17 de mayo de 2012

Y así, luego, después o ahora, nunca ya nada volverá a ser como antes.



Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa,  o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.

¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas,  tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...

La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.

(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)

15 de mayo de 2012

Las obras de Arte inacabadas, el final real de las cosas, o su auténtico sentido.



¿Por qué el pintor Manet dejaría sin terminar el retrato de la joven actriz Ellen Andrée? Esta hermosa mujer francesa sería pintada, antes y después de Manet, también por otros famosos pintores impresionistas. Pero fue Manet quien no llegaría a finalizar su retrato. Tanto Degas antes, como Renoir después, la pintan dentro de un contexto distinto al retrato individual. En su extraordinario cuadro El almuerzo de los remeros, el pintor francés Renoir pinta un grupo de amigos entre los que se encuentra su colega Gustave Caillebotte -sentado en el ángulo inferior derecho-, que es mirado, a su derecha, por la joven Ellen Andrée. Degas la utiliza también como modelo para su enérgica, dura y desolada imagen Absenta, donde compone una pareja sentada en un bar parisino tomando la, por entonces, alucinógena bebida inspiradora. Pero en ambos cuadros no pudieron, o no quisieron, sus autores reflejar la belleza de Ellen Andrée. ¿O sí...? El gran creador del movimiento impresionista -su más importante precursor aunque no miembro reconocido- Edouard Manet quiso retratarla una vez con su espléndida belleza parisina. Entonces pinta una mujer rubia, con enormes ojos azules y una moldeada y bella tez blanca delimitada. Pero no la termina, dejaría inacabada la obra para siempre. Luego pasaría a ser un simple bosquejo en pastel, algo impropio del gran creador francés. Y así la dejaría. Así quedaría para la historia.

Cuando el pintor aficionado -y actor de teatro austríaco- Joseph Lange (1751-1831) se decidiera a pintar un cuadro de su admirado cuñado Mozart (la esposa de Mozart y la de Lange eran hermanas), llegaría a componer un fiel y excelente retrato del gran músico clásico. Pero este pintor tampoco terminaría su obra, dejaría también sin finalizar el retrato de Mozart en aquel año de 1783. Y aún le quedarían a ambos, al pintor y a su modelo, muchos años de vida. Sin embargo, o no quiso o no pudo o lo olvidó, o lo dejó así, quizá pensando ahora que nada podría, verdaderamente, plasmar la grandiosidad del músico, su verdadero perfil más allá de lo humano que este genio inmortal pudiera reflejar en un cuadro. El extraordinario pintor Velázquez, el magnífico creador español del Barroco, compuso entre los años 1643 y 1649 una obra a la que titularía La Costurera. Posteriormente se identificaría la mujer retratada con la esposa o la hija del gran pintor. Este no fallece hasta el año 1660, así que, ¿por qué no finalizó Velázquez esa excelente obra? O es que la dejó así queriendo. No se sabe. La realidad es que, para ser una obra del pleno momento barroco, era inconcebible entonces dejar un cuadro sin terminar. Pero él, todo un renombrado artista, pintaría, al parecer, esa obra para sí mismo. ¿La acabó, entonces? ¿Qué se entiende por acabar una obra de Arte?

Porque no se puede definir bien el fin de algo tan absolutamente azaroso, indefinible y creativo como es el Arte. Hoy no tiene ningún sentido la definición de terminar un cuadro. Pero entonces sí lo tenía. ¿Demostró así, tan precozmente en la historia del Arte, el insigne pintor español que las creaciones no pueden medirse en la completa terminación de éstas? Porque las creaciones de Arte deambulan por el misterio de lo indefinible y de lo que únicamente puede entenderse desde lo más emocional o desde lo más abstracto, y ésto no admite fórmulas matemáticas de principio o de fin. Pero es que las cosas artísticas, de por sí mismas, son ya inacabadas siempre, y lo son porque, casi siempre, se podrá añadir a ellas algo más, alguna que otra cosa más que continúe, por pequeña que sea, perfilando la belleza del conjunto artístico. ¿Cómo sabremos entonces si las cosas, no solo las artísticas sino todas, en una única y sola existencia pueden crearse -o vivirse- de una forma completamente terminada?

(Obra del pintor español actual Cristóbal Toral, La Gran Avenida, obra inacabada, 1994; Retrato de Mozart, obra inacabada, 1783, de Joseph Lange, Museo de Salzburgo; Óleo La Costurera, 1649, de Velázquez, National Gallery de Art, EEUU; Bosquejo al pastel titulado Mujer rubia con ojos azules, 1878, del pintor Edouard Manet, Museo del Louvre; Óleo de Degas, La Absenta, 1876, Museo de Orsay, París; Detalle del cuadro El almuerzo de los remeros, 1881, del pintor Renoir, EEUU.)

11 de mayo de 2012

La inutilidad de los presagios o la fuerza salvadora de una decisión necesaria.



Desde antiguo los presentimientos fueron invocados para sortear los posibles efectos adversos de la vida. La irracionalidad de esas sensaciones es pareja a veces a una cierta capacidad intuitiva ante la incertidumbre. El gran pintor español Francisco de Zurbarán crearía en el año 1630 su lienzo La casa de Nazareth, una obra barroca que representa una escena donde ahora -asomados en una refulgente aparición desentonada- solo unos querubines señalan el velado carácter sagrado de la obra. En una habitación penumbrosa dos figuras sin comunicación enmarcan el plano principal del cuadro. Una de ellas es mujer y madre; el otro un adolescente e hijo. Pero nada hace reflejar divinidad alguna en la imagen sorprendente: ni exaltación trascendente, ni milagro, ni pasión, ni ninguna sensación resultado de algún extraño convencimiento místico. Pero el creador plasmaría, sin embargo, una sencilla, doméstica y tranquila pesadumbre. Una producida a causa de una inapreciable herida de espina que, en uno de sus dedos, presenta ahora el joven sin inquietud. Un hecho que viene a producir en su madre, sin embargo, un raro presentimiento misterioso, lacónico, profundo y desconsolador.

Todo está perfectamente pintado en la escena artística: los colores, los pliegues barrocos de las túnicas, las señales simbólicas de algunos objetos metafóricos. ¿Por qué ahora una pesadumbre?, ¿qué cosa puede ser expresada además ahora sin saber antes que vaya a suceder? Porque el mensaje trascendente contrasta ahora con los gestos confusos recreados por el pintor barroco, éstos demasiado naturales o terrenales para algo así. ¿No hay nada más que entender que el fin prometedor de una pasión vaticinada? Antes de llegar a saber el mensaje trascendente, ¿podríamos comprender, al ver la escena lastimosa, que la emoción del augurio sería un vaticinio providencial? Porque lo que representa el pintor es que algo está determinado y el designio debe cumplirse. Y el autor barroco español lo indica simbólicamente en muchas figuras expresadas en el cuadro: en el cajón semiabierto, analogía de lo que habrá de suceder, es algo que está abierto al futuro; en los libros sobre la mesa, porque está escrito..., es el conocimiento y la palabra revelada; en la esperanza futura de las palomas blancas, que aparecen ahora posadas en el suelo; en la salvación final de los hombres, representada en las frutas reconfortantes de la mesa.

Ese es el mensaje trascendente. Pero, entonces, nosotros, en casos no sagrados, ¿qué podemos hacer ahora cuando sintamos cosas que aún no sabemos si serán o no un hecho inevitable? Y, desde la más objetiva racionalidad, ¿cómo abordar ahora, sin nada escrito antes ya para saberlo, unas sensaciones parecidas a las representadas aquí, unos presentimientos así de semejantes? Pues tan solo con la firme decisión personal insobornable o con la fiel, erudita y poderosa determinación personal de que nada está escrito. Esa es la única actitud que puede absolvernos de las rémoras traicioneras de lo contingente. Pero también habrá que entender otros posibles mensajes diferentes, trascendentes o no. ¿Son incompatibles? No porque el espíritu de los seres humanos se adapta siempre a su propia decisión íntima o querencia personal, a su propia voluntad elegida, o a su propia fe. Ese espíritu humano -de los que  vivimos, de nosotros mismos- se adaptará así a su propia condición y a su propia vida contingente, aunque ésta sea desconsiderada, sorpresiva, impetuosa, agreste o imposible. Entonces es cuando más necesitaremos comprender -con la ayuda, por ejemplo, de presenciar un lienzo como este- que siempre podremos elegir, que siempre podremos decidir qué hacer con nuestra vida azarosa y deslizante. Porque es, en un caso, elegir sacrificarse por una idea -consagrada a lo que sea, trascendente o no- o vivir tan sólo la vida que tendremos, la real, la finita, la que se nos va cada día a cada paso. Ambas serán decisiones válidas y respetables, ambas serán en cada caso también inevitables, porque ambas serán la propia y contingente vida necesaria.

(Óleo La casa de Nazareth, 1630, del pintor español del Barroco Francisco de Zurbarán, Museo de Cleveland, EEUU.)

7 de mayo de 2012

Un infausto instante eternizado en el Arte o el Romanticismo más fugaz y atormentado.



El escritor francés Alfred de Musset (1810-1857) nació en pleno momento romántico del siglo diecinueve. Y aunque abundó en casi todos los géneros literarios, brilló en muy pocos, tal vez por una desubicada sensación suya alarmantemente romántica para el público de entonces. Porque el mundo estaba más inclinado en el año 1834 hacia creaciones románticas suaves o poéticamente glamurosas que en exceso desgarradoras. Y en el género literario más narrativo -la novela- tuvo Musset una competencia feroz con los más populares escritores Víctor Hugo y Alejandro Dumas. Su vida privada fue más conocida, sin embargo, por haber mantenido una relación atormentada y folletinesca con la famosa escritora George Sand. Así que Musset, con su poesía desatada y atrabiliaria, elaboraría una escabrosa lírica romántica desbordada de pasión excesiva -escandalosa a veces- para un gusto más realista, refinado o más clásico, algo que, a partir de aquellos años, comenzaría a buscarse con más interés por los lectores burgueses de Francia. No así lo vieron sus colegas románticos, que lo alabaron, respetaron y celebraron con gusto.

En el año 1834 Musset escribe su gran poema Rolla, un drama romántico muy extenso (784 versos) con el que relata la historia de Jacques Rolla, un joven libertino de París, el más grande libertino de todos. Heredero además de una fortuna que despilfarra en una vida disipada, desenfrenada y fatalmente atormentada. Pudo hacerlo así -despilfarrar de ese modo su vida- porque la propia sociedad de entonces se lo brindaría sin inconvenientes, sin reparos y sin ninguna dificultad. Se lo ofreció todo con sumo gusto hasta la última gota de su inasequible deseo más querido. El autor romántico buscó demostrar lo que la sociedad de finales del siglo XVIII habría conseguido causar en los jóvenes franceses con el excesivo, acelerado  y fatuo resurgir racionalista. Es decir, que con la desaparición de la fe y virtud de antes, también con el advenimiento de un placer sin sentimiento, habrían llevado a la desesperación -sin fondo que los salvara- a muchas generaciones de jóvenes europeos durante el siglo siguiente. Y todo ello por los efectos -según Musset- de aquel inmisericorde mal materialista e impío de aquella sociedad pagana de entonces, de toda aquella infamia tan racionalista, despiadada y sin espíritu.

El poema comenzaba diciendo: Te arrepientes de la época en que el cielo sobre la tierra caminaba y respiraba en el pueblo de los dioses... Indicaba así, desde el principio de la obra, una referencia a la mitología como metáfora útil para señalar lo virtuoso o grandioso de la vida, también lo perdido para siempre.  El protagonista, en su agotado desenfreno, terminaría buscando el amor prohibido más desesperado o más deseoso en los servicios de una joven prostituta, un ser tan ingenuo y desesperado como él. En su despiadado y desolado poema Musset trató de destacar la confrontación continua, trágica y ambigua, entre corrupción y pureza. Porque tanto la joven e inocente cortesana como el joven y desesperado burgués representaban a esos niños que entonces, abandonados por los dioses -por los valores espirituales, sociales y éticos-, se habrían deslizado por la senda peligrosa de la búsqueda de una belleza ilusoria.

En el año 1878 la Academia de Bellas Artes de París, en su famoso Salón de París, rechazó la obra de Arte que el joven pintor Henri Gervex (1852-1929) se atrevió a presentar a concurso. La escena elegida para el lienzo -titulado Rolla- situaba una joven adolescente desnuda tumbada en la habitación de un hotel parisino. Hasta aquí no había nada malo realmente, pero, sin embargo, había otra cosa mucho más peligrosa en el cuadro: mostraba a la joven en una actitud clara de comercio sexual con un cliente. Porque el simple desnudo femenino, tan artístico, clásico y academicista en la época, no podía ser entonces ningún motivo para aquel rechazo. Debía ser otra cosa. El motivo era el instante tan erótico reflejado en el lienzo. Era un momento eternizado donde se mostraba -para una época tan puritana- una escena moralmente cruda por ser muy real, muy sensual y estar totalmente desvelada. Porque ella no representaba ahora -como en los cuadros clásicos de antes- a ninguna diosa mitológica o a ninguna Venus hermosa, ni él tampoco era ningún héroe mitológico consagrado a salvarla o sujetado a adorarla. No, ahora los dos jovenes eran dos seres reales desamparados en un mundo desenfrenadamente perdido. Dos seres vulnerables, dos almas perdidas que, en ese instante maldito, buscan y representan otra cosa distinta: lo que el poeta más crudamente romántico quiso criticar entonces pero la sociedad no admitió a mostrarlo así, de ese modo tan evidente.

La romántica escena fijada en el lienzo mostraba el momento en el que Jacques Rolla, después de haber dilapidado sus últimas monedas para satisfacer su deseo, se levanta de la cama, se viste, se acerca a la ventana de la habitación y, mirando hacia afuera, a la ciudad degradada, decepcionante e insatisfactoria, espera resignado ahora el final de toda esperanza y de toda belleza. Luego -en ese mismo instante fijado en la obra- la mira a ella, a esa pasión efímera que sabe no podrá seguir amando más. Hasta aquí mantiene el pintor eternizada la escena romántica en su obra academicista. Más tarde, según el poema, termina el joven quitándose la vida, luego de haber besado el cuello dormido y delicado de ella. El poeta describe en un solo y maravilloso verso el momento eternizado que plasmó el pintor en su obra: Rolla se volvió entonces a mirarla. Ella, cansada, se había dormido de nuevo; huyeron ambos del mundo, de las crueldades del mundo. La niña en el sueño y el hombre en la muerte.

Hoy en día, ante las profundas convulsiones de esta sociedad tan llena de incertidumbres, no deberían sernos ajenas las sensibilidades de aquellos creadores de siglos anteriores que, autores lúcidos y expresivos, expresaron la terrible responsabilidad de los que dirigen la sociedad. ¿Cuándo se castigará la negligencia de hacer creer a todos que lo único viable y salvador es lo que, únicamente, salvará y dará a los que deciden esas oportunidades que nunca, sin embargo, verán los otros? Porque los otros, los que sufren, anónimos, inocentes, desolados o desesperados, sus decisiones malditas, sólo podrán recordar, si acaso, aquellos momentos en los que su inocente o errónea confianza les abrazaba cándidamente, a veces también mortalmente, en un alarde prometedor, absolutamente seductor, infame, o falsamente suficiente.

(Óleo del pintor francés academicista Henri Gervex, Rolla, 1878, Museo de Bellas Artes de Burdeos; Retrato del escritor Alfred de Musset, 1854, del pintor Charles Landelle, Castillo de Versalles, Francia; Cuadro Ophelia, 1908, del pintor Henri Gervex.)

5 de mayo de 2012

El baile de la vida, una gran pintura expresionista o la apariencia de lo que no es.



Como una metáfora genial de la vida humana, Edvard Munch (1863-1944), el gran pintor expresionista noruego, crearía su lienzo La Danza de la Vida. El tema de la obra lo insinúa el título de la pintura: el fluir de la vida en los seres que la viven y la aman. Cuando el pintor comenzara su andadura artística en los años de su juventud, dejaría escrito el sentido de lo que querría hacer con su Arte: Pintaré seres vivos que respiran, sufren y aman. La gente comprenderá el carácter sagrado de mi pintura y se quitarán ante ella el sombrero como si estuvieran en una iglesia.  Pero, en esta obra expresionista, ¿qué es lo que había deseado expresar verdaderamente su autor? En una playa noruega, al anochecer, un grupo de personas adultas bailan emparejadas, excepto dos, que ahora bailan solas. En las figuras del fondo no se ven los rostros del todo, apenas se perciben en el cuadro, un rasgo pictórico propio del Expresionismo. Sus movimientos parecen más rítmicos, se mueven aparentemente más alegres ahí, acompasados por una música que les debe llegar de no se sabe dónde. Están más cerca de la orilla, porque es una orilla del mar lo que parece verse ahí.  Éste -el mar- refleja ahora la luz macilenta y poderosa de lo que parece una luna estival sobre el cielo nocturno. En primer plano de la obra se muestran dos parejas y dos mujeres solas, éstas opuestas  ahora en ambos extremos del lienzo. Entre las dos mujeres solitarias se encuentran esas dos parejas que ahora bailan diferentes a las otras. Son sus gestos diferentes porque están más juntas y menos briosas, es decir, que casi no se mueven apenas esas dos parejas solitarias.

A la izquierda se sitúa una de las mujeres solitarias vestida con un alegre y floreado tisú blanco. A la derecha está la otra mujer solitaria, también detenida pero expresando ahora todo eso mucho más que la anterior. Es una mujer menos joven, vestida de negro y con el rostro entristecido. Pero, parece la misma mujer, aunque, ahora, en otro momento temporal simbolizado en el cuadro. Eso es lo que parece ella, sólo que ahora más envejecida que la otra. La pareja central, la principal que vemos en primer plano, parece estar unida por otra cosa más que por la sola danza. Se miran ambos detenidos, enfrentados de deseo. Él parece mirarla fijamente, ella, sin embargo, parece no mirar. Viste un traje rojo ella, el color más apasionado de la vida, una pasión que, curiosamente, no parece demostrar tener la única pareja que, sin embargo, sí parece sentirla... Porque la otra pareja, la de más atrás y a la derecha, describe una escena totalmente diferente: él está menos alegre y manifiesto, ella, aunque rehúsa, sostiene, con su blanco tono de pareja, el conspicuo gesto de querer seguir con él la danza. Pero, en verdad, ¿qué es lo que pasa ahora en este lienzo expresionista? Parece que nos indica el transcurrir del tiempo, tanto de la vida como del amor, en una danza... Pero, sin embargo, hay dos mujeres que no bailan. Una, más joven, más blanca; otra, parece marchita, negra, más opaca. La vida que pasa y pasa también, al parecer, por edades centrales no tan solitarias. ¿Todo lo que vemos es, realmente, todo lo que pasa, todo lo que parece que pasa? ¿Podremos describir de un modo claro el drama vital que ahora lo acompaña?

Porque el mar ahí no es el mar, es realmente un gran lago del norte noruego borealPorque la luna no es la luna, es el sol mortecino y permanente de una noche veraniega boreal...  Lo que fundamentará la obra, al parecer, son las dos figuras femeninas solitarias de una misma persona en dos momentos de su vida. Una más joven y más solícita con los demás y su vida, quiere ella abrazarlo todo, confiada. La otra, más ajada, la que los años han cambiado su sentido de ella misma y no espera ya nada de la vida, manteniendo así sus manos juntas como lo único que pueda mantener unido en una vida. De un lugar a otro y de un extremo a otro, entre esas dos parejas juntas, se sitúan ahora la pasión y el amor en la vida. Pero la pasión está expresada aquí de una forma más significativa. Y lo está porque la pasión es  más principal o más destacable que el amor en la obra. La pasión está expresada de un modo más terminal, menos duradera, más confusa y veleidosa, todo más propio de las personas enamoradas y ofuscadas por lo efusivo de lo fugaz.  Es todo eso lo que parece ser aquí que es.  Pero, ¿lo es en verdad? ¿Fue eso lo que quiso expresar el pintor? No lo sé. Lo que creo que trató de expresar fue lo inexpresable de la vida...  Lo que parece que es pero no lo es, lo que parece que será pero no terminará nunca de serlo.  Así mismo, como la vida, todo eso o nada de eso. Al final, después de toda esta profusa confusión apasionada, tan solo podremos llegar a pensar, si acaso, que esta será la grandeza del cuadro y aquella la del pintor...

(Óleo La Danza de la Vida, del pintor expresionista Edvard Munch, 1900, Museo Nacional de Arte de Oslo, Noruega.)

30 de abril de 2012

Y con Goya la humana inocencia vagará afligida entre las atroces garras de lo humano.




Goya cambiaría su estilo y las temáticas de sus creaciones a partir de un profundo sufrimiento físico, su grave enfermedad del año 1793. Esta dolorosa emoción le llevaría a descubrir, sin complejos, las oscuras y estremecedoras fuerzas que se ocultan tras la vida. Pero, sin embargo, casi todos sus dardos artísticos no fueron dirigidos entonces hacia una Naturaleza incontrolable o hacia un Universo cruel, desalmado o inhospitalario. Para nada; fueron dirigidas sus creaciones críticas a resaltar, claramente y sin tapujos, los perfiles más escabrosos y primitivos de lo humano. Por aquellos años finales del siglo XVIII el racionalismo trataría de encontrar resortes morales para apaciguar y controlar los desmanes o las pasiones más despiadadas e incontroladas de los hombres. Se empezaría a escandalizar entonces la sociedad europea frente a historias macabras de criminales asaltos o de inclinaciones inhumanas, cosas que algunos ilustrados habían empezado a denunciar en sus escritos de una forma a como nunca antes se había hecho en la historia.

Pocos años antes de su cruel enfermedad Goya compuso su lienzo El sueño. Aquí nos muestra el pintor español a una bella joven durmiendo plácidamente. Ella aparece confiada y segura, descansando tranquila y solitaria en el lecho que la acoge satisfecha. Transmite una sensualidad natural la obra, aunque ahora con una cierta apariencia expectante indefinida, esa sensación que una amante tuviera a la espera, por ejemplo, de un encuentro erótico retrasado. El autor español sólo dibujaría aquí el perfil ladeado del rostro de la joven durmiente, como para no desvelar así el misterio de su identidad desconocida... Porque es así como debe ser descrito ese momento plásticamente, y como el incógnito momento plácido, a su vez, tratará de descubrir ahora algo veladamente... Lo titularía el autor, sin embargo, El sueño. Es decir, aquello que nos aleja de la realidad y nos lleva lejos de nuestro consciente. Porque aquí ahora deseo y lejanía son los rasgos expresivos que más se vislumbran en esta imagen durmiente. En ambos conceptos -deseo y lejanía- se materializará la realidad complementaria de los mismos: deseamos lo que no tenemos aún, lo lejano que no podemos siquiera tomar con nuestra voluntad limitada; pero, por otro lado, nos entregamos a la lejana huida del sueño... para poder alcanzar también nuestros deseos.

Pero aún mucho más poderoso sueño artístico fue el que el gran pintor dejara expresar en una inspiración posterior que tuviera. Ahora, esta otra inspiración artística era mucho más macabra y menos soñolienta..., por lo espantosa e inhumana que ella suponía. ¿Inhumana, en verdad? Es decir, es algo no humano hacerlo cuando, sin embargo, los que lo hacen lo son? Con su obra Caníbales preparando a sus víctimas el gran genio Goya nos sorprende e impresiona, nos aterra y paraliza. Unos hombres devoran, desgarran, descarnan y desmiembran a otros hombres. En esta atrevida obra, basada en un caso real de atropello bestial a unos jesuitas en la América canadiense del siglo XVII, el gran creador español nos abruma bellamente. El lienzo divide aquí, sutilmente, en dos áreas estéticas el cuadro que vemos. Toda la escena de horror se halla en un extremo de la obra; en el otro o la nada o algunas de las inocentes vestiduras de las víctimas, ahora revueltas y sin orden por el suelo. La metáfora de la estructura de la obra es sutil: la vida, la dulce e inocente vida, encierra atroz el despiadado exceso de un extremo...

Y para destacar aún más lo contradictorio del género humano Goya nos ofrece una creación diferente: El albañil herido, una obra del año 1787. En esta temprana fecha se comenzarían a establecer por el reino español ciertos auxilios o controles a algunos trabajos muy arriesgados en la sociedad. El propio rey Carlos III lo regularía antes de fallecer en el año 1788. Es la contradicción que subyacerá en el ser humano, y que Goya comprendió, quizás, como ningún otro autor lo hiciera antes. Se anticipó también a los pensadores naturalistas de años después, a los pintores impresionistas o postimpresionistas de décadas después. Todo un genial personaje que, próximo a fallecer, pintaría el lienzo más enigmático del mundo: Perro semihundido. Una obra incomprensible, una imagen que, de tan simple, sin embargo, no dejará de alentar conspiraciones elucubradoras... ¿Un escenario aquí vacío en gran parte? Tan sólo la pequeña cabeza de un perro se asomará ahora hacia la nada; pero, ¿qué mirará?, ¿qué habrá ahí? Goya tan solo debía saberlo, pero no lo desveló jamás, lo dejaría para que aquel sueño de antes lo despejara, si acaso, después de entregarnos a su impúdica, deseosa y esclarecedora suerte.

(Óleo El sueño, Francisco de Goya, 1790, Museo de Dublín, Irlanda; Caníbales preparando a sus víctimas, 1800, Goya, Francia; Lienzo El albañil herido, 1787, Goya, Museo del Prado; Lienzo El conjuro de las brujas, 1798, Goya, Fundación Lázaro Galdiano, Madrid; Cuadro Perro semihundido, 1823, Goya, Museo del Prado.)

27 de abril de 2012

La bondadosa libertad artística de Rubens crearía una gran obra de Arte y una lección.



Rubens fue probablemente uno de los pintores más atrevidos de su época. Pudo permitírselo, además de ser uno de los mejores creadores del barroco. No sólo decoró grandes salones y palacios con la sensualidad del cuerpo femenino, en exceso maravilloso y elegante, sino que además transformaría a su gusto las historias y leyendas míticas de sus escenas retratadas. Según la mitología romana Diana era la poderosa diosa de la luz además de la divina cazadora de los bosques, Artemisa en su versión helénica. Como diosa disponía de una pléyade de hermosas ninfas de los bosques que dedicaban su virginidad a cortejarla, reservando su castidad a mantenerse célibes para ella. Sin embargo, la ninfa Calisto, una de esas hermosas vírgenes de su corte, sería seducida por el dios Júpiter -Zeus en Grecia- con un ardid que el gran dios urgiría a veces: transformándose en un amable personaje. En este caso en la misma Diana o en su hermano gemelo Apolo. Es decir, convertirse ahora en un ser confiable, cercano y del todo inofensivo para su víctima. 

De ese modo Júpiter conseguiría la unión lujuriosa. Calisto quedaría encinta del dios y, sin haberlo ella querido, ultrajando el voto de castidad a su diosa y defraudando a sus compañeras. No podría ella descubrir su nuevo estado, lo ocultaría tras sus vestiduras mientras pudiera. Pero, cuando deciden todas las ninfas darse un baño cerca del monte Ménalo, la joven Calisto no pudo ya más evitarlo. Su involuntaria traición fue desvelada. Los autores mitológicos, escritores griegos y latinos, describieron ese momento con la pulsión inevitable de una diosa que, ofendida, decide expulsar a Calisto de su corte. Las versiones de los poetas grecolatinos divergen en la forma en que la diosa lo hizo, pero todos ellos coinciden en que la ninfa deshonrada o desaparecería asaeteada por las flechas de Diana o transformada por Zeus en una estrella para siempre.

Sólo Rubens en esta grandiosa imagen del año 1635 consigue -además de crear un perfecto, equilibrado, bello y grandioso cuadro- cambiar ahora el destino de los personajes. Porque en su obra no se describen los gestos adustos de la venganza ni los justicieros momentos trágicos de una sentencia divina. No, ahora el pintor flamenco nos muestra a una compungida Calisto acompañada, sincera y tiernamente, por algunas de sus iguales cortesanas. Mirada y sentida además ella con cariño, comprensión, dulzura, admiración y respeto por las otras ninfas. Pero, sobre todo, es ahora aquí Diana, la diosa inflexible, retadora, impulsiva, vengadora y más certera de la mitología, la que el pintor Rubens nos presentará del todo distinta. Aparece la diosa Diana representada ahora con los brazos abiertos, con la expresión de su rostro muy diferente a su fama desmedida o despiadada, con los gestos nada acordes a la historia vengativa transmitida tradicionalmente por la mitología. Recibe la diosa ahora a Calisto, a cambio de la leyenda fatídica conocida, con una decidida clemencia, armonía, absoluta afinidad, empatía y un sorprendente sosiego. Toda una sagrada lección, sin embargo, que el gran maestro flamenco supo transformar, con su Arte barroco clásico, ante la inflexibilidad o el desconsuelo típico más inhumano de la mitología.

(Óleo barroco Diana y Calisto, 1635, del pintor flamenco Pedro Pablo Rubens, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

23 de abril de 2012

Lo bello como objeto de un placer desinteresado, del todo inútil, afectado y sin finalidad.



Fue el filósofo Kant quien comenzara a sostener que la belleza era producto de la imaginación del ser humano. Decía también que no se encontraba una explicación racional de nada de lo existente fuera del ser humano. Es el hombre el que recrea la interpretación racional de una naturaleza oscura y desconocida. No hay una realidad más allá de la que el propio ser humano pueda componer desde sus limitaciones racionales e intelectivas. En ese encorsetamiento de la realidad es donde la receptividad de lo que pueda percibirse, o la sensibilidad con la que podamos atravesar la frontera de lo desconocido, viene a dejarnos claro que es el ojo -por tanto la mente- del ser humano lo único que puede conseguir sublimar lo desperdigado, profundo o más caótico del mundo. Pero, sin embargo, todos esos elementos percibidos estaban ya antes en el universo -no fueron creados por el hombre-, fueron esos elementos extasiados o perdidos en el universo desde mucho antes de que el hombre se planteara percibirlos o existiese. En la historia del pensamiento fue surgiendo la estética como una disciplina de la percepción en general, algo fundamentalmente sensorial. Solo más tarde se dedicaría la estética especialmente a la percepción de la belleza y el Arte. Fue el motivo del porqué de esa percepción lo que vino a explicar el camino que el filósofo alemán tomaría para definirla. Para Kant la percepción de lo bello no tiene ninguna finalidad en su propia acción estética. Lo bello es el objeto de un placer desinteresado nos dice el pensador alemán. Es, por tanto, diferente a cualquier otra cosa o necesidad en este mundo. En la recepción de lo bello, de lo equilibrado o de lo artístico no hay un interés especial, ni no especial, no existe nada en ello propiamente que nos lleve a querer desearlo o justificarlo.

El elemento estético no tiene una explicación en sí, ni es consecuencia de un concepto razonado, tampoco posee una finalidad, ni inmanente ni trascendente. Para que exista lo bello sólo se precisa al sujeto que lo percibe, éste es el único sentido y su única finalidad.   Cuando Jacob, el patriarca judío bíblico del Génesis, tuvo a su undécimo hijo José de su segunda esposa Raquel, acabaría valorándolo mucho más que al resto de sus hijos. Era José su hijo favorito, el descendiente que Jacob pensara para sucederle en su patriarcado mesiánico. Tanto lo apreciaba que, una vez, le ofreció una túnica diferente a ninguna otra tejida antes, más colorida y bella que las de sus otros hijos. Sus hermanastros acabarían por odiarlo. Así que cuando todos pastaban el ganado de su padre decidieron atacar a José y hacerlo desaparecer para siempre. Entonces le quitaron su túnica, ahora rasgada, y lo vendieron como esclavo a unos nómadas del desierto. Al regresar a la casa de su padre le muestran a Jacob sólo la túnica de José, ensangrentada falsamente, expresando así el triste final trágico del mismo. El pintor Velázquez compuso esa misma escena en su obra Jacob y sus hijos: todos ante la túnica de José, lo único de él que le enseñan a su padre. Jacob no ve otra cosa, sólo percibe ahora -y los que admiramos el cuadro- la pequeña, arrugada, colorida y bella túnica falsamente ensangrentada. No ve  -ni nosotros- a José muerto ni parte alguna de su cuerpo, tan sólo la rasgada tela colorida mostrando los rasgos propios de la túnica que Jacob le obsequió tiempo antes. La emoción causada ante la visión sensitiva de lo que percibe Jacob es suficiente para convencerse de que su hijo ha muerto. Cada uno de sus hermanos interpretó la mejor impostura ante la presencia cómplice de la túnica rasgada, incuestionable ahora por completo para su padre, el sujeto perceptor de la misma.

A la falacia de los hermanos ayudaría el propio tejido ensangrentado, que representaba, sin confusión, la personalidad implícita de su hermano ausente. Toda historia contada por los hermanos fue inventada pero, sin embargo, muy convincente. Y todo gracias a la sola imagen de la túnica creativamente ensangrentada y vinculante. La percepción emocional de Jacob fue real aunque el hecho en sí no lo fuese, y no lo fue porque no fue más que la representación ficticia de una mentira. ¿Cómo representar una emoción vinculante ante la simple visión material de un objeto sin vida? ¿Dónde radica el sentido de la capacidad emotiva de un sentimiento representado, sea éste de tristeza, alegría o belleza?:  sólo en el sujeto perceptor de lo sensible. Aquí, en el sujeto que percibe, es donde se encuentra únicamente la expresión de lo estético y su sentido virtual. Es por eso que el Arte no es nunca objetivo ni real, no es útil tampoco ni tiene ningún sentido ni ninguna finalidad. El Arte se entiende desde la interpretación de lo que el propio ser receptor concibe en un momento de percepción como sublime. Y se requiere además de toda la libertad creativa con la que componer cualquier ficción que pueda existir de un hecho para conmover, convencer o emocionar a un sujeto predispuesto. La simple visión de una naturaleza o de un paisaje real bellos no basta por sí solo para alcanzar una especial emoción sublime en la percepción estética subjetiva. Para ello ésta debería ser subjetivada artísticamente en la mente sensible de un perceptor. Esta emoción sublime surge del propio ser que percibe la representación estética, no de un hecho real efectivo de la naturaleza sino del individuo que compone en su mente una imagen abstracta de una visión real o imaginada de un mundo ahora traducido. Una visión estética de la que es capaz el ser perceptor de comprender y sentir sin necesidad de acudir incluso a lejanas, utópicas o sutiles tareas filosóficas racionales o trascendentes.

(Óleo de Velázquez, La Túnica de José, 1630, Monasterio de El Escorial, Madrid; Fotografía de un hermoso paisaje de la naturaleza en Aspen, Colorado, EEUU; Lienzo de Vincent van Gogh, El Sembrador, 1888, Holanda; Óleo Lluvia, vapor y velocidad, 1844, del pintor romántico inglés William Turner.)

17 de abril de 2012

Asombrados por la traición de la belleza, de la nunca imaginada ahora crueldad de la belleza.



En un día brillante y luminoso del año 79 d.C. se asolaría por completo la antigua ciudad romana de Pompeya. Todos sus habitantes fueron entonces atrapados en aquella mañana esplendorosa entre las cálidas lavas de su refugio o entre las letales nubes gaseosas de su desecho fatal. Habían soportado los pompeyanos años antes otras erupciones, otros momentos de fulgor telúrico, pero nunca habían sido como en esta maldecida y terrible ocasión. Incluso, pocos días antes de la tragedia, recibirían los efectos de algunos temblores recurrentes en su fértil suelo napolitano. Pero, nada, sus habitantes andarían aún seducidos con sus vidas y belleza bajo aquel maravilloso cielo azul que, inocente, todavía les cubriera desdeñoso, fugaz y manifiesto. Porque entonces ese lugar y su montaña serían aun todo lo que ellos anhelaran en la Tierra, un espacio tan paradisíaco, tan bello, tan inocente, tan maravilloso como ese. 

¿Cómo, se debían preguntar algunos de ellos por entonces, cómo un espacio así, tan bendecido por una belleza natural tan excelente, podría acaso dañar en algo a sus felices y admirados pobladores? Pero es que la Belleza no ejecuta su sentido en cuestiones tan banales, no se ocupa de debilidades, de necesidades, de remilgos o de sinestesias tan humanas. No, la Belleza se padece siempre así, con todos sus efectos, los propios y los colaterales. Con sus caprichos además, que deslumbrarán inadvertidos en el ánimo admirado de unos seres que no lo sufran aún, sin embargo, de un modo tan directo y necesario; con sus placenteras emociones, que regalará en ocasiones, desidiosa, la Belleza desde lejos; con su generosa dedicación en exclusiva, gracias sobre todo a su sentido estético tan grato, ese que nos ofrecerá, displicente, sin fijar ahora límites, ni fechas ni detalles, pero que lo hará ya con toda la vanagloriosa feracidad natural de sus sutiles alardes imprecisos. Y la perdonaremos siempre a la Belleza, sin rencores ni aspavientos.  Porque es inútil no hacerlo, porque ella, la Belleza, es eterna e imposible, y, nosotros, sin embargo, efímeros.

Pero cuando ahora, ajena ya del todo de nosotros, aunque nosotros la reconozcamos siempre como propia, nos atropelle ya insolente la Belleza, nos sobrepase así, tan injusta y desolada, quedaremos ya asombrados, sin creerlo, totalmente desfallecidos para siempre. Incluso ahora, incrédulos, pasaremos de sentir a no entenderlo. Y de ese modo tan horrendo, como aquellos romanos desolados, quedaremos ahora así, petrificados, permanentes ya en el barro para siempre, con nuestra ahora propia y ridícula sensación vanamente enamorada. Porque todo habrá terminado para siempre, así, como entonces, ahuecado ya el mismo suelo también bajo nosotros, con esas mismas esencias desperdigadas de lo que, una vez, fuera por entonces toda una inmensa y bella sensación indescriptible. Porque esa misma sensación tan sorprendente contemplará luego la misma escena malherida, esa misma cuando la visión desamparada del paisaje nos allane luego la misma mirada sin sentido... ¿Quién, diría también entonces alguien, quién pudiera ya imaginar siquiera entonces que, aquella maravillosa Belleza subyugante, pudiera ser una vez así tan vil, tan cruel o tan infame?

(Óleo del pintor ruso Karl Briullov, Los últimos días de Pompeya, 1833, Rusia; Lienzo Paisaje con el Palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, del pintor Jacob Phillip Hackert, Museo Thyssen-Bornemisza; Fotografía del volcán Vesubio en la actualidad, con las ruinas de la antigua y desaparecida ciudad romana de Pompeya, Italia.)

15 de abril de 2012

Los significados imprevistos de una perspectiva diferente: el escorzo como salvación y el Arte.



Cuando el mítico personaje efebo de Ganímedes fuese raptado por un águila poderosa -el mismo dios Zeus disfrazado-, éste lo agarraría fuertemente para que no cayese desde tan alto. En el maravilloso cuadro del pintor renacentista Correggio un perro mira ahora a Ganímedes dirigido, inclinado y sorprendido al verlo así elevarse. Sin embargo, el deseado príncipe Ganímedes no está mirando ahora a nadie sino a nosotros, a los que, desde fuera del cuadro, le veremos a él. Y en esa precisa mirada compungida el creador consigue expresar genialmente la resignada sensación de lo inevitable, de lo imposible ya de remediar.  De ese modo Ganímedes nos dirige sus ojos afligidos, transmitiéndonos así que nada puede hacer ahora: ni soltarse ni zafarse de las afiladas garras decididas de su raptor. Porque si lo hiciera -caer desde tan alto- terminaría mucho más malogrado de lo que ahora está, vencido por completo y acabado para siempre. El filósofo español José Antonio Marina nos advierte con una de las formas de salvarnos del caos contemporáneo que nos acucia: Nuestra inteligencia creadora es nuestra gran arma contra la pesadumbre de las cosas. Inteligencia resuelta que significa inventar soluciones y marchar con decisión. La inteligencia humana es una mezcla de conocimientos y valentía. El ingenio viene a decirnos que en la aparente monotonía pueden encontrase nuevas relaciones, significados imprevistos, escorzos divertidos o parecidos sugerentes.

El escorzo en el Arte es la representación de una figura u objeto que se encuentra ahora situado de un modo extraño al plano de la imagen, o perpendicular u oblicua a ésta. Es como cuando la mirada se posiciona con respecto a un objeto en un lugar desde donde no puede verse completamente, desde donde no se ve natural el objeto, es decir, como éste ha de verse para relacionarlo con lo que es, con lo que siempre ha parecido que es. Al principio de la historia moderna del Arte -en el medievo inicial del siglo XV- fue cuando los artistas comenzaron a utilizar este procedimiento de la perspectiva en sus figuras -el escorzo- para asombrar o llegar mejor al interés geométrico del espectador, dejándolo incluso más sorprendido. Para que éste admirase lo que de otro modo reconocería al pronto, sin forzar el intelecto al ser visto como siempre. Es una técnica difícil que requiere habilidad y un gran conocimiento de la perspectiva, de los matices de los ángulos o de las posiciones relativas de la geometría.

Fue en el Arte donde se realizaron grandes obras en escorzo, desde las del pintor Mantegna hasta las de los creadores más modernos. Pero en Filosofía también se ha tratado de relacionar y utilizar este término haciendo ahora referencia a la perspectiva con la que podamos analizar alguna cosa, concepto o hecho determinado. Porque para que aprehendamos bien una cosa, para que conozcamos mejor algo concreto de ella, verdaderamente necesitamos verla bien, pero, ¿desde dónde la veremos mejor? Y, sobre todo, verla completamente bien, en toda su naturalidad, ¿nos permitirá captar también su esencia realmente o necesitaremos, sin embargo, ver otras cosas diferentes de ella, partes ahora inopinadas o sorprendentes de la misma?

(Óleo del pintor Rosso Fiorentino, Moisés defendiendo a las hijas de Jetró, 1523, Galería de los Uffizi, Florencia; Cuadro del pintor actual mexicano Alberto Castro Leñero, Figura en escorzo, 2005, México; Detalle del gran cuadro de El rapto de Ganímedes, de Correggio; Óleo El Rapto de Ganímedes, 1531, Correggio, Museo de Viena; Óleo de Andrea Mantegna, Cristo muerto, 1480-90, Pinacoteca de Brera, Milán, Italia; Lienzo del pintor español del modernismo Ramón Casas, Desnudo, 1903, particular.)

9 de abril de 2012

Y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca...



Los Cantos de Ossian fueron unas composiciones líricas celtas muy antiguas escritas, sin embargo, en el moderno siglo XVIII por el escocés James Macpherson. Eran poemas equivalentes a los antiguos clásicos griegos de Homero y sus leyendas mitológicas: con tragedias y héroes, con gestas y traiciones, con dolor, orgullo y sufrimiento. Esos cantos celtas tuvieron influencia en poetas románticos posteriores como Goethe, que, en su obra Werther, incorporaría algunos de sus famosos versos épicos románticos. Uno de los personajes de su novela Werther se pregunta una vez ante otro personaje igual o más desesperado que él, uno de esos seres doloridos que justificarían la épica narración romántica alemana, lo siguiente: ¿Acaso estos cantos no han sido hechos para enternecer y agradar a las almas aturdidas? A lo que le respondería desconsolado pero convencido el otro personaje desesperado: Yo escuchaba los lamentos de mi hija abandonada sobre la roca que azotaban las olas. Sus gritos eran afilados, desgarradores, y nada podía hacer yo por ella. Su voz se debilitó antes del amanecer y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca.

El gran poeta Goethe afirmaría, como otros ya lo hicieron antes que él, que la poesía, la lírica idílica de los cantos, el arte subyugador de lo emotivo, no podría aliviar verdaderamente la angustia de existir ni devolver al hombre la armonía con el mundo. Porque lo idílico con los años vendría a definirse como oposición a lo real, como contrario a lo desolador y duro de la vida. Aun así, comenzarían ya los poetas griegos de la antigüedad a elaborar sus églogas famosas, unas composiciones poéticas pastoriles donde, en un maravilloso escenario natural, los líricos personajes narrados, pastores indolentes y amables, dialogaban amorosamente sin final. Luego, al llegar el Renacimiento, después de un largo páramo medieval, volvieron los poetas a crear por entonces lugares utópicos o mundos idílicos de parajes lejanos y exóticos donde la vida se reflejara dichosa en una sociedad idealizada. Pero, después de los avatares históricos de las revoluciones políticas, industriales y sociales del siglo XIX, las cosas cambiarían del todo y para siempre. Ahora el sufrimiento humano personal, aquella emoción sublime que habría sido enaltecida como recurso elogioso en los mártires de la antigüedad, en los héroes caballerosos del Renacimiento o en los idealizados seres abatidos por el desamor del Romanticismo, se avenía terrible a la glosa más realista y sórdida de lo cotidiano, de lo más íntimamente existencial o duro de la vida.

No hubo más remedio que inventar por entonces otros paraísos ficticios, otras sensaciones distintas para volver a recuperar aquella Arcadia o país imaginario y dichoso, un lugar donde todo es felicidad y paz y el ser humano podrá aliviar -creerá ingenuamente- el temible desgarro que le producirá el abrupto despeñamiento de su vida. Y para eso mismo, como para todas las cosas que vienen a agitar de alguna forma el molesto escozor de la existencia, el Arte traducirá en imágenes las sensaciones más necesitadas de justificación salvífica, de reflejo vital o de sentido único y esperanza. Algunos pintores consiguieron reproducir en sus obras de Arte aquellas imágenes de escenario idílico o de lugar encantado y entorno privilegiado para que, con un gesto fascinante o una apostura placentera, tuvieran los seres a bien sentir ahora que vivir era algo maravilloso. Otros pintores, a cambio, crearían la fatal y contraria exposición de lo espantoso, del dolor más existencial o del despropósito vital más alarmante. Pero, entonces, ¿es que tan sólo podremos balancearnos entre el sufrimiento más agreste, desconsolador y tormentoso, o entre el idílico, eufórico y maravilloso estado vital más encumbrador y paradisíaco?

Sin embargo, hubieron otros creadores del Arte que elegirían ahora otra cosa, como el pintor belga Alfred Stevens y su obra Adiós a la orilla del mar, o el español Ulpiano Checa y su lienzo Celebrando el verano con una lámpara china. Estos pintores decimonónicos mostrarían entonces, a cambio, otra cosa diferente: el momento fugaz, el instante efímero y su transformación más emotiva. Es decir, elegirán ellos ahora la levedad de las cosas (de todas las cosas, buenas o malas) y su breve tiempo limitado. Por ejemplo, en el caso del pintor Stevens destacando una despedida solitaria, inevitable pero esperanzada. Todo, por ahora, se ha acabado, pero, al menos, dejará vislumbrar el creador en su imagen aún la posibilidad de un regreso, de una esperanza sosegada, confiada y posible. En el otro cuadro el pintor español Checa realizaría una magistral obra decimonónica: unas jóvenes celebran el verano subidas a una barca en las aguas nocturnas de un estanque acogedor. Ahora ellas se divierten felices, ahora la luz centelleante de una lámpara china brilla aquí con todo su fulgor poderoso. Y así seguirán ellas, alegres, confiadas, seguras, viviendo ese momento único y maravilloso que, ahora, ellas disfrutan. Así hasta que la efímera llama de la lámpara acabe consumida por completo. Para entonces, para cuando el fulgor de su luz se desvanezca imperceptible, para cuando incluso ahora ellas no entiendan ni siquiera el porqué de todo eso, sólo después de ese mágico momento, esa misma luz, sólo entonces, ese mismo brillo, cesará...

(Óleo del pintor Frederic Leighton, Idilio, 1881; Cuadro del pintor francés Louis-Adolphe Tessier, Desempleado, 1886, Museo de Angers, Francia; Obra Negro Escipión, 1867, del pintor Paul Cezanne, Museo de Sao Paulo, Brasil; Óleo El martirio de San Lorenzo, de Valentín de Boulogne, 1622, Museo del Prado; Obra Adiós a la orilla del mar, 1891, del pintor Alfred Stevens; Cuadro Celebrando el verano con una lámpara china, siglo XIX, del pintor español Ulpiano Checa y Sanz.)

2 de abril de 2012

El universo de la vida encerrado en un cuadro o la síntesis estética del todo.



El luminismo en el Arte fue un procedimiento por el cual se trataba de captar la incidencia de la luz sobre los objetos, obteniendo así una exaltación cromática de éstos. Aunque el término empezaría a ser utilizado en el siglo XIX por los norteamericanos, la realidad es que comenzaría a utilizarse mucho antes, incluso, de que Caravaggio lo llevara a la genialidad en el Barroco. Después de este pintor otros maestros dedicaron ese recurso a sus creaciones artísticas, como lo hicieran el francés George de La Tour o el flamenco Gerard van Horthorst (1590-1656).   El escritor argentino Borges en su cuento El Aleph escribiría lo siguiente: Dijo que para terminar el poema le era indispensable el Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos. La palabra Aleph hace referencia al primer símbolo del alfabeto hebreo, un  signo compuesto por una pequeña diagonal cuya parte izquierda es más elevada y separa dos pequeños trazos en sus extremos. Ambos trazos están dirigidos hacia lo opuesto: uno arriba y otro abajo. Según la cabalística -estudio de sabiduría ancestral judía- ese símbolo separaría dos mundos, el mundo superior del mundo inferior, y entre ambos mundos o realidades se encuentra el firmamento, que es la diagonal que actúa como vínculo o frontera.

En el año 1625 el pintor holandés Gerard van Horthorst compuso su lienzo La alcahueta. En su obra apenas un tercio se encuentra iluminada, el resto es penumbra, vaga oscuridad o fondo plano apenas percibido por el resplandor de una vela. El creador barroco representa dos identidades enfrentadas y una que las intermedia. Esta última es la alcahueta o celestina, personaje que se beneficia materialmente del encuentro que propicia. Está de pie, en un claroscuro que permite ver de ella solo dos cosas: un rostro taimado y una mano dirigida. La mano la muestra el pintor útil, avara, angulosa y firme. De los dos personajes enfrentados uno está de espaldas: este es el hombre que  persigue, que busca y necesita. Está oscurecido en la obra, apenas sus manos o su atuendo se vislumbran.  Luego, iluminada, visible y enfrentada a todo, aparece la risueña y confiada joven impactante: ella es la meretriz, el personaje enfrentado que ofrece, complaciente, sus favores o promesas deseadas. Sujeta vanidosa un instrumento de cuerda entre sus manos, un artilugio musical que, sin embargo, aún no está ella muy convencida de querer tocar... 

La composición pictórica es en sí misma todo un universo... Como aquel Aleph borgiano, la obra de Horthorst es expresión de algo mucho más grande: representa la visión completa de un mundo en un pequeño espacio limitado. Un espacio artístico que contiene ahora toda la expresión de un universo. Por un lado está lo perseguido, lo anhelado, lo elevado, lo que vemos iluminado, pero que ahora no dejará aún de satisfacer el sonido de un laúd indiferente. Por otro lado está el mundo tenebroso, el inferior, el suplicante. También en esta parte está el ser mediador, el que enlaza y beneficiará ante el sentido material de lo que permitirá finalmente conseguir. La luz frente a la oscuridad, pero también lo deseado frente a lo necesitado. En síntesis, lo material como medio, frente a lo espiritual como sentido. Todo está justificado en este pequeño universo, todo es comprensivo, natural, allegado...  Está representado en la obra lo que anhela, lo que se aprovecha y lo que se persigue. Está el medio y está lo pretextado; está lo iluminado y está lo oscurecido.

Siguiendo con aquel relato de Borges: Vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada en una playa del mar Caspio en el alba, vi la delicada osatura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mizapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi oscura sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra y en la tierra otra vez el Aleph, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara y sentí vértigo y lloré porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


(Óleo barroco del pintor holandés Gerard van Horthorst, La alcahueta, 1625, Museo Central, Utrecht, Holanda.)

30 de marzo de 2012

Las musas inspiradoras de un encanto, de algo oculto tras una belleza diferente.



Cuando la Revolución mejicana comenzara su andadura durante el año 1911, las huestes de Emiliano Zapata tomarían entonces la ciudad de Cuernavaca. Allí un oficial simpatizante de las tendencias revolucionarias, Manuel Dolores Asúnsolo, entregaría satisfecho la ciudad al mítico guerrillero mejicano. Este militar y heredero terrateniente, oriundo del norte de México, se había educado en Estados Unidos, donde terminaría uniéndose en matrimonio con la canadiense Marie Morand. Un año después, en 1904, nacía la hija de ambos, María Asúnsolo Morand. Esta bella, sorprendente, misteriosa, aguda, libre y talentosa mujer acabaría siendo, años después, una de las musas y modelos del Arte más retratadas por los pintores mejicanos de entreguerras. Pertenecía a la enriquecida familia Asúnsolo, cuya prima Dolores llegaría a ser la famosa actriz Dolores del Río. A diferencia de los directores de cine, los pintores escudriñarán en sus musas algo menos visible e impactante que un hermoso bello rostro, o una capacidad artística expresiva o un especial talento interpretativo. Lo que los artistas del Arte plasmarán en sus lienzos, provocados por una especial inspiración estética, será el encantamiento que unos seres femeninos destilan como consecuencia de una personalidad desdeñosa y auténtica, también por su desinterés interesado o por una peculiar fuerza desgarradora de emociones misteriosas.

Pero, además por una belleza permanente, una rara belleza que no tiene nada que ver con la que vemos en un cuerpo físico. Esa rara belleza traspasará las satisfechas o insatisfechas apetencias físicas para alumbrar ahora las eternas, oscuras o veleidosas rémoras de una vida diferente. En los años treinta del pasado siglo XX casi todos los pintores mejicanos retrataron a María Asúnsolo. Posiblemente en toda la historia del Arte del siglo XX ninguna otra mujer lo fuera más. Pero es que, además de poseer una gran personalidad, fue una bellísima mujer. Nada libertina al pronto de sus deseos. Más que pudor, lo que ella poseía sería una maliciosa forma limitada de enseñar su cuerpo. El destello de su pasión duraba el tiempo justo, el preciso justo momento para que, luego, ese mismo momento no sustituyese nunca su misterio. Fue descrita una vez como la dama inmarcesible, un afortunado adjetivo -poco usado- que indica lo inmarchitable, lo que en ella, finalmente, expresaría el gesto perdurable de su modelaje, de esa inspiración artística que, como musa destacada, oficiaría sin consideración en los buscadores estéticos de lo indefinible, lo que son, al fin y al cabo, los pintores.

Cuando Eugenia Huici (Chile, 1860-1951) decidiera residir en Europa al año de casarse con el potentado Tomás Errázuriz, conocería en el año 1880 al pintor John Singer Sargent en un alquilado palacio veneciano. Este creador impresionista la retrata entonces encantado gracias a su ungida y serena belleza inmarcesible. A pesar de haber podido poseer las más ostentosas cosas de la vida, siempre habría preferido la simplicidad al exceso. Impactaría con su personalidad sorprendente a su entorno y a su propia imagen, transformando su persona y a los que la conocieron. Esto la hacía muy atractiva y los moradores estetas de su vida y su belleza sintieron una especial inspiración para poder crear, con su aura demoledora, el único Arte con el que verdaderamente acabarían poseyéndola. Aunque de origen polaco, María Olga Godebsca (1872-1950) -también conocida como Misia Sert- había nacido en San Petersburgo en una familia artística. La música fue su talento manifiesto, sin embargo su pasión por el Arte y los artistas la llevaría a París a dedicar el resto de su vida a enaltecerlos. Fue una gran musa en el París de principios del siglo XX. Los pintores Renoir, Bonnard o Picasso padecieron su influencia encantadora y desgarradora. Pero también escritores y músicos terminaron fascinados por su personalidad. Hasta el desconocido pintor español José María Sert, del que ella acabaría tomando su apellido en matrimonio. ¿Qué tendrían todas esas mujeres para que creadores del Arte requiriesen su presencia para plasmarlas en sus creaciones inspiradoras? Pero, sin embargo, no acabaron ellas siendo tan famosas ni conocidas, ni  tampoco envanecidas por la historia. Sólo provocaron algo imprescindible en los deseos creativos más inevitables: la inspiración estimulada más motivadora. Y con ello la representación más indeleble y sincera de una belleza trascendente, de una rara belleza inapreciable del todo, a un mismo tiempo fértil, inaccesible y misteriosa.

(Lienzo del pintor mexicano Federico Cantú, Retrato de María Asúnsolo, 1946; Óleo Misia Sert, 1908, del pintor Pierre Bonnard; Cuadro Retrato de María Asúnsolo, del pintor mexicano Carlos Orozco Romero; Retrato de Misia Sert, 1944, del pintor catalán Pere Pruna; Óleo de John Singer Sargent, Retrato de Eugenia de Errázuriz, 1880; Fotografía de Eugenia Huici de Errázuriz; Imagen de Misia Sert, años veinte; Óleo del pintor francés Renoir, Retrato de Misia Sert, 1904; Fotografía de la actriz mexicana Dolores del Río, prima de María Asúnsolo; Fotografía de María Asúnsolo.)