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3 de marzo de 2024

La mirada frontal frente a la ladeada ocultará el misterio estético, mediatizando ahora la belleza del Arte a cambio de la real.


 

Cuando los pintores desean representar la belleza más objetiva, generalmente en el retrato subjetivo, primarán siempre el detalle frontal frente a cualquier otro. Entonces el sentido estético más misterioso sucumbirá ante la radiante y única belleza de los rasgos representados. En el Arte, sin embargo, la Belleza no se puede personalizar jamás, está difuminada y expresada en todos y en cada uno de los matices de una insinuada obra artística. La belleza, por lo tanto, es y no es Arte...  Me explico. Existen dos clases de belleza, la objetiva y la subjetiva, pero entendidas ahora desde el punto de vista del objeto representado, no del sujeto perceptor. En el Arte el objeto representado debe disponer de vida estética propia, independientemente del observador. La belleza entonces estará desligada de quien la mire. No será ya la sensación psicológica que inspire un deseo o una admiración, sino la suma de una emoción interior que exprese ahora la representación estética elaborada de una proporción, de una nostalgia, de un misterio y/o de una sutileza. Es una recreación de belleza no la belleza en sí. La Belleza en el Arte no puede prevalecer en una sola cosa, sino que debe mostrarse en todos y cada uno de los elementos estéticos que una representación dispone en su pequeño universo plástico. No puede además interactuar con el observador, como lo hace un retrato, aunque éste, no obstante, disponga de belleza.  

Así, la belleza retratada subjetiva es el retrato, una forma de Arte, por supuesto, algo que adquiere también proporción, misterio, tal vez nostalgia, pero no sutileza... La sutileza es una especial grandiosidad del sentido estético que una obra de Arte consigue cuando es una representación anónima. Es decir, cuando no está personalizada en alguien, lo que es un retrato, aunque ese alguien no se conozca incluso, pero sí sus rasgos evidenciadores. La sutileza en el Arte no es eso, es una forma de abstracción, es despersonalización, es encubrimiento. La perfección estética, de hecho, se sitúa lejos de lo sutil, acercándose así mucho más a lo subjetivo, o personalizado, de un retrato poderoso. El Arte es, sin embargo, algo multifacético, como sabremos muy bien desde su amanecer contemporáneo: puede tener mil caras demostrativas de su genialidad estética. Sin embargo, cuando la representación artística está sesgada desde el perfil imperfecto de una imagen incierta, lo que es el perfil estético retratado generalmente, surge ahora la belleza del Arte no la del personaje, exista o no. Y surge además con toda la maravillosa capacidad que tiene una representación estética para ser expresión de un mensaje implícito e inspirador, mucho más que para tenerla de una imagen explícita y sugerente, aunque también disponga de belleza.

El perfil es siempre la mitad de la verdad, es la partición de la naturaleza en una mitad desconocida ahora, sesgada por su arbitrariedad elegida (solo una mitad decidida se representa, la otra se oculta decidida). La verdad, sin embargo, no es nada por sí mismo, sino que siempre tiene sentido real en relación a algo o a alguien. Y esta relación debe existir siempre para que la verdad prevalezca. Pero, el Arte no tiene nunca nada que ver con la verdad, tan solo con la belleza...  Y la belleza estética, artística (no natural), nunca es perfección sino sólo sutileza creativa. Por eso el cuadro del pintor francés Jean-Jacques Henner posee más belleza de Arte que el retrato del cuadro del pintor cordobés; siendo éste, sin embargo, un maravilloso retrato artístico de la belleza frontal de una bella mujer. Pero en éste se agotará pronto esa belleza, la sensación de esa belleza. La miraremos deslumbrados por su belleza natural, única, retratada, medida, clara, cierta, deseosa, perfecta, pero no descubriremos nada más oculto en ella. Su misterio deslumbrante, si lo tiene, dejará de tenerlo muy pronto sustituido por la perfección de unos rasgos estéticos extraordinarios, aunque carente ahora la obra del universo misterioso e infinito que el Arte dispone, siempre, con los alardes objetivos de una representación acorde a la sutil belleza estética, una belleza ésta más intemporal, más impersonal, más sublime y eterna del mundo. Y lo es por su mediatización estética ahora de una belleza real en otra dividida, perdida, difuminada ya en el todo artístico de una obra completa, no subjetiva sino objetiva desde el propio Arte, lo que hace que la belleza prevalezca eterna, oculta tras la metáfora sublime de una narración más completa donde el color, el contraste, el desdén también, supongan la conjunción más artística de una visión rota, además, por la ausencia de vinculación personal entre el objeto artístico y el sujeto admirador de esa sutil belleza.

(Óleo Estudio de una mujer de rojo, 1890, del pintor Jean-Jacques Henner, Hermitage, Rusia; Óleo Retrato de una dama, 1925, del pintor Julio Romero de Torres, Colección Pérez Simón, Madrid.)

23 de enero de 2021

Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo: la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

 


Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad... Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Hay una magnitud, realmente dos, que determinarán siempre cualquier hecho deleznable en nuestro mundo. Son la cantidad de maldad y el tiempo de duración. Cuando algo está muy extendido, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una o a pocas; cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo no durando un día o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir que algo sea verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería muy pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo alto, hacia la grandiosidad de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron los que más se plantearon esas cosas ante el mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Ese culto griego, a diferencia de los demás cultos helénicos, ofrecía una sensación de comunicación o de participación íntima de los seres con la divinidad. El ser humano entonces conseguía así unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o la costumbre social. Segundo sustituía su conciencia individual por una colectiva, salía así de sí mismo ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Y tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo más terrenal. Dionisos encarnaba la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios Dionisos iba más allá aún, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también las que separaban a los hombres de las bestias.

El milenarismo también había sido una forma de expresión estética, una que llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba la salvación solo para algunos elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética adornada con los efluvios imaginativos de una salvación anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero solo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios a costa de la ilusión del mundo. El mundo, a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto e irracional expresado por Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en mucho tiempo una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de una tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?

En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones  paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza, donde hacían libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de Constanza. ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo actos paganos en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano y  en Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que había sido todo lo contrario, una pérfida, malvada, sangrienta y vengativa mujer. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación  pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose ahora a una pintura tenebrista. En su obra Baco refleja los rasgos misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí está la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con este mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte. Tiziano lo había compuesto como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin confabulaciones dionisíacas extravagantes. Con su gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana del mundo. ¿Cómo no habían comprendido los humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecía la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés forzaría aún más la desolada figura de su personaje mítico. Con ello resplandece la expresión de lo que el Arte a veces consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar que la realidad no acabe trastornando nuestra ilusión poderosa.

(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)


30 de noviembre de 2020

Los dos mejores estilos artísticos donde brillaría más la excelencia del mejor Arte español.



Cuando el Arte español alcanzara su mejor sentido estético fue en dos momentos históricos de cierta semejanza sutilmente creativa. Se situaron estos alardes estéticos en las segundas mitades de esos siglos sublimes, los dos siglos más gloriosos, además, que la historia de España tuviese en el mundo. Es de entender que su Arte reflejase entonces esa eventualidad culminadora. Aunque la historia social y política no corresponda exactamente con la cultural casi nunca, esos dos momentos históricos establecieron, sin embargo, el mayor grado de realización artística llevado a cabo en España en cada uno de esos dos estilos tan extraordinarios habidos en el Arte universal. Esos estilos fueron el Manierismo y el Barroco, pero ahora ambos ya en su fase final, cuando el desarrollo del estilo de su pintura llegaría a lo máximo que por entonces pudiera así elaborarse... sin caer en otra cosa distinta. Porque la evolución artística es tan sutil como engañosa, ¿hacia dónde se va en una tendencia artística? Los pintores desean componer sus obras con dos cosas generalmente: perfección y avance. El avance es la perfección llevada algo más allá. Pero la perfección no puede avanzar, por definición: es perfecta. Sería entonces casi como una cierta esquizofrenia artística vertiginosa. Si una creación se sostiene en sus elementos estéticos donde la belleza ya no se puede forzar más, ¿por qué el creador entonces decide ir un poco más allá, a riesgo de zaherir la perfección alcanzada? Debe ser una tentación irrefrenable esa, debe ser la autoconfianza también de dominar ya una expresión determinada, la capacidad de crear belleza desde la nada, lo que deberá llevar a los autores artísticos a la imposible resistencia devocional hacia la transgresión estética más anhelada... ¿Cuál es esa transgresión estética tan querida? La de forzar el sentido convencional más extendido entonces, la de traspasar ya el ámbito de lo admitido hasta entonces. Pero ahora haciéndolo de manera que no se perciba demasiado todo eso, que sólo se insinúe, que sólo se muestre sin mostrar, que se plasme sin ningún relieve consistente que lleve a deslucir, en los ojos del que lo mire, el mejor modo de componer un Arte que no tenga más fronteras que la de su propia creatividad.

La obra manierista del gran pintor Luis de Morales (1510-1586) La Virgen de la Leche, compuesta sobre el año 1565, es una muestra extraordinaria del mejor sutil erotismo místico realizado en el Arte español. Sólo cuando los conceptos estéticos se tienen claros es posible percibir la belleza sin confusión ni desatino. El sentido estético en el Arte es el resultado de todas las variables estéticas que se articulan en una composición determinada. En esta maravillosa obra manierista hay un espacio estético que formará además parte relevante de esas variables estéticas. Es el aislado encuadre espacial de dos figuras solitarias que, sobre un fondo oscuro necesario, aparecen ahora unidas en una pose de  extrema comunicación sedentaria. Ese fondo inerte es ahora la mayor expresión de intimidad precisa para poder transmitir la comunicación mística y erótica más sutil que una imagen, sagrada además, pueda tener en el Arte. Fue una de las composiciones más recreadas del Renacimiento el gesto artístico de amamantar María a su pequeño bebé. Las obras de Arte de entonces, del siglo XV y principios del XVI, habían mostrado el pecho descubierto de la madre en sus lienzos artísticos. Pero tiempo después, a partir de la mitad del siglo XVI, se fue abandonando esa estética evidente por considerarla por entonces muy indecorosa. Así surgiría el erotismo realmente, como aquella práctica estética que sólo insinuase el sentido pero que no evitase del todo su finalidad primorosa. La forma tan conseguida y delicada que el pintor español alcanzó para transmitir una comunicación tan tierna y sutil, no ha sido obtenida jamás después en una obra sagrada como esa. El pequeño bebé está ahora asiendo con su mano izquierda el grácil velo transparente de su madre en un gesto poderoso de atracción y deseo irresistibles, ambos impulsos muy naturales, sin embargo, para un ser tan desvalido que necesite urgentemente alimentarse. Con su otra mano buscará así la forma de acercarse al pecho necesitado, ahora éste ya cubierto por la belleza colorida de un tejido prodigioso. Pero, luego estará la mirada tierna y asombrosa de María, un gesto aquí tan perceptivo como la sumisión tan querida de ella ante un deseo vital tan vigoroso como insinuante. ¿Hay alguna forma mejor de transmitir un sentido erótico profundo donde la voluntad de dos seres sea ya tan aceptada, sentida y precisa? 

El Barroco fue un período histórico más que un estilo artístico ya que en él existieron diversas tendencias estilísticas diferentes. Al haber sido el período artístico más largo de la historia es de comprender que tuviese diferentes tendencias dentro del gran momento que supuso el Barroco en el Arte. Es difícil poder elegir en tan dilatado manantial de creatividad maravillosa una obra barroca que muestre alguna genialidad especial. Pero hay una que lo hace claramente. En el año 1679, cuando el siglo XVII empezaba a tener ese horizonte que hizo de esos años finales un momento histórico sublime por su avance científico, técnico, social e intelectual, un pintor español consiguió traspasar la frontera de lo admitido o conocido como Arte hasta entonces. Pero, al igual que Luis de Morales, no lo hizo sino con la sutileza y el prodigio equilibrado más artístico que se pudiera hacer entonces. En su retrato El duque de Pastrana, el pintor Juan Carreño de Miranda (1614-1685) no sólo compone el retrato de un noble español de finales del siglo XVII, sino que llegaría a conseguir el concierto estético más elaborado de asignación figurativa de unos colores ahora extraños, de unos trazos indefinidos o de unas mezclas poco naturales en una composición tan original para entonces. Es el avance pictórico más sublime que consiguiese el Barroco hacer por entonces. Si quitamos la figura del duque retratado, ¿qué nos quedará en la obra barroca? Un paisaje absolutamente impreciso para el sentido clásico del Arte, ¿no es un modernismo barroco ese que hiciera Carreño de Miranda por entonces? Las ramas del árbol se confunden ahora con las nubes insolentes de un cielo tan terroso como sus hojas apenas inapreciables. La figura del caballo surge como de un sueño pictórico detrás del retratado, enarbolando ahora un enjaezado sutil celeste y pequeño como el cielo efímero tan desolado que pintase su autor. No se distinguen sino su cabeza y sus cuartos delanteros en un alarde de sorpresa plástica sublime. Es ahora aquí la efusión expresiva de unos colores sin la definición perfilada que los hace contrastar o resurgir entre sus sombras figurativas. No, ahora no, ahora los colores hacen las formas estéticas desde la visión ¡tan impresionista! como, siglos después, una tendencia así llevase por fin las figuras de un paisaje a la historia del Arte. Era este el reflejo sutil de un avance que una sociedad llevara o quisiera llevar por entonces en la historia artística. ¡Qué diferencia con el retrato aséptico del caballero de la mano en su pecho de El Greco! El mundo estaba cambiando. España también. Fue un momento histórico (artístico, social, filosófico) que se malograría sin embargo. Y que España llevaría ya en el germen social de su difícil destino histórico. En el Arte europeo por supuesto, jamás se volvería a pintar así hasta que el Impresionismo lo lograse, casi doscientos años después. Fue un alarde artístico extraordinario que duraría tan poco como sus creadores pudieron dilatarlo sin desfallecer. Como la historia lo permitiera, también. Pero, no lo hizo... Esas solo fueron las grandezas sutiles tan efímeras de estas dos creaciones artísticas tan innovadoras en la historia de la estética que se pudieron hacer. Porque, además, si en algo el país que lo alumbrase se caracterizaría en la historia sería por eso: por ser el pionero en muchas de las cosas que el mundo, luego, se apropiase y desarrollase como si nunca antes hubiese sido vislumbrado o intuido por nadie. 

(Óleo sobre tabla La Virgen de la Leche, 1565, del pintor manierista español Luis de Morales, Museo del Prado; Óleo sobre lienzo El duque de Pastrana, 1679, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo del Prado, Madrid.)

25 de octubre de 2020

¿Es universalmente útil que el alma no desaparezca?


 

Esa es una pregunta metafísica fundamental. No sabemos verdaderamente si permanece o no algo en el universo después de morir. Solo lo creeremos o no lo creeremos... Por otro lado, tampoco sabemos si es conforme al universo que algo permanezca o desaparezca. Porque sólo lo universalmente útil es preciso que continúe para poder mantener un cosmos organizadamente necesario. ¿Es verdad o no la existencia entonces de una parte inmortal en el universo? Porque algo así es verdadero si es útil universalmente, ya que no hay nada que siendo útil de ese modo no sea verdad. Así que, entonces, lo que queda es saber si algo es o no es útil universalmente, concretamente el alma, su realidad trascendente o no. Para sostener que es útil universalmente o no el alma, y sin caer en lo absurdo, habría antes que separar lo degradado material de un ser inteligente de algo impreciso que no lo es, de algo que no es biológico. Porque lo que deja de ser o de existir en un conjunto organizado físicamente, lo que desaparece por eliminación material de sus partes integradoras, no puede permanecer igual que antes nunca, desaparece para siempre. Pero, ¿y lo que no tiene conjunto ni pertenece a ninguno, lo que no deja de ser porque no se degrada con la desaparición de lo material, de lo exclusivamente físico? Supongamos por un momento que algo impreciso, pero que contiene alguna información trascendente, no desaparece. Veremos después si es útil, o no lo es, que no desaparezca ese algo impreciso individual. Porque universalmente útil es todo aquello que facilita el equilibrio sostenible del cosmos en su totalidad. Si admitimos que algo indefinido y poderoso permanece virtualmente luego de que el cuerpo se deteriore, tendremos que preguntarnos además si es valioso para el universo que esa parte inconsistente materialmente permanezca sin desfallecer. Si lo es, si es verdaderamente útil para el proceso cósmico universal, entonces no hay duda de que su ser es real, de que ese algo existe. Un pensador del siglo XIX dejaría escrito para siempre: No creo que sea posible sostener una cosa universalmente útil que no sea verdad.   Y, si lo pensamos bien, todo lo que es útil, valioso, apropiado o provechoso para el universo es verdadero, necesariamente. Hay dos preguntas entonces, la de si algo no material permanece luego de que el individuo deje de existir como realidad física o biológica; y si ese algo que permanece es útil o no lo es universalmente. Pero esto último no es una pregunta realmente, es una conclusión de la primera cuestión. Porque si permanece es por que es útil. La mejor pregunta no es si permanece algo después de desaparecer la vida material, ya que esto es más difícil de responder. La cuestión es si es valioso o no lo es para el sentido universal del cosmos que algo individual, aunque sea impreciso, permanezca sin desaparecer. 

Ahora debemos llegar a la disquisición de qué se entiende por universalmente útil. ¿Para quién es más útil que algo impreciso siga existiendo en el ámbito universal, para el individuo o para el cosmos? Si es útil solo para el individuo no es algo de utilidad universal, es una utilidad individual, egoísta, lo que sucede a veces en la vida terrenal física. Para comprender esto mejor entremos en la definición de universal. ¿Qué es lo universal? La definición de este vocablo es una contracción de dos términos diferentes, lo uno y lo vario. Es decir, se puede entender universal como lo que sostiene a lo individual entre lo variado. Por tanto, lo que parece que es universal precisará siempre de ambos conceptos. No hay universo si no hay unidad y variedad a la vez. La unidad puede entenderse aquí como globalidad única, como lo contrario a cualquier individualidad personal. El todo general, en una palabra. Lo vario, la variedad, sería ahora la multiplicidad de seres individuales que se relacionan con ese núcleo principal. Para el universo, por consiguiente, la realidad es dual: hay un núcleo único que equilibra el desmán de la variedad que lo orbita. Pero, también se podría entender el universo como la relación entre la individualidad de lo uno, del individuo, con la variedad de lo vario, es decir, con la multiplicidad congregada. Se entiende así, en cualquier caso, que el universo es imposible sin la participación de lo individual con lo general. Lo general es evidente, es el todo de lo que hay en el cosmos. ¿Pero, y lo individual? Si lo individual deja de existir, ¿cómo se sigue manteniendo en el universo esa relación tan necesaria para su existencia? La cuestión ahora es definir lo individual. Lo individual es lo que es indivisible. No se puede dividir un ser definido con sentido existente propio. Se puede dividir un continente o un océano, pero no se puede dividir un ser humano. Sin embargo, se divide. Es ese proceso que sucede en la degradación física o material de un organismo cuando se deteriora con la muerte. Pero, entonces, si debe seguir existiendo esa verdad de lo útil universal, tiene que haber algo que justifique esa individualidad necesariamente, porque no hay universo tampoco sin individualidad. Esa es la parte indefinida e inmaterial que llamaremos aquí alma, a falta de otro término mejor, para poder mantener  siempre esa individualidad cósmica tan precisa. 

En el mundo conocido y representado claramente por los sentidos, el ser vivo es integrado en un proceso existencial que conocemos desde el nacimiento hasta la muerte. El Arte lo ha mostrado en numerosas obras, pero aquí he relacionado dos obras barrocas que expresan, simbólicamente, el inicio y el fin de la vida de un ser individual, concretamente el de un personaje bíblico conocido, Juan el bautista. Este hebreo del siglo I nació, murió y desarrolló su individualidad en el espacio material de una existencia física determinada, su vida en Palestina durante la época de Jesús. La obra de Artemisia Gestileschi nos muestra el nacimiento de Juan entre los rasgos estéticos de la sorpresa y de la estupefacción. Porque no tenía mucho sentido que pudiera nacer ese ser ante las edades tan infértiles de sus progenitores. Aun así lo hizo, prosperó. La atmósfera de la obra barroca es sombría y luminosa a la vez. Una vida individual florece ahora ante las incertidumbres de una realidad física tan imprecisa. El escenario pictórico está lleno aquí de seres que le cuidan, le admiran y le piensan incluso. Una puerta a la derecha de la obra nos descubre la luz de un universo despierto y vinculante, un camino abierto ahora aquí, desplegado y trazado para poder algo impreciso venir de lo lejos... En la siguiente obra, del pintor italiano Massimo Stanzione, Degollación de san Juan Bautista, veremos la desaparición física de ese mismo ser individual de antes. En este lienzo todo es más oscuro, aunque también está lleno de gentes, pero ahora no de seres que le cuidan ni le admiran ni le piensan como antes. Hay una abertura aquí también al fondo, solo que ésta no está ahora tan abierta como antes. Es un estremecimiento ahora tanto para el ser individual que desaparece como para el propio universo, puesto que no hay una salida aquí para su individualidad material o física.  Porque todo su ser físico, con su muerte, acabará finalmente. Sin embargo, el ser virtual, el ser impreciso, su información trascendente, como tal ente individual desde antes de alumbrar su vida, sin saberlo, ya no estará en su sustancia material y sensible. Y ahora, por lo tanto, ¿cómo mantener esa necesaria dualidad universal tan precisa para el cosmos? Entre las rejas cuadrangulares de la ventana siniestra del fondo de la obra, el símbolo de la permanencia individual del ser en el universo escapará decidido... ¿Es así como no desaparecerá esa individualidad tan necesaria que mantendría aquel sentido cósmico tan universal? 

(Óleo Nacimiento de san Juan Bautista, 1635, de la pintora barroca Artemisia Gentileschi, Museo del Prado; Lienzo barroco Degollación de san Juan Bautista, 1635, del pintor Massimo Stanzione, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)

12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza suposieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

24 de octubre de 2019

La metáfora existencial más desesperadamente sabia del Barroco.



El mito de Sísifo es de una genialidad filosófica extraordinaria. Cuando Zeus condena a Sísifo lo hace por haberle traicionado al desvelar la autoría del dios en algún rapto. En el Hades, Sísifo es llevado a la ladera de una montaña para tomar una pesada piedra y llevarla hasta su cima. Y luego regresar abajo tras de ella para volver a cargar su peso, una y otra vez, eternamente, sin consuelo... Fue representado este mito en el Arte renacentista de Tiziano en una obra de armonía y belleza clásicas. Pero, tiempo después el Barroco lo compuso sin elogios estéticos deslumbrantes, sin belleza ni equilibrios que compensaran la detestable o infame senda desesperada de una absurda condena para siempre. La obra Sísifo del museo del Prado no certifica del todo la autoría, ya que el cuadro no está firmado y solo se puede intuir entre la escuela de los seguidores de Ribera o la paleta sorprendente del napolitano Luca Giordano. Lo seguro es que fue el estilo barroco naturalista característico de este creativo periodo artístico. Porque la figura de Sísifo abraza la piedra como si abrazara, con ella, la vida imposible...  No la carga del todo aún, como hace el Renacimiento; no sube la ladera aún, como lo pintó Tiziano. Ahora está Sísifo en ese momento y lugar donde debe volver a recomenzar su delirio, el que los dioses han dispuesto para que cumpla con su sino. El pintor compone una escena desgarradora por su absoluta exageración artística. ¿Cómo es posible cargar esa enorme piedra, que ni siquiera vemos completa en la obra? Es un horror observar el esfuerzo que el personaje está dispuesto a tener para cumplir con su condena eterna. La mirada de Sísifo no nos dice muy bien qué siente al volver a cargar la piedra: ¿desesperación?, ¿obsesión maquinal?, ¿satisfacción inconsciente al acostumbrarse a una tarea que ya domina?

La obra Sísifo del Barroco es, sin embargo, la mejor de todas las obras de este mito para pensar o meditar sobre él, no tanto para admirar o para satisfacer alguna estética belleza grandiosa... o compungida. El Barroco nos ofrece siempre esa perfidia existencial que la vida encierra tras las sosegadas experiencias de una felicidad aparente. Cuando vemos esta obra sentimos una compasión absolutamente necesaria por el personaje. Es un hombre sin más que sus manos, sus brazos y sus piernas para cumplir con un destino cruel e inapelable. ¿Sin nada más que todo eso? No, porque es un ser humano, no un animal o una cosa, y, por tanto, su inteligencia o mente le condiciona además el sentido de toda esa vil y terrible condena. Porque el ser inteligente que tiene que hacer esa tarea repetitiva -la peor de las condenas- puede además pensar en lo que hace, en lo que está haciendo, en lo que ha hecho y en lo que hará... Esta particularidad humana con el tiempo es lo que el pintor consigue expresar con el semblante y la mirada tan huidiza de un hombre resignado. No puede más que sentir un dolor multiplicado por la sensación psicológica de que no tiene más descanso que el pequeño lapsus entre bajar la cima y volver a retomar de nuevo su tormento. Ahí, entre uno y otro momento, Sísifo se evade apenas el tiempo suficiente como para calmar la inercia inevitable de su  pavoroso dolor. 

La obra nos abruma y desespera del mismo modo que él padece el momento donde le falta poco para retomar su piedra. Lo vemos desde lejos y desde lejos imaginamos su dura condena. Pero no podremos llegar a comprender el mito sin entender antes la fuerza absurda de un quehacer tan inevitable. Ahí, en la inevitabilidad, está la terrible plasmación de este sufrimiento. Podremos cargar pesados tormentos, podremos repetirlos y sufrirlos, pero, sin embargo, en nosotros siempre hay un final. En Sísifo no, y este hecho es lo que hace a la terrible condena del personaje mitológico una absoluta y completa irrealidad absurda. Como lo es la enorme piedra imposible de cargar ahora. Como la incongruente inevitabilidad de algunas cosas del mundo. La vida, como todo hecho terrenal, tiene un final siempre y los seres humanos sabemos eso como para calmar cualquier condena insufrible. Esa misma condena que la vida, los azares, los dioses caprichosos, puedan establecer a veces sobre las frágiles o efímeras fuerzas de nuestras manos.

(Óleo Sísifo, siglo XVII, de la Escuela de Ribera o de Luca Giordano, Museo del Prado.)

1 de agosto de 2019

El pudor estético de los grandes, o cuando la mirada delata una sensibilidad sublime.



De todos los pudores a los que el ser humano se expone, el estético es tal vez el menos comprendido. ¿Es un gesto calculado ocultar la mirada? En los autorretratos los pintores buscarían siempre eternizarse ellos con la maestría genial de su talento artístico. Pero, cuando Van Gogh quiso componer un retrato siguiendo las nuevas modas plásticas de Francia -el Neoimpresionismo-, al no disponer de capacidad para poder contratar a un modelo, se autorretrataría él mismo, aunque ahora no con el gesto de un orgullo vanidoso, algo más propio de esas composiciones estéticas, sino con todo lo contrario...  El pintor malogrado -faltaban aún tres años para acabar su vida- no debería sentirse con el ánimo existencial muy alto y se dibujaría entonces la mirada más inclinada y huidiza. Sin embargo, consiguió con ello expresar todavía más de lo que, inicialmente, tal vez se propuso... Cuando Rembrandt comenzara su obsesión por el autorretrato, ya en su juventud, en el año 1628, pintaría uno sublime. Fue el único autorretrato pudoroso que llevase a cabo de los muchos que el pintor barroco hiciera en su vida. En su autorretrato su mirada está ahora oculta, no sus ojos, para obtener así el efecto necesario de luces y sombras que conseguirá con su personal obra maestra. Pero, a diferencia de Van Gogh, Rembrandt sí mira ahora al observador; sus ojos nos están mirando, aunque no lo veamos muy bien casi. Se oculta así tras un maravilloso claroscuro intrigante. Es posiblemente esto lo que diferencie ahora, entre otras cosas, a esos dos genios del Arte: uno intrigante, otro displicente... Para Van Gogh, sin embargo, no fue una intriga, un desvío o efecto artístico el que lo hiciera así. Reflejaba, como siempre hiciera en su obra, el sentido más expresivo de un sentimiento. En Rembrandt es otra cosa, es el juego dialéctico con el observador, es la intriga o el desenvolvimiento estético más ingenioso.

Cada obra maestra  plasma siempre el paradigma o modelo estético del momento histórico que vive su creador. En Van Gogh manejando los trazos modernos de un Neoimpresionismo avasallador. En Rembrandt con el juego de sombras y luces de su claroscura época barroca. En ambos utilizando la sensibilidad más sublime: o con él mismo, en el caso de Van Gogh; o con el espectador, en el caso de Rembrandt. En los dos casos la individualidad del autorretrato llega a niveles de una sublimidad extraordinaria. El pintor barroco es llevado a expresar un cierto pudor, uno ahora sesgado en su obra, uno que nos llevará a sentir la fuerza de la conciencia humana más personal o introspectiva, de la individualidad más corporal o representativa. En Van Gogh, sin embargo, su genio artístico nos lleva a otra cosa, a la expresividad más sentida de un sentimiento personal o existencial muy profundo. En éste veremos la inanidad del mundo,  reflejada ahora en una mirada sin dirección ni sentido. Esa misma inanidad que empezaría a sentir el creador postimpresionista en sus últimos años, y que no pudiera evitar siquiera en una experimentación estética como fue la de pintar con trazos modernistas un retrato muy humano. En los dos casos expresan autenticidad y un reflejo de personalidad individual, cosas que consiguen reflejar así un sentido de universalidad existencial; universalidad tanto para la displicencia como para el misterio, tanto para la angustia como para el engaño. 

¿Obtuvieron los dos genios un perfil psicológico universal para con una expresión personal tan humana? En una de las dos situaciones, la angustia y el engaño, se puede transmutar ahora la expresión humana sin menoscabar el sentido final de lo buscado. Porque el engaño es una forma de ocultación del temor, del pudor que pueda sobrevenir ante un desvelamiento personal determinado. Pero, también, al contrario, cuando ahora el pudor no sea más que una forma de angustia interior que es difícil de trasladar a lo estético: entonces se ocultará magistralmente tras una maravillosa utilización de claros y oscuros... El Arte vino a salvar personalmente a los dos pintores. Con una genialidad plástica soberbia, consiguieron ambos creadores componer sus propios sentimientos reflejando un casual retrato artístico. ¿Casual? ¿Hay casualidad en el Arte? Nunca. Por esto mismo es mayor el milagro estético de poder componer autorretratos geniales. Porque hay que pintar bien, pero, también confesarse... Y, ¿quién es capaz de hacer ambas cosas sin desfallecer? Con sus obras en general nos acercaron los dos maestros a entender la vida y sus misterios, pero, con sus autorretratos llegaron mucho más allá: consiguieron mostrarnos su propia vida y sus propios misterios. ¿No son una aliteración estética a veces los autorretratos? En el caso de estos dos genios del Arte nunca, porque siempre descubriremos, a cada nueva visión, algo diferente en sus autorretratos. Sobre todo, conseguirán expresarnos la mejor imagen individual del ser humano en general, con sus miedos o con sus engaños; pero, también, además, de todos nosotros como individuos, de todos y de cada uno de nosotros mismos... sin saberlo.

(Óleo Autorretrato, 1887, Van Gogh; Óleo Autorretrato, 1628, Rembrandt, ambas obras en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Holanda.) 

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)

6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet fue uno de los pintores más brillantes de la historia a la vez que, sin embargo, el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría muy pronto la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Unas tendencias artísticas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. Tal vez también porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad. Sin embargo, su Arte prosperaría. Es, seguramente, uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nacería demasiado tarde, posiblemente habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando el ser humano empezaba a querer tener más protagonismo estético que el claroscuro desolado que sus lienzos propiciaban. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando las obras maestras del Arte clásico, descubriría el sentido poderoso de lo que para él era pintar una obra. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que por entonces atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida por el público, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide a componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pintaría su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano a Lorena a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal de Manet, solo un compuesto inspirado de otros antes que él. Cuando el pintor decide dejar de ser guiado por nadie y descubrir su propio sentido artístico, sin complejos, alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintaría siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaría además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Sin embargo, habría tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Ambos están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y de su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió ese compromiso amoroso forzado por una sociedad excesivamente moralista y rigurosa. Es decir, no estaba reflejando en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que a veces retratase en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable y seductora de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representaba la idealización inconclusa de un escenario imposible. Como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representaba el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, pero, sobre todo, después. En el mismo año terminaría otra obra, Niño de la espada, donde el estilo clásico expresa una maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez... Porque los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatarán su pasión por el Arte español del siglo XVII. Sólo su pasión, el resto es suyo original y propio. El modelo del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero,  entonces lo pinta como si lo fuera, o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llegará el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su decidida pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra muy estremecedora en su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influenciada por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares de la vida conyugal. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada luego con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubriría a la vez apasionado la belleza distante, misteriosa y evanescente más anhelada para plasmar un rostro con su Arte. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Pero, sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utilizaría tres personajes para ello. Dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone por un lado la figura de la mujer arrebatadora por su gesto: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa, cariñosa y simple de la joven violinista Fanny Clauss. Luego la representación alejada del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado ahora entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su misteriosa obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido...   Sólo Manet y su Arte genial; lo que le hace ser un pintor universal y extraordinario. En un estudio, no en una cocina ni en un comedor ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir una escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena? Es de nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas figuras del fondo, ahora pendientes del sentido alegórico de un futuro prometedor... Pero, sin embargo, el pintor situaría  a la izquierda un casco de armadura que, apoyado junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo inútil y vencido. Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable- y justificar así una escena tan moderna como a la vez tan antigua o desmerecedora. Unos gestos modernistas mezclados ahora con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse.

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)

22 de mayo de 2017

La simbología más espiritual de la representación universal del mundo: una obra de Arte.



Cuando los primeros filósofos de la historia europea, los griegos, dieron un sentido al hecho de comprender el mundo, delimitaron éste entre dos cosas opuestas que pudiera contenerlo: una física, material, diversa, cambiante, sensible, cercana, visible; otra etérea, celestial, única, inmóvil, intuible, universal e invisible. Y, así, unos y otros se adscribirían a una u otra tendencia de pensamiento. El mundo se dividió entre esas dos formas de poder entenderlo. De ahí se configuraría, tiempo después, el dualismo en el que el mundo establecería sus preferencias de pensamiento: o claramente material o claramente idealista; o decididamente racional o plenamente empirista; o escrupulosamente existencial o fervientemente metafísico. No habría solución al dilema de la interpretación de lo que es el mundo, y este dilema filosófico se ha transmitido a todos los ámbitos de la vida del hombre a lo largo de la historia. Y así las dos formas (siempre dos, nunca hay tres, aunque lo parezca siempre se resumen en dos) de comprender el universo del ser humano y del mundo nunca se han reconciliado, y nunca lo harán. 

Sólo el Arte consigue poder llegar a conciliarlo, tal vez porque el Arte es lo único que no se parece al mundo exactamente, únicamente sirve para poder comprenderlo. Por eso su posible conciliación no es realista, es decir, no es práctica, no puede traducirse su forma de comunicación -la del Arte- al sentido real de la vida del ser humano. Entonces, ¿cuál será esa conciliación, y, sobre todo, para qué servirá? Llegar a conciliar el mundo con el Arte es una forma de catarsis psicológica, por tanto, algo individual o personal, nunca social. Los grandes pensamientos filosóficos no son nunca de aplicación individual sino social. No es que no sean individuos los que los tengan sino que su aplicación siempre es social. Pero el Arte -el pictórico en este caso- es algo, a cambio, personal, es una comunicación íntima entre la representación estética que sea y el sujeto espectador que lo percibe. Y entonces puede haber una revelación -o no haberla- para alcanzar a comprender el sentido que la belleza de la obra pueda afectar a la conciencia del que la perciba. Este proceso no es automático ni infalible. Por eso nunca podrá ser un hecho la conciliación real de las dos formas universales de entender y calibrar el mundo. Pero el Arte nos sirve, al menos, para entender que las dos formas son dos visiones diferentes de una misma realidad. 

El pintor alemán Adam Elsheimer (1578-1610) fue un creador al que no le sería ajeno el dualismo del mundo en algunas cosas de su vida. Por ejemplo, artísticamente se sitúa el pintor entre dos formas o tendencias diferentes: el Manierismo y el Barroco, y ambas las acoplaría sensiblemente en su obra; personalmente, abrazaría el pintor el catolicismo desde su luteranismo natal; y culturalmente conviviría entre Alemania y la Italia que le acogiera con sus tratamientos pictóricos revolucionarios, por ejemplo, con el color y el contraste de Venecia. Pero, también descubriría el pintor otra dualidad: la luz y la oscuridad. Sus efectos artísticos con el claroscuro son distintos, sin embargo, a los habituales del naturalismo de su época. No son rupturistas, no son destacables (no destacan algo, lo que sea, incluso lo más importante, tras un fondo oscurecido), no obedecen a un tenebrismo sobrecogedor o lastimero. Sus contrastes de oscuridad y luz llevan, a cambio, el sentido conciliador del fenómeno universal de los contrarios. En sus obras -en esta que vemos aquí- la oscuridad no refleja nada, ni bueno ni malo, que llegue a confundir, ni a atemorizar, ni a sacralizar, ni a desmejorar ni a realzar. Por eso no hay aquí solo claros y oscuros absolutos, no, ya que se necesita que ambas realidades sean delimitadas por una frontera ahora que las una: la penumbra... Lo que, finalmente, conllevará aquella conciliación anhelada del mundo.

La obra Huida a Egipto, realizada por el pintor alemán un año antes de morir, es la representación de la dualidad del mundo y de su conciliación estética. Y lo es, entre otras cosas, gracias a la sublime utilización de la luz y la oscuridad. Sin embargo, no son solo la luz y la oscuridad los elementos contrarios que en la obra veremos. En su grandiosa composición, en un primer nivel estructural, se observa la obra dividida diagonalmente en dos. Por un lado está el firmamento nocturno, por otro la tierra oscurecida. Pero, a su vez, en ambos lados también hay luz. En la obra de Elsheimer hay algo más que una narración bíblica. Siguen añadiéndose dualismos filosóficos aquí: por una parte la religión como trasunto histórico o metafísico; pero, por otra, el sentido incognoscible de la profundidad del universo celestial, de su racionalismo fallido... Los puntos de luz, los focos desde donde el pintor origina la diversidad lumínica, son cuatro en la obra: dos son humanos y dos celestiales. Uno es el fuego que abriga, protege, acompaña y alimenta a los hombres acampados a la izquierda del lienzo. Otro es la antorcha con la pequeña llama que san José transporta en su huida a Egipto. Esta solo sirve ahora para iluminar el camino, no para proteger o abrigar nada con ella. En los dos focos celestiales hay también otra dualidad:  uno es la luna llena y poderosa, la única fuente de luz ambiental propiamente; y otro es el reflejo lunar en el agua del río, que no ilumina nada fuera de él, una metáfora radiante sobre la dualidad manifestada de antes, sobre aquella fuente lumínica de fuego de una y otra realidad terrenal.

Porque esas fuentes de luz celestiales no existen más que como reflejo de otra cosa, inexistente ahora en el lienzo: la invisible luz solar que causará el reflejo lunar y su efecto luego en el agua del río. Pero, sin embargo, esas fuentes celestiales no alumbran ahora nada ahí. El denso y abundante bosque impide que la luna, muy baja sobre el horizonte, ilumine partes oscurecidas de la noche. No bastará esa luz, esa sola luz, para que pueda vislumbrarse con ella la vida y su sentido material. Los personajes representados en la obra necesitan ahora otros focos de luz para poder vivir. Aunque nosotros, los que vemos el cuadro, sí apreciaremos, a cambio, el conjunto general de toda la visión en el universo conciliador de la obra de Arte. De este modo podremos comprobar el sentido ambivalente de la dualidad del mundo y su universo. La oscuridad es precisa para alumbrar con el fuego la opaca realidad de la noche, pero la luz de la luna es inevitable aquí -en esa dualidad opuesta entre su fuente real y el reflejo en el agua- para poder comprender el sentido poderoso de una causa ahora invisible. Porque el reflejo lunar no es más que una reflexión luminosa terrenal, nada real, aunque sí existente en el universo completo del mundo conocido. Frente a los pensamientos filosóficos opuestos de la historia -el idealismo frente al materialismo-, aquí apreciamos ahora el sentido conciliador de una obra de Arte. En la penumbra del contraste entre las posiciones de luz y oscuridad vemos resplandecer las estrellas y una pequeña llama portadora de luz. Ambos fenómenos son aquí el sentido trascendente del universo..., frente al inmanente, representado por el fuego de los hombres o la luna reflejada en el río. Un sentido dual que, para poder entenderlo, se necesitará inevitablemente de la participación de esas dos partes opuestas de la obra: del contraste de la luz y de la oscuridad como del contraste del mundo material con el del espiritual más etéreo del universo.

(Óleo sobre cobre, Huida a Egipto, 1609, del pintor alemán Adam Elsheimer, Alte Pinakothek, Munich, Alemania.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)