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5 de mayo de 2020

La impresión es lo que se da antes de la percepción, no es nada aún y lo es todo.



Es justo la impresión estética ese momento en que no percibimos nada todavía, solo apenas acude ahora a nuestros ojos una proyección efímera y desconsiderada de lo real. No nos dice nada aún, no podemos saber todavía qué es lo que vemos ahora exactamente, pero eso dura poco tiempo, es imperceptible tanto lo que apenas vemos como lo que sentimos incluso. Solo los impresionistas quisieron y supieron ofrecernos ese instante tan efímero. Por eso mismo su Arte es tan maravilloso como incomprensible. Porque no es natural, porque no corresponde a nada de lo que percibimos, cuando vemos las cosas reales, a como aparecen en sus obras. Esa impresión de sus obras es una estela indivisa difuminada por colores de un mundo ahora diferente. No hay contraste real en sus imágenes (nada se opone naturalmente a nada), y no lo hay porque no existe un contraste que nos permita distinguir bien unas cosas de otras. Pero, sin embargo, están ahí las cosas representadas. Están y lo vemos al alejar nuestra mirada (cerrar apenas un poco los ojos) y nuestros juicios (prejuicios) para recordar qué representan. El Impresionismo es una extraña filosofía estética sobre la forma de ver las cosas del mundo. Los impresionistas lo que hicieron fue buscar la belleza que encerraban las cosas antes de que éstas dejaran de ser desconocidas. La impresión, por su definición y la propia naturaleza de lo que es el concepto, no puede durar mucho. Cualquier impresión, sea visual o emocional, calamitosa o estimulante, no se mantiene en el tiempo. Lo complicado en el Impresionismo fue plasmar una efímera imagen iconográfica y que, además, tuviese belleza. El Romanticismo de Turner, por ejemplo, consiguió lo mismo tiempo antes, pero hay una sutil diferencia entre ambas tendencias. Esa diferencia es la luz. En el Romanticismo lo importante es la luz solar, no la artificial, ni la condicionada, nublada o filtrada por una atmósfera gris, difuminada o minimalista. Para Turner, por ejemplo, la luz solar debía fluir siempre entre las marañas deformadas de una composición sublime. Para los impresionistas, sin embargo, la luz es igual ahora cuál sea su origen, o si existe o no. Esta es la grandiosidad del Impresionismo: no es necesaria la luz natural para destacar la luminosidad o las rutilantes formas coloreadas de un mundo vibrante. 

En la pintura Una mujer al piano de Renoir no sabemos qué tipo de luz hay en ese interior difuminado ahora, de dónde viene o qué lo origina. Da igual, los impresionistas crean los colores sin necesidad de luz. Realmente ellos materializan o traen, por así decir, la luz de las propias cosas representadas en sus obras. No necesitan puntos de luz, ni destellos, ni llamas (las velas del piano están eternamente apagadas en la obra de Renoir), ni de fuente de luz alguna que allane un instante sublime de color. En su obra Rocas en Port-Goulphar, Monet capta unos colores imposibles de ver así en un paisaje nublado, gris o desolador. ¿Cómo es posible ese color apagado verde turquesa entre los reflejos sosegados de un mar, sin embargo, tan arrollador? Porque el océano Atlántico en esos acantilados de la costa francesa no es tan sereno ni tan sosegado. Pero es que en el Impresionismo no están los colores para representar las cosas sino para narrar con ellos las cosas. Así Monet dará forma al movimiento de las olas o a las rugosas rocas del duro acantilado persistente. Y seguirán siendo, como en Renoir, indiferentes las formas en Monet. ¿Por qué distinguir o diferenciar unas cosas de otras cuando lo que se expresa en ese instante momentáneo es algo que no veremos realmente nunca así? El Impresionismo es más tiempo que espacio. No interesa tanto el espacio como tal. A cambio, el tiempo es sublimado porque es utilizado infinitesimalmente en sus obras. La grandeza del Impresionismo (frente al Surrealismo, Simbolismo o Romanticismo, por ejemplo) es que lo que refleja es la realidad del mundo que vivimos pero, sin embargo, no percibida así por la visión real de un ser humano. El mundo para los impresionistas no difiere de lo banal, de lo normal, de lo cotidiano o de lo sencillo de la vida. Toda obra impresionista refleja la vida sin interferir filosóficamente (ni inmanente ni trascendentemente) en ella. Lo único que los impresionistas hacen (y no es poco) es destacar en sus obras el instante anterior a todo eso.

Al hacerlo así eternizan más el Arte. Hacen con él una cosa que otras tendencias realistas no consiguen: fijar la impresión de un instante imposible de comparar con nada parecido del mundo. Una obra clásica, donde las formas son conformes a lo real, es comparable con el mundo que refleja, por lo tanto posible de refrendar en un futuro lejano ante un deseo de conocimiento iconográfico. En el Impresionismo el conocimiento iconográfico no tiene mucho sentido. ¿Cómo distinguir nada en sus obras para aprender algo de lo que representa? No es conocimiento, es impresión. Por eso dentro de mil siglos la obra de Monet seguirá siendo vigente estéticamente. ¿No podrán ser vistos así también los paisajes futuristas de un mundo diferente? Precisamente por ser un Arte indiferente... Esa indiferenciación de los límites de las cosas plasmada en las obras impresionistas, de sus reflejos tan irreales, de sus sombras imperfectas o de su luz inciertamente difuminada, hacen del Impresionismo una tendencia muy singular. Sirve esta tendencia para perderse en sus imágenes y no sentir que se agotan las miradas diferentes (porque tienen formas indiferentes) que cualquier percepción pueda disponer. ¿Qué deseamos sentir al ver a esa mujer tocando ahora el piano? ¿Que lo toca? ¿Que medita? ¿Que descansa? ¿Que sueña? ¿Que está triste? ¿Que está absorta? ¿Que está perdida? ¿Sensible? ¿Esperanzada? Todo eso y mucho más que pensemos que haga será. Al ser un instante indefinido podemos decidir pensar lo que queramos que pueda ser el sentido de esa impresión congelada. Nada real es percibido en una impresión, sea la que sea. Porque para percibir algo es preciso corresponderlo, oponerlo con formas conocidas. Lo desconocido debe estar situado ahora entre lo conocido para poder ser percibido. Cuando lo desconocido está entre cosas desconocidas no percibiremos nada. Sin embargo, el Impresionismo refleja siempre una realidad conocida, normal y verosímil. Sabemos que la refleja. Este es el acuerdo tácito entre el pintor impresionista y los observadores de sus obras. Lo demás es la imperceptibilidad de las cosas indefinidas. ¿Cómo consigue atraernos el Impresionismo? Por esa sutil percepción de la impresión anterior a toda percepción real visible, la única percepción sensible, por otra parte, que da y sostiene el instante congruente con la creatividad: la belleza impresionista. Con esta belleza perceptiva tan especial los impresionistas consiguen nuestra aceptación de aquel acuerdo visual. Lo que significa aceptar que siempre hay un instante de belleza anterior a cualquier percepción existente del mundo.

(Óleo de Pierre-Auguste Renoir, Mujer al piano, 1876, Instituto de Arte de Chicago; Obra impresionista de Claude Monet, Rocas en Port Goulphar, 1886, Instituto de Arte de Chicago.)

3 de abril de 2020

Vivir es estar despierto, aunque equivocado, en una eternidad llena de sueños.



Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios. 

La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.

El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.

(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)


6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

17 de marzo de 2017

El pintor más barroco de los renacentistas: Andrea del Sarto o la naturalidad del color.



Si en este maravilloso lienzo renacentista quitáramos ahora los sutiles nimbos, el cáliz sagrado y el pequeño tarro de esencias, ¿qué habría representado finalmente de sagrado en esta obra? Tan solo su propia grandeza artística universal. Estamos en el año 1523, pleno momento del Renacimiento más clásico y poderoso de Florencia, y los pintores renacentistas debían componer sus obras con el estilo hierático y solemne que sus maestros, los genios que habían inventado el Renacimiento, les habían enseñado mucho antes. Pero algunos discípulos, como el genial -pero poco conocido- Andrea del Sarto (1486-1531), se inspiraron entonces en algo diferente apenas percibido o apreciado por su suave composición estética: hacer que la naturalidad de sus colores completaran un escenario amable y sin excesos dramáticos, lleno de una efusiva, serena y sensible verosimilitud. Porque fue además en el año 1523 cuando el pintor italiano se refugió en un monasterio de la población toscana de Borgo San Lorenzo, a treinta kilómetros de Florencia, para huir de la peste que abatía a la ciudad de los pintores. Y allí, al cuidado de las monjas de la camáldula, se inspiraría el pintor renacentista para crear una Piedad asombrosa. Pero, ahora no, ahora no puede ser ésta como otras piedades, como la realizada por ejemplo siete años antes por su maestro Fray Bartolomeo (1472-1517). Porque, a diferencia de Bartolomeo, son ahora seres muy humanos los personajes que vemos en la obra de 1523, con sus gestos demasiado reales o verosímiles como para conferir otro aspecto que no sea el de la naturalidad más vulgar por el hecho de atender ahora a un ajusticiado, cualquier simple hombre derrotado incluso, que acabase de morir o no, serenamente, en su cadalso.

Pero, sin nada más, incruentamente además. Eso es lo único que puede adscribírsele a Del Sarto de su peculiar tendencia clásica: la aséptica limpieza sagrada de un escenario muy humano. Porque todo lo que vemos es demasiado humano. Lo que ahora vemos es una recreación de Belleza en todos y cada uno de los elementos y detalles que una naturaleza humana componga, satisfecha de sí misma, sobre una imagen sagrada para describir, a cambio, una representación muy humana. ¿Para qué se crearon los colores? Para que el pintor florentino Andrea del Sarto los utilizara en sus serenas obras melodiosas. Esa atenuación de los colores principales que manifiesta los hace en sus obras más vibrantes incluso. Y los hace así porque comparten con los demás colores, con los terrosos, con los celestes o con los perfilados de sus figuras necesitadas y orgullosas, el sentido más estético de una reivindicación artística tan sutil como evanescente. Para cosificarlos incluso, para hacer de los colores el objeto más universal que pudiera hacerse de unos reflejos luminosos con los que representar la mejor composición de una vida y su esperanza... Porque eso es lo que son, lo que nos dicen, lo que expresan los colores de este maravilloso creador renacentista: unos reflejos motivadores de vitalidad y esperanza. Pero lo que se descubre también al visualizar con ojos escudriñadores la obra de este pintor florentino es otra cosa, una sensación de paz, de sosiego y serenidad apenas percibida del todo en su obra.

Es imperceptible por el hecho de no haber nada ahí objetivamente que nos ofrezca, sin embargo, algún símbolo o representación concreta que exprese algo de eso. No, no lo hay. No hay nada físico, material, visible ahí que represente algo de eso en la obra. Esta es parte de la grandeza del pintor. Porque nada concreto pintaría él ahí para eso. Salvo una cosa: lo que se transpira ahora desde la atmósfera absoluta y completa del cuadro. Es de pensar que el refugiarse en el monasterio de la crueldad, del dolor, del pesar, del sufrimiento y de la enfermedad pavorosa que el mundo de fuera de sus muros conllevara, hiciera entonces que el pintor se inspirase de una fragancia que le llevase a querer transmitir, o, mejor dicho, no que le llevase sino que él mismo lo sintiera, y así lo dejase reflejado el pintor en su obra. Serenidad sobre todo pero, también, placer luminoso por el suave y encantador reflejo de unos colores que nutren, decididos, ahora el espíritu inquieto de cualquiera. Pero luego están los gestos, los movimientos paralizados y fijados de los seres humanos representados en la imagen iconográfica. En esta extraordinaria obra renacentista los gestos de todos y cada uno de sus personajes están calculados ahí, están hechos así para calmar, para entender, para admirar, para sentir, para esperar, para vivir, para decir algo con ellos sin decirlo... Ellos, los gestos humanos, nos dicen ahora lo mismo que los colores: que la diferencia y el contraste de las cosas no dejarán de tener un sentido justificado y sereno en este mundo, que es la visión que tengamos de las cosas lo que hace que sean o no una cosa u otra. Que todo debe atesorarse con el desdén propio que su sentido intemporal implique de las cosas.

Por eso mismo no hay dolor ahí, no hay sangre, no hay tonos que desequilibren así el armonioso sentido, tan implícito, entre los colores y las formas maravillosas de este cuadro. La naturalidad de este pintor florentino le hace distinguir ahora lo humano de lo sagrado, lo sencillo de lo sofisticado, lo terrenal de lo celestial. Y por todo eso, y su composición agradecida y amable, le hace adelantarse casi un siglo a los creadores que luego, con el Barroco naturalista, consiguieran conciliar ternura con pasión, dramatismo con belleza o trascendencia con humanidad. La grandeza en el Arte a veces no es tan reconocida por el hecho simple de no destacar la obra en algo que el ojo del espectador no consiga alcanzar a ver físicamente. Y esto es lo que le sucede a esta obra y a este pintor: que su grandeza no está tanto representada en cosa alguna física especialmente. Que Andrea del Sarto no se preocuparía nunca de eso. Que pintó lo que sintió mientras hacía su obra tan poco proferida... Y ese sentimiento no es a veces tan visible como otras cosas que, fijadas o reflejadas claramente en un lienzo, establezcan o determinen a cambio detalles muy plausibles de un reconocimiento artístico más elogioso o relevante. Porque, como se ve en esta obra de Arte renacentista, la creación del pintor florentino fue desarrollada sutilmente entonces entre las suaves, fragantes, inapreciables o serenas expresiones de un matiz coloreado de unos planos llenos de belleza, de suaves gestos llenos de belleza..., pero de una belleza ahora también llena de promesa, de sentimiento sublime, de esperanza y de sentido vital.

(Óleo Pietá (Piedad), 1523, del pintor renacentista Andrea del Sarto, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro renacentista del pintor Fra Bartolomeo, Pietá, 1516, Palacio Pitti, Florencia.)

5 de mayo de 2016

Las distancias y sus paradojas en el espíritu humano: a más de aquéllas menos distancia...



Para describir paisajes, el Arte fue un instrumento imprescindible antes de existir la fotografía. Países imperialistas como Gran Bretaña utilizaron pintores aventureros o exploradores para retratar las imágenes exóticas y grandiosas de su dilatado mundo colonial. Uno de ellos lo fue el pintor William Hodges (1744-1797). Embarcado en el segundo viaje del explorador James Cook, recorrería todo el océano Pacífico durante los años 1772 a 1775, navegando desde Ciudad del Cabo hasta la lejana Antártida. Los paisajes exóticos de Hodges consiguieron plasmar por entonces todo lo que se requería expresar para crear una ilustración de la vida, de las costumbres o de la etnografía de los distantes y distintos lugares visitados por él. Pero, también otra cosa muy diferente sorprendería a un público asombrado: su novedosa forma estética de pintarlos. Alcanzaban sus obras a describir escenas palpitantes, tan llenas de fuerza como de una extraordinaria luminosidad para el contraste, algo que los románticos posteriores, pero no sólo ellos, llevarían luego a su máximo esplendor artístico más emotivo. Sin embargo, Hodges, un pintor de género, de paisajes contratados o de descriptivos escenarios imperiales, llegaría a humanizar muy sensiblemente todo ese útil encargo ilustrativo. Consiguió que el posible observador, además de admirar el simple paisaje explorado, amara también el lugar y sintiera la fuerza de una atmósfera poderosa en cada claroscuro o color señalado de un paisaje grandioso, exótico, distante y puro.

Tres años después de regresar del Pacífico sur, Hodges sería contratado por el inventor y creador de la India británica, el oportunista gobernador Warren Hastings (1732-1818), para viajar al subcontinente asiático y recorrer sus paisajes y pueblos tan desconocidos. De aquella experiencia hindú, el pintor William Hodges llevaría a cabo muchas pinturas que embelesarían el imaginario británico y harían por conocer y descubrir aquel subcontinente. De uno de sus viajes al noreste de la India, donde el clima es más suave y menos duro, el pintor inglés acabaría inmortalizando, en un lienzo maravilloso, el paisaje sublime de las colinas de Rajmahal...    En el museo Tate Gallery de Londres se encuentra el subyugante cuadro. Una obra de Arte que, como su autor, pasaría sin llegar a ofrecer toda la especial grandeza espiritual de lo que el mundo se perdería sin ello.  Es de esa clase de obras que uno no puede pasar sin detenerse. Extraordinaria composición, que refleja emocionantes contornos abiertos y grandiosos. Una obra donde la simple visión de un paisaje rutilante es  ahora aquí, además, otra cosa diferente. Lo es gracias al encuadre tan mágico que el pintor desarrollaría en la composición tan grandiosa de su lienzo. Lo es también porque parece un espacio idealizado expresamente para advertir eso, es decir, un espacio recreado de la nada para poder componer una escena sugestiva, exótica y espiritualmente estimulante. Por que, para observar el horizonte poderoso del lejano relieve de las colinas de Rajmahal, no era necesario que elevara el pintor tanto el encuadre de su obra. Sin embargo, el perfil elegante, esbelto y majestuoso de la palmera india obligaría a elevar la distancia del suelo, haciendo así del bello cielo una justificación muy necesaria en su obra para el que lo vea. 

La obra se titula Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal.    Todo esto que dice el título de la obra reflejar -la tumba y las colinas- es lo que menos veremos ahora con claridad... Tal vez, porque seamos occidentales y no entendamos nada de la India, o, tal vez, porque el pintor también lo fuera. El caso es que en este bello paisaje hindú lo que percibiremos más serán las dimensiones espaciales, las distancias entre las cosas o el distanciamiento entre ellas, algo apenas establecido solo físicamente. Porque la figura del pastor solitario, sentado ahora  lejos de su ganado, está distante aquí de todo: de la tumba de la izquierda, de la palmera necesaria, de la construcción ruinosa a su espalda, o de la lejanía de un horizonte infinito.  De sí mismo, también, incluso. Nada ahí está cerca de nada. Pero, sin embargo, nada, de toda esa lejanía aparente, traspasará aquí la sensación interior más necesitada de una hipotética mirada.  Porque hasta la posición desde la que el pintor observa su escenario, es una posición que posibilitará el dimensionado lejano de las cosas... Desde ese hipotético lugar, que es el mismo lugar de los virtuales observadores de ese paisaje -de nosotros mismos-, se ven ahora así todas las cosas alejadas de este profundo paisaje silencioso. Porque todo estará ahí distante ahora de todo, todo se adimensionará en la obra, y lo hará de una manera lejana, misteriosa, inmensa, pacífica y sensible. 

Porque tan sólo el espíritu es aquí ahora el destinatario de esas formas o distancias de las cosas, esas que están y no están ahí representadas. El pintor fue un artista ilustrado de su época, un ser aséptico, explorador, que viajaría queriendo descubrir tan solo las cosas más exóticas del mundo, y, sin embargo, acabaría simulando en esta emotiva obra hindú ese espíritu sentimental que el Arte comenzara a latir, tiempo después, más claramente. Porque el pintor no fue un romántico, o no lo dejaron ser o él tampoco quiso. Describió solo las cosas que pasaban ante sus ojos de un modo racional, retratando el mundo que él viese en sus viajes, y mostrando  la vida y sus efectos naturales y terrenales. Nada más. Sin nada más. Y así lo hizo hasta que expusiese en Londres, a finales del año 1794, unas obras muy diferentes: Los efectos de la paz y Los efectos de la guerra. A comienzos del año siguiente, cuando Inglaterra declarase entonces la guerra a la Francia napoleónica, esas obras de Arte antibelicistas comprometieron al pintor y su carrera fatídicamente. Ordenaron que la exposición se cerrara para siempre, y la fama del pintor Hodges comenzaría a declinar lamentablemente.

Tiempo después, a principios del año 1797, retirado el artista en el suroeste de Inglaterra, una crisis bancaria ese mismo año arruinaría al pintor de los paisajes imperiales, exóticos y lejanos. Pocos meses después moriría de alguna terrible enfermedad desconocida. Aunque los rumores por entonces denunciaron que, tal vez, el láudano hubiese tenido algo que ver en ese distanciamiento voluntario de la vida. Como hiciera una vez con aquellos paisajes explorados... O como sus inmensos encuadres alejados insinuaran en su obra, unos horizontes alejados pero sin distancias interiores, o sin necesidad de ocultar, con ellos, nada bajo la profusa confusión aparente de las cosas; de esas cosas que se anteponen a otras, que se oposicionan a otras, que se trastocan por las aristas tangenciales de algo que no dejará de ser lo que son, lo que verdaderamente son, para nosotros. Lo que, únicamente, desde un espíritu sosegado y distante se pudiera participar de todo lo vivido y de todo lo representado en el mundo: de lo propio y de lo ajeno, de lo grande y lo pequeño, de lo acabado y lo eterno, para siempre...

(Óleo Tumba y vista distante de las colinas de Rajmahal, 1782, del pintor británico William Hodges, Tate Gallery, Londres.)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

29 de enero de 2015

Sobrevolando el espíritu por encima de todos, de los grandes, de los ángeles, de sus colores...



Aquí podemos comprobar la resolución extraordinaria de estas imágenes del Museo del Prado. Debían verse bien ahora los colores de El Greco. Es algo necesario para entender la entrada anterior del mismo pintor, donde no se alcanzaba del todo a ver la maravillosa tonalidad de este gran creador manierista. Porque es en esta obra maestra donde más se puedan descubrir no ya los colores sino la utilización de ellos para crear cosas diferentes: sutiles tonalidades como propias formas reflejadas en volúmenes perfilados de belleza. Otros reflejos, otras gamas, otras gradaciones, hacia los azules, los malvas, los bermejos, los amarillos, los grises, los verdes... Y, sin embargo, no son sólo los colores, o sus formas, los que hagan de esta obra una obra maestra del Arte. La historia de este lienzo es la historia del comienzo de El Greco en España. Durante su estancia anterior en Italia conocería en Roma al español Luis de Castilla, hijo natural del deán de la Catedral de Toledo, don Diego de Castilla. Entonces Luis le habla a su padre de las maravillas artísticas del pintor cretense. Y es cuando don Diego le solicita su labor creativa para el retablo de una iglesia en la ciudad de Toledo: la iglesia de Santo Domingo el antiguo. Estamos en el año 1576 y España brillaba en el orbe mundial como nunca nación europea lo hubiera hecho antes. Y este retablo de Toledo fue un maravilloso escenario donde plasmaría el pintor todo su misterioso, bello y sutil Arte manierista.

Compuso varios lienzos para ese retablo toledano. Imaginemos el hecho artístico: una pared, no muy grande, soportando cinco obras maestras del Arte. Pasarían ahí, en la iglesia de Santo Domingo el antiguo, estas obras los siglos en silencio, resguardadas del paso del tiempo sobre gruesas paredes y sus anchos marcos toledanos. Se mantuvieron estas obras de El Greco esos años con todo su vigor estético, con toda su fuerza y con todo su fulgor artístico, eternizados así por unos elegidos y fijados pigmentos cromáticos, tan emocionantes como duraderos. Y así hasta que llegaron los franceses de Napoleón en el año 1808 y lo cambiaron todo. Ellos descubrieron entonces la España tan artística, un país tan cercano y tan lejano a Francia. Descubrieron que la nación europea que invadían tenía, calladamente -a diferencia de Italia-, una de las colecciones de Arte más fascinantes del mundo. No pudieron evitarlo y se enamoraron artísticamente del país al verlo. Comenzaron expoliándolo, pero, luego, al marcharse, continuaron buscando y comprando aquel maravilloso Arte. Fueron los franceses los que crearon a principios del siglo XIX un mercado en España que no existía por entonces: la compraventa de obras de Arte. Hasta la aristocracia y el propio rey se contagiaron de ese fervor comercial y artístico en España. ¿Quiénes fueron los proveedores de ese Arte?: la Iglesia, una institución siempre necesitada de fondos y sensible a los galanteos monetarios de los oportunistas.

De ese modo, dos de los cinco lienzos del retablo manierista de Toledo, los dos más grandiosos, La Trinidad y La Asunción, fueron enajenados o vendidos durante la primera mitad del siglo XIX. Los que hoy se ven en Toledo son copias de los mismos. ¿Dónde están, entonces, los originales? En Chicago y en el Museo del Prado. Pero lo importante es que hoy los podemos ver fascinados, y, desde aquí, desde esta entrada, al menos este lienzo que vemos ahora, denominado La Trinidad. Y, ¿qué veremos? La representación de un dogma católico, de una verdad de fe reconocida por la Iglesia Católica desde sus inicios en el siglo IV. El dios único cristiano poseerá tres formas de expresión, pero una sola realidad. Nunca pudo ser representado muy bien eso en el Arte de un modo claro, solo a través de símbolos, o triángulos decorados, con mensajes o grabados referentes a ese dogma. Comenzaron a expresarlo los pintores del siglo XV.  Verdaderamente, fueron ellos los que crearon las primeras composiciones figurativas de este curioso dogma católico. Aunque ya los bizantinos y su peculiar Arte lo iniciaron tímidamente. Pero, luego, los italianos siguieron avanzando en esa representación trinitaria tan compleja. ¿Cómo hacer una representación de tres personas sagradas y, a la vez, de una solo? ¿De qué forma hacerlo estéticamente?

La mayoría de las veces, con las figuras antropomorfas de Dios y Jesús, y, después, el Espíritu Santo representado como una paloma sobrevolando ambos personajes. Pero separados entonces los dos -Padre e hijo- con sus figuras definidas, uno siempre algo más alejado del otro. Fue el renacentista alemán Alberto Durero el primero que uniría los dos en el año 1511: abrazados tras la sufrida pasión de Cristo. En esa obra de Durero se inspiraría El Greco para hacer, en el año 1579, lo mismo. ¿Lo mismo? No, exactamente lo mismo no. Porque el pintor cretense iría mucho más allá...  El creador alemán había representado centrados a los dos personajes fundamentales de la Trinidad, y, sobrevolando a ambos, al Espíritu Santo en forma de paloma. Alrededor de aquellos están los ángeles, separadas un poco sus figuras, formando un coro que rodea ahora respetuoso el sagrado sentido de los dos personajes principales de la Trinidad. En El Greco, a cambio, su Trinidad es absolutamente diferente: todos los personajes están juntos, formando ahora un único grupo cerrado. Hasta un ángel se permitirá tocar con su mano el hombro sagrado de Dios...  Es una composición compacta, donde aquel dramatismo de la escena de Durero no se percibe ahora en El Greco. Porque en la obra manierista de El Greco los gestos son más comprensivos, más compasivos, más justificados o amables, sentidos todos, además, como los de unos seres más humanos que divinos.

Y el Espíritu Santo representado sobrevuela aquí por encima de todos...  Se eleva ahora en forma de una blanca paloma perfecta, la más perfecta paloma sagrada quizá nunca representada así en toda la historia del Arte. Tan perfecta está pintada la paloma de El Greco, como aquellos detractores críticos suyos desearan que fuese, sin embargo, pintada toda la obra del creador cretense. Es tan perfecta, tan armoniosa, tan natural, tan majestuosa, tan brillante esa paloma que, con todo ese maravilloso alarde artístico clásico, el creador más original del Manierismo magnificaría el sentido iconográfico sagrado del propio Espíritu Santo. Un sentido aquí más prevalente, incluso, que el de las otras dos sagradas -más grandes doctrinalmente- representaciones de la Trinidad. Pero, también, más prevalente que todas las representaciones sagradas de siempre, o que todas aquellas que configurasen, antes o después, aquel mismo sentido místico de siempre. Un atrevimiento estético y místico que el pintor más original de la historia se permitiese, con su Arte innovador, poder crear sin prejuicios...

(Fragmentos del lienzo de El Greco, La Trinidad, 1579; Óleo La Trinidad, del pintor manierista El Greco, 1579, Museo del Prado, Madrid.)

12 de octubre de 2014

Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.



En la Italia del Renacimiento brillaría un nuevo feudo en los dominios vaticanos, Urbino. Fue el papa Eugenio IV quien nombraría a Oddantonio de Montefeltro señor de Urbino en el año 1443. Esta pequeña ciudad estado alcanzaría una gran relevancia cultural durante el Renacimiento pues un hermanastro de Oddantonio, Federico III de Montefeltro (1422-1482), llegaría a gobernar el señorío con gran esplendor artístico y cultural -tuvo la más grande biblioteca después del Vaticano y fue un gran mecenas en el Arte- hasta que le sucedió su hijo Guidobaldo. Pero en el año 1474 una hermana de Guidobaldo, Giovanna, se casó con un sobrino del papa Sixto IV -Giovanni de la Rovere- y acabaría siendo elevado el señorío de Urbino a ducado. Al fallecer Guidobaldo sin descendencia el ducado de Urbino pasaría entonces a Francesco Maria de la Rovere. Así hasta llegar a Francesco Maria II de la Rovere (1549-1631), el último duque de Urbino de la historia. A finales del siglo XVI colaboró el ducado de Urbino con los intereses españoles en Italia y en las luchas del imperio español contra el sultán otomano. A cambio, Felipe II protegería el frágil ducado frente a las ambiciones expansionistas del Vaticano. Cuando el rey Felipe II muere en el año 1598 su hijo, Felipe III, el nuevo monarca del inmenso imperio hispano, se casaba ese mismo año con la archiduquesa de Austria Margarita de Estiria (1584-1611), una gran aficionada al Arte.

La reina Margarita había oído hablar de un pintor de Urbino que usaba los colores de forma especial en unas composiciones muy novedosas y atrevidas.  En el año 1604 le insinúa la reina al embajador de Urbino, Bernardo Maschi, su deseo de poseer una obra de ese pintor tan extraordinario. El embajador se lo comunicaría al duque, y éste trataría de satisfacer el deseo de la reina como fuese. El maravilloso pintor era Federico Barocci (1535-1612), que se había formado con el artista veneciano Battista Franco. Este pintor veneciano le aportaría dos cosas a Barocci: el dominio del color -Venecia descubrió el poder de los colores- y el estilo manierista tan atrevido de Miguel Ángel. Pero, luego marcharía el pintor de Urbino a Roma en el año 1548, donde terminaría por adquirir dos cosas más que determinaron su Arte y su vida.

Una de ellas fue descubrir las obras de Correggio, un creador renacentista que utilizaba la técnica al pastel, técnica con la que Barocci conseguiría crear atmósferas tan bellas como etéreas en sus lienzos. Sin embargo, acabaría adquiriendo otra cosa en Roma que le condicionó por completo. En Roma vino a sospechar que otros artistas querían matarle por la envidia que despertaba su novedosa técnica artística. No se sabe cuál fue la causa real, si un veneno o una enfermedad intestinal, lo cierto es que su salud se agravaba y no conseguiría Barocci pintar más de dos horas diarias en su estudio. Se marcharía de Roma y pintaría desde entonces sólo en Urbino, aunque sin fijar el tiempo para la finalización de sus especiales obras tardo manieristas.

El duque de la Rovere no podía arriesgar perder las simpatías de la corte española esperando que el pintor terminara una obra. ¿Cómo resolverlo? El duque tenía una pintura del artista, que guardaba desde hacía tiempo como una joya inapreciable. La obra se titulaba El Nacimiento y era un lienzo de innovación compositiva, lleno de emoción, color, luces, sombras, ternura, devoción, inspiración y perfección manieristas. Llegó la obra a la ciudad de Valladolid en el año 1605 y hicieron lo posible para impresionar a la reina con el lienzo. Sabía el embajador que la corte española era muy crítica con obras de Arte extranjeras, así que al presentarla ante la reina desenrollaría él mismo el lienzo y mostraría la obra ante un foco de luz precisa para poder admirarla bien. Fue todo un éxito y la reina Margarita quedaría fascinada con la obra.

El Nacimiento tenía una composición muy novedosa y una audaz forma de representar una escena conocida. La Virgen, por ejemplo, aparece semi-erguida, en una inclinación sesgada desde un ángulo ligeramente alto. Los otros personajes conocidos no están en el plano principal. Los pastores detrás de una puerta y San José muy retirado. La estancia está iluminada por una fuente de luz que parece provenir de la cuna. El pintor consigue mezclar un sentido sagrado con otro profano en su obra, es decir, una devoción espiritual con rasgos muy humanos. Todas estas formas eran unas muestras incipientes de lo que sería pronto el estilo Barroco posterior. Utilizaría además los mismos colores sensuales que eran precisos para componer escenas profanas o mitológicas. Pero, también los gestos de los personajes son diferentes, y lo son por la manera como las figuras se comportan o sitúan de un modo ahora menos sagrado, tan humano o natural que no parecen seres divinos sino apenas simples humanos personajes, lo que la Contrarreforma prodigaría con eficacia...

(Óleos todos del genial y desconocido pintor manierista Federico Barocci, excepto el retrato de la reina de España, Margarita de Austria, realizado por el pintor español -aún más desconocido- Bartolomé González y Serrano, 1609, Museo del Prado, : Detalle de la cabeza de San Juan de la obra Entierro de Cristo, 1582; Pintura El Nacimiento, 1595, Museo del Prado; Obra Descanso de la huida a Egipto, 1570, Pinacoteca Vaticana; Lienzo La Madonna del gatto, 1575, National Gallery de Londres; Extraordinario lienzo de Barocci, Eneas huyendo de Troya con Anquises, su mujer y su hijo, 1598, donde aquí el pintor nos muestra el bagaje que el héroe latino, el que fundaría Roma, se llevaría ya de aquella Troya ahora destruida, su decisión, su herencia, con su padre Anquises en brazos, la sabiduría y los dioses -los que transporta ahora Anquises aquí dificilmente-, su mujer y su hijo Ascanio, su descendencia, Galería Borghese, Roma; Retablo Entierro de Cristo, 1582, iglesia de Senigallia, Italia; Detalle del mismo cuadro, donde se aprecia la figura tan humana de San Juan ayudando a portar el cuerpo de Cristo, Senigallia, Italia; Retrato de Francesco Maria II de la Rovere, 1573, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato barroco de Margarita de Austria, reina de España de 1599 a 1611, del pintor Bartolomé González y Serrano, 1609, Prado; Detalle de Eneas transportando a su padre Anquises huyendo de una Troya destruida, 1598, Roma; Autorretrato con rasgos barrocos del pintor manierista, ca. 1600, Salzburgo, Austria.)

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

2 de abril de 2014

La mayor tragedia humana es poder concebir una perfección que el ser nunca alcanzará.



A pesar de no haber tenido entre sus naturales a ningún gran creador renacentista o barroco, Inglaterra llegaría a dar uno de los más geniales y originales artistas del Romanticismo. Joseph William Turner (1775-1851) demostraría que el genio pictórico puede llegar a narrar con colores, espacios y formas las más emocionales y desgarradoras semblanzas humanas en un lienzo artístico. Las de la Literatura por ejemplo, unas semblanzas que habrían alcanzado algunas de las más románticas creaciones poéticas de entonces. Y el mayor poeta romántico que cantara esas odas emotivas lo sería Lord Byron. Así como éste lo había hecho, Turner viajaría por Italia a principios del siglo XIX para descubrir su luz y su misterio. El pintor británico querría conocer las ciudades y lugares donde había nacido la Pintura para encontrar ahora sus afinidades, sus raíces o sus inspiraciones más creativas. Pero, a cambio de Turner, Byron no buscaría nada de eso. El gran poeta romántico, el primero que comprendiera que lo más íntimo de la desesperación humana formaba parte de su grandeza, peregrinaría por el sur de Europa buscando así la sensación romántica de que vivir es una experiencia personal desgarradora, del todo fugaz e insatisfecha. Con su obra poética del año 1818 Las peregrinaciones de Childe Harold, Lord Byron conseguiría definir la personalidad romántica por excelencia. Su protagonista, alter ego de su propia existencia vagabunda, acabaría mostrando las características paradigmáticas de los seres que llevan el rasgo de héroe -más bien antihéroe- byroniano: perceptibilidad, sofisticación, misterio, emotividad, introspección, independencia, decepción o rebeldía. El protagonista, Childe Harold, se embarcaría en un velero rumbo a Portugal desde Inglaterra para dejar atrás ya su vida aprisionada, su ingrata historia personal, su pasado insensible, sus pasiones y desvelos y tratar así de encontrar un nuevo sentido existencial a la vida. Y lo buscaría desde la convicción personal de que nada nuevo que hallase pudiese hacerle cambiar lo que piensa. Dirá el protagonista: Y ahora que cercado por un mar sin límites me hallo solo en el mundo, ¿suspiraré por otros cuando nadie lo hará ya por mí? Quizá mi perro llore mi ausencia hasta que una extraña mano venga a alimentarle; pero, a la vuelta de algún tiempo, si yo regresara a mi patria se avalanzaría hacia mí para morderme.

Turner buscaría en Italia, a cambio, la luz estremecedora del atardecer más hiriente. Pero, también buscaría las sensaciones emotivas que otros pintores antes que él ya hubiesen presentido. Y así viajaría por Milán, Bolonia, Florencia, Roma, Narni, Sorrento, Amalfi, Nápoles..., mirando, sintiendo, inspirándose sobre todo en las obras renacentistas y en los románticos poemas de Byron. De este poeta se decidiría por crear un grandioso óleo homenaje a su obra, Las Peregrinaciones de Childe Harold. Y lo hace bajo la romántica atmósfera italiana recreada por uno de los cantos poéticos de Byron. Pero, ¿cómo hacerlo? ¿Cómo representar en un lienzo la sentida, avasalladora y decepcionante mística descripción lírica del poeta? En Turner era parte de su Arte, sin embargo, poder conseguir plasmar cosas imposibles de describir tan solo con colores o formas. Así crearía Turner su lienzo romántico titulado exactamente igual que aquel poema romántico. Elige así entonces un maravilloso paisaje italiano románticamente idealizado... Un lugar ahora donde la luz es, verdaderamente, la única emoción protagonista. Hará de la luz un reflejo del propio ánimo del personaje byroniano. Y en este hermoso paisaje libre y natural elegido la luz del atardecer -porque debe ser un atardecer- reverberaría inquietante entre los roquedales medio ennegrecidos y los inclinados surcos de un río amarillento, o entre la alegría manifiesta y serena de unos hombres y la misteriosa abertura sibilina de una profunda y oscura cueva sinclinal... También entre la quebrada silueta de un puente medio derruido y el lejano perfil de los restos sin sentido de una antigua y olvidada fortaleza medieval.

Y todo ese paisaje melancólico, en parte deslucido, contrastaría entonces con la silueta inmensa y elegante del magnífico árbol poderoso del primer plano de la obra. Una grandiosa figura vegetal muy romántica aquí por solitaria, tan grandiosa como desposeída ahora de firmeza, tan majestuosa como perfilada de una cierta aguerrida fragilidad. Detrás del árbol solitario, alrededor de su redondeada y coronada silueta verdecida, está ahora ya el poderoso cielo deslumbrante por la lejanía de un asombroso horizonte aún más brillante todavía. Pero azul, de un azul ahora mucho más matizado hacia la izquierda del cuadro. La tenebrosidad brumosa  del paisaje contrasta aquí, sin embargo, con la fugacidad despectiva y alejada de un grupo de personas satisfechas. Y, luego, la perenne y oscura silueta del poderoso árbol solitario situado ahora entre el profundo cielo azul oscurecido y el fugaz resplandor medio amarillento de la apasionada bruma de un atardecer...  El dramaturgo británico Terence Rattigan (1911-1977) escribiría una pequeña obra teatral extraordinaria en el año 1952, Un profundo mar azul. Una historia íntima y personal de amor donde sus protagonistas se sumergerán en las desalmadas, profundas e incomprendidas aguas de lo imposible... Un insufrible romance acabaría ahora en el frustrado intento suicida de la frágil mujer protagonista. Un desolado personaje situado entre la imposibilidad de aceptar la realidad ofuscada de la vida y su apasionada existencia vulnerable. En una de las ocasiones que ella tendrá para justificar tan terrible acción suicida, absolutamente confundida y abrumada, le contestaría a otro personaje que le habría cuestionado sutilmente su deseo aniquilador:  A veces es difícil discernir, atrapada entre el diablo y un profundo mar azul...

(Óleo Las peregrinaciones de Childe Harold, 1823, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, Tate Gallery, Londres.)

30 de diciembre de 2013

El camino del espíritu o el círculo platónico con la vuelta y la ida de un erotismo cósmico.



Cuando en febrero del año 1497 seguidores del monje fanático Girolamo Savonarola hicieran una hoguera en Florencia para quemar todos los objetos mundanos y lujosos que depravaban el espíritu, cuentan las leyendas que el pintor Botticelli arrojaría al fuego algunos de sus antiguos y maravillosos lienzos mitológicos. Desde entonces el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora, con sus nuevas creaciones piadosas, una mayor y marcada devocionalidad. Porque veinte años antes -afortunadamente salvados- había llegado el pintor a realizar sus más mitológicas, terrenales, humanísticas y famosas obras de Arte. Aunque todas obras inspiradas de sublimes mensajes espirituales y neoplatónicos muy atrevidos. En Florencia surgió una tendencia filosófica que quiso tratar de conciliar el Cristianismo y el Platonismo. Todo comenzaría cuando Cosme de Médicis conociera en el concilio de Florencia del año 1439 a uno de los personajes bizantinos más curiosos, Gemisto Pletón (c.1360- c.1450). Este filósofo platónico bizantino trataría de renacer la mitología y los dioses griegos de sus ancestros. En aquellos años las dos iglesias cristianas, la católica romana y la oriental bizantina, comenzaron un acercamiento en ese concilio de Florencia que, finalmente, no llegaría a ningún resultado positivo. Pero algo se gestaría a cambio con la unión azarosa de esos dos personajes medievales: una revolución del pensamiento que poco tiempo después sería conocido como el movimiento estético más innovador de la historia: el Renacimiento. 

Promovieron crear la Academia Platónica de Florencia donde el escritor y poeta Marcilio Ficino (1433-1499) sería el filósofo que retomaría las ideas de su admirado Platón. Unas ideas tan revolucionarias como lo fueron las teorías estéticas que acabaron influyendo en algunos pintores, entre ellos el genio Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino -siguiendo las ideas neoplatónicas- el Universo se establece en cuatro niveles cósmicos jerarquizados, desde una mayor o más perfecta esfera hasta otra menor o más imperfecta. El primero de esos niveles, el más importante, es la esfera o mundo supra-celeste denominado Mente Cósmica. Aquí todo es estable, inmaterial e incorruptible. Aquí se situaría a Dios pero, también, todas las ideas o conceptos esenciales de lo que se encontrase más abajo. Luego se hallaba la siguiente esfera o mundo celeste, denominado Alma Cósmica. Este espacio es un lugar espiritual fuera del tiempo, incorruptible pero inestable todavía, lleno de movimiento autónomo, donde se encuentran las estrellas o elementos superiores a la simple materia terrenal. Después está la esfera terrestre, el Mundo Sublunar representado como la esfera de la Naturaleza y las cosas sensibles, un espacio lleno de movimiento no autónomo sino dependiente de su esfera superior. Aquí todo es corruptible y compuesto por materia y forma. Por último se encuentra la esfera de la Materia, de las cosas o elementos sin vida que sólo alcanzan a tenerla cuando se unen a su esfera superior, la esfera de la Naturaleza.

La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habita tranquila la esfera denominada Alma Cósmica. Pero como esta esfera es inestable y se mueve a voluntad puede suceder que el alma caiga a su nivel inferior accidentalmente. Entonces el alma se une a un cuerpo corruptible y vive con él en el nivel inferior. A veces recordando el alma sus experiencias cósmicas anteriores, esas que le llevaran a anhelar -desear, amar, necesitar- volver a regresar a la esfera celeste de antes, aquel lugar desde donde podía contemplar la Mente Cósmica. Cuando a Botticelli le encargan  una obra para la formación de un primo de Lorenzo de Médicis -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, este magnate de Florencia se dejaría influenciar por las sugerencias del filósofo Ficino, tutor que fuera del joven Pierfrancesco. Para que el adolescente se aplique virtuoso en su formación de perfecto caballero, ¿qué cosa mejor que una visión estética grandiosa para que asocie belleza con virtud? Para eso debe conseguir el pintor plasmar la filosofía neoplatónica que relaciona amor y deseo terrenal con el siguiente plano cósmico superior, el del verdadero Amor y Deseo celestial.

¿Y cómo hacerlo, cómo representar Botticelli esa odisea del alma, del amor y del sentido cíclico de las cosas y su fluir con las elecciones terrenales de los seres humanos corruptos y su vida sublunar? Inspirado en la mitología griega de Ovidio -poeta romano del siglo I- consigue Botticelli la narración necesaria para componer esa formación de la gesta del alma. Pero, ¿cómo darle sentido a todo ese ir y venir desde un mundo terrenal a uno celestial? La grandeza del pintor estuvo en abrir con belleza los ojos del joven Médicis -y de todos los que ahora vemos la obra- para entender que elegir el camino de la virtud y la grandeza de espíritu (los valores que el humanista Ficino propugnaba) podía ser compatible con la elección de la belleza más terrenal o material. Y esto es así porque el alma hallaría su camino inspirada en la belleza. Botticelli consigue componer un circuito vital del alma como una danza representada en tres tiempos o escenas diferentes. Y ese circuito se describe en la obra desde la derecha hasta el personaje situado más a la izquierda. En ese lugar un joven solitario -el dios Hermes- eleva ahora su brazo derecho hacia el cielo señalando el camino del deseo espiritual más elevado. En esta obra, a diferencia de la obra de El Greco Entierro del Conde de Orgaz -aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecen ahora ni las esferas del Alma Cósmica ni de la Mente Cósmica, sino sólo las esferas terrenales de la Materia y de la Naturaleza. Por esto esta obra de Botticelli se titula como la representación del florecimiento de la estación más germinal del año: La Primavera.

Pero, ¿cómo hacer entender al joven Médicis que tiene sentido entregarse al camino de la virtud? Para eso el creador sitúa en una de las escenas del lienzo tres hermosas jóvenes -las tres Gracias- entrelazadas por sus manos en una danza de equilibrio, belleza y sabiduría. Botticelli las pinta como la Belleza, el Amor y la Castidad. Las tres unen sus manos en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir en una expresión de total generosidad. La castidad, gracias al amor sensual, consigue descubrir la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmándola de virtudes similares a la pureza. Y así todo fluye en un mutuo beneficio. Por otro lado, el alma caída desde la esfera superior llegará al mundo terrenal de la materia con el afán propio de lo corruptible. Entonces busca abrazarse a su deseo más pasional, representado ahora por la figura oscurecida de un joven -idealizado como Céfiro, dios del viento primaveral- que persigue a la diosa Cloris, una sensual y deseosa ninfa que, fecundada por éste, se transformará luego en la primavera exultante, representada a la izquierda por la diosa Flora.

Pero, ¿cómo conseguir que el joven Lorenzo no se equivoque en su elección matrimonial -la obra buscaba influir en esta sabiduría-? Pues porque ahora la diosa Venus -la figura central de la obra- en su representación más terrenal de Belleza, la hija de los dioses y la tierra no la nacida del mar -ya que esta última Venus no tendría madre, mater, materia, a cambio de la Venus terrenal que sí la tenía-, es la que consigue influir en la decisión matrimonial más correcta del joven Médicis. Porque la Venus terrenal concilia todas las virtudes para que el joven -como un Paris mitológico eligiendo acertado la belleza perfecta- no se deje llevar por las flechas equivocadas de Cupido, el pequeño dios alado alborotador que se muestra ahora encima de la diosa, dirigiendo su flecha a la menos adecuada de las tres gracias... Este es el mensaje subliminal de la obra: que el joven no debe elegir la castidad para poder tener un matrimonio fértil. Sin embargo, en el ámbito cósmico, a cambio, elige ahora el dios Eros -Cupido- a la ninfa Castidad -la gracia central a la que la flecha iba dirigida-, la única de las tres gracias que aspiraría, mirando al dios Hermes, seguir el camino anhelado que su espíritu le muestre hacia el deseo más elevado.  Es decir dirigirse el alma hacia la esfera superior más espiritualmente deseada o más trascendente -aunque más improductiva terrenalmente-, y así encaminarse, por fin, hacia aquella esfera perfecta de su recordado erotismo cósmico superior.

(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

2 de septiembre de 2012

La inmortalidad desconocida y su contraria, o quizá has vivido una vez un instante infinito...



Para cuando la vida se impone, maravillosa, y nos seduce enamorarla, desearla, mantenerla y glorificarla, de pronto, desconsideradamente, algo contrario nos llevará a sentirnos aturdidos con una pasmosa y sobrecogedora intranquilidad. Para ese momento o tenemos algo que nos venga de fuera y nos ayude interesado -las creencias religiosas o el estado- o tenemos una seguridad material que nos resguarde convencidos. Pero existe también otra forma de protección inteligente: aprender a sublimar esa vaga sospecha con nosotros mismos, con algo que provenga de nuestro interior más profundo. ¿Qué pasaría si no continuaramos tan bien, tan eufóricos o tan vivos al amanecer de un nuevo día? ¿Qué hace entonces que esa sensación nos condicione ya -al sospecharla vagamente- a partir de ese momento? ¿Qué hacer para calmar esa ingrata sospecha lastimosa? Los creadores y artistas habían tratado siempre de sublimar con su Arte esa humana sospecha. Pero, ¿se consigue en verdad alguna salvación de no poder tratar de calmarla con otra cosa? Cuando el pintor Paul Gauguin se marchase a su paraíso tahitiano para encontrar aquel lugar idílico perdido por el hombre, descubriría la pasión más terrenal pero, a la vez, la más espiritual que existiera. Pintaría a su amante polinesia Tehura en una pose inspirada de un cuadro que Manet hiciera años antes de su Olympia recostada. Pero ahora lo hace el pintor modernista de una forma muy diferente a la de antes. La pinta de espaldas y desnuda por completo, muy voluptuosa a pesar de su figura impúber e inocente.

Pero la compone ahora abandonada a un temor irracional, no a ningún deseo erótico como en aquella Olympia deseosa. Es por esto que el lienzo fuera también -como la obra de Manet- desestimado por el público parisino de entonces. Nadie entendería el verdadero mensaje de esta obra polinesia. No tiene nada que ver con el sexo, ni con la pasión, ni con la efervescencia de la vida y sus efectos sensibles. El sentido de la creación de Gauguin es justo todo lo contrario. Es la muerte la que aparece ahora visible en la figura enhiesta, oscurecida y paralizada del fondo de la obra. Y es entonces cuando la joven modelo recostada -su joven amante polinesia- no sabría ya hacer otra cosa ahora que calmarse, que mantenerse inmóvil, sin deseos, sin mirar a otra cosa más que a su miedo incontrolable. El pintor postimpresionista la descubriría así una noche, quieta, asustada y pacientemente temerosa, entregada a sí misma y tan indolente que le sorprendiera al pintor aquel alarde frío y personal tan inocente. Desde entonces quiso Gauguin plasmar en un lienzo aquel terrible momento. Y lo pintaría en el año 1892 en su idílico paraíso. Tanto le agradaría su cuadro al pintor que, un año después, cuando quiso autorretratarse en otro lienzo, lo pintaría colgado en la pared del fondo de su retrato como recuerdo indeleble de aquel fugaz y misterioso gesto. Y en este cuadro dentro del cuadro aparece Tehura ahora invertida, como el mismo rostro del propio autor pintado en el espejo. El filósofo alemán Nietzsche se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. ¿Qué sentido tenía para el filósofo algo tan desesperante y desolador, tan eliminador y permanente como la muerte? En una ocasión quiso exorcizarla con una narración clarividente y misteriosa, tanto como él mismo lo fuera o tanto como su metafísica original, contradictoria y desasosegadora lo llegara a expresar. En su libro La gaya ciencia nos dejaría el filósofo alemán el siguiente texto escrito para siempre:

¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú la vives y la has vivido, deberás vivirla todavía otra vez e innumerables veces y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y cada cosa indeciblemente grande o pequeña de tu vida, deberá retornar siempre a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión. Así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y hasta yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo, y tú con ella, granito de polvo!"? ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te habría hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios, y jamás oí nada más divino"? Si este pensamiento se apoderase de ti te haría experimentar, tal como eres ahora, una gran transformación y tal vez te trituraría. ¡La pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O, también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?

(Óleo del pintor francés Henri Michel-Lévi, La niña y la muerte, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia; Cuadro La muerte y la doncella, 1916, del pintor expresionista Egon Schiele; Óleo El espíritu de los muertos vela, 1892, Paul Gauguin, Nueva York, EEUU; Autorretrato de Paul Gauguin, 1893, Museo de Orsay, París; Pintura de la autora prerrafaelita Evelyng de Morgan, Ángel de la muerte, 1881; Detalle de la obra Triunfo de la Muerte, 1562, de Pieter Brueghel el viejo, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de un antiguo cementerio celta en Irlanda.)