4 de enero de 2012

La duda, como la ocultación o el perdón, atraviesan las veleidosas elecciones de los humanos.



Después de que Napoleón fuese completamente derrotado y desterrado a la isla de Santa Elena en el Atlántico, los aliados vencedores de la batalla de Waterloo apoyaron la vuelta de la monarquía a Francia. Así que entonces Inglaterra y Francia comenzaron, inevitablemente, un idílico y necesario acercamiento. Es por lo que, con el tratado de París del año 1815, los ingleses devolvieron la antigua colonia francesa africana del Senegal a los vencidos. Para el año 1816 Francia decidió que una flota mercante marchase por fin a sus antiguos dominios africanos. Tres barcos salieron entonces del puerto francés de Rochefort rumbo hacia la costa occidental del Senegal. Uno de aquellos barcos, la Medusa, era una enorme fragata que llevaba más de cuatrocientas personas a bordo. El capitán del barco, Hugues Duroy de Chaumereys, era un inexperto navegante muy poco conocedor del traicionero litoral arenoso del océano por aquella costa. Queriendo avanzar más rápido, acabaría alejándose fatídicamente del resto de la flota. Sin poder evitarlo, la Medusa terminaría embarrancada frente, pero lejos, de las desoladas orillas de la costa mauritana. No hubo salida porque los predadores bancos de arena en el mar son una terrible trampa mortal. Y embarrancaron inevitablemente. Sólo podían utilizar las pocas barcas que, para salvar vidas, llevaba a bordo la fragata. Pero, no todos podían embarcar en ellas. Unos 150 hombres se tuvieron que quedar a bordo de la Medusa embarrancada.

Decidieron entonces construir una enorme balsa con los maderos de la fragata, una balsa tan grande que les cobijara a todos hasta la costa. Cuando fue depositada en el mar la frágil embarcación se desbordaría más de lo previsto. Sin embargo, pronto se llenaría de seres humanos anhelosos por sobrevivir. Fue el mayor desastre vivido por unos hombres y mujeres enfrentados a su debilidad, a sus demonios, a sus egoístas deseos o a sus desesperados impulsos por vivir. Fueron asesinando a los que no garantizaran la estabilidad, a los amotinados y a los débiles. Acabaron, en un alarde de cruel supervivencia, devorando los cadáveres depositados entre los travesaños roídos de la triste balsa. Quedaban sólo quince personas a bordo cuando, casualmente, fueron rescatados por el buque Argus veintisiete días después. Para entonces ya habrían dejado incluso hasta de buscarlos. Cuando aparecieron en Francia, cuando todo se supo ya por fin, cuando se descubrieron las extraordinarias bajezas que, desde el capitán -que los abandonaría- hasta el último de los inescrupulosos supervivientes, habían llevado a cabo, todo se silenciaría. Ahora fue la vergüenza y el oprobio, la deshonra y el temor, lo que hicieron que las autoridades francesas trataran de ocultar los terribles hechos para siempre.

El romántico pintor francés Théodore Géricault (1791-1824), que había tenido que huir de Francia por una inapropiada relación familiar -un amor prohibido con su tía-, siempre se mostraría muy rebelde y crítico frente a las rigideces de la injusta sociedad que le tocó vivir. Así que no dudaría un momento en pintar la dramática escena vivida por sus compatriotas en el Atlántico. El mismo año del suceso comenzaría a preparar el pintor la inmensa obra (cerca de 5 x 7 metros). Pero, para entonces, justo al tiempo de empezar a pintarla, le sobrevino al artista la duda... ¿Qué debería ahora destacar realmente en su lienzo? Pensó en tres posibles escenarios. Uno el rescate de los náufragos, algo grandioso, reconfortante, esperanzador. Después pensó en pintar la revuelta de algunos supervivientes, la lucha entre ellos. Por último se le ocurrió pintar mejor el canibalismo que se produjo y que hubiese mostrado la desesperación humana. También quiso otorgar a la escena un espíritu de salvación pintando el buque Argus a lo lejos, pero, ahora, muy visible en el horizonte de la obra. Sin embargo, nada de todo eso llevaría a cabo el artista en su obra.

En un alarde impactante, decidió componer el pintor una estructura nunca antes vista en el Arte. Ni siquiera el punto de fuga, algo que los pintores establecen como recurso necesario, utilizaría entonces el pintor para realizar su obra. Todo lo sitúa en un primer plano donde se ve claramente lo terrible de aquel espantoso horror. La perspectiva de la imagen de la embarcación está muy sesgada, no se puede ver sino tan sólo un extremo de la misma. Y en ese extremo concentra el pintor a los náufragos apretados, tanto los vivos como los muertos, en un desgarrador instante muy trágico. Los vivos queriendo no desfallecer en solitario, creando así la imagen de un único cuerpo compacto que lucha ahora por sobrevivir. Aparecen hundidos o aferrados a alguna esperanza. Agitan algunos sus brazos, o lo que sea, hacia un horizonte en el que apenas se vislumbra la silueta salvadora del Argus, un carguero que sí se observa en el primer boceto que realizaría el pintor dos años antes. ¿Por qué lo quitaría luego de su obra final? Porque quiso mostrar sin él mucho más la fuerza dramática del desolador instante. Un año después de la tragedia se llevaría a cabo un juicio en Rochefort, el puerto desde donde saliera la flota. Un tribunal militar enjuiciaría entonces al capitán de Chaumereys. Uno de los testigos que sufriera el suceso fue el tripulante de la fragata Phillip D´Anrevs, que declararía compungido, abnegado y sincero, estas duras palabras ante los jueces: Los últimos tres días son borrosos y monótonos. Transcurrieron entre nuestro canibalismo imperdonable y la lucha por encontrar una razón para seguir existiendo. Creo que fui el primero en ver algo diferente a la masa uniforme de mar y cielo. Me incorporé y agité mi camisa, desesperado. No me vieron, no giraron. Entonces, frenéticamente, Corréad me alzó sobre sus hombros con la ayuda de Sivigny. Estábamos todos muy débiles, pero logramos que mi camisa, hecha jirones, flameara ahora más alto todavía. Y entonces lo vimos... Unos pocos hombres se revolvían en la balsa luchando contra la muerte. Llorábamos. Gritábamos. Algunos estiraban el cuello para ver qué sucedía. Otros cerraron los ojos para no ver la incierta realidad. Pero, entonces fue, entonces, cuando todos me escucharon decir: ¡El carguero ha virado, viene, viene hacia nosotros...!

(Obra actual del pintor chileno Benito Ricardi, La duda; Óleo del pintor Théodore Géricault, La Balsa de la Medusa, 1818, Louvre; Cuadro-ilustración del artista Winston Chmielinski, Hombre-Mujer pájaro, actual; Cuadro El regreso moderno del hijo pródigo, 1882, del pintor francés James Tissot, Museo de Nantes, Francia; Óleo del pintor Horace Vernet, Retrato de Théodore Gericault, 1823; Boceto realizado por Théodore Géricault sobre La Balsa de la Medusa, 1816, donde el autor refleja un primer intento de su obra, y en el que ahora se aprecia la silueta del barco rescatador al fondo, barco que finalmente el pintor descartó en la obra definitiva, donde apenas lo situó como un punto en el horizonte, Museo del Louvre, París.)

2 de enero de 2012

La paciencia, el propósito y los deseos humanos ante el advenimiento de la incertidumbre.



Griselda fue el personaje literario de uno de los cuentos que Giovanni Boccaccio (1313-1375) incorporase dentro de su obra maestra El Decamerón. Narraba la leyenda del marqués de Gualtieri, un heredero indolente, desconfiado y sesudo que, obligado por su linaje, debía ahora elegir esposa a pesar de las pocas ganas que él tuviese para hacerlo. Así que, en su afán por no dejarse dirigir ni por razones sociales ni familiares, decidiría el marqués que la elegida fuese Griselda, la joven, hermosa, dulce y bella hija de un pastor de su comarca. Ella, asombrada antes y pronto enamorada después, aceptará entusiasmada la oferta matrimonial del marqués. Pero, motivado por sus antiguos temores y desconfianzas, Gualtieri desea poner, crudamente incluso, a prueba la paciencia de la confiada Griselda. Así que cuando tuvieron a su primera hija dejaría el marqués entender a Griselda que sus amigos y parientes no acabarían por aceptar tal descendencia plebeya. Debía deshacerse entonces de ella... Para esto le enviará un sirviente al que deberá entregar a la recién nacida. Ella, sin embargo, terminaría por comprenderlo. Entendería sus deseos y, serenamente, acabaría aceptando sus terribles designios. Luego incluso el marqués terminaría por pedirle hasta la dispensa matrimonial, argumentando que ella no podría continuar unido a él ya que, por su alto nombre y solar, sería una barbaridad compartir su noble vida con una vulgar campesina. Todo lo aceptaría pacientemente Griselda. Al final hasta le dice ella: Señor, yo siempre he sabido de mi baja condición y de que ésta de ningún modo era apropiada a vuestra nobleza. Lo que he tenido con vos, de Dios y de vos sabía que era y nunca mío lo hice y tuve, sino que siempre lo tuve por prestado; si os place que os lo devuelva a mí me debe placer devolvéroslo. Gualtieri, comprendiendo que la paciente virtud de su mujer le había convencido totalmente, no pudo mantener por más tiempo la maquinal estrategia dubitativa. Entonces le anunciará a ella, decidido: Griselda, tiempo es de que recojas el fruto de tu paciencia. Porque no quise errar en mis temores a prueba te puse; pero, ahora, recibe a tus hijos y a mi vida.

Cuando el semanario norteamericano The Saturday evening Post decidiera publicar su portada aquel desolado fin de año de 1932, pensaría entonces que sería muy apropiada la que el ilustrador, artista y pintor Joseph Christian Leyendecker (1874-1951) había compuesto para su diseño informativo. Ese año 1932 había sido el más terrorífico año a causa de la dura quiebra económica que el país padecía desde hacía tres años. El nuevo año 1933 se presentaba cargado de esperanzas y los deseos de todos se aunaban en el firme propósito de que todo acabaría pronto, de que el nuevo año vendría cargado de promesas, bendiciones y cambios. Sin embargo, tan sólo fue el comienzo de un vano deseo, ya que la profunda crisis económica de los años treinta no terminaría, en el mejor de los casos, ni siquiera en los cuatro años siguientes a ese final de año de 1932. Todo había empezado mucho antes, antes del famoso crac bursátil del año 1929, antes, incluso, de los despilfarradores y alegres años de la década de los veinte. Todo empezaría realmente en los confiados, solemnes, atildados, frágiles y acechantes años anteriores a la Primera Guerra Mundial. Aquellos años incrementaron peligrosamente la autoconfianza, el orgullo, la fuerza, la temeridad y la osadía.

Ese mismo artista Leyendecker ilustraría también aquellos engañosos, falsos y atrabiliarios años anteriores a la contienda mundial. Aquella Guerra mundial del año 1914 terminaría metabolizando lo que luego acabaría explosionando tiempo después y que generaría otro horror mucho peor -la Segunda Guerra mundial-, algo que solo unos locos años veinte habrían sosegado, anestesiados, antes de que todo volviera a cambiar, inevitablemente, apenas diez años después de aquel terrible crac económico. Es así como la incertidumbre sobreviene a veces, una emoción que subyacerá siempre debajo de toda incierta realidad, aunque ésta resulte ser luego algo que no acabe por ser ya del todo así, aun a pesar de parecerlo antes, pero que ahora, sin embargo, no lo acabará siendo finalmente... El gran creador holandés Rembrandt pintaría en el año 1655 una obra que no terminaría por titular. Por tanto, no hay certidumbre ahí, no sabemos ahora qué personaje realmente representaría la obra. Los historiadores acabaron titulándola Hombre con armadura. ¿Quién fue realmente el retratado? ¿Qué personaje histórico o legendario quiso retratar el genial artista barroco? Nadie lo sabe. Parece ser Alejandro Magno, pero sólo lo parece. Puede representar también cualquiera de los dioses griegos más guerreros, pero, ¿cuál de ellos? Un pendiente se observa incluso en la oreja de su perfil retratado. Un rostro, por otra parte, que no parece caracterizar la figura fuerte, decidida, adusta o fiera de un guerrero heroico; no, sino que ahora se vislumbra en su imagen la serena y pensativa mirada de un hombre que duda, de un ser humano ahora que reflexiona, vagamente, antes de tomar ya su última, ineludible o más difícil andadura...

El pintor francés Émile Friant (1863-1932) moriría justo antes de que aquel duro año de 1933 empezara a balbucear. Había sido educado en el estilo naturalista propio de su época realista, donde los lienzos entonces debían satisfacer a una clientela autocomplaciente y burguesa. Sus obras realistas retrataban la vida y las costumbres correctas de aquella sociedad de finales del siglo XIX, esa generación ocultamente espantosa que llevaría al abismo de la Primera Guerra Mundial. Pero en el finisecular año de 1899 el pintor naturalista decide componer una obra muy diferente, para nada realista sino del todo misteriosa y enigmática. La obra, titulada Viaje al infinito, conseguía aturdir al espectador que la observara -más todavía en aquellos años- ante la simple, pero compleja, imagen tan desconcertante que representaba la pintura. Un hombre solo se elevaba en el cielo, poco a poco, subido en un globo aerostático..., una tecnología que sería superada además muy pronto en aquellos años. Pero, no era este artefacto entonces, inventado ya por el hombre más de un siglo antes, lo verdaderamente importante aquí. El pintor recortaría en el encuadre de la obra enigmática parte de su amarillenta imagen excéntrica. Ante un cielo brillante, maravilloso, luminoso y prometedor, se contrastaba una tierra oscura, nebulosa, rocosa y compuesta incluso de formas abismales como terroríficas figuras simbólicas... Unas figuras como nubes ensombrecidas de súcubos -diablos femeninos infernales- que representaban lo más abismal, terrenal, destructor o fatalmente seductor del mundo despiadado. ¿Sería todo eso un simbólico presagio por entonces -año 1899-, un desesperado, triste y terrible presagio, de lo que acabaría sucediendo apenas quince años después? Algo que avisara a los seres humanos de lo que, verdaderamente, habría que tratar de hacer por entonces, sin embargo: ¡elevarse!, huir así -espiritualmente- de los engañosos y ofuscados alardes civilizados de un mundo equivocado y peligroso. Y hacerlo ya, rápidamente, mucho antes de lo que, quince años después, acabaría de un modo inapelable y terrorífico por llegar a suceder en el mundo.

(Ilustración de la portada del Saturday Evening Post del 31 de diciembre de 1932, pintada por el artista norteamericano Joseph Christian Leyendecker; Lienzo Griselda, 1910, del pintor norteamericano Maxfield Parrish, 1870-1966; Ilustración de los años de la Primera Guerra Mundial, 1914-1918, en donde se observan, lustrosos y confiados, tanto a oficiales como a una enfermera sobre la borda de un orgulloso crucero naval, del artista Leyendecker; Óleo del pintor holandés Rembrandt, Caballero con armadura, 1655, Museo de Glasgow, Inglaterra; Cuadro Viaje al infinito, 1899, del pintor francés Émile Friant.)

27 de diciembre de 2011

La más arraigada y detestable de nuestras emociones: el miedo.



Cuando en el año 1806 el filósofo Hegel (1770-1831), asomado a la ventana de su vivienda en Jena, observase pasar a un Napoleón victorioso comprendería entonces que no podía ser otro que aquel espíritu universal que ideara con su teoría dialéctica de la historia. Para ilustrar mejor esa teoría Hegel la narraba como si de una novela de formación se tratara. En ella el héroe es ese espíritu o individuo que, en sus descabelladas, sucesivas y erráticas experiencias, no consigue entender nada de lo que quiere y que, a cambio, al querer saber siempre más de lo que sabe, terminará confundiéndose a sí mismo. Entonces acabará padeciendo una contradicción, la misma que hay entre la capacidad de entendimiento limitada -la que tiene ahora- y lo que no llega a comprender del todo -lo que ahora se le escapa-, la pared contra la que constantemente se estrella. Pero los golpes le llevarán a comprender que se encuentra finalmente en el camino. Ahora alcanzará a percibir la diferencia entre lo que se dice a sí mismo -aquello de lo que se trata según él- y lo que no sabe aún -la pared contra la que se golpea insistente-. Esta concienciación alcanzará, finalmente, la síntesis, lo que llevará al espíritu a superar la diferencia entre sí mismo (tesis) y la pared lastimosa con la que se enfrenta (antítesis). Este espíritu universal (o este individuo) se elevará en más conocimiento a medida que más contradicciones esté dispuesto a asumir. Así que entonces, octubre del año 1806, el más invicto de los espíritus, el más experimentado ser, su héroe -Napoleón-, está ahora desfilando justo por delante mismo de los ojos del avezado filósofo. 

Y todo eso llevaría a Hegel a realizar una interpretación de la Historia Universal. Las enormes contradicciones ocasionadas por la fallida Revolución francesa, por ejemplo, habían llevado al héroe vencedor, a ese espíritu universal -Napoleón-, a querer sublimarlas con su imperio poderoso. Sin embargo, no sería ese ya el fin de la historia, de aquella historia que asombrara por entonces al idealista filósofo. En absoluto. Tiempo más tarde, cuarenta años después, otro filósofo alemán, el materialista Karl Marx (1818-1883), utilizaría esa misma dialéctica filosófica para adaptarla ahora a su nueva teoría materialista. Porque ahora no es el espíritu el que describe, según Marx, la realidad histórica; ahora lo que está en contradicción es la terrible maldición de los inhumanos y explotadores medios de producción, de la despiadada vida desolada y de los seres humanos que la sufren o viven por otros. El Realismo estético vino a mediados del siglo XIX a querer describir esta contradicción existencial, algo nunca visto antes en la historia. El miedo social acabaría depositándose en el inconsciente colectivo de los humanos. Porque era este un miedo nuevo, un miedo que se producía no solamente por el desgarramiento de la guerra, de la enfermedad o de la muerte, sino un miedo al que se añadiría ahora la sociedad coercitiva, industrial y despiadada, un entorno social que vendría a describir la realidad más pavorosa y terrible de los seres humanos. Y los autores, pintores y escritores que vivieron esos crueles años -el tercio central del siglo diecinueve- plasmaron en sus obras realistas con toda crudeza el fiel dramatismo de las vidas desamparadas que se azoraban por un mal que las perseguía sempiternas. Y el Arte emotivo e inspirador trataría, a cambio de la distante filosofía, de enternecer las conciencias de los seres humanos -las de nosotros- para hacernos ver la fragilidad de la sociedad y de los seres que la sufrían.

Existió un dios mitológico de la Antigüedad griega llamado Pan que era protector de los rebaños y de sus pastores. Pero este dios, por su aspecto deforme y salvaje, parte bestia y parte humana, acabaría por ser muy temido por los hombres. Así que el dios Pan se convertiría entonces en un símbolo de lo más terrible, tanto que originaría con el tiempo el conocido término pánico. El caso fue que, con sus estentóreos gritos aterradores, asustaría a todos los seres vivientes por entonces. Nadie sabía muy bien por qué, exactamente, el dios Pan comenzara a gritar de ese modo tan horrible. ¿Vería algo Pan que los demás seres no fuesen capaces de percibir? Él, realmente, no era un dios como los demás dioses: no era inmortal. Era el único de los dioses paganos griegos que no lo era. Esto acabaría por ser luego providencial en la historia. En principio el Cristianismo lo tomaría como un motivo extraordinariamente útil para terminar con el odiado Paganismo, haciendo creer a todos, y proclamando así, su afortunada y definitiva muerte para siempre. Pero también ahora, ¿por qué no?, podría ser una oportunidad providencial para elevar otra sensación necesitada por todos: que el temor que inspirase alguna vez algún pánico no permanecerá nunca, que siempre terminará, que todos podemos sentirlo pero que no es inmortal. Que no sobrepasará nunca la mera sensación de oír su grito terrible, tan soez, bestial y desolado, a la realidad de que no llegará a sobrevivir, siquiera, al mínimo gesto que nos llevará entonces de percibirlo a comprender, finalmente, que todo termina.

(Óleo del pintor francés realista Alexandre Antigna, El Rayo de luz, 1848, Museo de Orsay, París; Cuadro La larga sombra, 1805, del pintor alemán neoclasicista Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, 1751-1829; Cuadro realista El fuego, 1851, del pintor Alexandre Antigna, Orleans, Francia; Óleo Pan conforta a Psique, 1874, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Naufragio a la luz de Luna, 1830, Berlín.)

23 de diciembre de 2011

El necesario desafío de la cumbre mágica o el pulso artístico y obsesivo de perseguir algo.



Desde ese lugar en el cual se ve la silueta de la montaña fascinante sentiremos acercarnos al sentido de todo. Es como entendemos que, desde siempre, hemos esperado verla grandiosa y sentirnos parte de ella. También para justificarnos como seres capaces de pensar, de crear o hasta de hacer saltar por los aires todo lo que sea. Pero, sobre todo, para poder admirar su grandeza, su infinita, abrumadora, inspirada y serena grandeza. Cuando el pintor postimpresionista Paul Cézanne (1839-1906) necesitara alejarse de todo, incluso de los suyos, viajaría a la luminosa y mediterránea Provenza para encontrarse mejor a sí mismo. Y allí, desestabilizado por la enfermedad y sus problemas conyugales, alquila un pequeño estudio desde donde poder pintar. Fue entonces que, desde una de sus ventanas, aparecería, impresionante y majestuoso, el perfil inquietante y mágico de la anhelada montaña de Sainte-Victoire. Tanto le obsesionaría esa montaña a Cézanne que la tuvo que pintar, al menos, en doce ocasiones, desde distintos lugares, desde diferentes ángulos, desde separados momentos de luz, desde todos sus estados de ánimo, hasta el final de su vida. Cuando muchos años después, en 1936, el escritor norteamericano Ernest Hemingway publicara uno de sus famosos cuentos en Esquire, acabaría poniéndole el exótico título de Las nieves del Kilimanjaro. En este pequeño relato quiso el escritor americano expresar el contraste curioso que supone la vida atribulada de los hombres. Por un lado, la auténtica vida real, la que vivimos anodina y dejaremos pasar -y que no contaremos a nadie- sin asombrarnos; por otro lado, frente a aquella, la que imaginamos ávidos en los grandiosos y falsos escritos inventados de la ficción.

Es como si no quisiéramos entender que la única razón de vivir es sólo haberlo hecho, nada más. Es como si no comprendiéramos o aceptáramos que la única forma natural de completar la vida es sólo morir después, serenamente.  Hemingway describe al protagonista de su relato herido ahora muy grave por un accidente de caza en África. Observa él además cómo todo su mundo, toda su vida, se le acaba muy pronto, inevitablemente. A la espera de recibir un imposible socorro, tiene entonces un sueño, una fantasía providencial que le hace imaginar estar volando en una avioneta, desde donde conseguirá salir de todo ese destino fatídico y poder salvarse. De pronto, divisa por una ventanilla del avión la cumbre nevada del monte más alto de África, el Kilimanjaro, y comprende ahora, inconscientemente, que es ahí hacia donde se dirige... Por fin, cierra los ojos definitivamente. El autor prologa el relato con la descripción de la montaña africana y una pequeña fábula local que cuenta que una vez encontraron, seco y helado, el esqueleto perdido de un leopardo muy cerca de la cumbre. Desde entonces nadie se había podido explicar qué haría un animal como ese allí, tan lejos de su medio ambiente, qué estaría buscando ahí -inútilmente- un felino ahora tan desorientado y perdido. El escritor alemán Thomas Mann explicaría en su novela La montaña mágica lo siguiente: Lo que el personaje ha aprendido a entender es que toda salud superior (todo fin deseado y elevado) tiene que pasar por la profunda experiencia de la enfermedad y de la muerte (del dolor, del desafío). Hacia la vida -continúa otro personaje de la novela- hay dos caminos, uno es el habitual, el directo y formal, el otro es malo y nos llevará sobre el dolor, sin embargo este es el camino genial. Esta idea de la enfermedad y la muerte como un paso necesario hacia el saber, la salud y la vida, hace de La montaña mágica una novela de iniciación extraordinaria.

Cuando para su hija Alcestis -una de las más bellas doncellas mitológicas- decide su padre unirla al más grande de los hombres de Grecia, solicita a los candidatos que sólo aquel que pueda llegar montado en un carro, tirado de leones y jabalíes, sería quien consiguiese su mano. Admeto, rey de Feres, quiso obtener a la bella Alcestis como fuese. Para ello, sabía él, únicamente con la ayuda de Apolo podría conseguirlo. El dios acepta, a cambio, sin embargo, le pide su propia vida, o la de cualquier otra persona que por él se cambie. Tras intentar, sin éxito, encontrar alguien que lo hiciera, con audacia acepta su destino aceptando él mismo el reto. Sin embargo, tratará después de no pagar su deuda. Luego de haber obtenido -gracias a la ayuda divina- su objetivo, Apolo le pide su deuda. Cuando Alcestis sabe lo que él había hecho para obtenerla, decide entonces ser ella ahora la que salve a Admeto de su deuda -cambiarse por él entregándose a los dioses-. Así fue como Apolo acabaría enviando finalmente a ella al Hades, el infierno griego. Tiempo después, Admeto le cuenta a su amigo Hércules, el más poderoso semidiós, el trágico fin de su amada. Compasivo con su amigo, recorre decidido la distancia profunda que le llevaría hasta el oculto inframundo. Así salvaría Hércules, entre luchas, dificultades y soledades, a la bella, enamorada y generosa Alcestis.

(Fotografía de la montaña africana Kilimanjaro, de 5895 metros, Tanzania; Fotografía de la silueta de la pequeña cordillera de la Sierra Sur sevillana, no siempre vista a consecuencia de la bruma, 2011; Óleo del pintor Paul Cézanne, La Montagne Sainte-Victoire, 1895, EEUU; Cuadro La Montagne Sainte-Victoire, 1906, del pintor Paul Cézanne, Tokyo, Japón; Óleo Rapto de Alcestis, 1867, del pintor Paul Cézanne; Cuadro del pintor Matisse, La alegría de la vida, 1906, EEUU.)

19 de diciembre de 2011

Los arquetipos humanos: ¿modelos de lo que somos o de lo que queremos ser?



Navegando el héroe griego Ulises de regreso a su tierra luego de luchar en Troya, cuenta la leyenda que cerca de la isla de Eolia decidió arribar en ella para poder descansar y avituallarse. El rey de aquella isla era Eolo, dios de los vientos y las mareas, el cual los acogería hospitalariamente. Al final de su estancia, cuando preparaban su barco para volver a surcar las difíciles aguas, Ulises recibió de Eolo un curioso presente. Era un pequeño odre donde dentro se guardaban, encerrados, todos los vientos y tempestades del mundo. Pero como casi todos los regalos escondidos, o como casi todas las ofrendas gratuitas de los dioses, ocultará el verdadero precio o la condena de lo que, secretamente, esconden. Los hombres de Ulises, ahora curiosos y avezados, llevados así por una codicia imaginaria, terminarían mirando dentro del odre. De pronto, al abrirlo, se desatarían todos los vientos, tormentas y huracanes del mundo. Agotados, desorientados y heridos, con la nave totalmente deshecha, pudieron luego, sin embargo, avistar una tranquila tierra a lo lejos. Esa tierra era la isla de Eea. Ulises, prudente, decide que sólo un pequeño grupo de hombres explore la isla. Al regresar el grupo el héroe ve llegar solo a uno de sus hombres, uno que, asustado, le narra ahora lo que les había sucedido a todos. Porque llegaron a un maravilloso palacio, les dejaron pasar y les acogieron encantados y dispendiosos. Allí reinaba una bella, agradable y seductora mujer que les invitaría a beber a todos. Sin embargo, él se negaría desconfiado. Luego observa cómo sus compañeros se convierten en cerdos aunque manteniendo la razón y el entendimiento. Para ese momento huyó despavorido sin mirar atrás. 

Ulises debe recuperar ahora a sus hombres. No lo pensó mucho y acudiría a ese palacio misterioso. Pero por el camino algo le sucede. Los dioses que dirigen la vida de los hombres le habían enviado a Hermes para, protegiéndoles, darle así un providencial brebaje. Con esa bebida evitaría Ulises cualquier posible transformación o maldad que alguien le causara. Cuando Ulises llega al palacio descubre a Circe, la hermosa reina de aquella isla maldita. Ella le recibe agasajándolo con comidas y bebidas maravillosas. Pero a Ulises todo ese maleficio no le hizo ningún efecto. Circe entonces, asombrada, quedaría rendida y enamorada de Ulises, vencida ahora para siempre a los pies del héroe. Para el famoso psicoanalista Carl Jung el contenido del inconsciente colectivo, reflejo de un inconsciente global -que es el inconsciente realmente objetivo-, lo formarán todos y cada uno de los elementos inconscientes primordiales que él dio en llamar arquetipos. También los denominaría imago, imágenes primordiales. Los arquetipos son una forma innata consecuencia de la experiencia de siglos en la vida de los hombres. Jung afirmaba que en el mundo primitivo existía una especie de alma colectiva. Y a ésta con el paso de los años, las evoluciones, las luchas, los enfrentamientos, las oposiciones, los descubrimientos, las carencias, las inclinaciones o los deseos se incorporarían de cada persona aquel pensamiento o aquella conciencia individual. Esto configuraría el comportamiento y el destino que cada uno debía tomar en su vida. Nunca dejaba el arquetipo de condicionar la conducta final, que regía siempre cada particular tendencia personal que se tuviera. En general había tres grandes caminos o rasgos que condicionaban a los individuos: el camino del conocimiento, el del poder y el del amor. Por tanto, entonces, ¿qué somos nosotros realmente? ¿Qué destino, si es que existe, de un modo independiente podremos elegir o no nosotros? ¿Arrastraremos a nuestro arquetipo, o éste nos arrastra, inevitablemente, a nosotros?

(Imágenes de arquetipos culturales: Óleo del pintor prerrafaelita inglés John William Waterhouse, El círculo mágico, 1886, representación de una maga; Cuadro del pintor francés Henri Fantin-Latour, Charlotte Dubourg, 1882, hermana de la esposa del pintor, una mujer decidida, fría y calculadora, nunca se casaría; Cuadro El caballero andante, 1870, del pintor John Everett Millais, representación del héroe medieval, caballero que llevará la pesada carga de liberar a los demás sin liberarse a sí mismo, Tate Gallery, Londres; Óleo Circe, 1891, del pintor John William Waterhouse; Cuadro del pintor Max Slevogt, Don Juan, 1912, personaje condicionado por un estereotipo que supera la verdadera razón de sus deseos; Óleo del pintor Waterhouse, Santa Eulalia, 1885, maravilloso escorzo de la representación del cadáver matirizado de una santa, personaje entregado hasta la propia destrucción de su ser; Cuadro del pintor Max Slevogt, Danza de la muerte, 1896, donde se representa al personaje abandonado, frívolo y autodestructor; Extraordinario cuadro del pintor Johann Heinrich Wilhem Tischbein, Goethe en la campiña de Roma, 1787, Alemania, que representa al individuo creador, inspirado, poeta y lleno de mundos y de belleza.)

16 de diciembre de 2011

El Arte como anticipación, como reivindicación o como sentido del mundo.



Cuando la Revolución Francesa llegó a su máximo momento de tensión durante el año 1793, uno de sus personajes más devotamente revolucionarios lo fue el radical Jean-Paul Marat (1743-1793). A su inteligencia y capacidad política acompañaba una feroz, despiadada y cruel personalidad jacobina. Entendió, quizá antes que nadie en la historia, la extraordinaria fuerza del pueblo y sus masas para conseguir los propósitos ideológicos más personalistas, arribistas o temibles que una mente humana pudiera concebir. Su carismática influencia llegaría a ser tan poderosa y decisiva que pocos llegaron a superarle en retórica populista. Porque él, que había argumentado contra la pena de muerte años antes, no tuvo ninguna duda en aplicarla luego al mismísimo rey Luis XVI y a sus defensores y partidarios. Fue así como, a finales del siglo XVIII, Marat quiso conseguir el mayor y más radical cambio social posible para una mitad de la sociedad, sin contar para nada con la otra mitad opuesta. El gran pintor francés Jacques-Louis David (1748-1825) alcanzaría, con su estilo neoclásico, conseguir crear obras de Arte esplendorosas, propias del momento histórico que le tocó vivir. Partidario de las nuevas ideas de cambio y progreso que inspiraron inicialmente la Revolución, acabaría acercándose luego demasiado a personajes radicales y furibundos, como fueran Robespierre y Marat. Amigo de ambos, terminaría siendo el pintor oficial del primer movimiento revolucionario francés. Había pintado al primer mártir que la Revolución tuviera, Louis Michel Le Peletier, un abogado y jurista jacobino que fue asesinado el 21 de enero de 1793 por los enemigos de esa Revolución. Así que cuando Marat apareció tiempo después asesinado en su propia bañera, llamaron al pintor David para que inmortalizara ese momento trágico, tal y como había hecho antes con Le Peletier.

Había que encumbrar ahora, con esa muerte heroica, trágica y clásica, la figura divina del gran defensor y prohombre de la Revolución. Su amigo David lo pinta de modo magistral, enmarcado Marat con los símbolos que glosarían su sacrificio revolucionario. Un sacrificio profano pero, también, un sacrificio divino al fin y al cabo. Como alguno de aquellos geniales cuadros clásicos que hubiese visto años antes en la Roma renacentista y cristiana, ahora el neoclásico David deseaba representar del mismo modo al malogrado Marat, como un nuevo mesías caído por la gloria de la Revolución francesa. La figura del asesinado dispone en el cuadro de David de los matices de un Cristo abatido, donde ahora la dolorosa es su letal pluma y su bañera acogedora, matizada además de lienzos blancos y verdes, símbolos de pureza y esperanza. Todo un prodigio artístico que glosaría a una ideología social que determinaría la tendencia más desgarradora y violenta que aquellos difíciles, duros y sangrientos años tuvieron y que, luego, incluso, avanzarían despiadadamente mucho tiempo después en todo el mundo. Los enemigos de aquella radicalización revolucionaria fueron los girondinos, la otra mitad social opuesta de Francia. Una de aquellos lo fue Charlotte Corday, una joven aristócrata francesa que estaba convencida de que Marat y su prodigiosa pérfida personalidad influyente eran lo peor entonces de las posibles causas a eliminar. Tal pasión ideológica la llevaría, del mismo modo, a querer sacrificarse también por su propia causa, pero en su caso justo por la causa contraria que representaba el cuadro inmortalizado por David. Este creador, el gran pintor neoclásico francés, no la pintaría a ella entonces en su obra maestra. No, entonces no era ella lo importante. Sólo, acaso, escribiría el pintor su nombre en un papel que el asesinado sostiene en su mano muerta. Pero, todo acabará transformado con los años y las tendencias veleidosas de la vida. Cuando cayó el terrible Robespierre y toda su maléfica revolución, el pintor David tuvo que huir entonces de Francia.

Hasta que Napoleón llegó y lo salvó, y lo requirió entonces como al gran pintor del imperio que fuese también el gran creador David. Luego, cuando el emperador también acabase, terminaría por completo la gloria del gran pintor neoclásico francés y, con ella, su genial obra de Arte más revolucionaria y más significativa de entonces: La muerte de Marat. Los tiempos, sin embargo, cambiaron con los años. Todo cambiaría. Así que cuando el pintor academicista francés Paul Baudry (1828-1886) decidiera mucho tiempo más tarde, en el año 1860, pintar ahora un cuadro sobre la fallida primera revolución, entonces todo sería muy diferente de antes. Ahora era Charlotte Corday la heroína, la gran defensora de Francia, la mártir que se mantuvo quieta y digna, sin huir, después de terminar con la vida del ominoso y malvado Marat. Tan sólo cuatro días después de su crimen, Charlotte Corday sería ejecutada, inapelablemente, por los revolucionarios jacobinos de entonces. La grandeza artística los creadores la consiguen, además de por su genialidad estética, cuando se anticipan a su propio tiempo artístico. Doménicos Theotocópoulos -El Greco- (1541-1614) ha sido uno de los más grandes pintores de la Humanidad. Quizás el más anticipador de todos. En la primera imagen de la entrada vemos su obra titulada Vista de Toledo. En ella el autor español de origen griego consigue, en el temprano año de 1614, toda una extraordinaria obra expresionista muy posterior, anticipando así la creación artística unos trescientos años casi. Para su época, debía haber sido difícilmente comprensible saber qué pretendía expresar con sus trazos y sus colores inéditos el pintor cretense. A su lado la comparo con una excelente fotografía titulada Paisaje (de la web tumblr-media bookmarking). De este modo observamos ahora cómo un Arte y otro consiguen lo mismo: asombrar y emocionar. Aunque la causa en ambos es muy diferente: uno es una creación de la nada, tan sólo de la mente de un hombre; el otro surge de una creación también, pero de algo ya existente, de una Naturaleza maravillosa pero existente.

Más adelante incorporo dos imágenes de dos obras del siglo XVIII de un mismo personaje histórico: María Luisa de Parma, reina que fue de España al casarse con el rey español Carlos IV de Borbón. En la primera imagen, mucho más joven María Luisa, aparece hermosa y radiante como la pinta el pintor neoclásico alemán Anton Raphael Mengs (1728-1779) en el año 1765, año de su matrimonio real y con sólo catorce años de edad ella. El otro cuadro, también de la reina española, lo pintaría el genial Goya en el año 1789, cuando la reina había perdido su lozanía juvenil así como toda su dentadura. En este caso el Arte viene a reivindicar una belleza zaherida. Seguidamente otra obra de Arte anticipadora -sin saberlo entonces siquiera su autor- de una fotografía actual, caso que viene a comparar también ahora aquí un Arte con otro... El pintor ruso Iván Aivazovski (1817-1900) consiguió plasmar en el año 1882 una hermosa puesta de Sol en la exótica, romántica y exultante ciudad turca de Constantinopla. Sin embargo, la actual y excelente instantánea fotográfica Atardecer y Mar (de TrekEarth) justifica ahora aquí el óleo de Aivazovski con los calificativos más anticipadores de lo que, cien años antes, tan sólo una creación humana artística pudiera, fiel y bellamente, por entonces así conseguir.

Cuando en el año 1559 el duque de Alba recomendase al rey español Felipe II los oficios de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola (1532-1625), ninguno de los grandes pintores de la corte española pudo imaginar por entonces la gran capacidad artística de ella. Llegaría a retratar al monarca español en algún momento de su vida, se supone que alrededor del año 1580, en un famoso cuadro histórico de salón. Retrato que no acabaría catalogado en el Alcázar Real madrileño -lugar donde se custodiaban entonces muchas obras artísticas- a nombre de esa pintora italiana sino al de otro pintor, el entonces pintor español Pantoja de la Cruz. También se pensaría durante algún tiempo que había sido otro pintor, Alonso Sánchez Coello, y no aquella el autor de tan regio retrato artístico tan excelente, quizá por el parecido estilístico de la obra con este pintor español, además su maestro -el de Sofonisba- en la corte española, al que ella seguiría en su carrera artística en España. Hasta el año 1990 no se afirmaría categóricamente la verdadera autoría de este famoso retrato de Felipe II: la extraordinaria pintora italiana que fuera Sofonisba Anguisciola.

(Óleo de El Greco, Vista de Toledo, 1614, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Fotografía Paisaje, de la web tumblr-media bookmarking; Cuadro Retrato de María Luisa de Parma, del pintor Anton Raphael Mengs, 1765; Óleo del pintor Goya, María Luisa de Parma, 1789; Cuadro Constantinopla, 1882, del pintor ruso Iván Aivazovski; Fotografía Atardecer y Mar, de TrekEarth; Cuadro Autorretrato con Bernardino Campi, 1550, de Sofonisba Anguisciola, con la curiosidad de dibujarse la pintora a la vez con su primer maestro italiano, el pintor Campi, utilizando el inédito recurso de ser pintada por el mismo a la que ella retrata; Óleo Felipe II, 1580, de la pintora italiana Sofonisba Anguisciola, Museo del Prado; Cuadro del pintor francés David, Muerte de Marat, 1793, Bruselas; Óleo del pintor academicista francés Paul Baudry, Charlotte Corday -muerte de Marat-, 1860, Nantes, Francia.)

10 de diciembre de 2011

El equilibrio en el Arte, como en la vida, es más ahora la ausencia que la presencia de algo.



En una fría tarde de noviembre del año 2003 descubrí, sobre uno de esos tenderetes callejeros que se organizan para volver a dar vida a libros leídos por otros mucho antes, una pequeña edición antigua que se agazapaba solícita, huérfana, amarillenta y desolada entre los moribundos y resignados libros que esperaban de nuevo vivir. Es una grata sorpresa al hallarlos descubrir la huella personal de quienes lo tuvieron antes. En ciertos libros, he de confesarlo, no sólo he fechado y firmado el ejemplar adquirido sino que he escrito también algún comentario en él. El pequeño libro antiguo descubierto entonces era una pequeña obra del escritor británico Graham Greene (1904-1991) y titulada El que pierde gana. En la primera página del libro escribí: Antes de mí fue de otro. Ahora, más de veinte años después, me sedujo la misma historia: ganar, tener, perder... La interesante vida de este escritor comienza muy joven, cuando incluso entonces decide cambiar de religión. Luego se casaría con una joven convertida también al catolicismo. Una mujer a la que enamoraría a través de una apasionada y romántica relación epistolar. Hombre muy complejo, Greene tuvo precoces intentos suicidas consecuencia de una personalidad difícil y esquizofrénica. Intentos que al parecer sólo pudo soslayar con una decidida, enfrentada y desesperada religiosidad. Conocido más por sus elaboradas creaciones de espionaje y suspense, fue sin embargo un escritor que trataría de plasmar un profundo trasfondo espiritual en sus novelas, trasfondo que, sin embargo, no acabaría por ayudarle a encontrar sus necesitadas respuestas.

Graham Greene conoció a finales del año 1946 a una mujer de la que quedaría enamorado para siempre. Catherine Walston (1916-1978) era la hermosa y joven esposa norteamericana de un político británico, Harry Walston. Aunque había tenido ya cinco hijos, a sus treinta años Catherine era aún una atractiva mujer, mundana, extrovertida, frívola y seductora. El autor inglés no pudo resistirse y acabaron siendo amantes. La furtiva y desconocida relación fue descubierta hace tres años gracias a unos poemas de Graham dedicados a ella. La relación duraría trece años, hasta finales de 1959, cuando ella lo abandonaría por otro amor también furtivo. Cuando Catherine falleció en  el año 1978 alcoholizada, su marido decidió escribirle al afamado novelista: no debes tener ningún remordimiento, le diste a Catherine algo que nadie más podía haberle dado, se transformó en un ser humano mucho más sensible. La reseña posterior del pequeño volumen descubierto en las estanterías de libros antiguos destacaba estas palabras: La fortuna no regala favores, los vende. Más adelante continuaba: Nunca el hombre es menos desgraciado que cuando se considera desprovisto de todo. El argumento de la obra describe una pareja humilde y sencilla que deciden casarse. Él trabaja para una empresa donde el jefe -Dios- junto a sus socios -los diablos- luchan por mantener su poder y fortuna -la influencia espiritual- en el mundo. En un momento de la narración acuden al protagonista -empleado como contable- para que les haga un trabajo. El jefe acabará admirando su labor y descubriendo la boda del aplicado empleado. Sintiéndose obligado, éste les invita -les regala- una estancia en un encantador, famoso y caro hotel de la costa francesa, lugar donde con su yate les iría a recoger y abonar luego la estancia.

Accidentalmente el jefe -Dios metafóricamente- no puede acudir a la cita. De ese modo comprende la pareja que se han endeudado con el hotel. Que por culpa de no aparecer el jefe -Dios- se encuentran en una situación embarazosa: no pueden pagar todo lo consumido. Decide entonces él probar suerte en el casino. Y consigue, sorprendentemente, ganar. Para ese momento había cambiado su carácter y la forma de ver la vida. Pero ella ahora no lo quiere a él así, tan presuntuoso, materialista y autosuficiente. Lo detesta a partir de entonces. Así que él, ofuscado, maldice a su jefe -a Dios- por haber provocado todo ese caos personal y conyugal en su vida. Ahora, seducido por su fortuita nueva suerte -y su ambición desconocida-, decide enfrentarse a su jefe y acabar así con aquel odioso Dios... Su esposa lo abandona por un amante más romántico. Un amante al que ella valora por despreciar lo material, a pesar de vagabundear también perdiendo por el casino. Cuando el yate termina atracado en el puerto por fin, se acaban entrevistando el protagonista y su jefe -Dios- en una sosegada, inteligente y esclarecedora confesión...  Entonces terminaría entendiendo el contable que no puede ir nunca contra su jefe.  Ahora su jefe le ayudará también a recuperar su esposa. Para lo cual debe él dejarse perder todo lo ganado frente al odioso amante, ahora transformado, sin embargo, en todo un taimado, arribista y ambicioso personaje.

El pintor del barroco español Antonio de Pereda (1611-1678) descendía de un humilde pintor vallisoletano. Este artista había dejado escrito en su testamento que su hijo fuese llevado a Madrid para aprender a pintar con los grandes pintores de entonces. En la capital del reino acabaría ingresando en el taller del maestro madrileño Pedro de las Cuevas. Según cuenta la historia, el pintor Antonio de Pereda nunca aprendería a leer ni a escribir, por lo que eran sus discípulos los que escribían su firma para que terminara por pintarla en el lienzo. Pereda sentía unos anhelos enfermizos por pertenecer a la nobleza. Trataría de utilizar siempre el don, un título que sólo podía ser usado por los grandes señores. Algo que él siempre defendió, ya que decía ser nieto por línea materna de todo un maestre de campo. En el año 1670 pintaría El sueño del caballero, un lienzo donde vuelve a tratar un tema del Barroco español: la vanidad, los deseos materiales que nada tienen que ver con lo verdaderamente importante. Y qué mejor representación para ese tipo de cuadro que un sueño, es decir, que un deseo humano irreal, inconsistente, veleidoso, traicionero y evanescente. En el siglo XIX los poetas se dejaron llevar por el mayor rechazo hacia lo material, uno de ellos, Charles Baudelaire (1821-1867), el más enardecido defensor de lo auténtico y lo efímero de la vida, escribiría: Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riqueza, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos del Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

(Óleo de Antonio de Pereda, El sueño del caballero, 1670, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Portada inglesa del libro El que pierde gana, de Graham Greene; Cuadro El naufragio, del pintor Goya, 1793, Particular, Madrid; Retrato de Graham Greene, obra del pintor francés actual Jean-Luc Bellini, 1948; Fotografía de Catherine Walston, 1945.)

Vídeo de la película El fin del Romance, 1999, basado en una novela de Graham Greene:

5 de diciembre de 2011

La diferencia entre una intención y un hecho malvado, entre el Arte y la obscenidad.



Cuando la pintura española alcanzó en los siglos XVI y XVII una alarmante proliferación de desnudos hubo un fraile, orador y poeta culteranista que se enfrentaría a las obras cuya representación artística incluyese un desnudo. Hortensio Paravicino y Arteaga (1580-1633) se había doctorado en Teología y obtuvo la cátedra de Retórica de la Universidad de Salamanca. Cultivó la amistad de gran parte de los genios del siglo de Oro español (Quevedo, Lope de Vega, etc.). Destacaría su amistad con el genio manierista El Greco, pintor que llegaría a realizarle uno de los retratos más destacados de su estilo. Como consecuencia del grado de preocupación por las imágenes irreverentes que ciertos personajes eclesiásticos -los que detentaban la moral exigida- comenzaron a mostrar en la segunda década del siglo XVII, se publicó en Madrid en el año 1632 un crítico memorial moralista: Copia de los pareceres y censuras de los reverendísimos padres maestros y señores catedráticos sobre el abuso de las figuras y pinturas lascivas y deshonestas que se muestran, y que es pecado mortal pintarlas, esculpirlas o tenerlas patentes donde sean vistas. En ese escrito se incluyeron opiniones de los profesores y doctores, clérigos o no, que tuvieran algo que decir sobre tan delicado asunto.

Paravicino fue tan duro e intransigente con las licencias que los pintores se tomaban al incluir desnudos en sus obras que, por tanto, no se llegaron a incorporar sus ideas en ese memorial. Para fray Hortensio no sólo se debían prohibir la exhibición de pinturas indecentes sino incluso su disfrute privado y la posesión de las mismas. Él, que llegaría a apreciar tanto el Arte, era muy consciente del poder persuasivo de la Pintura. Llegó a afirmar que: era más peligrosa una pintura que una mujer hermosa, pues en el disfrute de aquélla interviene un juicio de valor de naturaleza intelectual que hace que el espectador se encuentre desprevenido ante la amenaza moral, y es mayor el riesgo de la belleza pintada porque en una mujer hermosa ninguna virtud se recrea en ella los ojos tan despacio, y, por tanto, en la pintura hace el descuido mayor a la tentación; y es además una tentación ésta que no asusta, antes la estima el entendimiento, y una tentación estimada ¿qué victoria no tiene cierta?

Es destacable que las opiniones del clérigo intelectual traslucen además el discurso de un apasionado del Arte, del propio valor que el Arte tiene para mover a la imaginación de los seres humanos. La no inclusión de las opiniones tan desaforadas de Paravicino en el memorial del año 1632 fue motivada por el poco interés que los consumidores aristócratas de ese Arte desnudo tendrían en polemizar más de la cuenta. Sobre todo por el atropello que les supondría evitar ahora el goce privado y la posesión de las estimulantes obras maestras. ¿Qué es Arte y qué no lo es? ¿Qué cosa puede provocar ofensa, alteración o disconformidad en una representación y qué no? Una crítica de Arte norteamericana, Linda Nead, se atrevió a discernir sobre la sutil frontera del Arte y la obscenidad. Nos dice: Moviéndose el desnudo hacia la obscenidad es el borde de la categoría, el límite entre arte y obscenidad. El cuerpo femenino -algo natural, inestructurado- representa lo que está fuera del campo propio del arte y del juicio estético; pero el estilo artístico y la forma pictórica contienen y regulan el cuerpo y lo hacen objeto de belleza, apropiado entonces tanto para el arte como para el juicio estético.

(Óleo del pintor William-Adolphe Bouguereau, Desnudo sentado, 1884, Museo Colección Clark Art Institute, EEUU; Autorretrato del pintor William A. Bouguereau, 1879; Óleo La Bañista, 1870, del pintor francés William Adolphe Bouguereau; Fotografía de la actriz americana Loretta Young en la playa, California, 1935; ; Óleo La Maja desnuda, Goya, 1800, Museo del Prado, Madrid; Óleo La Venus del espejo, 1650, Velázquez, National Gallery, Londres; Fotografía de los daños que ocasionó la feminista británica Richardson en el lienzo de Velázquez La Venus del espejo, en el año 1914; Cuadro del El Greco, Fray Hortensio Paravicino, 1609, Boston, EEUU.)