ciudades o en las entradas de las casas para protegerlas de los malos espíritus... También fue la diosa de los partos, la que ayudaba al recién nacido a su llegada a la puerta de la vida, tratando de impedir que su existencia se descarriara o se malograra. Pero el determinismo de los naturalistas se enfrentaría, claramente, con el libre, místico y entusiasta modo de comprender la vida y sus misterios de los simbolistas, parnasianistas o prerrafaelitas... ¿Hay siempre otra forma de describir la crueldad, la desesperación, la orfandad, la miseria o el desamparo de la vida de los seres? Siempre la hay, y así es como se matizará a veces una realidad de por sí ya despiadada. Así es como el Arte nos ayuda a comprenderlo, aun con todas las formas y tendencias diferentes habidas para expresarlo. También en la prosa más dura y demoledora existirá belleza... Al finalizar su prólogo, Emile Zola -el más desgarrador escritor naturalista- escribiría por entonces, sin embargo: Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que por amor a la transparencia me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día...

(Cuadro Lady Godiva, 1898, del pintor prerrafaelita -por su temática-, aunque totalmente naturalista en su composición y acabado, John Collier; Cuadro del pintor místico William Blake, Hécate, 1795, precursor del simbolismo posterior; Óleo del pintor realista -por su temática- francés Honoré Daumier, La Lavandera, 1863, donde ahora se observa a una mujer y su hijo subiendo ruda y dificilmente, sin embargo, por el poético muelle parisino del río Sena; Cuadro del pintor simbolista -místico y nada realista aquí tanto en composición como en temática- Alexandre Séon, La Desesperación de la Quimera, 1890.)

23 de octubre de 2010

El amor, esa rara emoción, o como una adoración o como un martirio...




Nunca una epidemia de Peste negra fue tan inspiradora y oportuna como la habida en Florencia durante el año 1348. El escritor italiano Giovanni Boccaccio (1313-1375) sería testigo de ella. Imaginó entonces que unos jóvenes, siete mujeres y tres hombres, se refugiaban lejos de la peste en un bosque profundo para evitar los maléficos efectos de la enfermedad. Y decidió el escritor medieval que cada uno de ellos contara un cuento cada noche, uno cada uno de ellos durante las diez noches (decameron) que estuvieron retirados. Así surgió de la pluma de Boccaccio una de las obras maestras de la Literatura Universal. En uno de los capítulos del Decamerón se relata el encuentro entre Ifigenia (personaje a su vez de la mitología griega pero transportado aquí como una bella doncella medieval) y Cimón (Cimone), el hijo de un noble personaje de la isla de Chipre. La historia describe a Cimón como un joven de gran belleza, alto y bien parecido, pero absolutamente estúpido sin solución. Ni su padre ni sus maestros habían conseguido que Cimón se educase para nada, siendo hasta su voz aberrante y sus maneras groseras.

De modo que el padre lo enviaría entonces al campo para que, al menos, labrase la tierra. En una ocasión, de regreso a su casa al finalizar el día, vio Cimón a una hermosa joven durmiendo cubierta solo por un vestido tan sutil, que casi nada de sus cándidas carnes escondería a los ojos... Fue tan grande la admiración del joven por esa imagen femenina, que pensó que aquello que veía era lo más maravilloso y hermoso que había visto jamás nadie. La joven dormida era Ifigenia y él ahora, impresionado y enamorado desde entonces, cambiaría ya del todo su carácter mejorando su apostura, sus maneras y sus formas para convertirse en un refinado espíritu galante, en un cauteloso, elegante, decidido y muy educado caballero. Águeda de Catania fue una hermosa joven siciliana que vivió en el siglo III de nuestra era. Su enorme belleza llegaría hasta los oídos de un senador romano, Quintianus, el cual quiso seducirla entonces sin saber que ella, cristiana, había ya elegido a Jesucristo como al único amor de su vida. Según cuenta el martirologio legendario, el ofendido senador romano, en un despecho malvado y rencoroso, decidiría recluirla en uno de los peores prostíbulos de Roma. Conservaría entonces Águeda, sin embargo, de un modo milagroso toda su virginidad... Albergando todavía un resentimiento no contenido, Quintianus decide ahora, cruelmente, que la torturen a ella cortándole sus dos senos incluso. De esta forma tan dramática aparece Águeda en el magnífico óleo del pintor Giovanni Battista Tiépolo (1696-1770), donde se observa, luego de la terrible tortura criminal, cómo auxilian a la santa cubriéndole las heridas sangrantes del pecho.

Dos consecuencias amorosas vitales opuestas en estas dos leyendas antiguas donde el sentimiento amoroso, algo inespecífico, casi neutro y equidistante, conseguirá a veces llevar a los seres humanos a dos de sus extremos tan distantes. Porque es entonces ese sentimiento cuando se polarice en exceso, visceralmente, como acabará en un caso convirtiéndose en una salvación o, en el otro, en una maldición. ¿Qué rara cosa es esa que puede llegar a transformar al ser humano mejorando su espíritu o, por el contrario, destruyendo incluso a otro espíritu y al mismo cuerpo que lo albergue? Estos dos creadores del Arte reflejarán muy emotivamente en ambos casos -tanto en la salvación como en la maldición- la misma mirada perdida, bella y sugerente de una escena altamente emocional, inspiradora y poderosa. Porque el Arte aquí, como en otros muchos casos, nos servirá, nos ayudará y nos lo recordará siempre...

(Cuadro del pintor británico, prerrafaelista, Frederic Leighton (1830-1896), Cimón e Ifigenia, 1884, Galería de Arte de Sidney; Óleo de Giovanni Tiépolo, Martirio de Santa Águeda, 1750, Berlín; Grabado con la imagen del pintor Tiépolo; Fotografía del pintor Frederic Leighton; Cuadro del pintor inglés Waterhouse, El Decamerón, 1916, Liverpool.)

28 de noviembre de 2009

Un deseo, un poeta, una luz, aunque es de noche.



Que bien sé yo la fuente que mana y corre,
aunque es de noche.
...
Su origen no lo sé, pues no lo tiene,
mas sé que todo origen de ella viene,
aunque es de noche.
...
Bien sé que suelo en ella no se halla,
y que ninguno puede vadearla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es oscurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.
...
La corriente que nace de esta fuente,
bien sé que es tan capaz y omnipotente,
aunque es de noche.
...
Esta eterna fuente está escondida
en este vivo maná por darnos vida,
aunque es de noche.

Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a oscuras,
porque es de noche.

Esta viva fuente, que deseo,
en este maná de vida yo la veo,
aunque es de noche.

(Adaptación del Cantar del alma, del poeta español San Juan de la Cruz, 1542-1591.)


(Imagen de El caminante sobre el mar de nubes, del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, 1774-1840, Hamburgo, Alemania.; Cuadro del mismo pintor, Puerto de Noche, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia.)

14 de octubre de 2009

Un poeta, una oda y un gran pintor.



En el noroeste de Inglaterra se encuentra el condado de Cumbria, uno de los más hermosos del país. Fue conocido antiguamente por la región de los lagos, aunque también es una de las zonas más montañosas de Inglaterra. Aquí se situaron a principios del siglo XIX un pequeño grupo de poetas ingleses, unos escritores que iniciaron su corriente romántica algo más tarde que en Europa. Fueron denominados los poetas lakistas. Uno de ellos, William Wordsworth (1770-1850), sostuvo en su vida una inquietud casi mística por la inmortalidad, pero que sobre todo supo plasmarla bellamente en sus emotivos versos románticos. En uno de esos versos, utilizado en un célebre guión cinematográfico (Esplendor en la Hierba, 1961), el poeta inglés expresaría brillantemente, y con la mejor justificación, evocación y esperanza romántica, toda aquella emoción que su pasional tendencia exigía y glosaba muy orgullosa:

Aunque el resplandor que en otro tiempo fue brillante
hoy esté por siempre oculto a mis miradas,
aunque ya nada pueda hacer volver la hora
del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos, pues, por siempre,
la belleza subsiste en el recuerdo.

(Oda X, Los Signos de la Inmortalidad, fragmento, del poeta inglés W. Wordsworth.)

(Imágenes del gran pintor romántico inglés Joseph Mallord William Turner, 1775-1851, precursor ya de los impresionistas posteriores. Cuadros: Julieta y su nodriza, colección privada; La bahía de Baia, con Apolo y la Sibila, The Tate Gallery, Londres; Dido constituye Cartago, National Gallery, Londres.)

26 de septiembre de 2009

La inspiración y la vida.



Nicolás Poussin (1594-1665) fue un pintor francés de vida y obra misteriosa. Casi toda su vida la pasaría en Italia. Allí pintaría grandes cuadros cargados de mitología, leyenda y misterio. En el Museo Nacional del Prado se encuentra la obra de Arte El Parnaso, un lienzo pintado en el año 1630. Y en el parisino museo del Louvre está el otro cuadro que vemos aquí, La inspiración del poeta, pintado alrededor del año 1629.

Gustavo Adolfo Bécquer, poeta español nacido en Sevilla en 1836 y fallecido en Madrid en el año 1870, tuvo una corta, inspirada y triste vida romántica. Él escribiría una de las odas o rimas más elocuentes sobre esa musa incolora y arrebatadora que es la inspiración, algo misterioso y absurdo, vertiginoso o efímero... Como la vida.

Sacudimiento extraño
que agita las ideas,
como huracán que empuja
las olas en tropel;
murmullo que en el alma
se eleva y va creciendo,
como volcán que sordo
anuncia que va a arder;
deformes siluetas
de seres imposibles;
paisajes que aparecen
como a través de un tul;
colores que fundiéndose
remedan en el aire
los átomos del iris
que nadan en la luz;
ideas sin palabras,
palabras sin sentido;
cadencias que no tienen
ni ritmo ni compás;
memorias y deseos
de cosas que no existen;
accesos de alegría,
impulsos de llorar;
actividad nerviosa
que no halla en qué emplearse;
sin rienda que la guíe,
caballo volador;
locura que el espíritu
exalta y enardece;
embriaguez divina
del genio creador...
¡Tal es la inspiración!

(Fragmento de la Rima III, del eximio y gran poeta español Gustavo A. Bécquer)

(Pinturas de artista barroco francés Nicolás Poussin, Museo del Prado y Museo del Louvre.)

14 de septiembre de 2009

Una expedición de vida: una enfermedad, un pueblo y un gran hombre.



Cuando la corbeta española María Pita abandona el puerto de La Coruña (España) el 30 de noviembre del año 1803, nunca en toda la historia había sucedido que una travesía marítima se hubiese originado para tratar de salvar miles de vidas humanas. Años antes el científico y médico inglés Edward Jenner (1749-1823) había descubierto que las ordeñadoras de vacas adquirían una variante leve de la viruela. Un procedimiento que luego, usándose en un niño previamente infectado, lograría que no muriese por la terrible enfermedad. La leche vacuna no llega a España sino hasta el año 1800, pero entonces los médicos observan las enormes ventajas de la vacunación. El rey de España Carlos IV promovió y financió una expedición para llevar la vacuna a todo el inmenso imperio español durante el comienzo del siglo XIX. Fue su médico personal, Francisco Javier Balmis (1753-1819), el hombre que convence al monarca y acaba organizando tan maravillosa y humanitaria gesta.

La expedición se prolongaría hasta el año 1814, once años durante los cuales Balmis recorre miles de kilómetros por todo el continente americano, el Pacífico y las islas Filipinas hasta llegar a China incluso. El problema de la vacunación en aquellos años era transportar la vacuna, pero el doctor Balmis idea algo insólito: inocularla en varios niños a los cuales se les va traspasando de unos a otros durante la travesía. Jamás se había realizado hazaña semejante. El propio descubridor de la vacuna escribiría luego: No puedo imaginar en los anales de la historia que se proporcione un ejemplo de filantropía más noble que este. Al llegar a Caracas fueron recibidos con agradecimiento y cariño. El entonces poeta venezolano Andrés Bello (1781-1865) dejaría escrito un canto poético a la gloria de la expedición y su paladín, Francisco Javier Balmis.

Y a ti, Balmis, a ti que, abandonando
el clima patrio, vienes como genio
tutelar de salud, sobre tus pasos,
una vital semilla difundiendo,
¿qué recompensa más preciosa y dulce
podemos darte? ¿Qué más digno premio
a tus nobles tareas que la tierna
aclamación de agradecidos pueblos
que a ti se precipitan? ¡Oh, cual suena
en sus bocas tu nombre!... ¡Quiera el cielo,
de cuyas gracias eres a los hombres
dispensador, cumplir tan justos ruegos:
tus años igualar a tantas vidas,
como a la Parca roban tus desvelos;
y sobre ti sus bienes derramando
con largueza, colmar nuestros deseos!


(Imagen de Francisco Javier Balmis; Grabado de una Corbeta de la época; Fotografía de Puerto Rico, primera parada de la Corbeta María Pita; Imagen con el mapa de la travesía americana; Fotografía del monumento a María Pita -heroína gallega ante los invasores ingleses de La Coruña en el siglo XVI que dió nombre a la Corbeta-, en una plaza de la ciudad de La Coruña, España, desde donde salió la expedición.)

10 de septiembre de 2009

Poetas españoles de una generación...

Tengo miedo a este brazo que en la tierra navega,
tengo miedo a los topos de mis distritos subterráneos.
Tengo miedo a estas aves que mi carne circundan;
en sus temibles horcas permanezco.
Permanezco sin célula estrangulado por mi sangre
en las horas nocturnas en que galopan los desiertos,
en las horas nocturnas en que lloran los pozos
y se mueren los niños como flautas ajenas.
Cuando la Tierra aúlla como un enorme perro
ante las multitudes devoradoras que la acompañan,
he pedido mi ingreso en esas muchedumbres silenciosas
que se acercan sin rostro por las orillas de las tumbas.
Tengo miedo a mis ojos. Tengo miedo.
Tengo miedo a la aurora y a esta luz que la irrita.
Tengo miedo a las sombras que me levantan.
¡Oh noche dolorosa encallada en el aire a un pez
bajo los ojos!
Como blancas hormigas, como estrellas que mueren,
he pedido mi ingreso bajo tus diminutos ejércitos
caminantes.

Fragmento de Tengo miedo, del poeta español Emilio Prados (1899-1962).


Los maestros enseñan a los niños
una luz maravillosa que viene del monte;
pero lo que llega es una reunión de cloacas
donde gritan las oscuras ninfas del cólera.
Los maestros señalan con devoción las enormes
cúpulas sahumadas;
por debajo de las estatuas no hay amor,
no hay amor bajo los ojos de cristal definitivo.
El amor está en las carnes desgarradas por la sed,
en la choza diminuta que lucha con la inundación;
el amor está en los fosos donde luchan las sierpes
del hambre,
en el triste mar que mece los cadáveres de las gaviotas
y en el oscurísimo beso punzante debajo de las
almohadas.
Pero el viejo de las manos translúcidas
dirá: amor, amor, amor,
aclamado por millones de moribundos
dirá: amor, amor, amor,
entre el tisú estremecido de ternura;
dirá: paz, paz, paz,
entre el tirite de cuchillos y melones de dinamita;
dirá: amor, amor, amor,
hasta que se le pongan de plata los labios.
Mientras tanto, mientras tanto, ¡ay!, mientras tanto,
los negros que sacan las escupideras,
los muchachos que tiemblan bajo el terror pálido de
los directores,
las mujeres ahogadas en aceites minerales,
la muchedumbre de martillo, de violín o de nube,
ha de gritar aunque le estrellen los sesos en el muro,
ha de gritar frente a las cúpulas,
ha de gritar loca de fuego,
ha de gritar loca de nieve,
ha de gritar con la cabeza llena de excremento,
ha de gritar como todas las noches juntas,
ha de gritar con voz tan desgarrada
hasta que las ciudades tiemblen como niñas
y rompan las prisiones del aceite y la música,
porque queremos el pan nuestro de cada día,
flor del aliso y perenne ternura desgranada,
porque queremos que se cumpla la voluntad de la
Tierra
que dé sus frutos para todos.

Fragmento de Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca (1899-1936).



(Imagen de García Lorca, tercero por la izquierda, y de Emilio Prados, segundo por la derecha.)

22 de agosto de 2009

Versos de un gran poeta: Antonio Machado.



Y no es verdad, dolor: yo te conozco,
tu eres nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.

Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos, sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito, y asombra
su corazón de música y de pena;

así voy yo, borracho melancólico,
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.


Fragmento de la obra poética Galerías del gran poeta español Antonio Machado (1875-1939).

(Fotografía del autor: Mañana de niebla sobre Ronda, Málaga, España, 1997.)

15 de agosto de 2009

Antología lírica: del poeta sevillano Rafael Montesinos.



- ¿Y si al final resulta que no somos,
ay Fabio, qué dolor,
más que ruinas, última locura,
memoria insoportable, sólo un grito
en el momento de caer rendida
la última pared, entre el adobe,
la ceniza y el polvo?

- No preguntes. Yo fui pared un día,
sostenida ruina de la nada,
mustio collado de mí mismo.
Escúchate y dispónte a sentir cómo te caes,
campo de soledad, sobre tus años.

Diálogo con un viejo poeta sevillano, del poeta sevillano Rafael Montesinos (1944-1995).


¿La felicidad, dices? Quizá sea
simplemente vivir, sentirse vivo
en medio de las cosas destinadas
a durar más que uno, o frente al amplio
ventanal del verano y su lentísimo
atardecer, oír las golondrinas,
que en sus rápidos gritos nos recuerdan
el chirriar del eje del estío.

Alguien me pregunta por la felicidad, versos de Rafael Montesinos, poeta español (1944-1995).

(Fotografía de las ruina romana de Itálica, Sevilla, España.)

14 de agosto de 2009

Versos y ruinas: canto a la antigua urbe romana de Itálica.



Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor de la espantosa
muralla, y lastimosa
reliquia es solamente
de su invencible gente.

Sólo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todas apenas quedan las señales.

Del gimnasio y las termas regaladas
leves vuelan cenizas desdichadas;
las torres que desprecio al aire fueron
a su gran pesadumbre se rindieron.

Este despedazado anfiteatro,
impío honor de los dioses, cuya afrenta
publica el amarillo jaramago,
ya reducido a trágico teatro,
¡oh fábula del tiempo, representa
cuánta fue su grandeza y es su estrago!

(Fragmento de Oda a las Ruinas de Itálica (Sevilla, España), de Rodrigo Caro (1573-1647), poeta sevillano del Siglo de Oro español.)

(Fotografías de las ruinas de la antigua ciudad romana de Itálica, Sevilla, España.)

21 de julio de 2009

¿Qué significa para ti mi nombre?



¿Qué significa para ti mi nombre?
Morirá como muere el triste ruido
de ola que rompe en la lejana orilla,
cual son nocturno en el bosque tupido.

Como único recuerdo, en un papel
dejó su muerte rastro, semejante
a un epitafio en raros caracteres
en una lengua que no entiende nadie.

¿Qué fue de él? Olvidado está hace tiempo
entre emociones agitadas, nuevas,
porque no dejará a tu alma mi nombre
memoria alguna que sea pura o tierna.

Pero en las horas tristes, en silencio,
pronuncia con angustia el nombre mío:
Di: ¿hay corazón en el que yo esté vivo?

Alexandr Pushkin, poeta ruso (1799-1837).

(Imagen de la Estatua de Pushkin, San Petersburgo, Rusia.)