14 de octubre de 2013

La vida humana es una invención recreada, el Arte lo sabe y acabará decorándola con belleza.



La teoría de que la vida humana puede ser -como en el Derecho jurídico- natural o positiva es tan antigua como la Filosofía. Es decir, que la vida puede ser resultado o de lo que nos viene dado por el exterior o, por el contrario, de lo que creemos nosotros mismos con método y sentido. Porque nada existe si no se piensa, se idea o se crea antes en una mente poderosa.  El filósofo Descartes lo enunciaría con su famosa sentencia: Pienso, luego existo. Pero Pitágoras comprendería también, mucho antes, el extraordinario sentido de la creación como un fin en sí mismo. En la creación siempre hay dos sujetos que la provocan: el que crea y el que lo demanda. Ambos son necesarios para la vida y sus creaciones, porque ambos necesitarán ese fluir que justificará todo lo existente y la propia existencia misma recreada. El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi establecería una vez la idea del concepto de fluir en la vida, algo también entendido como la psicología del descubrimiento y de la invención. Para este profesor norteamericano la emoción creativa de, por ejemplo, los pintores o de los científicos se acercaba a la satisfacción ideal que todos necesitamos y que, raramente, experimentamos en nuestra vida. Y a eso lo denominaría el psicólogo fluir, que es un estado mental con el cual el ser humano está inmerso en su propia actividad creadora enfocando así un sentimiento de energía y dedicación absolutas. Ese fluir es una experiencia cargada de objetivo -de sentido- como de concentración y equilibrio. Pero, sin embargo, también de una cierta distorsión de la realidad peligrosa, por tanto de una pérdida del sentido de autoconocimiento, ya que ahora éste -el ser consciente de sí mismo, de su sabiduría y su entorno- no será tan acuciante ni tan ansiosamente requerido por el sujeto. Y no lo será porque ese fluir, algo ahora ajeno a sí mismo, sustituirá al propio ser y a su autoconocimiento claramente, dejando inerme al sujeto en su delirio creativo placentero.

Pero el sujeto perceptor será también un factor imprescindible en todo ese universo creativo de antes. El filósofo griego Pitágoras ya lo diría convencido: La vida se parece a los que acuden a un circo de juegos, unos irán para competir y otros irán para comerciar, pero los mejores irán para observar, estos son los espectadores que ahora visualizan, tocan, escuchan, deducen o piensan.   Transformar el entorno para transformarse -esto hace el sujeto creador-, y percibir el entorno transformado para saber que uno existe y es capaz de sentirlo -esto hace el sujeto receptor o perceptor-. Este extraordinario sentido dual posee el Arte y sus creaciones estéticas. Toda vida humana es también susceptible de ser una forma de invención o de recreación. Para que ese fluir creativo sea efectivo del todo necesitamos que tenga un especial efecto en nuestro interior, que se mantenga en el tiempo y nos haga sentir mejores incluso de lo que somos. Por todo esto el Arte es lo único que, de todos los posibles artificios humanos, consiga llevar ese necesitado fluir hacia los niveles más excelsos de un enriquecimiento interior tanto como a un paroxismo creativo. 

(Fresco Expulsión de Heliodoro, 1512, Rafael Sanzio, donde participó también su discípulo Giulio Romano, Estancias Vaticanas, Roma; Detalle del fresco Expulsión de Heliodoro, Estancia de Heliodoro, Salas de Rafael, Vaticano, Roma; Vista general de la Estancia decorada, Vaticano, Roma; ; Óleo de Giulio Romano, Mujer ante el espejo, 1524, Museo Pushkin, Moscú; Autorretrato de Rafael con Giulio Romano -éste a la derecha, el más joven-, 1518, Museo del Louvre, París; Fresco decorado de Giulio Romano, Sala de los Gigantes, 1528, estancia interior del edificio renacentista, diseñado por él mismo, Palacio de Te, Mantua, Italia.)

10 de octubre de 2013

Cuando lo importante no se ve, no está, no aparece, cuando sólo apenas se vislumbra...



Qué mayor cualidad artística que representar, sin trazos ni colores, lo que el creador manifiesta de un modo subliminal pero que es ahora, sin embargo, el sentido principal de la obra.  Por que, ¿cómo componer en un lienzo lo que existe apenas en la mente curiosa del que observa, ahora desbordada...?, o, mejor aún, ¿lo que sólo existe en la mente aislada de algunos de los personajes representados? Sin embargo, esto es para el Arte una de las más grandes cualidades, tan misteriosa, que sus creadores puedan llegar a disponer. Porque siempre podremos relacionar o imaginar, paradigmáticamente, ese esbozo sutil con alguna que otra cosa relevante. Es decir, elegir ahora las posibles variables emocionales que, de existir visibles, pudieran ser deducidas de una representación así, creando nuestra propia imagen de lo que, sin embargo, no se vea realmente en el lienzo. Un lienzo ahora sublimado por ser aquello no representado una ideación mental imaginada, no expresada gráficamente en ninguno de los personajes o elementos retratados.   Cuando la dulce y bella Psique -según cuenta la mitología griega- quiso encontrar el deseo perdido de su amante -Eros-, no dudaría en recorrer todo el duro camino necesario y preciso hasta llegar incluso a los infiernos, decidida a recuperar aquel maravilloso anhelo emocional fuese como fuese.

Porque en el Hades, el infierno griego, existía un cofre donde la bella diosa Afrodita había guardado un poco de su Belleza inigualable, algo que Psique anhelaba como un poderoso talismán para poder llegar a recuperar a su amante perdido. A pesar de que Perséfone -la diosa consorte del dios Hades- le había prevenido de que no mirase nunca en su interior, Psique acabaría abriendo el cofre de Afrodita y mirando dentro sin dudar. Como consecuencia, Psique terminaría dormida para siempre, un poderoso sueño del que sólo su amante Eros la podría despertar...   ¿Qué nos espera entonces a nosotros, afanados observadores de la esencia oculta en el Arte, de aquello especial que solo pueda apenas vislumbrarse en una obra?: ¿el delirio, la frustración, la decepción, el rechazo, la conmiseración o el sueño eterno? Porque cada una de esas cosas puede resultar de nuestro ánimo por conocer eso que veíamos antes... sin llegar a saberlo exactamente.  Pero, conocer luego ¿el qué?  Mejor será ignorarlo. Mejor es no llegar a saberlo nunca. Mejor dejarlo así, sin desvelar, como cosa imaginada -por tanto oculta- por cada ser que mire anhelante sin realmente percibirlo.  El Arte nos regalará entonces ese bello instante de sumisión a lo no visto, sin embargo. Pero, al mismo tiempo, nos ofrecerá también la estética certeza de que aquello que elijamos creer que sea, aquello que solo nosotros veamos, sin verlo, ¡eso será!

(Óleo de John William Waterhouse, Psyque abriendo la caja dorada, 1903, colección privada; Cuadro La Muerte, 1904, del pintor polaco Jacek Malczewski, Polonia; Obra Mar en calma, 1748, del pintor Claude Joseph Vernet, donde el Sol no se ve, pero, sin embargo, el pintor muestra, magistralmente, sus efectos y su posición... ahora fuera del lienzo, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo de Dalí, Afgano invisible con aparición sobre la playa del rostro de García Lorca en forma de frutero con tres higos, 1938, Colección Particular; Cuadro Amanecer con monstruos marinos, 1845, del pintor Turner, Tate Gallery, Londres; Óleo Almiar en un día de lluvia, 1890, donde el genial Van Gogh nos muestra cómo la lluvia sólo se puede vislumbrar ahora imaginando apenas sus efectos, Vincent Van Gogh, Holanda; Óleo de Waterhouse, Desaparecido no olvidado, 1873, donde nunca sabremos qué es exactamente lo pensado ahora por el personaje femenino ante una tumba..., tan solo imaginarlo.)

6 de octubre de 2013

¿Cómo debería ser el Arte ideal?, si es que existe un Arte que pudiera llamarse así.



El Arte ideal, de existir, debería reflejar todo de un modo muy distante al propio sujeto observador.  Debería además representar un entorno o paisaje más amplio que el propio espacio que ocupa el personaje de la obra. Porque debe ser anónimo todo lo plasmado en la obra, no tiene que ser nada de lo representado reconocido o familiar al que lo mire. También trascendente lo que exprese su iconografía, es decir, debe mostrar ahora un trasfondo universal de mensaje, conocimiento o enseñanza que vaya más allá de las limitaciones de los observadores de la obra. Por supuesto debe ser inspirador, plásticamente equilibrado y colorista. ¿Por qué todo eso? Porque el Arte ideal debe distanciarse siempre del observador, éste no puede identificarse con lo retratado, no debe conocerlo íntimamente o no debe serle familiar lo que vea en el lienzo. Por otro lado, una figura solitaria representada -humana o no- tras un fondo monocolor u homogéneo no hará más que concentrar la creación concentrando el mismo Arte. Para ser ideal (digo ideal no una obra maestra) hace falta que exista un contraste para articular una posible dialéctica entre dos o más cosas representadas. Debe ser mejor anónimo lo expresado en una obra ya que ¿cómo hacer de una obra con rostro conocido una universal muestra de Arte? ¿Cómo conseguir una emoción universal  con una reproducción de algo conocido o familiar al que lo vea? También deberá trascender con algo que nos transporte lejos de nuestra realidad existencial. Algo que cifre o descifre algún sentido oculto que haga de lo creado en la obra una especial sensación de estar rozando un mensaje desvelado o por desvelar.

Todo eso nos debería inspirar el visionar una obra de Arte ideal. Porque todas esas cosas nos deberían envolver así en un halo de ensueño, poder o encantamiento dirigido hacia una sensación que nos ayude, de alguna forma, a comprender el mundo. Por último, debería el Arte ideal ser sutil, equilibrado y tenuemente colorista. Todas estas tendrían que ser las razones estéticas que deberían fijarse en una obra de Arte ideal. Sin estridencias, sin fisuras, sin cosas que dispersen o agiten la sensación inspiradora tan personal de querer mirarlo. Pero todo eso no significa que todo Arte -el que sea- no sea válido para poder serlo, por supuesto, todo Arte lo es. En el Arte todo lo que lo sea puede llegar a valer para expresar una sensación estética. Tan sólo indico, de modo subjetivo, cómo podría entenderse una forma de Arte ideal, aunque reconozco que habría tantos modos de arte idealizados como seres lo lleguemos a percibir. Porque, ¿qué queremos sentir, verdaderamente, al presenciar una obra de Arte? El retrato creado por Velázquez del Papa Inocencio X, por ejemplo, nos dejará impresionado por su perfección estética, por su técnica correcta y especial acabado expresivo del personaje, pero, ¿nos llegará ese Arte en el sentido que nuestra mente emotiva y expresiva necesite para colmar el ansia de querer emocionarse con lo que vea?

Los neoplatónicos del Renacimiento comprendieron que el deseo de conocer era una forma de amar, y que el amor no buscará nunca una satisfacción material sino que aspirará únicamente a la Belleza, algo que, por otra parte, sólo la mente puede representar guiada por un ideal. Esos seres renacentistas definían la Belleza con elementos cuantitativos -tangibles- como cualitativos -espirituales-, y ambos elementos eran considerados inseparables para poder expresar cualquier tipo de representación estética. Habría así pues armonía, proporción y concordia de las partes representadas, pero, también habría brillo y esplendor estéticos, es decir, emoción y sentimientos universales y trascendentes. Muchas tendencias artísticas en la historia han alcanzado esa forma de idealidad iconográfica: el Renacimiento, el Barroco, el Romanticismo, el Surrealismo... Siempre la creación artística ha comprendido que puede ir más allá de lo que pueda crear material o perfectamente con lo físico. La historia del Arte está llena de excelentes obras maestras, de creaciones excelsas que han sido encargadas a excelentes artistas que han conseguido grandes creaciones de Arte, pero no necesariamente ideales... Y debe ser a veces así, ya que lo ideal es escaso por su propia naturaleza. Llegar a entender esto nos ayudará mejor a visualizar las emociones estéticas frente a lo meramente formal, a seguir creyendo que el Arte puede ser de las pocas cosas que nos permitan, verdaderamente, entender las intrincadas o misteriosas sinuosidades de nuestro contradictorio mundo.

(Óleo de Caspar David Friedrich, Dos hombres contemplando la luna, 1830, Museo Metropolitan, Nueva York; Obra del pintor Giorgione, Los tres filósofos, 1509, Museo del Arte de Viena; Óleo Retrato del papa Inocencio X, 1650, Diego Velázquez, Roma.)

27 de septiembre de 2013

Obsesiones creativas o la sensación de conseguir el Arte más sublime.



A casi todos los pintores de la historia les obsesionaría representar alguna escena fijada permanente en su mente. Esa escena peregrina motivada ahora por dos posibles causas...  Una por la de querer alcanzar la más perfecta obra de aquello que intuyera; otra, quizá la más probable, la de no poder evitar ya hacerlo..., la de ser verdaderamente una obsesión inevitable. Fue este último el caso del pintor Edgar Degas (1834-1917). Su compulsiva obsesión artística -probablemente reflejo de una personal- estuvo muy centrada en la mujer y en dos actividades para entonces muy femeninas: el baño y la danza. Aunque educado en la academia formal y clásica del dibujo más elaborado de su maestro Ingres, muy pronto comprendería Degas que la pintura debía evolucionar hacia la emoción instantánea que preconizara el Impresionismo luego. Sin embargo, Degas no fue un pintor impresionista. Su dedicación al Arte fue completa -gran escultor también- y no pudo centrarse ni en un estilo, ni en una escuela, ni en una sola tendencia artística. Sustituyó la obsesión impresionista de Monet, por ejemplo, por la obsesión personalísima de querer pintar mujeres desnudas y enmarcadas en un baño, o también de plasmar bailarinas dedicadas a ensayar su danza, o a fijarlas eternas esperando la lección o presentir el descanso...

La danza alcanzaría su cénit más glorioso en el París de mediados del siglo XIX. La ópera de París relumbraría entonces con la música decadente de un tardío romanticismo oriental. Pero es que no habría otra cosa que funcionara mejor en el público entonces: una historia legendaria de Oriente con una música vibrantemente sensual. La bailarina oficial de la Ópera parisiense de aquellos años, 1864-1875, fue la francesa Eugénie Fiocre (1845-1908). Ella representaría en el año 1866 a la principal bailarina de la famosa obra La Source, un ballet en tres actos con la música sublime de los famosos compositores Delibes y Minkus. Y en uno de los descansos de su representación, entre bastidores, cuando ella ahora se relajaba cerca de uno de los caballos de la ópera, el pintor Degas la plasmaría eterna en un lienzo sublime con esa escena tan singular. Porque es de ese modo como el creador francés buscaría siempre eternizar el momento: con la fugaz y desconocida imagen de lo que sucederá sin público, sin observadores indiscretos... Porque para lo que ya es posible ver para los que asisten a la danza, no necesitaría el pintor añadir nada. Pero él buscará otras situaciones, unos instantes diferentes en los que el observador pueda admirar ahora lo que, sin embargo, no vería nunca ni pudiera ver en otros momentos. 

Es por eso por lo que al pintor le obsesionaría tanto pintar a la mujer en los baños. ¿Dónde, si no, podríamos situar mejor a una modelo desnuda que en esos momentos, unos instantes ahora en los que se sentirá ella tan segura de no poder ser vista? Donde ella además debe estar forzosa y naturalmente desnuda. Y el creador buscará esos instantes y los reflejará luego desde las posiciones más elaboradas, más fascinantes o más difíciles de pintar.  Porque no es aquí ahora la modelo aquella prefijada e inmóvil modelo de los estudios académicos de los artistas clásicos de antes. No, ahora es el escenario natural que los impresionistas defenderán luego con su estilo novedoso y triunfante. Y con el mismo sentido estético de lo que éstos tratarán de reflejar en sus momentos artísticos impresionistas. Pero, a diferencia de los impresionistas, Degas buscaría los interiores no el paisaje natural; buscaría la esencia de lo humano más que otros posibles detalles diferentes. Esto lo hace a él, incluso, si acaso más postimpresionista que impresionista. Todo un alarde de virtuosismo artístico para entonces. Todo un gran creador artístico. A pesar de su obsesión, a pesar de no haber podido evitar pintar así, obsesivamente, casi siempre lo mismo. Esto, probablemente, lo limitó. Pero, sin embargo, siempre nos quedará su desmedida obsesión como una maravillosa forma de expresión, de emoción y de belleza.

(Todas obras de Degas: Después del baño, 1898, Museo de Orsay, París; Mujer secándose el pie, 1886, Museo de Orsay; Mujer en la bañera, 1886, EEUU; Mademoiselle Fiocre en el ballet La Source, 1868, Museo de Brooklyn, Nueva York; El Ensayo, 1874, Glasgow, Escocia; Fotografía de Eugénie Fiocre en la Ópera de París, 1864; Autorretrato de Degas, Degas en traje verde, 1856, Colección particular.)



21 de septiembre de 2013

La versatilidad genial del Arte o haber pintado cosas imposibles de pintar.



De Pieter Bruegel el viejo (1525-1569) diría un geógrafo renacentista amigo suyo: Nuestro Bruegel ha pintado muchas cosas imposibles de pintar...  Nacido en el Flandes profundo del siglo XVI, el pintor fue acariciado por la influencia que su tierra flamenca absorbiera para crear así su maravilloso Arte renacentista. Admirador de su compatriota El Bosco, utilizaría su mismo imaginario universo creativo para crear algunas de sus pinturas más misteriosas. Sin embargo, no ha pasado Bruegel a ser un paradigma -como sí lo fuera El Bosco- en el Arte de ese original modo surrealista de pintar un paisaje. Bruegel compuso paisajes muy humanizados, donde las personas disfrutan, sufren y protagonizan el sentido de vivir. El realismo renacentista no es el realismo barroco, este último más crudo y verista. Pero Pieter Bruegel consigue en sus obras matices de verosimilitud que, a diferencia de otros pintores, no hiere la mirada del espectador -como casi todo en el amable Renacimiento- sino más bien le afecta al alma -al sentimiento- donde el pintor flamenco trata siempre de llegar.

Para entender a un artista, en este caso Bruegel, hay que ver su obra detenidamente. Pero, entonces, ¿cuál obra elegir mejor? No es fácil decidirse con un autor tan personal o singular. Aun así he seleccionado tres lienzos suyos para hacer una reflexión de cómo el Arte es capaz de exponer una visión distinta de las cosas que reflejan lo más humano en una obra. La primera de sus obras, Los Segadores -o La Cosecha-, es una pintura de una extraordinaria composición escénica. Expone el pintor un universo donde todos los detalles van más allá de lo que parecen en la imagen de un vulgar paisaje campestre. Es como en la vida, que nada se alejará de nada para relacionarse o que ninguna cosa dejará de tener que ver con otra, aunque nada tengan que ver entre sí aparentemente. Las cosas -todas las cosas- seguirán influyendo entre sí todas ellas a pesar de algo que parezca predecir lo contrario. El pintor flamenco centra en su obra el objetivo de todo lo que está sucediendo en la escena irrelevante... Pero, ¿qué es lo que está sucediendo? El autor no deja de decirnos en su obra -bellamente- que todo en la vida de los seres humanos -las simples, pequeñas o sencillas cosas- son elementos relevantes y necesarios que están -el paisaje, los esfuerzos, el descanso, los senderos, el silencio- influyendo ahora en todo aunque así no lo parezca. 

Su obra La Matanza de los Inocentes, basada en el relato bíblico del rey Herodes -siglo I-, parece ahora una escena bélica de su propia época violenta -pleno y bélico siglo XVI- en su inestable tierra flamenca. Por entonces Flandes era parte de la corona española de Felipe II, y los disturbios y enfrentamientos de los Tercios hispanos eran habituales con los rebeldes flamencos. El pintor retrata a algunos personajes de entonces entre las figuras representadas, como por ejemplo  el duque de Alba. Algunos caballeros son representados con sus picas enhiestas preparadas para la lucha (arma española del siglo XVI), y otros con las antiguas espadas bíblicas dispuestos a degollar a los niños inocentes de la leyenda. Se convierte el pintor en uno de los primeros creadores que utilizaría la crítica social e histórica -muy subliminalmente- en el delicado Arte renacentista. Utilizó el pintor esa crítica muchas veces y en alguna ocasión hasta con sentido del humor. Fue un pintor popular y campesino, muy cercano a las costumbres flamencas vulgares y rurales de su tierra. Sin embargo, Bruegel no defrauda nunca a los amantes del Arte más sublime y clásico. Esa versatilidad artística hace de este pintor flamenco un genio renacentista universal. Su pintura La loca Meg -conocida en flamenco como Dulle Griet- representa una fábula medieval muy conocida en su país. Era tal la ambición y codicia de una vieja loca, ladrona y campesina, que se atrevió incluso a ir hasta al mismísimo infierno para robar. Y, ¿qué mejor forma de componer esa curiosa leyenda popular que con el estilo onírico, salvaje y cómico que tanto admiraría Bruegel de su curioso, original y anticipado colega El Bosco?

(Las tres obras de Pieter Bruegel el viejo: Óleo Los Segadores, 1565, Metropolitan, Nueva York; La matanza de los inocentes, 1567, Colección Real, Londres; La loca Meg, 1562, Museo Mayer van den Bergh, Amberes.)

11 de septiembre de 2013

El arte de no ver más que el valor estético, emotivo o creativo de las obras.



El filósofo griego Epicteto (55-135) nos dejaría una frase interesante para comprender, o mejor dicho tratar de comprender, lo que la vida y sus cosas nos puedan suponer en ocasiones: No nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos acerca de lo que nos sucede. En el Arte esta sentencia puede sernos muy clarividente también. ¿Qué nos dice, al pronto, una obra cuando la vemos meramente? Y, luego, ¿qué nos dirá esa misma obra cuando ahora nos decimos -o nos dicen sobre todo- cosas no artísticas de la misma que puedan condicionarla o mediatizarla? Ese es el difícil reto del conocimiento artístico. Éste ahora muy parcial de la visión de una obra participada así por el sesgo crítico parcial de algunos aspectos que no tienen nada que ver con lo artístico propiamente. Uno de los primeros estudiosos del Arte lo fue el alemán Winckelmann (1717-1768). Dejaría escrito que en el Arte griego se podían separar cuatro períodos históricos: el antiguo, el sublime, el bello y el decadente. Cuatro aspectos de la creación artística en una cultura o civilización que puedan extrapolarse ahora, por ejemplo, a la época del Arte occidental. El período sublime en este caso comprendería el pleno Renacimiento; el bello el inmediatamente posterior, lo que fue el Manierismo y el Barroco; y el decadente el siglo XVIII y etapas artísticas subsiguientes (el periodo antiguo lo sería el anterior al Renacimiento).

Es decir, que desde el año 1750 en adelante se ha vivido en el Arte occidental una completa, desgarrada y fascinante decadencia. Esa decadencia que habría contribuido a utilizar el Arte para proyectar algo más que una emoción de belleza sobrecogedora o gratificante. Hasta hoy en día se ha llegado a utilizar el Arte a veces como un elemento de confrontación política o histórica. El Museo del Louvre organizó meses atrás una exposición del Arte alemán comprendido entre los años 1800 y 1939. Un periodo tendencioso además; un tiempo donde ni siquiera existía Alemania como país en la primera mitad de ese periodo. Los medios alemanes criticaron la muestra, la consideraron como una forma de proyectar el estigma histórico sufrido por Francia -país organizador de la exposición- a manos de un imperio alemán surgido al ritmo de manifestaciones artísticas de un movimiento pangermanista. El historiador de Arte suizo Heinrich Wölfflin (1864-1945) había defendido una forma de entender el Arte que parece interesante de tener ahora en cuenta. Introdujo una forma de acercarse al Arte a través del método comparativo, es decir, de comparar unas obras contra otras obras, no de unas ideas contra otras ideas. Por otro lado, Wölfflin no estaría interesado en la vida ni en la opinión ni en el criterio de los artistas. Hasta el punto de proponer una historia del Arte sin nombres, aunque, eso sí, apoyaba el origen cultural o nacional de las obras artísticas. Por esto se puede hablar de un arte alemán o italiano o ruso, pero no significará tanto qué fenómeno sociopolítico sino mejor qué estilo artístico se encuentra detrás de cada obra.

El Arte debería hacernos emocionar ante la visión creativa más genuina o ante la construcción de una bella forma, pero, además, procurarnos inspirar así sentimientos de cercanía espiritual -desde una perspectiva humanista- con todo lo que tiene de humano una creación artística. Alguna obra  puede conseguirlo maravillosamente (sublime, bellamente), y otras con ese amplio y sorprendente modo de impresionarnos o no (decadencia) que es tan legítimo y apropiado en el Arte. Pero, desde luego, el Arte no debería ser más que aquel reflejo de la vida que el gran filósofo Epicteto nos dejara dicho hace dos mil años: que sólo nos afecta -negativa o positivamente- aquello que nos decimos, no lo que vivimos...  También -en el Arte- lo que nos puedan a veces decir de algo que no es más que lo que es: una sensación expresiva y emotiva traducida en cada trazo artístico elaborado. Pero, sin más aditivos, sin más añadidos que los propios de unas formas, unos colores o una emoción artística maravillosa. Ahora, eso sí, pero sin palabras...

(Óleo Villa en el mar, 1878, del pintor Arnold Böcklin -autor denostado durante una época por haber sido el pintor favorito de Hitler-; Cuadro Alta montaña, 1824, de Carl Gustav Carus; Pintura El pregonero, 1935, de Karl Hofer.)

3 de septiembre de 2013

El Surrealismo como una forma más de comprendernos a nosotros y al mundo.



A principios de los años veinte del siglo pasado unos creadores artísticos comenzaron a idear una expresión distorsionada  de las cosas del mundo. Y ese matiz -distorsión no irrealidad- es muy importante para comprender el Surrealismo como tendencia artística. Porque lo que empezaron a desarrollar con sus creaciones surrealistas esos pintores modernistas no eran manifestaciones de irrealidad sino una proyección alterada del mundo, del hombre y de sus invenciones. Por eso el término surrealista (sub-realismo, debajo de, en otro nivel del mismo centro) se ajustaría más a lo que aquellos preconizaran con su Arte tan moderno. Cuando queremos exponer manifiestamente la sensación de una experiencia diferente, no asimilada a lo que frecuentan nuestros ojos o nuestro consciente, lo llamaremos, convencidos, surrealista: ¡qué cosa más surrealista!, ¡esto es surrealista! Y cuando lo decimos estaremos haciendo dos cosas, básicamente: comunicar lo incomprensible pero vivido o existente de algo y, por otro lado, alcanzar a tranquilizar así nuestra conciencia confusa, a calmarla ahora con la expresión, casi catártica, que supondrá el pronunciarlo.

¿Cuántas cosas son realmente surrealistas? Hasta tal punto llegaron esos creadores a comprender que todo el mundo era un universo surrealista, que compusieron tantas obras alteradas -distorsionadas de la realidad- que reflejaron con ellas todas las cosas que, se suponen, son realistas... Cuando René Magritte, el gran pintor surrealista belga, compuso su obra Recuerdo de viaje en el año 1955, nos ofreció un paisaje aséptico, limpio, existente en el mundo -la costa sugestiva de una playa y su cielo azul-, con unas piedras desperdigadas que mimetizan ahora, con su substancia surrealista, una vela comprensiva y su soporte real tan manifiesto. ¡Qué tremendo choque de cosas ahí! Pero, sin embargo, así representaría el pintor lo que es el mundo que vivimos; no el mundo real en sí, no, sino el que vivimos ahora nosotros... Y esto es lo que el surrealismo conseguirá expresar en sus obras: desnudar el mundo que nos acoge entre sus límites de la visión interior que tendremos de ello. Por eso el psicoanálisis, propulsor además de esta tendencia artística, fue la textura sólida que utilizaron los surrealistas para sostener o justificar -aunque ellos poco lo necesitaban- frente a los demás sus distorsionadas manifestaciones tan demoledoras.

¿Cómo podemos sobrellevar la vida tan alienante que hemos llegado a construir los seres humanos? Por eso el surrealismo fue una forma de exaltación de lo incomprensible, como lo es el humor, por ejemplo, como lo es también la capacidad para relativizar y sosegar las emociones. Queremos entender las cosas -el mundo científico o realista de lo físico- que nos rodean, y lo estamos consiguiendo cada vez un poco más. Pero, sin embargo, ¿podremos avanzar en comprendernos a nosotros mismos también, a nuestras propias emociones tan profundas y ocultas? Por eso el mejor modo de encontrar una forma de poder soslayar lo incomprensible fue el Surrealismo. Algo que, a veces -las más de las veces-, nos dejará, sin embargo, abatidos e insatisfechos. Y esto es así porque no podemos alcanzar a ubicarlo, a ubicar el surrealismo de la vida en nosotros mismos. Porque lo incomprensible, lo distorsionado o lo que no es real de ningún modo -también lo fracasado, , lo fracasado, lo que no alcanzó a ser real o posible alguna vez-, no podremos, ni tampoco querremos posiblemente, llegar a entenderlo mucho... Sin embargo, es el hecho de aceptar lo que nos pueda suceder -queramos o no- en nuestra vida contingente, fútil y caprichosa lo único que conseguirá reconciliarnos, finalmente, con el mundo distorsionado, incomprensible y misterioso en el que vivimos. Y del  mismo modo con el artífice o cómplice de todo ese entramado vitalista: nosotros mismos.

(Obra de Paul Delvaux, El diálogo, 1974, Bélgica; Óleo El escritorio antropomórfico, 1936, Dalí; Cuadro La tentativa de lo imposible, 1928, René Magritte; Lienzo La vestimenta de la novia, 1939, Max Ernst; Cuadro Armonía, 1956, Remedios Varo; Obra de René Magritte, Recuerdo de viaje, 1955.)

30 de agosto de 2013

Entre la satisfacción y el desatino de la vida los autores buscarán confundir con su Belleza.



El gran Tiziano pintaría a lo largo de su extensa vida diferentes versiones de la leyenda mitológica de Dánae. La versión que compuso para la corte española del rey Felipe II -actualmente en el Museo del Prado- consigue reflejar más que ninguna otra el sentido melancólico de la leyenda. Dánae está ahora encerrada en una torre por su propio padre, el rey Acrisio, un lugar desde donde ella no puede ver ni ser vista, ni escapar, ni esperar nada. Un oráculo le había hecho pensar al rey que el futuro hijo que ella tuviese -su propio nieto- acabaría por matarlo para obtener su reino. ¿Qué podría hacer Dánae? ¿Qué destino desatento, desde fuera de ella,  la trataría tan cruelmente ahora en su delirio? En su obra maestra  Tiziano nos muestra su belleza pero también su confusión, su sumisión o desazón por lo que vive cada día, atrapada ahora en un destino tan absurdo. El mito describe a un apasionado Zeus -su poderoso amante-  seducido de ella y convertido en una lluvia dorada -lo único que puede llegar ahora hasta ella- sorprendente, misteriosa, divina y distante. Engendrará Dánae del poderoso dios -con esa simiente de oro- a un gran héroe: Perseo. Pero, ella aún nada sabría de todo esto...

Cuando los pintores del Modernismo hispano (tendencia española correspondiente al Postimpresionismo europeo de principios del siglo XX) pusieron en liza un realismo feroz junto a un preciosismo romántico, consiguieron entonces aunar belleza con mensaje. De ese modo el creador español Zuloaga pinta, también tumbada -como Dánae-, a una hermosa modelo espectacular de aquellos bellos años desenfadados. Anna de Noailles era una aristócrata rumana hermosa, mundana y poeta que vivió en el fascinante y bohemio París de la Belle Epoque. El maestro español la pinta en el año 1913 como una modelo más del Romanticismo, aquella tendencia romántica de años antes, pero ahora justo con los trazos propios del Modernismo, tendencia artística que alumbraría, a cambio del gesto romántico, ahora una realidad mucho más cercana, más indolora, más oscurecida o más vibrante. La modelo muestra aquí un semblante diferente a Dánae, la heroína de la belleza del Renacimiento más clásico de Tiziano. Y eso es así porque, además del propio estilo tan moderno de su rostro, nos indica una satisfacción de ella misma con su nueva vida controlada. Es decir, que reflejaría el pintor modernista la figura de una mujer mucho más segura y satisfecha con su vida, convencida ahora del todo -como la sociedad autocomplaciente y vanidosa en la que vivía- de lo que su confiado destino mundano, a diferencia del opresor ambiente femenino del pasado, pudiera a ella ahora acontecerle.

El pintor expresionista Edvard Munch, creador sutil de reflejos de emociones no translucidos del todo en sus lienzos modernistas, viene a sorprendernos  con su decidida forma de componer momentos transcendentes sin demasiados alardes. En su obra La Tormenta vuelve a hacernos buscar algún referente en su imagen desconcertante que nos diga qué es, realmente, lo que estamos viendo en la escena abrumadora. Ante un paisaje oscurecido y abrupto, con colores semejantes a algo que parece un cielo pre-tormentoso, pensaremos ahora, tal vez, que no es más que un adviento metafórico, un cierto aviso emocional de algo que acontecerá luego...  Pero la realidad es que ahí no hay ninguna tormenta climatológica, ni la habrá. Tan sólo vemos ahora unos personajes -casi fantasmales en su iconografía- que se acercan hacia nosotros alarmados. Y lo hacen así, fuera de donde antes estaban refugiados, lejos, por tanto, del hogar que antes los acogía seguros. Porque ahora muestran aquí, muy expresionistamente, el gesto más espantoso de una emoción incierta ante lo porvenir. Pero, ¿dónde está ahí la tormenta entonces? ¿Por qué, de haberla, se alejan ellos de la protección de la vivienda acogedora, mucho más segura y deseable que el desolado ambiente exterior? Pues porque el terror ahora, sin embargo, no está aquí en nada del entorno ni de la vida, no; lo está en ellos mismos, en la terrible, espantosa y personal sensación interior que ahora los abruma.

En otra de sus expresionistas obras enigmáticas, Amor y Dolor, nos obliga ahora el pintor noruego a pensar de nuevo con una imaginación desbordante al ver su obra. Ha sido esta obra vulgarmente rebautizada como El vampiro, aunque es más exacto el título que su autor le puso. Aquí se muestra el reflejo contradictorio de lo que la vida nos ofrece casi siempre: satisfacción y desatino, crueldad y alivio, dolor y amor. El autor noruego utiliza a la modelo femenina para personificar ahora la forma más desagradable -desatino, crueldad, dolor- del enfrentado binomio sentimental de la existencia. Es esta una manipulación que se permite hacer el creador -parcial y tendenciosa-, pero que no tiene por qué suponer -como se ha dicho- una cierta forma de misoginia artística -porque se ve ahora aquí al personaje femenino agrediendo al masculino, mordiendo su cuello ella a él-. Había que impresionar una imagen que consiguiera englobar las dos caras sublimes de ese sentimiento humano tan personal -el amor y el dolor-, y Munch lo conseguiría con la perfecta composición -aunque algo ambigua- de la sintonía estética más sentida de esas dos emociones tan universales.

El pintor Pierre Auguste Cot, representante clásico del Academicismo francés del siglo XIX -trazos perfectos sobre un dibujo perfecto-, compuso en el año 1880 su obra titulada La Tormenta, como aquella otra obra de Munch que también así la titulara. Pero aquí ahora el creador francés no huye de ninguna forma clásica -antes tan compleja o absurda con Munch- de representar una tormenta atmosférica. No la pintaría con las formas naturales de nubes o de agua en movimiento, con los colores propios de una representación tormentosa o con las incómodas formas más salvajes de su efecto climático. No, aquí lo único que reflejará movimiento -cambio en definitiva- es la carrera de una pareja enamorada, pero ahora  sin saber nada del destino final de esa carrera. Buscarán la complicidad de la eventualidad climatológica -que solo aquí suponemos, ya que ahora no vemos agua ni tormenta- para recorrer la distancia que medie hasta su anhelado deseo fervoroso: ¡amarse! No huyen ellos de nada espantoso, sólo buscan la oportunidad, única y sobrevenida, para poder amarse. ¡Qué diferente ahora con la otra tormenta! Lo manifiesto provocado por la satisfacción clásica, frente a lo absurdo provocado por el desatino expresionista. Sólo algunos creadores consiguen verdaderamente  sorprendernos con su belleza en un lienzo. Con la seductora y diferente manera de comunicarnos, bellamente, lo que tan solo ellos desearon antes que nosotros...

(Óleo La Tormenta, 1893, Edvard Munch; Cuadro Amor y Dolor, 1894, del mismo autor; Óleo La Tormenta, 1880, de Pierre Cot, Metropolitan, Nueva York; Lienzo de Zuloaga, Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913; Óleo Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1553, Tiziano, Museo del Prado.)

25 de agosto de 2013

Los inicios del erotismo artístico renacentista o una maravillosa excusa del Arte.



Uno de los primeros creadores que esbozaron, plasmaron y crearon erotismo -en su acepción más misteriosa y subyugante- fue el pintor del Renacimiento alemán Hans Baldung (1485-1545). Inicialmente fue el grabado -xilografías, dibujos sobre papel preparado, etc.- una de las técnicas que utilizaron los pintores del siglo XV para expresar -sin colores- aquello que más podría chirriar el ánimo opresor de la moralidad eclesial o reaccionaria. Fue el pintor Alberto Durero -maestro de Baldung- quien más temprano comenzaría a manejar esas nuevas técnicas gráficas de crear imágenes -entre otras cosas gracias a las máquinas recién inventadas de impresión- para acercar el Arte a un público más extenso. Pero, ¿cómo se pudo comenzar a expresar artísticamente entonces -inicios del siglo XVI- ese erotismo gráfico, aunque fuese de una forma tan subliminal? Porque se acabaría asociando el erotismo a la brujería y su representación en el cuerpo femenino, único género humano maldecido por esa superstición. Es decir, que lo que se representaba por entonces en esas imágenes transgresoras eran brujas no mujeres, no escenas eróticas humanas naturales sino encuadres aberrantes.

Antes del siglo XV no se permitía creer ni se creyó en brujas ni en brujería, incluso bajo pena de excomunión sagrada. Desde el siglo VIII tanto el poder civil como el eclesial prohibieron la creencia en la brujería. Es curioso que la oscura Edad Media no osara calificar con ese nombre ninguna de las posibles desviaciones o manifestaciones contrarias a la moral, cosa que, sin embargo, al inicio de tan humanístico siglo renacentista comenzara a producirse en el mundo occidental. ¿Por qué? Todo comenzaría con un clérigo inquisidor alemán, Heinrich Kramer (1430-1505). Fue tanta su obsesión contra las mujeres que no pudo más que ver en los deseos y pasiones femeninas una maléfica forma de posesión diabólica. Tal actitud le llevaría a convencer al papa Inocencio VIII de que había que hacer algo contra ello. Nadie antes que él había llegado tan lejos en eso. Pero aunque la sociedad estaba evolucionando y caminaba hacia las luces de un mundo más permisivo, Kramer entendía que  cuando la mujer se entregaba a su pasión marital lo hacía de un modo que sólo una posesión maléfica podría justificarlo.

Así que en el año 1484 el papa Inocencio VIII creaba una bula inspirada en los argumentos del inquisidor alemán. Se aceptaba ahora, después de ocho siglos sin creer en ello, la existencia de las brujas. Como consecuencia los inquisidores fueron obligados desde entonces a perseguir tales prácticas esotéricas. Kramer compuso en 1485 un libro, Martillo de Brujas, verdadera biblia y tratado de brujería. A partir de entonces  las mujeres se podían -así lo creyeron algunos inspirados creadores artísticos- representar con un aspecto diabólico o erótico, desnudas sugerentemente con gestos voluptuosos y lujuriosos propios de la brujería. Con su magnífica imaginación artística, Baldung comenzaría a erotizar el incipiente desnudo artístico en el Arte. Otros artistas, como el italiano Raimondi, habían realizado ya algunos grabados con desnudos, pero fue el pintor alemán quien comenzaría a expresarlo con el sutil, sugerente o misterioso motivo que el erotismo iniciara en los años iniciales del siglo XVI. 

(Todas obras de Hans Baldung: Dos brujas, 1525, Alemania; El caballero, la joven y la muerte, 1505; Mozo de caballería embrujado, 1544; La muerte y la doncella, 1520, Basilea; Adán y Eva, 1531, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid; Aristóteles y Phyllis, 1510; Tres brujas, 1514.)

18 de junio de 2013

Plegaria de una vida desatenta, inconexa, irónica o melancólica, y el fulgor del Arte.



¿Qué más decir sobre la extraordinaria forma de describir las cosas importantes de la vida que tiene el Arte? Los creadores han tenido ocasión de hacerlo en todas las tendencias, estilos, formas y gustos particulares. Pero en la azarosa manera que a veces se tiene de encontrar una obra justificadora es Edward Hopper (1882-1967) el pintor que elijo para acercarme lo más posible al sentido existencialista de la entrada. Soir Bleu, la primera de las dos obras, utilizaría un simbolismo expresado y manejado mucho antes por el poeta Rimbaud: En las tardes azules (soir bleu) de verano, iré por los senderos... Con esa tonalidad quiso el pintor norteamericano componer tanto el fondo de la obra como la propia sensación lírica tan decadentista del poeta. Pero, sobre todo es la representación más acertada de la comedia humana más vertiginosa que sentiremos  alguna vez en nuestros diferentes, solitarios, ridículos o desentonados momentos que tendremos oportunidad de vivir.

¡Qué extraño grupo de personas son esas!  Unos seres que nada tienen que ver entre ellos, pero que a pesar de eso se sitúan juntos en un mismo escenario. Siendo éste además un escenario propicio a la uniformidad, a la alegre distensión o al divertimento más desenfadado. Ahora la figura enigmática y solitaria del payaso pierrot nos deja pasmados, inquietos, incluso alarmados por el gesto indefinible pero duro y desgarrador de su semblante misterioso. Simbolizaría acaso la risa y la agonía, la triste alegría pasajera compartida ahora aquí con los demás, con los que para nada tienen que ver ni con él ni con su vida ni circunstancia. Porque algunos personajes marginados se retratan ahí en un sentido tan opuesto pero, al mismo tiempo, tan inevitable o tan insobornable. Prostitutas, galones atrabiliarios, artistas, obreros y caballeros, todos se emplazan aquí mezclados, reunidos, avasallados entre sí como en un collage sorprendente, surrealista o imposible.

Es como la propia vida, del todo inconexa... Es así, como ella, irónica y melancólica. Y el pintor norteamericano Edward Hopper alcanzaría a conseguir en esta obra moderna algo magistral y original a la vez. Porque, ¿cómo se puede expresar mejor todo eso si no es ahora con esta sincera imagen tan desgarradora? Y en tan poco tiempo de visión además -no necesitaremos mucho tiempo para comprender lo que vemos-, o de dedicación emocional para entender lo que el autor quiso expresar en su obra: la absurdidad de la vida y de sus cosas incomprensibles o misteriosas. Y el propio creador al final de la suya, de su observadora vida artística, volvería a utilizar los mismos personajes cómicos de entonces para representar ahora otra obra aún mucho más enigmática: Dos cómicos, un lienzo creado en el año 1966. Qué otra cosa mejor para tratar de decir, ¡y a gritos! -como hace el Arte siempre-, que la vida no merece siquiera casi nunca la pena de tomarse en serio.

(Óleo Soir Bleu, 1914, Edward Hopper, Nueva York; Cuadro Dos cómicos, 1966, Edward Hopper, colección privada.)

6 de junio de 2013

El creador más espiritual compuso, sin embargo, su obra más sensitiva posible.



¿Cómo pudo El Greco crear algo tan sobrenatural desde presupuestos estéticos tan sensitivos o terrenales?  Pues gracias al Manierismo y su alarde misterioso, que el pintor consiguió alcanzar a unos niveles no antes, ni después, superados en el Arte. ¿Cómo crear una sinfonía sagrada de lo incognoscible como si fuera una mitología terrenal de lo más cercano? El Greco fue uno de los pintores más especiales que hayan existido, dominó su técnica manierista con genialidad y expuso el significado más misterioso de lo que es pintar un cuadro. De lo que es crear -representar en una imagen una idealización original y misteriosa de un objeto, místico o no-, con equilibrio geométrico y colorista, la narración más inasequible a la belleza estética que se pueda asimilar, una narración expresada ahora con asombro, belleza y contraste artístico. Cuando le encargaron en el año 1586 componer la leyenda del milagro del entierro del conde de Orgaz (siglo XIV), sólo sabía el pintor la leyenda que contaba cómo dos santos, san Agustín y san Esteban, habían bajado del cielo para ayudar a enterrar a un conde castellano. Pero, ¿cómo combinar todo eso con misticismo, historia, piedad o arrebato sensible? ¿Cómo hacerlo magistralmente además? ¿Cómo crear una inspirada y genial obra de Arte y no realizar solo un mero retrato hagiográfico? 

Para comprender la obra -situada en una de las paredes de una capilla de la iglesia toledana de Santo Tomé- requiere entenderse dos milagros representados: el que muestra el pintor en su escena inferior -el entierro mundano del conde- y el que se oculta, y se descubre estéticamente, más arriba, con su espléndido, sagrado y mágico cosmos iconográfico. Dos mundos están ahí representados, el espiritual y el terrenal, y se superponen los dos además sin solución de continuidad. No están juntos pero tampoco separados. El alma del conde recorre la inexistente frontera entre esos mundos como un neonato ahora entre los brazos del ángel que lo eleva hacia la Madre celestial. No se cruzan ahora las miradas humanas del mundo terrenal con las del mundo celestial de arriba. Desde la lúgubre tierra mortecina sólo algún rostro se atreve y mira hacia arriba distraído. Los demás no miran nada en concreto, muestran ahora su mirada perdida o enajenada entre las sombras acrisoladas de un milagro por hacerse.  Sólo una figura terrenal -el modelo retratado como Alonso de Covarrubia, amigo del Greco- es el único personaje que mira hacia el cadáver del conde amortajado -¿el verdadero protagonista de la obra?- en su postrado túmulo funerario. Pero existe una mejor descripción, muy peculiar y literaria de esta misteriosa obra de El Greco, la que creo sintetiza aún más su sentido auténtico más terrenal. La escribió en el año 1902 el escritor español Pío Baroja en su novela Camino de Perfección:

Él no creía ni dejaba de creer. Él hubiese querido que aquella religión tan grandiosa, tan artística, hubiese ocultado sus dogmas, sus creencias y no se hubiese manifestado en el lenguaje vulgar y frío de los hombres, sino en perfumes de incienso, en murmullos de órgano, en soledad, en poesía, en silencio. Y, así, los hombres, que no pueden comprender la divinidad, la sentirían en su alma, vaga, lejana, dulce, sin amenazas, brisa ligera de la tarde que refresca el día ardoroso y cálido. Y, después, pensaba que quizá esta idea era de un gran sensualismo y que en el fondo de una religión así, como él señalaba, no había más que el culto de los sentidos. Pero, ¿por qué los sentidos habrían de considerarse algo bajo siendo fuentes de la idea, medios de comunicación del alma del hombre con el alma del mundo? Pero, al salir de la iglesia a la calle, se encontraba sin un átomo de fe en la cabeza. La religión producía en él el mismo efecto que la música: le hacía llorar, le emocionaba con los altares espléndidamente iluminados, con los rumores del órgano, con el silencio lleno de misterio, con los borbotones de humo perfumado que sale de los incensarios.

Pero que no le explicaran, que no le dijeran que todo aquello se hacía para no ir al infierno y no quemarse en lagos de azufre líquido y calderas de pez derretida; que no le hablasen, que no le razonasen, porque la palabra es el enemigo del sentimiento; que no trataran de imbuirle un dogma; que no le dijeran que todo aquello era para sentarse en el paraíso al lado de Dios, porque él, en su fuero interno, se reía de los lagos de azufre y de las calderas de pez, tanto como de los sillones del paraíso. La única palabra posible era amar. ¿Amar qué? Amar lo desconocido, lo misterioso, lo arcano, sin definirlo, sin explicarlo. Balbucir como un niño las palabras inconscientes. En otras ocasiones, cuando estaba turbado, iba a Santo Tomé a contemplar el Enterramiento del Conde de Orgaz... y le consultaba e interrogaba a todas las figuras.


(Detalle de la obra maestra de El Greco, El Entierro del conde de Orgaz, 1587, Iglesia de Santo Tomé, Toledo; Óleo completo y detalles del mismo.)