2 de junio de 2011

La pérdida de un reino creó una cultura, una lucha, un carácter y el destino de un pueblo.



Cuando los árabes se expandieron por el norte de África a finales del siglo VII, consiguieron alcanzar Túnez muy pronto para llegar luego mucho más lejos hacia el oeste, hasta Marruecos. En el verano del año 710 un general bereber -Tariq ibn Ziyad-, al servicio del gobernador árabe entonces de Túnez, enviaría a su fiel subordinado Tarif ibn Malluk a cruzar el estrecho -unos 14 kilómetros- que separaba Europa de África. Un funcionario del reino visigodo de Hispania llamado Yulian, que residía en Tánger, contribuiría a facilitar a los sarracenos los barcos que éstos necesitaban para cruzar ese estrecho. Quería el arribista y felón Yulian que sus nuevos aliados árabes pudieran ver lo fácil que era llegar al otro lado del estrecho, entrar en sus ciudades y observar las pocas o nulas defensas militares de Hispania. Alcanzaría Malluk una pequeña isla frente a una población que hoy lleva su nombre, Tarifa. Se maravilló tanto de lo que vio, que regresó pronto para contarle a Tariq ibn Ziyad las inexistentes dificultades de pasar al otro lado y conquistarlo. El general bereber se lo acabaría relatando al gobernador árabe Musa-ben-Nusayr que, a su vez, se lo transmitiría al gran califa árabe de todos los creyentes en Damasco, Al-Walid. Así fue cómo, a pesar de lo arriesgado por lo poco consolidado del imperio islámico en el norte de África, el gran califa terminaría aprobando, justo un año después, la expedición invasora árabe para cruzar el estrecho.

Al comprender el rey visigodo Rodrigo que la invasión musulmana de Hispania era más importante de lo que parecía, marcharía entonces veloz hacia el sur de la península reclutando nobles, soldados y mercenarios para luchar. Sin embargo, las tropas bereberes, judías y árabes habían llegado ya al gran monte de Calpe -luego llamado Gibraltar-, un enorme peñasco visible desde casi todas las orillas del estrecho. Allí, en abril del año 711, Tariq ibn Ziyad hizo suya esa península elevada que acabaría llevando su nombre, Monte Tariq (Gibraltar). Mientras, se desplazaba don Rodrigo hacia ese lugar con unas tropas reclutadas de alrededor de 40.000 hombres. Los árabes invasores -unos 25.000 soldados- se dirigían ahora a la antigua ciudad de Híspalis, la visigoda ciudad de Sevilla, camino hacia el ansiado norte peninsular. Justo entonces se encontraron los dos ejércitos, a unos cien kilómetros de Gibraltar, muy cerca al parecer de la actual población gaditana de Arcos de la Frontera. En este lugar, a finales de julio del año 711, en la conocida como batalla del río Guadalete, el rey don Rodrigo, el último rey visigodo de Hispania, terminaría perdiendo una batalla, un reino y hasta su vida. A causa, sobre todo, de que una cuarta parte de sus hombres acabaron traicionándolo, pasándose al enemigo. Traición apoyada por los intereses de algunos nobles visigodos, decididos por entonces a sustituir al rey Rodrigo. Nobles ingenuos que no vieron la hábil estrategia musulmana en esa sutil colaboración aparente.

Pero, diez años más tarde, una parte de ese pueblo visigodo, ahora ya arrasado y conquistado totalmente, se había refugiado en las altas y difíciles montañas del norte de Hispania. Y, entonces, lanzarían un grito de lucha y pasión convirtiendo una imposible reconquista -los árabes habían alcanzado ya toda la península salvo esos pequeños reductos norteños- en una de las gestas épicas más originales, largas y desarrolladas de toda la historia de la Humanidad. Porque entonces una cultura y una búsqueda de identidad, de un reino único, de un sentido histórico, de una lucha y de un carácter, surgiría de la vocación de aquellos hombres -herederos del reino visigodo de Toledo- por alcanzar a crear un nuevo pueblo y su nuevo sentido cultural en el mundo. Así se llegarían a fraguar los antiguos reinos de León, de Pamplona, de Aragón o de Castilla. Y así también, durante casi 800 años, se sucedieron hombres y mujeres que entregaron sus hijos a una permanente dádiva sagrada: reconquistar todo lo que una vez llegó a ser su solar patrio. Para ello crearon ciudades, iglesias, murallas, puentes..., pero, ahora, con su propio nuevo Arte evolucionado de entonces, arte que sobrevendría así de una mezcolanza de ideas, artistas, estilos, experiencias e ilusión conquistadora. Así, en la provincia de  León, cerca de la población de Gradefes, en lo que acabaría siendo la ruta medieval más importante de Europa -el Camino de Santiago-, se construiría en el año 913 el románico Monasterio de San Miguel de Escalada...

Para hacerlo llegaron del sur arabizado unos monjes cristianos que habían asimilado parte de las innovaciones arquitectónicas orientales de los árabes. Estos mozárabes -cristianos que residian en zona musulmana- utilizaron entonces los restos abandonados de las antiguas columnas romanas o de las lápidas de mármol para confeccionar, ahora, su propio diseño en estilo mozárabe, un nuevo estilo caracterizado por los arcos en tipo de herradura que tanto abundaban además en el Al Ándalus invasor. De ese modo surgieron extraordinarias construcciones basadas tanto en los antiguos elementos visigodos prerrománicos como en los nuevos románicos, pero todo diseñado y modelado con la particular, decorativa y nueva tendencia mozárabe. Otra muestra genial de esa cultura sobrevenida en el itinerario reconquistador lo fue la iglesia románica de San Baudelio de Berlanga. Este pequeño templo cristiano posee en su centro un curioso pilar que, como tronco de una sagrada palmera, vierte sus ramas hacia todas las esquinas decoradas de su románica construcción. Disponían estos templos en sus paredes de unos frescos con un estilo muy particular, prerrománico aún, lo que por entonces los convertían en verdaderos museos antiguos en aquel arte anterior al románico.

A principios del siglo XX unos mediadores en Arte, representando intereses norteamericanos, consiguieron comprar esas extraordinarias pinturas encastradas en la medieval pared milenaria. Los propietarios particulares se las vendieron sin problema y el Estado español de entonces, año 1925, no puso ningún reparo en la artística transacción comercial. Pero años después, en 1957, el Estado español quiso recuperarlos. A los americanos había que darles ahora, a cambio, alguna obra artística parecida, algo para que los frescos milenarios pudieran ser expuestos ya en el museo del Prado. Existía una derruida y abandonada ermita románica en tierras de Segovia, existían dos realmente. Quizá por eso tampoco dolió mucho a las conciencias que participaron por entonces en ese tráfico cultural. Los representantes del Metropolitan de Nueva York -dueños de los frescos- no pusieron ningún inconveniente en que, a cambio de los frescos de San Baudelio, se llevaran -piedra a piedra- el ábside de la ermita de San Martín de Fuentidueña. Y así se hizo, una por una se fueron desmantelando las piedras medievales del ábside románico para transportarlas a Nueva York. Y allí, en una construcción improvisada, mezclada de estilos, el museo norteamericano instalaría las piedras segovianas en unas nuevas galerías construidas a las que denominaron Los Claustros. Original establecimiento artístico-turístico para llevar parte de una cultura milenaria a sus curiosos y ávidos clientes neoyorquinos.

Y después de haber tenido algunos reinos díscolos aquellos herederos del rey malogrado don Rodrigo, también de haberse peleado entre ellos, de haber perdido batallas o de ganarlas, de haber escrito en lenguas diferentes las mismas historias, de haber creado una misma cultura, un mismo estilo, una misma tendencia y un mismo Arte, después de todo eso, y del paso de los años, el sueño de terminar por recuperar el reino visigodo perdido habría acabado, por fin, en el año 1492. Este mismo año algunos hombres descendientes de aquella gente trastornada por la frontera, por el nuevo espíritu de frontera, por la lucha, por la repoblación, por la mezcla y por la vida, consiguieron otro motivo ahora para poder seguir viviendo hacia adelante... Quizás fuese por esto mismo, seguir hacia adelante, por lo que pudieron conseguirlo. De este modo, fue como mantuvieron su pasión conquistadora descubriendo, ahora, un nuevo mundo hacia el oeste... Fue ésta aquella misma pasión que creyeron perder, sin embargo, mucho tiempo antes en aquel fatídico verano del año 711, pero que sólo acabaría siendo una anécdota histórica más, una pausa de siglos, algo absolutamente extraordinario y grandioso en el poderoso destino que acabaron por forjarse.

(Cuadro Don Rodrigo cabalgando un caballo blanco en la batalla del Guadalete, 1858, del pintor español Marcelino de Unceta y López; Fotografía del Peñon de Gibraltar, visto desde España; Grabado con la imagen de la caudilla Kahina, guerrera bereber resistente al Islam; Fotografía del Monasterio de San Miguel de Escalada, León, estilo románico y mozárabe, siglo X;  Frescos de la Iglesia de San Baudelio, Casillas de Berlanga, Soria: El elefante cargando un Castillo, El cazador, siglo X, prerrománico y románico, actualmente en el Museo del Prado, Madrid; Fotografía del interior de San Baudelio, actualidad; Fotografía de las ruinas de la iglesia románica de San Martín, Fuentidueña, Segovia, con los andamios cubriendo el ábside para desmontarlo, años cincuenta; Fotografía actual de las ruinas de San Martín, Segovia; Fotografía del ábside de San Martín montado y restaurado, Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York; Fotografía de Los Claustros, Museo Metropolitan de Arte, Nueva York.)

30 de mayo de 2011

La falsedad como una ficción contra los demás, a veces ridícula y siempre interesada.



Desde el principio de los tiempos se habrían escrito relatos de ficción para sorprender, para entretener o para atraer inevitablemente. Las narraciones inventadas resuelven algo que, casi siempre, falta en el relato verídico, en la vida real tan poco definida para eso. Porque no podría la historia verdadera satisfacer dos cosas a la vez: una el interés permanente del que lo escucha y otra la recompensa, el orgullo o vanidad, del que lo cuenta. Así que, poco a poco, fue surgiendo la ficción literaria, algo que desde la baja edad media (siglo XV) acabaría convirtiéndose en el género que más ha sobrevivido -¿y sobrevivirá?- en la literatura: la novela. Pero la actitud o el concepto que lo provocase inicialmente, la característica humana en que se basaría el autor primigenio para llevar a cabo tal arte de ficción literaria, no fue otra cosa, sin embargo, que la maliciosa, devastadora, anestésica y cruel mentira... Las sociedades primitivas trataron de controlar la mentira dentro de un orden. Las religiones consiguieron denostarla manteniéndola dentro de sus decálogos éticos como una de las más espantosas acciones humanas. Un cristiano inteligente del siglo IV, Agustín de Hipona, estableció por entonces que existían varios tipos de mentiras: las mentiras que hacen daño a todos y no ayudan a nadie; las mentiras que hacen daño, pero ayudan a alguien; las mentiras por placer de mentir; las mentiras para complacer a los demás; las mentiras que no hacen daño y benefician a alguien. La cuestión, finalmente, es, ¿cómo sabremos realmente cuándo una mentira o una falsedad es o no es beneficiosa? ¿Es una falsedad obvia una mentira si el receptor de la misma sabe que no es más que un artificio -a veces muy artístico- para impresionar engañando? Los artistas a partir del Renacimiento utilizaron, por ejemplo, la perspectiva como un alarde magistralmente engañoso en sus imágenes. ¿Cómo era posible que en una superficie plana pudieran apreciarse ahora distancias, volúmenes, espacios, huecos, profundidades o dimensiones tan contrastadas como en la propia realidad tridimensional de la vida?

Algunos pintores realizaron genialmente eso como el holandés Frans Francken (1581-1642), que compuso en el año 1619 su obra La Galería de pinturas. En esta extraordinaria obra de Arte conseguiría el pintor asombrar entonces con su habilidad del manejo del espacio. Sabemos que pueden existir esas galerías en la vida real, que existen, de hecho, lugares así; pero, el que vemos aquí en este lienzo, lo que ahora estamos observando es una pura ficción, una pura mentira, no existe más que en la habilidad imaginada del pintor y en el ojo del que lo mira. En estos casos a nadie se engaña. No hay falsedad. Sabemos que el autor ha querido ofrecernos algo placentero a nuestros ojos. Todo lo contrario, lo admiramos y elogiamos; ambos, emisor y receptor, obtenemos beneficio. Sin embargo, ¿es toda fantasía elaborada una muestra de beneficio legítimo y compartido por todos? Cuando el antiguo filósofo griego Diógenes de Sínope (412 a.C.-323 a.C.) buscara por las calles atenienses hombres honestos, sostendría una linterna de luz en pleno día para demostrar lo imposible de encontrarlos. Había en el filósofo una muestra transparente de rigor contra una sociedad que amparaba las costumbres, actitudes y acciones que permitían beneficiarse de la impostura o de la falsedad de algunos seres humanos contra los demás. Sólo podremos sobrevivir al engaño ignorando éste; otro modo es imposible. Los seres taimados usarán su capacidad ingeniosa para envolver, en una túnica dorada, sus argumentos encantadores sostenidos además desde la improbabilidad de demostrar su impostura, su total falsedad. A veces, incluso, a sabiendas de que los intereses legítimos y confesables de una parte oculten esa falacia denostadora de la verdad general, la única que, sin embargo, existirá verdaderamente. Es hasta ridículo comprobar cómo se defienden argumentos que, aunque inofensivos en principio, tratarán de fortalecer los intereses espurios y taimados de una parte, aunque no sean siempre claramente deshonestos...  Los intereses puede que no lo sean -que no sean del todo deshonestos-, pero acabarán siendo éticamente reprobables, porque lo deshonesto es mentir, sólo mentir, frente a los intereses generales y contrarios.

Es especialmente bochornoso comprobar también cómo, en ocasiones, ambas partes -los que mienten y los que reciben cínicamente las mentiras- acabarán proyectándose sus falsedades mutuamente en una orgía de mendacidad y cinismo donde cada parte sabe que la otra está mintiendo. La forma en que nos comportemos para con un fin determinado que busque, como en los actores de una comedia, obtener el aplauso de un público -el de los otros- para satisfacer un propio beneficio, es muy deshonesta cuando, además, los que aplauden son incapaces de pensar por sí mismos. Este es el clientelismo de los soberbios, de los que utilizan los deseos insatisfechos e ignorantes de los otros para obtener un considerable beneficio. Posiblemente sea hasta algo legítimo..., y de hecho lo es a veces, pero, sin embargo, no hace más que utilizar una forma de mentira para beneficiar a una parte. Aunque, a veces, la otra parte lo desee también, como si ello -la mentira- fuese un maravilloso e inapreciable arte del todo, al parecer, inevitable. Cuando Ulises -el héroe mítico griego de la Odisea- llegase en una ocasión a las peligrosas aguas donde moraban las sirenas, le pidió a sus hombres que se taponasen los oídos de inmediato. Sólo así, sabría él, podrían sortear la difícil prueba que las candorosas, bellas, sugerentes y dulces voces de las sirenas les supondrían a todos para ser enajenados. Sin embargo, alguien debía ahora dirigir la nave. Tendría que haber un piloto que, consciente de los sonidos para navegar, pudiese manejar el barco sin obstáculos hasta salir de la influencia de las fantásticas y atrayentes sirenas. De ese modo ideó Ulises que tendría él mismo que atarse al mástil de su embarcación para poder evitarlas. Ya que de no hacerlo de ese modo los cantos subyugadores de los ambiguos y maravillosos seres marinos le obligarían a saltar por la borda de su nave hacia el profundo, azul y oscuro mar...

(Óleo del pintor flamenco Frans Francken, La Galería de Pinturas, 1619; Cuadro del pintor José de Ribera, Diógenes con su lámpara, 1637; Óleo del pintor del barroco sevillano Murillo, Mujeres en la ventana, 1665, donde se aprecia la auténtica y sincera actitud nada falsa en los rostros y los gestos de los personajes; Cuadro del pintor español actual José Hernández, 1944, La Impostura, 1991; Fotografía de 2011 de la artista norteamericana Lady Gaga, ejemplo de comportamiento y actuación artificiosa para exclusivo beneficio; Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Ulises y las Sirenas, 1909; Cuadro del pintor americano Edward Hoper, Cine en Nueva York, 1939, obra que representa uno de los lugares donde la fantasía, la ficción y la mentira han tenido -magistralmente- su altar; Óleo del pintor Goya, La Verdad, el Tiempo y la Historia, 1800.)

25 de mayo de 2011

La decadencia de una época, sus apasionadas historias, la belleza sin clase y el Arte.



Al sur de Alemania, en la región de Baviera, se encuentra el antiguo Palacio de Nimphenburg. Fue mandado construir en el año 1664 por el duque de Baviera y príncipe elector del Sacro Imperio, Fernando de Wittelsbach. Cuando estos príncipes alemanes se convirtieron en reyes uno de ellos lo fue el monarca de Baviera Luis I (1786-1868). Disfrutaría este rey por entonces de los decorados salones y de las holgadas bellezas artísticas de su bávaro palacio barroco. Educado en las Bellas Artes, a Luis I de Baviera se le ocurriría a finales de su reinado crear en su palacio bávaro un gran salón exclusivo para poder elogiarlas. Para ello encargaría al pintor alemán Karl Josef Stieler (1800-1882) retratar a las más celebradas bellezas europeas de entonces. El salón acabaría llamándose Galería de Bellezas, y contenía los retratos de  las más hermosas mujeres de Europa, fuesen éstas nobles o no. Es decir, hizo retratar a las mujeres más bellas de todas las clases sociales del momento sin ninguna discriminación estética, algo curioso para la primera mitad del aristocrático siglo XIX. Es cierto que las ideas revolucionarias habían marcado en los nobles ilustrados de la época un avance social, pero colocar al lado de los retratos de altas damas de la aristocracia a cortesanas o plebeyas sin nombre fue una osadía sólo justificada por la exaltación de la belleza en unos años extraordinariamente románticos.

El mejor representante poético de entonces lo fue el alemán Heinrich Heine (1797-1856), que llevaría al más alto encumbramiento romántico la literatura lírica alemana, pero que a su vez acabaría sin querer con ella, ya que trataría de superarla con un lenguaje más sencillo, más cercano, más realista o más conciso. De ese modo, en el año 1823 escribiría Heine su obra lírica Intermezzo, de la cual parte de ella son estos románticos versos:

¿Acaso ya has olvidado
que fue mío en otro tiempo
tu pequeño corazón?
Tan bello y falso, que nada
ni más falso ni más bello
nunca en el mundo existió.
¿Acaso ya has olvidado
cuando a la par mi existencia
minaban pena y amor?
No sé decir si más grande
era el amor o la pena;
sé que eran grandes los dos.

Cuando el pintor Stieler accedió a componer tal galería de retratos decidió retratar a una bella y joven cortesana alemana que se hacía llamar señora Heine, aunque su verdadero nombre era Ana Kaula. Esta joven poseía una belleza de rasgos semíticos con un maravilloso cabello oscuro. Otra hermosa mujer retratada lo fue Amalia de Shintling, hija de un capitán del ejército bávaro. Su rostro adornado de joyas deslumbraba aún más el suave encanto de la belleza germana. Una de las mujeres más plebeyas retratadas por el pintor Stieler lo fue la hija de un zapatero de Munich, Elena Sedlmayer. Al parecer, esta hermosa joven bávara acabaría uniéndose en matrimonio con un sirviente del gran palacio de Luis I. Otra interesante mujer retratada lo fue Jane Digby, una aristócrata inglesa que llegaría a serlo por un matrimonio noble y no por cuna. Realmente hizo de ese marital contrato social uno de sus motivos para obtener una vida elevada y apasionante. La archiduquesa Sofía de Baviera sería otra de las más bellas mujeres retratadas para Luis I y su sugestiva galería.

Hubo una mujer cuyo retrato fue expuesto en aquella galería de bellezas por haber sido la amante de Luis I. Lola Montez (1821-1861) fue una irlandesa que llegaría a tener una vida corta pero intensa, demoledora y apasionada, la vida de una mujer luchadora pero que, finalmente, fue una vida malograda. De rasgos mediterráneos, posiblemente por la lejana herencia hispana de su madre, acabaría casándose -para huir de una vida detestable- con un teniente inglés del que terminaría separándose pronto. Huyendo siempre, llegaría por fin a Múnich donde terminaría presentando un espectáculo lúdico donde bailaba y seducía con sus encantos nada ocultos. Rechazada por una burguesía conservadora e hipócrita, no dudaría en dirigirse al propio rey para salvarse, convirtiéndose en su amante. Tanto le pidió Lola Montez al rey de Baviera que, desde un desafortunado título de condesa a la revolución del año 1848, terminaron para siempre con el trono y aquel hermoso y efímero Salón de Bellezas. El rey Luis I se marcharía a París y Lola Montez no volvería a verle jamás. Tuvo entonces que viajar huyendo otra vez hasta llegar muy lejos, a los Estados Unidos, donde, desconocida y ajada su belleza, poder sobrevivir escribiendo su vida o uniéndose a algún hombre capaz de mantenerla. Acabaría Lola Montez en América sus días en la más absoluta pobreza y orfandad, todo un paradigma de aquel romanticismo decadente o de aquella efímera Galería de Bellezas. Una estancia artística ésta que, o destruida por las guerras o expoliada por los desaprensivos, desaparecería lentamente en una historia ya olvidada para siempre. Como también lo fueran aquellos hermosos versos tan románticos de Heine, esos versos decadentes que, por entonces, minaban sonoros  una pena y un amor...

(Óleo del pintor Karl Joseph Stieler, Lola Montez, 1847, Palacio de Nimphenburg; Cuadro Luis I de Baviera, 1826, de Karl J. Stieler, Munich; Retrato de Ana Kaula, Stieler, 1829; Retrato de Elena Sedlmayer, Stieler, 1831; Retrato de Amalia de Shintling, 1831, Stieler; Retrato de Jane Digby, 1831, Stieler; Cuadro de la Archiduquesa Sofía de Baviera, 1832, Stieler; Óleo del pintor judio-alemán Moritz Oppenheim, Heinrich Heine, 1831; Fotografía de Lola Montez, 1851; Fotografía del pintor Karl Joseph Stiener, 1857; Óleo del pintor italiano Canaletto, Palacio de Nimphenburg, 1761.)

24 de mayo de 2011

La libertad utópica, la necesidad como motor de ella, o la incapacidad real de la misma.



Cuando en el año 1777 el filósofo materialista francés Paul Henri Dietrich publicara su libro El Sistema de la Naturaleza, sería considerado por entonces como una obra excesivamente radical. Tanto lo sería que el gran liberal ilustrado que fue Voltaire se lo llegaría a reprochar al atrevido pensador materialista. Afirmaba Dietrich que la libertad era una ilusión, que la libre voluntad no puede ser admitida en el universo, algo que sólo se regirá por la necesidad. Consideró además la mitología como algo benigno para el mundo, como un intento del ser humano por explicar la misteriosa naturaleza y sus ocultas fuerzas, así como la posibilidad de establecer con la mitología unas normas que organizaran la propia sociedad. Sin embargo, consideraba la religión -la teología propiamente- como una fuerza perniciosa que habría personificado esas terribles fuerzas de la naturaleza en un ser fuera de ésta, alzándolo -el Teos- por encima del mundo, lo único que, sin embargo, decía Dietrich, tiene verdadera existencia real.

Prometeo fue un titán mitológico que acabaría siendo muy amigo de los hombres. Una vez fue encadenado por el poderoso Zeus a una roca en la antigua región de Escitia, muy cerca de la cordillera del Cáucaso. Condenado así, brutalmente, se lamentaba Prometeo de su cruel destino fatídico. Se dijo: Por haber proporcionado, en contra de los dioses, el fuego a los humanos me veo unido al yugo de esta necesidad, desdichado por completo. El pensador británico Isaiah Berlin (1909-1997) creó su teoría filosófica de Los dos conceptos de la libertad: la libertad positiva -la posible o probable en la naturaleza- y la libertad negativa -la ética, la innegable o consustancial al individuo-, entendida esta última no como algo pesimista sino como una libertad incapaz de serle negada a nadie. La libertad negativa, o innegable, es la más primitiva libertad del hombre, intrínseca a los propios individuos libres. Es la libertad que se entiende como ausencia de coacción exterior, es decir, es la libertad que sólo se puede impedir si alguien te limita, te oprime o te condiciona la vida, la propiedad, el pensamiento, la acción, etc... Luego está la libertad positiva, la libertad probable según puedas o no por la condición de tu propia naturaleza, es decir, la que pueda realmente ejecutarse, y no porque no te lo impidan sino porque puedas o no puedas, verdaderamente, poder realizarla. Podemos querer volar como los pájaros, nadie nos lo impide, sin embargo, nunca podremos hacerlo -al menos por ahora- como ellos lo hacen.

Es como el determinismo, esa fuerza ineludible e invisible -al parecer- que nos condiciona involuntariamente a ser, a querer, a tener, a hacer, a pensar, a decidir, a lo largo de nuestra existencia. Así mismo, pueden también existir el determinismo biológico, el genético, el psíquico... El filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) nos dejaría escrito esto: Los seres humanos se creen libres porque son conscientes de sus voluntades y deseos, pero, sin embargo, son ignorantes de las causas por las cuales ellos son llevados a ese deseo y a esa esperanza...  ¿Cómo sabemos, realmente, qué nos lleva a decidir algo y no lo contrario? ¿Cómo dejaremos de hacer algo a pesar de poder hacerlo incluso? ¿Cómo podemos sentirnos libres si, a veces, no podemos cambiar lo que somos, o llegar a hacer algo por lo incapaces que, en ese momento, podamos sentirnos o ser? El filósofo alemán Schopenhauer nos dejaría también escrito esto: Todos creemos a priori que somos perfectamente libres, pero, a posteriori, por la experiencia, nos damos cuenta de que no somos libres sino sujetos a la necesidad...

Prometeo, según nos cuenta la mitología, tenía la capacidad de la profecía. Zeus, el gran dios del Olimpo, preocupado por unos planes que tenían por objeto destronarle, acudiría a través del dios Hermes al profético titán encadenado para que le ayudara a descifrar la verdad. Prometeo entonces le contesta al mensajero que Zeus tendrá un hijo más fuerte que él, pero que no le dirá nada más, que prefiere ser un desgraciado a ser un siervo de los dioses. Pero Hermes le amenaza con que, si se niega a hablar, primero Zeus provocará una tempestad que hará que la cumbre de la montaña donde se encuentra encadenado caiga encima de él, atropellándole mortalmente. Y que luego después un águila sanguinaria acudirá todos los días a esa cumbre para devorar su hígado sin piedad. Prometeo, a pesar de todo eso, le contesta que no piensa ceder en su decisión, que todo esto que le anuncia Hermes ya lo sabía él, y que su destino acabará cumpliéndose de todos modos, sin embargo. Ese destino, sabría el titán encadenado, consistía en que un descendiente poderoso de Zeus -Hércules- acabaría liberándolo finalmente. Así que, de esa sutil forma premonitoria, la inteligencia humana -representada por Prometeo- podía vencer las veleidades caprichosas de los dioses, pudiendo así mejorar su fatal destino. Un destino, paradójicamente, que tan sólo esos mismos dioses serían capaces, sin embargo, de determinar.

(Cuadro Alegoría de la Libertad, 1937, de la pintora mexicana María Izquierdo; Óleo El barco de los esclavos, 1840, del pintor inglés Turner; Cuadro Cautivo en prisión, 1850, del pintor Michael von Zichy; Cuadro La tortura de Prometeo, 1819, del pintor francés Jean Louis Lair, 1781-1828; Fotografía del artista checo Jan Saudek, 1935; Cuadro de la pintora española María Martínez Contreras, Jaulas de Cristal; Óleo del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Las Erinias, 1862, donde el pintor representa la huida mitológica de Orestes por causar la muerte de su madre, ocultándose así de los sonidos de su propia conciencia; Imagen fotográfica de parte del conjunto escultórico La Libertad -homenaje al rey Alfonso XII-, Alegoría de la Libertad, 1922, Madrid, del escultor español Aniceto Marinas.)

19 de mayo de 2011

El Eros sagrado, el arrebatamiento, la sutil impudicia, la fuerza pasional y el Arte.



Tú no sabes, imprudente, de quién huyes, y por eso huyes. A mí me obedecen el país de Delfos, Claros, Ténedos y la regia Patara. Yo tengo por padre a Júpiter, yo soy quien revela el porvenir, el pasado y el presente; por mí los cantos se ajustan al son de las cuerdas. Mi flecha es segura, pero hay una flecha más segura que la mía, la cual ha hecho en mi corazón, antes vacío, esta herida.  Así escribiría el poeta latino Ovidio estos versos -pronunciados por el dios Apolo a la hermosa Dafne- para su relato mitológico de amor divino. Es de los pocos relatos míticos cuyos protagonistas sufren involuntarios el deseo pasional al que son dirigidos. Porque es ahora el dolor el motor que los motiva a ambos, el que desarrolla o mitiga esa pasión desaforada en los dos personajes. El dios griego Eros había llegado a sentir un profundo desprecio por el extraordinario dios Apolo. Este último dios, a diferencia de aquél, era un ser hábil en casi todo: virtuoso de la caza, de la música, de la poesía, de las artes y hasta de la curación. Dios de la Luz y del Sol. A cambio, Eros sólo era el dios de la atracción, el de la unión desaforada a veces fértil y a veces misteriosa. Una vez, Eros idearía vengarse de Apolo. Así que utilizando dos de sus flechas, una de oro y otra de plomo, enfrentaría despiadadamente a la hermosa Dafne con el orgulloso Apolo.

La herida dorada (amorosa) penetraría en Apolo y causaría en él la irresistible y necesitada -algo nuevo para el dios- sensación más enamorada. La otra flecha, la incisiva con punta de plomo, conseguiría en Dafne -probablemente propicia a sentir lo mismo que él-, sin embargo, ahora justo lo contrario (rechazo). Cuando el escultor italiano del Barroco Lorenzo Bernini (1598-1680) se plantea su obra Apolo y Dafne en el año 1622, imagina a la ninfa sobrecogida a su pesar, llevada ahora por un extraño dolor inevitable y desdeñoso. Pero a Apolo, el dios sereno y virtuoso, lo muestra el escultor italiano ahora sorprendido y asombrado por su ardoroso y nuevo deseo rutilante tan pasional. Desde el Renacimiento los creadores del Arte habrían tenido especial pulsión por mostrar, aunque fuese veladamente, los símbolos eróticos más humanos. Al parecer fue lo sagrado, curiosamente, lo que les permitiría llevar a ese olimpo erótico aquello más deseado. El cristianismo medieval no sólo cercenaría su natural sentido erótico, sino que contribuyó a hacer de las partes sexuales del cuerpo humano un objeto de voluptuoso e inconfesable delito. Los antiguos griegos y romanos no veneraban tanto -quizá por su natural consentimiento- los elementos más erotizados del cuerpo humano. Tal vez por eso los artistas comenzaron a transgredir con su incontestable Arte el poderoso influjo pudoroso que abominaba de los senos femeninos, de los torsos masculinos y de los desgarrados momentos de pasión o éxtasis, fuesen éstos sagrados, mitológicos o profanos.

Cuando Bernini fue llamado en el año 1647 a crear una escultura sobre Teresa de Jesús (Éxtasis de Santa Teresa) para una capilla de la iglesia carmelita de Santa María de la Victoria en Roma, su mecenas le sugirió, ya que existía un éxtasis de San Pablo, crear una misma sensación arrebatadora pero, en este caso, de una santa. El escultor llevaría su prodigioso Arte a tal punto que algunos críticos no dudaron en afirmar que el arrobamiento místico conseguido en la santa, tendría más de sugerente sensación física y sexual que de compungida querencia sobrenatural. Pero no se equivocaban, ni aquellos ni los otros. El Arte consigue precisamente eso: alcanzar aquella línea liminar o frontera mágica donde ambos y opuestos conceptos se hacen intercambiables. Aunque, sin percibirlo apenas, sin llegar a menospreciar, en ningún sentido, ninguno de los dos conceptos contrapuestos. Uno de los aristócratas napolitanos más extravagantes y curiosos lo fue Raimundo de Sangro, más conocido como Príncipe de San Severo (1710-1771). A parte de ser un ilustrado y masón -de conocer los avances científicos de su época- fue un gran mecenas del Arte. Para la capilla de su palacio napolitano decidió en el año 1744 encargar unas esculturas diferentes, unas obras de una creación exageradamente compleja, pero de resultados brillantes, sobrecogedores y bellísimos. Llegaría a patrocinar la composición escultórica titulada La Castidad Velada. Su autor fue el italiano Antonio Corradini (1668-1752), que llegaría a confeccionar genialmente una arrebatadora estatua femenina desnuda sólo cubierta por un fino y transparente velo... cincelado en la misma y maravillosa piedra. 

Hacia el temprano año 1450 el pintor francés Jean Fouquet (1420-1481) lograría mostrar, por primera vez y de modo explícito -sin justificación alguna para entonces-, el pecho descubierto de una Virgen sagrada para su Díptico de Melum. Fue con toda probabilidad el comienzo de un cambio cultural y artístico entonces -siglo XV- para representar sólo porque sí, aunque bellamente, un símbolo erótico en una figura tan sagrada como la Virgen. Símbolo erótico que había sido desde siglos antes anatemizado y ocultado por la rígida y antinatural doctrina eclesial. Tiziano y Miguel Ángel, Rubens algo más tarde, consiguieron excusar sus desnudas imágenes humanas con la por entonces sutil y genial justificación artística. La Belleza se impuso así y la genialidad artística mantuvo en las paredes de los palacios o de las grandes casas la más insinuante erótica sagrada representada en un lienzo. Esa misma erótica representada que, en ocasiones velada y otras menos pudorosamente, aquel dios griego Eros impusiera una vez, con su dardo aniquilador y fascinante, al presuntuoso Apolo y a la pudorosa Dafne.

(Escultura La Castidad Velada, de Antonio Corradini, 1744, Capilla de San Severo, Nápoles; Cuadro de Guido Reni, Martirio de San Sebastián, siglo XVII, Pinacoteca de Génova; Detalle de la obra Apolo y Dafne, de Lorenzo Bernini, 1622, Galería Borghese, Roma; Detalle rostro de la escultura de Bernini, Éxtasis de Santa Teresa, 1647, Capilla Cornaro, Roma; Fotografía de escultura, El beso de la muerte, Cementerio de Poble Nou, Barcelona; Detalle del fresco de Miguel Ángel, Creación de Adán, Capilla Sixtina; Detalle de la obra escultórica de Bernini, Beata Ludovica Albertoni, 1671, Iglesia San Francesco a Ripa, Roma; Imagen de la escultura Eros y Psique, 1793, del artista italiano Antonio Canova, 1757-1822; Óleo del pintor italiano del renacimiento Correggio, 1489-1534, No me toques, 1525, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Rubens, La Virgen con el niño, Santa Isabel y San Juan, siglo XVII; Detalle del díptico de Melum, 1450, del pintor Jean Fouquet; Óleo Magdalena, del pintor Tiziano; Cuadro La Madonna del cuello blanco, 1535, del pintor italiano Parmigianino; Cuadro del pintor colombiano Carlos Correa, La anunciación, 1940.)