16 de diciembre de 2011

El Arte como anticipación, como reivindicación o como sentido del mundo.



Cuando la Revolución Francesa llegó a su máximo momento de tensión durante el año 1793, uno de sus personajes más devotamente revolucionarios lo fue el radical Jean-Paul Marat (1743-1793). A su inteligencia y capacidad política acompañaba una feroz, despiadada y cruel personalidad jacobina. Entendió, quizá antes que nadie en la historia, la extraordinaria fuerza del pueblo y sus masas para conseguir los propósitos ideológicos más personalistas, arribistas o temibles que una mente humana pudiera concebir. Su carismática influencia llegaría a ser tan poderosa y decisiva que pocos llegaron a superarle en retórica populista. Porque él, que había argumentado contra la pena de muerte años antes, no tuvo ninguna duda en aplicarla luego al mismísimo rey Luis XVI y a sus defensores y partidarios. Fue así como, a finales del siglo XVIII, Marat quiso conseguir el mayor y más radical cambio social posible para una mitad de la sociedad, sin contar para nada con la otra mitad opuesta. El gran pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825) alcanzaría, con su estilo neoclásico, conseguir crear obras de Arte esplendorosas, propias del momento histórico que le tocó vivir. Partidario de las nuevas ideas de cambio y progreso que inspiraron inicialmente la Revolución, acabaría acercándose luego demasiado a personajes radicales y furibundos, como fueran Robespierre y Marat. Amigo de ambos, terminaría siendo el pintor oficial del primer movimiento revolucionario francés. Había pintado al primer mártir que la Revolución tuviera, Louis Michel Le Peletier, un abogado y jurista jacobino que fue asesinado el 21 de enero de 1793 por los enemigos de esa Revolución. Así que cuando Marat apareció tiempo después asesinado en su propia bañera, llamaron al pintor David para que inmortalizara ese momento trágico, tal y como había hecho antes con Le Peletier.

Había que encumbrar ahora, con esa muerte heroica, trágica y clásica, la figura divina del gran defensor y prohombre de la Revolución. Su amigo David lo pinta de modo magistral, enmarcado Marat con los símbolos que glosarían su sacrificio revolucionario. Un sacrificio profano pero, también, un sacrificio divino al fin y al cabo. Como alguno de aquellos geniales cuadros clásicos que hubiese visto años antes en la Roma renacentista y cristiana, ahora el neoclásico David deseaba representar del mismo modo al malogrado Marat, como un nuevo mesías caído por la gloria de la Revolución francesa. La figura del asesinado dispone en el cuadro de David de los matices de un Cristo abatido, donde ahora la dolorosa es su letal pluma y su bañera acogedora, matizada además de lienzos blancos y verdes, símbolos de pureza y esperanza. Todo un prodigio artístico que glosaría a una ideología social que determinaría la tendencia más desgarradora y violenta que aquellos difíciles, duros y sangrientos años tuvieron y que, luego, incluso, avanzarían despiadadamente mucho tiempo después en todo el mundo. Los enemigos de aquella radicalización revolucionaria fueron los girondinos, la otra mitad social opuesta de Francia. Una de aquellos lo fue Charlotte Corday, una joven aristócrata francesa que estaba convencida de que Marat y su prodigiosa pérfida personalidad influyente eran lo peor entonces de las posibles causas a eliminar. Tal pasión ideológica la llevaría, del mismo modo, a querer sacrificarse también por su propia causa, pero en su caso justo por la causa contraria que representaba el cuadro inmortalizado por David. Este creador, el gran pintor neoclásico francés, no la pintaría a ella entonces en su obra maestra. No, entonces no era ella lo importante. Sólo, acaso, escribiría el pintor su nombre en un papel que el asesinado sostiene en su mano muerta. Pero, todo acabará transformado con los años y las tendencias veleidosas de la vida. Cuando cayó el terrible Robespierre y toda su maléfica revolución, el pintor David tuvo que huir entonces de Francia.

Hasta que Napoleón llegó y lo salvó, y lo requirió entonces como al gran pintor del imperio que fuese también el gran creador David. Luego, cuando el emperador también acabase, terminaría por completo la gloria del gran pintor neoclásico francés y, con ella, su genial obra de Arte más revolucionaria y más significativa de entonces: La muerte de Marat. Los tiempos, sin embargo, cambiaron con los años. Todo cambiaría. Así que cuando el pintor academicista francés Paul Baudry (1828-1886) decidiera mucho tiempo más tarde, en el año 1860, pintar ahora un cuadro sobre la fallida primera revolución, entonces todo sería muy diferente de antes. Ahora era Charlotte Corday la heroína, la gran defensora de Francia, la mártir que se mantuvo quieta y digna, sin huir, después de terminar con la vida del ominoso y malvado Marat. Tan sólo cuatro días después de su crimen, Charlotte Corday sería ejecutada, inapelablemente, por los revolucionarios jacobinos de entonces. La grandeza artística los creadores la consiguen, además de por su genialidad estética, cuando se anticipan a su propio tiempo artístico. Doménicos Theotocópoulos -El Greco- (1541-1614) ha sido uno de los más grandes pintores de la Humanidad. Quizás el más anticipador de todos. En la primera imagen de la entrada vemos su obra titulada Vista de Toledo. En ella el autor español de origen griego consigue, en el temprano año de 1614, toda una extraordinaria obra expresionista muy posterior, anticipando así la creación artística unos trescientos años casi. Para su época, debía haber sido difícilmente comprensible saber qué pretendía expresar con sus trazos y sus colores inéditos el pintor cretense. A su lado la comparo con una excelente fotografía titulada Paisaje (de la web tumblr-media bookmarking). De este modo observamos ahora cómo un Arte y otro consiguen lo mismo: asombrar y emocionar. Aunque la causa en ambos es muy diferente: uno es una creación de la nada, tan sólo de la mente de un hombre; el otro surge de una creación también, pero de algo ya existente, de una Naturaleza maravillosa pero existente.

Más adelante incorporo dos imágenes de dos obras del siglo XVIII de un mismo personaje histórico: María Luisa de Parma, reina que fue de España al casarse con el rey español Carlos IV de Borbón. En la primera imagen, mucho más joven María Luisa, aparece hermosa y radiante como la pinta el pintor neoclásico alemán Anton Raphael Mengs (1728-1779) en el año 1765, año de su matrimonio real y con sólo catorce años de edad ella. El otro cuadro, también de la reina española, lo pintaría el genial Goya en el año 1789, cuando la reina había perdido su lozanía juvenil así como toda su dentadura. En este caso el Arte viene a reivindicar una belleza zaherida. Seguidamente otra obra de Arte anticipadora -sin saberlo entonces siquiera su autor- de una fotografía actual, caso que viene a comparar también ahora aquí un Arte con otro... El pintor ruso Iván Aivazovski (1817-1900) consiguió plasmar en el año 1882 una hermosa puesta de Sol en la exótica, romántica y exultante ciudad turca de Constantinopla. Sin embargo, la actual y excelente instantánea fotográfica Atardecer y Mar (de TrekEarth) justifica ahora aquí el óleo de Aivazovski con los calificativos más anticipadores de lo que, cien años antes, tan sólo una creación humana artística pudiera, fiel y bellamente, por entonces así conseguir.

Cuando en el año 1559 el duque de Alba recomendase al rey español Felipe II los oficios de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola (1532-1625), ninguno de los grandes pintores de la corte española pudo imaginar por entonces la gran capacidad artística de ella. Llegaría a retratar al monarca español en algún momento de su vida, se supone que alrededor del año 1580, en un famoso cuadro histórico de salón. Retrato que no acabaría catalogado en el Alcázar Real madrileño -lugar donde se custodiaban entonces muchas obras artísticas- a nombre de esa pintora italiana sino al de otro pintor, el entonces pintor español Pantoja de la Cruz. También se pensaría durante algún tiempo que había sido otro pintor, Alonso Sánchez Coello, y no aquella el autor de tan regio retrato artístico tan excelente, quizá por el parecido estilístico de la obra con este pintor español, además su maestro -el de Sofonisba- en la corte española, al que ella seguiría en su carrera artística en España. Hasta el año 1990 no se afirmaría categóricamente la verdadera autoría de este famoso retrato de Felipe II: la extraordinaria pintora italiana que fuera Sofonisba Anguisciola.

(Óleo de El Greco, Vista de Toledo, 1614, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Fotografía Paisaje, de la web tumblr-media bookmarking; Cuadro Retrato de María Luisa de Parma, del pintor Anton Raphael Mengs, 1765; Óleo del pintor Goya, María Luisa de Parma, 1789; Cuadro Constantinopla, 1882, del pintor ruso Iván Aivazovski; Fotografía Atardecer y Mar, de TrekEarth; Cuadro Autorretrato con Bernardino Campi, 1550, de Sofonisba Anguisciola, con la curiosidad de dibujarse la pintora a la vez con su primer maestro italiano, el pintor Campi, utilizando el inédito recurso de ser pintada por el mismo a la que ella retrata; Óleo Felipe II, 1580, de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola, Museo del Prado; Cuadro del pintor francés David, Muerte de Marat, 1793, Bruselas; Óleo del pintor academicista francés Paul Baudry, Charlotte Corday -muerte de Marat-, 1860, Nantes, Francia.)

10 de diciembre de 2011

El equilibrio en el Arte, como en la vida, es más ahora la ausencia que la presencia de algo.



En una fría tarde de noviembre del año 2003 descubrí, sobre uno de esos tenderetes callejeros que se organizan para volver a dar vida a libros leídos por otros mucho antes, una pequeña edición antigua que se agazapaba solícita, huérfana, amarillenta y desolada entre los moribundos y resignados libros que esperaban de nuevo vivir. Es una grata sorpresa al hallarlos descubrir la huella personal de quienes lo tuvieron antes. En ciertos libros, he de confesarlo, no sólo he fechado y firmado el ejemplar adquirido sino que he escrito también algún comentario en él. El pequeño libro antiguo descubierto entonces era una pequeña obra del escritor británico Graham Greene (1904-1991) y titulada El que pierde gana. En la primera página del libro escribí: Antes de mí fue de otro. Ahora, más de veinte años después, me sedujo la misma historia: ganar, tener, perder... La interesante vida de este escritor comienza muy joven, cuando incluso entonces decide cambiar de religión. Luego se casaría con una joven convertida también al catolicismo. Una mujer a la que enamoraría a través de una apasionada y romántica relación epistolar. Hombre muy complejo, Greene tuvo precoces intentos suicidas consecuencia de una personalidad difícil y esquizofrénica. Intentos que al parecer sólo pudo soslayar con una decidida, enfrentada y desesperada religiosidad. Conocido más por sus elaboradas creaciones de espionaje y suspense, fue sin embargo un escritor que trataría de plasmar un profundo trasfondo espiritual en sus novelas, trasfondo que, sin embargo, no acabaría por ayudarle a encontrar sus necesitadas respuestas.

Graham Greene conoció a finales del año 1946 a una mujer de la que quedaría enamorado para siempre. Catherine Walston (1916-1978) era la hermosa y joven esposa norteamericana de un político británico, Harry Walston. Aunque había tenido ya cinco hijos, a sus treinta años Catherine era aún una atractiva mujer, mundana, extrovertida, frívola y seductora. El autor inglés no pudo resistirse y acabaron siendo amantes. La furtiva y desconocida relación fue descubierta hace tres años gracias a unos poemas de Graham dedicados a ella. La relación duraría trece años, hasta finales de 1959, cuando ella lo abandonaría por otro amor también furtivo. Cuando Catherine falleció en  el año 1978 alcoholizada, su marido decidió escribirle al afamado novelista: no debes tener ningún remordimiento, le diste a Catherine algo que nadie más podía haberle dado, se transformó en un ser humano mucho más sensible. La reseña posterior del pequeño volumen descubierto en las estanterías de libros antiguos destacaba estas palabras: La fortuna no regala favores, los vende. Más adelante continuaba: Nunca el hombre es menos desgraciado que cuando se considera desprovisto de todo. El argumento de la obra describe una pareja humilde y sencilla que deciden casarse. Él trabaja para una empresa donde el jefe -Dios- junto a sus socios -los diablos- luchan por mantener su poder y fortuna -la influencia espiritual- en el mundo. En un momento de la narración acuden al protagonista -empleado como contable- para que les haga un trabajo. El jefe acabará admirando su labor y descubriendo la boda del aplicado empleado. Sintiéndose obligado, éste les invita -les regala- una estancia en un encantador, famoso y caro hotel de la costa francesa, lugar donde con su yate les iría a recoger y abonar luego la estancia.

Accidentalmente el jefe -Dios metafóricamente- no puede acudir a la cita. De ese modo comprende la pareja que se han endeudado con el hotel. Que por culpa de no aparecer el jefe -Dios- se encuentran en una situación embarazosa: no pueden pagar todo lo consumido. Decide entonces él probar suerte en el casino. Y consigue, sorprendentemente, ganar. Para ese momento había cambiado su carácter y la forma de ver la vida. Pero ella ahora no lo quiere a él así, tan presuntuoso, materialista y autosuficiente. Lo detesta a partir de entonces. Así que él, ofuscado, maldice a su jefe -a Dios- por haber provocado todo ese caos personal y conyugal en su vida. Ahora, seducido por su fortuita nueva suerte -y su ambición desconocida-, decide enfrentarse a su jefe y acabar así con aquel odioso Dios... Su esposa lo abandona por un amante más romántico. Un amante al que ella valora por despreciar lo material, a pesar de vagabundear también perdiendo por el casino. Cuando el yate termina atracado en el puerto por fin, se acaban entrevistando el protagonista y su jefe -Dios- en una sosegada, inteligente y esclarecedora confesión...  Entonces terminaría entendiendo el contable que no puede ir nunca contra su jefe.  Ahora su jefe le ayudará también a recuperar su esposa. Para lo cual debe él dejarse perder todo lo ganado frente al odioso amante, ahora transformado, sin embargo, en todo un taimado, arribista y ambicioso personaje.

El pintor del barroco español Antonio de Pereda (1611-1678) descendía de un humilde pintor vallisoletano. Este artista había dejado escrito en su testamento que su hijo fuese llevado a Madrid para aprender a pintar con los grandes pintores de entonces. En la capital del reino acabaría ingresando en el taller del maestro madrileño Pedro de las Cuevas. Según cuenta la historia, el pintor Antonio de Pereda nunca aprendería a leer ni a escribir, por lo que eran sus discípulos los que escribían su firma para que terminara por pintarla en el lienzo. Pereda sentía unos anhelos enfermizos por pertenecer a la nobleza. Trataría de utilizar siempre el don, un título que sólo podía ser usado por los grandes señores. Algo que él siempre defendió, ya que decía ser nieto por línea materna de todo un maestre de campo. En el año 1670 pintaría El sueño del caballero, un lienzo donde vuelve a tratar un tema del Barroco español: la vanidad, los deseos materiales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante. Y qué mejor representación para ese tipo de cuadro que un sueño, es decir, que un deseo humano irreal, inconsistente, veleidoso, traicionero y evanescente. En el siglo XIX los poetas se dejaron llevar por el mayor rechazo hacia lo material, uno de ellos, Charles Baudelaire (1821-1867), el más enardecido defensor de lo auténtico y lo efímero de la vida, escribiría: Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riqueza, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos del Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

(Óleo de Antonio de Pereda, El sueño del caballero, 1670, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Portada inglesa del libro El que pierde gana, de Graham Greene; Cuadro El naufragio, del pintor Goya, 1793, Particular, Madrid; Retrato de Graham Greene, obra del pintor francés actual Jean-Luc Bellini, 1948; Fotografía de Catherine Walston, 1945.)

Vídeo de la película El fin del Romance, 1999, basado en una novela de Graham Greene:

5 de diciembre de 2011

La diferencia entre una intención y un hecho malvado, entre el Arte y la obscenidad.



Cuando la pintura española alcanzó en los siglos XVI y XVII una alarmante proliferación de desnudos hubo un fraile, orador y poeta culteranista que se enfrentaría a las obras cuya representación artística incluyese un desnudo. Hortensio Paravicino y Arteaga (1580-1633) se había doctorado en Teología y obtuvo la cátedra de Retórica de la Universidad de Salamanca. Cultivó la amistad de gran parte de los genios del siglo de Oro español (Quevedo, Lope de Vega, etc.). Destacaría su amistad con el genio manierista El Greco, pintor que llegaría a realizarle uno de los retratos más destacados de su estilo. Como consecuencia del grado de preocupación por las imágenes irreverentes que ciertos personajes eclesiásticos -los que detentaban la moral exigida- comenzaron a mostrar en la segunda década del siglo XVII, se publicó en Madrid en el año 1632 un crítico memorial moralista: Copia de los pareceres y censuras de los reverendísimos padres maestros y señores catedráticos sobre el abuso de las figuras y pinturas lascivas y deshonestas que se muestran, y que es pecado mortal pintarlas, esculpirlas o tenerlas patentes donde sean vistas. En ese escrito se incluyeron opiniones de los profesores y doctores, clérigos o no, que tuvieran algo que decir sobre tan delicado asunto.

Paravicino fue tan duro e intransigente con las licencias que los pintores se tomaban al incluir desnudos en sus obras que, por tanto, no se llegaron a incorporar sus ideas en ese memorial. Para fray Hortensio no sólo se debían prohibir la exhibición de pinturas indecentes sino incluso su disfrute privado y la posesión de las mismas. Él, que llegaría a apreciar tanto el Arte, era muy consciente del poder persuasivo de la Pintura. Llegó a afirmar que: era más peligrosa una pintura que una mujer hermosa, pues en el disfrute de aquélla interviene un juicio de valor de naturaleza intelectual que hace que el espectador se encuentre desprevenido ante la amenaza moral, y es mayor el riesgo de la belleza pintada porque en una mujer hermosa ninguna virtud se recrea en ella los ojos tan despacio, y, por tanto, en la pintura hace el descuido mayor a la tentación; y es además una tentación ésta que no asusta, antes la estima el entendimiento, y una tentación estimada ¿qué victoria no tiene cierta?

Es destacable que las opiniones del clérigo intelectual traslucen además el discurso de un apasionado del Arte, del propio valor que el Arte tiene para mover a la imaginación de los seres humanos. La no inclusión de las opiniones tan desaforadas de Paravicino en el memorial del año 1632 fue motivada por el poco interés que los consumidores aristócratas de ese Arte desnudo tendrían en polemizar más de la cuenta. Sobre todo por el atropello que les supondría evitar ahora el goce privado y la posesión de las estimulantes obras maestras. ¿Qué es Arte y qué no lo es? ¿Qué cosa puede provocar ofensa, alteración o disconformidad en una representación y qué no? Una crítica de Arte norteamericana, Linda Nead, se atrevió a discernir sobre la sutil frontera del Arte y la obscenidad. Nos dice: Moviéndose el desnudo hacia la obscenidad es el borde de la categoría, el límite entre arte y obscenidad. El cuerpo femenino -algo natural, inestructurado- representa lo que está fuera del campo propio del arte y del juicio estético; pero el estilo artístico y la forma pictórica contienen y regulan el cuerpo y lo hacen objeto de belleza, apropiado entonces tanto para el arte como para el juicio estético.

(Óleo del pintor William-Adolphe Bouguereau, Desnudo sentado, 1884, Museo Colección Clark Art Institute, EEUU; Autorretrato del pintor William A. Bouguereau, 1879; Óleo La Bañista, 1870, del pintor francés William Adolphe Bouguereau; Fotografía de la actriz americana Loretta Young en la playa, California, 1935; ; Óleo La Maja desnuda, Goya, 1800, Museo del Prado, Madrid; Óleo La Venus del espejo, 1650, Velázquez, National Gallery, Londres; Fotografía de los daños que ocasionó la feminista británica Richardson en el lienzo de Velázquez La Venus del espejo, en el año 1914; Cuadro del El Greco, Fray Hortensio Paravicino, 1609, Boston, EEUU.)

1 de diciembre de 2011

La vida no sólo imita al Arte sino que, luego de inspirarlo y adorarlo, hasta lo consigue destruir.



No habían aparecido en Níjar todavía los refulgentes rayos del sol andaluz, durante el cálido verano de 1928, cuando el cuerpo de Francisco Montes yacía ensangrentado sobre la tierra. Había cabalgado poco antes a lomos de una mula junto a una mujer desesperada por alejarse. Porque en el soleado amanecer de esa mañana ella y otro hombre al que no quería debían haber contraído matrimonio. Así que entonces ella no lo pensaría mucho más y con la urgencia de lo definitivo se armaría de valor. Desinhibida por fin -aunque no enamorada- se lo pediría a su sorprendido primo Francisco. Su primo entonces no lo dudaría, se irían juntos abandonando a todos y a todo. A unos ocho kilómetros del Cortijo del Fraile -lugar de la insufrible celebración matrimonial no querida ni comenzada nunca-, en el camino de la Serrata, un embozado criminal descerrajaría entonces dos tiros que acabarían con la vida del confiado primo de Francisca. Ésta horrorizada caería en tierra de golpe medio ensangrentada, aturdida y vencida para siempre. Alguien -su propia hermana Carmen- se había abalanzado rabiosa hacia ella para intentar ahogarla con ira. Pero Francisca entonces quiso vivir, como antes lo hubiese intentado con su huida. Así que ahora, para vivir, se hizo la muerta, así se salvaría para contarlo. Esta historia real ocurrida en Almería en el año 1928 fue la inspiración creativa tanto de una novelista como de un dramaturgo. Ella Carmen de Burgos (1867-1932) y él Federico García Lorca (1899-1936). Cuando el pequeño hijo de Carmen de Burgos falleciera de pronto ella comprendería que nada podía hacerla sufrir más. Así que con su otra hija, más pequeña aún, decidió abandonar para siempre su tierra y su marido. En Madrid conseguiría dedicarse a lo que siempre habría sentido con más deseo: escribir. De ese modo alcanzaría a ser una de las primeras periodistas de España en aquellos años del siglo XX. Había nacido en las llanuras almerienses cercanas a Níjar de un hacendado padre. Y con su próspero marido pensaría así que toda su vida acabaría siendo perfecta y completa en ese lugar. Pero no se conformó entonces sólo con eso. Decidiría volcar toda su inquietud en la educación, tanto suya como en la de los demás. Pero se marcharía luego. Y en su liberada vida madrileña conocería también a muchos hombres. Una vez escribiría con descarnada franqueza lo que ella hubiese querido ser:

En la lucha se moldeó mi espíritu..., y hoy envuelvo en triste piedad creencias viejas y sentimientos que no comprendo cómo pudieron vivir en mi alma. El olvido tiene la melancolía de las cosas que mueren. Nuestros corazones son grandes cementerios sin epitafios. No soy siquiera una amargada ni una vencida. Alcancé más de lo que podía esperar, y si mi ánimo fuera darme un bombo, aprovecharía la ocasión que ahora me ofrecen para citar los elogios que he merecido a hombres ilustres..., a las amistades valiosas que me honran..., a los triunfos que alcancé en conferencias en España y en el extranjero..., a las polémicas en que salí vencedora, a las iniciativas en que peleé en primera fila por el bien y la justicia..., a las sociedades de que formo parte, y como mis libros pasaron triunfantes la frontera... ¿Pero qué vale todo éso para quién ha sentido como yo el dardo de la ingratitud y conoce la pequeñez de las cosas? Humo que ni satisfizo mi corazón, ni desvaneció mi cabeza. En el año 1931 publicaría Carmen de Burgos su novela Puñal de Claveles, obra inspirada en el crimen de Níjar llevado a cabo tres años antes. La narración buscaba, sin embargo, resaltar otra cosa: la decisión personal y la búsqueda de la propia vida. En su novela evitaría no sólo contar los motivos reales del hecho, la huida de la novia horas antes de un matrimonio no deseado, despiadado y odioso, sino que evitaría narrar los detalles más sórdidos y escabrosos de la auténtica tragedia. Qué menos podía hacer que utilizar una historia real tan poco bella, tan prosaica, tan rural, tan interesada, tan codiciosa para glosar ahora, sin embargo, un ideal tan perseguido por ella: la libertad. Porque la verdadera crónica de los hechos fue muy distinta. Carmen de Burgos transformaría esa vida prosaica, antiestética, sórdida y material de la tragedia en otra cosa, en una decisión personal muy heroica, virtuosa y liberada, tanto como ella misma había decidido tener con la suya.

Francisca Cañada -la novia huida- era una joven soltera que convivía con su padre en el Cortijo del Fraile. Este cortijo había sido un antiguo convento dominico construido en el siglo XVIII y adquirido luego por particulares durante la desamortización de comienzos del siglo XIX, cuando los bienes de la Iglesia fueron expropiados por el gobierno. El padre de Francisca era un medianero de labranza en ese cortijo, es decir, trabajaba la tierra del propietario compartiendo con él los beneficios. La madre había fallecido en el año 1916 y sólo quedaban en la familia cuatro hermanas y dos hermanos. Francisca fue la única de todos que nacería con una cojera. Fue por ello que, en vez de dedicarse a trabajar en el campo, se dedicaría a bordar o hacer otras cosas, cosas que entonces estaban reservadas a personas con un nivel socioeconómico alto. Su padre, preocupado por su futuro, decidió que Francisca heredase la tierra que poseía y dotarla con tres mil quinientas pesetas de entonces. Todos comprendieron la decisión paterna excepto su hermana Carmen. Esta y su marido Francisco Pérez convivían con sus dos hijos en otro cortijo cercano. Pero con ellos vivía además Casimiro, un pobre hombre allegado a la familia. Era este un hombre muy humilde, bueno e inocente. La ambición de la hermana no pararía por entonces...  Convenció a Casimiro de que se casara con Francisca la coja. Así que ya se veía Carmen viviendo en el Cortijo del Fraile donde se instalarían todos. La presunta y resignada novia no se entusiasmó con Casimiro, en el fondo no le gustaba la idea de casarse con él ni con nadie.

Francisca se sentía triste y desilusionada. Pasaron los días y la fecha se fijaría para el enlace. Pero los deseos de codicia no acabaron solo con su hermana. Además una anciana tía quiso que su hijo Francisco Montes, primo de las dos, fuese el que consiguiese la fortuna heredada. Sin embargo éste estaba comprometido con otra mujer, motivo por el cual, además de su falta de carácter, el joven no se acabaría decidiendo. La celebración de la boda en el Cortijo del Fraile obligaba a recibir la noche anterior a todos los invitados. Cenaron juntos algunos de ellos y pronto se retiraron a dormir. La novia antes que nadie, los demás después. Su hermana Carmen y su marido llegaron muy tarde. Pronto preguntaron por la novia, fueron a su habitación y no la encontraron. La buscaron por todas partes pero ella no estaba ya en el cortijo. Pasaba el tiempo y no aparecía. Tampoco encontraron a su primo Francisco Montes. Entonces se terminaría por desatar la confusión en el cortijo. Para ese preciso momento los asesinos ya habían ido a buscarla. Apareció luego el cadáver de Francisco. Su prima pudo, malherida, tiempo después regresar sola, ¡estaba viva! Así se desarrolló la realidad de lo sucedido. Así fue entonces la vida real. Tiempo después acabaron condenando a los asesinos, el matrimonio de Carmen y su marido. Francisca terminaría viviendo el resto de su vida sola en la misma tierra que un día heredara de su padre.

Federico García Lorca publicaría en el año 1933 su obra teatral Bodas de sangre. Es aquí donde el excelso creador andaluz transformaría por completo la realidad sórdida de la historia para hacer de ella ahora una dramática pero muy bella tragedia pasional, desgarradoramente romántica, cargada de celos, honor, orgullo y belleza. Para nada la sencilla y sempiterna explicación material de una tragedia. Para nada la codicia ni la ambición ni la miseria. El genio literario del poeta español compuso su obra maestra con lo que él pensaba que debía ser en esos casos algo más parecido a la vida que debía vivirse, no la que no merece siquiera la pena de leerse, entenderse, vivirse ni contarse. En uno de sus geniales y líricos párrafos, el gran poeta español del siglo XX haría exclamar, con palabras altamente literarias, a la novia esta declaración pasional tan bella como inevitable:

¡Porque yo me fui con el otro, me fui! Tu también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada. Llena de llagas por dentro y por fuera, y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!; yo no quería, ¡óyelo bien! Yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, siempre, aunque hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos!


(Fotografía actual del Cortijo del Fraile, Níjar, Almería, del autor Juan García-Gálvez, www.jggweb.com, Cortijo en ruinas que continúa siendo propiedad privada y deteriorándose poco a poco, a pesar de haber sido declarado Bien de Interés Cultural; Cuadro del pintor español, nacido en 1934, Ignacio García Ergüin, La Muerte; Obra de la pintora actual norteamericana Emily Tarleton, Lorca 1, de 2006; Lienzo del pintor Julio Romero de Torres, Carmen de Burgos, 1917; Cuadro de Dalí, El jinete de la muerte, 1935, París; Óleo del pintor Émile Lévi, La muerte de Orfeo, 1866, Museo de Orsay, París, héroe mitológico que murió por salvar a su amada; Fotografía de las ruinas del Cortijo del Fraile; Retrato de época de Francisca Cañada, la novia del crimen de Níjar.)

Vídeo homenaje al Cortijo del Fraile, Níjar, Almería:

25 de noviembre de 2011

Entre los genios, los otros creadores y la verdadera autoría lo único que realmente existe es el Arte.



En el Arte se entiende el concepto de forma como algo físico con un valor estético propio, es decir, sin otras consideraciones ajenas a lo estético como puedan ser las cuestiones sociales, morales o filosóficas. La forma, por tanto, son los elementos visuales que dan consistencia estética a lo representado, como lo son la composición, los colores o la estructura de la obra. El escultor alemán Adolf von Hildebrand (1847-1921) expuso en su libro El problema de la forma en la pintura y la escultura la teoría, sin embargo, de que en el Arte la forma tiene siempre dos maneras de ser representada. Una espacial, física o arquitectónica y otra funcional, espiritual o más expresiva. Así establecía que la forma espacial sería aquella donde dominaría la geometría, la racionalidad y el equilibrio. La otra forma, la funcional, acentuaría más que nada la significación expresiva de la creación, la emoción que produce y sus sentimientos. Por supuesto, cualquier obra de Arte requeriría disponer de las dos formas, donde ahora habrá una que resalte más que la otra en cada caso. En general en el Arte la tendencia más espacial acabaría por denominarse clasicismo y la más emocional barroquismo. En una visión global del Arte según el crítico español Eugenio Dors (1882-1954) podemos situar a la Pintura en el centro de una imaginaria gráfica horizontal, una línea imaginaria que nos serviría como virtual escala cronológica del Arte. 

A su izquierda (más antigüedad) situaríamos el extremo artístico más clasicista, es decir, el más espacial o más físico, como son la Arquitectura o la Escultura; a su derecha (más moderno) el extremo más expresivo, los más emocionales de las Artes, como lo son la Música o la Poesía. En el término medio de esa escala artística virtual, entre los dos extremos de esa gráfica imaginaria, situaríamos a la Pintura-Pintura, donde se encontraría además un creador insigne en ella: el genial pintor Velázquez y su genial obra barroca. La proximidad de la Pintura al extremo espacial de la Escultura o de la Arquitectura nos darían, por ejemplo, obras que van desde el pintor clasicista francés Nicolás Poussin (1594-1665) hasta los grandes creadores del Renacimiento, alcanzando incluso al cuatrocentista (siglo XV) pintor Andrea Mantegna (1431-1506). En el otro extremo, el que tendería hacia lo Musical y lo Poético, nos darían creaciones artísticas de, por ejemplo, dos genios del Arte, el Greco (1541-1614) y Goya (1746-1828). Es decir -según Eugenio Dors-, que de Velázquez a Goya se iría ascendiendo en la escala de la expresividad, algo que después continuaría a través de múltiples artistas, tendencias o escuelas. De Velázquez a Mantegna, hacia el lado opuesto, se dirige ahora esa escala artística hacia los elementos de la construcción o del espacio. De ese modo, cuando la Pintura tendía hacia sus inicios en el siglo XV más se acentuaría el dibujo, la forma definida, geométrica, precisa, lineal o equilibrada. Hacia el otro lado nos dirigimos, sin embargo, hacia una mayor emotividad, hacia el triunfo cada vez mayor del color y sus trazos atrevidos, hacia una expresión más poderosa en el Arte, algo que alcanzaría a llegar en el siglo XIX, por ejemplo, al maravilloso Impresionismo. 

Hay dos momentos en la historia del Arte donde la Pintura resaltaría más claramente esas dos posiciones opuestas: el Renacimiento y el Barroco. Ambas materializan así la mayor contradicción artística de la creatividad del ser humano. Las dos tendencias se solaparon en el tiempo, es decir, que no se separaron mucho la una de la otra. Es esta una curiosidad histórica y cultural extraordinaria. ¿Cómo se pudo cambiar tan radicalmente de pintar o de crear -las diferencias entre el Barroco y el Renacimiento son inmensas- en tan poco tiempo, teniendo en cuenta además unos medios tan limitados de comunicación en aquellos siglos XVI y XVII? Las autorías de las obras de Arte -quién haya sido realmente el pintor de una obra- se han confundido muchas veces por los críticos. No todos los creadores firmaban sus obras, y, a veces, si lo hicieron, no lo hicieron de forma muy legible. Es por eso que sólo se podían identificar ciertas creaciones por los rasgos que individualizaban la obra, es decir, por su propia personalidad iconográfica, como son los detalles, colores, pliegues, trazos, etc. Así se pudieron clasificar obras de Arte, pero, al mismo tiempo, se lograron también equivocar identidades. En el Renacimiento ha habido muchos casos de errores en la autoría de obras de Arte. Uno de ellos lo fue el de un pintor desconocido, inidentificado casi, Giovanni Agostino da Lodi (1467-1525), nacido al parecer en el norte de Italia, en Lombardía, muy cerca de la ciudad de Milán. 

Otro pintor italiano de autoría confusa y nacido el mismo año, o un año antes, en Emilia-Romaña, también cerca de la Lombardía milanesa, lo fue el renacentista Boccaccio Boccaccino (1466-1525). Las pinturas de ambos creadores italianos fueron confundidas durante mucho tiempo, incluso murieron los dos, curiosamente, en el mismo año. De hecho, hoy por hoy, no existe una autoría oficial de algunas de sus obras (¿serán la misma persona?). Por ejemplo, el cuadro renacentista Muchacha Gitana, fechado entre los años 1505 y 1518, tiene dos autores diferentes según se dirija uno en internet a Web Gallery de Art o a Ciudad de la Pintura. Sin embargo, en el museo donde radica actualmente el cuadro, la Galería de los Uffizi de Florencia, indica a Boccaccio Boccaccino como el autor de dicha obra del Renacimiento. Además, de Giovanni Agostino da Lodi -también conocido como el Pseudo-Boccaccino- existe una referencia en el Museo Thyssen donde se encuentran dos obras de este autor italiano. La genialidad es algo existente en los seres humanos, pero sólo algunos, muy pocos, la poseen. En el Arte esto está muy claro. La multitud de creadores que han existido y existen nada les quita la pertenencia al mundo del Arte. Pero, sin embargo, la genialidad para que lo sea es una característica que se debe dar en la mayor parte de las obras de algunos pintores, si no en casi todas. Sólo si consiguen que todas sus obras tengan el rasgo propio de los genios, sus creadores lo son. Los ejemplos están ahí: Velázquez, El Greco, Goya, Caravaggio, etc... Otros pintores sólo crearon, alguna vez, alguna obra que destacara especialmente. Es el caso, por ejemplo, del desconocido pintor italiano Jacopo Amigoni (1682-1752), del cual y como ejemplo de esto muestro dos obras suyas. Una donde no consigue el pintor destacar nada especialmente y otra, sin embargo, donde alcanzará el pintor la genialidad en la mirada del Niño Jesús en brazos de la Madonna, ahora una muy convincente, emotiva y sincera mirada. ¿Por qué sólo ahí? ¿Por qué sólo en esa? Por lo mismo que las obras de autorías confundidas o por las obras de esos otros autores desconocidos que las inspiraron: porque el Arte les utilizarían a ellos...  Porque han sido creadas tan sólo por el Arte, nada más que por el Arte, lo único que, verdaderamente, existe. Porque es el Arte lo que, haciendo uso de seres inspirados, no se sabe muy bien por qué, conseguirá con éstos crear obras artísticas.  Los utilizará -a los creadores- como si éstos fueran unos simples polichinelas, unas marionetas ahora en manos de la misteriosa creación universal desconocida. El Arte es la única realidad existente, identificada en sí misma, lo único que nunca confunde, lo único que realizará extraordinarias obras de creación sublime. Así ha sido y así es. Lo único, el Arte mismo, que se atribuirá toda la auténtica creación. Excepto, quizás, entre los genios misteriosos...

(Óleo Muchacha Gitana, 1505-1518, ¿de Giovanni Agostino da Lodi ó de Boccaccio Boccaccino?, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro Lavatorio, 1500, del pintor Giovanni Agostino da Lodi, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Ladón y Siringe, 1510, Giovanni Agostino da Lodi, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Sagrada Familia, 1500, Giovanni Agostino da Lodi, Louvre, París; Cuadro Cristo cargando la cruz y la Virgen desmayada, fragmento, 1501, Boccaccio Boccaccino, National Gallery, Londres; Óleo Virgen con santos, fragmento, 1505, Boccaccio Boccaccino, Galería de la Academia, Venecia; Óleo Joven con frutas, 1594, del genial Caravaggio, Galería Borghese, Roma; Extraordinaria obra La vocación de San Mateo, 1601, Caravaggio, Iglesia de los Franceses, Roma; Óleo Sagrada Familia con San Juan, aprox. 1740, Jacopo Amigoni, Alemania; Lienzo Madonna con su Hijo, 1740, Jacopo Amigoni, Museo de Leipzig, Alemania; Cuadro Shakespeare al anochecer, 1935, del pintor americano Edward Hopper, colección privada.)

22 de noviembre de 2011

La historia como una ceremonia de matices, que oscilan entre la claudicación y la esperanza.



En mayo del año 1499 Colón escribiría al rey Fernando el Católico que el fracaso de la colonia La Española era consecuencia de la codicia de los que habían ido a las Indias a enriquecerse. No pensaba entonces el Almirante que, apenas un año después, un enviado real -Francisco de Bobadilla- acabaría encadenándolo y embarcándolo, como a un vulgar condenado, con destino a España. Sin embargo, este nuevo gobernador enviado para arreglarlo todo, no conseguiría más que dividir y agravar aún más, a causa de su excesiva firmeza e intransigencia, los ánimos de los afines a Colón. Había que encontrar otro nuevo gobernador que fuese capaz de poner orden en los territorios descubiertos. En febrero del año 1502 un nuevo gobernador real, Nicolás de Ovando, partiría hacia La Española -actual Santo Domingo- desde la andaluza Sanlúcar de Barrameda. Con una flota de veintisiete naves, sería la primera gran expedición marítima enviada desde Europa jamás botada antes para surcar el temible Atlántico. Con 2.500 hombres y mujeres, entre colonos, frailes y artesanos, llevaría entre otras cosas frutos de morera para fabricar seda o algunos trozos de caña de azúcar para tratar de conseguir producirlos en las nuevas tierras.

Uno de los colonos que acompañaron a Nicolás de Ovando en aquel año de 1502 fue Diego Caballero de la Rosa (1484?-1560). Había entrado al servicio de un mercader genovés que comerciaba desde Sevilla con las Indias. Diego Caballero pertenecía a una familia de antiguos conversos -judíos convertidos al cristianismo- sevillanos. Su padre -Juan Caballero- sería perdonado en un auto de fe -representación de exculpación y retorno al seno de la Iglesia- celebrado en Sevilla en el año 1488. Cuando la población indígena de La Española disminuyera alarmantemente en el año 1514, los nuevos colonos se aventuraron a buscar mano de obra indígena -cuasi esclava- allá donde fuese. Así que Diego Caballero participaría entonces en una expedición que organizara su patrón, Jerónimo Grimaldi, para capturar indígenas en las islas de Curazao, unas islas cercanas a la costa venezolana del continente. Pocos años después conseguiría Diego hasta prosperar en las Indias occidentales. Incluso llegaría a ser secretario y contador -contable- de la Real Audiencia de Santo Domingo. Más tarde poseer un ingenio -hacienda- de azúcar, alcanzando luego hasta el cargo de regidor -alcalde- de la ciudad de Santo Domingo. Por fin, en el año 1547, obtendría el ansiado empleo de mariscal -alto funcionario militar- de la isla caribeña. Toda una extraordinaria y ventajosa carrera llevada en las Indias.

Pero, cuando años más tarde regresa a Sevilla no aspira Diego sino a ser liberado ya de sus cargas espirituales, unas cargas que su alma tuviera que soportar por las desesperadas acciones tan infames o inconfesables de su juventud. En el año 1553 entregaría a la catedral sevillana unos 26.000 maravedíes, una extraordinaria suma de dinero para disponer de capellanía propia -acuerdo con la Iglesia para hacer misas para la salvación del alma- y poseer su propio retablo catedralicio. Dos años más tarde, Diego Caballero contrataría a un pintor flamenco afincado en Sevilla, Pedro de Campaña (1503-1580), para que hiciera diez pinturas para su retablo sevillano. Por entonces, mediados del siglo XVI, el mejor retratista de obras sagradas en Sevilla lo era el flamenco Pieter Kempeneer -Pedro de Campaña-. Este pintor llevaba desde el año 1537 trabajando en la ciudad andaluza, ya que era el mejor destino económico para los pintores de la época. La ciudad disponía de dos razones de importancia: el creciente comercio americano y un gran mercado eclesial necesitado de imágenes. Pedro de Campaña fue un pintor renacentista que tuvo la suerte de disponer de dos influencias artísticas importantes: la flamenca y la italiana.

Después de residir en Venecia y Roma, marcharía a Sevilla donde desarrollaría las nuevas técnicas aprendidas de los maestros italianos. Pero además mantuvo el tono decidido, fuerte, áspero y ordenado de la extraordinaria pintura de Flandes. Fue el primer pintor en España que crearía retablos dominados por el estilo Manierista triunfante. Los retablos religiosos eran obras de Arte encargadas para los altares de las iglesias, unas composiciones que incluían a veces grandes obras maestras del Arte. Las obras maestras de aquellos retablos acabarían siendo muy maltratadas por los años y la desidia clerical. Eran extraordinarias pinturas manieristas que se situaban por encima de los ojos de los fieles, demasiado elevadas para verlas bien. En el año 1557 el pintor Pedro de Campaña fue requerido para otro retablo en Sevilla. Esta vez en una iglesia allende el río Guadalquivir: la iglesia de Santa Ana. En ella conseguiría Pedro de Campaña una de las mejores composiciones manieristas para un altar eclesiástico. Las pinturas que crease para ese Retablo de Santa Ana fueron, sin embargo, muy criticadas por sus colegas sevillanos. Tan dura fue la oposición -la envidia en definitiva- a su obra, que Pedro de Campaña no soportaría vivir donde había sido tan feliz. En Sevilla se había casado y había tenido sus dos hijos. Así que, ahora, decepcionado y cansado, luego de veinticinco años de estancia en la ciudad andaluza, decidiría el pintor regresar a su natal Flandes. En el año 1563 se alejaría definitivamente de su obra y de su vida sevillanas. En su tierra flamenca esperaría ya acoger los últimos momentos que elevarían, por fin, su alma mucho más alta que sus retablos artísticos andaluces. Desarrollaría el resto de su Arte manierista en Flandes, entonces parte importante de la corona española en el norte de Europa. Así que ahora, a diferencia de aquel que para salvar su alma le contratase años antes en Sevilla, no tendría él ya para eso mismo más que solo morirse... Porque ya habría logrado, tan solo con su Arte, realizar todo aquello que un alma necesitara para poder despegar, satisfecha y ágil -sin alas ni retablos ni misas-, hacia lo más alto de las cornisas divinas de la eternidad...

(Pintura central Retablo de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla; Pintura lateral inferior izquierdo del Retablo de la Purificación, 1556, retratos de don Diego Caballero, su hermano Alonso y su hijo, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Imagen fotográfica del Retablo de la Purificación en la Catedral de Sevilla, España; Pintura central de este retablo, Purificación de la Virgen, 1555, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Fotografía del Retablo de la iglesia de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla, España; Cuadro Jesús Descendido, 1556, Pedro de Campaña, Museo de Cádiz, España; Óleo de Pedro de Campaña, Retrato de una Dama, 1565, Alemania; Fotografía de la casa, del siglo XVI, de don Diego Caballero en Santo Domingo, República Dominicana; Imagen con la placa conmemorativa de esta casa, Santo Domingo.)

Vídeos de homenaje al pintor Pedro de Campaña:

17 de noviembre de 2011

Todo y nada, o dos cosas que creemos, a veces, necesitar por igual.



Escribir es algo más que expresar ideas o contar algo, es descubrir, sorprendentemente, cómo las palabras surgen de las manos provocadas ahora por la irresistible y misteriosa, sobre todo misteriosa, fuerza mental inspiradora...  Sencillamente, como casi todo, se siente la gana de hacerlo, no se sabe muy bien por qué. Vivir es semejante a escribir. Hacemos las cosas sin explicación aparente. Probablemente no haga falta saberlo, pero desconcierta a veces el poco o ningún sentido que tienen. La conducta humana es muy curiosa y provoca a menudo o la carcajada más airosa o el silencio más atronador. Sin embargo, como casi siempre, nunca nos veremos a nosotros mismos, y ésto nos hará pensar, ¿por qué nos suceden las cosas sin la claridad con que otros las ven?


Nada es único, ni inmejorable;
sólo, a veces, parece que una rosa florece perfecta,
con pétalos irrepetibles.
La vida se repite siempre,
vulnerable,
lánguida y desmedida;
vaporosa y seductora.
La pérdida es ganancia con el tiempo,
con la inevitable cadencia de las vueltas.
La inspiración es creación azarosa,
describe partes de un completo epigrama inacabado.
La belleza se recrea en el momento,
el valor, en la impostura desagraviada;
el deseo, en la emoción involuntaria.
Pero, nada permanece indescriptible,
eximio ni doliente.
Todo se vuelve repetible, renacedor;
adolescente de nuevo.
Nada es único ni inmejorable.


Tras de cada uno se va creando todo;
orden y medida posibilitan la creación,
y ésta se perfecciona sola, sin reparos;
surge sin otra cosa que a través de sí misma.
Así todo se construye, se enlaza y se sostiene;
deambulando partes de un todo revelado.
Persistiendo por cada acoplamiento
decidido;
perviviendo por la necesidad de ser creado.
Resulta, a veces, bendecido o maldito,
dependiendo de los frutos
recogidos en su intento;
siempre es así todo, así vive,
así se representa la maravillosa
estela de la creación.
Así se da cita, a un tiempo,
el devenir de todo.


(Fotografía del Desierto del Sahara (Nada); Fotografía de una multitud en El Cairo (Todo), Egipto, 2011.)

9 de noviembre de 2011

La crisis última de todas, o una cierta deriva hacia la amoralidad del mundo.



Cuando un soleado día de verano del año 410 d.C. Roma se encontraba segura y confiada de su milenario mundo indestructible, el autoproclamado rey godo Alarico decidiría entonces asediarla, invadirla y asolarla como no se había hecho hacía siglos. Estos pueblos godos, que algunos años antes sólo eran bárbaras hordas desplazadas desde el noreste europeo, ahora, después de mezclarse y proclamarse incluso aliados de sus enemigos -de Roma-, acabarían desatando la oculta intención que les llevaba desde hacía tiempo: destruir la hegemonía romana saqueando el centro nuclear del imperio. Muchos siglos antes, en el año 451 a.C., cuando Roma empezaba a desarrollar el gran pueblo que anhelara ser, el Senado romano decidió enviar un grupo de magistrados a Grecia para conocer la maravillosa legislación avanzada de los atenienses. Estos consideraban ya el principio de igualdad ante las leyes, algo que el sabio griego Solón había llegado a compilar mucho tiempo antes incluso. Los romanos crearon así su famosa Ley de las XII Tablas, un código que establecía como normas lo que hasta entonces sólo eran costumbres milenarias. Pero, además se hicieron públicas para que  todos las vieran en Roma, por tanto, libre de malas interpretaciones interesadas u ocultas. Serían aplicadas a todos los ciudadanos sin distinción de ninguna clase. Llegaron a ser las bases del famoso Derecho romano. El gran político Cicerón llegaría a decir que los niños romanos aprendían su contenido de memoria casi. Durante el saqueo de Roma por el rey godo Alarico en  el año 410 d.C., las Tablas de las XII leyes romanas desaparecieron para siempre. 

Entonces el período oscuro de la Edad Media sobrevendría en Europa. Así que ahora cada desmembrado reino florecido por el declive romano establecería sus interesadas normas, y los valores grecorromanos, su mitología y sus virtudes clásicas, caerían poco a poco desde sus altos e inútiles altares. Aunque hacía casi ochenta años que el cristianismo había ocupado un lugar destacado en el imperio, todavía no alcanzaría a comprender la nueva religión el inevitable destino que, años después, asumirían sus líderes -los obispos- para preservar la herencia cultural y civilizadora romana, un bagaje moral que, casi sin querer -¿o no?-, los obispos llevaron también a su trágico fin. Los obispos ocuparon el lugar de los senadores romanos -unos más acertados que otros- y lograron transmitir algunos de los valores clásicos, fusionados, eso sí, con los bíblicos y teológicos de su fe. Desde siempre la moral había tratado de regular la conducta del ser humano consigo mismo y con los demás. Los griegos fueron los primeros que dieron nombre al concepto, se referían con él a la costumbre. Indicaba aquellas costumbres que fueran buenas o malas. Los filósofos griegos y romanos acabaron por darles forma, por tratar de interpretarlas y definirlas, cada uno según su pensamiento.

Y con las costumbres y las diferentes teorías filosóficas se condicionó el concepto moral, ya que dependía de las costumbres de cada pueblo, de cada región, de cada lugar o cada etnia. Acabaría siendo, por tanto, algo relativo. Hasta el Racionalismo del siglo XVIII la moral había sido tenida como una teoría de la conducta referida a las acciones, es decir, de aquello que se hace no de lo que se piensa: lo que se hace puede ser bueno o malo y, por consiguiente, moral o inmoral. Sin embargo, en ese periodo de la Edad Media surgiría un pensador curioso y valiente que se atreviera, mucho antes que lo hiciera Kant, a cuestionar el verdadero sentido moral. Pedro Abelardo (1079-1142) fue un escolástico francés que amaría tanto su filosofía como a su discípula Eloísa. Antes de que lo hiciera Tomás de Aquino, Abelardo simpatizaría más con las ideas de Aristóteles que con las de Platón. Estableció algo fundamental para entender la moral y la ética, teniendo en cuenta que en aquellos años -siglo XII- el pensamiento era teología moral y no reflexiones filosóficas. La ética trataba de las virtudes personales para tener una vida correcta y dichosa. Esta palabra -también de origen griego- hace referencia al carácter, frente a la costumbre del concepto moral.

Es más significativa la ética para entender la causa frente al hecho moral -el efecto- en sí mismo. Pedro Abelardo desarrollaría un pensamiento ético casi seiscientos años antes de que lo estableciera Kant con su concepto de imperativo categórico, ese imperativo de lo que debe ser entendido como fundamental, universal o incuestionable en la conducta humana. Para Abelardo la acción no es lo importante, la acción no tiene valor moral para el pensador medieval. Para éste -como después para Kant- el verdadero valor está en la buena o mala voluntad, en la intención, generalmente oculta y secreta del individuo. Lo que quiere decir que no hay acciones buenas o malas en sí mismas, sino acciones que proceden de la buena o de la mala voluntad. Había un ejemplo que el filósofo escolástico expuso en una ocasión: Una madre enferma y pobre no tiene siquiera ropas ni cuna en donde albergar a su bebé. Entonces, decidida a protegerlo, lo abrigaría entre su ropa y su propio cuerpo. Pero, exhausta y vencida por la enfermedad, cae sobre el cuerpo de su bebé asfixiándolo. La moral eclesial de entonces, para que sirva de ejemplo más que por la culpa personal, hace recaer en ella una penitencia. Abelardo se preguntaba: ¿No es sorprendente que los humanos den más valor a la realización de la acción, cosa que Dios no hace? Dios, que ve lo oculto dentro del corazón de cada uno, juzga sólo la intención, pero el hombre, que sólo ve la obra realizada -la acción-, juzga, sin embargo, la intención por la obra. Esto lleva al ser humano muchas veces a error.

Abelardo defiende que el valor moral reside únicamente en la intención, de ningún modo en la realización del acto. En el siglo XVIII se establecieron dos tipos de ética: la ética material y la ética formal, según tenga a lo moral como algo referido a las acciones o a las intenciones del sujeto, respectivamente. De hecho, salvo el discurso medieval de Abelardo, la moral referida a las acciones -la material- ha sido la moral que ha prevalecido desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII, llamada también ética de acciones, de hechos, de obras o de bienes. Fue el filósofo alemán Kant (1724-1804) el que iniciaría la ética formal. El pensador Kant nos dice: Sólo es buena -es ética- la buena voluntad. La buena voluntad no es buena por lo que ésta haga o realice, tampoco es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto, es buena sólo por querer serlo, es buena en sí misma. Cuando se trata del valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven.

Cuando uno de los coleccionistas de la corte del rey Felipe IV, don Pedro de Arce, decidiera encargar al pintor Velázquez una obra sobre tapices y mitología (Las Hilanderas), poco le faltaría a su majestad católica para desear también el cuadro. Así fue como el misterioso lienzo, también llamado La fábula de Aracné, sería fechado en las colecciones reales el mismo año en que se finalizó: 1657. ¿Qué quiso representar en este curioso cuadro el maestro Diego Velázquez? El pintor fue fiel a su tendencia pictórica, el Barroco. Esta tendencia primaba más lo vulgar o popular para mostrar algún tipo de concepto elevado. También anteponía el deseo de señalar lo importante en un segundo plano, tanto como utilizar la mitología para ensalzar alguna virtud. Por todo ello Velázquez consiguió alcanzar una genialidad nunca antes obtenida por otro creador en la historia del Arte.

Minerva era el nombre romano de la diosa Atenea griega. Fue una diosa fundamental del orbe clásico. Se asociaba con la sabiduría, la justicia, la destreza y las artes. Era hija de Zeus, el Júpiter romano. Cuenta una leyenda que Zeus, asustado por la profecía que anunciaba que el hijo de Metis estaría destinado a gobernar el mundo, acabaría devorando a esta ninfa para tratar de evitar que pudiera dar a luz a tamaño usurpador. Sin embargo, Zeus subestimaría los poderes de Metis, ésta no hizo sino provocarle fuertes dolores de cabeza. Zeus le pide a Hefesto que le golpee la cabeza hasta extraer de ella el doloroso engendro que portaba. Así nacería la inteligente Minerva, una diosa favorecedora en los conflictos bélicos siempre a favor de los griegos -en el caso de Atenea- o de los romanos. De ahí que se la represente, por su carácter protector, con un casco guerrero en su iconografía. Cuando los Argonautas, por ejemplodecidieron recorrer los mares esta diosa les guiaría el rumbo, les avisaría de los peligros y de las formas de salvarlos. Fue también diosa de la Belleza, pero entendida ésta como todo lo bueno y equilibrado del mundo, es decir, como todas las cosas buenas conocidas y creadas por el ser humano, no por la belleza como atracción física.

Según una leyenda romana existió una joven de Lidia, llamada Aracné, que afirmaba saber tejer tan bien que retaría a la mismísima Minerva -que había inventado la rueca de tejer-, para confeccionar el más bello y grande tapiz jamás creado. La diosa aceptó y ambas se pusieron manos a la obra. Hasta aquí el hecho era simple y justo,  y el resultado final despejaría claramente cuál sería el tapiz más hermoso. Pero los destinos inescrutables del universo no dejan que las cosas sean tan simples. Algo sucedería además: el conflicto. ¿Será esto, el conflicto, algo inevitable? La realidad es que Aracné guardaba otra maléfica intención oculta..., aparte de desafiar a los dioses, lo cual puede ser temerario o pueril, quiso ofender a la diosa. El tapiz que la joven lidia había confeccionado tenía escenas de los engaños que el padre de Minerva, el dios Zeus, había llevado a cabo para conseguir los favores sexuales de mujeres y diosas. La acción aquí estaba clara: un maravilloso tapiz bellamente tejido, aséptico en sí mismo, pero que, sin embargo, su intención con ello era ahora vil, ofensiva y ultrajante.

El genial Velázquez alcanzó a conseguir una de sus obras más misteriosas y elaboradas. Compuso en el lienzo dos escenas: una principal, cercana al espectador; otra secundaria, al fondo del cuadro. Sin embargo, están descolocadas ambas: la secundaria es realmente la principal y a la inversa. En primer plano se representa a la izquierda a una hilandera vieja, sabia de experiencia en su arte de hilar. Ésta es, disfrazada, la diosa Minerva. Se aprecia la diosa porque es una mujer joven no vieja; su pierna tersa y hermosa deja verla el gran artista español. A la derecha se sitúa una joven que no se le ve el rostro; ésta teje rápida y decidida, ensoberbecida casi, es Aracné. Pero, al fondo, en una enmarcación más reducida y lejana, casi desfigurada, se observa a la diosa -como ella es- y a la orgullosa joven lidia discutiendo. Detrás de ambas se sitúa el tapiz intencionado, el que Aracné había terminado de tejer antes. Éste es parecido a El rapto de Europa (Zeus convertido en toro rapta a la hermosa Europa), una obra del pintor manierista Tiziano, con lo cual el maestro español homenajea al gran artista renacentista. La diosa Minerva, ofendida por completo, acabaría convirtiendo a la joven tejedora en una araña para siempre.

En nuestra sociedad, a pesar de que la historia nos enseña cómo algunos clásicos valores deben ser protegidos siempre, sobre todo cada vez que un declive -una crisis tan general- se precipite por encima de sus murallas, sólo el código de justicia convencional establece, si acaso, la norma de conducta a seguir por todos. En estos momentos tan convulsos es, sin embargo, cuando más necesitamos desempolvar los oscuros desvanes de nuestro legado clásico más virtuoso. Hoy, cuando la sociedad sólo cuestiona la conducta -más allá de lo que sabemos que pueda perjudicarnos si cometemos un delito- al culpable exclusivamente por lo establecido en ese código -ya sea penal o civil, algo además que nadie conoce muy bien-, deberíamos recuperar aquel carácter de conducta virtuoso, aquel sistema de valores que pensaron otros antes -los que estuvieron aquí antes que nosotros-  y que por entonces sería la única, la más justa, la más inteligente, la más correcta, o la mejor forma de vivir en este mundo.

(Óleo del pintor español, sevillano, Diego de Silva y Velázquez, Las Hilanderas o la fábula de Aracné, 1657, Museo del Prado, Madrid; Cuadro de Sandro Botticelli, Minerva y el Centauro, 1482, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro El saqueo de Roma, 1890, del pintor francés Joseph Noël Sylvestre; Óleo Los favoritos del emperador Honorio, 1883, emperador romano indolente de Occidente que fue responsable del saqueo de Roma en el año 410 por el rey bárbaro godo Alarico, a partir de aquí el imperio romano declinó, del pintor inglés John William Waterhouse.)