30 de agosto de 2013

Entre la satisfacción y el desatino de la vida los autores buscarán confundir con su Belleza.



El gran Tiziano pintaría a lo largo de su extensa vida diferentes versiones de la leyenda mitológica de Dánae. La versión que compuso para la corte española del rey Felipe II -actualmente en el Museo del Prado- consigue reflejar más que ninguna otra el sentido melancólico de la leyenda. Dánae está ahora encerrada en una torre por su propio padre, el rey Acrisio, un lugar desde donde ella no puede ver ni ser vista, ni escapar, ni esperar nada. Un oráculo le había hecho pensar al rey que el futuro hijo que ella tuviese -su propio nieto- acabaría por matarlo para obtener su reino. ¿Qué podría hacer Dánae? ¿Qué destino desatento, desde fuera de ella,  la trataría tan cruelmente ahora en su delirio? En su obra maestra  Tiziano nos muestra su belleza pero también su confusión, su sumisión o desazón por lo que vive cada día, atrapada ahora en un destino tan absurdo. El mito describe a un apasionado Zeus -su poderoso amante-  seducido de ella y convertido en una lluvia dorada -lo único que puede llegar ahora hasta ella- sorprendente, misteriosa, divina y distante. Engendrará Dánae del poderoso dios -con esa simiente de oro- a un gran héroe: Perseo. Pero, ella aún nada sabría de todo esto...

Cuando los pintores del Modernismo hispano (tendencia española correspondiente al Postimpresionismo europeo de principios del siglo XX) pusieron en liza un realismo feroz junto a un preciosismo romántico, consiguieron entonces aunar belleza con mensaje. De ese modo el creador español Zuloaga pinta, también tumbada -como Dánae-, a una hermosa modelo espectacular de aquellos bellos años desenfadados. Anna de Noailles era una aristócrata rumana hermosa, mundana y poeta que vivió en el fascinante y bohemio París de la Belle Epoque. El maestro español la pinta en el año 1913 como una modelo más del Romanticismo, aquella tendencia romántica de años antes, pero ahora justo con los trazos propios del Modernismo, tendencia artística que alumbraría, a cambio del gesto romántico, ahora una realidad mucho más cercana, más indolora, más oscurecida o más vibrante. La modelo muestra aquí un semblante diferente a Dánae, la heroína de la belleza del Renacimiento más clásico de Tiziano. Y eso es así porque, además del propio estilo tan moderno de su rostro, nos indica una satisfacción de ella misma con su nueva vida controlada. Es decir, que reflejaría el pintor modernista la figura de una mujer mucho más segura y satisfecha con su vida, convencida ahora del todo -como la sociedad autocomplaciente y vanidosa en la que vivía- de lo que su confiado destino mundano, a diferencia del opresor ambiente femenino del pasado, pudiera a ella ahora acontecerle.

El pintor expresionista Edvard Munch, creador sutil de reflejos de emociones no translucidos del todo en sus lienzos modernistas, viene a sorprendernos  con su decidida forma de componer momentos transcendentes sin demasiados alardes. En su obra La Tormenta vuelve a hacernos buscar algún referente en su imagen desconcertante que nos diga qué es, realmente, lo que estamos viendo en la escena abrumadora. Ante un paisaje oscurecido y abrupto, con colores semejantes a algo que parece un cielo pre-tormentoso, pensaremos ahora, tal vez, que no es más que un adviento metafórico, un cierto aviso emocional de algo que acontecerá luego...  Pero la realidad es que ahí no hay ninguna tormenta climatológica, ni la habrá. Tan sólo vemos ahora unos personajes -casi fantasmales en su iconografía- que se acercan hacia nosotros alarmados. Y lo hacen así, fuera de donde antes estaban refugiados, lejos, por tanto, del hogar que antes los acogía seguros. Porque ahora muestran aquí, muy expresionistamente, el gesto más espantoso de una emoción incierta ante lo porvenir. Pero, ¿dónde está ahí la tormenta entonces? ¿Por qué, de haberla, se alejan ellos de la protección de la vivienda acogedora, mucho más segura y deseable que el desolado ambiente exterior? Pues porque el terror ahora, sin embargo, no está aquí en nada del entorno ni de la vida, no; lo está en ellos mismos, en la terrible, espantosa y personal sensación interior que ahora los abruma.

En otra de sus expresionistas obras enigmáticas, Amor y Dolor, nos obliga ahora el pintor noruego a pensar de nuevo con una imaginación desbordante al ver su obra. Ha sido esta obra vulgarmente rebautizada como El vampiro, aunque es más exacto el título que su autor le puso. Aquí se muestra el reflejo contradictorio de lo que la vida nos ofrece casi siempre: satisfacción y desatino, crueldad y alivio, dolor y amor. El autor noruego utiliza a la modelo femenina para personificar ahora la forma más desagradable -desatino, crueldad, dolor- del enfrentado binomio sentimental de la existencia. Es esta una manipulación que se permite hacer el creador -parcial y tendenciosa-, pero que no tiene por qué suponer -como se ha dicho- una cierta forma de misoginia artística -porque se ve ahora aquí al personaje femenino agrediendo al masculino, mordiendo su cuello ella a él-. Había que impresionar una imagen que consiguiera englobar las dos caras sublimes de ese sentimiento humano tan personal -el amor y el dolor-, y Munch lo conseguiría con la perfecta composición -aunque algo ambigua- de la sintonía estética más sentida de esas dos emociones tan universales.

El pintor Pierre Auguste Cot, representante clásico del Academicismo francés del siglo XIX -trazos perfectos sobre un dibujo perfecto-, compuso en el año 1880 su obra titulada La Tormenta, como aquella otra obra de Munch que también así la titulara. Pero aquí ahora el creador francés no huye de ninguna forma clásica -antes tan compleja o absurda con Munch- de representar una tormenta atmosférica. No la pintaría con las formas naturales de nubes o de agua en movimiento, con los colores propios de una representación tormentosa o con las incómodas formas más salvajes de su efecto climático. No, aquí lo único que reflejará movimiento -cambio en definitiva- es la carrera de una pareja enamorada, pero ahora  sin saber nada del destino final de esa carrera. Buscarán la complicidad de la eventualidad climatológica -que solo aquí suponemos, ya que ahora no vemos agua ni tormenta- para recorrer la distancia que medie hasta su anhelado deseo fervoroso: ¡amarse! No huyen ellos de nada espantoso, sólo buscan la oportunidad, única y sobrevenida, para poder amarse. ¡Qué diferente ahora con la otra tormenta! Lo manifiesto provocado por la satisfacción clásica, frente a lo absurdo provocado por el desatino expresionista. Sólo algunos creadores consiguen verdaderamente  sorprendernos con su belleza en un lienzo. Con la seductora y diferente manera de comunicarnos, bellamente, lo que tan solo ellos desearon antes que nosotros...

(Óleo La Tormenta, 1893, Edvard Munch; Cuadro Amor y Dolor, 1894, del mismo autor; Óleo La Tormenta, 1880, de Pierre Cot, Metropolitan, Nueva York; Lienzo de Zuloaga, Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913; Óleo Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1553, Tiziano, Museo del Prado.)

25 de agosto de 2013

Los inicios del erotismo artístico renacentista o una maravillosa excusa del Arte.



Uno de los primeros creadores que esbozaron, plasmaron y crearon erotismo -en su acepción más misteriosa y subyugante- fue el pintor del Renacimiento alemán Hans Baldung (1485-1545). Inicialmente fue el grabado -xilografías, dibujos sobre papel preparado, etc.- una de las técnicas que utilizaron los pintores del siglo XV para expresar -sin colores- aquello que más podría chirriar el ánimo opresor de la moralidad eclesial o reaccionaria. Fue el pintor Alberto Durero -maestro de Baldung- quien más temprano comenzaría a manejar esas nuevas técnicas gráficas de crear imágenes -entre otras cosas gracias a las máquinas recién inventadas de impresión- para acercar el Arte a un público más extenso. Pero, ¿cómo se pudo comenzar a expresar artísticamente entonces -inicios del siglo XVI- ese erotismo gráfico, aunque fuese de una forma tan subliminal? Porque se acabaría asociando el erotismo a la brujería y su representación en el cuerpo femenino, único género humano maldecido por esa superstición. Es decir, que lo que se representaba por entonces en esas imágenes transgresoras eran brujas no mujeres, no escenas eróticas humanas naturales sino encuadres aberrantes.

Antes del siglo XV no se permitía creer ni se creyó en brujas ni en brujería, incluso bajo pena de excomunión sagrada. Desde el siglo VIII tanto el poder civil como el eclesial prohibieron la creencia en la brujería. Es curioso que la oscura Edad Media no osara calificar con ese nombre ninguna de las posibles desviaciones o manifestaciones contrarias a la moral, cosa que, sin embargo, al inicio de tan humanístico siglo renacentista comenzara a producirse en el mundo occidental. ¿Por qué? Todo comenzaría con un clérigo inquisidor alemán, Heinrich Kramer (1430-1505). Fue tanta su obsesión contra las mujeres que no pudo más que ver en los deseos y pasiones femeninas una maléfica forma de posesión diabólica. Tal actitud le llevaría a convencer al papa Inocencio VIII de que había que hacer algo contra ello. Nadie antes que él había llegado tan lejos en eso. Pero aunque la sociedad estaba evolucionando y caminaba hacia las luces de un mundo más permisivo, Kramer entendía que  cuando la mujer se entregaba a su pasión marital lo hacía de un modo que sólo una posesión maléfica podría justificarlo.

Así que en el año 1484 el papa Inocencio VIII creaba una bula inspirada en los argumentos del inquisidor alemán. Se aceptaba ahora, después de ocho siglos sin creer en ello, la existencia de las brujas. Como consecuencia los inquisidores fueron obligados desde entonces a perseguir tales prácticas esotéricas. Kramer compuso en 1485 un libro, Martillo de Brujas, verdadera biblia y tratado de brujería. A partir de entonces  las mujeres se podían -así lo creyeron algunos inspirados creadores artísticos- representar con un aspecto diabólico o erótico, desnudas sugerentemente con gestos voluptuosos y lujuriosos propios de la brujería. Con su magnífica imaginación artística, Baldung comenzaría a erotizar el incipiente desnudo artístico en el Arte. Otros artistas, como el italiano Raimondi, habían realizado ya algunos grabados con desnudos, pero fue el pintor alemán quien comenzaría a expresarlo con el sutil, sugerente o misterioso motivo que el erotismo iniciara en los años iniciales del siglo XVI. 

(Todas obras de Hans Baldung: Dos brujas, 1525, Alemania; El caballero, la joven y la muerte, 1505; Mozo de caballería embrujado, 1544; La muerte y la doncella, 1520, Basilea; Adán y Eva, 1531, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Aristóteles y Phyllis, 1510; Tres brujas, 1514.)

18 de junio de 2013

Plegaria de una vida desatenta, inconexa, irónica o melancólica, y el fulgor del Arte.



¿Qué más decir sobre la extraordinaria forma de describir las cosas importantes de la vida que tiene el Arte? Los creadores han tenido ocasión de hacerlo en todas las tendencias, estilos, formas y gustos particulares. Pero en la azarosa manera que a veces se tiene de encontrar una obra justificadora es Edward Hopper (1882-1967) el pintor que elijo para acercarme lo más posible al sentido existencialista de la entrada. Soir Bleu, la primera de las dos obras, utilizaría un simbolismo expresado y manejado mucho antes por el poeta Rimbaud: En las tardes azules (soir bleu) de verano, iré por los senderos... Con esa tonalidad quiso el pintor norteamericano componer tanto el fondo de la obra como la propia sensación lírica tan decadentista del poeta. Pero, sobre todo es la representación más acertada de la comedia humana más vertiginosa que sentiremos  alguna vez en nuestros diferentes, solitarios, ridículos o desentonados momentos que tendremos oportunidad de vivir.

¡Qué extraño grupo de personas son esas!  Unos seres que nada tienen que ver entre ellos, pero que a pesar de eso se sitúan juntos en un mismo escenario. Siendo éste además un escenario propicio a la uniformidad, a la alegre distensión o al divertimento más desenfadado. Ahora la figura enigmática y solitaria del payaso pierrot nos deja pasmados, inquietos, incluso alarmados por el gesto indefinible pero duro y desgarrador de su semblante misterioso. Simbolizaría acaso la risa y la agonía, la triste alegría pasajera compartida ahora aquí con los demás, con los que para nada tienen que ver ni con él ni con su vida ni circunstancia. Porque algunos personajes marginados se retratan ahí en un sentido tan opuesto pero, al mismo tiempo, tan inevitable o tan insobornable. Prostitutas, galones atrabiliarios, artistas, obreros y caballeros, todos se emplazan aquí mezclados, reunidos, avasallados entre sí como en un collage sorprendente, surrealista o imposible.

Es como la propia vida, del todo inconexa... Es así, como ella, irónica y melancólica. Y el pintor norteamericano Edward Hopper alcanzaría a conseguir en esta obra moderna algo magistral y original a la vez. Porque, ¿cómo se puede expresar mejor todo eso si no es ahora con esta sincera imagen tan desgarradora? Y en tan poco tiempo de visión además -no necesitaremos mucho tiempo para comprender lo que vemos-, o de dedicación emocional para entender lo que el autor quiso expresar en su obra: la absurdidad de la vida y de sus cosas incomprensibles o misteriosas. Y el propio creador al final de la suya, de su observadora vida artística, volvería a utilizar los mismos personajes cómicos de entonces para representar ahora otra obra aún mucho más enigmática: Dos cómicos, un lienzo creado en el año 1966. Qué otra cosa mejor para tratar de decir, ¡y a gritos! -como hace el Arte siempre-, que la vida no merece siquiera casi nunca la pena de tomarse en serio.

(Óleo Soir Bleu, 1914, Edward Hopper, Nueva York; Cuadro Dos cómicos, 1966, Edward Hopper, colección privada.)

6 de junio de 2013

El creador más espiritual compuso, sin embargo, su obra más sensitiva posible.



¿Cómo pudo El Greco crear algo tan sobrenatural desde presupuestos estéticos tan sensitivos o terrenales?  Pues gracias al Manierismo y su alarde misterioso, que el pintor consiguió alcanzar a unos niveles no antes, ni después, superados en el Arte. ¿Cómo crear una sinfonía sagrada de lo incognoscible como si fuera una mitología terrenal de lo más cercano? El Greco fue uno de los pintores más especiales que hayan existido, dominó su técnica manierista con genialidad y expuso el significado más misterioso de lo que es pintar un cuadro. De lo que es crear -representar en una imagen una idealización original y misteriosa de un objeto, místico o no-, con equilibrio geométrico y colorista, la narración más inasequible a la belleza estética que se pueda asimilar, una narración expresada ahora con asombro, belleza y contraste artístico. Cuando le encargaron en el año 1586 componer la leyenda del milagro del entierro del conde de Orgaz (siglo XIV), sólo sabía el pintor la leyenda que contaba cómo dos santos, san Agustín y san Esteban, habían bajado del cielo para ayudar a enterrar a un conde castellano. Pero, ¿cómo combinar todo eso con misticismo, historia, piedad o arrebato sensible? ¿Cómo hacerlo magistralmente además? ¿Cómo crear una inspirada y genial obra de Arte y no realizar solo un mero retrato hagiográfico? 

Para comprender la obra -situada en una de las paredes de una capilla de la iglesia toledana de Santo Tomé- requiere entenderse dos milagros representados: el que muestra el pintor en su escena inferior -el entierro mundano del conde- y el que se oculta, y se descubre estéticamente, más arriba, con su espléndido, sagrado y mágico cosmos iconográfico. Dos mundos están ahí representados, el espiritual y el terrenal, y se superponen los dos además sin solución de continuidad. No están juntos pero tampoco separados. El alma del conde recorre la inexistente frontera entre esos mundos como un neonato ahora entre los brazos del ángel que lo eleva hacia la Madre celestial. No se cruzan ahora las miradas humanas del mundo terrenal con las del mundo celestial de arriba. Desde la lúgubre tierra mortecina sólo algún rostro se atreve y mira hacia arriba distraído. Los demás no miran nada en concreto, muestran ahora su mirada perdida o enajenada entre las sombras acrisoladas de un milagro por hacerse.  Sólo una figura terrenal -el modelo retratado como Alonso de Covarrubia, amigo del Greco- es el único personaje que mira hacia el cadáver del conde amortajado -¿el verdadero protagonista de la obra?- en su postrado túmulo funerario. Pero existe una mejor descripción, muy peculiar y literaria de esta misteriosa obra de El Greco, la que creo sintetiza aún más su sentido auténtico más terrenal. La escribió en el año 1902 el escritor español Pío Baroja en su novela Camino de Perfección:

Él no creía ni dejaba de creer. Él hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiese ocultado sus dogmas, sus creencias y no se hubiese manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y, así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido. Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo y que en el fondo de una religión así, como él señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero, ¿por qué los sentidos habrían de considerarse algo bajo siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo? Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.

Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso. La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar el Enterramiento del Conde de Orgaz... y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.


(Detalle de la obra maestra de El Greco, El Entierro del conde de Orgaz, 1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo; Óleo completo y detalles del mismo.)

31 de mayo de 2013

No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte y la vida.



Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron...   Así comienza su libro El sexo y el espanto el escritor francés Pascal Quignard.  Más adelante nos relata la historia de un pintor de la antigua Grecia, Parrasio de Éfeso (440-380 a.C. aprox.), el cual compraría una vez un viejo esclavo al que hizo torturar como al modelo ideal para la representación perfecta de la imagen estética de un  Prometeo herido.  No es lo bastante triste, dijo Parrasio al verlo. El pintor pidió entonces que torturaran al anciano. Algunos protestaron. Pero él insistió: yo lo he comprado.  Le clavaron las manos.  El pintor comenzaría entonces a preparar el lienzo. ¡Encadénalo!, dijo luego Parrasio a un ayudante, quiero darle más expresión de sufrimiento. El viejo esclavo lanzó entonces un grito desgarrador. ¡Tortúralo más, más aún! Perfecto, mantenlo así, pronunció el pintor griego decidido. El anciano tuvo entonces un acceso de debilidad y lloró. El pintor le dijo ahora: tus sollozos no son todavía los de un hombre perseguido por la furia de Zeus. El anciano empezaría a no poder resistir más y le habló así al pintor: Parrasio, me muero.  Pero el pintor le contestó:  Quédate así, así.    Toda pintura es ese instante...

Desde las creaciones más primitivas hasta el Barroco, la Pintura habría privilegiado el asombro o el espanto como motivo fundamental de su composición iconográfica.  Qué pintarían más los hombres del Paleolítico sino fieras salvajes, algo que, con toda su hermosa calamidad natural, les acabarían ofreciendo la fuerza necesaria para poder sobrellevar su propio temor ante la vida. Cuando al gran artista renacentista Miguel Ángel le encargaron decorar los techos de la Capilla Sixtina no se alegraría demasiado, ya que toda su vida había querido solo esculpir, tan sólo esculpir la piedra, únicamente. Aun así, compuso una de las maravillas pictóricas más grandiosas de toda la historia del Arte. En una de las pechinas de los muros de esa capilla vaticana, entre dos arcos decorados de su bóveda impresionante, situaría Miguel Ángel a uno de los personajes mitológicos que incorporase a su extraordinaria hazaña artística: La Sibila de Delfos. Las sibilas eran unas sabias mujeres que fueron profetisas del dios Apolo en la antigua Grecia. Eran ellas consultadas por entonces para saber el porvenir. Sin embargo aquí, en esta creación renacentista de Miguel Ángel, simbolizaría este curioso personaje mítico griego otra cosa distinta, la anunciada venida de Cristo...

Pero el gran pintor italiano no supo mejor por entonces que componer su rostro con una cierta mirada de inquietud, con un adusto gesto humano ahora de un cierto espanto. Porque el espanto como emoción humana se habría ocasionado ya de la extraña sensación percibida por dos de las sorpresas más inevitables en la vida de los seres humanos: la de nacer y la de morir. Entre medias crearemos cosas, viviremos y exorcizaremos, además, esos dos momentos tan radicales: aquel momento inconsciente en el que nacimos desconcertados, y el otro momento -que ignoraremos cuándo- donde el consciente, a veces, nos descubrirá el espanto...   El gran escritor y poeta argentino Borges, para ensalzar a su bella ciudad natal -Buenos Aires- escribiría unos lúcidos versos sorprendentes:  No nos une el amor sino el espanto.  Y es así como se iniciará toda colosal aventura de la vida, sentimental o no: con un cierto espanto.  Aunque luego sea cuando ese gesto dé entonces paso a otra cosa o no lo dé, es decir, que suceda que dé lugar a poder llegar a  entenderlo o, tal vez, a padecerlo...  Ambas cosas, quizá, a la larga, algo que para entonces, junto a la vida desatenta, inevitablemente, acabará.

Uno de los pintores franceses más cortesanos y galantes del siglo XVIII lo fue el genial Jean-Honoré Fragonard (1732-1806). Crearía escenas rococós de una gran seducción erótica, las primeras de toda la historia del Arte. Donde, además de belleza, supo transmitirnos un cierto efímero mensaje de sabiduría emocional. En su obra El beso robado -creada en el año 1790- nos representa una joven pareja que expresa una escena muy romántica. Un joven se atreve, sorprendido, robándole un beso a la mujer que tiene a su lado, asombrada también ahora ella por ese impulso espontáneo tan inesperado. La sorpresa ante este acceso amoroso el pintor la hace ver con el gesto precavido y la tímida mirada de ella dirigida ahora hacia una impúdica puerta, un frágil muro fronterizo ahora que separará a los amantes de la mirada inquisitiva de los otros. Entonces ella, para evitar el terrible acceso voluptuoso, con una de sus manos indecisas tratará de asirse, inútilmente ya, a cualquier otra cosa que la ayude. Así es como le sobreviene a ella ahora un cierto espanto, uno que no podrá evitar sentir ante la sorpresa de vivir algo tan fugaz o tan definitivo. Y esta emoción la sentirá, además, de un modo inconsciente gracias a haber sido concebida de una determinada forma, desgarradora, voluptuosa, desbordante, y que la llevará en su vida a estar inconscientemente consternada ya tanto por el asombro como por el espanto.

(Detalle del fresco de la Sibila délfica, Capilla Sixtina, Miguel Ángel, Siglo XVI; Cuadro La musa del amanecer, 1918, del pintor simbolista francés Alphonse Osbert; Imagen de Pintura Parietal de la Cueva de Chauvet, Francia; Óleo del pintor orientalista inglés Ernest Normand, Pigmalión y Galatea, 1886, Galería Atkinson, Inglaterra; Óleo El beso robado, 1790, Jean Honore Fragonard, Museo Hermitage, San Petersburgo.)

19 de mayo de 2013

La inexpresión más expresiva que existe, la que nos sorprende ahora porque no nos ve.



De todas las causas para sorprendernos ante un rostro que miramos, la más de todas ellas es comprobar cómo nada nos hace más efecto que una extraña manera de mirar.  Porque entonces lo único que se enfrenta a nosotros -ya que miramos también- es lo mismo que ahora nos mira, lo mismo que estamos usando nosotros también ahora para hacerlo, los ojos. Y, aunque nos resistamos, volveremos siempre a ellos igual que una luz vuelve, impenitente, sobre lo que carece de luz. ¿Por qué lo hacemos? Tal vez porque carecemos de eso que pensamos necesitar entender con urgencia: ¡que existe lo que vemos! Que tiene vida, que nos ve y que nos corresponde con lo mismo que nos planteamos también de nosotros: ¡que existimos! Los autores y creadores de Arte trataron de fijarlos con su propio estilo en las diferentes obras que nos dejaron para verlos. Para esto crearon reflejos, contrastes, puntos encerrados, agotados o descentrados, elementos que buscarían expresar lo que solo con esos recursos estéticos, solo con ellos, serán capaces de expresarlos sin nada más. Y así lo hicieron desde el Renacimiento... Desde cualquier otro sentido también. Con la promesa de hacernos creer que lo que ahora vemos es, en verdad, lo que nos mira. Pero, no, nada de eso. Nadie nos está mirando ahora aunque lo parezca. Son ciegos los reflejos de lo que, a nuestro cerebro, parece que nos llega de una obra de Arte, porque tan sólo lo parece...

¿Cuánto de esa misma verdad encierra en la vida real eso mismo, algo que sólo lo parece en el Arte?  Porque, aunque sea obvio que una imagen inerte y sin sentido real produzca esa apariencia, no es menos cierto que en la vida real que vivimos a veces también lo sea. ¿En cuántas ocasiones, mirándonos, no nos miran?, ¿en cuántas en otras, ni mirando a veces? Entonces, ¿dónde se encuentra verdaderamente la realidad de lo expresado?, ¿dónde, entonces, estará la verdad de lo expresivo? Porque, al parecer, no se equivocaron los autores ni siquiera entonces creando lo imposible: hacer como que miran sus personajes retratados. Ellos descubrieron ya que nada de lo que tenga vida en verdad supone que mire realmente; es decir, que tal vez todo sea como en su propio reflejo artístico...  Porque aun así, con vida, sólo será eso mismo, una forma inexpresiva de definir un gesto incomprensible, un gesto ahora sin sentido, sin recuerdo, sin efecto, sin pasión o sin mirada...

El escritor Paul Bowles, en su maravillosa obra El cielo protector, nos dejaría una reseña literaria muy apropiada para sentir o entender algo mejor todo eso:  Frente a los músicos sentados en mitad de una tarima bailaba una muchacha, si es que sus movimientos podían calificarse de danza. Sostenía con las manos, detrás de la cabeza, una caña y se limitaba a mover el grácil cuello y los hombros. Los movimientos, graciosos y de una impudicia rayana en la comicidad, eran una traducción perfecta en términos visuales de la estridencia y el salvajismo de la música. Pero lo que conmovía no era tanto la danza misma como la expresión extrañamente desapegada, sonámbula, de la muchacha. Su sonrisa era fija, y se podía añadir que su mente también, como atenta a algún objeto remoto que sólo ella conocía su existencia. Había un desdén supremamente impersonal en los ojos que no miraban y en la curva plácida de los labios. Cuanto más la miraba, más fascinante le resultaba la cara; era una máscara de proporciones perfectas cuya belleza provenía no tanto de la configuración de los rasgos como del significado implícito en su expresión, un significado o la ausencia de significado. Porque era imposible decir qué emoción había detrás de la cara. Era como si estuviese diciendo: "Se está ejecutando una danza. Yo no danzo porque no estoy aquí. Pero es mi danza." Cuando concluyó y la música se detuvo, la muchacha permaneció inmóvil un momento, después bajó lentamente la caña que sostenía detrás de la cabeza y, dando unos vagos golpes en el suelo, se volvió para hablar con uno de los músicos. Su notable expresión no había cambiado en ningún sentido. El músico se puso de pie y le hizo un lugar a su lado en la tarima. A Port le pareció curiosa la forma en que la ayudó a sentarse y, de pronto, comprendió que la muchacha era ciega. La idea lo sacudió como una descarga eléctrica; el corazón le dio un salto y, de pronto, sintió que le ardia la cara.

(Lienzo del pintor del Renacimiento Palma Vecchio, La Bella, 1525, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Impresionista de Renoir, Gabrielle, 1913, Francia; Cuadro Postimpresionista  Ancestros de Tehmana, 1893, Paul Gauguin; Óleo Fauvista Retrato de la mujer del artista, 1913, Matisse, San Petersburgo, Rusia;  Lienzo Expresionista de Picasso, Muchacha con sombrero, 1901, San Antonio, Texas; Obra Surrealista, Galarina, 1945, Dalí, Figueras, Cataluña.)

15 de mayo de 2013

El apego, algo lacerante y lastrante en la vida que el Arte ni nos pide ni nos da.



Podemos tener, por ejemplo, una bella reproducción, maravillosamente enmarcada, de Rembrandt en nuestra casa. Podemos admirarla y desearla ver. Terminará, incluso, siendo una forma decorativa de identificación artística, nada más. Descubriremos, más tarde, que hay centenares de miles de obras de Arte que, al igual que esa, hubiesen podido ser la elegida también sin menoscabar en nada el mismo sentimiento. Al entenderse esto poco a poco conseguirá el Arte enseñarnos una cosa muy importante: que nada es imprescindible ni necesario para desarrollar una vida plena. El apego es un mecanismo biológico de protección y supervivencia. Necesario en los inicios de la vida cuando ésta es precaria aún y requiere entonces de cuidados para el nuevo ser, alguien que no surge a la vida completo ni autosuficiente. Sin embargo cuando, finalmente, el ser se configura y se desarrolla pierde entonces sentido todo apego. Aquí, en este proceso existencial, es cuando algo fallará ahora sin saberse, cuando confundiremos preferencia con necesidad y deseo con desesperación. La misma libertad que ejercemos al elegir una obra de Arte que pueda sernos gratificante, es la misma libertad que nos hace entender por qué nos gusta tanto y qué tendrá de creatividad genial o incluso de otros elementos -algo no único de por sí-, y que, finalmente, hará al Arte un medio extraordinario para transmitir emociones y belleza.

Por eso el Arte nos ayudará a comprender que todas las tendencias nos pueden servir para lo mismo. Que ni una sola obra de Arte ni un solo autor nos seducirán tanto como para que ensombrezcan otras obras u otros creadores. Incluso nos enseñará también el Arte que el mismo autor favorito, ese creador o pintor que nos fascinaba tanto ver y apreciar, con el que nos identificamos tanto, puede haber creado además otras obras que no nos digan nada, que nos gusten tan poco como aquéllos otros artistas que, para nada, hubiésemos querido haber visto nunca antes. Y también, un día, descubriremos que este pintor, aquél que no queríamos ver antes, creó una vez una obra que ignoramos y que, ahora, admiramos sorprendidos entendiendo así que sólo es el Arte en general y no el apego de alguno en particular lo que, verdaderamente, nos ayudará en algo más todavía a  llegar a comprender y sobrellevar nuestra insistente, subjetiva y clamorosa vida desolada...

(Lienzos de Gustav Klimt: La maternidad, 1905; y El Beso, 1908, Galería Belvedere, Viena; Óleo extraordinario de Rembrandt, El molino, 1648; Obra de Cézanne, Jugadores de cartas, 1895, una de las obras más cotizadas de la Historia, alcanzando los 250 millones de dólares.)

4 de mayo de 2013

El Arte nos enseña que nada es para siempre, ni inevitable, ni grandioso, ni único.



Marta de Florian fue una actriz de teatro francesa que vivió en el París de la Belle Epoque y en los felices años de entreguerras. Llegaría a conocer al pintor Giovanni Boldini (1842-1931), el cual la retrataría en fulgurantes cuadros modernistas como a otras tantas modelos-amantes del creador italiano. A finales de los años treinta, poco antes de que la Segunda Guerra europea llegara a París, moriría Marta de Florian dejando sus recuerdos queridos adosados para siempre a su apartamento parisino. Sus descendientes decidieron entonces abandonarlo, marcharse al sur de Francia antes de que llegaran los alemanes a pisar sus alegres bulevares parisinos. Y allí, en la suave costa azul francesa, viviría hasta su muerte la nieta de Marta, producido su óbito a comienzos del siglo XXI, sin haber pisado jamás el apartamento de su abuela. Cuando se marcharon de París, la familia cerraría definitivamente el apartamento de Marta de Florian dejando atrás ahora, ocultamente, todos y cada uno de los recuerdos apasionados de la maravillosa vida de la actriz y modelo, desde objetos, muebles y cartas, hasta sus más queridos cuadros o retratos modernistas. Así se mantuvo el inmueble desde entonces, cerrado por completo y sin vida durante casi los setenta años siguientes.  Unos años en los que nadie lograría ver su interior, olvidado como estaba desde que se alejaran, decididos, a abandonarlo para siempre. 

Así estuvo la vivienda hasta que en junio del año 2010 unos empleados de una casa de subastas lograron, por fin, abrir el viejo y olvidado apartamento parisino. Estaba cargado de recuerdos y guardaba en su interior una obra de Arte, una obra desconocida -no vista nunca antes por nadie- que le hiciera Boldini a su dueña a finales del siglo XIX. Era un retrato de Marta de Florian pintado hacia el año 1898, cuando ella tendría entonces unos maravillosos treinta y cuatro años. Alojaba el cerrado lugar los emotivos recuerdos de una vida ya pasada, alocada y errabunda, donde los deseos y sus satisfacciones nunca fueron descubiertas. De cartas llenas de remitentes perdidos entre cajas entreabiertas, de personajes escondidos entre múltiples mensajes de amor resguardados por el tiempo. No existían referencias conocidas de la obra de Arte de Boldini. Nunca se habría llegado a mencionar ese retrato del pintor por nadie. Se mantuvo la obra así, inexistente en vida, sólo entonces olvidada -con vida ya extinguida- por su modelo parisina, la cual la dejaría abandonada junto a cientos de existencias ya perdidas justo antes de su muerte. Cosas que luego para nada quisieran recordarlas su familia llevándoselas decididas. Fue subastado luego aquel retrato de Boldini -vuelto a recordar o vuelto a nacer ahora para el Arte- en más de dos millones de euros. Mucho más, o mucho menos, que cualquier otro valor que para ella y su familia tuviese -antes como ahora- todos aquellos fugaces recuerdos ya perdidos desde entonces.

El Arte fue desarrollado inicialmente por los antiguos griegos hace muchos siglos. Ellos fueron los primeros que le dieron el sentido de belleza resguardada, de memoria de lo bello... Pero también le dieron un sentido de grandeza con el que quisieron eternizar tanto valor efímero como albergara, sin embargo, el fútil sentido de una vida y su existencia. La mitología fue el sostén literario de aquel Arte, los poetas y los pintores fueron los primeros creadores griegos que divagaron artísticamente sin pudor por sus épicos lugares mediterráneos. Esos mismos lugares tan bellos que ellos quisieran recordar con su Arte para siempre. Y así fue como descubrieron la memoria... Así fue como quisieron ellos glorificarla luego  con el Arte. Y la ensalzaron, la cubrieron de pasión, de emoción o de subyugantes efluvios divinos y dionisíacos. Dionisos, el dios griego de los placeres, el dios oscuro de los momentos a recordar, fue el mayor símbolo mítico de sus eternas creaciones artísticas primorosas. Así surgieron pronto sus obras, sus relatos, sus leyendas o sus imágenes de Arte, así, también, sus recuerdos adosados a su Arte. Orfeo sería uno de los míticos personajes griegos recreados también de aquella mitología inicial de entonces. Él consagraría su vida mitológica -o real- a su pasión más desbordante, a sus deseosos momentos de mayor gozo o de mayor éxtasis personal. 

Pero, también Orfeo olvidaría muy pronto su recuerdo -la bella Eurídice-, asombrado ahora, quizás, por lo visto por él en su delirio... Porque ahora Orfeo olvidaría a Dionisos para adorar, a cambio, al dios Apolo, el gran dios -contrario por completo a aquel delirio- de la luz más poderosa, de la más perfecta luz desconocida, de aquella misma luz que todo lo asombrara deslumbrante. Las Ménades fueron unas bellas muchachas dionisíacas que habían bailado enamoradas de la excitante música de Dionisos. Ellas desataron un día la furia hacia su antiguo héroe -Orfeo- al verse ahora despreciadas por su favor al nuevo dios impertinente. Orfeo acabaría siendo decapitado por la violencia de estas muchachas despechadas. Desde entonces se representaron ellas alocadas en las bacanales fiestas de sus bailes dionisíacos, donde acabarían siendo luego también, a su vez, sacrificadas. En el cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau aparece ahora la degollada cabeza de Orfeo entre las manos de una desolada joven dionisíaca. La imagen melancólica de la obra enfrentaría, simbólicamente, las miradas de ambos opuestos personajes. Uno ahora destruido y olvidado y otra que, sin embargo, le recordaría nostálgica y triste para siempre. ¿Querría así la joven, con su gesto gentil y bondadoso, olvidar ya aquella locura fatal que cometieran con Orfeo las ménades dionisíacas?

El filósofo griego Platón escribiría una vez sobre la magia del Arte y sus sobrecogedores efectos en el alma del espectador. Acusaría de magos a los creadores de imágenes, tanto poetas como pintores. Todos ellos atraen -decía el filósofo griego- los ojos de los hombres hacia imágenes fulgurantes antes que hacia el fulgor de la verdad.  Entonces, ¿es lícito recordar con la memoria del Arte todo lo que queramos recordar o sólo lo que, verdaderamente, merezca serlo? Plutarco, otro griego que vivió años después de Platón, escribiría también acerca del recuerdo: La memoria es para nosotros la visión de las cosas para las cuales estábamos antes cegados.  ¿Qué nos puede decir de todo esto el Arte? Porque, ¿qué es lo que nos ofrece una imagen iconográfica?: ¿un presente permanente?, ¿un pasado inspirador?, o ¿un eterno sin tiempo que permanecerá por siempre vívido y recordado? ¿Bastará una sola imagen o puede haber nuevas imágenes que nos hagan olvidar las anteriores? Un gran escritor francés, Marcel Proust, dejaría una prodigiosa cita escrita en su gran obra En busca del tiempo perdido: Este falso efecto, que me acercaba un momento del pasado incompatible con el presente, este falso efecto, no duraba. Esta contemplación, aunque de eternidad, me era fugitiva...

(Óleo El beso, 1925, Franz Helbing; Retrato de Marta de Florian, 1898, Giovanni Boldini; Óleo Contemplación, siglo XIX, del pintor británico Thomas Benjamin Kennington; Cuadro Orfeo, 1865, Gustave Moreau, Museo de Orsay, París; Relieve romano Baile de las Ménades, 140 d.C., copia de una obra griega del siglo V a.C., Museo del Prado, Madrid.)

27 de abril de 2013

El Arte, la vida y los intereses personales: lo real, lo imaginario y lo simbólico.



¿Qué nos llevará a interesarnos más por una cosa que por otra? ¿Por qué, de pronto, descubriremos -sorprendidos- que nos interesa ahora más un tipo de Arte -o de cosa- que lo que antes nos arrebatara hasta la mayor extenuación de nuestros sentidos? ¿Es algo irracional o racional su causa intercambiable? En la Psicología de las motivaciones humanas se establecen dos grandes categorías: las motivaciones primarias y las motivaciones secundarias. Las primarias son las primitivas, como comer, saciar la sed, satisfacer los deseos biológicos o sobrevivir, son las básicas para la vida, los elementos fundamentales para poder existir. No podemos eludirlos, no somos capaces de no desearlos. No necesitaremos además aprender nada para comprenderlos o para satisfacerlos, para querer satisfacerlos más bien. Aquí hay unanimidad, hay certeza, no hay por lo tanto confusión, discernimiento alternativo, ni dilación, abstración o idealismo. Pero en las motivaciones secundarias, ¿qué sucederá? Pero, sobre todo, ¿qué son éstas? Son motivaciones propias de la evolución del ser humano, de su progresión cultural, emocional y social. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias no tienen su fin -su único fin realmente- en la necesidad de satisfacerlas por sí mismas. Aquí surge el concepto emocional de interés personal donde ahora la curiosidad se centra en un objeto -o proceso- construido por la evolución humana. Ese interés es un tipo de motivación secundaria que se caracteriza por incorporar un añadido gratificador, algo que superará la simple necesidad de satisfacerla.

Cuando una necesidad primaria se satisface se advierte un grado de placer, uno que se agotará en sí mismo muy pronto. Pero, sin embargo, en el interés de las motivaciones secundarias no se consigue del todo una completa satisfacción o una sensación de saciedad plena, con lo que la persona continuaría aún motivada, tratando ahora de conseguir avanzar -de progresar- aún más en sus motivaciones. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias son más complejas, no son tan claras, delimitadas o previsibles. Cuando una motivación -primaria o secundaria- se produce es por una carencia que un individuo tiene en un momento determinado. Se dice entonces que existe un determinado desequilibrio en el ser que lo padece. En los casos primarios la biología nos dice que hay una perturbación en el organismo que hay que corregir. En los secundarios se trata ahora, a cambio, de una alteración psicológica o mental cuya manifestación, generalmente, se lleva a cabo mediante una forma de ansiedad. Si en el desarrollo, por ejemplo, de nuestra curiosidad -interés emocional- buscamos ahora -o encontramos por casualidad- la solución que atenúa nuestra ansia, se produce lo que se denomina en Psicología resonancia afectiva, o sea, la capacidad de sentir emociones sensibles muy gratificantes. Donde lo que se pone ahora en marcha en la persona son elementos de su voluntad que terminarán por satisfacerse -o no- con eso tan escondido que habría descubierto por fin el individuo. En definitiva, el deseo. Estos procesos son muy complejos y personales, muy diversos y diferentes, para nada universales ni comprensibles por todos, es decir, algo absolutamente individual y misterioso.

El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) trataría, como todos los buscadores de la verdad, de encontrar el sentido último y real de lo existente. Definió que la lógica es la forma con la que construimos el lenguaje con el que describimos nuestro mundo. Hasta aquí, está claro. Insistió el filósofo, sin embargo, en que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El filósofo quiso así definir una teoría de la significación de las cosas -¿qué significan las cosas en sí mismo?-, de la verdad real e intrínseca de todas ellas. Decía el filósofo que una proposición es significativa -es decir, tiene significado y sentido- en la medida en que represente un estado de cosas lógicamente posible; sin embargo, otra cosa distinta es que sea finalmente verdadera o falsa, posible o imposible. Es decir, entonces, ¿algo con significado puede ser falso? Efectivamente. Como dice el pensador austríaco: el mundo es todo lo que sea el caso, es decir, que deba o pueda darse; la realidad es la totalidad de los hechos posibles, tanto los que se dan como los que no se dan. Por otra parte, y para definir esquemáticamente el mundo psíquico, el psicólogo francés Lacan (1901-1981) idearía su teoría de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Las tres cosas las enlazaría simbólicamente como en un nudo de cuerdas al efecto, el conocido nudo Borromeo -tres aros entrelazados que al romperse uno de ellos los otros también acaban desunidos-, algo que, por tanto, forma así una estructura de tres elementos relacionados. Según Lacan, los tres elementos unidos -real, simbólico e imaginario- posibilitan el funcionamiento psíquico del ser humano. Por tanto, cada mecanismo psíquico debe ser analizado en estos tres elementos: reales, imaginarios y simbólicos. Es por ello que un proceso de pensamiento siempre llevará un soporte real, pero, además, también lo acompañará una representación imaginaria y otra simbólica.

Entonces, ¿qué es verdaderamente lo real en sí mismo, tan solo lo real? ¿Cómo podemos saber que no estaremos matizando la realidad con algún elemento imaginario? El escritor francés Christophe Donner nos dice en su obra Contra la imaginación (1998) lo siguiente: Decidí sublevarme contra la imaginación igual que, tiempo atrás, lo hice contra las rimas o contra la pequeña música de las palabras, porque me di cuenta de que era un canto para favorecer la hipnosis. Sin aventurarnos en arriesgadas hipótesis, podemos decir, a grosso modo, de dónde viene la imaginación: si tengo sed imagino que bebo; si tengo hambre me imagino un festín; la amo, imagino algún orgasmo. No me parece que sea todo eso una hazaña creativa ni espectacular ni turbadora. Relatar el suplicio del hambre padecida, el de la sed, describir las delicias del estado amoroso, consagrarse a los efectos presentes antes de que el agua, la comida o la pasión consigan saciar los deseos que teníamos, esto es harina de otro costal. Este es el gran desafío que la realidad le lanza al Arte. La realidad es lo que el Arte debe conocer.

¿Y en la vida?, ¿cómo nos obsesionará la imaginación cuando nos dejemos a veces, por ejemplo, devorar por sus fantasías improductivas? Lo real es todo lo que no es representado, es decir, es lo único que existe verdaderamente de por sí. Lo simbólico es una manifestación abstracta y creativa de parte traducida de la realidad. Pero lo imaginario, lo que subyuga nuestra capacidad de razonar adecuadamente, puede llegar a ser un peligroso estado psíquico que lleve a quien lo padece a distorsionar el sentido propio de la vida, de la suya y de la de sus semejantes. Ante esa capacidad imaginativa -de imagen recreada en la mente- el ser que ahora persigue, por ejemplo, el disfrute artístico puede arriesgarse a ser llevado por enjuiciamientos endebles, por prejuicios o ideas preconcebidas que no son más que una ignorante, inmadura o parcial forma de acercarse a la realidad. La realidad, algo esto, sin embargo, que debería ser el único y atractivo modo -en todas sus maravillosas tendencias estéticas- de considerar el Arte o la vida.

(Óleo barroco de Francisco de Zurbarán, Muerte de Hércules, 1634, Museo del Prado; Obra hiperrealista, Yoko for one day, del autor actual madrileño Gonzalo Borja Bonafuente; Retrato de Margaret Wittgenstein, 1905, del pintor simbolista Gustav Klimt, representa la hermana del filósofo Ludwig Wittgenstein el día de su boda; Cuadro La anunciación, 1570, de El Greco, Museo del Prado, Madrid; Óleo Los dos saltimbanquis, 1901, de Picasso, Museo Pushkin, Moscú.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

5 de abril de 2013

El amor, como el Arte, es la más maravillosa subjetividad e irrealidad que existe.



Hasta el Renacimiento los pintores no se atrevieron a pintar el amor como un fenómeno humano personal o existencial, y no como algo social o religiosamente establecido. Pero, claro, la Mitología ayudó mucho a expresar el amor así por entonces, tan íntimo y personal, ya que de otro modo hubiese sido imposible hacerlo. Sin embargo, las escenas galantes de amor con su inocente exaltación de sentimientos, por muy elegantes que se pintasen antes, no serían representadas en un lienzo sino hasta el siglo XVIII. El Barroco continuaría pintando el amor sólo con los mitos -profanos o sagrados-, llevando su carnalidad más expresiva -divina en la mayoría de los casos- a niveles no alcanzados en el Renacimiento. Pero, al igual que en el Renacimiento, no se demostraría en el Barroco la terrenal y subyugante fuerza íntima del amor romántico entre los humanos. Salvo en un creador que se anticiparía más de cien años a ese sentimiento expresivo tan amoroso. Pedro Pablo Rubens plasmaría un gesto de amor en el año 1635 en su obra barroca El Jardín del Amor, un lienzo muy novedoso por entonces para una sociedad donde todavía el amor no era el ingrediente decisivo -ni exigido- en las formas de relaciones conyugales establecidas socialmente. 

Sin embargo, el pintor renacentista Tiziano se atrevería en el año 1516 a pintar un cuadro al que titularía El Amor Sacro y el Amor Profano. Es una creación significativa para entender lo que ese magnífico periodo pudo lograr expresar del amor en una obra de Arte: un total caos interpretativo. ¿Por qué un amor sacro frente a uno profano?, es decir, ¿es que había -hay- dos clases de amor? La representación de la escena -típicamente renacentista- sitúa dos grandes personajes mitológicos femeninos separados por el impenitente Cupido. La mujer vestida, doncella y pura es ahora, curiosamente, aquí el Amor Profano. La mujer desnuda, divina y promiscua -la diosa Venus- es, sin embargo, la que representa al Amor Sacro. ¿Hay mayor contradicción? Aunque todo esto es una alegoría, es decir, una interpretación diferente -renacentista pura- de lo que el cuadro representa a primera vista. Pero no una sino varias fueron las interpretaciones que a lo largo de la historia se hicieron de esta extraordinaria obra de Tiziano.

Para los renacentistas neoplatónicos, es decir, para aquellos filósofos del siglo XVI donde el mayor Bien proviene del Ideal más inalcanzable, la belleza terrenal es reflejo de la celestial. Por tanto, contemplar aquélla es una forma inicial de alcanzar ésta. Pero hay otra interpretación de la obra de Tiziano -surrealista aunque de interés al trasunto de la entrada-, es una reflexión literaria que el escritor argentino Julio Cortázar dejaría escrita para la literatura universal en su Manual de Instrucciones, incluida en su obra Historias de Cronopios y de Famas (1962). En ella desarrollaría una descripción crítica muy curiosa -totalmente surrealista- de una de las posibles interpretaciones que de esta obra renacentista se hicieran nunca:

Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia espera, inobjetable, que se cumplan los signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el camino. El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo. De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o en un relámpago de sémola.

Como el amor...

(Obra Amor Sacro y Amor Profano, 1516, Tiziano, Galería Borghese, Roma; Lienzo de Rubens, El Jardín del Amor, 1635, en él se observan dos enamorados a la izquierda, se cree que el propio autor y su segunda esposa, Helena Fourment, mucho más joven que el pintor, y de la que estuvo arrebatadamente enamorado, Museo del Prado, Madrid; Obra romántica decimonónica, Adiós, 1892, del pintor francés Alfred Guillou, Museo de Bellas Artes de Quimper, Francia.)