18 de enero de 2011

Imitaciones y copias en el Arte y sus autores: a veces creaciones excelsas, otras taimadas y otras espurias.



Según contaban las antiguas crónicas españolas de Indias, al sur del istmo de Panama se situaba la vasta y salvaje selva del Darién donde se extendía un maravilloso lugar llamado Dabaibe...  Habitado por el feroz pueblo de los cunas, esta región inexpugnable tenía la fama de poseer una gran riqueza escondida entre sus árboles. Decían que existía un inmenso templo donde los caciques del lugar habrían ocultado una gran cantidad de joyas y objetos preciosos. Al parecer, describían un edificio enorme con las paredes recubiertas de piedras preciosas que, sin embargo, se encontraba en medio de toda aquella jungla imposible. El descubridor Vasco Núñez de Balboa (1475-1519) fue el primero en intentar encontrarlo, inútilmente. El gobernador de Veragua, Pedrarias Dávila, enviaría una gran expedición compuesta por unos trescientos hombres. Esa expedición fue rechazada tanto por la selva como por los feroces cunas. Otras tantas tentativas se llevaron a cabo, pero nunca se hallaría aquel fabuloso templo de Dabaibe.  Es seguro que el Templo de Dabaibe jamás existió. Pero, sin embargo, Núñez de Balboa -según se contaba- sí que recibió de un cacique llamado Tumaco gran cantidad de joyas y de perlas acuíferas, éstas de un extraordinario tamaño.

Años después, en el recién descubierto océano Pacífico, fueron halladas las islas de las Perlas, llamadas así por la multitud -y tamaño considerable- que de esos moluscos se encontraron allí. En una de las remesas de esas perlas de gran tamaño que se enviaron a España, una de ellas -o varias, no se sabe bien- terminaron en las manos de Felipe II.  El caso es que a la corona española le llegó una perla que se acabaría denominando La Peregrina. Y no en balde se llamaría así, ya que su peregrinar -o el de varias de ellas- terminaría entre los collares o sombreros de algunas de las cabezas más regias de Europa. Una de esas cabezas coronadas fue la reina de Inglaterra María Tudor, monarca que acabaría casándose con el príncipe Felipe de España en el año 1554. Este futuro rey terminaría regalándole a su esposa inglesa una de esas perlas americanas. Pero también, según otras crónicas, se la ofrecería -¿ésta u otra perla?- a su siguiente esposa, la francesa Isabel de Valois, cuando ya fuera rey de España en el año 1560.

En el caso de la reina inglesa tenemos un retrato suyo del pintor Antonio Moro (Anthonis Mor) (1515-1578), donde se observa La Peregrina.  En el caso de Isabel de Valois, no existe ningún retrato contemporáneo de ella en el que aparezca esa perla. Sí existe un retrato del pintor Pantoja de la Cruz (1553-1608), pero fue una copia hecha luego en el año 1605 -años después de fallecer la reina Isabel- de un retrato anterior de ella donde no lucía la joya. Vuelve a aparecer otra vez la Perla Peregrina en otro cuadro real del año 1635, cuando Velázquez pinta a la esposa del rey Felipe III, Margarita de Austria, con otra Perla Peregrina. ¿Era la misma perla? Otra historia cuenta que el rey Felipe IV de España le regaló a su hija María Teresa de Austria esa perla peregrina por su boda con el rey francés Luis XIV en el año 1660. Hubo, por tanto, otra perla Peregrina en Francia hasta su desaparición en plena Revolución francesa. También existió otra perla Peregrina -¿la misma perla?- que continuaría en la Corona española hasta que el rey napoleónico José I Bonaparte, al huir de España en el año 1813, se la llevara consigo. Acabaría la perla en manos de la familia bonaparte hasta que el emperador Napoleón III, sobrino del famoso emperador, la tuviera que vender para financiar sus propósitos políticos en Francia.

Tiempo después la compran unos aristócratas ingleses, que la vuelven a vender a principios del siglo XX. Muchos años después, en 1969, en una famosa subasta celebrada en la ciudad de Nueva York, el actor Richard Burton la adquirió entonces para su célebre esposa, la actriz Elizabeth Taylor. Pero, de existir tan magnífica perla, ¿cuál fue la primera y única perla Peregrina, aquella verdaderamente original...?   Hay joyas u objetos artísticos muy antiguos que difícilmente pueden certificarse, aunque sean joyas auténticas, porque lo pueden ser, pero, ¿fueron aquélla...? Algunos grandes pintores entendieron que copiar obras de otros maestros era uno de los mayores homenajes que se les pudiera hacer. De ese modo, Rubens copiaría literalmente varias obras del genial Tiziano cien años después. Pero, otros pintores, no tan famosos, quizá por vanidad, quizá por interés, tal vez por ambas cosas, crearon obras de Arte donde imitaron a sus admirados creadores. No les copiaron sus obras, sólo imitaron su estilo; pero, sin embargo, sí copiaron otra cosa: el nombre, la firma famosa. Eso les malograría. Aunque, posiblemente, no acabaría por importarles nada ya que consiguieron la fama eterna, esa misma que los pinceles y sus propios lienzos artísticos nunca les llegaron a ofrecer.

(Cuadro de Rubens, La Bacanal de los Andrios, 1635, Museo de Estocolmo; Cuadro de Tiziano, La Bacanal de los Andrios, 1520, Museo del Prado; Óleo de Han Van Meegeren, Los discípulos de Emaús, 1937, Holanda, imitador y fraudulento creador de obras similares a Vermeer; Óleo del gran pintor holandés Vermeer, Cristo en casa de Marta y María, 1655, Galeria de Escocia, Edimburgo; Cuadro de Van Meegeren, 1889-1947, Cristo y la adúltera, 1935, Holanda; Fotografía en Alemania de soldados americanos recuperando obras -equivocadamente- del genial Vermeer, éstas fueron adquiridas por el jerarca nazi Göering creyendo que eran de Vermeer, pocos años después fueron desmentidas por los expertos, y así descubierto el falsificador Han Van Meegeren, detenido y juzgado; Cuadro del pintor Gauguin, Les Parau, Parau, 1891, Hermitage, San Petersburgo; Óleo del falsificador húngaro Elmyr De Hory, 1906-1976, Mujeres en Tahiti, imitando el estilo -y la firma- de Gauguin; Óleo del gran pintor Modigliani, Retrato de mujer con sombrero, 1917; Cuadro del falsificador Elmyr De Hory, imitando a Modigliani; Óleo del pintor Antonio Moro, Reina María Tudor, 1554, luciendo la Perla ¿Peregrina?; Cuadro de Velázquez, Retrato ecuestre de Margarita de Austria, 1634, donde se observa la Perla Peregrina; Cuadro del pintor Pantoja de la Cruz, Isabel de Valois, 1605, en donde se ve la Perla en su tocado, aunque en ese año la reina estaba muerta, fue un retrato de un retrato, al cual le añadió el pintor la Perla en su vestuario, al parecer; Fotografía de la actriz Elizabeth Taylor luciendo un collar con, al parecer, la Perla Peregrina; Fotografia de Elmyr De Hory, 1971; Fotografía de Han Van Meegeren en su juicio, 1946.)

13 de enero de 2011

La intemporalidad de la belleza del Arte, su certeza, su pasión, su infinita sorpresa y su conjuro.




Cuando en el año 1776 el capitán James Cook decidiera realizar su tercer viaje a los Mares del Sur -donde acabaría trágicamente su vida tres años después- en la corbeta HSM Resolution, elegiría al pintor inglés John Webber (1751-1793) como artista oficial de la exploración marítima al Pacífico. En las islas Tahití llegan a desertar dos marineros de la Resolution y el capitán Cook ordena a cambio secuestrar a la princesa nativa Poedua, su hermano y su padre hasta que le entreguen a los desertores. El pintor Webber plasmaría entonces en un lienzo la serena, exuberante, majestuosa y salvaje belleza de la princesa polinesia. Justo trescientos años antes, el siciliano Antonello da Messina (1430-1479) conseguiría retratar, por fin, a su querido amor frustrado de juventud, la joven Esmeralda Calafato. Pero para plasmar su belleza sólo pudo por entonces utilizarla como modelo para un impresionante óleo sagrado, el nada sospechoso retrato de la Virgen de la Anunciación. En el temprano año de 1476 consigue realizar algo -inédito para la época- verdaderamente prodigioso: dibujar una figura sagrada con una naturalidad y sencillez asombrosa, con asepsia divina casi, para ser ahora una representación tan sagrada.

Pintaría a la Virgen María con un sencillo velo desplegado y una mirada demasiado humana, nada sobrenatural ni sagrada. Con unas manos ahora diferentes a las de una santa, unas manos más cercanas o más reales o más auténticas o más terrenales, o más humanas... Y todo eso enmarcado además en un fondo nada virginal ni celestial ni floral, tan sólo absolutamente negro, pero, ahora, elegantemente negro. Algo tan sagrado pero inexistente antes ni -desde luego- después en toda la historia del Arte. Sin embargo, genial, abrumadoramente genial e intemporal. Un pintor de origen suizo radicado en Inglaterra, John Henri Fusseli (1741-1825), fue uno de los más extraordinarios pintores poco conocidos y, además, de los más difícilmente clasificables. Adscrito al Romanticismo inicial, sin embargo desarrollaría tendencias neoclásicas propias de su época. Pero, sobre todo, fue un creador misterioso y simbólico, incluso para su generación tan poco convencional. Conseguiría una vez realizar un lienzo extraño para aquel temprano año 1800: El Silencio. Porque ahora el misterio y el equilibrio expresados en este cuadro hacen de una imagen tan simple, tenue y monocolor una alegoría de la desesperación más universal, propia de todas las épocas, de todas las culturas y de todas las emociones en busca de certezas.

El día 28 de diciembre del año 1789 se incendiaría en Venecia un gran depósito de aceite para lámparas. Este suceso conseguiría entonces traer el infierno al barrio veneciano de San Marcuola. El pintor veneciano Francesco Guardi (1712-1793) consigue, sin embargo, detener el momento dramático en una obra sorprendente y expresiva. Donde ahora las llamas, consumiendo ávidas su oxígeno alimento, bailarán delante de los venecianos como si de un espectáculo carnavalesco se tratase. Ahí se observa la magnitud de aquel terrible hecho: cómo las amarillas llamas desean ahora asolar toda la ciudad como si de un infierno dantesco se tratara. Nunca antes había sido un incendio causado por un hecho fortuito retratado así en un lienzo artístico. Y como si de una conjura diabólica determinada fuese su sentido, el Arte quiere fijarnos ahora la memoria de lo inevitable, de lo contencioso o de lo bellamente espectacular al mismo tiempo. En el siglo donde la razón acabaría controlando la vida y la sociedad, algunos pintores descubrieron la seductora forma de impresionar en un lienzo la misma emoción que ellos sintiesen al verla. Y en el siglo del clasicismo renovado reflejan ahora sus alardes pictóricos sin más detalles añadidos, sin tantos perfilamientos clásicos ni tantas perfectas formas. En la obra Venecia con su iglesia de San Giorgio creeremos estar viendo ahora una obra del año 1790 como una creación de un siglo después incluso. Porque el pintor veneciano Guardi se adelanta a su tiempo y nos demuestra ahora que la belleza puede ser también esbozos de otras cosas, de elementos artísticos imprecisos que acabaran ofreciendo la majestuosidad, sin embargo, de todo un conjunto pictórico ahora más clarificado. Pero también con los colores sin aristas, o con los colores tan sólo insinuados ahora, algo que, tiempo después, terminaría llegando a inspirar el maravilloso Impresionismo.

El sacrificio que Abraham quiso realizar con su hijo Isaac había sido retratado en infinidad de obras a lo largo de la historia. Pero aquí el pintor austríaco Franz Anton Maulberstch (1724-1796) consigue llevar a cabo en su obra del año 1790 una escena bíblica desentonada para entonces, es decir, muy diferente a las de antes, ahora menos levítica o menos sagrada o más terrenal. La pasión de la acción está detenida ahora aquí -como cuenta la leyenda bíblica- al final del pretendido sacrificio. Con ello nos demuestra la fuerza del impacto visual anticipando un incipiente expresionismo colorido. Por tanto una composición artística más creíble por parecer más moderna o menos legendaria, o por parecer ahora un expresivo dramatismo mucho más humano que divino. El edificio del Museo del Louvre era parte del Palacio Real de la corona de Francia cuando, en el año 1789, la Revolución francesa decidiera que pasase a formar parte de un museo para el pueblo. La grandiosidad del edificio regio era tal que el pintor exagera la perspectiva de su nave central, ahora vista casi sin un final en el impresionante lienzo romántico. Consigue Hubert Robert demostrarnos así la infinitud del Arte, la imposible manera de poder delimitar fronteras a la creación artística. El pintor francés Hubert Robert (1773-1808) se libraría de ser ajusticiado en la guillotina por los pelos, luego sería perdonado incluso, y hasta conseguiría dirigir el recién inaugurado museo del Louvre.

El volcán Vesubio había tenido muchas espantosas pero maravillosas erupciones de su dormida montaña. El pintor Pierre Jacques Volaire (1729-1802) plasmaría una de ellas en un escenario además extraordinario. En su lienzo vemos una noche con luna y su resplandeciente reflejo nocturno; también unos personajes que disfrutan del escenario, un espacio del que forman ahora parte y se sienten además integrados a pesar de su fascinante sorpresa telúrica. El creador francés Volaire se enamoraría tanto de Nápoles y su montaña de fuego que la retrataría varias veces en su vida, especializándose en el retrato violento de las bellas llamaradas rojas expresivas. Su pasión y obsesión por esa belleza de fuego le llevarían incluso a morir luego en la maravillosa y antigua ciudad napolitana. Un lugar que, providencialmente, sería salvado casi siempre de sus trágicos conjuros volcánicos aterradores. El belga Joseph-Benoît Suvee (1743-1807) fue un pintor muy aplicado en la tendencia neoclásica propia del momento que le tocó vivir. Aquí demuestra cómo se puede dibujar el perfil de los modelos en un lienzo, utilizando ahora una fuente de luz y su útil sombra proyectada. Tan aplicado fue el pintor en su estilo, tan genial fue en su tendencia clásica, que llegaría a enojar a su propio maestro en Arte, el grandioso, famoso y celoso pintor David, el neoclásico más consagrado de Francia. Éste no pudo más que sentir la peor de las maldiciones para un creador artístico: la envidia. Así que Suvee no tuvo más remedio que abandonar París y marcharse para siempre al país de las acogidas, de la belleza ilimitada o de la luz más desbordante: Italia. En Roma fallecería el creador belga del todo olvidado por sus compatriotas. Aunque ahora recordado aquí gracias al Arte sutil que imaginase el pintor entonces homenajeando la pintura y su alarde semejante.

(Cuadro del pintor Antonello da Messina, Anunciación de la Virgen, 1476; Lienzo El Silencio, del pintor John Henri Fusseli, 1800; Óleo Incendio del depósito de aceite de San Macuola del 28 de diciembre de 1789, 1790, del pintor Francesco Guardi; Del mismo pintor veneciano, San Giorgio Maggiore, 1790; Óleo de Franz Anton Maulbertsch, El sacrificio de Isaac, 1790; Cuadro La Gran Galeria, del pintor francés Hubert Robert, 1795; Cuadro del pintor Pierre Jacques Volaire, Vista de la Erupción del Vesubio, 1770; Óleo del pintor inglés John Webber, Retrato de la princesa tahitiana Poedua, 1779; Cuadro del pintor Joseph-Benoît Suvee, La invención del Arte del Dibujo, 1790.)

11 de enero de 2011

Bajo ningún cielo protector..., si acaso bello, enigmático y esplendoroso.



En los primeros días del mes de septiembre del año 1859 los sistemas telegráficos, que sólo dieciséis años antes comenzaron a ser implantados en Europa y América, empezaron a fallar de modo incomprensible. Se produjeron cortocircuitos en las estaciones que causaron multitud de incendios con el papel telegráfico. Un fenómeno curioso alarmaría también cuando los telegrafistas desconectaron las baterías que alimentaban de energía a las líneas: los mensajes seguían transmitiéndose, sin embargo. El día 1 de septiembre de ese mismo año, Richard Carrintong (1826-1875) se encontraba en su pequeño observatorio de aficionado en Inglaterra, cuando su telescopio proyectaría una imagen del Sol sobre la pantalla inmisericorde del mismo. De pronto observaría que entre las manchas solares que había capturado el telescopio aparecieron dos brillantes y cegadoras gotas blancas. Quiso que alguien más comprobase lo que veía, pero, para cuando volvieron otros, las gotas blancas se habían contraído hasta desaparecer.

Al amanecer del día siguiente -el día 2 de septiembre de 1859-, sobre los cielos de toda la Tierra, fueron vistas auroras de color rojo, verde y púrpura. Eran tan fuertes y brillantes las auroras que parecía ser pleno día incluso. Lo que Carrintong llegaría a ver con su telescopio y los telégrafos sufrieron no fue otra cosa que una poderosa y nada frecuente erupción solar. El Sol ese día emitió una inmensa llamarada -eyección de la corona solar- que permitió a multitud de partículas solares -cargadas magnéticamente- entrar peligrosamente en la atmósfera terrestre. Hasta entonces no se había comprobado este fenómeno, o nadie se había percatado de ello, pero la realidad es que cada quinientos años, aproximadamente, se pueden volver a reproducir... De llevarse a cabo hoy una erupción solar de las características del año 1859, los dispositivos electrónicos sufrirían unos daños tales que paralizarían toda la actividad económica mundial.

Somos como niños jugando en el jardín trasero de un hogar que creemos protector y seguro, con la misma falsa certeza que dará la inconsciencia de la inocente infancia. Pensaremos que nada nos puede suceder y caminaremos, incluso satisfechos y valientes, hasta la segura cerca limítrofe del jardín. Y casi saldremos al exterior, también ahora confiados y complacientes. Pero afuera, esperando agazapado, no hay nada más que abismo, sorpresa, desatino, contingencia, desamparo o daño. También, a veces, dentro... Esto, quizá, sea a veces lo peor. Pero, lo que nunca sabremos, sin embargo, es ni dónde, ni cómo, ni cuándo. El escritor norteamericano Paul Bowles (1910-1999) escribió en el año 1949 su magnífica novela El Cielo Protector. La obra nos cuenta el relato de unos viajeros norteamericanos que se adentran confiados en el desierto marroquí de la posguerra mundial de 1945. Su narrativa logra exponer, con maestría efectista, dos sensaciones humanas entrelazadas en su desarrollo: el desierto exterior -maravilloso y alarmante- del Sahara africano, y el desierto interior -espantoso y sobrecogedor- de las vidas desoladas y desamparadas de los propios personajes. Fue llevada al cine en el año 1990 por el genial director Bernardo Bertolucci.

Y, así, Bowles en su maravilloso relato existencial desgarra la naturaleza humana de un modo genial. Casi al final de la novela, el narrador nos cuenta: Renunció a seguir luchando. La hicieron sentarse y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás. El súbito rugido del motor derrumbó las paredes del cuarto donde ella estaba acostada. Tenía delante de los ojos el cielo azul violento, nada más. Durante un tiempo interminable lo miró. Como un ruido todopoderoso, lo destruía todo en su cerebro, la paralizaba. Alguien le había dicho alguna vez que el cielo esconde detrás la noche; que protege al que está debajo del horror de lo que hay arriba. Miraba sin pestañear el sólido vacío y empezó la angustia. En cualquier momento podía producirse el desgarrón, separarse los bordes, abrirse las entrañas de un abismo insondable.

(Cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo, 1833, Tate Gallery, Londres; Óleo Puesta de sol en Pays de Caux, 1828, del pintor inglés Richard Parkes Bonintong, 1802-1828; Óleo del pintor francés Delacroix, Estudio del cielo en una puesta de Sol, 1848; Fotografía de la NASA, cielo de Flagstaff, Arizona, EEUU, donde se aprecia una nube lenticular sobre un pico montañoso y varias constelaciones en el cielo -Casiopea, Cefeo, Cygnus-, sobre el extremo inferior izquierdo de la imagen, a la derecha, la estrella fulgurante Deneb; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Neubrandenburg, 1817, Alemania; Cuadro del pintor Turner, Declive de Cartago, 1817; Fotograma de la película El Cielo Protector, 1990.)

9 de enero de 2011

El privilegio de las postas en Europa, sus miembros y leyendas: de carteros a príncipes.



Desde la más lejana antigüedad han existido los servicios de postas, unos jinetes a caballo y estaciones intermedias para enviar documentos de un lugar a otro. En la antigua Persia, por ejemplo, el rey Ciro II -siglo VI a. C.- establecería ya diferentes puestos en las principales rutas de su gran imperio persa. Tuvo este servicio de comunicaciones, por tanto, un privilegio real, un monopolio de los monarcas de aquellos mensajes enviados en su reino. Fueron los reyes los que comenzaron ofreciendo el servicio de postas a su pueblo. Pero, tiempo después, en la región de Lombardía, justo en una época medieval en la que Italia no era aún ni reino ni nada, sólo ciudades y condados, lógico es pensar que surgieran emprendedores, o comerciantes avispados, que vieron un lucrativo negocio en organizar esos servicios de envíos de mensajes y documentos. La familia lombarda Tassis comenzó en el siglo XIII a desarrollar, en las ciudades-estados italianas, un servicio de comunicaciones que les dotaría de gran experiencia en los enlaces de postas y servicios de correos. Hasta que Maximiliano I de Habsburgo (1459-1519), emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, decidiese en el año 1490 (entonces sus posesiones territoriales estaban muy dispersas en Europa: Borgoña al oeste, Austria al este y Flandes al norte) contratar a uno de los miembros de esa experta familia lombarda para tener una más eficaz gestión de sus comunicaciones.

Francesco de Tassis (1459-1517), hábilmente, se cambiaría entonces su nombre italiano por el germano Franz von Taxis y ampliaría el negocio como nunca antes pudiera imaginar. Se comprometió con el emperador a tardar sólo cinco días y medio en enviar un documento desde Bruselas (Flandes) hasta Innsbruck (Austria); eso sí, en verano, en invierno un día más. Cuando los Reyes Católicos hispanos decidieron aumentar su influencia en Europa, casaron a su hija Juana de Castilla con el heredero del emperador, el archiduque Felipe de Habsburgo (1478-1506). Tiempo después este príncipe, convertido ya en rey Felipe I de Castilla en el año 1505, establecería para sus nuevas posesiones hispanas el mismo servicio que su padre tenía con Franz von Taxis. Así comenzaría el llamado Correo Mayor de Castilla, que, nueve años después, llevaría a crear el Correo Mayor de Indias para las tierras americanas. Con los años el siguiente emperador germánico, y rey español, Carlos V (1500-1556), mantuvo en el cargo de Correo Mayor (excepto en Indias) a Franz von Taxis. A la muerte de éste, su sobrino Juan Bautista de Tassis heredaría el cargo. El hijo mayor de Juan Bautista, Raimundo de Tassis (1515-1579), decide entonces instalarse en España y acabaría casándose con una dama española, Catalina de Acuña. El hijo de ambos, español por tanto, don Juan de Tassis y Acuña (1540-1607), llegaría a ser, realmente, el primer Correo Mayor de España. El rey Felipe III de España (1578-1621) le nombra incluso conde de Villamediana, y pasaría a ser ya alto funcionario de la corte española. Con él comienza la rama española de la familia Tassis. Sus otros primos, los Taxis, terminarían algunos por ser verdaderos alemanes o austríacos, manteniendo los antiguos acuerdos y privilegios con los Habsburgo de Austria.

Al fallecer Juan de Tassis y Acuña, su hijo pasaría a ser el siguiente Correo Mayor de España. Juan de Tassis y Peralta (1582-1622) acabaría siendo el prototipo de aristócrata español de entonces, poeta, burlón, donjuanesco y temerario, alguien que llegó a alcanzar fama en las letras, en los amoríos, en las justas o en las afrentas. Gracias al favor que le hiciera al rey Felipe IV con una amante, consigue del monarca su simpatía y poder tener acceso al Palacio Real. Pero Juan de Tassis no se conformaría sólo con eso... Llegaría a cortejar a la propia reina, Isabel de Borbón. Sus versos, llenos de sarcasmos y dobles sentidos, fueron muy valorados por sus contemporáneos. A la muerte del monarca español Felipe III, le llegaría a escribir este epitafio:

Queréis saber pasajero,
lo que este túmulo encierra;
hoy poca y humilde tierra,
ayer todo el mundo entero;
este es Felipe Tercero,
que no sabré decir yo
lo bueno que le sobró,
sino sólo de este modo,
que para tenerlo todo,
tener menos le faltó.

Sea por sus devaneos reales o personales, el caso fue que a Juan de Tassis y Peralta, paseando una tarde de agosto del año 1622 en su carruaje por la calle Mayor de Madrid, unos asesinos le asaltaron y le mataron vilmente. Así que sin descendencia directa, sus títulos, prebendas y beneficios pasaron a un primo suyo, Don Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, el cual continuaría siendo Correo Mayor de España. Sus descendientes mantuvieron el privilegio real, hasta que el rey Felipe V de España, en el año 1717, cancelaría el contrato del año 1505, pasando el monopolio del Servicio Postal a la Corona. La familia alemana continuaría por su lado con el privilegio imperial, llegando a ser nombrados príncipes por el emperador Leopoldo I de Austria en el año 1695, y ampliando entonces su apellido a Thurn und Taxis. Mantuvieron el acuerdo con el Sacro Imperio hasta el año 1812, fecha en que perdieron su monopolio porque el Sacro Imperio Germánico desaparecería para siempre de la mano de Napoleón. Sin embargo, como compensación, recibieron los Thurn und Taxis multitud de palacios y castillos por toda Alemania.

En Baviera, por ejemplo, por perder el Servicio Postal de ese reino alemán, les entregaron a cambio las antiguas estancias conventuales del Cabildo Imperial de San Emmeram en Ratisbona. El claustro románico-gótico del siglo XI de ese antiguo monasterio benedictino, es una maravilla del Arte arquitectónico medieval germánico. Actualmente la familia Thurn und Taxis es una de las más ricas familias de Europa. La condesa Gloria Schönburg (1960) llegaría a casarse en los años ochenta con el príncipe Joannes Thurn und Taxis (fallecido en 1990). En el año 2007 decidió la condesa Gloria Thurn und Taxis convertir el fabuloso Palacio de Ratisbona en un grandioso hotel para turistas. Todo un alarde por seguir manteniendo aquel espíritu hostelero de la antigua familia lombarda. Volvieron a sus antiguas actividades de Postas y Hostales, unas actividades que comenzaron hace más de quinientos años por la Europa renacentista y caballeresca de entonces.

(Imagen grabado de un carruaje de la Casa Thurn und Taxis, siglo XVII; Sello alemán conmemorativo del servicio de postas, con la imagen de Franz Von Taxis; Cuadro del pintor alemán Alberto Durero, El emperador Maximiliano I, 1519; Cuadro del pintor Juan de Flandes, El archiduque Felipe Habsburgo, 1500; Óleo del pintor español Pedro Antonio Vidal, Felipe III con su armadura, 1617; Cuadro de Velázquez, Isabel de Borbón a caballo; Retrato del rey Felipe IV, del pintor Velázquez; Grabado con la portada de las obras de Juan de Tarsis (Tassis), 1643; Cuadro del pintor español Manuel Castellano (1826-1880), Muerte del conde de Villamediana (Juan de Tassis y Peralta), 1868; Sello español conmemorativo con la imagen de Juan de Tassis y Peralta, 1991; Cuadro con el retrato del Príncipe Anselm Franz Thurn und Taxis (1681-1739), se observa el cuerno de las postas en su mano; Fotografías del Palacio Emmeram, en Ratisbona, de los Thurn und Taxis, Baviera, Alemania; Fotografía de la condesa Gloria Thurn und Taxis; Fotografía de un antiguo vehículo de la Casa Thurn und Taxis, utilizado para sus otros negocios de cervezas. Tanto el color amarillo, como el símbolo de la trompeta de postas, así como el apelativo Taxi para los viajes, provienen originalmente de esta antigua Casa; Imagen con el emblema utilizado por la antigua casa Tassis.)

7 de enero de 2011

La mente reflejada en un lienzo, el encuadre perfecto o el primer fotógrafo del Arte.



La aristocracia inglesa tiene entre sus altos honores la conocida Orden de la Jarretera, implantada en el año 1348 en Inglaterra por el rey Eduardo III. Una leyenda cuenta que una vez en palacio el rey bailaba con su suegra, la condesa de Salisbury, mientras tuvo la mala suerte ésta de perder una liga azul de su vestido, una prenda femenina que caería entonces al suelo ante la posible mirada intrigante y curiosa de todos. El rey, muy decidido, la recogería del suelo y se la colocaría él a sí mismo, diciendo así, irónicamente: deshonrado sea quién piense mal... Afirmaría después que haría de la jarretera -llamada así por ser la parte del cuerpo que lleva esta liga sujetada por una hebilla a la media- algo tan famoso que todos quisieran poseerla. Siglos más tarde un desconocido caballero inglés tuvo la fortuna de unirse en matrimonio con una importante, rica y poseedora además de tan deseosa orden inglesa, la única heredera del ducado de Somerset. Hugh Smithson (1714-1786) acabaría convirtiéndose así, gracias a su ilustre y noble esposa, en el primer duque de Northumberland -en su tercera creación a lo largo de la historia del ducado, antes había habido dos dinastías diferentes-. Y hasta llegaría Smithson a cambiarse su propio apellido, tan corriente, por el de su famosa esposa, Percy. Pero el duque consorte tendría una vez un hijo ilegítimo, James Smithson (1765-1829), alguien que sí volvería a utilizar aquel originario apellido, y que llegaría, con los años, a ser reconocido como famoso químico y mineralogista. A su muerte, decidió donar toda su fortuna a la recién creada nación norteamericana. Desde el año 1835 el gobierno estadounidense pudo disponer de toda aquella fortuna británica. Y con toda esa fortuna se crearía, en el año 1845, la famosa Institución Smithsoniana, una de las más importantes corporaciones museísticas y científicas del mundo.

Fue aquel afortunado duque Hugh Percy un mecenas de las Artes y las obras arquitectónicas. Contribuyó en el año 1740 a la construcción en Londres del puente de Westminster. Y patrocinaría además importantes pintores de la época. Uno de ellos lo fue el veneciano Canaletto (1697-1768). Este pintor italiano fue representante del llamado por entonces estilo Vedutismo, una tendencia pictórica paisajista y urbana con un marcado enfoque panorámico, casi precursora de lo que sería, un siglo después, la panorámica imagen fotográfica. En Venecia, Canaletto utilizaría la cámara oscura, un artilugio adaptado para obtener de la luz la mejor perspectiva conforme a una imagen panorámica proyectada. Sus matices, sus detalles y su original perspectiva le hicieron precursor de la imagen impresa en un lienzo... También, se anticiparía a crear en el exterior la obra de Arte, no en el interior de los estudios como era habitual entonces. Canaletto se marcha a Inglaterra en el año 1746, después de alcanzar una fama en Italia extraordinaria. Porque fue por entonces una guerra, la de Sucesión austríaca, lo que obligaría a los nobles ingleses a no poder visitar Italia.

Visitarla era una costumbre implantada por los nobles británicos para recorrer toda Europa, especialmente los países de mayor bagaje cultural y artístico, para adquirir así la formación cultural que su rango obligase. Esos viajes se denominaron el Grand Tour -precedente del turismo cultural-, y muchos artistas ingleses acabarían disfrutando de sus ventajas itinerantes en tiempos de paz. Canaletto se dedicó en ese tiempo de guerra en Inglaterra a pintar cuadros de encargo, y acabaría creando algunas excelentes obras de Arte panorámicas, unas creaciones de lo que mejor sabría él hacer, aunque en un estilo ahora menos grandioso que el de su etapa italiana. Pero, sin embargo, cuando regresa a Venecia en el año 1756 ya no pudo él siquiera conseguir entonces aquella técnica maravillosa que le habría encumbrado antes. No volvió a pintar igual y acabaría sus días repitiendo sus grandiosas obras de antes, como una copia imposible de lo que él una vez fuese. Curiosa metáfora para una personalidad artística tan fotográfica: que no pudiera más que duplicar -como un vil negativo fotográfico- su trabajo una y otra vez, perdiendo ahora luminosidad, grandeza y fuerza, además de todo aquel gran talento artístico, para siempre. Sin embargo, sus grandes obras maestras y panorámicas de antes, aquellas maravillosas pinturas dedicadas a su ciudad, aún brillan hoy en los museos y salones de todo el mundo. Con ello seguirá fascinando los ojos de todos los que ahora se asombren al mirarlas... Creyendo además estar asomados a una bella ventana intemporal, una panorámica ventana intemporal que de tan realista, fotográfica, grandiosa o impresionante, su propia imagen parezca ser ahora, así, la fiel reproducción fotográfica de esa misma imagen artística de antes...

(Cuadro de Canaletto, Londres visto a través de un arco del puente de Westminster, 1746; Retrato del primer duque de Northumberland, del pintor Joshua Reynolds, 1766; Retrato de James Smithson, 1786, autor desconocido, Galería Nacional de Retratos, Institución Smithsoniana; Óleo de Canaletto, Venecia, la Piazzetta mirando al sur; Óleo El río Támesis y Londres, 1748, Canaletto; Cuadro de Canaletto, La plaza de San Marcos, 1725; Cuadro de Canaletto, La plaza de San Marcos, 1734; El Gran Canal, Canaletto, 1738.)

5 de enero de 2011

La afrenta más romántica: el duelo, sus obsesiones y su inevitable solución.



El duelo, o enfrentamiento entre caballeros por una cuestión de honor, fue una práctica que comenzaría realmente a partir del siglo XV y duraría hasta finales del romántico siglo XIX. No tenía nada que ver con los legendarios antiguos torneos medievales, ya que éstos eran motivados por grandes causas bélicas o por los llamados juicios de Dios, enfrentamientos para nada motivados por asuntos o causas personales o más emotivas. Porque los duelos se caracterizaban por tratar de resarcir casi siempre el honor personal del agraviado. No se pretendía asesinar al ofensor, sino aceptar ahora el reto de morir antes de humillarse ante la terrible afrenta. Muchos podían llegar a ser los motivos que llevaran a retarse en duelo. Comenzaron a ser esos motivos el tratar de defender la dignidad del ofendido en asuntos personales de cualquier causa. Pero sobre todo a partir del advenimiento del Romanticismo empezaron a ser los lances amorosos los hechos más justificados para retar a un ofensor. El gran compositor ruso Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893) crearía en el año 1879 la música sinfónica para la famosa ópera Eugene Oneguin. Estaba basada en la novela del mismo título que el gran poeta ruso Aleksandr Pushkin (1799-1837) escribiese en el año 1831.

Cuenta la historia del atractivo Eugene Oneguin, vividor y seductor ruso de aquellos años románticos del siglo XIX, y de Vladimir Lenski, bohemio y joven poeta prometido a una hermosa y bella dama rusa. Ambos se harán muy amigos hasta que una tarde Lenski invitara a Eugene Oneguin a conocer a Olga, su hermosa y bella joven prometida. Con Olga convivía su hermana Tatiana, una mujer melancólica e impresionable que representaba bien el espíritu más romántico de la época. Todo lo contrario de la personalidad de Olga, que era una mujer alegre, optimista y divertida. Tatiana se enamoraría rápidamente de Eugene Oneguin. Acabaría escribiéndole incluso una carta declarándole ahora su amor. Pero Oneguin no estaba interesado en Tatiana sino en su comprometida y bella hermana. Le expresa Oneguin a Olga ahora, incluso públicamente, su impulsivo amor a ella. Así que Lenski, ofendido, se verá obligado a batirse con su amigo en un duelo mortal. Enfrentamiento donde Oneguin acabará matando, fatídicamente, a su amigo Lenski. Pero entonces Eugene Oneguin, abatido por completo, comprendiendo ahora su cruel y maldito destino, decidirá alejarse de todo marchándose a un largo, olvidado y expiado viaje por el mundo. Años después, de regreso en San Petersburgo, Oneguin es invitado a uno de los bailes del príncipe Gremin. En el saludo protocolario de la recepción Gremin le presenta a su joven, amada y bella esposa. La sorpresa de Eugene Oneguin es enorme al comprobar que la bella princesa no es otra sino su antigua despechada Tatiana. En ese momento comprendería Oneguin que es a ella a la que ama realmente, que siempre había estado, sin saberlo, enamorado de ella... románticamente. Pero ahora Tatiana ya no desearía lo mismo que entonces, a pesar, incluso, de reconocer ella poder quizás amarlo todavía. Él, sintiéndose derrotado, se marcharía ahora para siempre, acabando sus días resentido, amargado, triste y solitario.

Pushkin conocería a la joven Natascha Goncharova en el año 1830. Ella era por entonces una de las mujeres más hermosas de Moscú. Natascha, sin embargo, le rechazaría aquel año, pero, al año siguiente, acabaría él ya por fin consiguiendo su amor y su mano queridas. Años después un militar francés, Georges d'Anthés, intentaría descaradamente cortejar a la bella Natascha, la ahora joven esposa del poeta Aleksandr Pushkin. Inevitablemente, acabaría d'Anthés retándose en un duelo con el poeta Pushkin. Un lance dramático donde ahora, de un modo traicionero, le manipularían fatalmente el arma al escritor ruso. El más grande poeta ruso terminaría falleciendo un 29 de enero del año 1837. Su colega y amigo, el poeta y pintor ruso Lérmontov, trataría durante muchos años de hacerle justicia incluso escribiéndole al mismísimo Zar. Pero, todo fue inútil. Tan sólo pudo hacer Lérmontov aquello para lo que él estaba más preparado: escribir la poesía Muerte del Poeta en homenaje a su lírico y asesinado amigo romántico. Estos versos de Lérmontov son un pequeño fragmento de su obra:

Y entonces será inútil acercarse a la maledicencia:
Esta vez no los protegerá.
¡Con sus oscuras sangres no podrán lavar
la sangre cristalina del poeta!

Curiosamente el poeta ruso Mijaíl Lérmontov (1814-1841) acabaría sus días abatido también en un duelo, aunque en este caso por un motivo mucho más prosaico y ridículo que el de Pushkin. Un oficial del mismo ejercito ruso al que Mijaíl pertenecía, se sintió ofendido por un comentario sarcástico del poeta romántico. Éste decidiría entonces que se batiesen, pero que lo hiciesen ahora incluso al lado de un inclinado y mortal precipicio, para así poder morir aunque sólo se saliese ahora herido de la justa... La pasión de estos creadores románticos fue comparable a la de los entregados mártires cristianos de la antigüedad. Salvo que en esos casos románticos tan apasionados su dios -el de los seres románticos-, a diferencia del dios de los primitivos cristianos, sería ahora, sin embargo, la más impulsiva, inevitable, arrebatadora, infinita o subyugante manera de querer vivir y morir en este mundo.

(Óleo Duelo de Oneguin y Lenski, del pintor ruso Iliá Repin (1844-1930); Cuadro del pintor francés Jean-Léon Gérôme, Duelo después de un baile de máscaras, 1857; Retrato del pintor y poeta Mijaíl Lérmontov, del pintor Piotr Zabolotsky, 1837; Cuadro Pushkin, del pintor ruso Vasili Tropinin, 1827; Cuadro del pintor francés Gérôme, Mujer circasiana velada; Retrato de Natascha Pushkina, la esposa de Pushkin, obra del pintor Brulov; Óleo Tiflis, del pintor y poeta Lérmontov, 1837.)

Vídeo de la película Onegin, de 1998: