11 de marzo de 2011

La decisión inconsciente, infantil y temeraria, o cuando los dioses solo hacen lo que deben.



El orgullo de vivir es algo que ignoramos tener pero que existe, que está latente en nosotros desde siempre, aunque sobre todo brille poderoso en nuestra inconsciente y lejana juventud. Es una sensación que resiste la prudencia y sostiene la osadía hasta no ver ya más que sus efectos seductores en una vida temeraria. Es el orgullo de ser hijos de los mismos dioses a los que deseamos imitar...  Así que entonces, como jóvenes autocomplacientes y vanidosos, creemos disponer de la misma fuerza, habilidad, reflejos, poder o capacidad que aquellos grandes seres poderosos. Pero, no es así. A veces unas circunstancias favorables, una influencia positiva o un consejo providencial en nuestra vida, nos salvarán. Pero otras, las más, nos enfrentaremos solos a las encrucijadas difíciles de nuestra existencia. Y es que las fuerzas que controlan el universo, en permanente compensación de equilibrios inestables, detienen de pronto, ciegas y desalmadas, las incorrectas, desproporcionadas, estúpidas o heroicas maneras cargadas de exagerada voluntad egoísta. De ese modo los dioses, ahora sin piedad ni miramientos, destruirán cualquier bienintencionada forma de querer ser los humanos algo más de lo que somos.

Cuenta una antigua leyenda griega que, en una fatídica ocasión, Faetón -el hijo del dios Helios, el Sol y de una mortal- sentiría la necesidad de ser él reconocido como quien era realmente -el hijo de todo un dios- frente a los que dudaban ahora -y le insultaban por ello- de su procedencia divina. Un día, acongojado, se dirigió Faetón a la casa de su padre y le pediría decidido que le ofreciese un signo demostrable de su origen divino. Para convencerlo de forma tajante, para afirmarle que sí era su hijo, Helios le prometió ofrecerle lo que más deseara entonces, jurándole además que así lo cumpliría fuese lo que fuese. En su arrogante sensación de querer demostrar quién era, Faetón le pediría a su padre viajar con el Carro Celestial del Sol y poder conducirlo durante todo el recorrido solar que durara su trayecto. Helios lo había jurado, no pudo desdecirse, aunque sabía que dominar su auriga era totalmente imposible para un mortal. Los caballos del Carro solar eran incapaces de ser dirigidos por nadie que no fuese el dios mismo. Quiso disuadirlo, pero fue en vano. La osadía crece a medida que se imagina poseer y persiste ofuscada en un lugar de nosotros donde nadie puede penetrar jamás. No tuvo más remedio el Sol que satisfacer el deseo de Faetón y someterse, por tanto, al designio inescrutable y azaroso de la fortuna.

Cuando Faetón, sintiéndose diferente -más engrandecido y soberbio-, decidiera ya desembridar a los poderosos caballos del Carro, éstos se lanzaron entonces raudos hacia el galope más desaforado y enérgico que pudieran realizar en un intento parecido. Poco después de verse Faetón encumbrado en su deseo, comprendería pronto que los corceles no respondían a sus riendas ni a gobierno. Éstos llevaban al Carro Solar por donde querían, fuera de la ruta cósmica comprendida en su lugar. A veces lo subían demasiado alto con el riesgo de golpear las constelaciones; pero otras lo bajaban muy cerca de la Tierra y las montañas se incendiaban o los seres que habitaban en ellas sufrían su poderoso ardor. Todo era un desastre. Todo además podría ser alterado gravemente, deteriorando y sufriendo todo el Universo. Porque algo estaba obrando diferente a como, en justicia universal, el cosmos mantenía su orden y equilibrio poderoso.

Pero, ya estaba hecho, no había margen ahora para el si acaso... El peligro universal y su zozobra terrible obligaban ya a corregir el error. Así que entonces el dios de los dioses, el árbitro celestial y terrenal más poderoso, Zeus, no tuvo más remedio, sin entender ahora otra cosa ni compensar con otra, que acabar decidido y para siempre con Faetón y su Carro. Cualquier otra decisión hubiera supuesto la destrucción del Universo. Por eso Zeus, con su rayo fulminante, acabaría precipitando al auriga solar de Helios y, con él, a un Faetón confiado, temerario y ya destruido para siempre. Faetón caería al río Eridano y allí las ninfas de sus aguas se compadecieron del frustrado héroe. Sus hermanas, las también ninfas del sol -las helíades-, llorarían tanto su maldita suerte que fueron transformadas luego en árboles, convertidas sus lágrimas en la ambarina resina de sus troncos. Luego las náyades, aquellas ninfas de las aguas que lo habían compadecido al caer, dejarían inscrito en una roca de la orilla del río un epitafio en recuerdo del malogrado héroe: Aquí yace Faetón, auriga del carro de su padre, que si no fue capaz de gobernarlo al menos cayó víctima de su grandiosa audacia.

(Cuadro del pintor flamenco Jan Carel van Eyck, 1610-1668, La Caída de Faetón, siglo XVII, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco alemán Johann Liss, 1590-1631, La Caida de Faetón, 1610; Cuadro del pintor italiano Sebastiano Ricci, 1659-1734, La caída de Faetón, siglo XVII; Cuadro del pintor español Rafael Tejeo, 1798-1856, La caída de Faetón, siglo XIX; Óleo del gran pintor Rubens, La Caída de Faetón, 1605, Galería de Arte, Washington D.C.)

9 de marzo de 2011

Nada se sabe hasta el final del todo o las sorpresas de una existencia contingente.



La antigua Flandes fue una región excelsa en la proliferación de exquisitos creadores de Arte. Durante los siglos XVI y XVII desarrollaría una escuela que ha dado al Arte un especial y no superado estilo de componer figuras, formas, colores, gestos o miradas en sus obras flamencas de Arte. En donde la belleza de la obra, la personalidad de los retratados, los diferentes planos o su especial perspectiva, han sido un marco genial para la narración de lo que sus creadores nos deseaban contar. Pero, cuando los artistas flamencos llegaron a asimilar los influjos de los maestros italianos consiguieron, además, un efecto más atrayente y colorido con sus maravillosas obras de Arte barrocas. Así que ahora con un sutil contraste de blancos, ocres o negros resaltarían, genialmente, todas sus grandes creaciones artísticas barrocas. Las dotarían de un aura muy cercana al observador haciendo incluso que éste participase de la obra en un sugerente prodigio artístico. Fue el caso del pintor flamenco Gerard van Honthorst (1590-1656), un artista nacido y educado en Holanda que, con poco más de veinte años, viajaría a Italia donde terminaría admirando y utilizando las formas, los matices y los colores que, por ejemplo, usara antes el gran pintor naturalista Caravaggio.

En el año 1624 crearía su obra Solón y Creso. Un cuadro donde narraba la entrevista legendaria que mantuvieron esos dos personajes históricos de la antigüedad griega. Solón fue un sabio legislador heleno de gran fama, tanto dentro como fuera de Grecia. Para ampliar aún más su cultura y conocimiento del mundo, viajaría durante muchos años por algunos de los reinos más cercanos a Grecia. Cuenta una leyenda histórica que en el año 547 a.C., en una visita al reino de Lidia (actual Turquía occidental), tuvo Solón ocasión de ver y entrevistarse con el poderoso, rico y muy afortunado rey Creso, el último monarca que tuviera este antiguo reino de Asia menor. Este rey había sido muy hábil al conseguir dominar las prósperas y ricas ciudades griegas del litoral jonio, unas poblaciones situadas en la parte más occidental del reino de Lidia. También ampliaría sus fronteras hacia el este, hasta el río Halis, con lo que obtuvo así el control del paso entre el Oriente medio y el Occidente griego. De ese modo las mercancías que pasaban por su reino le ofrecían unos tributos muy considerables, algo que hizo a Creso muy rico por entonces. Fue, además, un devoto de las costumbres griegas; una de ellas era visitar el famoso oráculo del santuario de Apolo en Delfos, al cual consultaría el rey lidio a menudo sus decisiones. Le habían sido -según él- siempre muy favorables sus profecías. La realidad era que su satisfacción y felicidad fueron proverbiales por entonces, muy conocidas y envidiadas por todos.

Así que Creso se encontraba exultante y dichoso cuando Solón, el griego más sabio de entonces, le visitara en su palacio lidio. Creso entonces, en un momento de curiosidad vanagloriada, le preguntaría a Solón: ¿cuál era el hombre más feliz del mundo? Éste le contestó nombrándole algunos grandes hombres de la historia muertos ya que habían obtenido su dicha -según sabía Solón- por sus ejemplares y maravillosas vidas elogiables. El rey al no entender por qué no lo había mencionado a él, se lo inquirió deseoso y molesto. El sabio griego, en un gesto dudoso pero tranquilo, le respondió tajante: Nadie puede ser considerado feliz o desgraciado del todo antes de que finalice su vida por completo. Creso quedaría decepcionado con esa respuesta, comprendiendo así él, en su lógica peregrina, que si no podía sentirse feliz antes de su muerte difícilmente se podría sentir después. Dejó marchar a Solón indiferente a su sentencia y convencido por sí mismo de su gozosa, absoluta y definitiva felicidad. Poco tiempo después el gran emperador persa Ciro II (559-530 a.C.) amenazaría las fronteras de Lidia. Creso entonces consultó al oráculo de Delfos qué debía hacer ahora. Le contestó la profecía: Si cruzas el río Halis, destruirás un gran reino...  Así que el rey Creso decidió atacar Persia obteniendo con esa iniciativa una gran victoria en la batalla.

Al regresar a Lidia, pensó entonces Creso que bien había conseguido ya todo lo que quería en la vida, y ahora, tranquilo y sosegado, se dedicaría a sus tesoros y a recompensar a sus soldados dejándoles retirarse a sus hogares. Sin embargo, el emperador persa no se conformaría con el resultado de aquella batalla y se avalanzaría decidido, en invierno incluso -algo inesperado-, sobre el reino de Lidia con un gran y poderoso ejército expedicionario. Asediaría la capital de Lidia y su palacio, derrotando a Creso y haciéndolo prisionero. El rey lidio, fatídicamente, intuiría muy pronto que el monarca persa acabaría ajusticiándolo sin piedad. El día de su ejecución, Creso sólo pudo entonces recordar las palabras de aquel gran sabio griego que le visitara hace algunos años, aquellas palabras con las que Solón le decía que: sólo hasta el final de una vida no se puede saber, verdaderamente, si fue del todo feliz o desgraciada. Y entonces se dijo Creso, convencido, ¡Ay, Solón, Solón, qué ciertas fueron tus palabras...! En su cuadro barroco el pintor Honthorst compone la figura de Solón respondiendo a Creso con las palabras providenciales de su sabio aforismo. A la vez, le indica al rey lidio señalando con su dedo índice derecho al propio observador de la obra: que nadie -incluso nosotros mismos, los que ahora vemos el lienzo- puede considerarse nada hasta que, del todo, nuestra existencia haya concluido definitivamente. Todo un extraordinario alarde estético, además, de cercanía y conmiseración -artística y filosófica- hacia los espectadores de una obra de Arte.

(Cuadro del pintor flamenco Gerard van Honthorst, Solón y Creso, 1624, Hamburgo, Alemania.)

7 de marzo de 2011

El misterio permisivo, el antifaz del anonimato carnavalesco y el Arte.



Fue en el siglo XI -en plena edad media- cuando se comenzaría a celebrar una fiesta con claros orígenes paganos en la ciudad italiana de Venecia. No es de extrañar que, medio milenio después, aquellos descendientes del antiguo imperio romano volviesen a rememorar las fiestas saturnales... Estas eran las antiguas fiestas romanas que sobre finales de diciembre homenajeaban a Saturno, el dios de la agricultura. Diciembre era por entonces el mes en que finalizaban los trabajos del campo, después de la siembra invernal, cuando ahora todos los antiguos romanos descansaban más tiempo en sus hogares. Hasta a los esclavos se les ofrecían ventajas especiales en esas fechas relajadas. Más y mejor comida, tiempo libre de sus ocupaciones, y hasta recibirían o compartirían regalos con sus allegados. A veces en ese período, de alrededor de una semana, se intercambiaban los papeles: los dueños se hacían los esclavos y éstos pasaban a ser los dueños. Venecia tuvo, con su expansión marítima mediterránea, un motivo económico y social justificado para reiniciar esas antiguas celebraciones romanas cuando el resto de Europa se encontraba aún en la más oscura de las épocas. Pero, no sería hasta el siglo XIII cuando la ciudad-estado veneciana comenzaría a oficializar su fiesta carnavalesca. Con el asentimiento entonces de la Iglesia, que permitía hasta la cuaresma -cuarenta días antes del inicio de la Semana Santa- llevar a cabo unas celebraciones más propias del desenfreno y de la fiesta que de la piedad más religiosa.

Sin embargo, el carneavale o carnaval veneciano no alcanzaría su mayor expresión genuina sino hasta el siglo XVIII, cuando llegaría incluso a durar sus fiestas hasta seis meses, anticipándose así desde octubre hasta la cuaresma (mediados de marzo). En la sociedad veneciana de entonces, mercantil y liberal pero también oligárquica y clasista, el carnaval distendería las diferencias sociales al igual que sucediera en la antigua Roma. Este festejo era un claro reflejo de lo permisible y de lo anónimo. La realidad entonces era que todas las clases sociales se disfrazarían en él. El pueblo llano, por una vez al menos, podría ahora mezclarse sin problemas con la aristocracia. Estas fiestas se llevaban a cabo en las plazas, en las calles, en las casas o en los locales privados, lugares donde se empezarían a celebrar los denominados juegos de azar... El estado veneciano comprendió pronto los beneficios económicos de esos juegos y crearía una casa pública para celebrarlos. El Ridotto eran locales de juegos donde todos llevaban máscaras, salvo los funcionarios, personas que supervisaban y arbitraban el juego. Estos servidores eran nobles venecianos venidos a menos, seres que, con su peluca y toga oficiales, tratarían de infundir un poco de respeto a los díscolos jugadores. Tan importante llegarían a ser esos locales que cuando el gobierno de la ciudad prohibió en el año 1765 los juegos, tanto en las casas privadas como en los locales públicos, sólo dejaría abierto el Ridotto estatal.

Y así hasta que llegó Napoleón en el año 1797 y terminó con el carnaval veneciano, una celebración que no volvería a ser oficialmente -aunque sí tolerada particularmente- restituida por completo hasta el año 1979. El misterio y la ocultación serían por entonces impropios del nuevo orden napoleónico, y esa actitud oficial imperaría incluso hasta mucho después del propio emperador. Cuentan las leyendas que el famoso veneciano Giacomo Casanova (1725-1798) sufriría de pequeño unas continuas hemorragias nasales. Un día hasta lo llevarían en góndola a visitar una sanadora, una bruja curandera de Venecia. Esta misteriosa mujer tras encerrarlo en un cofre con aspecto de sarcófago, quemar algunas plantas alucinógenas, proclamar conjuros y untarle fragancias a su cuerpo, le ordenaría luego guardar silencio de todo lo que había hecho con él aquel día. Le anunciaría además la visita de una maravillosa y encantadora dama para la noche siguiente. De esta dama dependía, finalmente, tanto su curación completa como su felicidad futura. Pero, eso sí, con la condición de que nunca dijese a nadie nada sobre todo aquello. La noche llegó y el pequeño Casanova vio, o creyó ver, bajar por la chimenea a esa deslumbrante mujer aparecida. Se sentó ella entonces en su cama y le pronunció unas palabras que él no alcanzaría a entender. Al irse, le besó. Así, misteriosamente, el pequeño Casanova acabaría,  sin dudarlo, definitivamente curado para siempre.

(Cuadro Figura de perfil, del pintor estadounidense Ray Donley, Texas,1950; Óleo del pintor veneciano Pietro Falca Longhi, 1702-1785, En el Ridotto, 1740; Cuadro del pintor francés Guillaume Seignac, 1870-1924, El abrazo de Pierrot; Óleo del pintor español Raimundo de Madrazo, 1841-1920, Preparándose para el baile, siglo XIX; Cuadro del pintor Raimundo Madrazo, Enmascarados, 1900; Cuadro de la pintora española actual Paloma Barreiro, El antifaz; Cuadro de la pintora española actual Luisa Fuster, El antifaz.)

6 de marzo de 2011

Una lealtad dolorida y una conversión prometida, o una historia de ambición, santidad y muerte.



Cuando la esposa del rey Carlos I de España tuviera en el año 1535 a su cuarta hija Juana asentaría su corte en Toledo. Y ahí, en la capital del imperio hispano, la que fuese infanta de Portugal Isabel de Avis, con poco más de treinta años, se rodearía de su pequeña corte de poetas y pensadores mientras que el rey, su esposo, el también emperador Carlos V, recorría toda Europa viajando y guerreando por sus dominios imperiales. Uno de los personajes cortesanos de Isabel de Avis en Toledo lo sería un descendiente del perverso y taimado papa Alejandro VI, su bisnieto Francisco de Borja y Trastámara. Enviado desde muy niño a la corte de Carlos I, en el año 1528 contraería matrimonio con una dama portuguesa de la corte de Isabel de Avis, Eleanor de Castro. Había heredado Francisco de Borja de su familia el ducado de Gandía y, luego, de la corona española, heredaría el marquesado de Llombay. Su padre fue Juan de Borja y Enríquez de Luna (1494-1553), hijo de Juan de Borgia (1474-1497), asesinado en Roma por ser hijo del papa Rodrigo Borgia, y de María Enríquez de Luna, prima del rey Fernando el Católico, por lo que estaba emparentado con la dinastía real aragonesa. La madre de Francisco de Borja lo fue Juana de Aragón, hija natural del Arzobispo Alonso de Aragón, hijo ilegítimo a su vez del rey Fernando de Aragón.

Francisco de Borja sentía un profundo cariño por la emperatriz Isabel; estaba, se decía entonces, platónicamente enamorado de ella. Cuando en la primavera del año 1539 la emperatriz se encontraba de nuevo embarazada (no ostentaba ella el título real ya que la verdadera reina de España era Juana I, la madre de su esposo Carlos, y ésta seguía aún viva en Castilla) no pudo superar el difícil parto, falleciendo la emperatriz desangrada a los treinta y cinco años de edad en Toledo. Entonces el rey Carlos I, desolado por completo, se retiraría al cercano monasterio toledano de la Sisla y ordenaría a su hijo Felipe -después Felipe II- que presidiese el cortejo fúnebre, con el cadáver de su madre, desde Toledo hasta Granada, la ciudad en la que Isabel de Avis quiso ser enterrada para siempre. Como caballerizo mayor de la emperatriz, Francisco de Borja acompañaría la real comitiva  fúnebre hasta la catedral granadina. Allí, apenas depositaron el féretro de la emperatriz Isabel, el joven Borja debía dar ahora fe, abriendo el ataúd, de que esos restos eran en verdad los de la esposa del emperador y rey. Sólo después de hacerlo, al no poder reconocer entonces la ajada belleza de la que fuese hermosa dama, únicamente pudo decir, acongojado: No puedo jurar que ésta sea la Emperatriz, pero sí juro que fue su cadáver el que aquí se puso.

Años después, cuando Eleanor de Castro falleciera en el año 1546, Francisco de Borja renunciaría a todos sus honores, títulos y derechos aristocráticos para ingresar en la orden religiosa jesuita. Rechazaría incluso la púrpura cardenalicia que se le ofreciera en Roma y, así, como un simple jesuita, conseguiría años más tarde llegar a ser general de la orden en España. Luego, en el año 1565, obtuvo la más alta dignidad jesuita al ser nombrado Padre General de toda la orden en el mundo. Un siglo después el papa Clemente X le canonizaría en Roma, alcanzando así la mayor gloria de su fe. Cuentan las leyendas que estando Francisco de Borja frente al féretro de la emperatriz Isabel en Granada no pudo soportar entonces la desdicha, y los sentimientos, de súbito, le traicionaron claramente. Cuando vio por última vez el cuerpo sin vida de la emperatriz Isabel de Avis, abrazándose a un caballero del séquito que lo acompañaba, pronunció, sollozando casi: Nunca más serviré a un señor que se me pueda morir...  Cumpliendo así, literalmente, siete años después, definitivamente su promesa.

(Cuadro del pintor español José Moreno Carbonero, 1858-1942, Conversión del Duque de Gandía, 1884; Óleo de Tiziano, La emperatriz Isabel de Portugal, 1548, pintado por Tiziano de un retrato anterior de la reina, Museo del Prado; Cuadro del pintor Anton Van Dyck, Emperador Carlos V, 1620; Retrato del Papa Alejandro VI; Cartel de Gandía (España) con el grabado de San Francisco de Borja; Retrato del rey Fernando II de Aragón, rey Católico de España, 1490; Boceto de un cuadro del genial Goya, San Francisco de Borja y el moribundo, particular, 1788.)

3 de marzo de 2011

Diálogo entre dos formas de entender la vida, o dos formas de entender el Arte.



Desde siempre en la historia de la humanidad se han enfrentado dos formas o ideas de entender el mundo. La Filosofía ha sido el instrumento que los humanos han utilizado para tratar de exponer esas dos maneras de ver lo que somos y lo que nos rodea. Fueron ambas formas traducidas también como la dialéctica del conocimiento y sus consecuencias para entender el mundo. Lo fueron en el sentido de que una de las dos afirmaba que la vida es sólo materia sin más, o que, por el contrario, lo que existe no sea más que una interpretación del intelecto -del alma o mente- del hombre. El filósofo irlandés George Berkeley fue uno de los pensadores -tal vez el primero- que más originalmente creó una teoría sobre la percepción no material de la realidad, sobre el idealismo más subjetivo. Escribió en el año 1713 Los tres diálogos entre Hilas y Filonús, un relato donde enfrentaba esas dos formas de concebir la existencia. Una es Hilas, que representa la materia; otra Filonús -expresión de origen griego compuesta de Fileó, amar, y de Nous, alma-, que representa la mente.

Cuando se hizo al mar la nave legendaria Argo, donde el mítico Jasón emprendiera su aventura en busca del Vellocino de Oro, algunos héroes griegos quisieron acompañarlo. Uno de ellos lo fue Heracles -Hércules-, el cual quiso que le acompañase su amigo Hilas, un hermoso efebo hijo de Tiodamante, rey de los Dríopes. En uno de los arribos que hicieron los argonautas para proveerse de víveres en la costa de Misia, se envía a Hilas a buscar agua por los alrededores. Pero en un momento preciso, el  mismo momento en el que Hilas se postra ante las orillas de una fuente profunda para saborear su agua, unas hermosas ninfas acuáticas de pronto, impresionadas por su juvenil belleza, se avalanzan sobre él, hundiendo al efebo hasta el fondo de la laguna. Así desaparecería Hilas para siempre. Con motivo de esta leyenda mitológica dos pintores, alejados en la historia, trataron de fijar la imagen de esa seducción y rapto de Hilas. Lo hicieron con dos tendencias artísticas diferentes tanto en la forma de entender el color, el encuadre o el escenario, como en su propia representación estética, mensaje o simbolismo artísticos.

John William Waterhouse fue un pintor decimonónico que, aunque iniciado en la tendencia neoclásica de su época, su obra es básicamente prerrafaelita y mantuvo además interés por las formas impresionistas de su generación. En esta creación suya del año 1896, Hilas y las Ninfas, nos describe el pintor inglés, con especial maestría, las figuras ausentes y lánguidas de las hermosas y seductoras ninfas de Misia. Pero también los colores vivos o la ensoñación lírica dibujados en cada trazo perfecto y delimitado de su obra. Donde cada pincelada corresponde a la esencia de su propia naturaleza representada, es decir, a lo que cada cosa representa, es o pertenece en el mundo físico; a lo que es en su propia materialidad o realidad física. Pero, sin embargo, manteniendo la inocencia inspirada de unos gestos idealizados junto a su maravilloso e idílico entorno natural. Por otra parte, veremos también la misma escena mitológica representada, pero, a cambio, en una composición artística muy distinta a la anterior, realizada casi dos siglos antes por uno de los pintores barrocos más curiosos de su tendencia, el florentino Francesco Furini. Aunque perteneciente a la tendencia de su tiempo -el Barroco-, se sintió el pintor italiano, sin embargo, atraído por el Manierismo, una tendencia ya decadente, y su sutil técnica del esfumado, una técnica pictórica creada casi un siglo antes por el genial Leonardo da Vinci.

Esa forma de pintar leonardiana consistía en dotar al lienzo de varias capas superpuestas de suave y fina pintura. Así se conseguía un efecto de contornos imprecisos donde lo lejano y lo cercano fuesen, a la vez, un continuo sin fin iconográfico que expresaba un aura de realidad y misterio al mismo tiempo. Esa difuminación estética la obtiene Furini genialmente en su lienzo Hilas y las Ninfas del año 1635. La misma escena mítica de seducción y rapto de Hilas pero, sin embargo, ambos pintores obtienen dos resultados completamente distintos. La obra barroca de Furini no nos seduce de inmediato tanto como, seguramente, sí lo hace la obra prerrafaelita de Waterhouse. Porque la claridad de este último pintor, la belleza natural transferida a un perceptor que ahora, sin mucho imaginar, pueda percibir todo ese conjunto perfecto de bellas ninfas, de imagen definida y verosímil del protagonista -Hilas-, de atmósfera encantada o de unos colores de una naturaleza sugerente, hermosa y delicada, hacen de la creación de Waterhouse una opción artística más atractiva que la de Furini. Es decir, que representaría esta obra clásica del prerrafaelita Waterhouse una belleza más material...

Sin embargo, el pintor Furini obtiene en la suya, con la representación de la misma leyenda mitológica, una diferente, especial o genial obra maestra del Arte. Es decir, que obtuvo este pintor italiano con su obra una belleza más espiritual... En la obra de Furini no hay nada que, al pronto, nos haga comprender bien qué es lo que estamos ahora viendo. Qué es o representa esa escena barroca tan confusa, ¿una seducción, un rapto o una fiesta dionisíaca? Sobre un fondo oscurecido, ante un cielo tenebroso y unos perfiles imprecisos, aparece ahora un Hilas diferente, un ser como pensando, incluso, qué ha de hacer mejor ahora él ante el suceso que padece, si seguir o regresar... Algunas ninfas se muestran en la obra de Furini distraídas y otras, sin embargo, muy decididas, enfrentadas claramente así al protagonista. Sólo esta parte del cuadro -la mitad inferior- es la única parte que ocupan todos los personajes -a diferencia de la obra prerrafaelita- en el lienzo barroco: el resto es oscuridad, soledad o lejanía. Aun así, el pintor florentino alcanzó en su obra a incluir todo lo necesario, ni más, ni menos. Sólo después de comprender cuál es el tema que hay detrás de lo que representa un cuadro, aquello que verdaderamente encierra un lienzo artístico, es cuando la técnica elegida por el pintor -su propia tendencia también- alcanzará toda su perfección artística y estilística al ser percibida completa en nuestra mente estéticamente comprensiva... Esto fue lo que consiguió Francesco Furini con su obra mitológica; esto es lo que, además, es la genialidad del Arte. En su obra literaria el filósofo Berkeley, en el curioso diálogo que tienen sus dos personajes -Hilas y Filonús-, escribirá en una ocasión:

- Filonús:   Los hermosos colores rojos y purpúreos que vemos allá en las nubes, ¿están realmente en ellas?

- Hilas:  Tengo que admitir, querido Filonús, que esos colores que vemos no están realmente en las nubes, tal como parecen estar a esta distancia. Son colores aparentes.

- Filonús:  ¿Los llamas aparentes? ¿Cómo distinguiremos, entonces, esos colores aparentes de los reales?

(Óleo de Francesco Furini, Hilas y las Ninfas, 1635, Palazzo Pitti, Florencia; Cuadro del pintor John William Waterhouse, Hilas y las Ninfas, 1896, Galería de Arte, Manchester; Óleo del pintor Francesco Furini, La Fe, 1645, Palazzo Pitti, Florencia, lienzo donde Furini consigue una delicada representación de una virtud teologal, representada aquí con la sutileza exquisita de un extraordinario perfil desnudo, una mirada indolente y una copa como un símbolo, toda una escena iconográfica metafísica en donde no sobra ni falta nada.)

1 de marzo de 2011

Entre el naturalismo y los puntos liminares..., o la diferencia entre el realismo y la metáfora.



En el año 1867 el gran escritor francés Emile Zola publicaría su novela realista Thérèse Ranquin. Describía en ella la sórdida vida de su protagonista, una joven campesina que es obligada a casarse con un desagradable personaje. Luego de un matrimonio infeliz, decide abandonarlo por un amante, personaje que, sin embargo, la llevaría a cometer un terrible crimen, uno del que acaba luego arrepintiéndose. El autor de la novela fue criticado entonces por usar un lenguaje áspero, excesivamente claro y visceral, sin ninguna belleza en el relato. Y es así como dio el escritor francés a conocer el Naturalismo literario, una tendencia con la que, esencialmente, se trataba de explicar la realidad como es, de comprenderla claramente, de dar una razón al porqué las vidas y las personas que las sustentan son como son. En el prólogo a su novela, Zola dejaría claro: En Therese Ranquin pretendí estudiar temperamentos, no caracteres. Escogí personajes sometidos por completo a la soberanía de los nervios y la sangre, privados de libre arbitrio, a quienes las fatalidades de la carne conducen a rastras cada uno de los trances de su existencia.
 
William Blake ha sido uno de los artistas británicos del siglo XVIII más completos, curiosos e interesantes que hayan existido. Tanto la pintura como la poesía tuvieron en él a un creador original y premonitorio. Realizaría grabados llenos de simbolismo místico para sus publicaciones líricas. Fue un precursor -junto a los prerrafaelitas- de los creadores simbolistas de un siglo después, pintores que lo tomarían como ejemplo y modelo. Su actitud mística afianzaría su interés por todo lo visionario. Una teoría fundamental para Blake fue la desconfianza absoluta en el testimonio de los sentidos. Para Blake éstos suponen barreras que se interponen entre el alma, la verdadera sabiduría y el goce de la eternidad... Un verso literario de William Blake, Eternidad, nos demuestra bellamente su especial y particular visión de la vida:

Quien a sí encadenare una alegría
malogrará la vida alada.
Pero quien la alegría besare en su aleteo
vive en el alba de la eternidad.

Cuenta una leyenda medieval del siglo XI que en Coventry, una por entonces pequeña localidad medieval inglesa, la esposa del fiero y duro conde Leofric de Chester, Lady Godgyfu -Lady Godiva-, llegaría a sufrir tanto por los atropellos e injusticias cometidos a sus vasallos, que se enfrentaría decidida incluso a su cruel marido. El conde ahora, con la peregrina idea de que algo tan sórdido acabaría disuadiéndola, aceptaría las condiciones de ella... a cambio de que pasease desnuda a caballo por las calles de la ciudad. Decidida entonces a hacerlo, se enfrentaría Godiva a su propio pudor con la conmiseración generosa de sus vasallos: éstos accedieron a encerrarse en sus hogares al paso de su señora. Fue esta actitud, en tan temprana época feudal, un extraordinario gesto de conciencia humanitaria muy respetuosa y generosa para entonces. Y aquí, en la primera obra de la entrada,  el pintor prerrafaelita John Collier compuso, en recuerdo de aquella ingenua e inverosímil hazaña medieval, todo un bello cuadro emotivo e inspirador, pero, sin embargo, compuesto del todo entonces de un modo muy realista... El objetivo de algunos filósofos, místicos o humanistas que reflejaron en sus obras escritas el deseo de mejorar a sus semejantes, fue establecer entonces, con sus diversas y suaves tendencias o ideas, la mejor forma, creían ellos, para cambiar las conciencias de sus congéneres tratando de hacer un mundo mejor, de ayudar así a los más oprimidos o a los más débiles...  De esta misma forma lo entendieron también los naturalistas, creadores artísticos que denunciaron con su rudeza estilística una sociedad injusta, desolada, malograda o desesperanzada. Pero los otros creadores artísticos -los no naturalistas-, los que rechazaban la obtusa, sin belleza, estentórea, fiel y meridiana realidad, también perseguirían lo mismo, sólo que de otro modo.

La diosa helena Hécate, aunque no originaria de Grecia, fue considerada en la mitología grecorromana representante de la magia y de la hechicería. Era la diosa suprema de los puntos liminares, de esa frontera entre el mundo real de los vivos y el ideal de los espíritus, la diosa que simbolizaba la puerta o abertura que daría paso a otra forma de entrever o entender la vida trascendente. De hecho, se situaba su efigie esculpida a las puertas de las ciudades o en las entradas de las casas para protegerlas de los malos espíritus... También fue la diosa de los partos, la que ayudaba al recién nacido a su llegada a la puerta de la vida, tratando de impedir que su existencia se descarriara o se malograra. Pero el determinismo de los naturalistas se enfrentaría, claramente, con el libre, místico y entusiasta modo de comprender la vida y sus misterios de los simbolistas, parnasianistas o prerrafaelitas... ¿Hay siempre otra forma de describir la crueldad, la desesperación, la orfandad, la miseria o el desamparo de la vida de los seres? Siempre la hay, y así es como se matizará a veces una realidad de por sí ya despiadada. Así es como el Arte nos ayuda a comprenderlo, aun con todas las formas y tendencias diferentes habidas para expresarlo. También en la prosa más dura y demoledora existirá belleza... Al finalizar su prólogo, Emile Zola -el más desgarrador escritor naturalista- escribiría por entonces, sin embargo: Es precisa toda la voluntaria ceguera de cierta crítica para que un novelista se sienta obligado a escribir un prólogo. Ya que por amor a la transparencia me he decidido a hacerlo, solicito la indulgencia de las personas inteligentes que no necesitan, para ver las cosas con claridad, que nadie les encienda un farol en pleno día...

(Cuadro Lady Godiva, 1898, del pintor prerrafaelita -por su temática-, aunque totalmente naturalista en su composición y acabado, John Collier; Cuadro del pintor místico William Blake, Hécate, 1795, precursor del simbolismo posterior; Óleo del pintor realista -por su temática- francés Honoré Daumier, La Lavandera, 1863, donde ahora se observa a una mujer y su hijo subiendo ruda y dificilmente, sin embargo, por el poético muelle parisino del río Sena; Cuadro del pintor simbolista -místico y nada realista aquí tanto en composición como en temática- Alexandre Séon, La Desesperación de la Quimera, 1890.)

24 de febrero de 2011

La mezquindad frente al afán: la ambición, sus límites y su desdicha.



Al finalizar Francisco Pizarro la conquista del Perú llegaron pronto noticias a España de los fabulosos tesoros que había hallado. Fue por entonces, sobre el año 1532, cuando un joven vasco de Oñate, Lope de Aguirre (1510-1561), se encontraba en Sevilla -ciudad de donde salían los navíos hacia el Nuevo Mundo- a la espera de incorporarse a cualquier expedición que le ofreciera aventuras, oportunidades y riqueza. Así, acabaría llegando al Perú, pero su deseo y bravura fueron creciendo en un nuevo mundo violento, desmedido y ambicioso. En el año 1560 el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, decide aliviarse de los mercenarios inquietos y molestos que las guerras almagristas y pizarristas (enfrentamientos entre los propios conquistadores por la codicia desmedida) habían creado en el virreinato. Para ello idea una expedición de conquista muy codiciosa, imposible de desestimar por nadie: la conquista de El Dorado.

Ahí tuvo Lope de Aguirre su oportunidad buscada y deseada. Al poco tiempo de partir como sargento mayor de la expedición, alimenta el descontento entre los expedicionarios de El Dorado. Desquiciado del todo, Aguirre llegará incluso a asesinar al Justicia Mayor de la expedición, Ursúa, nombrado por el virrey comandante de la empresa conquistadora. Luego de atemorizar a los demás, tuvo la osadía de amotinarse contra la Corona con unos pocos cientos de soldados. En su desmedida ambición pretendía alzarse en príncipe del Perú. Hasta escribió una carta al rey Felipe II donde le expuso sus intenciones de libertad e independencia. Tiempo después, en una emboscada en la selva, las fuerzas del reino le acabaron rodeando y abatiendo para siempre. Desesperado y mezquino, llegaría a quitarle la vida a su propia hija que le acompañaba. Al final, dos marañones -soldados de su majestad Felipe II- consiguieron herirle de muerte con sus certeros arcabuces. Ahí, sólo un año después de iniciar aquella aventura imposible, acabaron las avariciosas y ruines ansias del llamado por entonces la cólera de Dios.

La actriz Joan Crawford (1905-1977) había crecido en un ambiente humilde y deslucido, una familia a la que pronto abandonaría el padre. Consiguió trabajar como bailarina y, según ciertas leyendas -que algo tendrán de verdad-, hasta llegó a actuar en algunas películas pornográficas de baja calidad. Años después su marido, el famoso hijo de Douglas Fairbanks, trataría de comprarlas para destruirlas. Pero la ambición de Crawford fue creciendo con los años, sin detenerse ante nada. Al contrario que la mayoría, Joan Crawford transformaría su imagen a la inversa... Creada una imagen de ella al principio de su carrera más femenina o clásica, aterciopelada o convencional -que le habían recomendado los propios estudios-, llegó luego a cambiarla por su verdadera, áspera, marcada, menos femenina pero, sin embargo, más auténtica imagen. Algo que, curiosamente, la acabaría llevando al éxito. Tuvo Crawford varios matrimonios, pero sólo pudo adoptar los hijos que tuvo. Una de ellos, Cristina, terminaría escribiendo un libro sobre su vida en el año 1978, Queridísima mamá, del cual se hizo una insulsa película en 1981. Gracias a esa película se acabaría descubriendo, para desesperación de sus fans, la verdadera y pérfida historia de Joan Crawford. Su último marido, Aldred Nu Steele, fue el presidente de la compañía Pepsi-Cola, el cual, a su muerte, le dejó en herencia tan pomposo y poderoso cargo. Con este nuevo poder tuvo ocasión de desarrollar, aún más, toda esa ambición que siempre interpretara en sus clásicas películas.

Cuando el rey mitológico Minos decide crear un laberinto para encerrar al feroz minotauro, le pidió a Dédalo -el mejor constructor griego- que lo crease con toda la seguridad precisa para que nadie escapase nunca. El rey, que no quería que nadie nunca supiese salir de allí, decidió incluso encerrar dentro del laberinto al propio Dédalo y a su hijo Ícaro. La necesidad imperiosa de salir llevó a Dédalo idear escapar de una forma maravillosa. Crearía entonces unas alas con pluma y cera y poder así conseguir volar, elevarse y huir del laberinto. Al terminar las alas Dédalo le ajustaría primero bien las suyas a Ícaro, dejándole claro que no volase ni demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque el agua del mar mojaría las alas impidiendo volar. Decidieron salir por fin y volar juntos por encima del laberinto, de las islas de Delos y del mar. Cuando Ícaro creyó, al verse poderoso al volar como un águila, alcanzar ahora el paraíso, se le olvidaría aquello que su padre le advirtiese. Se alejó de su lado ascendiendo peligrosamente sobre el cielo muy cerca del sol. Las ceras, que unían las pequeñas alas a su cuerpo, acabaron derritiéndose. Ícaro no pudo impedir caer al mar trágicamente. Así, de ese modo, junto a su infortunado deseo, terminaría él desapareciendo para siempre.

Los deseos intensos por conseguir lo que creemos necesitar más que cualquier otra cosa en el mundo, han llevado a algunas personas a morir en el intento, o, lo que es aún peor, dañar a otros por muy queridos y amados que pudieran ser. Es así la ambición desmedida. Esa actitud, tan aplaudida a veces, para aleccionar a los seres humanos en su caminar por la vida. ¿Qué de necesaria es? ¿Es posible vivir, alcanzar unas metas razonables, y no tener que acudir a ese deseo irrefrenable, tan ambicioso, tan desquiciado, atormentador y, a veces, hasta suicida? La vida nos demuestra en la mayoría de los casos que, como Ícaro, no es más que la medida apropiada lo que nos llevará a avanzar sin caer en el abismo. O como en Midas, aquel rey codicioso que una vez, cuando ayudase a Sileno, un viejo sátiro de la corte de Dioniso -el dios mitológico de lo desbordante-, éste le recompensa con lo que aquél más deseara nunca: convertir en oro todo lo que tocase. Tan feliz se veía Midas que nunca pensó que pudiera morir tan satisfecho. Al tocar la comida también ésta se convertía en oro. No pudo más y le pidió a Dioniso que rompiese ese hechizo. Éste, contando con haber dado una lección al rey, le dijo entonces que lavara su cuerpo en las aguas del sagrado río Pactolo y purificarse así de sus mezquinas ambiciones terrenales. Desde entonces no dejaron de acudir a ese río numerosos ambiciosos buscadores de oro. Y es que, en su virtuosa purificación, Midas no pudo impedir sembrar en el sedimento del río todas aquellas deseosas, engañosas y brillantes pepitas de oro.

(Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Lamento por Ícaro, 1898; Fotografía de la actriz Joan Crawford, 1942; Fotografía de Joan Crawford, en sus comienzos en el cine, con una imagen más suave en su rostro, 1931; Fotografía de la jovencísima Joan Crawford, 1927; Fotografía de Joan Crawford en 1943; Fotograma de la película Aguirre, la Cólera de Dios, 1972; Cuadro del pintor flamenco Frans Francken II, el joven, 1581.1642, La mesa del rey Midas, siglo XVII; Óleo del pintor Horace Vernet, Napoleón pasando revista en la batalla de Jena, 1806, símbolo de la mayor personalidad ambiciosa habida jamás.)

Vídeo de Possessed, 1947; Vídeo documental Crawford y Cristina.

21 de febrero de 2011

Los versos de un hermano generoso, diferente, lúcido, demófilo, y genial.



Manuel Machado (1874-1947) es popularmente más conocido por ser el hermano del eximio y gran poeta español Antonio Machado... que por otra cosa. Sin embargo, ha sido uno de los más originales poetas modernistas que ha dado España. Los bardos, los poetas, siempre han sido eso, cantores de los sentimientos más profundos del ser humano. Pero, además, seres humanos son también ellos mismos, con sus deseos, sus debilidades, sus temores y sus anhelos. Así viven, así crean y así desaparecen... Mas algo quedará de ellos, lo único, lo auténtico, lo permanente, lo que se siente al leer lo que ellos escribieron inspirados. Ambos poetas nacieron en Sevilla (España), pero, antes de cumplir Manuel los diez años, se marcharon ambos a Madrid. Escribiría junto a su hermano varias obras de teatro, todas en verso, como una muy conocida que fuera llevada al cine, La Lola se va a los puertos, del año 1929. Una vez, según cuentan, el gran escritor argentino Borges contestaría a un crítico español en Madrid, ¿dice usted Antonio Machado?, ¡no sabía que Manuel tenía un hermano!

Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron;
soy de la raza mora, vieja amiga del Sol...
que todo lo ganaron y todo lo perdieron.
Tengo el alma de nardo del árabe español.
Mi voluntad se ha muerto una noche de Luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
Mi ideal es tenderme, sin ilusión ninguna...
De cuando en cuando un beso y un nombre de mujer.
En mi alma, hermana de la tarde, no hay contornos
...y la rosa simbólica de la única pasión
es una flor que nace en tierras ignoradas
y que no tiene aroma, ni forma, ni color.
Besos, ¡pero no darlos! ¡Gloria, la que me deben!
Que todo como un aura se venga para mí;
que las olas me traigan y las olas me lleven,
y que jamás me obliguen el camino a elegir.
¡Ambición! No la tengo. ¡Amor! No lo he sentido.
No ardí nunca en un fuego de fe ni gratitud.
Un vago afán de arte tuve... Ya lo he perdido.
Ni el vicio me seduce, ni adoro la virtud.
De mi alta aristocracia dudar jamás se pudo.
No se ganan, se heredan, elegancia y blasón...
Pero el lema de mi casa, el mote del escudo,
es una nube vaga que eclipsa un vano Sol.
Nada os pido. Ni os amo, ni os odio. Con dejarme,
lo que hago por vosotros hacer podéis por mí...
¡Que la vida se tome la pena de matarme,
ya que yo no me tomo la pena de vivir..!
Mi voluntad se ha muerto una noche de Luna
en que era muy hermoso no pensar ni querer...
De cuando en cuando un beso sin ilusión ninguna.
¡El beso generoso que no he de devolver!

Poesía Adelfos, 1900, del poeta español Manuel Machado (1874-1947).



(Cuadro del pintor español José Salís Camino, 1863-1926, Efecto de Luna en el Mar, 1920, Colección Salís.)

20 de febrero de 2011

La pasión inevitable, a veces como una profecía autocumplida, estéril o subyugante.



El sociólogo estadounidense Robert K. Merton (1910-2003) llegaría a crear el concepto de Profecía autocumplida. La definiría entonces como una predicción que, una vez hecha, es en sí misma la causa de que se haga realidad. Basado este concepto a su vez en el teorema de Thomas, que dice así: Si una situación es definida como real, esta situación tiene efectos reales. Según la leyenda recogida por el escritor romano Ovidio, Pigmalión fue un escultor griego de la antigüedad que no conseguiría encontrar belleza en mujer alguna que le arrebatara lo bastante para componerla en una obra. Así que decidió esculpir sin parar hasta llegar a crear ese modelo perfecto, ese modelo de belleza que él entendiera, sin embargo, como del todo imposible de poder existir. En una ocasión mientras trabajaba en su obra sintió algo diferente, como que la materia inerte tuviese ahora un brillo o una textura desacostumbradas para ser tan solo piedra.  Así que entonces la toca y palpa y le parece sentir su superficie caliente. Vuelve a tocarla y comprueba que lo que toca ahora no es más que un cuerpo sensible, no una piedra. Luego, para favorecer su obra aún más, la propia diosa Afrodita, conmovida por ese anhelo, le diría a Pigmalión convencida: Mereces la dicha que tú mismo has creado con tus manos.

En Psicología se entiende como efecto pigmalión el suceso por el cual una persona consigue lo que se propone a causa de la creencia de que puede conseguirlo. Es como el arrebato emocional hacia otro ser distinto a uno, ese sentimiento que surge cuando un ser, seducido irremediablemente, acabará persuadido de que lo que siente ahora le llevará rendido a la pasión. Y ésta sólo tiene ya un único objetivo: lo amado. Algo que además retroalimenta aún más esa misma sensación de meta necesitada. Así se producirá el deseo pasional, algo que desborda, subyuga y desorienta al ser que lo padece. Más tarde ese mismo deseo desaparecerá, sin embargo, produciendo una completa transformación del ser amante, ocasionando finalmente un resultado productivo o estéril. La fotógrafa y artista francesa Dora Maar (1907-1997) conocería una tarde parisina del año 1936 al genial Picasso. Al parecer, la vería sola una vez en un café de París sentada a una mesa, distraída jugando peligrosamente entre sus dedos con una pérfida navaja ensangrentada. Al no acertar siempre fuera de sus dedos y rozar la navaja su mano atrevida, quedaría ahora su guante manchado de sangre apasionada. El pintor, arrebatadamente enamorado, seducido de pronto le pide a Dora aquel guante ensangrentado. Ambos vivirían luego una atormentada, dolorosa y enloquecida pasión desencarnada, absolutamente ya del todo imposible o estéril.

Para que el fiero toro blanco mitológico fuese enternecido en su pasión, la joven y bella Europa tuvo que predecir -que decirse a sí misma antes- que lo que ahora veía no era un monstruo realmente.  De ese modo se subiría a lomos de la bestia -un toro sobre la apariencia escondida del dios Zeus- y, queriéndola sólo para él, se la lleva muy lejos de su patria. Así se cuenta el relato legendario y mitológico de El rapto de Europa. Y así la seducción pasional obedece a dos engaños autocumplidos: uno el del ser impulsivo y arrogante que cree que lo que necesita inevitablemente es lo que ahora seduce; y otro el del ser seducido y curioso que cree, sin embargo, que lo que ahora siente es lo único que existe en el mundo, lo único que existirá por siempre para él o ella. Es decir, lo único que el sujeto pasional enamorado creerá, ingenuamente, que seguirá ahí estando para siempre después del satisfecho deseo.

(Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gèrôme, Pigmalión y Galatea, 1890; Óleo de Edward Burne Jones, La seducción de Merlín, 1874; Cuadro del pintor actual mexicano Eduardo Urbano Merino, 1975, La Pasión; Óleo de Dalí, Personaje subiendo una escalera, 1967; Cuadro de Tiziano, El Rapto de Europa, 1560, Museo Stewart Gardner, Boston, EEUU; Fotografía de Dora Maar, Autorretrato, 1936; Cuadro de Picasso, Dora y el Minotauro, 1936;

18 de febrero de 2011

El inconformismo vital, los deseos equivocados de los seres o la engañosa envidia de lo ajeno.



La tristeza y el sufrimiento producidos por un desengaño ajeno pueden provocar en el ser una profunda amargura, pero el desengaño del que uno mismo es causa es la peor de las decepciones. La mitología griega crearía una divinidad, Némesis, para tratar de equilibrar los deseos impropios que los seres mortales tuvieran en su limitada vida. La venganza de Némesis sería atroz sobre los mortales, envidiosos ahora de los poderes de los dioses o de sus virtudes sobrenaturales. Era una forma de ordenar el cosmos donde los humanos y los dioses justificaban todo lo que existía por entonces. Así, también castigaría a los seres que habrían recibido demasiados dones o se enorgullecían y envanecían de ello. Cuentan los mitos que una vez existió un hermoso joven llamado Narciso al que los oráculos habían profetizado que sólo viviría mientras no viese su imagen. Las ninfas que admiraban a Narciso y fueron rechazadas por él se quejaron a Némesis del desdén despiadado del joven. En castigo, la diosa llevaría a Narciso a desear beber agua de una fuente cristalina. Entonces, al ver su propia imagen reflejada en el agua, quedaría ahora tan extasiado y ansioso con su nuevo y desconocido deseo inalcanzable. Desde entonces no pudo dejar de hacerlo y admirarse a sí mismo sin saberlo (de ahí proviene el término narcisismo). Sería incapaz Narciso siquiera de mover el dulce y sereno líquido donde ahora él -sin saberse él entonces todavía- aparecía reflejado entre sus aguas. De ese modo, paralizado y abstraído en la orilla, sería transformado para siempre en la maravillosa flor que lleva su nombre.

El origen semántico del término narciso proviene del griego narké, cuyo significado original es narcosis. Simboliza ese término por tanto la representación ideográfica -abstracta- de todo aquello que nos produce sueño, alucinación o desvanecimiento. Algo que nos lleva a otro mundo diferente y distinto al nuestro, donde lo que entonces éramos -o vivíamos- no tendría nada que ver con nuestra propia realidad. El filósofo francés Jules de Gautier (1858-1942) crearía otro término para eso, bovarismo, una palabra para designar la insatisfacción crónica de una persona consigo misma, o para describir los efectos causados por el enorme contraste que un ser humano pueda llegar a tener entre sus anhelos y sus aptitudes. Originado el concepto por la novela de Gustave Flaubert Madame Bovary (1857), relato donde su protagonista acabaría desquiciada por una vida conyugal ausente de todo lo que ella deseara anhelosa. Aspiraba a vivir una vida diferente incluso a la que ella misma, por su propia naturaleza, fuese capaz de tener. Es la motivación emocional de lo que viene de afuera del ser lo que causa la angustia del deseo más frustrado. Provocado además por el difícil equilibrio entre lo que tenemos que recibir del exterior, conocimiento, alimento, relaciones, objetos, y lo que tenemos que aportar de nuestro interior, identidad, autoestima, espiritualidad, sosiego.

Entre ambas historias, entre la leyenda mitológica y la novela de Flaubert, debemos encontrar una forma de vivir equidistante, una forma de existencia que no nos narcotice desde afuera, pero que tampoco nos lleve ahora justo a lo contrario, a un narcisismo autocomplaciente y egoísta. ¿Qué tanto de nosotros mismos tendremos realmente de propio en nuestro ser?, y, de eso mismo, ¿qué tanto más nos ayuda ahora o nos envilece o nos humaniza o nos ensoberbece? El filósofo alemán Schopenhauer diría una vez: A excepción del hombre ningún ser de la naturaleza se maravilla de su propia existencia. Mil ochocientos años antes otro filósofo, Epicteto (55-135), nos dejaría escrito algo que no resuelve mucho nuestro deambular vital, pero que, tal vez, nos ayude ahora algo a comprenderlo: No lo que las cosas son realmente sino lo que son para nosotros mismos, según lo que interpretemos de ellas, será finalmente lo que nos haga felices o infelices.

(Cuadro del pintor del barroco Caravaggio, Narciso, 1599, Galería Arte Antiguo, Roma; Óleo del pintor italiano Pietro Novelli, Caín y Abel, 1640; Cuadro del pintor español José Manuel Gómez, Deseo, Expresionismo Figurativo, 1992; Cuadro representando al compositor italiano Antonio Salieri, 1825, cuya comparación con el genial Mozart le llevó a la infelicidad, del pintor alemán Josef Willibrord Mähler; Fotografía de las actrices Sofía Loren y Jane Mansfield, Los Ángeles, 1957; Óleo del pintor expresionista noruego Edvard Munch, Celos, 1895.)

17 de febrero de 2011

El recuerdo, lo único que es capaz de perderse alguna vez sin echarse del todo de menos.



En el año 1944 el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) publicaría su cuento Funes el memorioso. En ese relato narra Borges el caso inaudito de un hombre que ha perdido la memoria a causa de un accidente, y que luego, al recobrar el conocimiento, consigue ahora sorprendentemente recordarlo todo con una minuciosidad extraordinaria. No puede por tanto evitar acordarse ahora de todo, es decir, alcanzará a no poder olvidar nada nunca, ni siquiera lo que no desee recordar. Nos cuenta Borges: Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios, pero no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña, miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Y continúa el narrador: Me dijo: más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras.

Con el tiempo se pierde la retentiva del recuerdo, es lo que se ha dado en llamar curva del olvido. Según este método gráfico perdemos en pocas semanas la mitad de lo que hemos aprendido o de lo que hemos vivido. Al parecer la velocidad con que se nos va yendo el recuerdo depende de lo árido o complejo del motivo, todavía más si éste es absurdo o no tiene ningún sentido para nosotros. Después la fatiga física causada por el estrés o el insomnio aceleran más la tendencia al olvido. Porque, sin embargo, es a veces el lastimero fondo emocional del pozo más abrasador o de la más absoluta decepción existencial, lo que nos llevará a cortar las amarras insoportables de la memoria. Y tan sólo luego una referencia obligada o persistente, necesitada o sincera, será capaz entonces de volver a elevar, desde la sima de lo más oscuro, la agridulce rémora de la imagen recordada o vivida.

Porque es en imágenes como recordaremos mejor nuestra memoria amueblada de acontecimientos. Los recuerdos son entonces figuraciones más que palabras. Incluso, los sonidos acordes de una música inevitable o de una melodía salvadora los representaremos mejor asociados ahora a cosas dibujadas en la mente. Así es como temblaremos, por ejemplo, ante el suspense de lo que, poco a poco, iremos ya ignorando desacostumbrados de mirarlo o de pensarlo como antes. Así es como olvidaremos: desprovistos de imágenes y de tiempo. Disconformes, confundidos, arrepentidos, cegados también por nuestro tiempo. Caminando a veces solos frente al resto del mundo. Y ahora, entonces, ¿qué más que digerir ya lo asimilado para poder seguir digiriendo lo vivido?

(Cuadro de la pintora española Julia Hidalgo Quejo, Memoria, 1999; Cuadro de Marc Chagal, Recuerdo de París, 1976; Óleo de Van Gogh, Recuerdo del jardín de Etten, 1890; Cuadro de Edvard Munch, Por la noche en Karl Johan, 1892; Óleo de Guillermo Pérez Villalta, Las arenas del olvido, 1989; Cuadro del pintor español Eduardo Naranjo, Recuerdo sobre la pared, 1974; Óleo de Dalí, Desintegración de la persistencia de la memoria, 1952.)