27 de abril de 2013

El Arte, la vida y los intereses personales: lo real, lo imaginario y lo simbólico.



¿Qué nos llevará a interesarnos más por una cosa que por otra? ¿Por qué, de pronto, descubriremos -sorprendidos- que nos interesa ahora más un tipo de Arte -o de cosa- que lo que antes nos arrebatara hasta la mayor extenuación de nuestros sentidos? ¿Es algo irracional o racional su causa intercambiable? En la Psicología de las motivaciones humanas se establecen dos grandes categorías: las motivaciones primarias y las motivaciones secundarias. Las primarias son las primitivas, como comer, saciar la sed, satisfacer los deseos biológicos o sobrevivir, son las básicas para la vida, los elementos fundamentales para poder existir. No podemos eludirlos, no somos capaces de no desearlos. No necesitaremos además aprender nada para comprenderlos o para satisfacerlos, para querer satisfacerlos más bien. Aquí hay unanimidad, hay certeza, no hay por lo tanto confusión, discernimiento alternativo, ni dilación, abstración o idealismo. Pero en las motivaciones secundarias, ¿qué sucederá? Pero, sobre todo, ¿qué son éstas? Son motivaciones propias de la evolución del ser humano, de su progresión cultural, emocional y social. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias no tienen su fin -su único fin realmente- en la necesidad de satisfacerlas por sí mismas. Aquí surge el concepto emocional de interés personal donde ahora la curiosidad se centra en un objeto -o proceso- construido por la evolución humana. Ese interés es un tipo de motivación secundaria que se caracteriza por incorporar un añadido gratificador, algo que superará la simple necesidad de satisfacerla.

Cuando una necesidad primaria se satisface se advierte un grado de placer, uno que se agotará en sí mismo muy pronto. Pero, sin embargo, en el interés de las motivaciones secundarias no se consigue del todo una completa satisfacción o una sensación de saciedad plena, con lo que la persona continuaría aún motivada, tratando ahora de conseguir avanzar -de progresar- aún más en sus motivaciones. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias son más complejas, no son tan claras, delimitadas o previsibles. Cuando una motivación -primaria o secundaria- se produce es por una carencia que un individuo tiene en un momento determinado. Se dice entonces que existe un determinado desequilibrio en el ser que lo padece. En los casos primarios la biología nos dice que hay una perturbación en el organismo que hay que corregir. En los secundarios se trata ahora, a cambio, de una alteración psicológica o mental cuya manifestación, generalmente, se lleva a cabo mediante una forma de ansiedad. Si en el desarrollo, por ejemplo, de nuestra curiosidad -interés emocional- buscamos ahora -o encontramos por casualidad- la solución que atenúa nuestra ansia, se produce lo que se denomina en Psicología resonancia afectiva, o sea, la capacidad de sentir emociones sensibles muy gratificantes. Donde lo que se pone ahora en marcha en la persona son elementos de su voluntad que terminarán por satisfacerse -o no- con eso tan escondido que habría descubierto por fin el individuo. En definitiva, el deseo. Estos procesos son muy complejos y personales, muy diversos y diferentes, para nada universales ni comprensibles por todos, es decir, algo absolutamente individual y misterioso.

El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) trataría, como todos los buscadores de la verdad, de encontrar el sentido último y real de lo existente. Definió que la lógica es la forma con la que construimos el lenguaje con el que describimos nuestro mundo. Hasta aquí, está claro. Insistió el filósofo, sin embargo, en que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El filósofo quiso así definir una teoría de la significación de las cosas -¿qué significan las cosas en sí mismo?-, de la verdad real e intrínseca de todas ellas. Decía el filósofo que una proposición es significativa -es decir, tiene significado y sentido- en la medida en que represente un estado de cosas lógicamente posible; sin embargo, otra cosa distinta es que sea finalmente verdadera o falsa, posible o imposible. Es decir, entonces, ¿algo con significado puede ser falso? Efectivamente. Como dice el pensador austríaco: el mundo es todo lo que sea el caso, es decir, que deba o pueda darse; la realidad es la totalidad de los hechos posibles, tanto los que se dan como los que no se dan. Por otra parte, y para definir esquemáticamente el mundo psíquico, el psicólogo francés Lacan (1901-1981) idearía su teoría de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Las tres cosas las enlazaría simbólicamente como en un nudo de cuerdas al efecto, el conocido nudo Borromeo -tres aros entrelazados que al romperse uno de ellos los otros también acaban desunidos-, algo que, por tanto, forma así una estructura de tres elementos relacionados. Según Lacan, los tres elementos unidos -real, simbólico e imaginario- posibilitan el funcionamiento psíquico del ser humano. Por tanto, cada mecanismo psíquico debe ser analizado en estos tres elementos: reales, imaginarios y simbólicos. Es por ello que un proceso de pensamiento siempre llevará un soporte real, pero, además, también lo acompañará una representación imaginaria y otra simbólica.

Entonces, ¿qué es verdaderamente lo real en sí mismo, tan solo lo real? ¿Cómo podemos saber que no estaremos matizando la realidad con algún elemento imaginario? El escritor francés Christophe Donner nos dice en su obra Contra la imaginación (1998) lo siguiente: Decidí sublevarme contra la imaginación igual que, tiempo atrás, lo hice contra las rimas o contra la pequeña música de las palabras, porque me di cuenta de que era un canto para favorecer la hipnosis. Sin aventurarnos en arriesgadas hipótesis, podemos decir, a grosso modo, de dónde viene la imaginación: si tengo sed imagino que bebo; si tengo hambre me imagino un festín; la amo, imagino algún orgasmo. No me parece que sea todo eso una hazaña creativa ni espectacular ni turbadora. Relatar el suplicio del hambre padecida, el de la sed, describir las delicias del estado amoroso, consagrarse a los efectos presentes antes de que el agua, la comida o la pasión consigan saciar los deseos que teníamos, esto es harina de otro costal. Este es el gran desafío que la realidad le lanza al Arte. La realidad es lo que el Arte debe conocer.

¿Y en la vida?, ¿cómo nos obsesionará la imaginación cuando nos dejemos a veces, por ejemplo, devorar por sus fantasías improductivas? Lo real es todo lo que no es representado, es decir, es lo único que existe verdaderamente de por sí. Lo simbólico es una manifestación abstracta y creativa de parte traducida de la realidad. Pero lo imaginario, lo que subyuga nuestra capacidad de razonar adecuadamente, puede llegar a ser un peligroso estado psíquico que lleve a quien lo padece a distorsionar el sentido propio de la vida, de la suya y de la de sus semejantes. Ante esa capacidad imaginativa -de imagen recreada en la mente- el ser que ahora persigue, por ejemplo, el disfrute artístico puede arriesgarse a ser llevado por enjuiciamientos endebles, por prejuicios o ideas preconcebidas que no son más que una ignorante, inmadura o parcial forma de acercarse a la realidad. La realidad, algo esto, sin embargo, que debería ser el único y atractivo modo -en todas sus maravillosas tendencias estéticas- de considerar el Arte o la vida.

(Óleo barroco de Francisco de Zurbarán, Muerte de Hércules, 1634, Museo del Prado; Obra hiperrealista, Yoko for one day, del autor actual madrileño Gonzalo Borja Bonafuente; Retrato de Margaret Wittgenstein, 1905, del pintor simbolista Gustav Klimt, representa la hermana del filósofo Ludwig Wittgenstein el día de su boda; Cuadro La anunciación, 1570, de El Greco, Museo del Prado, Madrid; Óleo Los dos saltimbanquis, 1901, de Picasso, Museo Pushkin, Moscú.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

5 de abril de 2013

El amor, como el Arte, es la más maravillosa subjetividad e irrealidad que existe.



Hasta el Renacimiento los pintores no se atrevieron a pintar el amor como un fenómeno humano personal o existencial, y no como algo social o religiosamente establecido. Pero, claro, la Mitología ayudó mucho a expresar el amor así por entonces, tan íntimo y personal, ya que de otro modo hubiese sido imposible hacerlo. Sin embargo, las escenas galantes de amor con su inocente exaltación de sentimientos, por muy elegantes que se pintasen antes, no serían representadas en un lienzo sino hasta el siglo XVIII. El Barroco continuaría pintando el amor sólo con los mitos -profanos o sagrados-, llevando su carnalidad más expresiva -divina en la mayoría de los casos- a niveles no alcanzados en el Renacimiento. Pero, al igual que en el Renacimiento, no se demostraría en el Barroco la terrenal y subyugante fuerza íntima del amor romántico entre los humanos. Salvo en un creador que se anticiparía más de cien años a ese sentimiento expresivo tan amoroso. Pedro Pablo Rubens plasmaría un gesto de amor en el año 1635 en su obra barroca El Jardín del Amor, un lienzo muy novedoso por entonces para una sociedad donde todavía el amor no era el ingrediente decisivo -ni exigido- en las formas de relaciones conyugales establecidas socialmente. 

Sin embargo, el pintor renacentista Tiziano se atrevería en el año 1516 a pintar un cuadro al que titularía El Amor Sacro y el Amor Profano. Es una creación significativa para entender lo que ese magnífico periodo pudo lograr expresar del amor en una obra de Arte: un total caos interpretativo. ¿Por qué un amor sacro frente a uno profano?, es decir, ¿es que había -hay- dos clases de amor? La representación de la escena -típicamente renacentista- sitúa dos grandes personajes mitológicos femeninos separados por el impenitente Cupido. La mujer vestida, doncella y pura es ahora, curiosamente, aquí el Amor Profano. La mujer desnuda, divina y promiscua -la diosa Venus- es, sin embargo, la que representa al Amor Sacro. ¿Hay mayor contradicción? Aunque todo esto es una alegoría, es decir, una interpretación diferente -renacentista pura- de lo que el cuadro representa a primera vista. Pero no una sino varias fueron las interpretaciones que a lo largo de la historia se hicieron de esta extraordinaria obra de Tiziano.

Para los renacentistas neoplatónicos, es decir, para aquellos filósofos del siglo XVI donde el mayor Bien proviene del Ideal más inalcanzable, la belleza terrenal es reflejo de la celestial. Por tanto, contemplar aquélla es una forma inicial de alcanzar ésta. Pero hay otra interpretación de la obra de Tiziano -surrealista aunque de interés al trasunto de la entrada-, es una reflexión literaria que el escritor argentino Julio Cortázar dejaría escrita para la literatura universal en su Manual de Instrucciones, incluida en su obra Historias de Cronopios y de Famas (1962). En ella desarrollaría una descripción crítica muy curiosa -totalmente surrealista- de una de las posibles interpretaciones que de esta obra renacentista se hicieran nunca:

Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia espera, inobjetable, que se cumplan los signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el camino. El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo. De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o en un relámpago de sémola.

Como el amor...

(Obra Amor Sacro y Amor Profano, 1516, Tiziano, Galería Borghese, Roma; Lienzo de Rubens, El Jardín del Amor, 1635, en él se observan dos enamorados a la izquierda, se cree que el propio autor y su segunda esposa, Helena Fourment, mucho más joven que el pintor, y de la que estuvo arrebatadamente enamorado, Museo del Prado, Madrid; Obra romántica decimonónica, Adiós, 1892, del pintor francés Alfred Guillou, Museo de Bellas Artes de Quimper, Francia.)

29 de marzo de 2013

La historia permanecerá subsumida en las inadvertidas creaciones del Arte.



Cuando los almohades llegaron a Hispania a mediados del siglo XII -seducidos por los perdedores almorávides vencidos por los cristianos en la península Ibérica-, alcanzaron su esplendor más glorioso con el califa almohade Abu Yusuf (1135-1184). Este califa norteafricano decidió que su capital imperial almohade fuese la ciudad ribereña de Sevilla. Fue él quien ordenaría construir una gran mezquita en la ciudad sureña de Al Andalus, proyecto que sólo pudo comenzar y que nunca llegaría a competir con la tan hermosa, grandiosa y sagrada mezquita cordobesa... Pero, al menos, la mezquita almohade hispalense tendría ahora un alminar, una torre de llamada a la oración tan alta y decorada como lo era la sagrada Kutubia de Marrakech. Y así pasaron los años hasta que, en 1248, los cristianos del rey Fernando III alzaron el pendón castellano-leonés sobre la famosa Giralda sevillana. Sin embargo, fueron esos mismos cristianos los que mantuvieron la torre sagrada, ahora consagrada al rito católico, tal y como estaba antes para ser sede arzobispal del nuevo reino reconquistado. Así que no fue hasta el mes de julio del año 1401 cuando entonces el cabildo sevillano decidiera erigir, en ese mismo lugar, una gran catedral cristiana, tan grande y buena que no haya otra igual en el mundo... La ciudad de Sevilla por entonces -principios del siglo XV- no tenía demasiados artesanos o artistas conocedores de técnicas constructivas y decorativas catedralicias, esas que una obra tan importante y sagrada requería para ser embellecida. Y es por lo que fueron llamados por toda la Europa cristiana los mejores artistas que el nuevo siglo pudiera ofrecer. Vinieron entonces de Italia, de Francia, de Alemania, también del resto de los reinos peninsulares. Arquitectos, escultores, pintores, artesanos o creadores, con experiencia en decoración y construcción de templos sagrados por toda la Cristiandad.

¿Quién fue realmente el primer arquitecto que ideara el diseño de ese enorme templo nunca antes diseñado? Por entonces, como ahora, se obligaba a dibujar los planos del edificio y a firmarlo al maestro constructor de la obra. Esos documentos existieron y en ellos aparecía el nombre del primer atarife responsable de la catedral de Sevilla. Porque luego hubieron más, tantos como los años que se tardaron en terminarla. Desde comienzos del siglo XV hasta mediados de ese siglo -año 1465- no se consiguió alcanzar levantar la catedral poco más allá de la mitad de su altura definitiva. Porque no fue sino a finales de ese siglo XV cuando se lograría terminarla, llegando incluso al año 1506 su completa finalización arquitectónica. Aquellos planos iniciales fueron guardados en el archivo catedralicio sevillano, pero el rey Felipe II ordenaría luego llevarlos al Palacio Real de Madrid a finales del siglo XVI. En ese viejo Alcázar madrileño durmieron sus recuerdos los planos de la Catedral de Sevilla con el diseño inicial y la firma de aquel primer arquitecto que ideara la estructura de sus muros. Allí estuvieron hasta que perecieron por completo -y con ellos el nombre del autor de los mismos-, consumidos por las feroces llamas del arrasador incendio que acabara con el Real Alcázar madrileño el día 24 de diciembre del año 1734.

Una de las puertas del magno edificio eclesial, situada hacia el este del edificio, hacia la actual plaza de la Virgen de los Reyes, es la llamada de las Campanillas. Fue llamada así porque, cuando se construía la catedral, ese lugar era desde el que se llamaba con unas campanillas a la finalización de la jornada. Como Sevilla y sus alrededores no poseen canteras de piedra, tuvieron que utilizar otros procedimientos artísticos para esculpir. El gran relieve que decora el tímpano de la puerta de las Campanillas representa la llegada de Jesús a Jerusalén. Está realizado en barro cocido, una técnica que sólo los artesanos franceses dominaban por entonces. Uno de los mejores escultores conocedores de esa técnica en barro llegaría a Sevilla en el año 1516 procedente del sur de Francia: Miguel Perrin. Junto a él, otros artistas finalizarían las obras de decoración que se prolongarían durante muchos años luego de haber acabado la catedral. Unas obras de Arte que tratarían de adornar aquel grandioso deseo monumental de algunos sevillanos hacia finales del siglo XIV. En estas obras de Arte decorativas contribuyeron diferentes creadores y arquitectos, diferentes órdenes de diseño también. Está diseñada con el estilo de la arquitectura Gótica -su principal orden constructiva y artística-, pasando luego por la arquitectura alemana medieval y la greco-romana, pero también por la árabe y hasta por la plateresca, ésta propia de sus últimos años decorativos. Así se configuraría la extraordinaria construcción que, como todas las obras de los hombres, pasaría por años de vicisitudes, de cambios y de fracasos. Por ella recorrieron y dejaron su arte primoroso unos seres desconocidos hoy, artistas que un día pensaron sobrevivir a sus esfuerzos dedicando por entonces todo su saber y destreza a esas sagradas construcciones artísticas. Unas obras -grandes o pequeñas- que permanecen indelebles como aquellos deseos tan inmortales de sus abnegados, desconocidos y efímeros promotores.

(Fotografía del tímpano de la Puerta de las Campanillas, Catedral de Sevilla, obra Jesús entra en Jerusalén, 1520, barro cocido, del escultor de origen francés Miguel Perrin, 1498-1552; Fotografía de una gárgola de la Catedral hispalense; Fotografía de la fuente de la plaza de la Virgen de los Reyes, Sevilla; Fotografía del tejado de un edificio anexo a la Catedral de Sevilla; Fotografía de la fachada de un edificio de la ciudad de Sevilla; Fotografía de Sevilla, vista parcial de la cúpula de la iglesia de la Magdalena, Sevilla; Fotografía de una esquina del Palacio Arzobispal, Sevilla; Fotografía de los arbotantes del edificio gótico de la Catedral hispalense.)

22 de marzo de 2013

La imposibilidad de la perfección: La Escuela de Bolonia.



Nunca se podrá conseguir la perfección absoluta. ¿La perfección absoluta?, ¡qué osadía humana más grande e imposible! Después del Renacimiento y del Manierismo los creadores de finales del siglo XVI, cansados de tanta sofisticación elaborada, no pudieron más que buscar una refinada forma de combinar todo lo bueno que Rafael, Miguel Ángel, Correggio, Mantegna o Tiziano hicieran antes. Sucedió que la ciudad italiana de Bolonia -incluida entonces dentro de los estados Vaticanos- tuvo la maravillosa oportunidad de disponer de mentes que aglutinaron el deseo de hacer las cosas de otra forma, pero ahora progresando en el Arte como nunca antes se habría llegado a entender. Después de que la Reforma religiosa de Lutero viniese a movilizar las conciencias, la Iglesia inventaría la Contrarreforma. El arzobispo de Bolonia Gabriele Paleotti (1522-1597) escribiría en el año 1582 un ensayo donde preconizaba un lenguaje pictórico mucho más claro, más cercano, más directo, más sencillo o natural para el pueblo en general. Así que ahora se trataba de que el pueblo pudiera entender claramente lo que veía en un cuadro, y que eso, lo que veía, representara además la verdad de la belleza y de la vida. Pero, ¿cómo se podía retratar la belleza grandiosa  acudiendo, sin embargo, a la sencilla realidad natural de la manida y vulgar vida?

 Unos artistas boloñeses aceptaron ese reto. Los Carracci, pintores ya famosos por su Academia boloñesa, aglutinarían la nueva sensación de revolucionar la imagen de la belleza. Algo que durante casi todo el siglo XVI había sido llevado a niveles sobrehumanos, casi inexpresivos -con el Manierismo-, para nada terrenales, naturales o accesibles para un vulgo corriente. Aprovecharon estos creadores italianos la ocasión para reivindicar además una más relevante carga intelectual a los pintores, hasta entonces sólo considerados artesanos más que otra cosa. Por esto se rodearon también de poetas y escritores. Fue un momento único vivido en el mundo de la creación artística, un momento que, sin embargo, sólo dejaría algunas obras maravillosas compuestas dentro de una escuela académica más, si acaso conocida luego entre los capítulos menos famosos de la historia del Arte. Porque sería el Barroco, el feroz y atrevido movimiento más arrollador de toda la historia artística, el que acabaría saliendo victorioso en ese extraordinario momento plástico de principios del siglo XVII.

La Escuela Boloñesa no conseguiría realizar entonces algo que, en esencia, es imposible: llegar a alcanzar la sagrada perfección... Para esos pintores el clasicismo greco-romano era fundamental para expresar belleza; pero el virtuosismo cromático de los colores de la tendencia veneciana también; y el equilibrio y la elaboración del gran Rafael Sanzio imprescindible; y la fuerza desgarradora del estilo de Miguel Ángel muy necesaria. Pero, sin embargo, no pudo esta tendencia con el extraordinario fenómeno tan visceral, sobrevenido, pasional, incalculado o avasallador que fuera el Barroco. Pero así es como se llegarán a disolver todas las ideas progresistas, honorables o fervorosas de la historia. Porque nada de lo que se diseñe calculado florecerá siempre... Nada de lo que surja de una pluma reflexiva y voluntariosa acabará desarrollando luego una tendencia victoriosa en la historia. Tan sólo lo desconocido, lo sobrevenido, lo más impensable de todo  será entonces lo único que en la historia -del Arte, de la política, de la ciencia, de la filosofía, o de la vida- acabará por ganar la partida del deseo más real y decidido. De ese deseo humano que nunca, sin embargo, dejará así de alumbrar el designio -casi siempre ciego- de algunos de los hombres más creativos y geniales de este mundo: alcanzar la más alta y sagrada perfección en lo que hagan.

(Obra Apolo y Dafne, 1620, del pintor de la Escuela boloñesa Francesco Albani, Museo del Louvre, París; Óleo Aquiles arrastrando el cuerpo de Héctor, principios del siglo XVIII, del pintor italiano de la misma escuela Donato Creti; Cuadro Alegoría de la Vida Humana, siglo XVII, del pintor de la Escuela Boloñesa Guido Cagnacci, en esta magnífica obra se observa la belleza natural del cuerpo femenino, algo muy temprano por entonces, ya que la Iglesia prohibía utilizar modelos desnudas.)

9 de marzo de 2013

Un abismo cultural de siglos: el patrimonio español desconocido.



Don Juan de Mendoza y Luna fue un funcionario español enviado a Méjico en el año 1603 para convertirse en el nuevo virrey de la Nueva España. Fue uno de los mejores gobernantes y administradores hispanos que hayan existido jamás en la historia americana. México, su capital, le debe mucho, y, sin embargo, ha pasado a la historia tan sólo como uno más de los cientos de virreyes que gobernaron, en nombre del rey, aquel inmenso territorio. Se llevaría con él en su viaje a Nueva España a artistas y poetas para que le hicieran más llevadera su estancia tan lejos de su patria. Uno de ellos lo fue el pintor manierista andaluz Alonso Vázquez (1565-1608). Prolífico creador de extraordinarias obras pictóricas para iglesias y retablos en Sevilla, acabaría el pintor su vida en México sin pasar a la historia y sin ser reconocidas las obras de Arte que hiciera en sus últimos años. La proliferación cultural -pictórica y arquitectónica- que la Iglesia patrocinara en Europa desde el siglo VI hasta el XVIII, no ha llegado a superarse por ninguna otra institución cultural en la historia. Hay países, como Italia, donde eso es una realidad cultural maravillosa. Hoy existen aún todas las obras culturales y artísticas -la mayoría de ellas- que se crearon en Italia en esos siglos de gloria cultural extraordinaria. Pero, en España es diferente. Siendo un país donde los artistas patrocinados por la Iglesia hubieron creado también muchas obras arquitectónicas, pictóricas y escultóricas, hoy en día más de la mitad -aproximadamente- de lo creado en España en esos casi doce siglos ha desaparecido por completo. ¿Por qué? Porque la historia de España está repleta de conflictos, vaivenes, cambios sociales y poder fatalmente interesado, y cuyas consecuencias fueron funestas para el propio país, para su población y su cultura.

En la luminosa ciudad de Santa Cruz de Tenerife existe un Museo de Bellas Artes que contiene pocas pero excelentes obras de Arte. Las islas canarias dieron grandes creadores que no llegaron a ser muy conocidos, como el pintor tinerfeño Cristóbal Afonso (1742-1797), del cual existe un maravilloso retrato de mujer -Antonia de León- en ese Museo canario que consigue, sin embargo, impresionar al que lo mire. Con un estilo dieciochesco -algo barroco- parecido a la Escuela Cuzqueña sudamericana, el cuadro combinará estilo, virtuosismo, elaboración y belleza. Pero, como algunos otros museos suspicaces, impiden ahora fotografiar las obras expuestas, y éstas, además, no estarán lo suficientemente catalogadas ni impresas en documentos que permitan su óptima divulgación y especial disfrute. En uno de los frontales del vestíbulo de la primera planta del edificio -donde se ubica el Museo de Bellas Artes- aparece un inmenso lienzo que promete: La venganza de Fulvia. Esta obra decimonónica, del pintor español Francisco Maura y Montaner (1857-1931), retrata una escena romana que nada tendría que envidiar a las maravillosas escenas latinas del pintor inglés Alma-Tadema. Pero, sorpresa, tampoco se puede fotografiar... En la investigación internauta posterior al menos consigo encontrar una imagen -en blanco y negro- de tan grandiosa obra de Arte. Pero, sin su color, es imposible apreciar toda su genialidad y belleza.

En estos tiempos de noticias desmoralizadoras y nefastas aparece una, sin embargo, que casi pasó desapercibida entre los medios: España ha subido al cuarto puesto como país más competitivo del mundo en materia de turismo... Además, continúa la noticia, España destacará por la herencia cultural, un capítulo en el que ocupa la primera posición. ¿La primera posición? ¿Qué posición no ocuparía España si además se hubiese conservado, divulgado y conocido toda su inmensa creación artística y cultural de siglos? Ahora -como casi siempre antes- que el complejo de inferioridad en lo hispano nos subyace impenitente, imbuido en gran parte por países envidiosos y retadores, deberíamos recuperar la memoria cultural, deberíamos divulgar lo que hicimos en el Arte, deberíamos catalogar lo que nos arrebataron, o se perdió, por las orillas de lo ignominioso. Deberíamos, en definitiva, enorgullecernos de haber contribuido a mejorar, culturalmente, el mundo mucho más de lo que, quizás, ninguna otra nación haya soñado jamás en toda su historia.

(Cuadro San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, Alonso Vázquez, Museo de Bellas Artes de Sevilla; Lienzo del pintor español Pablo de Céspedes, Descenso de Cristo al limbo, 1600, Museo de Indianápolis, EEUU; Óleo José vendido por sus hermanos, 1655, del pintor cordobés Antonio del Castillo, Museo del Prado; Fachada del Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife, 2013; Reproducción de la imagen del enorme lienzo del pintor español Francisco Maura y Montaner, La venganza de Fulvia, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Santa Cruz de Tenerife; Óleo El Calvario, 1660, del pintor Antonio del Castillo, Museo de Bellas Artes de Córdoba, España; Retrato del virrey Juan de Mendoza y Luna, 1571-1628.)

26 de febrero de 2013

¿Amaremos verdaderamente la verdad, o la disfrazaremos bellamente con el Arte?



Un cantautor español lo dijo una vez hace ya tiempo: nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio... ¿Amaremos verdaderamente la verdad o la temeremos silenciosamente? El Arte es muy posible que haya sido desde siempre un instigador inconsciente para eludir la verdad que nos rodeaba. ¿Qué pasaría por la mente del primer ser humano primitivo para que pensara entonces en idealizar una triste verdad con una belleza útil? Porque luego los griegos inventaron la tragedia -una forma de arte- para purificarse de la vida y de sus terribles molestias. Según decían, la experiencia teatral de la compasión y los miedos de sus representaciones dramáticas provocaban en los espectadores la purificación emocional, física y espiritual que el alma humana necesita. Todas esas emociones representadas entonces así para contrarrestar las pasiones o las acciones que la propia vida les hiciera padecer. Aunque si comparamos las dos actividades culturales, el Arte como fenómeno plástico y el teatro como fenómeno dialéctico, el primero ha conseguido vencer al segundo a lo largo de la historia en valor, prestigio, reconocimiento y expresividad. 

Y eso, entre otras cosas, es probable que confirmase la idea de que el Arte -representación artística plástica de la belleza como medio de ensalzar lo inalcanzable- lo que persigue es hacer el mundo menos convencional o menos material, menos sórdido, más sofisticado o más sublime. Más elevado, admirado o excelso y, por tanto, absolutamente falso. ¿Nos recrearemos entonces en nuestra propia falsedad? En cuestiones sociales, morales o políticas, ¿querremos saber la verdad, la única y desnuda verdad siempre o más bien abogaremos por un tranquilo, sosegado, acomodaticio o versátil modo de que las cosas sean? Cuando vemos una obra barroca del naturalismo más feroz de creadores tan dramáticos como Rubens o Caravaggio, ¿pensaremos en verdad que la sordidez de su denuncia soterrada es más importante que la belleza que destilen sus colores, sus formas o la elegante y brillante manera de encuadrar una imagen en sus lienzos? Porque esos pintores extraordinarios trataron de reflejar una sociedad que para nada era ideal, ni maravillosa, ni bucólica ni cantarina... Pero, y ahora, sin embargo, cuando visionemos esas obras barrocas tan dramáticas, ¿qué sentiremos, verdaderamente, al verlas?

(Óleo La Masacre de los Inocentes, 1612, Pedro Pablo Rubens, Galería de Arte de Ontario, Toronto, Canadá; Óleo Judith y Holofernes, 1599, Caravaggio, Galería Nacional de Arte Antiguo, Roma, Italia.)

10 de febrero de 2013

La creación de Arte, dos cosas muy diferentes para hacerlo: la ideación y la ejecución.



¿Qué pasaría por la mente del hombre que por primera vez quisiera ver Arte sin saber hacerlo él mismo? ¿Qué emoción no dejaría de vibrar en su interior al comprender la extraordinaria habilidad de otros seres en realizar aquello que sólo él pudiera admirar desinteresado? ¿Cuándo comenzaría la idea obsesiva de procurar ver Arte? Desde que los primeros poetas griegos compusieran sus odas hasta que los romanos continuaran luego con ese aprendizaje lírico, todas las dedicaciones al Arte -promotoras o ejecutoras- fueron sólo ocasionadas por la clase social alta o acomodada. Sólo ellos podían entonces recrear las emociones que los otros -los desheredados- ni siquiera pudieran imaginar en su vida. El noble romano Cayo Mecenas (70 a.C.-8 a.C.), amigo de Octavio Augusto desde sus tiempos de aspirante a emperador, auparía al olimpo de los exclusivos del arte lírico a los excelsos poetas Virgilio y Horacio. Con Mecenas comenzaría aquella dedicación desinteresada de fomentar la creación artística de otros afortunados. Aunque éstos -como Horacio- podían no pertenecer a la clase alta, sí acabarían rodeándose de ese círculo elitista para poder medrar -justamente- entre las más altas cumbres de la recreación poética. 

Y así continuaría la historia hasta que el mundo clásico romano cayera para siempre. Aurelio Casiodoro (485-580) fue un romano que vivió en aquellos tiempos convulsos donde se produjo la primera revolución social de la historia. Fueron aquellos tiempos donde el mundo dejaría de ser pagano para convertirse oficialmente en cristiano. Pertenecía Casiodoro a la casta senatorial romana y su pasión por la cultura y las artes -las liberales que cultivaban el intelecto frente a tareas manuales o guerreras- le llevaría a ser admirador de la creación literaria y retórica más elaborada. Ambas artes (literaria y retórica) las utilizaría él mismo en su periodo político en la ciudad de Rávena, aquella otra Roma replicada entonces para huir la corte de los convulsos, difíciles y finales años del decaído imperio romano. Casi todos los aristócratas romanos de entonces -siglo VI- eran cristianos, aunque no sentirían todos ellos un especial interés por lo religioso. Pero pronto cambiaría algo en su interior desasosegado. Aquellos años fueron muy difíciles para Italia, se padecían duros enfrentamientos con los bárbaros o con los ejércitos bizantinos. Roma estaba permanentemente asediada y trastornada. La presión social era insoportable para unos espíritus elevados y sensibles. Fue entonces una salida más mental o psicológica que otra cosa a un desagradable problema social, el querer así acercarse ahora a una espiritualidad diferente. Porque sería imposible respirar a esos espíritus cultivados la atmósfera tan asfixiante de Roma por entonces.

Tanto llegaría la decidida conversión piadosa -y artística- del romano Casiodoro que acabaría creando un monasterio en Italia en el año 555. Allí se retiraría lejos de las convulsas luchas sociales para dedicarse a la promoción de las artes liberales. En ese monasterio se refugiarían otros seres desesperados, no tan elevados como él, seres entonces desheredados pero, sin embargo, todos seres decididos a conservar y potenciar la cultura más allá de ese terrible desorden social tan decadente. Un lugar donde no tendrían que preocuparse por su manutención o cuidado. De ese modo terminarían siendo todas las clases sociales las que acabarían transmitiendo el antiguo saber clásico. Esto es un hecho extraordinario: el cristianismo incorporaría a la sociedad de aquellos años a todos los seres, con independencia de su origen social, para así poder desarrollar sus propios talentos, algo que luego supuso en la historia el desarrollo paulatino de la oportunidad del mérito personal frente a los derechos de sangre.

El cristianismo, por tanto, transformaría el destino elitista exclusivo de la creación artística. Siglos después, cuando el Renacimiento terminara siendo la otra gran revolución habida en la historia, la Iglesia también fomentaría y apoyaría el Arte más maravilloso jamás creado. Cuando a finales del siglo XVI el cardenal italiano Odoardo Farnese -hijo del gran Alejandro Farnesio, nieto bastardo del emperador Carlos V- decidiera decorar su extraordinario palacio romano con la más maravillosa belleza pictórica del momento, buscaría un pintor desconocido entonces pero muy prometedor, Annibale Carracci. Este pintor del Barroco inicial italiano fue muy atrevido y sus alardes artísticos no ocultaban la mayor sensualidad representada y reconocida luego en el Arte. El curioso cardenal Farnese deseaba poder admirar aquellos voluptuosos y hermosos cuerpos desnudos -gracias a la mitología y al Arte- sólo para él, lejos entonces de las miradas reaccionarias y obtusas de las carcas mentes pecaminosas de finales de aquel siglo artísticamente primoroso.

¿Qué hizo que El Greco pudiera acometer su especial y manierista creación artística en sus inicios, a pesar de no haber sido del agrado del mayor de sus mecenas -el rey español Felipe II-? Su viaje a Italia durante el año 1570 fue providencial pues acabaría conociendo al miniaturista Giulio Clovio, un artista muy influyente que terminaría apoyando en Roma al gran pintor cretense. En esos círculos artísticos romanos, muy atrevidos para entonces, El Greco conseguiría destacar con una creatividad muy sublime y original, algo que culminaría tiempo después en España en la creativa ciudad de Toledo, durante los años de mayor alarde compositivo de este extraordinario pintor manierista. Los ambientes regios que el genial Goya frecuentara en la corte española de finales del siglo XVIII tuvieron con él una extraordinaria labor de mecenazgo. Uno de los personajes más curiosos de la familia real que más le apoyaría -uno de sus mejores amigos- lo fue el infante Luis Antonio de Borbón (1727-1785). Hijo menor del viejo y longevo rey Felipe V, este infante español se enfrentaría con el círculo más arcaico y reaccionario de la corte. Dejaría la vida religiosa -a la que le habían dirigido desde su niñez- para casarse con una mujer ilustrada y moderna treinta años menor que él. Una de sus hijas -retratada por Goya- acabaría siendo la esposa del fatídico político y gobernante español Godoy.

Pero muchos años después otros afortunados creadores, los que comenzaron a principios del siglo XX con el invento del cinematógrafo, acabaron siendo también como aquellos privilegiados artistas -Velázquez o Rubens- que pudieron componer sus obras sin necesidad de nadie. Así nacieron directores de cine que produjeron sus propias y geniales obras. Hasta que las productoras llegaron luego y lo cambiaron todo. Entonces, para ese momento, la creación cinematográfica se escindiría por completo. Ahora se idearían obras por unos productores que otros -los directores- realizarían con sus formales métodos técnicos. ¿De quién, entonces, era la autoría real de la creación terminada? El gran director Orson Welles lo fue de todo: crearía, idearía, realizaría, promovería y disfrutaría con toda su obra cinematográfica. Algunos otros directores sólo acabaron, a cambio, desarrollando lo que otros cineastas pensaron antes que ellos, o idearon de verdad. Muchas de las obras clásicas de cine que hoy vemos y admiramos en la pantalla no fueron creadas por la mente inicial de un director. Fueron otros, olvidados incluso, los que quisieron que aquello se hiciera de ese modo fuera como fuese. Que ese arte visual pudiera vivir, existir y verse y que acabara, al fin, resurgiendo más allá de las insinuadas maneras de poder llegar, técnicamente, a producir una creación artística determinada.

(Obra Mecenas presentando las Artes a Augusto, 1745, del pintor italiano del barroco final Tiépolo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo Retrato de Giulio Clovio, 1572, del pintor El Greco, Italia; Fresco del techo del Palacio Farnese, Roma, 1595, Annibale Carracci; Cuadro Venus con Sátiro y Cupido, 1588, de Annibale Carracci, obra muy atrevida del pintor barroco italiano; Fotografía del genial cineasta Orson Welles; Cuadro Retrato del infante Luis Antonio de Borbón, 1783, Goya; Magnífico óleo de El Greco, de su época romana, La Piedad, 1576, Colección norteamericana, EEUU.)

5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

26 de enero de 2013

La diversidad humana o las enormes diferencias de una misma naturaleza, igual y diferente.



Nada hay más diferente que un ser humano a otro, aun de la misma familia, del mismo cigoto biológico casi, de la misma naturaleza o de los mismos genes duplicados incluso. Las tendencias artísticas han mostrado esa peculiaridad -la individualidad retratada- mejor que ninguna otra cosa en el mundo. Como vemos aquí ahora, los rostros humanos son todos distintos en estas representaciones artísticas. Porque los ojos, las arrugas, las sienes, las cejas, la mirada, el semblante y hasta el mismo color que de la piel humedecida se refleje así lo son también. Sin embargo, el Arte -en su maravillosa forma de expresar lo inexpresable- añadirá ahora algo más a todo eso: el sesgo inmaterial del modo de ser de cada rostro. Es decir, la manera ahora tan particular de interpretar el carácter o la singularidad de la esencia interior que un semblante humano refleje en su imagen. Los seres humanos no nos parecemos en nada los unos a los otros. Un médico y un biólogo se alarmarían ante esa afirmación; un psicólogo menos, un creador nada. La individualidad peculiar -única- de los seres humanos es tal que asustaría pensar cómo es posible que podamos vivir todos juntos en sociedad.

Es como en el Arte, ¿podríamos en un museo visualizar sereno la obra de Velázquez -pintor clásico de maneras excelentes- al lado justo de la de Seurat -pintor neoimpresionista de rasgos peculiares-? Ambas obras son Arte, magnífico Arte, pero se catalogarán en áreas diferentes y nuestros ojos irán adaptándose cada vez, poco a poco, a sus claras diferencias o a sus sentidos estéticos particulares, es decir, a lo que cada tendencia artística o cada estilo personal el creador hubiese querido reflejar en su lienzo artístico. Así también sucederá con los seres humanos, particularmente con los tan sofisticados intelectual o interiormente... Y, entonces, ¿cómo podremos vivir juntos y, a la vez, parecernos aparentemente tanto? Por la imitación, algo heredado de la evolución de los antiguos primates. Es esta una característica evolutiva de nuestro género homo que nos ha permitido, y nos permite, sobrevivir aliados. Es decir, que acabaremos pareciéndonos un poco más, cada vez, al congénere que tenemos al lado.

Terminaremos imitándonos, aprendiendo -inconscientemente- de aquel otro individuo que, algo antes que nosotros, hubo comprendido o aprendido alguna cosa valiosa para sobrevivir. Esto es lo que -sin quererlo exactamente así- nos sucederá a los humanos para parecernos unos a otros. Pero, sin embargo, no somos nada iguales. Somos todos tan diferentes, con una magnitud tal de diversidad genuina, que asombraría la reacción si nos dejáramos -como en el Arte- representar con la libertad que los pintores crearon en sus obras. Y esta es una de las grandezas -entre otras muchas- que el Arte nos ofrecerá también con sus obras. Comprender que un rostro humano, por ejemplo, puede ser mucho más diferente -trascendente incluso- que los propios surcos físicos, las sinuosidades, los ángulos o las formas que de su perfil iconográfico se hubiese ofrecido con los siglos y su evolución. Mucho más. Tanto como la interpretación -manierista, barroca, realista, impresionista, simbolista, fauvista o surrealista- que de las cosas intangibles o misteriosas de la vida haya podido el Arte -y puede aún- del todo imaginar entre sus obras.

(Óleo renacentista El hombre de la rosa, 1495, del pintor Andrea Solari; Cuadro del pintor veneciano Giorgio Barbarelli -Giorgione-, Hombre joven, 1506; Óleo manierista Retrato de un anciano, 1570, del pintor Giovanni Battista Moroni; Obra barroca de Velázquez, Retrato de un hombre, 1628, Nueva Jersey, EEUU; Cuadro Retrato de joven, 1597, del gran Rubens, Nueva York, EEUU; Óleo del Romanticismo inicial español, Retrato de caballero, 1795, del pintor Vicente López, Pamplona, Navarra; Obra realista del pintor simbolista Arnold Böcklin, Retrato de un joven romano, 1863; Obra adolescente realista del genial Picasso, El viejo pescador, 1895, Museo de Monserrat, Barcelona; Cuadro impresionista de Vincent van Gogh, Retrato de Pére Tanguy, 1887; Óleo postimpresionista de Paul Cezanne, El fumador, 1895, San Petersburgo, Rusia; Cuadro simbolista del pintor Louis Welden Hawkins, Retrato de hombre joven, 1881, Museo de Orsay, París; Cuadro del neoimpresionista George Seurat, Pequeño pensador en azul, 1882, Museo de Orsay, París; Obra del Modernismo, del pintor francés Christian Bérard, Hombre en azul, 1927, Texas, EEUU; Cuadro fauvista del pintor Matisse, Retrato de Derain, 1905, Tate Gallery, Londres; Obra expresionista, Retrato de Ludwind Ritter von Janikowsky, 1909, del pintor Oskar Kokoschka, EEUU; Cuadro Naif, Retrato de Picasso, 1999, de pintor colombiano Botero; Obra surrealista del genial René Magritte, El hijo del hombre, 1964.)