21 de noviembre de 2012

El más exquisito de los creadores del barroco español.



El mayor asalto y expolio al Arte español de todos los tiempos se produjo durante la guerra de la Independencia española de 1808. Los ávidos gustadores entonces del mejor Arte compuesto no tuvieron pudor en robarlo y extraordinarias obras barrocas salieron de España para nunca más volver. No, nunca no, excepto una vez que una obra española expoliada regresaría, después de ciento treinta años casi, aunque para ello hubiera de entregarse otra obra a cambio. En el año 1813 sale de Sevilla para París el cuadro La Inmaculada de los Venerables del pintor español Bartolomé Esteban Murillo (1617-1682). El general francés Jean de Dieu Soult arrebató, entre otras muchas obras maestras, este exquisito cuadro barroco del año 1678. Un lienzo luminoso de colores ocres, azules y blancos, una creación artística extraordinaria.

En el siglo XIX los franceses alabarían esta obra como algo prodigioso, algo no visto antes. Tanto la alabaron que fue depositada en el año 1852 en el Museo del Louvre parisino para fervor de todos sus visitantes. De todas las inmaculadas creadas por Murillo era la de los Venerables la única de ellas que no se encontraba en España. Así que, en el año 1940, con ocasión del acercamiento diplomático de España con la Francia ocupada por Alemania, el gobierno español ve entonces una ocasión para recuperarla. Las creaciones de esplendor religioso habían dejado de estar de moda en Francia -entre el paganismo nazi y el modernismo cultural-, así que no se pusieron demasiados inconvenientes por cambiar una obra tan religiosa. Es curioso pensar que el Arte se convierta más que en Arte propiamente -por su valor estético y cultural- en una forma de atractivo ideológico o sociológico dependiendo del gusto coyuntural de la época.

El gobierno de Franco -y su neocatolicismo visceral- perseguiría la obra de Murillo como un buscador de Arte renacentista persiguiera un Tiziano. Las autoridades francesas del gobierno de Petain -la Francia ocupada- no la entregarían por cualquier cosa. A cambio hubo de darles otra gran obra, pero, ¿cuál obra elegir para ese cambalache? Existía un retrato de la reina Mariana de Austria -la esposa del rey español Felipe IV- de las que Velázquez había realizado, y podía ser ahora una moneda de cambio para el caso. Efectivamente, poseer un Velázquez -aunque fuese ese, no especialmente muy magistral- no admitiría discusión. En el año 1941 llegaría por fin, por carretera hasta Madrid, el extraordinario lienzo La Inmaculada de los Venerables, obra maestra del barroco español compuesta por el pintor sevillano Murillo en el año 1665 para el antiguo Hospital de los Venerables, una residencia de ancianos clérigos en la Sevilla decadente del decadente siglo XVII.

El crítico español de Arte Antonio Manuel Campoy (1924-1993) escribiría  una vez de Murillo: Hay pintores que desde sus comienzos tuvieron su justa fama, en la que, justamente también, se mantuvieron siempre. Velázquez puede ser el máximo ejemplo de temprana celebridad y nunca regateada gloria. Otros, como el Greco, fueron sólo minoritariamente estimados en su tiempo. La valoración definitiva de éste es muy tardía, casi del siglo XX. Goya tampoco dejó de ser famoso desde sus inicios, y lo mismo le ocurrió a Picasso. Murillo, en cambio, aunque conquistó la fama en su época, la mantuvo en el siglo XVIII y la aumentó en el XIX, ha sido un pintor al que los gustos y las modas atacaron más o menos superficialmente, llegando a creerse de buen tono no sentirse atraído por su arte, y en muchos casos hasta se consideró necesario restarle méritos. Murillo, entre los menos avisados, también entre los menos sensibles, vino a ser sinónimo de cromo de la Purísima, y se tuvo por debilidad burguesa gustar de sus cuadros de feria. Las causas de este desvío han sido muchas, la primera de ellas el escaso conocimiento que ciertas élites tuvieron del maestro sevillano, luego, ese vicio español que consiste en juzgar comparando, por oposición. Si las comparaciones, como dijo Cervantes, pueden ya ser odiosas, en materia de arte lo son todavía peor, pues son tontas.

(Óleo Muchacha con flores, 1670, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Cuadro Tres muchachos, 1660, Murillo, Dulwich Gallery, Londres; Lienzo en medio punto El patricio revela su sueño al papa Liberio, 1663, Murillo, instalado originalmente en la iglesia Santa María la Blanca de Sevilla, Museo del Prado, Madrid; Obra de Velázquez, Retrato de la reina doña Mariana de Austria, 1653, entregada a cambio de la Inmaculada de los Venerables en 1940 al Museo del Louvre francés; Óleo La Inmaculada de los Venerables, 1678, Murillo, Museo del Prado, Madrid; Obra Las Bodas de Caná, 1672, Murillo, Birminghan, Inglaterra; Óleo La Inmaculada de Aranjuez, 1675, Murillo, Museo del Prado; Obra La Inmaculada del Escorial, 1665, Murillo, Museo del Prado; Cuadro Muchacho con un perro, 1650, Murillo, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Murillo, El regreso del hijo pródigo, 1670, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Óleo Rebeca y Elíecer, 1655, Murillo, Museo del Prado; Fotografía del Monumento a Murillo, Puerta de Murillo, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2012

La libertad humana y el miedo a la vida, o la ocasión posible frente a la iniquidad.



Cuando el poeta bengalí Rabindranath Tagore (1861-1941) se encontraba navegando hacia América del Sur en el año 1924, invitado por el gobierno peruano para celebrar su independencia, enfermaría gravemente de gripe. Así que al llegar a Argentina decide mejor arribar en Buenos Aires, donde el poeta dedicaría casi dos meses a recuperarse. Conocería allí a la escritora argentina Victoria Ocampo (1890-1979) y terminaría estableciendo con ella una profunda amistad. Victoria le acoge entonces durante ese tiempo en la villa de Miralrío -Vista al Río, propiedad de una prima suya-, una estancia que alquilaría para él y que se encontraba muy cerca de Villa Ocampo, la residencia de la escritora frente al fascinante paisaje del Río de la Plata. Victoria había descubierto la poesía de Tagore diez años antes y quedaría cautivada por el verso sutil y despiadado del poeta frente a la soledad, el amor o la muerte. En aquellos meses a su cuidado, Rabindranath acabaría por dedicarse a pintar. Ella le cuidaría solícita y le ofrecería además sus maravillosos paisajes porteños para que el poeta hindú se inspirase de nuevo. Aunque ahora comenzando -a los sesenta años- por hacerlo con un arte diferente al verso poético, para poder expresar también las mismas emociones de antes.

A cambio, él le compuso una canción lírica hindú: Puravi. La escritora argentina, fascinada con la capacidad del poeta por entender las pasiones humanas, dejaría escrito en una ocasión que podía mirar a Tagore en su interior gracias a las creaciones que de él había leído antes, pero que ahora esa mirada se hizo aún mucho más profunda al llegar a conocerle. Tagore entonces siente una gran emoción plena de juventud, sin perder por ello la conciencia de los años (¿por qué viniste con pasos silenciosos en esta noche desolada...?). A partir de entonces sus creaciones en torno a temas amorosos aumentarían mucho. En sus canciones líricas el amor es sueño y es misterio y reflejaría así el esplendor bermejo del orto del puravi...:  Has desaparecido en la oscuridad dejándome el espejismo del esplendor rojizo de la llama de una lámpara.  El poeta bengalí manifestaría de este modo cómo había sido bendecido con estos nuevos acontecimientos afectivos:  No importan qué tipo de amor evoquen, tales sentimientos siempre hacen brotar flores en la selva de nuestros corazones. Para mantenerse vivos no siempre necesitarán la presencia física o la realización concreta de un acto de intimidad. Continúan floreciendo, aun en ausencia, aun en silencio.

Victoria Ocampo nunca llegaría a visitar la India, a pesar de lo que él insistiría en que todas las personas de su intimidad debían conocer su vida en su propio país. La negativa de Victoria le dejaría un cierto vacío difícil de justificar. De haber conocido su tierra, su vida y su cultura habría comprendido ella que el poeta no era esa persona que colocaba la perfección únicamente en la obra de arte, es decir, fuera de sí mismo -tal como ella equivocadamente lo entendiera-, sino que su búsqueda iría mucho más allá de esa verdad y de esa belleza artísticas. Tagore escribiría en sus últimos días:

En las palabras de sangre yo vi.
Me conocí encarando afrentas
y dolor.
La verdad es dura y nunca engaña.
Y amé esa dureza.


En su libro El miedo a la Libertad el psicólogo Erich Fromm (1900-1980) prologaría su obra con unas sentencias del Talmud judaico: Si yo no soy para mí mismo, ¿quién será para mí? Si yo no soy para mí, ¿quién soy yo? Y, si no ahora, ¿cuándo? El psicoanalista alemán utilizaría también una oración literaria del pensador renacentista Pico de la Mirandola: No te di, Adán, ni un puesto determinado ni un aspecto propio ni función alguna que te fuera peculiar, y ello con el fin de que aquel puesto o función por las que te decidieras las obtuvieses y conservases según tus propios deseos y designios. La naturaleza limitada de los otros seres se halla determinada por las leyes que yo he dictado. Pero la tuya, sin embargo, tú mismo la determinarás sin estar delimitado por barrera alguna. Te puse en el centro del mundo con el fin de que pudieras observar, desde allí, todo lo que existe. Podrás degenerar hacia las cosas inferiores, como hacen los seres embrutecidos, o podrás -de acuerdo con tu voluntad- regenerarte hacia las superiores, esas otras que son las divinas.

Fromm afirmaba que el hombre actual se caracteriza por su pasividad, algo que le llevará a terminar por identificarse con los terribles valores del mercado. El ser humano -decía Fromm- se ha convertido en un consumidor eterno y el mundo para él no es más que un objeto para calmar su apetito. El valor del hombre se está limitando hacia lo material y no hacia lo espiritual.  La autoestima de los seres humanos estará por tanto dependiendo de factores externos, de sentirse ahora un triunfador o no dependiendo del juicio de los demás. El psicoanalista verá en el futuro el peligro de que los seres se conviertan en robots. Es verdad que los robots no se rebelan, pero, dada la naturaleza humana, los hombres no podrán vivir como robots y, a la vez, mantenerse cuerdos.  Entonces -según Fromm- buscarán los humanos destruir el mundo y destruirse a sí mismos, pues ya no serán capaces de soportar el tedio de una vida sin sentido o sin objetivos. Para evitar esto el psicoanalista abogaría por superar esta enajenación, por vencer las actitudes pasivas y por elegir el camino de la maduración, es decir, por volver a adquirir el sentimiento de ser uno  mismo y de retomar así el valor de su vida interior.

En su obra lírica La Cosecha, Rabindranath Tagore dejaría escritos estos decididos versos alentadores:

No deseo que me libres de todos los peligros,
sino valentía para enfrentarme a ellos.
No pido que se apague mi dolor, sino coraje para dominarlo.
No busco aliados en el campo de batalla de la vida, sino fuerzas en mí
mismo.
No imploro con temor ansioso ser salvado,
sino esperanza para ir logrando, paciente, mi propia libertad.
Concédeme que no sea un cobarde, Señor;
sino que descubra el poder de tu mano en mi fracaso.
...........................................

Ya estoy entre los vencidos.
Bien sé que ya no ganaré, que no puedo ganar la partida. Aunque sólo sea para irme al fondo, me arrojaré a la charca. ¡Jugaré la partida de mi propia ruina!
Apartaré cuanto poseo, y cuando ya nada me quede me pondré yo mismo. Y entonces, definitivamente arruinado, irremisiblemente vencido, ¡habré ganado!

(Cuadro del pintor británico William Blake, Elohim creando a Adán, 1795, Tate Gallery, Londres; Obra El Prestidigitador, 1480, del Bosco, Francia;  Óleo Escena de Amor, 1525, del pintor Giulio Romano, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo El Harén, 1877, del pintor francés Fernand Cormon; Óleo Arco de Tito, 1730, del pintor Giovanni Paolo Pannini; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Luna saliendo sobre el mar,1822, Berlín; Fotografía de Rabindranath Tagore con Victoria Ocampo en Villa Ocampo, 1924.)

13 de noviembre de 2012

Varias versiones palpitan: la verdad es inútil querer conocerla, tanto como creer que alguna exista.



La extraordinaria producción artística francesa durante la época napoleónica, culminaría a principios del siglo XIX con el Neoclasicismo más ideológico de todos. Sin embargo, esta tendencia creativa del Arte se había iniciado años antes, en pleno siglo dieciocho cuando el deseo de la Ilustración -representado por los pensadores y filósofos de entonces- defendiera una existencia basada en la razón sobre todas las cosas. Ese deseo racional vendría a sustituir el papel de la religión, con una visión ahora mucho más laica del mundo y del hombre. Esta actitud llevaría a reordenar la vida y en consecuencia las relaciones de los humanos entre sí, tratando de reconstruir un nuevo y definitivo concepto científico de la verdad. Cuando la posmodernidad apareció dos siglos después, finales del siglo XX, para tratar de comprender qué había pasado con el mundo, algunos autores expusieron sus nuevas teorías sobre la verdad. Entonces el filósofo francés Lyotard (1924-1998) dejaría escrita su visión del sentido de la verdad: La pregunta, explícita o no, planteada por el estudiante, por el Estado o por los que enseñan ya no será ¿es esto verdad? sino ¿para qué sirve? En el actual contexto de mercantilización del saber esta última pregunta, las más de las veces, significará: ¿se puede vender? Y desde el contexto de la argumentación del poder: ¿es eficaz? Pues sólo la disposición de una competencia válida -realizable en sí misma- debiera ser el único resultado vendible y, además, eficaz por definición. Lo que deja de serlo es la competencia según otros criterios, como verdadero/falso, justo/injusto, etc...
 
El concepto de posmodernidad es utilizado en varios aspectos diferentes de la vida del hombre: filosóficos, históricos o artísticos. Aunque la definición del concepto sigue siendo compleja, básicamente sus características en el pensamiento son: el antidualismo, la crítica de los textos, la importancia del lenguaje y la verdad como algo relativo. Algunos pensadores argumentan que la modernidad (desde el Renacimiento en adelante) habría creado nefastos dualismos: negro/blanco; creyente/ateo; occidente/oriente; hombre/mujer, etc... Que los textos (históricos, literarios) no tienen autoridad de por sí, ni pueden decirnos qué sucedió en verdad, más bien reflejan prejuicios y son una muestra de la cultura y la época del escritor. Por otro lado el posmodernismo defiende también que el lenguaje moldea nuestro pensamiento, que no puede existir ninguno sin lenguaje, y que éste crea finalmente la verdad. Y que la verdad es una cuestión de perspectiva o de contexto más que algo universal. En esencia, no podemos tener acceso a la realidad de la verdad o a la forma en que las cosas son sino solamente a lo que nos parecen a nosotros.

El héroe griego mítico Teseo es conocido sobre todo por haber matado al Minotauro. Pero la verdad es que fue mucho más que eso lo que hiciera. Fue además rey de Atenas, hijo de Egeo y de Etra, aunque otras versiones afirman que fue hijo del poderoso dios Poseidón. En el famoso relato mitológico cretense, Ariadna acaba enamorándose de Teseo. Ella le propuso entonces ayudarle -con su famoso hilo- a cambio de que se la llevara con él y la hiciera su reina. Teseo acepta y, después de matar al Minotauro, terminan ambos saliendo del laberinto y de la isla de Creta. Años después abandona a Ariadna y, en una unión pasajera con la hermosa Antíope, le nace su hijo Hipólito. Sin embargo, todavía el héroe ateniense se relacionaría con la hermana de Ariadna, la libidinosa y trágica Fedra. Tiempo después Teseo llega a conocer al rey de los lápitas, Pirítoo, y ambos acaban siendo grandes amigos. Participan juntos en hazañas bélicas y compartirán aventuras con los Argonautas. Tanta amistad les unió que decidieron que cada uno se uniría nada menos que con alguna de las hijas del poderoso Zeus. Teseo lo haría con Helena y Pirítoo con Perséfone.

Pero para que Pirítoo pudiese unirse a Perséfone tendría que ir a buscarla a los infiernos, al Hades. Los dos amigos, decididos, solidarios y valientes, aceptan el duro y difícil reto mortal. Creyeron que podían bajar al infierno, raptarla y salir como si nada. Sin embargo, Hades -el dios del inframundo- les tiende una trampa y acaban aprisionados en el fondo más oscuro del infierno. Mientras tanto Hipólito -el hijo de Teseo- crece en Atenas convirtiéndose en un apuesto y hermoso efebo. Entonces su madrastra Fedra piensa que Teseo nunca regresaría del Hades. Y es así como surge entonces uno de los dramas griegos más representados, famosos y trágicos de toda la mitología helena. El primero en escribirlo fue el griego Eurípides, más tarde lo hizo el poeta Sófocles -en una tragedia griega perdida-, y luego lo haría hasta el latino Ovidio. Pero también lo haría el romano Séneca y hasta el francés Racine siglos después. Cada cual representaría una versión diferente de la leyenda de Hipólito y Fedra.

Eurípides redacta dos versiones distintas. Una desde la perspectiva de Hipólito y otra desde la de Fedra. En la primera versión se presenta la excelsa y virtuosa figura de Hipólito frente a la impúdica de Fedra. En la otra nos muestra a una Fedra más moral, o más humana, determinada ahora por elementos ajenos a su voluntad moderada. En una de esas versiones acaba Fedra declarando su amor a Hipólito -su hijastro- mientras Teseo está aún vivo lejos. Por tanto, su falta no podría ser peor para el público: cometería tanto incesto como adulterio. En otras versiones Fedra es la víctima de Afrodita, la cual se había ofendido con Hipólito por haberla rechazado frente a Diana o Artemisa, vengándose de Fedra trastornándola de ese modo tan pasional y errático. Sófocles lleva su drama a un mayor protagonismo de Fedra. Éste sitúa a Teseo para siempre en el Hades, es decir muerto, y por tanto exime a su heroína del delito de adulterio. En Séneca Fedra se convence insistente de que Teseo no volverá nunca y le declara entonces su pasión a Hipólito. Éste se debate entonces entre su deber y su deseo. En Racine los personajes se humanizan más. Fedra intenta suicidarse por no poder soportar el rechazo de Hipólito. Teseo regresa del Hades y es informado por personajes desdeñados por él -otras amantes- de la falsa traición de su hijo. De pronto le llega a Teseo la noticia de que su hijo se ha estrellado en su carro de tiro y que muere abatido por sus caballos cuando, huyendo de monstruos marinos, es arrastrado por las riendas y golpeado contra las oscuras, peligrosas o fatales rocas del mar. Desapareciendo así para siempre Hipólito y su tragedia. Como la verdad desesperada...

(Óleo del pintor neoclásico francés Joseph-Désiré Court, Muerte de Hipólito, 1828, Museo de Fabre, Montpellier, Francia; Cuadro Fedra, 1880, del pintor academicista Alexandre Cabanel, Museo Fabre, Francia; Óleo neoclásico Fedra e Hipólito, 1802, del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)
 

8 de noviembre de 2012

La imaginación en la Pintura: a veces como un Arte sorpresivo o como un Arte creativo.



¿Qué es sino imaginación lo que se plasma en un cuadro, aunque sea la fiel representación de la realidad más nítida y correcta -casi fotográfica- de una imagen natural? Porque el ojo del artista presume siempre de conocer de antes lo que ve o mira, y que luego decodificará en cada trazo de lo que, finalmente, narrará en su lienzo con belleza. Sin embargo, hay una sagrada misión artística -no siempre asequible a todos los creadores- que hace creativa o no una imaginación inspirada. Esa misión sagrada consistirá en trasladar al observador la emoción contenida o semi-oculta en el universo de su creación artística. Pero, dejando aún ciertos sabores emocionales por asimilar de la obra, unas sensaciones ahora nuevas que, a cada revisión posterior, irá el espectador dilucidando con ellas el profundo motivo de toda esa emoción presentida de antes. Cuando el pintor realista Jean-François Millet (1814-1875) quiso transmitir las cosas de otro modo a como se habían transmitido antes con el Romanticismo, descubrió entonces que el Realismo más natural -el Naturalismo- podría servir mejor para lo que deseara expresar en un lienzo. ¿Cómo mostrar lo mismo de antes -belleza, equilibrio, naturaleza feliz- pero ahora de una forma distinta? Porque ahora el Arte habría sublimado de tal modo la realidad que ésta no parecía sino una pantomima ensimismada de la misma. Fue particularmente sensible Millet además con esa parte de la sociedad más vulnerable y dolida, ajena por lo tanto a esos paradigmas gozosos -mostrados en las obras clásicas o románticas de antes- de una fabulación ilusoria, del todo inexistente en la realidad de la vida más normal o vulgar de los humanos. Y entonces quiso plasmar el pintor  la imagen más veraz y vulgar de la vida humana. Pero hacerlo con la genialidad de enmarcarlo en  el mismo decorado fabuloso, inspirado, irreal, mítico y sosegado de antes. 

Para ello pinta en el año 1863 su lienzo La chica del ganso, una obra del Realismo artístico más curioso del siglo XIX. Porque en su obra vemos el desnudo vulgar y normal de una simple campesina representado ahora, sin embargo, como si fuese el desnudo más fabuloso de las heroínas míticas de antes. Tan fabuloso como el de aquellas inocentes ninfas de las leyendas griegas antiguas que, tímidamente, se acercaban desnudas a la orilla calmada de su maravilloso e idílico escenario mitológico. El motivo estético nos parece ahora incluso el de cualquier escena barroca, renacentista o romántica, donde la belleza del conjunto ocultara las posibles sensaciones agresivas o vulgares de lo real. Pero el autor lo consigue plasmar gracias a una novedosa artimaña: con una creativa y sutil imaginación trascendental. Porque la chica desnuda no es ninguna ninfa perfecta de belleza clásica, es solo una vulgar campesina del mediodía rural francés. Es una joven que, aunque desnuda -para hacer algo tan vulgar como lavarse en el río-, nos muestra ahora el gesto torcido de su figura poco grácil, nos muestra las manos ásperas y desproporcionadas de sus extremidades, sus pies deslucidos o una silueta demasiado mediocre para pintarla en un bello lienzo natural. Pero todo eso era, sin embargo, mucho más normal y real que el candoroso y bello perfil de las atractivas ninfas clásicas. Porque esos mediocres símbolos tan vulgares destacados aquí son ahora propios de su quehacer real y oprimido, diferente por completo a toda aquella estampa sublime y distante de las lánguidas, aristocráticas y fugaces criaturas tan bellas de antes.

Es la misma narración ideada -imaginada- de una visión manida en el Arte -el desnudo mítico y bello de una ninfa-, pero que ahora es una visión creativa tan solo por el hecho de haber sido construida de un modo que nos transmita algo más que belleza. Y esto es lo que algunos creadores han sido capaces de realizar también a veces, por ejemplo, con sus obras modernistas. El pintor español Beltrán Masses lo consiguió con su obra Alegoría de Carmen compuesta en el año 1916. Sin caer en un excesivo tipismo regional o folclórico, el pintor reconstruye la escena alegórica de la pasión sacrificada del personaje arquetípico español de Carmen, pero ahora lo hace sin mostrar los elementos figurativos propios -tan típicos- de su representación iconográfica folclórica, lo que sería justo lo contrario del realismo pictórico de entonces. Y todo ello con el equilibrio delicado y bello de un nuevo estilo artístico especialmente creativo, para sublimar así -elevarlo artísticamente- el tan tradicional asunto típico. La pintora norteamericana Rebecca Harp (Wisconsin 1973) consigue en estas obras alcanzar un virtuosismo clásico muy merecedor de elogios. Pero, a cambio, no muestra nada de aquel mensaje originado previamente, es decir, de aquel mensaje artístico que demostraba que el creador usará  a veces el Arte para componer una idea previa -imaginación creativa-, en vez de ser usado por éste -por el Arte- para hacer otra cosa, perfecta y bella, pero sorpresiva, incluso para el propio creador, imprevista absolutamente en una obra ahora creativamente improvisada. En su web nos dice la autora: Aunque el acto de la creación, de la separación de la luz y la oscuridad, pueda llegar a ser demasiado audaz y arrogante, el proceso de percepción de la pintura me pone en un estado de ánimo por el que estoy más servil y sensible a la naturaleza y, por tanto, más capaz de dejar que la pintura me lleve a un lugar que no podría haber imaginado.

Porque este es el Arte sorpresivo, el que llevará al pintor de manera inevitable a una creación sobrevenida, sin saber siquiera adónde le llevará... Este es el Arte que plasma algo improvisado sin un mensaje previo razonado, sin un fundamento anterior que transmita ahora algo más de lo correcto que lo hace. Y luego está el Arte creativo, donde la imaginación creativa hilvana antes que nada cuál es el objetivo pretendido, cuál la expresión simbólica que trazará, además de belleza plástica, además de impresión emotiva, el sentido más profundo o metafórico de un sentimiento transido. Van Gogh lo conseguiría hacer siempre en sus obras impresionistas. Otros, como el desconocido pintor norteamericano Albert Pinkham Ryder (1847-1917), a veces lo conseguirán. Como se ve en su obra tan inexpresiva con el subjetivo mundo imaginativo de su Arte anacrónico, por ser extemporáneamente romántico. Un Arte donde el pintor reflejaría, sin verse, el profundo desamparo humano de la vida, ese desolado sentimiento ante las desconsideradas y viles fuerzas de una Naturaleza hostil o de una vida demasiado desvalida o demasiado indefensa.

(Óleo Alegoría de Carmen, 1916, del pintor español modernista Federico Beltrán Masses; Obra Retrato femenino, de la pintora norteamericana actual Rebecca Harp, EEUU; Óleo Ingrid, 2003, Rebecca Harp, EEUU; Cuadro Sin modelo, de la misma autora, actual, EEUU; Obra de la misma pintora, Interior del Palazzo, 2004, EEUU; Óleo de Van Gogh, Celebración del 14 de julio en París, 1886; Obra del pintor naturalista francés Jean-François Millet, La chica del ganso, 1863, Maryland, EEUU; Óleo del mismo pintor Millet, Desnudo reclinado, 1845; Cuadro Jonás, 1885, del pintor americano Albert Pinkham Ryder, Museo Smithsonian, EEUU.)

5 de noviembre de 2012

La servidumbre humana, sus historias, sus protagonistas y el Arte.



El pintor español Murillo (1617-1682) sería el encargado de componer un inmenso lienzo para una capilla dedicada a San Antonio de Padua en la catedral de Sevilla. La enorme obra artística, cinco metros y medio de alto por tres metros y medio de ancho -el mayor lienzo pintado por Murillo y uno de los más grandes de toda la pintura española-, fue colocada además en un suntuoso marco de madera tallado por Bernardo Simón. Ubicado finalmente en el baptisterio de la capilla de San Antonio en noviembre del año 1656, era tan impresionante su visión que, siglos después, el mariscal napoleónico Soult decidiría llevarse la obra de Murillo en el año 1810, cuando las tropas francesas a su mando controlaban la ciudad de Sevilla y lo que tuviese entonces de valor artístico. Sin embargo, el cabildo de la catedral sevillana le ofrecería mejor, a cambio, otra obra del mismo pintor, el lienzo Nacimiento de la Virgen. El general francés no puso inconveniente y así fue como el San Antonio de Murillo pudo conservarse en Sevilla. La pintura ofrecida a cambio acabaría terminando entre las piezas exhibidas en el museo del Louvre.

Pero, la servidumbre de las cosas valiosas no acabarán nunca su riesgo azaroso, ni siquiera a salvo de una virtual sustitución proverbial de una obra por otra...  A las ocho de la mañana del cinco de noviembre del año 1874 un empleado de la catedral sevillana descubriría una agresión al cuadro de Murillo. Esta obra era una creación extraordinaria del Barroco español y la habían seccionado vilmente, llevándose una parte importante del lienzo. El ladrón comprendería todo su valor, pero no podía hacerse con toda la pesada obra de Arte ni transportarla.  No se le ocurrió otra cosa que cercenar el lienzo y elegir la más elogiosa parte del mismo: la figura arrodillada del santo portugués. Aun así, el trozo extraído todavía medía bastante para un cuadro: un metro y ochenta y cinco centímetros de alto por un metro y noventa centímetros de ancho. Inmediatamente las autoridades españolas pusieron un anuncio con dos imágenes del cuadro, antes y después del robo, en una publicación internacional, La Ilustración española y americana. Pero no sería hasta enero del año siguiente cuando un anticuario de Nueva York, Williams Schaus, recibiera de un español -al parecer llamado Fernando García Vinuesa- la obra fragmentada para venderla. Este honesto comerciante neoyorquino, informado del robo de la obra, lo puso en conocimiento de la embajada española días después. 

Lo sucedido rozaba el misterio decimonónico más surrealista por entonces: el fragmento del lienzo cercenado, recompuesto entre cuatro bastidores, fue embarcado con rumbo a Cuba para, finalmente, ser enviado tiempo después a España. El sospechoso -autor o cómplice- sería puesto en libertad y el lienzo seccionado llegaría a Sevilla con la alegría devaluada por el deplorable estado de la obra. Tuvo que ser restaurada -cosida, encastrada y unida añadiendo partes eliminadas- en una de las más importantes reconstrucciones artísticas llevadas a cabo por la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Años después, cuando el novelista inglés William Somerset Maugham (1874-1965) viajase a España en 1897 acabaría visitando Sevilla a principios del mes de diciembre y tuvo ocasión de ver la obra. Maugham terminaría fascinado por la cultura y la sociedad andaluza que viese. Escribiría hasta un libro de ese juvenil viaje, Andalusia, Sketches and Impressions.

En uno de los capítulos del libro dedicado a la ciudad andaluza escribe Somerset Maugham: En el baptisterio, llenándolo todo con una cálida luz, está el San Antonio de Murillo, tela que produce más que ninguna otra una intensa emoción religiosa. El santo, alto y enjuto, de rostro hermoso, contempla al Divino Infante suspenso en una niebla dorada con un éxtasis que raya los límites de lo sobrenatural. Es interesante considerar si un artista necesita experimentar el sentimiento que desea transportar a la tela. Cierto es que muchos cuadros han sido pintados bajo la influencia de un profundo sentimiento que no produce, sin embargo, efecto alguno sobre el espectador, y es bastante probable que los italianos primitivos sintieran muy pocas de las emociones que sus telas expresaban. Sabemos muy bien, por ejemplo, que las obras maestras del Perugino, tan conmovedoras, tan animadas de religiosa ternura, fueron en gran parte cuestión de dinero contante y sonante. Pero Luis de Vargas -pintor sevillano del renacimiento-, en cambio, se humillaba a diario flagelándose y usando el cilicio, y Vicente Joanes -pintor valenciano del Barroco- se preparaba por medio de la confesión y la comunión para trabajar en una tela. La impresión que puede inferirse de Murillo por medio de sus obras es confirmada por el estudio de su vida simple y mesurada. No poseía él la turbulenta piedad de los otros dos, sino una dulce y serena devoción que lo llevaba a pasar largas horas en la iglesia, sumido en hondas meditaciones. El, sea como fuere, sentía todo lo que expresaba.

En el año 1915 publicaría Somerset Maugham su novela Servidumbre humana. De rasgos semi-autobiográficos, la obra literaria relata la historia de un joven huérfano que sufriría toda clase de humillaciones y vilezas durante su adolescencia. La crítica fue muy despiadada por entonces y descalificaría la novela con esta invectiva frase demoledora: parece la servidumbre sentimental de un pobre tonto.  El autor reconocería que la escritura del relato le había servido para exorcizar sus demonios de juventud, y le aliviaría así la angustia que, durante mucho tiempo, le hubo causado su propio tartamudeo. William Somerset retrataría en la novela con crueldad y desgarro la servidumbre a que nos someterán nuestros propios deseos y anhelos, así como también la imposibilidad de zafarse del encadenamiento emocional a que nos acabarían llevando, inevitablemente, esas mismas pasiones.

(Detalle de la obra San Antonio de Padua, 1665, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes, Sevilla, obra procedente de un convento Capuchino; Imagen del cuadro La Santa Cena, 1650, Bartolomé Esteban Murillo, Iglesia de Santa María la Blanca, Sevilla, cuadro rechazado entonces por el mariscal Soult por su tenebrismo; Óleo Visión de San Antonio de Padua, 1656, Murillo, Catedral de Sevilla; Fotografía del mismo cuadro, capilla de San Antonio, Catedral de Sevilla, fuente: leyendasdesevilla.blogspot.com.es; Pintura Nacimiento de la Virgen, 1660, Murillo, Museo del Louvre, París; Retrato de William Somerset Maugham, 1931, del pintor inglés Philip Steegman.)
  

2 de noviembre de 2012

La capacidad de tolerancia más grande ante la vida y el mundo la produce el Arte.



El Arte nos educará en tolerancia mucho más que cualquier otra cosa en este mundo. La capacidad crítica se desenvuelve en el Arte de un modo suave, tolerante, hacia el aspecto valorable de lo que atraiga o repele en el gusto. También con aquello que tiene que ver con el modo de hacer Arte, es decir, con la composición o el resultado -éste subjetivo- de lo que acabemos apreciando en una obra. ¿Hay algo más universal, transversal e imparcial -nos guste o no lo que veamos- que el propio Arte? Cuando un ateo observe el cuadro de la Sagrada Familia del pintor renacentista Rafael, ¿pensará acaso que lo que mira ahora, la belleza de lo que tiene delante, es algo rechazable, objetable o alienante para un espíritu materialista, agnóstico o anticlerical? Del mismo modo, cuando los herederos de los enemigos de la Francia imperial de principios del siglo XIX vean el magnífico lienzo del pintor David sobre el dictador Napoleón, ¿pensarán que nada de belleza puede deducirse de un alarde tan belicista, imperialista o megalómano? No, no es ese el sentido del Arte. Porque el Arte -el verdadero Arte- es la única representación cultural que no irrumpe negativamente con motivos propagandísticos, torticeros o parciales de alguna expresión interesada para manipular conciencias o voluntades. Por eso mismo, no existe otra cosa como el Arte para enseñar la tolerancia en el mundo.

Es como la Belleza, que nunca se cuestiona nadie si lo es o no realmente dependiendo de su origen, venga ésta de donde venga, proceda de una cloaca o de una elegante fragancia, de una cuna inferior o de una alta cumbre social, de una basta y desollada llanura o de un maravilloso e idílico vergel natural: la Belleza asombrará siempre gratamente venga de donde venga. Si no hubiese sido por la iglesia católica y su decidida defensa de la imagen como vehículo de fe, probablemente hoy no estaríamos viviendo en la actual civilización de la imagen, de tanta influencia en nuestras vidas. Como es bien sabido de las grandes religiones monoteístas, el Judaísmo y el Islam rechazan el uso de las imágenes en lo religioso, e incluso el propio cristianismo estuvo en peligro de suprimirlas durante el famoso episodio de los iconoclastas (destructores de imágenes), que tuvo lugar en Bizancio allá por el siglo VIII. Tras la querella de los iconoclastas hubo otro momento delicado que hizo peligrar la utilización de imágenes en la Cristiandad occidental. Fue el cisma de Lutero en el siglo XVI, cuando rechazó el uso de imágenes en los templos por su manifiesta exhibición de lujo e idolatría. (Profesor Pablo López Raso, El triunfo de la imagen, de las catacumbas a los jesuitas.)

Podemos estar o no de acuerdo con el país donde haya nacido un pintor, o con la cultura regional de donde proceda éste, o hasta con la filosofía que ilumine su mente, pero, sin embargo, su obra artística siempre será el resultado del imparcial objetivo misterioso y desinteresado que es el Arte. De algo que es autónomo en sí mismo y no pertenece a nada ni a nadie, ni siquiera al propio creador que lo origine. Tan sólo a la grandiosidad artística de su acabado eterno, a la maravillosa expresión de sus colores ecuánimes o a la perfecta composición plasmada de su infinito encuadre. Y estas son las únicas cosas que se adueñan del motivo real -independiente- de todo sentido artístico expresado en una obra de Arte. Luego, incluso, llegaremos a admirar, o no, su virtuosismo con algún alarde comunicador o simbólico que posean las obras. El Arte sirve para comprender y para relativizar las cosas del mundo, aceptando la belleza como un elemento unificador de posiciones o de delirios enfrentados. Y todo esto, contenido y continente artístico, desarrollarán en el Arte las definitivas formas de enjuiciar solo las armas estéticas de la creación sublime. En algún caso como una exaltación genial para poder expresar alguna de las grandes cosas que abrumen a los seres humanos, y en otros como la manifestación más bella que de una emoción sincera sea capaz de expresarse en un cuadro.

(Óleo del pintor Rafael Sanzio, La Sagrada Familia del Roble, 1518, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Napoleón cruzando los Alpes, 1801, del pintor neoclásico David, Alemania; Óleo Isaac bendiciendo a Jacob, 1638, del pintor flamenco Govert Flinck, Museo de Amsterdam; Pintura del pintor postimpresionista Gauguin, Jacob en lucha con el Ángel, 1888, Galería Nacional de Escocia; Óleo Sheherazade, 1913, del pintor austro-húngaro Franz Helbing.)