19 de noviembre de 2013

El sentido más universal del mundo entre un erotismo y una elegía.



El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) publicó en el año 1924 su famoso soneto Leda y el Cisne. En su poema modernista describe la seducción de Zeus a la hermosa ninfa Leda. Cuando esta ninfa griega caminaba una vez junto al río Eurotas se le presenta de repente un grandioso, armonioso y bello cisne blanco. Éste, sagaz, se le acerca temeroso aduciendo que una terrible águila le persigue sin piedad. Entonces la confiada Leda le acaba ofreciendo su tierna compasión tan ingenua. De ese modo, le deja sentir ella la maravillosa calidez de su cuerpo. Hábilmente Zeus termina por seducirla con su dulce apariencia inofensiva, absolutamente insidiosa, carnal e interesada. Trataría el poeta Yeats con sus versos encontrar una respuesta mitológica a los grandes problemas del mundo. En este poema compendia una visión global del mundo que tuviera el poeta irlandés, pero una visión más histórica y social que íntima o personal. Lo resumiría una vez Yeats con esta frase alegórica: Todo acabará irremediablemente perdiéndose ante el engaño, la insidia y la violencia... (se refería a la pérdida de Irlanda por Gran Bretaña ocasionada por los años difíciles y duros de mala convivencia.)

De pronto un golpe: las
alas se agitan aún más
sobre la mujer temblando,
acarician sus muslos
las palmas oscuras, su nuca,
que el pico sujeta
firme, estrecha ahora el pecho
contra el pecho.
¿Cómo podrían los dedos
aterrados, débiles,
alejar a esta gloria
emplumada de sus muslos
entreabiertos?
¿Y cómo puede el cuerpo,
enfrentado a ese blanco torrente,
no sentir contra su pecho
los latidos de su extraño corazón?
Un estremecimiento en las
entrañas y se engendran
el muro echado abajo, el
techo y torre ardiendo
y Agamenón muerto.
Atrapada
y dominada por la sangre
salvaje del aire,
¿habrá ella recibido, además
de su fuerza,
cierto saber antes de que el dios,
ahora satisfecho, la dejara caer?

Leda y el Cisne, del poeta William Butler Yeats, 1924.

Desde el Renacimiento los pintores -Leonardo y Miguel Ángel- habían tratado de combinar la imagen de la inocente Leda con la del seductor cisne-dios. Su representación iconográfica no dejaba por entonces de connotar una erótica manifiesta en la sinuosa forma del ave, ahora falsamente candorosa. Su blancura, su cuello alargado, su plumaje sedoso y abultado, serían unos rasgos que acercarían su imagen a una evidente simbología sexual. Los creadores lo sabían y llegaron a eternizar de alguna forma esa estética en sus lienzos. Pero, claro, siempre y cuando la sutileza y la habilidad lo permitieran artísticamente. Sin embargo, la figura tan seductora del cisne, su alarde zoofílico, no permitieron que esas representaciones fueran aceptadas,  salvo que éstas no dejaran traslucir demasiado ese evidente sentido sexual. Miguel Ángel crea en el año 1530 un boceto que otros creadores después vieron como la más sutil, bella, armoniosa o grandiosa forma de representar el mito. Así fue como Miguel Ángel compuso la más extraordinaria forma de plasmar en un lienzo una escena tan insinuante. El gran pintor Rubens (su taller propiamente) compuso en el año 1599 su obra Leda y el Cisne en homenaje al insigne maestro florentino. Otros también lo harían, o lo intentarían. Pero la historia del Arte no conseguiría que prosperara esa visión insinuante más allá de la belleza conseguida de Miguel Ángel, una visión que éste hiciera con esa representación sexual tan eróticamente sublime. Es decir, con esa forma de crear que sólo tienen los grandes para obtener al mismo tiempo belleza y claridad, mensaje erótico y aceptación artística. ¿Se pudo conseguir hacer después lo mismo? Nunca. En otras obras de este mito se observa o a la bella mujer alejada del cisne -un símbolo sagrado entre lo humano y lo divino-, o apenas tocando ella tiernamente parte de él -un alarde insinuado-, o se ve la burda forma de combinar lo explícito con lo mítico, es decir, de realizar una obra sexualmente impactante -a veces artística- para llegar a decir con dentelladas lo que pudo ser dicho con calma.

Sin embargo, el mito legendario sí que pudo expresar en su relato lo que era aquello sin problemas. La mitología lo relataba muy claro y lo pudo exhibir así, de esa forma tan explícita con que lo contaba. Porque fue entonces el deseo más desaforado lo que llevaría al dios griego a transformarse en un sensual cisne blanco. Porque fue un engaño lo que le llevaría hasta Leda para obtener una satisfacción sexual. Así, como la vida misma, como la misma historia de siempre. Luego aquella unión inapropiada llevaría a producir las consecuencias más funestas entre su descendencia... Según el mito, Leda concebiría dos huevos, uno de su esposo y otro de su amante-ave. De uno nacería Clitemnestra -esposa adúltera y asesina-, del otro Helena -amante propicia para una guerra-. Ambas provocarían el mayor desastre legendario y causarían el más desafortunado trance bélico -carente de sabiduría- que acabaría con Troya y con el rey griego que promoviera esta guerra, Agamenón. Y ese fue el sentido que el poeta irlandés quiso expresar en su verso modernista: que las intenciones engañosas, aunque apasionadas y justificables a veces, terminarán siempre luego en contra de quienes las crearon o promovieron -el poeta hacía referencia a la independencia de Irlanda frente a las cariñosas insinuaciones históricas de Gran Bretaña-. Tan sólo el Arte -la poesía y la pintura- conseguirá con sus obras poder trasladar un sentido pasional, visceral y escatológico a otro sublime, universal, bello o emocionalmente reconocible...

(Obra Leda y el Cisne, después de Miguel Ángel, autor desconocido, siglo XVI, National Gallery, Londres; Óleo de Rubens, Leda y el Cisne, 1599, Galería de Pinturas de Dresde, Alemania; Cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau, Leda y el Cisne, 1865; Escultura griega Leda y el Cisne, siglo I a.C., escuela ática, Museo Arqueológico de Venecia; Lienzo Leda y el Cisne, 1660, del pintor barroco Pier Francesco Mola, National Gallery; Obra Leda y el Cisne, 1886, del pintor Johann Hofman, Melbourne; Óleo Leda y el Cisne, 1560, Paolo Veronese, Museo Fesch, Ajaccio, Córcega; Obra Leda con el cisne y los niños, 1544, del pintor manierista Vincent Sellaer; Boceto de una obra desaparecida de Miguel Ángel, Leda y el Cisne, 1530; Grabado con una obra del pintor renacentista italiano Jacopo Ripanda, Leda y el Cisne, siglo XVI.)

11 de noviembre de 2013

La creación obviará su público, como la propia vida, y evitará así los lamentos o alegrías de sus criaturas.



¿Qué nos apasionará más de ver, aun a riesgo de intimidar o de indisponer lo visto? Todo. Es por esto que el Arte, lo artístico compuesto desde la nada y que se reflejará en una obra, llevará siempre su creación al mayor y más desapegado desdén. Esta es una condición esencial de toda creación artística o de todo creador o de todo poder creador. Si tuviese reparos en dejarse ver o dejase que su representación le fuese un motivo para el pudor o el auto-cuestionamiento, no sería entonces una creación, sería otra cosa. Luego, la creación podrá señorearse por la demanda fervorosa y aclamada de su público, o vagar por los desatentos y desairados páramos de la marginación o el rechazo. El pintor barroco Jacques Blanchard (1600-1638) compuso en el año 1633 su obra Venus y las tres gracias sorprendidas por un mortal. Aquí el pintor, originalmente, situaba un observador contemporáneo dentro de una escena mitológica de la Antigüedad. Pero las diosas o ninfas representadas en la obra no se percatan ahora de su presencia: ni se asombran, ni lo miran, ni se ocultan de él, ni siquiera cambiarán sus sensuales gestos por otros más candorosos o receptivos ante el extraño personaje que las mira deseoso. Es más, lo ignorarán claramente. Como si no existiera, como si no estuviese ahí. Dos mundos están ahora aquí enfrentados: el de la espectacularidad sagrada de lo creado y el del espectador profano y anhelante que lo mira. Porque así es como es toda mirada apasionada, una forma de poseer parte de lo que no se tiene o de lo que se necesita o de lo que se admira.

Y el Arte nos proporciona aquí además otra sutil metáfora: esa actitud artística desdeñosa es la misma que la vida desatenta se permitirá tener con sus criaturas terrenales. A veces los seres humanos pueden estar ensimismados, vanagloriados u ofuscados con la vida; también, en otros momentos, pueden estar exaltados o alegres, y en otros hasta desmotivados... Pero da igual, ya que a la vida y su desinterés natural le preocupa todo eso muy poco o nada. Es decir, a la vida no le importa nada lo que los seres -las criaturas, nosotros mismos- deseen, sufran, alardeen o padezcan desolados en el mundo. Y los creadores realizarán imágenes artísticas donde se vislumbre esa eventualidad existencial inevitable. Algunos lo harán con la sutileza que su oficio artístico hábilmente les depare y otros con la belleza inspirada que su audacia estética produzca. Pero, todos ellos con la determinante fijación de un sentido trascendente: no dejar que el sujeto receptor -las criaturas- interactúe modificando nunca lo creado -la obra de Arte o la vida-. No hacer entonces sino obviar siempre la manera en que se vean, sientan o se estimen las semblanzas o los gestos de sus creaciones. En definitiva, expresar los creadores los sutiles alardes artísticos que crean en sus obras sin ningún apego a quienes lo admiren deseosos. Sin interés, sin miramientos. Ajenos completamente a la sentida visión particular del que mire, anheloso, su obra luego. Sin dolor, sin culpa, sin entusiasmo. Como también hará, finalmente, la propia vida desatenta...

(Óleo Belleza velada, 1880, del pintor norteamericano Frederick Bridgman, 1847-1928; Obra del pintor francés Gabriel Ferrier, 1847-1914, Belleza en harén con abanico, 1914; Óleo del pintor barroco Jacques Blanchard, Venus y las tres gracias sorprendidas por un mortal, 1633, Museo del Louvre; Dos obras de la pintora española, de origen georgiano, Olga Sacharoff, 1889-1967: Mujer acodada en mesa, 1915; Un casamiento, 1928.)

7 de noviembre de 2013

La consolación del Arte, de la filosofía o de las creencias, al final, solo consolarán a éstas.



Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda...   De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
 
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."


Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente.  El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.

La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir.  El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade...  Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir  después de sus profundas aguas sin peligro.  Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y  la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón...  ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así  una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.

Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.

(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)

5 de noviembre de 2013

¡Qué maravilla, cuántas criaturas bellas aquí!; oh, mundo feliz, en el que vive gente así.



En el monólogo que Miranda, personaje shakespeariano de La Tempestad, hace en el acto V de la obra inglesa, dice convencida: ¡Oh, qué maravilla! ¡Cuántas criaturas bellas aquí! ¡Cuán bella es la humanidad! Oh, mundo feliz, en el que vive gente así. Este relato escrito por el gran bardo británico, a pesar de ser tan dramático, acabará muy bien, curiosamente. El autor inglés lo quiso así y por ello hasta los románticos aplaudieron esta obra de Shakespeare. Trata sobre la negación del amor y la venganza. Aunque, finalmente, el personaje desalmado de la obra -Próspero- acabará perdonando y salvando a todos.  Cuando el pintor John Singer Sargent (1856-1925) decide retratar a las hijas de su amigo Edward Boit, recuerda inspirado un lienzo de Velázquez que viese en el Museo del Prado durante el año 1880. Las Meninas le fascina tanto como para inspirarse dos años después en París, donde vivía el pintor americano, y componer su obra de Arte Las hijas de Edward Darley Boit. La escena retrata parte del apartamento que Boit tenía en París a finales del siglo XIX, un espacio donde ahora, además de unos enormes jarrones japoneses, aparecen las cuatro hijas de su amigo.

Qué genialidad, qué ubicuidad de perfección compositiva, qué naturalidad en los personajes retratados, en la situación, en la profundidad, en la luminosidad o en el tenebrismo... Las niñas eran nietas de un despiadado comerciante americano, John Perkins, famoso por sus oscuros negocios de contrabando en opio, aunque, sin embargo, también lo fuera por su filantropía (construiría uno de los mejores conservatorios de música de Nueva Inglaterra). Su hija Marie Louise acabaría casándose con Edward Boit y tuvieron cuatro hijas: Florence, Jane, Marie Louise y la pequeña Julia. En la obra modernista, el pintor Singer Sargent sitúa a las cuatro niñas en una disposición muy original, a pesar de ser inspiradas por el cuadro barroco velazqueño. La más pequeña la representa en primer plano, cerca del espectador -como su inspirada menina barroca-, y después, más atrás y a la izquierda, aparece la figura solitaria de Marie Louise, ahora como el inspirado personaje de Velázquez auto-retratado en su famoso lienzo. Por último, en un plano intermedio, sitúa a las otras hermanas, una sesgada y otra de frente, también como los personajes infantiles retratados por Velázquez.

Está compuesta la obra con la sutileza de mantener un orden iconográfico con las edades de las niñas: desde la más pequeña a la mayor, desde la más cercana a la más lejana. Este es el único orden, sin embargo, que mantiene la obra. Una blanca luz ilumina a las retratadas desde uno de los lados, con lo que la oscuridad del fondo permanece en un contraste marcado, como un rudimento artístico ahora de cierto misterio indescifrable. De la inocencia infantil al despertar adolescente, pero, también, de la luz de un presente de promesas maravillosas a las sombras susceptibles -que el pintor ignoraba por entonces- de un terrible porvenir. Cuando vio la pintura de Sargent el escritor victoriano Henry James la describiría como la escenificación ideal de un mundo feliz, el de unos niños encantadores que, seguros y serenos, se dejan retratar dichosos y satisfechos. Sin embargo, no es esta la sensación que trasciende en el lienzo de Singer. La dimensión semi oculta de algunos rasgos latentes en la obra induce a presentir la profunda inquietud que encierra la escena del pintor. Lo que sólo algunos grandes creadores pueden llegar a intuir a veces, es decir, a entender o presentir algo antes, o durante, de llevar a cabo la obra. Porque al final de sus vidas las dos hijas mayores -Florence y Jane- sufrirían graves y desgarradoras enfermedades mentales. Además, ninguna de las cuatro hermanas abandonaría la soltería, a pesar de haber recibido todas una de las mayores herencias de la época. Finalmente, acabarían donando las malogradas hermanas, además de los jarrones japoneses, la extraordinaria obra modernista -metáfora del misterio de la vida, de sus apariencias y promesas- al norteamericano museo de Boston.

(Óleo Las hijas de Edward Darley Boit, 1882, de John Singer Sargent, Museo de Boston, EEUU; Fotografía de una modelo en la semana de la moda de Toronto, 2009; Imagen de un grabado del pintor expresionista alemán Otto Dix, 1891-1969, retratando la crudeza de los años de entreguerras; Lienzo del pintor del primer barroco italiano Bartolomeo Schedoni, La Caridad, 1611, Museo de Capodimonte, Nápoles; Óleo de Velázquez, Las Meninas, 1656, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de la exposición del cuadro de Singer Sanger en el Museo de Boston, donde se aprecian los Jarrones japoneses, los mismos que aparecen en el cuadro, donados también por las hermanas Boit.)

1 de noviembre de 2013

Los mitos, como el Arte, llevarán a la muerte a no celebrar su impenitente forma misteriosa de acabar.



Los festejos, celebraciones o efemérides relativos a la muerte no fueron llevados a lo más desarrollado culturalmente sino por el inteligente pueblo griego. Todas las culturas de la Antigüedad, desde el primitivo Paleolítico incluso, entendieron pronto que el fin de la vida encerraba un misterio posible, finalmente, de poder llegar a comprenderse... Pero fue la mitología helénica la que más conseguiría acercar esa eventualidad inevitable y maléfica, irreversible o descorazonadora, a la vida más cotidiana o a los sentimientos más emotivos y sencillos de los hombres. ¿Qué mejor historia que contar para edulcorar lo devastador de la muerte y sus oscuros caminos que la leyenda griega de Perséfone y Deméter? Todas las religiones del mundo desde los antiguos egipcios en adelante trataron de exorcizar esa finitud de la vida. Elaboraron rituales, leyendas y procedimientos para entender la muerte así como diferentes maneras para sublimarla. Egipto fue una de las primeras culturas de la historia en hacerlo, de lo que idearon los egipcios de la muerte muchas otras culturas compusieron sus propias maneras de entenderla. Pero sólo Grecia fue originalmente la más sutil, la más elaborada, la que más prosperaría e influiría culturalmente en la historia. Roma acabaría asimilando la cultura griega y llevando a su sentido religioso toda aquella mitología helénica de la muerte. Hasta que el cristianismo apareciese después para vencer a todas las religiones precedentes. Y lo hizo por entonces ignorando muchas cosas, evitando otras, transformando algunas y creando las suyas propias.

Pero nunca el cristianismo festejaría las formas paganas que enaltecían la muerte o la celebraban sin complejos ni miedos. No lo haría jamás. La festividad católica de Todos los Santos y Fieles difuntos, por ejemplo, fue una celebración católica que evolucionaría con los siglos para honrar a los mártires cristianos de los primeros años del cristianismo, aquellos santos mártires caídos por su Dios. Porque llegaron a ser tantos los caídos que no habían días suficientes al año para recordar a cada uno de ellos. Se decidió entonces que todos los mártires juntos, los conocidos por sus gestas y los que no, celebrarían un día al año para recordar su entrega y segura resurrección posterior. En los primeros momentos del cristianismo, entre los siglos II y III, se comenzó eligiendo el domingo anterior a la fecha de Pentecostés (cincuenta días después de la resurrección de Cristo) para recordarlos a todos. Fue el papa Gregorio III quien en el siglo VIII consagraría una capilla en el Vaticano para homenajear a todos los santos, y coincidió que lo hizo el primero de noviembre. Así se fijaría luego esa fecha aleatoria para homenajear a los santos cristianos. Su sucesor años más tarde, el papa Gregorio IV, llevaría a celebrar esa festividad del uno de noviembre a toda la Cristiandad. Pero no fue esa festividad cristiana ni una exaltación de la muerte ni un ritual que la acercara a sus misterios -algo que sí hizo la mitología griega-, tampoco que satisfaciera los necesitados anhelos de los hombres por conocer qué era la muerte y por qué existía... Esas eran cuestiones que se enaltecieron antes en el paganismo y que luego la nueva religión triunfante no estaría dispuesta a confundir los misterios paganos con los suyos. Cuando el cristianísimo emperador Justiniano I de Bizancio decide en el siglo VI anular por completo el culto pagano de Isis y Serapis, acabaría para siempre con cualquier leyenda que tuviera en sus misterios acoger, con serenidad y sentido, el oscuro camino de la muerte.

Y el Arte, como siempre, nos ayudará a descifrar las leyendas y las formas que la cultura grecorromana -la que prevaleció en Occidente y habría llevado a lo más tranquilizador y elaborado la idea de la muerte- tuvo para comprender la muerte y sus misterios. Cuando los griegos de Alejandro Magno alcanzaron a dominar todo el mundo conocido durante el siglo IV antes de Cristo, llevaron a Egipto sus propios dioses utilísimos. Pero lo hicieron entonces muy amablemente, es decir, combinando los suyos con los autóctonos, creando así un sincretismo útil muy efectivo. Isis era la diosa madre egipcia de la fecundidad y del renacimiento, de la resurrección por tanto. Osiris era su dios-hermano, la versión egipcia masculina de todas las cosas, y, al mismo tiempo, su propio esposo. Apis era la divinidad egipcia de los ritos funerarios, el dios egipcio de la muerte. Pero tenía Apis figura de animal y los griegos rechazaban ver imágenes de dioses con forma de animal. Así que los egipcios helenizados crearon entonces a Serapis (de Osiris y Apis), un dios helenizado ahora de Egipto, un dios pagano que acabaría simbolizando todas las fuerzas ocultas y todos los misterios de la vida. Los siglos pasaron y los romanos alcanzaron a dominar todo lo que los griegos habían dominado antes. Para Roma el sentido de la muerte que los griegos habían ideado era algo muy necesario y, por tanto, compartido por ellos. Sus misterios y celebraciones -los cultos y festejos griegos de Eleusis- y sus mitologías escatológicas -referidas a la muerte- de la diosa Deméter (Ceres en Roma) y de Perséfone (Proserpina en el mundo latino), fueron algo que los romanos no solo mantuvieron sino que llevaron más allá.

Al conquistar Egipto Roma trataría de asimilar también, como antes lo había hecho con Grecia, toda la cultura egipcia que ellos considerarían valiosa. Así fue como los romanos convirtieron a una diosa madre egipcia, la fecunda y natural Isis, en una diosa también de los infiernos, de la muerte y de sus misterios. Isis acabaría siendo asimilada a Proserpina, aquella diosa romana consagrada y matrimoniada con Hades -el dios de los infiernos y el lugar de los muertos- y, por tanto, con sus oscuros destinos escatológicos.

Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra vive que llegó a contemplarlo. Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participe, nunca tendrá un destino semejante, al menos una vez muerto bajo la sombría tierra.

(Culto mistérico. Himno a Deméter. Homero. VV. 480-482.)


Sería el emperador romano Calígula y después su tío el emperador Claudio quienes llevaron a Roma el culto egipcio de Isis, representando además de una diosa de la vida ahora una diosa de la muerte. El pintor británico Alma-Tadema pintaría en el siglo de las épicas consagraciones artísticas más clásicas, el siglo XIX, su obra artística Un emperador romano. La obra de Alma-Tadema es excepcional y grandiosa, su composición asombra y maravilla a la vez. En dos escenas diferentes representaría el momento de la muerte de Calígula por un pretoriano romano. Por un lado vemos el cadáver imperial asesinado por su propia guardia, por otro la exaltación o nombramiento del siguiente nuevo soberano: el apocado y pusilánime Claudio. Otra obra clásica de ese siglo decimonónico es la del pintor polaco Henryk Siemiradski (1843-1902): Friné en el festival de Poseidón en Eleusis. Aquí veremos ahora una escena de los Cultos de Eleusis en la antigua Grecia, en este caso la presentación de Friné -una hermosa prostituta griega- representada como una bella Afrodita entregada a los mares para llevar a cabo su virginal purificación.

Pero es de nuevo el genio extraordinario de Rembrandt, el gran pintor holandés del Barroco, el elegido ahora para inmortalizar el rapto de Proserpina (o Perséfone), rapto llevado a cabo por Plutón (o Hades), el dios de los infiernos. La divinidad más oscura de la mitología -Hades- secuestra a la joven y bella diosa Proserpina para llevarla al único lugar desde donde no es posible regresar. Esta obra maestra del genio holandés consigue que admiremos aún más esa mitología griega de la muerte, ya que utilizaría el pintor para impresionarnos los claroscuros más sutiles para compendiar bellamente una leyenda tan misteriosa. Dividido diagonalmente, el lienzo de Rembrandt nos permite vislumbrar la frontera entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Esta separación está representada aquí entre un cielo azul profundo, ¡vivo!, y el fondo opuesto de un oscuro universo mortal, vil y tenebroso. Pero aquí son ahora los cuerpos inclinados los que el creador holandés utiliza para delimitar esa frontera temible hacia un paso misterioso. La túnica de Proserpina forma en el lienzo de Rembrandt una línea liminar delimitada.  Esta línea es una separación sutil entre la vida y la muerte que es representada aquí por un elemento material -el manto de Proserpina y las manos de los compañeros de la diosa- asido ahora desesperadamente para rescatar a Proserpina de aquel terrible abismo subyacente. Un movimiento este tan opuesto y espontáneo, tan decidido, con el que tratarían sus amigos, inútilmente ya, de que el dios del inframundo no consiguiera así su terrible propósito.

(Óleo de Rembrandt, El Rapto de Proserpina, 1631, Berlín, Alemania; Fotografía de la escultura helenística del siglo II d. C., Serapis, Cancerbero e Isis-Proserpina, Museo de Arqueología de Heraklion, Creta; Imagen de Isis-Proserpina, Museo de Heraklion, Creta; Lienzo del pintor polaco Henrik Siemiradski, Friné en el festival de Poseidon en Eleusis, 1889, Museo de Arte Ruso, San Petersburgo; Óleo Un emperador romano, Claudio, 41 dC, del pintor Alma-Tadema, 1871; Óleo El regreso de Perséfone, 1891, del pintor prerrafaelita inglés Frederic Leighton.)

28 de octubre de 2013

La genialidad artística sólo inspirada frente a la audacia, la imitación o la simpleza.



Cuando el genial Turner estuvo en Roma durante el año 1828 pintaría su obra romántica Jessica, un lienzo basado en el personaje femenino de la hija de un judío usurero del drama de Shakespeare El Mercader de Venecia. Años después, cuando el pintor romántico era muy mayor, contaría la anécdota de la causa de haberlo pintado. En aquellos años discutía con algún colega pintor sobre su predilección por el color amarillo, un tono muy habitual en sus creaciones artísticas. Le dijo entonces el crítico pintor a Turner: Un fondo amarillo está bien en los paisajes pero no en un retrato. Turner le contestaría: Los retratos no son mi estilo pero me comprometo a pintar el retrato de una mujer con un fondo amarillo si Lord Egremont le ofrece un lugar en su galería. El artista romántico se habría inspirado en Rembrandt y su genial obra Muchacha apoyada en la ventana del año 1645. El extraordinario pintor holandés había compuesto su obra con los elementos propios de su claroscuro militante, pero reflejaría Rembrandt una cosa más intangible en esta obra que en otras de sus creaciones. Consiguió recrear la emoción de la timidez más inocente. Porque aun resguardada tras su protegido lugar, no puede evitar ella ahora una cierta sensación de sobrecogimiento en su gesto inocente, una cierta aprensión indeterminada frente a lo que ahora mira fuera de sí misma. Y el pintor holandés alcanzaría la genialidad más artística al obtener -eternizándolo en su obra- ese maravilloso gesto emotivo reflejado en su frágil rostro inocente.

Turner lo sabía, admiraría y utilizaría después para inspirarse. Pero no para copiarlo ni para representarlo de una forma parecida, sino para hacer, con esa misma inspiración, otra cosa distinta. Esta es una de las particularidades específicas de la genialidad artística. Esto es lo que consigue hacer el pintor romántico en su creativo retrato de la deseosa Jessica. Consigue hacernos ver ese gesto preocupado de antes -el emotivo de Rembrandt- pero ahora por otra cosa diferente: por la espera ansiosa y lastimosa de un amante deseado. Todo está rodeado en la obra de un color amarillo, tan resplandeciente como en sus grandes escenarios románticos donde el amarillo abundará sugerente y metafísico. Pero ahora un difícil color para poder encajar en un retrato. El personaje de Jessica, al igual que la joven emotiva de Rembrandt, se sitúa en una ventana mirando hacia el exterior. Según relataba el drama de Shakespeare, su padre se ausentaría una noche de casa dejando a Jessica sola. Pero antes le dice a su hija: Ve adentro hija mía, no olvides lo que te he mandado. Cierra puertas y ventanas, que nunca está más segura la joya que cuando bien se guarda. Entonces ella, pensativa, se dirá mientras lo mira marcharse, justo en el mismo momento elegido por el pintor para su obra: Mala habrá de ser mi fortuna para que, muy pronto, no nos encontremos yo sin padre y tu sin hija. Y Turner la pinta con el semblante de su mendaz acto encubierto -lo abandonará todo por su amante-, aunque a la vez con el gesto sombrío de un rostro deslucido para poder expresar ahora aquel cruel y terrible autoengaño.

Otros creadores de la historia no consiguieron llegar a componer esa genialidad tan sutil de Turner o Rembrandt. Por ejemplo Hans von Aachen, un pintor alemán manierista (1552-1616) que alcanzaría a brillar algo con su composición -entre manierista y barroca- Baco, Venus y el Amor. Como buen seguidor de una tendencia manierista tan clásica, compuso sus obras del mismo modo clásico de siempre sin salirse nada del estilo de sus maestros, con el seguimiento estilístico de la misma forma de crear de sus antecesores. Trataría el pintor alemán de ser una vez original con su obra Los cinco sentidos, el tacto. Pero no obtuvo lo que el Arte sólo ofrece a sus genios más inspirados. El pintor Jan van Bylert (1598-1671), representante del Barroco holandés, fue capaz en una ocasión de lograr algunos efectos de luces, de sombras y de miradas, pero sobre todo sería un magnífico seguidor de la escuela caravaggista de su tiempo. No acabaría por encontrar su propio lugar, aunque lo que hizo lo hiciera muy bien, correctamente imitado de lo que aprendiera de su maravillosa tendencia barroca.

(Óleo de Rembrandt, Muchacha en la ventana, 1645; Obra Jessica, 1830, de William Turner, Tate Gallery, Londres; Lienzo Baco, Venus y el Amor, 1600, de Hans von Aachen, Museo de Finas Artes, Viena; Obra El tacto, de su serie Los Cinco Sentidos, ignoro fecha, del pintor alemán Hans von Aachen; Óleo La cortesana, ignoro fecha, del pintor holandés Jan van Bylert.)

24 de octubre de 2013

Si no soy yo, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?



A finales del siglo XVIII se iniciaría el movimiento romántico en el Arte. Entonces algunos creadores se anticiparían en modernidad estética y en trascendencia espiritual a la realidad social de su época. ¿Qué motivaría a esos hombres y mujeres a hacer saltar por los aires la visión de las cosas o del mundo que sus antecesores les habían entregado poco antes? Uno de ellos lo fue el multifacético artista británico William Blake (1757-1827), otro el pintor inglés John Martin (1789-1854). Ambos buscarían lo mismo: otros encuadres diferentes, otros elementos de creación y otros lenguajes para expresar ahora cosas nunca antes expresadas así en la historia de la humanidad. ¿Qué influencia no recibirían ellos de sus propias experiencias personales para representar así, de esa radical forma de hacerlo, las visiones tan sublimes y, a la vez, tan desesperanzadas de las cosas del mundo? Pero curiosamente todas ellas, sin embargo, tan llenas de esperanza...

La Filosofía entonces contribuyó con el pensador alemán Kant a tratar de acercarse con la razón a cuestiones emocionales que nunca antes habrían sido manejadas de modo racional. Así, el pensador alemán escribiría una vez sobre lo sublime y sobre lo bello. Y lo haría con un lenguaje muy formal y aséptico, demasiado académico tratando ahora de otro modo cosas naturales de la vida, cosas sensuales no abordadas nunca antes de una manera tan intelectual o racional. Diría una vez el filósofo alemán: Lo sublime tiene que ser grande, con pocos adornos, más bien tirando a austero; mientras que lo bello ha de ser pequeño, lleno de adornos y detalles. Continúa diciendo Kant: El entendimiento es sublime mientras que el ingenio es bello. La audacia es sublime, pero la astucia es pequeña, por tanto bella. La gentileza es escasa, por lo mismo es bella. Luego están los seres que buscan lo amable, en éstos predomina el sentimiento de lo bello. Al contrario, los que buscan la ambición tienen un marcado sentimiento hacia lo sublime. Cuando hay personas que buscan todo eso junto las mismas tienen un carácter más hacia lo sublime que hacia lo bello.

Esta filosofía de la estética de lo sublime influenciaría a algunos creadores del Arte pictórico de entonces. Pero sin embargo otros artistas, poetas o escritores, expresarían con palabras esos conceptos nuevos, diferentes en su sentido final o en su emoción interior, ahora mucho menos racional que emocional en su sentido. Otros significados y otros sentimientos, pero de un modo muy sublime, casi metafísico... Perdidos además todos esos creadores -pintores o poetas- ahora en un desierto de inspiración ilustrada. Pero consiguieron, a pesar del extravío prerromántico de aquel momento, llegar a inmortalizar unas creaciones artísticas -tanto en verso como en lienzo- que sorprendieron años después a muchos buscadores de esa misma o parecida inspiración. En una de las obras literarias en verso más arrebatadoras de ese siglo XVIII nos dejaría escrito el creador británico William Blake:

Dime, ¿qué diferencia existe entre el día y la noche para quien vive
abrumado de dolor? Dime, ¿qué es una dicha?
¿En qué jardines crecen las alegrías?
¿En qué río nadan las penas? ¿Sobre qué montañas ondean las sombras
del descontento? ¿En qué moradas se alberga el miserable ebrio de
dolor olvidado y ajeno a la fría esperanza?
Dime dónde moran los olvidados pensamientos hasta que tú les llamas.
Dime dónde viven las dichas de otrora; dónde los antiguos amores.
¿Cuándo revivirán?, ¿cuándo transcurrirá la noche del olvido?
¡Ah, si pudiese atravesar tiempos y espacios remontísimos para aportar
consuelo a un pesar actual y a una noche de dolor!
¿Adónde te has marchado, pesar mío?
¿A qué distante tierra diriges tu vuelo?
Si volvieras a los presentes momentos de aflicción, ¿traerías en tus alas
consuelo y rocío y miel y bálsamo, o con veneno a los ojos del
envidioso extraído vendrías del erial desierto?

William Blake, Visiones de las hijas de Albión, 1793.


Aunque también ahora se pudiera escribir lo mismo que entonces -el tiempo no es frontera de emociones arrebatadas de momentos desolados-, como algún que otro poeta anónimo dejara escrito, ante las incertidumbres de un anhelo interior tan evanescente o efímero. Algo que, sin embargo, no alcanzaría ni el mismo sentido de aquel anhelo ni de ningún otro tan sublime como entonces, pero que, a cambio, plasmase ahora, sin demasiados alardes, algo semejante o algo que pudiera, ligeramente, parecerlo. Algo que además podría también entenderse como una justificación serena de vivir... O, quizás, tan sólo haber sido compuesto por el mero, simple, sensitivo o fugaz deseo de querer hacerlo:

Si no soy yo quien debiera soñar edenes,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien debiera pensar promesas,
¿quién, entonces, debiera hacerlo?
Si no soy yo quien quisiera buscar belleza,
dime, ¿quién, entonces, si no, debiera hacerlo...?


(Óleo de William Adolphe Bouguereau, Un alma llevada al cielo, 1878; Aguafuerte de William Blake, Visión de las hijas de Albión, 1795; Obra del pintor John Martin, Las llanuras del cielo, 1851.)

22 de octubre de 2013

Con los colores puros la luz obrará en ellos un solo efecto, y, ese solo efecto, producirá Belleza.



¿Qué sucedería a mediados del siglo XVIII -siglo de las luces- para que algunos hombres y mujeres miraran atrás tanto para descubrir ahora una nueva Belleza? Fue un historiador alemán, Johann Joachim Winckelmann (1717-1768), enamorado de la Antigüedad helena, quien escribiera en el año 1755 su ensayo Reflexiones sobre la imitación de las obras griegas en Arquitectura y Pintura. ¿Por qué ese desaforado anhelo de volver a desempolvar un Arte clásico que fuera ya reivindicado, sin embargo, siglos antes en el Renacimiento? Como historiador, Winckelmann conocía perfectamente el desarrollo que esa tendencia renacentista habría llevado en el Arte, pero que, sin embargo, produjo -para él- el detestable Manierismo desenfocado, luego el aberrante Barroco desentonado y más tarde el almibarado Rococó. No, nada de eso conseguiría realmente enardecer aquel brillo clásico tan maravilloso de sus grandes autores griegos de la Antigüedad, los únicos a los que Winckelmann más admiraría de todos. Para él la Belleza no podía ser otra cosa que perfección estética pura. Y ninguna parte de ningún conjunto artístico, por muy pequeña que fuese, podía dejar de mantener los principios estrictos de pureza. Uno de los primeros pintores que acogieron sus teorías clásicas fue el checo Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Tal influencia desde su cuna llevaría este pintor de los grandes creadores de belleza clásica, de aquel auténtico Renacimiento que luego desapareció, que su padre lo bautizaría con los nombres de sus dos más amados pintores renacentistas: Antonio Correggio y Rafael Sanzio. Sería educado Mengs estrictamente en la pintura de esos planteamientos clásicos. Y, más tarde, descubriría a Winckelmann...  De ese modo iniciaría con él uno de los movimientos que más impacto dejaría en el clasicismo y que, sin embargo, más pronto terminaría en la historia del Arte de ese siglo: el Neoclasicismo. Mengs viajaría por toda Europa, particularmente por la corte española de tres reyes hispanos: Fernando VI, Carlos III y Carlos IV. Crearía para la esposa de este último rey, María Luisa de Parma, un conjunto artístico de cuatro pinturas, Las horas del día, actualmente expuesto en el gubernamental Palacio de la Moncloa de Madrid. En una de ellas, Diana como personificación de la noche, se observa la materialización de la teoría neoclasicista de esos hombres embargados por una pasión clásica tan desmesurada. ¿Qué es lo que habría que destacar más en una obra de Arte neoclásica?: ¡todo! Nada podría dejar de destacarse sobre otra cosa, todas las partes debían acogerse mutuamente a su destacada perfección. Los colores debían ser puros y auténticos; las figuras completas, centradas e idealizadas; los contornos, la línea de los perfiles de lo que se representa en cualquier figura, debían ser perfectos. Aquí, en la modelo representada en su obra como la diosa Diana, vemos una de las piernas humanas más extraordinariamente conseguidas de toda la historia del Arte.

Raphael Mengs escribiría incluso su propio tratado de Arte, su propia teoría clásica para dar a conocer su idea de Belleza y Arte. En el año 1762 publicaría Reflexiones sobre la Belleza y el gusto de la pintura. Escribió Mengs por entonces: Una cosa será bella cuando corresponda a la idea que debemos tener de su perfección. Un niño será feo si tiene cara de viejo, lo mismo le sucederá al hombre que tenga cara de mujer, y la mujer con facciones de hombre no será ciertamente hermosa. Más adelante, nos sigue diciendo el pintor checo: Perfecto es lo que vemos lleno de razón; como cada figura no tiene más que un centro o punto medio, así la naturaleza en cada especie tiene un solo centro en el que se contiene toda la perfección de su circunferencia. El centro es un punto solo y la circunferencia comprenderá una infinidad de puntos, todos ellos imperfectos en comparación con el punto medio. 

Fue el Neoclasicismo una idealización universal de la Belleza expresada con los presupuestos clásicos de la Antigüedad grecorromana. La sensualidad -el acercamiento a los sentidos-, entendida ahora como lo más visceral, real o natural que podamos usar para acercarnos a la Naturaleza, no era para los neoclásicos algo necesario ni imprescindible. El único sentido para ellos válido era la inteligencia, la razón, por eso comulgaría esta tendencia artística con un siglo ilustrado -algo curioso en un siglo de progreso y no de buscar atrás-. La inteligencia compone y recibe entonces así el único Arte que deba ser admirado por el hombre. Por eso mismo crearon estos pintores neoclásicos los gestos y las miradas, las figuras y sus representaciones, como deberían ser verdaderamente en la vida, no como eran, o, también, como se hiciera en el Manierismo. Aquí los modelos representados en el Neoclasicismo sí permitirían ser visionados como pueden serlo de ser ellos conformes a su perfección, conformes a su naturaleza perfecta, la más perfecta de todas, aquella naturaleza que alcanzaría, de conseguirlo, llegar a ser la mayor sensación de plenitud estética en este mundo.

(Todas obras de Anton Raphael Mengs: Diana como personificación de la noche, 1765, Palacio de la Moncloa, Madrid; Detalle de San Juan Bautista en el desierto; Óleo San Juan Bautista en el desierto, 1774, Hermitage, San Petersburgo; Retrato de María Josefa de Austría, 1776; Perseo y Andrómeda, 1778, Hermitage; Autorretrato, 1775, Hermitage; Retrato de Joaquín Winckelmann, 1774, Hermitage.)

16 de octubre de 2013

La virtud sólo como representación no como una realidad ni sentido fuera del Arte.



En muy pocas Venus retratadas en el Arte aparecen dos cupidos junto a la hermosa diosa de la Belleza. El pintor del barroco tardío veneciano -finales del siglo XVII y principios del XVIII- Sebastiano Ricci (1659-1734) lo realiza una vez así, sin embargo, en su maravillosa obra Venus y dos cupidos. También representa en otra obra suya una mujer yacente pero en esta ocasión solo como un símbolo del Arte. Compone esta obra situando también a dos o tres pequeños diablillos o sátiros frente a la mujer, pero ahora ésta representa un símbolo alado -metáfora de sabiduría, inmortalidad o misterio- que consagra al Arte como una figura sobrenatural, divina y trascendente. La escuela veneciana tuvo una especial sensibilidad por las formas de los colores. Sí, las formas de los colores...,  aparecer éstos como si en vez de ser un complemento del dibujo fuesen el propio dibujo en sí. Y los colores venecianos debían además ser colores muy contrastados: los rojos fuertes e indecorosos; los azules remarcadamente oscuros, no celestes, cuando así debían ser para señalar mejor la figura humana o los lugares o cosas reflejadas especialmente en la obra. Todos los pintores venecianos, más o menos, fueron fieles a esta artística devoción pictórica por los colores.

Sebastiano Ricci, como casi todos los grandes creadores de Arte, no habría sido un modelo de virtud humana en su vida personal. En su juventud fue acusado de haber intentado envenenar a una joven que había dejado embarazada. ¡Qué tamaña barbaridad!, especialmente para un espíritu que se supone de tal sensibilidad artística. Esta es otra muestra más de que la capacidad sensible para crear no tiene nada que ver con la sensible capacidad hacia los otros, hacia los demás. Tal vez por eso el pintor en su madurez decidiría componer una Alegoría del Arte. Una obra donde unos diablillos o sátiros -pequeñas criaturas molestas y grotescas que aparecen en la obra junto a la imagen principal- tratan ahora de atraer las atenciones de la hermosa y deseada figura femenina, un personaje alado que representa aquí al glorioso Arte divinizado. Pero que ahora ella, sin embargo, rechaza decidida cualquier maldad o vicio -representado por los pequeños seres grotescos- frente a los grandes símbolos o virtudes que representan las eximias, extraordinarias o virtuosas artes humanas. Otra de sus obras geniales lo fue el motivo histórico de la reconciliación que, a comienzos del siglo XVI, consiguiera el papa Paulo III de dos monarcas europeos y católicos. Unos reyes europeos que no dejarían por entonces de guerrear entre ellos sin tregua: Carlos I de España y  Francisco I de Francia. La historia cuenta las tribulaciones que el emperador Carlos V -Carlos I de España- pasaría frente a las ambiciones sin escrúpulos del poderoso rey francés. El monarca francés no dudaría en aliarse incluso con los turcos otomanos a riesgo de poner la Europa cristiana en peligro. Todo con tal de conseguir Francisco I sus propósitos expansionistas frente a la hegemonía del emperador Carlos V. Sólo por unos pocos años conseguiría el papa que dejasen de guerrear. Aun así, el pintor Ricci lo recordaría siglos después elaborando esta magnífica y geométrica obra de Arte.

Porque en esta obra de Ricci, a cambio de sus dos anteriores pinturas, lo importante para el Arte no era la historia que contaba el pintor; lo verdaderamente importante ahora para el Arte es la extraordinaria composición que habría ideado el artista veneciano para representar tal acontecimiento histórico. Es originalísima la obra barroca de Ricci. Vemos la figura de un hombre más joven -Carlos V- a la izquierda de la imagen y frente a él la figura del rey francés, creando así una dialéctica artística genial en la composición: dos personajes regios muy iguales que no pueden erigirse ahora, sin embargo, uno más allá que el otro. Y aunque aparezca aquí cierto desnivel -parece estar más elevado uno que otro personaje-, el primero sitúa la mano izquierda en su corazón en un gesto de honesta y sincera concordia. Ambos monarcas muestran en la pintura solo una de sus dos piernas, otro alarde de equilibrio o igualdad que se permite el creador para con ellos. Y no haría demasiada falta expresar toda esa prudencia -el recuerdo de aquella sensibilidad entre los dos monarcas enemigos no estaba tan vivo ya- en la época del pintor, casi doscientos años después de los hechos históricos, pero el artista quería dejar todo ese sentido de equilibrio muy claro en su obra barroca.

El triángulo iconográfico que forman las tres figuras representadas está perfectamente compuesto y delimitado en la obra de Arte. Porque esta geometría artística tiene toda su armoniosa razón de ser. Los colores venecianos son más solemnes pero están ahora un poco menos destacados. Sin embargo, parecerán destacados los colores por la virtuosa forma que Ricci tiene de ponerlos ahora sobre parte de un cielo colorido o entre las vestiduras reales de los regios personajes. Pero, ¿qué argumentar ahora de esa virtud encumbrada por el Arte y la Filosofía que, sin embargo, no se tendrá en realidad en ninguna de las vidas de ningún ser humano, retratadas o no? Porque el mismo papa Paulo III defraudaría las sinceras demandas del emperador Carlos V para que adelantase un concilio católico que arreglase el cisma que Lutero precipitara en la Iglesia; porque el propio emperador Carlos utilizaría su poder imperial para llevar sus intereses personales por encima de los de sus súbditos españoles; porque el rey francés no cumpliría nunca su palabra de real caballero. Y porque hasta el propio pintor cometería en su juventud un desalmado y vil intento de asesinato. ¿Para qué, entonces, vanagloriar con el Arte una virtud del todo inexistente en este mundo? Pues, precisamente, para tratar de honrar a lo único que pueda resarcirnos de las miserias de nuestra desmerecedora vida nada elogiosa: el maravilloso Arte. Lo único que no decepciona ni violenta, ni ambiciona ni maldice, ni se vanagloria...

(Obras todas del pintor veneciano Sebastiano Ricci: Venus y dos cupidos, ignoro la fecha y el lugar; Alegoría del Arte, 1694, Italia; El papa Paulo III reconcilia a Carlos V y Francisco I, 1688, Palacio Farnese, Piacenza, Italia.)