17 de noviembre de 2011

Todo y nada, o dos cosas que creemos, a veces, necesitar por igual.



Escribir es algo más que expresar ideas o contar algo, es descubrir, sorprendentemente, cómo las palabras surgen de las manos provocadas ahora por la irresistible y misteriosa, sobre todo misteriosa, fuerza mental inspiradora...  Sencillamente, como casi todo, se siente la gana de hacerlo, no se sabe muy bien por qué. Vivir es semejante a escribir. Hacemos las cosas sin explicación aparente. Probablemente no haga falta saberlo, pero desconcierta a veces el poco o ningún sentido que tienen. La conducta humana es muy curiosa y provoca a menudo o la carcajada más airosa o el silencio más atronador. Sin embargo, como casi siempre, nunca nos veremos a nosotros mismos, y ésto nos hará pensar, ¿por qué nos suceden las cosas sin la claridad con que otros las ven?


Nada es único, ni inmejorable;
sólo, a veces, parece que una rosa florece perfecta,
con pétalos irrepetibles.
La vida se repite siempre,
vulnerable,
lánguida y desmedida;
vaporosa y seductora.
La pérdida es ganancia con el tiempo,
con la inevitable cadencia de las vueltas.
La inspiración es creación azarosa,
describe partes de un completo epigrama inacabado.
La belleza se recrea en el momento,
el valor, en la impostura desagraviada;
el deseo, en la emoción involuntaria.
Pero, nada permanece indescriptible,
eximio ni doliente.
Todo se vuelve repetible, renacedor;
adolescente de nuevo.
Nada es único ni inmejorable.


Tras de cada uno se va creando todo;
orden y medida posibilitan la creación,
y ésta se perfecciona sola, sin reparos;
surge sin otra cosa que a través de sí misma.
Así todo se construye, se enlaza y se sostiene;
deambulando partes de un todo revelado.
Persistiendo por cada acoplamiento
decidido;
perviviendo por la necesidad de ser creado.
Resulta, a veces, bendecido o maldito,
dependiendo de los frutos
recogidos en su intento;
siempre es así todo, así vive,
así se representa la maravillosa
estela de la creación.
Así se da cita, a un tiempo,
el devenir de todo.


(Fotografía del Desierto del Sahara (Nada); Fotografía de una multitud en El Cairo (Todo), Egipto, 2011.)

9 de noviembre de 2011

La crisis última de todas, o una cierta deriva hacia la amoralidad del mundo.



Cuando un soleado día de verano del año 410 d.C. Roma se encontraba segura y confiada de su milenario mundo indestructible, el autoproclamado rey godo Alarico decidiría entonces asediarla, invadirla y asolarla como no se había hecho hacía siglos. Estos pueblos godos, que algunos años antes sólo eran bárbaras hordas desplazadas desde el noreste europeo, ahora, después de mezclarse y proclamarse incluso aliados de sus enemigos -de Roma-, acabarían desatando la oculta intención que les llevaba desde hacía tiempo: destruir la hegemonía romana saqueando el centro nuclear del imperio. Muchos siglos antes, en el año 451 a.C., cuando Roma empezaba a desarrollar el gran pueblo que anhelara ser, el Senado romano decidió enviar un grupo de magistrados a Grecia para conocer la maravillosa legislación avanzada de los atenienses. Estos consideraban ya el principio de igualdad ante las leyes, algo que el sabio griego Solón había llegado a compilar mucho tiempo antes incluso. Los romanos crearon así su famosa Ley de las XII Tablas, un código que establecía como normas lo que hasta entonces sólo eran costumbres milenarias. Pero, además se hicieron públicas para que  todos las vieran en Roma, por tanto, libre de malas interpretaciones interesadas u ocultas. Serían aplicadas a todos los ciudadanos sin distinción de ninguna clase. Llegaron a ser las bases del famoso Derecho romano. El gran político Cicerón llegaría a decir que los niños romanos aprendían su contenido de memoria casi. Durante el saqueo de Roma por el rey godo Alarico en  el año 410 d.C., las Tablas de las XII leyes romanas desaparecieron para siempre. 

Entonces el período oscuro de la Edad Media sobrevendría en Europa. Así que ahora cada desmembrado reino florecido por el declive romano establecería sus interesadas normas, y los valores grecorromanos, su mitología y sus virtudes clásicas, caerían poco a poco desde sus altos e inútiles altares. Aunque hacía casi ochenta años que el cristianismo había ocupado un lugar destacado en el imperio, todavía no alcanzaría a comprender la nueva religión el inevitable destino que, años después, asumirían sus líderes -los obispos- para preservar la herencia cultural y civilizadora romana, un bagaje moral que, casi sin querer -¿o no?-, los obispos llevaron también a su trágico fin. Los obispos ocuparon el lugar de los senadores romanos -unos más acertados que otros- y lograron transmitir algunos de los valores clásicos, fusionados, eso sí, con los bíblicos y teológicos de su fe. Desde siempre la moral había tratado de regular la conducta del ser humano consigo mismo y con los demás. Los griegos fueron los primeros que dieron nombre al concepto, se referían con él a la costumbre. Indicaba aquellas costumbres que fueran buenas o malas. Los filósofos griegos y romanos acabaron por darles forma, por tratar de interpretarlas y definirlas, cada uno según su pensamiento.

Y con las costumbres y las diferentes teorías filosóficas se condicionó el concepto moral, ya que dependía de las costumbres de cada pueblo, de cada región, de cada lugar o cada etnia. Acabaría siendo, por tanto, algo relativo. Hasta el Racionalismo del siglo XVIII la moral había sido tenida como una teoría de la conducta referida a las acciones, es decir, de aquello que se hace no de lo que se piensa: lo que se hace puede ser bueno o malo y, por consiguiente, moral o inmoral. Sin embargo, en ese periodo de la Edad Media surgiría un pensador curioso y valiente que se atreviera, mucho antes que lo hiciera Kant, a cuestionar el verdadero sentido moral. Pedro Abelardo (1079-1142) fue un escolástico francés que amaría tanto su filosofía como a su discípula Eloísa. Antes de que lo hiciera Tomás de Aquino, Abelardo simpatizaría más con las ideas de Aristóteles que con las de Platón. Estableció algo fundamental para entender la moral y la ética, teniendo en cuenta que en aquellos años -siglo XII- el pensamiento era teología moral y no reflexiones filosóficas. La ética trataba de las virtudes personales para tener una vida correcta y dichosa. Esta palabra -también de origen griego- hace referencia al carácter, frente a la costumbre del concepto moral.

Es más significativa la ética para entender la causa frente al hecho moral -el efecto- en sí mismo. Pedro Abelardo desarrollaría un pensamiento ético casi seiscientos años antes de que lo estableciera Kant con su concepto de imperativo categórico, ese imperativo de lo que debe ser entendido como fundamental, universal o incuestionable en la conducta humana. Para Abelardo la acción no es lo importante, la acción no tiene valor moral para el pensador medieval. Para éste -como después para Kant- el verdadero valor está en la buena o mala voluntad, en la intención, generalmente oculta y secreta del individuo. Lo que quiere decir que no hay acciones buenas o malas en sí mismas, sino acciones que proceden de la buena o de la mala voluntad. Había un ejemplo que el filósofo escolástico expuso en una ocasión: Una madre enferma y pobre no tiene siquiera ropas ni cuna en donde albergar a su bebé. Entonces, decidida a protegerlo, lo abrigaría entre su ropa y su propio cuerpo. Pero, exhausta y vencida por la enfermedad, cae sobre el cuerpo de su bebé asfixiándolo. La moral eclesial de entonces, para que sirva de ejemplo más que por la culpa personal, hace recaer en ella una penitencia. Abelardo se preguntaba: ¿No es sorprendente que los humanos den más valor a la realización de la acción, cosa que Dios no hace? Dios, que ve lo oculto dentro del corazón de cada uno, juzga sólo la intención, pero el hombre, que sólo ve la obra realizada -la acción-, juzga, sin embargo, la intención por la obra. Esto lleva al ser humano muchas veces a error.

Abelardo defiende que el valor moral reside únicamente en la intención, de ningún modo en la realización del acto. En el siglo XVIII se establecieron dos tipos de ética: la ética material y la ética formal, según tenga a lo moral como algo referido a las acciones o a las intenciones del sujeto, respectivamente. De hecho, salvo el discurso medieval de Abelardo, la moral referida a las acciones -la material- ha sido la moral que ha prevalecido desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII, llamada también ética de acciones, de hechos, de obras o de bienes. Fue el filósofo alemán Kant (1724-1804) el que iniciaría la ética formal. El pensador Kant nos dice: Sólo es buena -es ética- la buena voluntad. La buena voluntad no es buena por lo que ésta haga o realice, tampoco es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto, es buena sólo por querer serlo, es buena en sí misma. Cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.

Cuando uno de los coleccionistas de la corte del rey Felipe IV, don Pedro de Arce, decidiera encargar al pintor Velázquez una obra sobre tapices y mitología (Las Hilanderas), poco le faltaría a su majestad católica para desear también el cuadro. Así fue como el misterioso lienzo, también llamado La fábula de Aracné, sería fechado en las colecciones reales el mismo año en que se finalizó: 1657. ¿Qué quiso representar en este curioso cuadro el maestro Diego Velázquez? El pintor fue fiel a su tendencia pictórica, el Barroco. Esta tendencia primaba más lo vulgar o popular para mostrar algún tipo de concepto elevado. También anteponía el deseo de señalar lo importante en un segundo plano, tanto como utilizar la mitología para ensalzar alguna virtud. Por todo ello Velázquez consiguió alcanzar una genialidad nunca antes obtenida por otro creador en la historia del Arte.

Minerva era el nombre romano de la diosa Atenea griega. Fue una diosa fundamental del orbe clásico. Se asociaba con la sabiduría, la justicia, la destreza y las artes. Era hija de Zeus, el Júpiter romano. Cuenta una leyenda que Zeus, asustado por la profecía que anunciaba que el hijo de Metis estaría destinado a gobernar el mundo, acabaría devorando a esta ninfa para tratar de evitar que pudiera dar a luz a tamaño usurpador. Sin embargo, Zeus subestimaría los poderes de Metis, ésta no hizo sino provocarle fuertes dolores de cabeza. Zeus le pide a Hefesto que le golpee la cabeza hasta extraer de ella el doloroso engendro que portaba. Así nacería la inteligente Minerva, una diosa favorecedora en los conflictos bélicos siempre a favor de los griegos -en el caso de Atenea- o de los romanos. De ahí que se la represente, por su carácter protector, con un casco guerrero en su iconografía. Cuando los Argonautas, por ejemplodecidieron recorrer los mares esta diosa les guiaría el rumbo, les avisaría de los peligros y de las formas de salvarlos. Fue también diosa de la Belleza, pero entendida ésta como todo lo bueno y equilibrado del mundo, es decir, como todas las cosas buenas conocidas y creadas por el ser humano, no por la belleza como atracción física.

Según una leyenda romana existió una joven de Lidia, llamada Aracné, que afirmaba saber tejer tan bien que retaría a la mismísima Minerva -que había inventado la rueca de tejer-, para confeccionar el más bello y grande tapiz jamás creado. La diosa aceptó y ambas se pusieron manos a la obra. Hasta aquí el hecho era simple y justo,  y el resultado final despejaría claramente cuál sería el tapiz más hermoso. Pero los destinos inescrutables del universo no dejan que las cosas sean tan simples. Algo sucedería además: el conflicto. ¿Será esto, el conflicto, algo inevitable? La realidad es que Aracné guardaba otra maléfica intención oculta..., aparte de desafiar a los dioses, lo cual puede ser temerario o pueril, quiso ofender a la diosa. El tapiz que la joven lidia había confeccionado tenía escenas de los engaños que el padre de Minerva, el dios Zeus, había llevado a cabo para conseguir los favores sexuales de mujeres y diosas. La acción aquí estaba clara: un maravilloso tapiz bellamente tejido, aséptico en sí mismo, pero que, sin embargo, su intención con ello era ahora vil, ofensiva y ultrajante.

El genial Velázquez alcanzó a conseguir una de sus obras más misteriosas y elaboradas. Compuso en el lienzo dos escenas: una principal, cercana al espectador; otra secundaria, al fondo del cuadro. Sin embargo, están descolocadas ambas: la secundaria es realmente la principal y a la inversa. En primer plano se representa a la izquierda a una hilandera vieja, sabia de experiencia en su arte de hilar. Ésta es, disfrazada, la diosa Minerva. Se aprecia la diosa porque es una mujer joven no vieja; su pierna tersa y hermosa deja verla el gran artista español. A la derecha se sitúa una joven que no se le ve el rostro; ésta teje rápida y decidida, ensoberbecida casi, es Aracné. Pero, al fondo, en una enmarcación más reducida y lejana, casi desfigurada, se observa a la diosa -como ella es- y a la orgullosa joven lidia discutiendo. Detrás de ambas se sitúa el tapiz intencionado, el que Aracné había terminado de tejer antes. Éste es parecido a El rapto de Europa (Zeus convertido en toro rapta a la hermosa Europa), una obra del pintor manierista Tiziano, con lo cual el maestro español homenajea al gran artista renacentista. La diosa Minerva, ofendida por completo, acabaría convirtiendo a la joven tejedora en una araña para siempre.

En nuestra sociedad, a pesar de que la historia nos enseña cómo algunos clásicos valores deben ser protegidos siempre, sobre todo cada vez que un declive -una crisis tan general- se precipite por encima de sus murallas, sólo el código de justicia convencional establece, si acaso, la norma de conducta a seguir por todos. En estos momentos tan convulsos es, sin embargo, cuando más necesitamos desempolvar los oscuros desvanes de nuestro legado clásico más virtuoso. Hoy, cuando la sociedad sólo cuestiona la conducta -más allá de lo que sabemos que pueda perjudicarnos si cometemos un delito- al culpable exclusivamente por lo establecido en ese código -ya sea penal o civil, algo además que nadie conoce muy bien-, deberíamos recuperar aquel carácter de conducta virtuoso, aquel sistema de valores que pensaron otros antes -los que estuvieron aquí antes que nosotros-  y que por entonces sería la única, la más justa, la más inteligente, la más correcta, o la mejor forma de vivir en este mundo.

(Óleo del pintor español, sevillano, Diego de Silva y Velázquez, Las Hilanderas o la fábula de Aracné, 1657, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Sandro Botticelli, Minerva y el Centauro, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro El saqueo de Roma, 1890, del pintor francés Joseph Noël Sylvestre; Óleo Los favoritos del emperador Honorio, 1883, emperador romano indolente de Occidente que fue responsable del saqueo de Roma en el año 410 por el rey bárbaro godo Alarico, a partir de aquí el imperio romano declinó, del pintor inglés John William Waterhouse.)

29 de octubre de 2011

Podemos elegirlo todo, excepto dónde, cuándo y cómo nacer.



Existió en la Rusia profunda y zarista de mediados del siglo XIX un tintorero que, una vez, llegaría a echar de casa a su propia hija Bárbara al querer ésta casarse con un pobre y vulgar carpintero. Pocos años después, al enviudar Bárbara se vió obligada a regresar al hogar donde había nacido. Pero ahora llevando consigo a su pequeño hijo Alekséi Maksímovich Péshkov, conocido luego como Máximo Gorki (1868-1936). La infancia de Gorki fue un horror, un martirio que forjaría años más tarde al gran creador literario que fuera. En la casa de su abuelo las envidias y recelos surgieron de pronto frente a un posible nuevo heredero. Así, acabaría Gorki siendo maltratado por casi todos, pero especialmente por su abuelo, un ser violento, frustrado y lleno de amargura. Tal sería en su infancia el amor a la Literatura, que una vez llegaría a robar a su madre el poco dinero que costase un pequeño cuento de Andersen. Su madre le castigaría, pegándole incluso. Cuando su madre fallece, Gorki tiene once años y su abuelo lo obliga a trabajar ya fuera de casa. En uno de los muchos trabajos adolescentes que llegara a realizar, sucedió una noche que, en vez de cuidar de sus tareas, se distrajo leyendo viejos periódicos fatídicamente. La caldera, descuidada ahora por él, de pronto explotaría. Su patrona entonces le atizaría en la espalda de tal modo, con las ramas de un abeto, que tuvieron que extraer de su cuerpo hasta cuarenta y dos agujas puntiagudas del árbol.

Nuestra libertad potencial es casi completa, por no decir absolutamente completa. Podremos elegir irnos de un lugar, marcharnos o quedarnos. Podremos luchar o huir, si decidimos hacerlo, por aquello que pensamos ahora que más nos conviene hacer. Pero, también, podremos elegir quedarnos, elegir ahora continuar donde estamos..., porque, también, seremos libres de hacerlo. Del mismo modo, podremos hasta cambiarnos el nombre, o el color de nuestro pelo, o el olor de nuestro cuerpo... Podremos, si queremos, hasta cambiar nuestros orígenes; sí, llegar a ser otra persona diferente de la que nacimos. Generalmente, cuando cambiamos así, de ese modo tan radical, lo hacemos no tanto por nosotros mismos como, sobre todo, por los demás, por cómo los demás nos ven o nos condicionen. Porque es ahora cómo los demás nos ven o nos sientan lo que obliga a algunos seres a querer derivar en un cambio tan radical. Otras veces no. Otras elegimos cambiar porque nosotros queremos hacerlo, con independencia de lo que los demás opinen o quieran o condicionen nada. Es, sobre todo, cuando el cambio es interior más que exterior. Pero, en general, somos libres para elegir casi todo; no casi, sino todo. ¿Qué no podremos elegir, si queremos verdaderamente hacerlo? Muchos seres lo han demostrado en la historia. La fuerza de la decisión personal puede ser mayor que los propios adversos acontecimientos. Aunque éstos predominen a veces, siempre se puede volver a elegir, ya que la vida no es infinita ni permanente, ni odiosa siempre de por sí.

Pero, sin embargo, hay algo que no podremos elegir nunca. Es lo único. Hasta morir es posible elegirlo... Pero, nacer, no. Ni dónde, ni cuándo, ni cómo. Este es el misterio de la vida más subyacente de todos, si lo pensamos bien. ¿Por qué ahora?, ¿por qué entonces...?, ¿por qué aquí?, ¿por qué con éstos...?, ¿por qué de este modo...? No hay respuesta, ni la habrá. Estamos condenados en esto mucho más que en cualquier otra cosa del mundo. A veces a algunos seres, sólo algunos, la providencia les ha tocado parte de las alas de su destino, y han disfrutado así de un entorno maravilloso. Tuvieron la suerte de nacer así, de disponer entonces ese mundo... Otros ni siquiera sus alas pudieron volar, alegres o revoltosas, por un destino universal no ya excelente sino, al menos, sosegado y respetuoso. Pero, es que es así el único azar inexplicable, injusto y torticero de la vida. Entonces, sólo entonces, podremos acaso reelegir... Algunos maldiciendo de nuevo su reelección; otros luchando por querer hacer lo que soñaron antes, al comprender ahora la feroz diatriba desolada de sus vidas. Unos pocos -muy pocos- salvándose, si acaso, con lo que desde hace milenios el ser humano ideara: el Arte. La única cosa que transformará, tal vez, por completo, rehaciendo así un nuevo ser del todo, ahora sin connotaciones de lugar, ni de tiempo, ni de modo...

(Cuadro del pintor francés Marc Chagall, El Nacimiento, 1910, Suiza; Fotografía del escritor ruso Máximo Gorki; Óleo Amor Fraternal, 1851, del pintor francés clasicista William Adolphe Bouguereau, que tuvo la suerte de, a pesar de nacer en un ámbito conyugal enfrentado, ser enviado al cuidado y la educación de su tío, que le trató mejor y le envió incluso a estudiar a la escuela de Arte; Autorretrato, 1886, del pintor William Bouguereau; Cuadro del pintor Rubens, Nacimiento de Luis XIII, 1625; Óleo del pintor español Francisco de Zurbarán, Nacimiento de la Virgen, 1630, USA; Fotograma de la película Matar a un Ruiseñor, del año 1962, protagonizada por el actor Gregory Peck.)

Vídeo homenaje a la película Matar a un Ruiseñor, 1962:

25 de octubre de 2011

Una semblanza épica y romántica, un protagonismo femenino y una herencia europea.



A finales de la Edad Media, en pleno siglo XV, Europa comenzaría a consolidar, con sus luchas nobiliarias, algunos estados que la configurarían en su historia y que serían el germen de otros nuevos estados que, luego, se conformarían en los siglos venideros. Esas impenitentes luchas europeas, salvo en algunos pocos momentos de la historia, no cesarían en los siguientes casi cinco siglos sin embargo, lo que las convirtió en una de las historias más dramáticas y violentas que la humanidad haya tenido en su historia. Este debe ser ahora, quizás, el precio que esté pagando el sangrado continente europeo por sus antiguos pecados de juventud. Burgundia fue uno de los antiguos pueblos germanos que -situado al sureste de la Francia de finales del imperio romano- acabaría convirtiéndose en todo un gran ducado europeo -el ducado de Borgoña- hacia finales del siglo IX. Su feudo se mantuvo independiente gracias a la corona francesa, la cual prefirió disponer de un ducado rico y poderoso bajo su tutela real. Pero cuando los acontecimientos navegan azarosos en la historia acabarán por cambiar los deseos de los seres más poderosos, esos que dominan y quieren dominar aún más con sus conquistas. Y así fue como el primogénito de uno de aquellos duques belicosos, Carlos I de Borgoña (1433-1477), acabaría siendo apodado por los poetas románticos del siglo XIX como Carlos el Temerario, el Audaz o el Terrible.

No sólo se enfrentaría el duque a su propio padre, sino que quiso dejar de ser sólo duque para convertirse en todo un rey. Es ahora así la ambición, la lucha y la decisión sin medida, porque los retos que abordaría Carlos de Borgoña no necesitaron menos brío, él nunca lo dudaría y nunca se amilanaría además ante la terrible disyuntiva histórica. El lema de su escudo dejaba claro su deseo: Me atrevo. Cuando la corona francesa de entonces comprendiera la amenaza de este duque díscolo, supo que debía acabar con él como fuera y para siempre. De este modo el valiente duque, justo o no, pasaría a la leyenda como uno de los más ejemplares caballeros de la historia, un ser paradigmático de aquel movimiento romántico decimonónico de muchos siglos después. Demostraría su arrojo en batallas y asaltos. Y hasta acabaría ganando algunas. Pero en una frustrada ocasión bélica debió huir a uña de caballo de una de aquellas terribles luchas nobiliarias. La pequeña y medieval ciudad francesa de Beauvois tenía un gran interés estratégico para los que, como Carlos el Temerario, querían dominar el paso hacia la norteña región europea de Flandes. Por entonces las ciudades medievales eran unos recintos cerrados, estaban protegidas por fuertes murallas para evitar así el impetuoso e infame deseo de asediarlas. Carlos de Borgoña se atreverá en el año 1472, con ochenta mil hombres, a tratar de conseguir una de las más preciadas joyas del rey Luis XI de Francia. Pero, sin embargo, esa ambición fue su perdición. Porque el rey francés contaba además para aquella histórica ocasión con la impresionante ayuda de toda una extraordinaria mujer.

La gesta heroica de aquellas gentes de Beauvois sería épica en la historia. Sin soldados apenas para defenderla, cerraron sus puertas y, desde sus murallas y torres, el pueblo de Beauvois, hombres, mujeres y niños, lucharían todos juntos con denuedo para defender su ciudad. Una de ellas, Juana Laisnè, también conocida como Juana de Hachette -hachette, hacha en francés, por el uso que le daría ella a esa herramienta en defensa de su ciudad-, destacaría por su fiereza y decisión con su resistencia frente a los borgoñones de Carlos. Gracias a esta decidida defensa el rey francés pudo alcanzar a auxiliar la ciudad, obligando al duque de Borgoña a retirarse rápidamente. Y es de ese modo pintoresco como un pintor suizo, Eugène Burnand (1850-1921), plasma en un grandioso lienzo el momento en que el duque de Borgoña abandona, en un galope caballeresco y romántico, su malogrado atrevimiento de arrojo fallido. Fue hacia el final de la tendencia romántica del Arte, cuando todavía el pintor, entonces cercano al estilo Realista triunfador, quiso homenajear aún así -románticamente- aquellos valores que también sucumbieran, a finales del siglo XV, con aquel esforzado y temerario duque europeo. A la muerte de este noble borgoñón en el año 1477, el mundo occidental -Europa- entraría en una deriva social y existencial inevitable. Deriva que abandonaría -como Carlos abandonara por entonces aquel asedio- una forma de entender el honor, la dignidad o el sentimiento de nobleza más firme. Unos valores que, hasta entonces, habrían determinado tanto la forma de abordar la vida como los rígidos principios de vivirla.

A Carlos de Borgoña sólo le sobreviviría una hija, María de Borgoña, heredera de todos sus territorios europeos. Esta extraordinaria mujer contraería un histórico matrimonio. Se enlazaría con otro ambicioso noble europeo, Maximiliano de Austria (1459-1519), heredero también de un poderoso reino y, algo más tarde, de todo un imperio romano germánico. De su enorme prole de hijos, uno de ellos -Felipe de Habsburgo- acabaría siendo rey de España al casarse con una hija de los Reyes Católicos, la reina Juana I de Castilla. De esa herencia, también de esa temeridad y ambición de su bisabuelo, sobreviviría uno de los más grandes personajes históricos, europeos y españoles de entonces, Carlos V, el emperador y el rey. Éste quiso siempre evocar toda aquella caballerosidad anhelada de antes, cuando su bisabuelo recorriese Europa tan temerario como decidido. Aunque tan sólo pudo el emperador, a cambio, consolidar uno de los más grandes imperios que la historia haya conocido jamás. Como aquel otro Carlos, éste se atrevería, ganaría y perdería, pero comprendería además, con los años, que la ineludible senda de los acontecimientos acabará siempre superando cualquier deseo fugaz y afanoso. Y que así, como entonces, finalmente, todo se diluirá, poco a poco, en la insaciable y devoradora némesis de la historia.

(Cuadro romántico La fuga de Carlos el Temerario, 1894, del pintor suizo, realista e impresionista, Eugène Burnand, Alemania; Óleo realista, más prosaico, del mismo pintor Eugène Burnand, Bomberos camino del fuego, 1880, Alemania; Lienzo del pintor flamenco Roger van der Weyden, 1400-1464, Carlos el Temerario, 1464; Retrato de la heredera María de Borgoña, 1490, del pintor austríaco Michael Pacher, 1435-1498; Fotografía de la catedral de Beauvais, Beauvois, Francia; Cuadro Carlos V y su banquero Fugger, autor y datación desconocida, en él se observa al emperador Carlos V sentado, escuchando al banquero más rico de Europa entonces, Fugger, gracias al cual el emperador pudo financiar así gran parte de sus guerras y conquistas.)

17 de octubre de 2011

La eternidad y el Arte son lo único existente, que no dividen el tiempo en etapas.



En la antigua ciudad de Elea del sur italiano nació en el 530 a. C. uno de los más grandes pensadores griegos de todos los tiempos, Parménides de Elea, un sabio griego fundamental en la Filosofía. Definiría la realidad como una cosa única, compacta, inmóvil y de forma esférica. Para Parménides la eternidad tiene todo el sentido, pero no como algo lejano e infinito sino como una negación total del tiempo. La eternidad es -según el pensador griego- la absoluta identidad de lo real consigo mismo. De ahí la esfericidad, algo definido, que rodea el espacio de lo real, pero que no tiene un fin nunca, sin final por su absoluta falta de límites. Podemos andar y andar por una superficie esférica pero siempre volvemos al principio, siempre regresamos al mismo lugar de antes. Sin fin, pero tampoco sin principio. El escritor y dramaturgo anglo-irlandés John B. Priestley (1894-1984) estrenó en Londres en el año 1937 su obra teatral El Tiempo y los Conway. Se trata de un relato extraordinario, algo que nadie antes se había atrevido a representar: la vida de una familia en dos momentos temporales alejados justificando además la narración con una alusión a la precognición, es decir, a la anticipación sensorial de algo que sucederá tiempo después. También representa la esclavitud al tiempo ineludible, del cual no podemos escapar pero al que tampoco podemos culpar de nada, porque no existe, ya que todo lo vivido es lo mismo siempre, todo se vive en un único y grandioso momento permanente.

Se inicia la representación en el año 1919, menos de un año después de haber terminado el drama devastador de la Primera Guerra Mundial. Los miembros de una familia británica divagan sobre las nuevas oportunidades de vivir en paz de una vez para siempre. Nunca más volverá a suceder -se dicen-, ni tan pronto, algo tan horrible. Se muestran confiados y alegres. Continúa la obra teatral luego en otro momento temporal, justo cuando han pasado veinte años. En este otro momento, el prebélico año de 1937, todo ha cambiado en la familia desde aquel año 1919. Ninguno de los sueños maravillosos de entonces han sido posible para nadie. Y lo que ahora sobreviene es incluso peor. No han aprendido nada. Sin embargo, toda esta desgracia nueva fue preconcebida por uno de ellos en la lejana tarde de 1919. Es justo ahora, justo cuando el tiempo regresa veinte años atrás -en el último acto-, cuando finaliza, sorprendentemente, la obra dramática. Su autor se había basado en un curioso ensayo literario, Un experimento con el tiempo del escritor J.W. Dunne (1875-1949). Según este escritor, en nuestra vida solo somos conscientes del tiempo presente, del tiempo que estamos viviendo ahora. Tanto el pasado como el futuro son solo representaciones abstractas, o de la memoria o del inconsciente. Pero si la conciencia pudiera ser liberada o desatada, ¿qué pasaría entonces? En los sueños, esos periodos de dominio del inconsciente, es cuando se simultanea el pasado, el presente y el futuro, es decir, cuando sucede todo en un mismo instante temporal.

La sucesión del tiempo lineal es una recreación -por tanto algo subjetivo- de la conciencia humana. Por otro lado, ¿qué es la intuición? Ésta no tiene una explicación científica ni racional. Su causa, el porqué de la intuición, su motivo, se ignora por completo. Sólo se sabe luego el resultado de esa intuición, es decir, solo podremos saber que eso -lo que presentimos antes- pueda suceder luego en algún momento dado, pero no podemos probarlo antes de que haya sucedido. ¿Por qué entonces la intuición? Porque no hay con la intuición una causa real que la justifique, por tanto, si no hay causa, no hay tiempo realmente. Esto es la sincronicidad, el hecho raro de que dos sucesos estén vinculados entre sí pero sin relación directa entre ellos, sin explicación racional, sin causa formal, como si el tiempo no obligara a que exista un antes y un después para explicarlo. Es por esto que la esfericidad del filósofo griego nos ayuda a entender algo este fenómeno. Es el hecho de que toda nuestra vida se concentre en un único espacio abierto y cerrado a la vez, de ida y vuelta, de causa y efecto, algo predecible pero también del todo aleatorio. Que si el tiempo en esa esfera existe es en su localidad no en su globalidad. Así es, quizá, como podamos escapar de la angustia del tiempo y su terrible esclavitud existencial. Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870) fue uno de los tantos pintores españoles desconocidos en la historia. Romántico por etapa y estilo, vivió sin embargo en el apogeo de la influencia artística del genial Goya. Fue el aura del maestro lo que ensombreció su fama. Pero consiguió reflejar en su pintura dos cosas decisivas en el Arte: la capacidad de sublimar -como hiciera Goya- cualquier crítica de la sociedad, y, por otro lado, ser un maravilloso precursor del Impresionismo. Como en la obra dramática de Priestley, el pintor Lucas Velázquez nos ayuda a comprender que, aunque no queramos, no estamos sino esclavizados por el tiempo. Sujetos a algo que deviene en lo mismo siempre: repetir nuestros errores. Siendo autocomplacientes pensando que las cosas y los sucesos que nos pasan cambiarán con el tiempo, a mejorar porque sí. Esa es nuestra terrible condena: ni entender que el tiempo no existe ni comprender que lo que nos salva es nuestra capacidad de aprender y avanzar como si la vida y el tiempo no fuesen más que un mero juego de palabras.

(Cuadro Un Mundo, de la pintora catalana Ángeles Santos, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid; Óleo del pintor andaluz Guillermo Pérez Villalta, Esfera con escaleras, 1986, particular; Obra del gran pintor surrealista René Magritte, Eternidad, 1935; Representación del Uróboro, símbolo de la eternidad, serpiente que se muerde la cola; Grabado del artista holandés Maurits Cornelis Escher, 1898-1972, Mano con esfera reflectante, 1935; Óleo del pintor español Eugenio Lucas Velázquez, Sábado con desnudos, siglo XIX, Madrid; Extraordinario lienzo del pintor Eugenio Lucas Velázquez, Encadenados, siglo XIX, Madrid.)

12 de octubre de 2011

El recuerdo más épico recompone los pedazos perdidos u olvidados de nuestro atribulado espíritu.



Aquel reconocido periodista español decimonónico -Mariano de Cavia- llevaría a nominar luego un premio para los que consiguieran escribir artículos que llegaran ahora más allá de lo que, objetivamente, comunicaran con ellos entre sus páginas. El premio Mariano de Cavia se concede en España desde el año 1920 para aquellos periodistas o escritores que, con sus artículos publicados, hayan alcanzado parte de aquella excelencia literaria. En el año 1926 se concedió el premio a un artículo publicado el día 12 de octubre en el diario ABC de Madrid y titulado El triunfo de las Carabelas. Estaba firmado por Manuel Siurot Rodríguez, un pedagogo sevillano nacido en la pequeña localidad de la Palma del Condado, provincia de Huelva, y que habría dedicado toda su vida a la enseñanza y a la divulgación cultural.

Es de destacar aquel homenaje por la noble, desinteresada, loable y extraordinaria vida de esfuerzo y dedicación del tan eximio pedagogo andaluz. Del mismo modo, homenajear también ahora la ingente tarea que España desarrollaría en América para educar a los nativos y a sus hijos, y a los hijos de los de aquí que luego siguieron allí. Esta gran labor cultural fue realizada -a veces con una iglesia útil poco reconocida- por España en América durante casi cuatrocientos años seguidos. Actividad educativa nunca superada por ninguna otra nación que hubiese descubierto o conquistado o colonizado tierra alguna desde el alba de los tiempos históricos.

El Triunfo de las Carabelas

En el amanecer luminoso de aquel 12 de Octubre, la Santa María, de Colón; la Pinta, de Martín Alonso, y la Niña, de Vicente Yáñez, han tocado con sus proas la tierra del Nuevo Mundo. La mañana tropical del golfo sonríe en las aguas azules, en la limpieza del cielo y en la alegría de la selva virgen. España acaba de romper la barrera infranqueable que habían construido el miedo y la ignorancia, aprovechándose de la inmensidad del mar. Esa felicidad, que sonríe en el seno de la mañana augusta, es un obsequio de la Naturaleza a los tres barcos triunfadores, que son los tres maestros más grandes de la Geografía Universal.

El espíritu creador de la Patria española contrae en ese momento nupcias con América cobriza, la inocente, la bella. El sacerdote de ese matrimonio es Dios, y son testigos el cielo, el sol, el mar y aquellos marineros españoles que, desde la democracia de sus vidas, han escalado la cumbre más alta del honor. La Historia estaba celosa de la Poesía, y, con un puñado de hombres de carne y hueso, escribió un poema más grande y más luminoso que todas las invenciones de la leyenda.

Luego viene Cortés, y quema en la candela de sus naves una resina olorosa y nueva, que es el incienso de la Patria al inmolarse voluntariamente ante el altar de América. Viene Pizarro, que no sabe leer, y civiliza un mundo, crea un imperio más grande que Europa, y, en la noche ecuatorial, ha visto aquella Cruz del Sur, cielo novísimo, descubierto por él; cruz de brillantes, que relampaguean misteriosos como espléndida joya sideral, que era el regalo que Dios hacía en las bodas de España con América.

Y vienen Ponce de León, Balboa, Grijalba, Solís, Ocampo, Álvaro Núñez, y mil más legionarios del heroísmo y patriarcas de la civilización. Por todos la Patria del solar castellano, del poema del Cid y del Romancero, la que supo romper en la frente de almorávides, almohades y benimerinos de la soberbia de las dominaciones con el martillo de la austeridad; la España de los Fueros, de los Municipios y de las iluminaciones teológicas, trabaja en la alfarería creadora de los mundos, y al dilatar meridianos y paralelos surge el planeta definitivamente perfecto, según las leyes de la geografía de Dios.

Ahora, lo mismo que el 3 de Agosto, mis discípulos recogen esta emoción, que va llenando sus almas y perfumando sus ideas. Es el salmo de la Patria, que debe semitornarse con todos los calores y dulzuras del amor. Les digo: Para que el amor de la Patria sea perfecto ha de tener alas en su misticismo, y herramientas en su acción. Amor que no sabe volar no es amor, y, por otra parte, amor patrio que no tiene una palabra, un libro, un arado, un martillo y un cansancio de labores generosas, es un sustantivo sin substancia.

Aquellos españoles de la epopeya tenían alas y tenían instrumentos; eran místicos y trabajadores; estaban iluminados de ideales, y tenían los pies perfectamente puestos en la realidad de la vida. Este día es un grande orgullo de la Historia, y debe traer para la juventud de España y América el serio propósito de volar por el mundo de las ideas, llevando bajo las alas el instrumental práctico de la civilización.

Pero es preciso, para volar por fuera, volar primero sobre nosotros mismos en la meditación de nuestro propio destino; porque no hay ni uno solo de los jóvenes hispanoamericanos que no tenga un 12 de Octubre a que llegar en su vida; un posible 12 de Octubre, que es la revelación completa de la personalidad. A ese momento glorioso no puede llegarse si no copiamos de la Rábida, que es la cátedra más fuerte del genio español, la sencillez franciscana, la entereza maravillosa del carácter, y la generosidad, que sale limpia de todos los juicios históricos; si no nos embarcamos en las tres carabelas de nuestra memoria, entendimiento y voluntad; si no nos lanzamos al mar de la vida para vencer las tempestades atlánticas y la de los hombres, y si no estamos vigilantes para ver en la aurora del día milagroso la América que todos llevamos por descubrir en nuestra alma.

Manuel Siurot.

(Artículo publicado de nuevo en el periódico ABC de Madrid el día 12 de abril de 1927, como homenaje al premio Mariano de Cavia de 1926, concedido a Manuel Siurot Rodríguez en el año 1927.)

(Fotografía de estatua de Cristóbal Colón en el Monasterio de Santa María de las Cuevas, Sevilla, hoy convertido en Museo de Arte Contemporáneo; Fotografía de la misma estatua con el pedestal y su leyenda: A Cristóbal Colón, en memoria de haber estado depositadas sus cenizas desde el año 1513 a 1806 en la iglesia de esta Cartuja de Santa María de las Cuevas (Sevilla), erigido en 1887; Óleo del pintor francés Ferninand-Victor-Eugene Delacroix, 1798-1863, Colón y su hijo en La Rábida, 1838, USA; Cuadro Vista del monumento a Colón, del pintor andaluz Picasso, 1917, Museo Picasso, Barcelona; Cuadro El descubrimiento de América, 1959, del pintor catalán Dalí, USA.)

11 de octubre de 2011

Una redacción salvó un museo de Arte, nos salvó a todos hace más de cien años.



A mediodía del dieciocho de julio del año 1891 se llegaría a producir en Madrid algo por lo que muchos españoles temblaron de pánico por entonces. Un pequeño incendio se declararía en el Museo del Prado madrileño. Afortunadamente pudo controlarse pronto y las joyas del mundo del Arte no sufrieron ni siquiera su calor. Pero sólo tres días después -¡horror, sólo tres!- un incendio se produciría en el Museo del Prado de nuevo. También, afortunadamente, sólo fue un intento fortuito y lamentable, algo que no llegaría a más. Se había propagado el fuego por una de las estancias más importantes del Museo entonces, la llamada Gran Sala de la reina Isabel II. En los años del triunfo racionalista, académico, científico e ilustrador del siglo XVIII el gran rey español Carlos III promovió, gracias a unos ministros eficaces, la construcción de un grandioso edificio para albergar instituciones académicas y científicas que, por entonces, proliferaban por las cortes europeas ilustradas. El edificio, diseñado por el arquitecto español Juan de Villanueva, tenía el estilo propio de su momento artístico, un neoclasicismo racional embellecido además por sus grandiosas columnas toscanas, un estilo requerido por las nuevas formas y maneras con las que se identificaba la época. Para cuando la gran obra finalizaba el rey Carlos III no pudo ya verla. Pero el monarca español no sería el único que no pudiese verla terminada para lo que originalmente fue diseñada. Nunca se pudo inaugurar para lo que aquellos hombres ilustrados quisieron hacerlo. La pronta guerra de la Independencia frente a Napoleón durante los años 1808 al 1813 la convertiría en un cuartel improvisado para los franceses. Además, las planchas de plomo de sus tejados neoclásicos dejarían de ser una protección a lo que pudieran albergar entonces. Todas esas planchas de plomo se acabarían convirtiendo en balas de armamento.

Años después de finalizar la guerra el nuevo rey Fernando VII -motivado por su esposa Isabel de Braganza- impulsaría la remodelación de aquel grandioso edificio de Villanueva en otra cosa. En el año 1818 desearon el matrimonio regio utilizar ese magnífico lugar para custodiar todas las maravillosas obras maestras de la pintura universal acaparadas durante siglos por la corona española. Con los años se ampliaron varios recintos anejos al edificio principal, hasta que se terminara un área central absidial en el año 1853 durante el reinado de Isabel II. Entonces se decidiría dedicar ese espacio para una nueva sala que concentrase todas las grandes obras maestras. Este extraordinario lugar situado en una planta principal -lo que permitiría observar además las estatuas grecorromanas de la planta inferior-, concentraría por entonces una maravillosa muestra de Arte, muy variada y mezclada, de la más alta generación artística nunca resguardada en parecido espacio museístico jamás. Un crítico español de entonces llegaría a decir de ese lugar: Rafael y Velázquez juntos; Rubens y beato Angélico; Tiziano y Ribera, etc..., todos en nefando contubernio, se perjudican de modo deplorable y sería menester tener la retina de bronce para no sacarla herida de la contemplación de tales contrastes. Lo lógico, lo natural, lo indispensable es arreglar los cuadros en orden cronológico, exponiendo juntos los de un mismo autor y después los de sus discípulos, que es el modo de hacerlos lucir más. El barullo actual es bochornoso.

Cuando se celebraron los homenajes por el tercer centenario del nacimiento del gran Velázquez durante el año 1899, el Museo del Prado sustituyó aquellas pinturas inconexas por una selección de obras maestras de este genio sevillano del Arte barroco. De ese modo pasarían gran parte de sus obras a la Sala de Isabel II. Entonces nadie protestó, tan merecido respeto traería a todos el encumbramiento del Arte español de la mano de uno de sus más grandes, creativos, originales y geniales pintores. El Liberal fue un periódico español que se editaría por primera vez en Madrid en mayo del año 1871. De marcado progresismo para el momento conservador de entonces en España, defendía una nunca vista libertad de prensa con rigor, imparcialidad y amenidad periodística. En ese diario se publicaría en noviembre del año 1891 un artículo que llevaría a muchos lectores a alarmarse, corriendo incluso, en aquella fría mañana madrileña hacia el Museo del Prado. Escrito por uno de los mejores redactores tenidos entonces en España, no se le ocurrió otra cosa mejor al periodista madrileño que, desde la más fina ironía, llegar a las conciencias de todos los españoles para evitar lo que, según él creía, algún posible y fatídico día pudiese llegar a ocasionar la más trágica emoción universal que pudiera producirse...  Escribió por entonces, entre otras cosas, esto:

A las 2 de la madrugada, cuando ya no nos faltaban para cerrar la presente edición más que las noticias de última hora que suelen recogerse en las oficinas del Gobierno civil, nos telefoneaban desde este centro oficial las siguientes palabras, siniestras y aterradoras:

- El Museo del Prado está ardiendo.

La premura del tiempo y lo angustioso de las circunstancias nos impiden entrar ahora en pormenores acerca de la fundación del Museo de Pinturas, ni en la descripción de sus espléndidas salas, ni en las reseñas de sus riquísimos tesoros.

Tiempo nos quedará -si la jettatura del señor Cánovas no acaba con todos los españoles de una vez- para recordar a la patria lo que a estas horas está perdiendo, como lo pierden también la Humanidad y el Arte, por culpa de la imprevisión oficial.

Sí; la maldita y sempiterna imprevisión de nuestros gobiernos ha sido el origen de esta tristísima catástrofe. Parece ser que el fuego se inició en uno de los desvanes del edificio, ocupados, como es sabido, a ciencia y paciencia de quien debía evitarlo, por un enjambre de empleados y dependientes de la casa.

Un brasero mal apagado, un fogón mal extinguido, un caldo que hubo que hacer a media noche, una colilla indiscreta... y ¡adiós Pasmo de Sicilia!, ¡adiós cuadro de las Lanzas, ¡adiós Sacra Familia del Pajarito!, ¡adiós Testamento de Isabel la Católica!, ¡adiós, Vírgenes y Cristos, Apolos y Venus, héroes y borrachos, reyes bufones, diosas de Tiziano y anacoretas de Ribera, visiones de Fra-Angelico y desahogos de Teniers!

El incendio está en todo su horrible apogeo, y el Museo del Prado, gloria de España y envidia de Europa, puede darse por perdido. Con lágrimas en los ojos, cerramos apresuradamente esta edición, reproduciendo la siguiente carta que nos envían desde el sitio del siniestro:
"Amigo y Director: Creo que, para ser esta la primera vez que ejerzo de reporter, no lo hago del todo mal. Ahí va, en brevísimo extracto, la reseña de los tristes sucesos...que pueden ocurrir aquí el día menos pensado.

Tuyo,"
Mariano de Cavia.

(Extracto del artículo La catástrofe de anoche, del periodista Mariano de Cavia, publicado en el periódico El Liberal de Madrid el 25 de noviembre del año 1891).


(Fotografía del Museo del Prado, con la estatua de Velázquez; Óleo del pintor flamenco David Teniers, El archiduque Leopoldo en su Galería de Pinturas en Bruselas, 1650; Óleo El Pasmo de Sicilia, del pintor del renacimiento italiano Rafael Sanzio, 1516; Cuadro Un Anacoreta, siglo XVII, del pintor español José de Ribera; Cuadro del pintor sevillano Murillo, Sacra Familia del Pajarito, 1650; todas estas pinturas ubicadas en el Museo del Prado, Madrid, España.)

6 de octubre de 2011

Un gran país originario de una gran nación: una historia, un desencuentro y un destino común.



La nobleza fue un premio social ofrecido por los reyes para aquellos súbditos que habrían contribuido a obtener algún logro especial que beneficiara a la corona o a su pueblo. En España hubo momentos donde los reyes fueron más dadivosos, o más oportunistas, y otros en que lo fueron menos. Uno de esos momentos donde se entregaron más títulos nobiliarios en España fue a mediados del siglo XIV, cuando el entonces rey Enrique II de Castilla -el hermano bastardo del legítimo rey Pedro I- prometiera favores a hidalgos o caballeros de baja estirpe si le apoyaban en su lucha por la corona en el año 1369. Uno de esos señores lo fue García Álvarez de Toledo (1335-1370). Había sido nombrado por el rey legítimo, Pedro I, capitán mayor de Toledo para defender la ciudad frente a las tropas de su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. Pero decidió cambiar de bando para seguir manteniendo sus privilegios y obtener así los señoríos de Oropesa y de Valdecorneja. Muchos años después uno de sus herederos, Hernando Álvarez de Toledo y Sarmiento (? -1464), señor de Valdecorneja, sería nombrado por el rey Juan II de Castilla primer conde de Alba de Tormes.

Un hijo de Hernando, García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo (? -1488), aprovecharía la necesidad  de premiar de otro monarca castellano necesitado de apoyos. El rey castellano Enrique IV le acabaría ofreciendo en el año 1472, gracias a su fidelidad frente a su hermana Isabel (la pretendiente y futura reina Católica), ampliar su condado de Alba a ducado. Este título nobiliario español, ducado  de Alba, fue desde entonces el más importante de España por grandeza, número de títulos otorgados y heredados así como por patrimonio e historia. Uno de los más grandes duques de Alba habidos en la historia de España lo fue el tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582). Llegaría a ser un gran militar y estratega al servicio tanto del emperador Carlos V como del rey Felipe II. Sin embargo, las dinastías nobiliarias no se mantendrían siempre en línea directa -sin interrupciones de sangre- a lo largo de su existencia. En el caso de la Casa de Alba han habido tres dinastías diferentes, tres familias distintas que han cambiado la posesión de dicho ducado o por falta de descendencia directa o por falta de heredero varón. La primera dinastía, los Álvarez de Toledo, se acabaría en el año 1755 cuando el décimo duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva (1662-1739), sólo tuviera una hija como heredera, María Teresa Álvarez de Toledo y Haro (1691-1755). Al casarse ésta con un importante aristócrata, Manuel de Silva y Haro (1677-1728), este noble español obtuvo así para su familia -los Silva- la nueva dinastía aristocrática de Alba.

La siguiente, tercera y última dinastía, se produjo a la muerte de la XIII duquesa de Alba, Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo (1762-1802). Esta mujer no tuvo descendencia. El título pasó entonces a la rama de una de sus tías, María Teresa Silva y Álvarez de Toledo (1718-1790), una mujer que se había casado con un aristócrata francés, aunque de origen bastardo de la realeza británica, Jacobo Fizt-James Stuart y Ventura Colón de Portugal (1718-1785). Uno de sus descendientes, Carlos Fizt-James Stuart y Fernández de Híjar-Silva (1794-1835), continuaría la nueva línea dinástica como decimocuarto duque de Alba. Luego se sucedieron los varones hasta llegar al XVI duque, Carlos María Fizt-James Stuart y Portocarrero (1849-1901), abuelo de la actual duquesa de Alba. Después el ducado lo heredaría el padre de ésta, XVII duque, Jacobo Fizt-James Stuart y Falcó (1878-1953). La actual duquesa (año 2011) llegaría a contraer un primer matrimonio en el año 1947 con el descendiente de un contable del ejército español del rey Carlos IV.

A veces los títulos no se ofrecían por razones bélicas sino por servicios a la Corona, fuesen por razones políticas o sociales. Así fue como al hijo de ese contable, Carlos Martínez de Irujo y Tacón (1765-1824), se le otorgaría en el año 1803 el Marquesado de Casa-Irujo. Y es la curiosa historia de este alto funcionario la que nos lleva al sentido histórico de este artículo. Después de estudiar en Salamanca es nombrado secretario de embajada en Holanda y luego en Londres. Aquí aprendería el idioma inglés y algunos conocimientos de economía. Pero el nombramiento más importante le sucede en el año 1796 cuando es nombrado embajador en la reciente nación norteamericana. En Pensilvania, entonces capital de los iniciales EE.UU, viviría y trabajaría Carlos Martínez de Irujo defendiendo los intereses de España hasta el año 1807. Durante este período sucede en los Estados Unidos  uno de los hechos más curiosos de la diplomacia española en la nueva nación norteamericana.

Entre los años 1801 y 1805 fue vicepresidente de los Estados Unidos de América Aaron Burr (1756-1836). Personaje controvertido, tuvo que abandonar el cargo en el año 1805 por problemas judiciales y pronto acabaría hasta arruinado. Motivado quizá por sus deudas no se le ocurrió otra cosa que conspirar contra su gobierno para crear otra nación americana en los territorios del oeste y del sur de los Estados Unidos, es decir, en lo que por entonces era parte de la Nueva España o el Méjico español. Esa época, primeros años del siglo XIX, fue además muy convulsa en la historia de España. El inmenso territorio del Virreinato de la Nueva España era codiciado tanto por la nueva nación estadounidense como por los británicos o los franceses; pero, también por la incipiente rebelión de los oportunistas criollos mejicanos, unos españoles nacidos allí que creyeron encontrar su propia salvación económica con la independencia de España. Tres años después España se vería obligada a defender su virreinato luchando además en Europa contra el feroz, potente y cruel ejército de Napoleón.

Aaron Burr fue un político estadounidense desalmado, un personaje taimado que había adquirido además territorios en la región de Tejas, al norte del virreinato mejicano. El presidente norteamericano de entonces, Jefferson, conseguiría denunciarlo por traición. Sin embargo, Burr se defendería bien de esas acusaciones y conseguiría salir indemne de los cargos presidenciales. Llegó a mantener antes de eso una correspondencia comprometida con el embajador español Martínez de Irujo. El objetivo de Aaron Burr era derrocar al imperio español en norteamérica y constituir un nuevo Estado. La relación con el embajador español fue sorprendente ya que ¿cómo podía participar un embajador español en tamaña barbaridad para su propio país? Aunque Martínez de Irujo alcanzó fama en los EE.UU como amigo del conspirador Burr, nunca se pudo demostrar ninguna traición a su patria en aquellos hechos. Quizá conocía los deseos revolucionarios de los criollos novohispanos y quiso contrarrestarlos con algún tipo de apoyo estadounidense. Pero le salió mal en cualquier caso. Fue destituido de la embajada norteamericana y destinado en el año 1809 a Brasil, donde contribuyó a promover la defensa del virreinato del Rio de la Plata -actual Argentina- de los independentistas criollos argentinos.

La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.

En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca,  sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.

(Óleo del pintor mexicano Gerardo Murillo, El Paricutín, 1946, México, representación del volcán del mismo nombre situado en el estado mexicano de Michoacán; Cuadro del pintor español Arturo Souto Feijoo, Iglesia y jardines de Acolmán, México, 1951, Santiago, España; Retrato del III Duque de Alba, 1549, del pintor Anthonis Mor; Grabado del primer Marqués de Casa-Irujo, siglo XIX; Fotografía del XVI Duque de Alba, Carlos María Fitz-James Stuart Portocarrero, siglo XIX; Óleo del pintor francés Adolphe Jean-Baptiste Bayot, Ocupación de Ciudad de México en 1847 por EEUU, 1851; Fotografía del Palacio Presidencial mexicano, antiguo Palacio virreinal, Plaza del Zócalo, Ciudad de México, 1996; Fotografía de la Avenida de la Reforma, Ciudad de México, 1997; Fotografía de la iglesia de la ciudad de Taxco de Alarcón, Estado de Guerrero, México, estilo barroco colonial español, 1997; Fotografía del Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1996; Imagen fotográfica de la plaza del Zócalo en la capital mexicana, 1996; Cuadro de Frida Kahlo, El abrazo de amor del Universo, de la Tierra -México-, Yo, Diego y el señor Xo, 1949, México; Cuadro de David Alfaro Siqueiros, Caminantes, México; Fotografía de la ciudad de Dolores-Hidalgo, Estado de Guanajuato, México, estatua del cura Hidalgo y su grito de independencia, 1997; Fotografía de la entrada a una vivienda en la población mexicana de Tecozautla, Estado de Hidalgo, México, antigua puerta y entrada original del siglo XVIII de una casa novohispana, 1997.)