13 de diciembre de 2016

La significación imprecisa de una obra de Arte renacentista lleva el sello inequívoco de Botticelli.



Es muy conocida la obra Venus y Marte del pintor del Renacimiento Botticelli. Obra icónica de la representación del Amor y de su triunfo ante las adversidades de la vida. El Renacimiento utilizaría el tema amoroso con todas las connotaciones platónicas que el término Amor poseía. El Neoplatonismo sofisticaría el concepto aún más y la escuela filosófica florentina de Marcilio Ficino glosaría los elementos que debía tener una vida completa, correcta y placentera. El Amor se filosofaría aún más. Y los pintores renacentistas, discípulos aventajados y expresivos de esa filosofía, dejaron plasmadas en sus obras el concepto de lo que debía entenderse como la mayor sublimación de los sentidos hacia la esencia originaria de todo lo existente o de la contemplación de lo más anhelado por los seres: el placer espiritual de una visión divina...  En su obra de Arte Botticelli compone una escena mitológica con dos personajes principales, Venus, diosa de la Belleza, y Marte, dios de la fuerza, la virilidad, la osadía o la violencia. La interpretación de esta obra es compleja, aun a pesar de los rasgos conocidos y manidos de su significación primera. De todo lo buscado para conocer más sobre este óleo renacentista sólo estoy de acuerdo con una afirmación del filósofo neoplatónico Marcilio Ficino: las exhortaciones a la virtud se reciben mejor si se representan en imágenes agradables. ¿Son las obras renacentistas asociadas a la escuela neoplatónica como las de Botticelli exhortaciones a la virtud? Casi todo el Arte renacentista es virtuoso. El propio sentido de la escuela de Ficino es encontrar los elementos racionales y sensitivos para acercar el espíritu humano a lo más virtuoso. La imagen agradable o el Arte sofisticado llenos de colores armoniosos y líneas estilizadas llevaban implícito el deseo de pertenencia a ese mundo idealizado, a esas cualidades virtuosas y a indicar además al espectador que lo representado se vinculaba más con lo elevado, con lo más grandioso o con la esfera espiritual más divinizada y última.

¿Qué representa exactamente el óleo de Botticelli Venus y Marte del año 1483? Exactamente es imposible saberlo. Se habla de la prevalencia del amor sobre la guerra, se habla de la virtuosidad de la reflexión ante la osadía de lo terrible, se habla de la astucia de la diosa desarmando al dios más violento. Se habla de las cualidades de Venus frente a los despropósitos bélicos de Marte. Se desnuda a uno para mantener vestida a la otra. Se comprende mejor todo cuando se comparan más veces las cosas semejantes. Es la capacidad de oponer muchas veces algo con otras cosas semejantes lo que llevará al conocimiento finalmente. Para entender la obra de Botticelli podemos compararla con otra obra de Arte de la misma temática y escuela pictórica. Diecisiete años después de pintar la suya Botticelli, el pintor florentino Piero di Cosimo (1462-1522) compuso su obra Venus, Marte y Cupido. No es lo mismo que hiciera Botticelli pues éste no incluyó a Cupido en su obra maestra. Pero sirve su iconografía y composición para compararla con la de Piero. En la obra de Piero di Cosimo vemos, al igual que en la de Botticelli, a la diosa Venus y al dios Marte tumbados ambos frente a frente. También, como en Botticelli, ella está ahora despierta y él dormido. Sin embargo Piero pinta a Venus con toda su belleza desnuda y sin cubrir con prendas su cuerpo. Hay en Piero una igualdad iconográfica en los dos personajes representados. Para salvar la diferencia (que debe existir para distinguirlos ya que el cuerpo de Marte se diferencia en Piero muy poco al de Venus) pinta muy al lado de Venus a Cupido y un conejo blanco. Botticelli no pintaría nada de eso, ni al pequeño dios Cupido ni a ningún conejo blanco. Ni siquiera a las palomas -símbolo de Venus-, que aparecen en la obra de Piero justo en el espacio de la separación física que se establece entre los dos amantes mitológicos (apreciamos la perspectiva tan conseguida de Piero di Cosimo: el pie derecho de Marte no toca ahora el muslo de Venus, están separados aquí los dos -más atrás está Marte-, aunque ahora parezcan ellos rozarse).

En la composición de Botticelli sí están más juntos Venus y Marte, y es posible que el pie derecho del dios tocase ahora el muslo vestido de ella. Pero Cupido, el dios del Amor -Venus es la diosa de la Belleza no exactamente del Amor-, no aparece en el cuadro de Botticelli por ningún lado. No está. Están además en Piero di Cosimo unos pequeños niños alados -puttis o ángeles- que juegan con las armas y la armadura del dios más belicoso de la mitología. Estos seres son juguetones pero inofensivos, son más virtuosos que otra cosa. En Botticelli no están los puttis o ángeles pequeños, pero, a cambio, sí aparecen en su obra pequeños sátiros mitológicos -pequeños seres con patas de carnero y cuernos y orejas puntiagudas, seres sin alas, por tanto lo contrario a virtuosos-, seres para nada inofensivos sino más bien rebeldes y traviesos impúdicamente. Hacen lo mismo que antes: juegan con las armas y los atributos de Marte. ¿Pero, por qué? Los pintores en las dos obras renacentistas muestra el profundo sueño del dios, imposible de despertar a pesar del ruido que hagan los pequeños seres, alados o no. Por consiguiente, podemos establecer algunas cosas viendo las dos obras de Arte. Primero que la diosa de la Belleza está muy despierta; segundo que el dios Marte está muy dormido; tercero que ambos están alejados -aunque en una obra menos que en otra-, ni abrazados ni juntos ni claramente tocados. En el Renacimiento las características de los gestos humanos que manifiestan emociones no son correspondientes al presente. En la Venus de Botticelli, que parece apenas sonreír -como la Gioconda-, no podemos decir exactamente que esté ella ahora con una expresión claramente satisfecha, aunque tampoco lo contrario. Sin embargo, en la obra de Piero di Cosimo sí hay una cierta distensión del rostro de Venus que puede deberse a alguna grata satisfacción emocional.   

Por eso en Piero di Cosimo está ahora Cupido con Venus, está el dios del Amor interviniendo y señala incluso con su dedo índice el cuerpo dormido de Marte. En Botticelli la diosa está sola totalmente, está como esperando algo, con un gesto misterioso además, gesto que hace a la obra maestra mucho más interesante de lo que, a primera vista, parece ser. En Piero di Cosimo no espera Venus ahora nada, ya lo tiene, está ella ahora descansando segura del enlace provocado por Cupido, fructífero por la imagen de un conejo blanco, iconografía de la fertilidad (con Marte Venus tuvo varios hijos). En la obra de Botticelli no hay nada que nos lleve a una visión terrenal -como en la obra de Piero- sino más bien espiritual, con un sentido de trascendencia más sobrenatural que natural. Pero, sin embargo en la obra de Botticelli hay pequeños sátiros, no ángeles sagrados ni benevolentes, lo que conllevará a pensar en una inclusión placentera más terrenal que trascendental... Y es que Botticelli trataría de compaginar siempre ambos aspectos, el terrenal y el sobrenatural, en toda su obra artística. Puro neoplatonismo de Ficino, algo que justificaba el placer físico y terrenal como reflejo de otro placer más elevado, de aquel placer que permitiría vislumbrar la visión cósmica y divina de un ideal superior. Pero, además de todo eso, hay una contraposición absoluta de dos aspectos muy diferentes expresados en estas obras, particularmente en la de Botticelli. La belleza sosegada, sutil, fértil, vaporosa, reflexiva y silente que representa Venus contrasta justo con lo contrario que representa Marte. Porque en ambas obras no aparece Marte con sus características iconográficas manifiestas. Él es la fiereza y la violencia más terrible, su visión activa sería imposible de conciliar con la serena Venus. Por esto mismo es pintado Marte, en las dos obras renacentistas, con la única actitud que puede componerse para una idealización virtuosa y armoniosa de ambos conceptos contrapuestos: dormido él profundamente.

La obra de Botticelli fue creada para una pareja nupcial de Florencia, los jóvenes Médicis y Vespucci, y debía colocarse el óleo en la cabecera de la cama matrimonial. Sin embargo, Venus no es la esposa de Marte, solo su amante ocasional. En la mitología simbolizan ambos la pasión más que el amor. Pero, claro, hay que entender que los conceptos culturales han cambiado con los siglos. No se trataba entonces de expresar una realidad histórica o legendaria, se trataba mejor de acoplar dos seres diferentes -la mujer reflexiva y el hombre viril- que debían entenderse y comprenderse para disponer de una unión placentera. Los aspectos espirituales y materiales debían además ser indicados en la obra. Y Botticelli lo consiguió genialmente. Sólo los pequeños sátiros -no amorcillos- están ahí, en la obra de Botticelli, con ambos dioses para equilibrar una realidad entonces evidente: la unión terrenal y sexual es complementaria para elevar a los dos amantes al sentido trascendente del matrimonio. Pero, sin embargo, el amor no aparece claramente en estas obras (tal como lo entendemos hoy, claro). Tan sólo aparecen la reflexión y la belleza distante y calmada, por un lado. Y tan sólo el sueño, el cansancio del éxtasis pasional y la desnudez de los atributos guerreros, por otro. Con esas dos formas de expresar el sentido de estos dos conceptos tan opuestos es posible el equilibrio, la diversidad y la vida. Para Botticelli posiblemente fue suficiente eso para representar una idea tan misteriosa. Para nosotros, que vemos ahora su obra siglos después, es tal vez un motivo extraordinariamente bello para poder elucubrar, confundir o repensar otras cosas diferentes...

(Detalle del óleo Venus y Marte, del pintor Sandro Botticelli, 1483, National Gallery; Óleo Venus y Marte, 1483, Botticelli, National Gallery, Londres; Cuadro Venus, Marte y Cupido, (c.a.) 1500, del pintor renacentista Piero di Cosimo, Staatliche museen, Gemäldegalerie, Berlín.)

10 de diciembre de 2016

El paisaje como un vínculo vital y justificador del Arte y la vida.



El paisaje sería descubierto pronto por los pintores flamencos durante el barroco. ¿Qué otra temática mejor para poder expresar el sentido más cromático de los colores, la forma más universal de un escenario o la calma más poderosa de un solo momento? El siglo XVII comenzaría con paz en el mundo. Pero, sólo comenzaría. Aquellos años parecieron infantiles e ingenuos, comparados con los duros, despiadados y belicosos años del anterior siglo XVI. La paz se vislumbraría entonces y aquellos hombres ahora, herederos e hijos de los guerreros belicosos de antes, atisbarían débilmente la necesitada visión de un mundo muy diferente. España firmaría la paz con Inglaterra, y Francia haría lo mismo con sus guerras civiles y religiosas. Y el imperio Sacro germánico dejaría incluso de luchar en la frontera del este. Así que el mundo parecía otra cosa en los albores de ese nuevo siglo cargado de promesas. Pero, no duraría. Duraría tan poco como la impresión perceptiva del paisaje coloreado de un óleo sosegado de Jan Brueghel el viejo (1568-1625). Porque en los óleos de Jan Brueghel -hijo del famoso Pieter Brueghel- la emoción de los colores duraría el tiempo justo del instante representado. Los colores parecen vivir en el único tiempo que reflejan..., porque, luego, desaparecerán. Como en la propia vida desatenta. Como en el paisaje real que representan. Pero, ahora, están aún vivos... justo el tiempo de visión que tengan para nosotros. 

En el año 1607 Jan Brueghel pinta sobre cobre su sosegado óleo Paisaje de Río. Pero no es un paisaje inventado, o, mejor dicho, no todo es inventado ahí. Como con sus colores. Porque para el creador flamenco los colores deben ser como los del cielo o como los del agua, o como las tersuras reflejadas de algunas de las velas transparentes. El Arte flamenco es la invención del mundo para un oficio de imitadores de la naturaleza. ¿Por qué una invención? Pues por lo mismo que la vida humana es una parodia a veces. Los creadores pintan lo que sienten, no solo lo que ven. Para ellos, la verdad que encierra una creación artística es superior a la verdad que supone la visión terrenal. Y en ese tiempo de tregua (en Flandes, España firmaría una paz con los rebeldes holandeses desde abril de 1607 hasta el año 1622) el mundo pareció entonces florecer de nuevo. Pero solo lo hizo aparentemente. Jan Brueghel fue un hombre nacido en plena guerra de Flandes (el duque de Alba comenzaría su terrible represalia en el año 1568), conocedor por tanto de los sufrimientos y desmanes de aquel conflicto regional. Moriría justo cuando volviese la guerra de nuevo a comenzar. Por eso el pintor compuso en su madurez una pintura amable, paisajista, decorativa, iluminada, sosegada y esperanzadora. Sin embargo, denunciaría con su Arte sosegado -mucho más que con cualquier realismo- la incongruente y contradictoria forma de vivir de los humanos.  

En su obra, Jan Brueghel pintaría su paisaje colorido sobre el río flamenco Escalda. Es en ese escenario donde los seres viven, laboran, disfrutan, participan, colaboran y se ayudan juntos para vivir mejor. Pero el paisaje lo divide aquí el pintor. Está separado entre la tierra florecida y  verde de la izquierda, por un lado, y el agua y el cielo azul de la derecha, por otro. Porque el río y el cielo azul forman incluso un escenario sin ruptura entre ellos: están unidos ambos por el afán emotivo del pintor. El firmamento azul y el río azul establecen un único universo compositivo cromático. Para los hombres del siglo XVII el mundo era una eternidad divinizada, y el cielo formaba parte de su representación más sagrada. El río comunica ahora ese espacio divino con la tierra apesadumbrada de los hombres. Los barcos surcan desde un horizonte indefinido para llegar a la orilla donde desembarcan los seres anhelosos. A la izquierda del lienzo, el esbozo de la silueta de la iglesia de San Miguel de Amberes completa ahora el místico paisaje. Define así el paisaje un círculo poderoso de justificación existencial. ¿Hay que glosar la vida a pesar de los terribles efectos de un mundo tan desolador? El pintor dice que sí, y realiza para ello uno de los paisajes más elaborados del Barroco. Los detalles sutiles de belleza los compone con una maravillosa fragilidad. Como la vida. ¿No da la impresión de que todo ese escenario placentero terminará por desaparecer muy pronto? Que el horizonte se oscurecerá con el ocaso; que los árboles dejarán ese color verdoso; o que las aguas no reflejarán ya la vida que posee. Fue casi un precursor impresionista, el flamenco Jan Brueghel

Porque el cielo dejará de estar unido con el río muy pronto; porque los hombres dejarán de estar unidos y colaborando después de que desembarquen; porque los colores acabarán desdibujados con el paso inexorable de la falta de luz. Todo eso lo presentiría el pintor entonces, y lo pintaría así, sin embargo, fijado en un deseo de paz mucho antes de que acabara sucediendo lo contrario. Y el Arte volvería a expresar con belleza lo que los seres no terminarán de comprender... si no es con sufrimiento: que la vida existe con infinitos colores y el tiempo transcurre con maravillosos momentos de belleza solo si queremos que todo eso sea así en la realidad de nuestro mundo. Porque el mundo de lo humano es una recreación, estará recreado siempre en la vida, como lo está también en el Arte. Y es hecho el mundo así por los mismos seres que lo deciden o alarman, lo coaccionan o dañan, lo destruyen... o viven.

(Óleo sobre cobre Paisaje de río, 1607, del pintor flamenco Jan Brueghel el viejo, Museo Galería Nacional de Arte, Washington D.C., EEUU; Detalles del mismo óleo de Jan Brueghel el viejo, Paisaje de río, 1607, National Gallery de Art, Washington D.C.)

30 de noviembre de 2016

La anticipación y la sintonía de pensamiento son dos cosas que calificarán el Arte.



Cuando Nicolás Copérnico comprobó en el año 1536 que su trabajo del firmamento heliocéntrico -el Sol permanece quieto frente a una Tierra que gira alrededor de él- era como había deducido de sus observaciones celestes, permaneció por entonces prudente ante la publicación de ese extraordinario descubrimiento. Nunca lo llegaría a publicar. Tan sólo después de su muerte el editor Andreas Osiander llegaría a publicar la sorprendente revelación astronómica de Copérnico para el mundo. Porque desde el griego Ptolomeo -siglo II d. C.- se habría dejado claro que el Sol se movía frente a una Tierra que se mantenía fija en el centro del Universo. Luego de Copérnico, Kepler y Galileo demostraron científicamente la misma teoría heliocéntrica. Pero, mucho antes de eso se habría escrito el Libro de Josué...  En él se describía la experiencia que con el Sol tuviera Josué, el líder del pueblo israelita elegido a la muerte de Moisés. En ese libro bíblico se narraba el momento en que Josué observaba cómo sus enemigos, los reyezuelos de Canaan, persistían en su bélica actitud frente a los aliados israelitas de Gabaón. El tiempo pasaba y el Sol continuaría así su itinerario hasta su puesta definitiva en el horizonte, cuando ya la oscuridad impediría ver entonces a sus enemigos. Y fue cuando Josué exhortaría a su dios para detener al Sol, única forma de mantener así la luz necesaria el tiempo preciso -otro día más- para poder vencer a sus infieles contrincantes.

El pintor romántico John Martin (1789-1854) fue de los pocos seguidores de esa nueva tendencia que avasallara la visión de los colores con la sorpresa y la espectacularidad. Pero el romántico Turner (1775-1851) había sido ya el iniciador de esa nueva forma de expresar Arte. Sin embargo Martin, a diferencia de Turner, orbitaría siempre su estilo romántico con temáticas bíblicas o sagradas. Esto le malograría como pintor en los inicios de una modernidad científica hastiada de leyendas. Porque en el Arte hay dos cosas que garantizarán la prevalencia y el éxito: la anticipación de tendencia -ser de los primeros- y la sintonía del pintor y su obra con el pensamiento de su época. Turner tuvo las dos cosas y por eso triunfó. Martin no tuvo ninguna de ellas y por eso no lo hizo. Al comienzo de la segunda mitad del siglo XIX el mundo del Arte no se alinearía más con leyendas, sagradas o no. Por eso las obras de Martin, que mantienen una espectacularidad artística semejante a las de Turner, dejaron de ser apreciadas por una modernidad entonces más alineada con pensamientos positivistas -científicos- y menos con leyendas sobrepasadas o tendenciosas. De aquella leyenda de Josué el pintor británico John Martin elaboraría dos semejantes obras de Arte, las dos tituladas de igual forma: Josué manda al Sol detenerse en Gabaón. Una de ellas en el año 1816, en su juventud neoclásica  -National Gallery Art de Washington D.C.-, la otra en el año 1840, en su madurez romántica  -Yale Center for British Art-. Eso mismo, juventud neoclásica y madurez romántica, apreciaremos ahora en estas dos creaciones del mismo artista británico. La primera imagen expuesta (romántica) es la del año 1840, la segunda (neoclásica) es la del año 1816. En ambas observamos la misma escena bíblica, el mismo paisaje, el mismo cielo tenebroso, los mismos guerreros, y a Josué elevando su brazo derecho en señal de conminación al Sol poderoso. Pero hay algunas diferencias en ambas obras. Sutiles y mínimas diferencias, pero suficientes ahora para poder encajar una crítica sobre el paso de una tendencia más clásica a una más romántica.

Fue la época de ese mismo proceso antagonista en el Arte. Martin vivió en esa encrucijada artística, aquella del paso del neoclasicismo al romanticismo. Pero, para cuando él se diese cuenta de que la tendencia artística debía ahora ser otra, no consiguió, sin embargo, comprender que el pensamiento de la época -años cuarenta del XIX y siguientes- determinaría un sentido más liberador de antiguas leyendas superadas ya en el mundo por entonces. Sí comprendería el pintor británico más el Arte que el pensamiento, lo que le salvó, a fin de cuentas, en un estricto sentido artístico. Al menos, aquí lo veremos ahora en esta muestra de dos obras de una misma temática y escenificación, pero, sin embargo, ambas tan diferentes... Porque en la obra del año 1840 -la primera expuesta- esboza apenas cosas que en la del año 1816 -la segunda expuesta- sí había manifestado con muchos detalles más, éstos innecesarios ya para una obra más moderna. Porque en la obra de 1840 ya no había que señalar tanto las figuras, no había que perfilar tanto los paisajes, no había que abundar tanto en los detalles, no había que distinguir las cosas tanto, ni relajar los instantes o subrayar sus gestos hieráticos. Porque el Romanticismo -la modernidad en aquellos años- demostraba ya que la tensión era más eficaz que el relajo, o también que el minimalismo era más importante que la abundancia, o que los colores eran más significativos que el dibujo. Pero, no bastó. Martin moriría y su obra moriría con él. Sus obras, devaluadas a su desaparición, acabaron constreñidas a los museos o a las paredes nostálgicas de un misticismo superado. Sin embargo, la espectacularidad romántica y sus efectos luminosos y cromáticos -herederos del gran Turner- sí estarán en sus tendenciosas obras de Arte. Esa tendenciosidad que las hicieron, sin embargo, ajenas a la eternidad de lo grandioso. Porque lo grandioso en el Arte tiene que ver con algo que siempre mantiene actualidad a pesar de los años, algo que puede sustituirse siempre, actualizarse, en una obra maestra. Y puede porque conseguirá disponer de aquellas dos características imprescindibles en la estética para alcanzar el éxito: la anticipación estilística -la originalidad o novedad artísticas- y la armonía social o histórica -el pensamiento sincrónico del pintor con su época- en una obra de Arte.

(Óleo romántico del pintor británico John Martin, Josué manda al Sol que se detenga (Josué manda al Sol detenerse en Gabaón), 1840, Yale Center British Art, New Haven, Connecticut; Óleo  neoclásico del mismo pintor John Martin, Josué manda al Sol que se detenga en Gabaón, 1816, Galería Nacional de Arte de Washington, D.C.)

22 de noviembre de 2016

El Arte por el maravilloso Arte, indiferente a todo, salvo a su belleza poética.


Observando esta maravillosa pintura de Rembrandt se puede pensar, ¿qué tiene de diferente este pintor a otros maestros o a otras tendencias artísticas?, y es posible llegar a la conclusión de que lo que más caracteriza a Rembrandt es una original sutileza poética llena de un Arte sublime. La historia o la leyenda, que como excusa en este óleo -El rapto de Europa del año 1632- sostiene el título de la obra, no es más que un soporte orientativo para el que lo ve o un referente cultural para el que se acerque deseoso a su belleza. Pero, a Rembrandt, seguro que no le debería interesar nada la historia o la leyenda de lo que trataba de componer en sus obras. O, tal vez, como los extremos suelen tocarse, le interesaba tanto que le era imposible reflejar ninguna veracidad comprensible o traducible a lo real. Es decir, a lo real asociado a algo artístico que, como el clasicismo -tanto del Renacimiento como del Barroco y posterior-, llevara una inspiración creativa a un sentido transmisible a lo verosímil o prosaico de la vida, a lo que es sólo posible comprobar desde sensaciones radicalmente realistas. Pero si en esta ocasión no fue el pintor holandés un realista, qué fue entonces Rembrandt ahora, ¿un manierista reformado? Porque el Manierismo fue una irrealidad llevada a las formas, fue un reaccionarismo estético en su tiempo. Pero, sin embargo, Rembrandt es un pintor barroco en todas sus dimensiones estéticas. ¿En todas? Bueno, en todas, todas, no. Porque hay en él una poesía plástica en casi todas sus obras pictóricas.

Porque la poesía pictórica de Rembrandt es en esta obra más sutil, menos hierática o más pueril incluso. Pueril en el sentido de ser como una revelación sorprendente o fantasiosa, algo semejante a las sagas literarias medievales llenas de fantasía, como El señor de los anillos del británico J.R.R. Tolkien.  Porque en su obra El rapto de Europa la mitología helénica, la épica, sagrada o heroica mitología a la que pertenece la leyenda de Europa, no aparece  en esta pintura de una forma clara. ¿Quiénes son esas personas tan diferentes a personajes griegos o fenicios que presencian ahora un cómico asalto playero a una joven princesa impasible? ¿Qué carro más exorbitado es ese, adornado a lo persa para una leyenda tan griega? ¿Y ese fondo gris y desdibujado, industrial y portuario, desentonado aquí para incluir en una escena mitológica tan legendaria? Pero, sin embargo, los versos dibujados del pintor holandés están elaborados con la más extraordinaria sinfonía de colores agrupados, relacionados, entramados, concentrados o desperdigados, como ningún otro pintor en la historia haya podido alcanzar a componer así. Si quitásemos el color en su obra nada quedaría de ese Arte lírico tan maravilloso. Para Rembrandt el color lo es todo, el agua más cercana a la orilla iridiscente retrata mejor el reflejo de las suaves prendas azules de la joven que eleva sus brazos al cielo. Ese mismo tono azul compone además el enjaezado de los caballos ofreciendo la sinfonía perfecta de la rima poética de sus colores sosprendentes. Pero, hay más: el morado de la túnica del auriga compagina también -rima- con parte de ese cielo tan amoratado entre los árboles.

Rembrandt parece pintar siempre sus obras como un observador elevado sobre el mundo que crea. Es él como un ser poderoso que desde lo alto mira la escena y la quiere contar... O, mejor, la cuenta en ese mismo momento, porque el momento elegido es un instante barroco puro: la sorpresa es superior a la acción y la tragedia es irreversible. No hay salvación en la leyenda imaginada o recreada por el pintor. Y la tenebrosidad ambiental refleja además esa eventualidad en su pintura. La oscuridad en Rembrandt, sus tonos negros, es un elemento difuminado ahora en general, no es algo particular en su obra. Por ejemplo, no es el claroscuro de Caravaggio ni el de Ribera, que determinan siempre un alarde oscurecido de alguna cosa particular para resaltar otra. No, en Rembrandt el claroscuro es gradación de colores paulatinamente oscurecidos. O mezclados o alternados, pero bellamente realizados y nunca, ni dramática ni ferozmente, ennegrecidos. Porque la sinfonía poética de los colores en Rembrandt debe permanecer siempre a pesar de lo narrado. El rapto de Europa es la leyenda mítica del robo de una joven  princesa fenicia provocado por Zeus, convertido ahora en un sorprendente toro blanco para llevársela de su reino con él. Vale, de acuerdo. Qué más da si fue o no así la leyenda. Tiziano y otros pintores ya la habían pintado antes, y escritores clásicos la habían narrado además también. Ahora Rembrandt debía cantarlo, no contarlo. La pintura de este genial maestro holandés utilizará tres cosas para llevar su Arte poético-plástico a cabo: una composición no muy grandiosa -como sí lo hace Rubens a cambio-, más bien original y muy humanizada; por otro lado la cercanía de sus personajes, éstos no son héroes ni heroínas, ni hermosas o bellas figuras humanizadas, todo lo contrario, son seres vulgares, de rostros vulgares, de gestos vulgares, seres a quienes retratará desmejorados incluso; y, finalmente, elaborando alardes de colores entremezclados que buscarán emocionar con sus perfiles sinuosos o tornasolados mucho más que impresionar. También destacan sus decorados brillantes de lo artificial -objetos fabricados por el hombre no por la Naturaleza-, algo matizado o neutralizado en sus obras por el poderoso contraste de lo natural -de elementos propios de la Naturaleza-, creando un paisaje menos rutilante o más sombrío que el de otros creadores.

Pero en Rembrandt lo sombrío no es sinónimo de triste o melancólico. No llega el gran creador a provocar desolación o dramatismo trágico e insuperable en sus obras. Volviendo a compararlo con Rubens, éste fue, a cambio de Rembrandt, un maestro de lo definitivo o de lo más radical. Pero Rembrandt no. Por ejemplo, en esta obra sublime, ¿no nos sugiere ahora ese toro tan bello, cuya cabeza parece tan noble como su carácter, que devolverá después de un paseo a la joven Europa a la orilla donde sus amigas la esperaban temerosas? Y ese paisaje tormentoso, ¿no da la impresión de que pronto las nubes oscurecidas serán sustituidas por un sol radiante que alumbrará, gozoso, la ilusa bahía donde unos personajes pueriles se habían detenido a admirar la belleza de un toro tan blanco? En Rembrandt siempre hay una esperanza poéticamente dormida. En Rubens, sin embargo, hay tragedia dinámica siempre, firme e inapelable. En el sutil y poético pintor holandés no hay más que belleza; belleza que cuenta cosas increíbles que hay que contar así para poder recrearlas bellamente. Belleza que pinta cosas tenues y poderosas porque los colores son lo único que pueden contar algo bello que llegue pronto al alma deseosa. El alma de aquellos que observen las cosas que pasan en la vida y que solo serán posibles de expresar y soportar con belleza. Las obras maestras de este genial pintor solo son posibles de mirar con los ojos infantiles que miran las cosas maravillosas que nunca, nunca, terminarían por abandonar, eliminar o trastornar el sueño inspirado más hermoso del mundo.

(Óleo sobre tabla de Rembrandt, El Rapto de Europa, 1632, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EE.UU)

14 de noviembre de 2016

La dicotomía de la desaparición de la vida como metáfora erótica o como maldición solemne.



Es la única certeza. La única. Y, sin embargo, no tiene nada de ningún reflejo confirmatorio de qué representa verdaderamente. Utilizada para reprimir, para seducir, para amenazar, para reaccionar, para moralizar y para justificar... La muerte es una fase, la final en la existencia conocida. La que se comprende por el deterioro físico y biológico de los seres. La que durante gran parte de la historia -la renacentista en este caso- los humanos no podían evitar asociar no solo al deterioro sino a la azarosa y cruel suerte universal más desconocida. El pintor alemán Hans Baldung (1484-1545) fue un extraordinario representante -junto a Alberto Durero- del Renacimiento germano. Su visión estética y ética de la muerte la fijaría en muchos óleos que él pintase. Pero sólo en dos de sus obras -La muerte y la doncella y Las edades y la muerte- dejaría reflejado el creador alemán una huella profunda de lo que para él tendría la muerte como imagen representada. La obra Las edades y la muerte es parte junto con La armonía del anverso y el envés de dos conceptos contrapuestos, la vida y la muerte, y que se complementan estéticamente para llegar más a comprender esos conceptos. Decía un pensador materialista francés que la vida es todas aquellas fuerzas que luchan contra la muerte, pero, ¿se puede vencer a un enemigo desconocido? ¿Es esa relación entre ambos conceptos real?, ¿es posible articular ambas cosas en un único sentido general y universal? Imposible saberlo. Pero aquí ahora solo veremos su obra Las edades y la muerte; el otro concepto, la vida -La armonía, otra obra suya-, no interesa por ahora ni como contraste siquiera...  En otras obras de Arte, los pintores han plasmado las edades del ser humano con la representación de la juventud o de la niñez, de la madurez o de la vejez o senectud. Pero aquí, además, Baldung incorpora la muerte en su obra. ¿Por qué? Habían pasado unos veinticinco años desde que pintase otra obra donde la muerte aparecía manifiesta, La muerte y la doncella, y los años le habrían ofrecido, quizá, una visión más moderna -en el sentido actual- para llegar a entender que la muerte es un proceso normal y no solo accidental, dramático o cruel de la vida.

La obra La muerte y la doncella del año 1520 es mucho más estética y representativa del sentido que la desaparición de la vida tiene en el acontecer de cualquier existencia. Porque en Las edades y la muerte del año 1544 el pintor alemán pinta a una joven doncella muy orgullosa, convencida de su valor como ser humano y como individuo. Vanagloriada de su belleza se permite incluso mirar -o no mirar- con desdén a la anciana que, ahora, es sostenida por una esquelética representación de la muerte. El proceso del tiempo ineludible forma aquí ahora un círculo quebrado. A los pies de la anciana un bebé -¿dormido, muerto?- no deja de posar su mano sobre una lanza que, como el tiempo inquebrantable, refleja ahora la quebrada línea que la muerte mantiene muy derecha, sin embargo. Claramente religioso, el óleo del año 1544 compone al fondo de la escena la conocida dualidad del mal -infierno con demonios atrapando seres en la torre derruida- y del bien -cristo crucificado elevándose hacia un sol muy poderoso-, para justificar el sentido más justiciero de la muerte insoslayable. El pintor, no obstante, se permite mostrar el símbolo de la sabiduría con una lechuza mirando al espectador para ayudar a distinguir ambas dualidades.

Nada de lo representado en la obra del año 1544 aparece simbolizado en el óleo que Baldung compuso en el año 1520, La muerte y la doncella. Porque en esta obra del año 1520 el creador renacentista, a cambio, nos confunde ahora gratamente. Antes comprenderíamos que el paso del tiempo y la elección del bien nos salvarían del horror de la muerte, es decir, que lo normal es morir después de haber vivido..., y hacerlo además bien para poder trascenderla gloriosamente. Pero ahora, sin embargo, no hay vejez en esta obra para entender que la muerte es una consecuencia final de la vida, pero, tampoco vemos a ninguna joven altiva ni orgullosa ni enferma. Porque la muerte está ahora aquí actuando no como en la otra obra, que esperaba ociosa, sino decidida ahora contra la vida y contra la belleza. ¿Contra la bondad, también? Porque aparecen ahora aquí las lágrimas de un ser acongojado. Por otro lado la erótica de la visión de la muerte en esta obra es una característica señalada: es un amante abrazando y besando a una joven lozana y desnuda. Pero, sin embargo, no hay amor correspondido ahí. Ella está ahora claramente afligida, demolida, hundida, perdida. En la obra de antes, a cambio, sí había cosas representadas para determinar los dos conceptos fundamentales esgrimidos antes: se acaba la vida siempre al pasar el tiempo y la perdición o salvación son parte de lo que nuestras elecciones hayan ocasionado.

Pero en la obra del año 1520 Hans Baldung no expone nada de salvación ni de paso de tiempo. Sólo muestra la belleza dejándose dócilmente avasallar por las decididas y firmes manos cadavéricas de una muerte voluptuosa. Una muerte que sostiene consideradamente la cabeza a la doncella, que la inclina además para dejar que la muerte le muerda cerca de sus labios con la fruición de un amante deseoso. Hasta parece que se descubre ella misma con su brazo izquierdo el suave lienzo que sostiene la joven frágilmente. Como en el amor, ¿será inevitable la emoción sentida aunque dañe la vida y los propósitos inútiles de ésta? ¿O será la reconciliación de un amante que sabe que no puede evitar eludir lo que una fuerza -ajena a sí misma- pueda llevarle a la deriva? No hay tiempo aquí, no hay nacimiento ni desaparición, verdaderamente. Sólo hay la maldición -o bendición- de una profecía siempre cumplida. Algo que, a pesar de los sufrimientos o las lágrimas que produzca, no debería ser una relación desestimada o atropellada o rechazada la de la muerte con la vida. Una controvertida forma de dolor eterno, tampoco. Tal vez por ser, como el amor, algo repentino y efímero, algo que sucede en un instante para, como en las emociones sentimentales, sentirlas lo suficiente como para comprender que no duran, que continuará luego en otra cosa, incognoscible o desconocida, y, por tanto, inconsistente para vivirla -para no sufrirla- antes de que ese preciso momento, ese mismo y definitivo momento, inevitablemente, suceda a vivir.

(Detalle del óleo La muerte y la doncella, 1520, Hans Baldung; Óleo La muerte y la doncella, 1520, del pintor renacentista alemán Hans Baldung, Basilea, Suiza; Obra de Hans Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado; Detalles de la misma obra de Baldung, Las edades y la muerte, 1544, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de noviembre de 2016

La transmisión de mensajes en la imagen armoniosa, eternizada y sutil que produce el Arte.


La leyenda bíblica de Goliat es muy conocida. El joven y frágil David acabará, decidido, con la vida del fiero, enorme y devastador -enemigo de su pueblo judío- Goliat. El libro de Samuel contará la leyenda heroica del judío David sobre el gigante Goliat: Metiendo David la mano en su bolsa cogió de allí una piedra y la tiró con su honda; al instante el filisteo Goliat fue herido en su frente y cayó sobre su rostro en la tierra ensangrentada. Así venció David al filisteo con su honda y una piedra, lo hirió y lo mató sin tener David espada alguna en su mano. Esta es una leyenda de la mitología hebrea, una de las que la civilización europea se alimentaría para forjar su cultura. Y el Arte es cultura representada en imágenes. Los pintores y sus tendencias plasmaron el rostro de David en muchas de sus obras artísticas. Pero fue el Barroco el estilo que mejor sabría llevar esa mitología -la bíblica en general y la heroica de David en particular- a la más bella y mejor forma de representar una imagen trascendente junto a una grata sensación estética. Guido Cagnacci (1601-1682) pasaría a la historia del Arte con pocos elogios. Sus contemporáneos no le alabaron ni le admiraron. Claro que brillar fuerte en el Barroco era lo más difícil del mundo: estaba lleno de genios. Y Cagnacci además innovaría desde una perspectiva moderna para la época, llevaría su Arte a combinar sensualidad con belleza natural, a utilizar fondos poco elaborados o monocromáticos, a destacar al personaje principal sobre cualquier otra cosa o escenificación relacionada.

Se adelantaría el pintor barroco al Arte neoclasicista en dos siglos. Pero, de todos los posibles cuadros de su producción, es su óleo David con la cabeza de Goliat una muestra extraordinaria no solo para valorarle como creador sino para comprender el Arte barroco, el Arte más seductor. Porque no bastará con hacer llegar una luz a nuestros ojos que delimite ahora formas armoniosas: hay que transmitir además mensajes, enseñanzas, alardes vitales, o un sentido profundo e inspirador que el propio Arte produzca en nuestro ánimo, ávido de emociones artísticas. En su obra de Arte, Cagnacci consigue, gracias a la profundidad de la perspectiva, dividida entre el color gris y negro del fondo, aumentar ahora la grandeza de la figura de un David vencedor y satisfecho de sí mismo. El gris del fondo lo realzará bellamente; el negro del fondo oscurecerá, aún más, la cabeza degollada de Goliat. Detalle este de importancia para la belleza de un barroco naturalista, pero no grotesco ni cruento ni ensangrentado, sin embargo. La imagen de David es la imagen de la seguridad en sí mismo desde antes de haberse decidido a llevar a cabo la hazaña heroica. Aquí no mirará David a su enemigo abatido, ni a nosotros tampoco; no mira él ni arriba ni abajo, mira ahora fijo a su derecha. ¿Pero, hacia qué cosa mirará? Hacia la abandonada miseria del temor que hace a los hombres desaparecer entre las sombras... Porque él, a cambio, no ha desaparecido. David ha triunfado, porque él mismo lo habría decidido así antes. Y solo mira ahora convencido, es decir vencedor de sí mismo, de lo que por ser humano -no bestia ni inhumano ni cobarde- ha sido él capaz de llevar a cabo, frente a las fútiles sensaciones angustiadas de la vida y de los hombres.

Pero el Barroco es florecimiento bello, es adorno destacado. Por esto aquí el pintor nos muestra no ya al real y exacto joven hebreo rústico de la leyenda antigua, sino al elegante y noble efebo del siglo XVII, que llevará ahora su elegante vestido, su capa encarnada y el sombrero coronado con su perfecta pluma enjoyada de perlas. ¿Hay mayor contraste aquí ahora, por ejemplo, entre esa sofisticación de vestuario y la cuerda basta y vulgar de la honda asesina que portará David en su mano derecha? ¿O, también, la belleza de David con la grotesca cabeza de Goliat que ofrecerá el feroz y aterrador perfil más siniestro de un ser malvado? El Arte de Cagnacci y su barroco poderoso utilizarán su equilibrio y composición genial para abatir la sordidez cruenta del heroico crimen. Pero, además, destacará en la obra la promesa sosegada de un futuro esplendoroso...  Porque la inteligencia, la decisión y la honradez humanas de una parte, vencerá a la pérfida, brutal e insensible maldad de la otra. Y el mensaje artístico se transmite ahora con la maravillosa eternidad fijada en esta bella imagen barroca. Los que vean la imagen representada en el cuadro entenderán la sutil y bella escena de un David mirando, victorioso de sí mismo, hacia su derecha, aquí ahora invisible del todo en la obra. Esta es otra de las grandes y geniales características del Arte: que el creador puede dejar fuera del escenario visible las múltiples cosas que puedan ser miradas ahora por el personaje retratado... y también por nosotros. Porque cada cual de nosotros que lo mire ahora puede imaginar lo que desee ver, según su propia emoción sentida. Esas cosas imaginadas serán, a fin de cuentas, las cosas por las que merecerá la pena vencerse, y vencer así, a la vez, las temeridades o dificultades más abyectas de la vida.

(Óleo del pintor barroco Guido Cagnacci, David con la cabeza de Goliat, 1650, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

27 de octubre de 2016

La belleza trasmutada desde cualquier sentido ajeno al Barroco y su fascinación universal.



Fue el Barroco probablemente el periodo artístico más excelente de la historia. Después de ver, admirar y describir obras de Arte de todos los momentos o tendencias llego a la conclusión de que el mejor periodo para comprender el sentido más universal, humano y artístico del Arte es el Barroco. El mejor, pero no el único. El mejor porque comprendió pronto y hábilmente que el Arte es intemporal e irreal, un contraste inacabado de belleza a la vez que de sorpresa y colores vibrantes o desasosegados. ¿Dónde hay más color en el Arte sino en el Barroco? Pero, sin embargo, el Naturalismo -mostrar las cosas de la naturaleza, los cuerpos, las tonalidades, el cielo, todo, como son en verdad a nuestros ojos sensitivos- fue también una de las características fundamentales del Barroco. Qué contradicción: tanto la realidad como la irrealidad de la vida. Porque las cosas humanas, sus gestos o actitudes peculiares mostradas en lienzos barrocos, lo inverosímil de las situaciones descritas en ellos, no tendría nada que ver con la realidad de cómo son las cosas realmente en el mundo. Por ejemplo, en el extraordinario cuadro del pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678), el personaje de Magdalena -la mujer de espaldas- no podía disponer de un peinado o de una diadema como la que muestra la obra para su tiempo evangélico -el siglo I-, esos mismos accesorios y joyas que el pintor compone ahora propias del siglo XVII. Pero, es que al Barroco no le interesaba la realidad ni el origen real de algunos objetos reflejados en sus obras. Sin embargo, en esta obra de Jordaens sí disponen otros personajes una vestimenta acorde con la época representada. En su obra La Piedad el pintor destacará claramente al personaje de Magdalena por su belleza, pero tanto la belleza que se ve como la que no se ve. Es evidente que el pintor pudo trasmutar (alterar o transformar) el sentido estético de este personaje porque la simbología de Magdalena era la de una cortesana -mujer mundana y muy diferente de las otras mujeres seguidoras de Jesús-, y las cortesanas en el siglo XVII eran así: elegantes, bellas, sofisticadas, escotadas y muy derechas -no inclinadas o humildes-, mujeres decididas y convencidas de su distinción personal -que no social- frente a las demás mujeres virtuosas o recatadas.

Pero por entonces -en el siglo XVII- no se valoraría más que la propia devoción religiosa del cuadro. Por eso la obra pudo ser comprada por una congregación católica española, Los Carmelitas Calzados, y mostrada así sin problemas teologales en su convento sevillano. La obra de Jordaens es una pintura magnífica y muy elogiosa por su acabado y su composición. La posición de Cristo, por ejemplo, es más original que la de cualquier otra Piedad creada por el Arte, como por ejemplo lo es la escultura famosa de Miguel Ángel con el mismo nombre -obra que influiría en el pintor flamenco-. Y lo es porque el escorzo de la figura del cadáver de Jesús es de una genialidad artística extraordinaria: las piernas no tienen ahora  la longitud que correspondería a la dimensión normal del cuerpo humano real, lo que representa la expresión de un escorzo en la estética artística. Pero es que eso debe ser así para los ojos que vean la perspectiva sedente e inclinada de un cuerpo. Es extraordinaria en el lienzo barroco esta virtualidad postural que se permite hacer el pintor hábilmente. Luego está la composición, tan compleja para poder incluir seis personajes alrededor del cuerpo fenecido de Cristo. Pero hay más cosas. Hay figuras que están ahí porque deben estar en una escena sagrada como esa: la Virgen María, María Salomé y el apóstol Juan con su túnica roja. Pero, y el resto de los personajes, ¿quiénes son? José de Arimatea y Nicodemo son los otros personajes retratados en la obra. No son tan habituales para la representación de una Piedad, que no siempre incluye a estos dos seres secundarios. Porque Arimatea y Nicodemo son judíos convertidos tardíamente al cristianismo, y lo hicieron más por bondad que por verdadera fe. Se presentaría entonces al pintor la necesidad compositiva frente a lo esencial de una Piedad tan sagrada.

¿Qué otros personajes, sagrados o no, se podrían haber colocado al otro lado del apóstol Juan para equilibrar así la obra? ¿No habría otros personajes más sagrados? Estos dos personajes secundarios -seres ambivalentes- fueron también utilizados por Miguel Ángel en su famosa escultura la Pietá de Florencia. Los utilizaría para reflejar una disidencia con la dogmática y convencional recreación de los personajes sagrados de siempre. Jordaens fue un pintor flamenco de la católica Amberes que al final de su vida se hizo protestante. Incluso escribió textos heréticos en el año 1658 que le costaron una multa eclesial. Aquí, en su obra La Piedad, José de Arimatea aparece triste y apoyado en la escalera con la que se acaba de bajar el cuerpo moribundo de Cristo. Su gesto parece el de un hombre pensativo o dubitativo que medita sosegado y reflexiona el sentido misterioso de lo que ahora está presenciando. La obra de Arte se trasladaría a Sevilla a finales del siglo XVII y fue expuesta en el convento carmelita, para, al siglo siguiente, depositarla en la iglesia de San Alberto, un templo anexo a este convento. Y en ese lugar estuvo la obra de Arte hasta el año 1981, cuando por entonces el Estado español adquiere el lienzo de Jordaens para depositarlo en el Museo Nacional del Prado. En todos esos años fue admirado el cuadro por ojos piadosos que, con toda seguridad, no pudieron advertir el sentido tan maravillosamente irreverente (casi herético) de la extraordinaria obra maestra del Barroco. Pero es que así fue el Barroco, una época artística que permitía maniobras de sutileza y fascinación, de belleza y contenido diferentes, de sorpresa, de misterio, o de vibrantes muestras de mensajes humanos, paganos o divinos. Mensajes que siempre fueron implícitos, que nunca pudieron destacarse ni apreciarse claramente y que, ocultos tras la perfección elogiosa de una obra maestra, pudieron sobrevivir al paso del tiempo, a los prejuicios, a las tendencias, a las desidias humanas o a las arbitrarias categorías del mundo y sus cosas.

(Detalle del óleo barroco La Piedad, 1660, Jacob Jordaens, Museo del Prado; Óleo La Piedad, 1660, del pintor barroco Jacob Jordaens, Museo Nacional del Prado.)

20 de octubre de 2016

Un retrato gráfico de la egoísta, impasible y frívola humanidad: elocuente, sutil y crítico.



En los siglos pasados los seres humanos no podían conocer todas las cosas a menos que la vieran directamente. Salvo en los cuadros. Es de entender que los fenómenos extraños y los seres desconocidos o raros animaban a descubrirlos a la primera oportunidad. Hay que imaginar con qué curiosidad y avidez los ojos desacostumbrados a lo novedoso y espectacular pudieran observar por primera vez las exóticas, inéditas o temibles criaturas de la Naturaleza. Nunca un rinoceronte había sido visto en Europa antes del año 1743. Así que hay que comprender la expectación que el espécimen supuso entonces. Sí que había pisado otro rinoceronte Europa, pero hacía más de doscientos años, cuando le regalaron uno al rey Manuel de Portugal. Pero no pudo verse porque moriría ahogado en aguas del Mediterráneo antes de llegar a Roma en el año 1513. Láminas dibujadas con la imagen de un rinoceronte sí habían existido -el pintor alemán del Renacimiento Durero había hecho algunas-, pero nunca ojos europeos habían visto un ejemplar vivo de ese animal tan extraordinario. Un holandés crearía a mediados del siglo XVIII una exposición itinerante en Europa para exhibir un rinoceronte. Tuvo tanto éxito la muestra del animal que llegaría hasta a enriquecerse. En el año 1750 llegará a Venecia para el carnaval y, en pleno momento de emociones mundanas y alegres, exhibiría entonces un rinoceronte asiático para sorpresa y curiosidad de los venecianos.

Un mentor artístico quiso que un pintor veneciano, Pietro Longhi (1701-1784), eternizara aquel espectáculo maravilloso de la exposición del extraño animal. Longhi no pasaría a la historia de la Pintura de los grandes maestros venecianos. Comenzaría pintando obras históricas o religiosas, relevantes hazañas o mitos que representaban grandiosas gestas o leyendas, pero no triunfaría nunca con ellas. Esas obras suyas por entonces -pleno momento Rococó, un periodo desenfadado, frívolo y alejado de solemnidades- no serían tenidas muy en cuenta por el público. Así que, aconsejado por pintores experimentados, Longhi abandonaría las grandes historias por las pequeñas, cotidianas, costumbristas o rutinarias formas de mostrar momentos triviales de la época. El costumbrismo comenzaba a interesar y Longhi pintaría escenas humanas de venecianos disfrutando de sus cosas o disfrazados del carnaval. Pero, cuando el mecenas le pidiese que pintase el momento de la exhibición del rinoceronte en Venecia, Longhi consiguió realizar una extraordinaria obra maestra de Arte. Lo que consiguió entonces el pintor fue que, pintando una curiosidad animal, pintara realmente otra cosa... La obra presenta a la derecha una inscripción que, más o menos, dice así: Verdadero retrato de un rinoceronte llevado a cabo en Venecia en 1751 de la mano de Pietro Longhi por la comisión del patricio Giovanni Grimaldi.

El pintor compuso, al menos, dos versiones de esa obra -la otra está en el National Gallery londinense- y algunas otras pinturas mostrando solo un rinoceronte o un elefante. Pero únicamente esta obra -expuesta en un museo veneciano- muestra la curiosidad de no ser el rinoceronte el objeto de atención sino los propios observadores que miran en el cuadro. Porque en la obra hay representados espectadores anónimos -otros no, y éstos es posible que pagaran por salir ahí- y personajes relacionados con el rinoceronte. El mecenas del pintor es el hombre elegante y sin disfrazar en el centro del lienzo. El holandés oportunista está a la izquierda sosteniendo en su mano un cuerno roto -se desprendió un tiempo antes- del rinoceronte. ¿Fue un encargo la obra de Arte para mostrar elogiosamente a esos personajes?, ¿o fue una sutil forma artística de mostrar ahora el sinsentido de presenciar una observación inobservada? Porque nadie está mirando el objeto de observación al que han ido a ver. Podían haber sido retratados elegantemente mirando al animal. Incluso el argumento de exhibirse el rostro de algunos personajes no es una justificación: algunos tienen máscara y aun así no dirigen ahora su mirada al rinoceronte, único sentido objetivo de querer asistir a la visión del exótico animal.

Todos están ahora ajenos al sentido que los ha llevado allí. Desde el hombre de la pipa -único que parece mirar, aunque más parece divagar- hasta el resto de personas, adultos o niños -incluso la niña de arriba no sentirá ninguna curiosidad-, no están ahora observando nada que no sea su propia individualidad, su impasible y absorta mismidad. Porque cuando un ser humano mantiene su atención en algo ajeno a sí mismo es cuando dejará de ser un individuo egotista -ensimismado en sí mismo- para transformarse en un individuo real. Y el pintor veneciano supo extraer un sentido trascendente -por entonces posiblemente inextricable a sus contemporáneos- de un simple lienzo rococó desenfadado y alegre. Un sentido diferente por el hecho curioso ahora de, mostrando un objeto extraño -lo que debería ser motivo de atención-, exhibir en la pintura, sin embargo, las desafecciones o el desinterés de los humanos por todo aquello que no sea su propia imagen. Y qué mejor representación de la verdadera naturaleza de los seres humanos que esta curiosa obra. ¿Es que seguimos siendo ajenos a las cosas importantes que la vida nos pone por delante para dejar de mostrar interés y buscar ahora, a cambio, la propia exhibición vanidosa? 

Por eso la obra de Pietro Longhi es genial en sí misma, pues da igual lo bien que estén o no dispuestos los colores o la composición artística. Da igual que la obra no sea histórica o mitológica, o que contribuya a evolucionar o no el Arte y sus alardes estéticos. El hecho es que -queriendo o no- el poco exitoso pintor veneciano compuso una de las críticas sociales más sutiles de la humanidad: la de que el ser humano en el fondo es un ser desdeñoso de todo aquello que no sea él mismo. Un poeta contemporáneo del pintor -Carlo Goldoni-, veneciano como él, le dedicaría un verso prodigioso y elocuente al artista ilustrado: Longhi, tú que llamas a mi hermana musa de tu pincel que la verdad persigue... Y así lo hizo entonces, que la persiguió y lo dejaría muy claro con su obra cuando mostrase la absurda representación en su lienzo de una exhibición sin sentido.

(Detalle del cuadro El Rinoceronte, del pintor veneciano Pietro Longhi, 1751, Venecia; Óleo El Rinoceronte, 1751, Pietro Longhi, Museo Ca'Rezzonico, Venecia.)

18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

11 de octubre de 2016

La vida es una elección, está compuesta de elecciones, y el Arte ayuda a comprenderlo.




En las postrimerías del Romanticismo, hacia finales de los años treinta del siglo XIX, unos pintores sintieron la necesidad de crear de otra manera distinta el sentimiento de las cosas. Porque ese sentimiento que las cosas les producirían sería para ellos un pálpito artístico insoslayable. ¿Fue un impulso artístico exclusivamente? ¿Fue la pulsión artística por expresar las cosas de otra manera solo lo que originó pintar ahora de otra forma? La historia convulsa de los rigores sociales de la humanidad condicionará siempre cualquier forma o manera de expresión contemporánea. Hay que situarse históricamente para entenderlo. La crisis institucional y social que provocó la Revolución francesa y las guerras napoleónicas posteriores llevaron a un necesitado clamor espiritual, metafísico o emocional, del hombre europeo. Por eso el Romanticismo enraizó bastante bien en aquellos años revolucionarios. Pero, cuando toda aquella convulsión agitada pasó el mundo restauraría su sociedad amable y sus tranquilas y satisfactorias formas estéticas de antes. Sin embargo, no duraría todo eso más de treinta años. La sociedad se revolvería de nuevo luego, ante la incapacidad de entender la humanidad los verdaderos motivos de las cosas. Así que cuando surgieron las revoluciones sociales del año 1848, herederas de aquella Revolución de antes pero advenidas ahora desde una insatisfacción más social que ideológica, fueron desarrollándose en Europa algunos pintores que buscaron la tranquilidad o el sosiego que necesitaban para crear sus obras de Arte. Y no lo buscaron tanto en el sentido metafísico, espiritual o ideológico de las cosas, sino más bien en lo cercano de las cosas, en un entorno natural desprovisto de cualquier connotación idealizada, pero huyendo también de una realidad social cruel, dura y desmotivadora.

Fue el pintor Theodore Rousseau quien, en el año 1848, decide huir a la boscosa población francesa de Barbizón al norte de París, donde encontraría el sentido más profundo de lo que sentiría como el verdadero motivo de una creación artística. Ahí se materializaría una forma de crear Arte, que habría sido incluso sospechada por algunos pintores británicos años antes -John Constable-, gracias por entonces a una tendencia que acusaba más el espíritu natural de lo representado que la metáfora espiritual que lo natural representado expresara. Y esa nueva escuela artística -La Escuela de Barbizón- inspiraría luego una revolución en el Arte cuando el Realismo no satisfaciera -como esta escuela tampoco lo hiciera- el sentido expresivo e íntimo de una realidad inmediata -la que aparece efímeramente a nuestros ojos-, ni tampoco la de una necesidad existencial inmanente -la que sentimos huérfanos de espiritualidad desconocida-. Y de toda esa forma de crear se acabaría originando en el Arte poco tiempo después el aséptico, equidistante y maravilloso Impresionismo. George Inness (1825-1894) fue un pintor norteamericano que navegaría por las aguas románticas que el paisajista Thomas Cole y la Escuela del Río Hudson habían configurado por entonces en los EE.UU. Pero, en el año 1851, decide Inness viajar a Europa y descubre ahora asombrado otra cosa muy diferente a ese romanticismo norteamericano. Porque la diferencia de los creadores franceses de paisajes -Barbizón- frente a los norteamericanos de paisajes -Hudson- era que aquéllos expresaban sus composiciones directamente en el sitio en que pintaban, frente a la luz y al color que ellos veían directamente, sintiéndolo además en su interior más emotivo. En contraste con la escuela norteamericana, que intelectualizaba, racionalizaba o pensaba -en el estudio interior- mucho más el sentido creativo que el paisaje les inspiraba, aunque fuesen sentimientos muy parecidos ambos.

En definitiva, había en las dos tendencias una inspiración sentida: o por lo que el sentimiento desnudo se dejara guiar (Europa), o por lo que el intelecto reflexivo pudiera sentir (Estados Unidos). Pero en Inness el momento y las emociones que le produjo aquella experiencia francesa le cambiaría la vida para siempre. De regreso a su país, en la década del año 1860, descubriría las obras literarias del filósofo, científico y místico sueco Emanuel Swedenborg. Y entonces compuso George Inness unas obras de Arte con una expresividad mística como espiritual extraordinarias. Cuando los fuertes descubrimientos de algunas cosas emotivas les lleva a preguntarse o replantearse a los espíritus más sensibles y reflexivos esas mismas emotivas cosas, determinan luego esas especiales cosas una inevitable elección decisiva en sus vidas. Tal fue el caso de Emanuel Swedenborg (1688-1772), un inquieto científico de la ilustración que, hacia el final de su vida, decidiría dedicar todos sus conocimientos a explicar a la humanidad una teología más asequible, cercana y justificable, de una realidad, sin embargo, tanto inmanente como trascendente en nuestro mundo. Supuso un trastorno en los sentidos clásicos de espiritualidad hasta entonces conocidos. Pero, sin embargo, no prosperaría esa novedosa intención metafísica de Swedenborg. La razón y el sentimiento -el racionalismo y el romanticismo-, junto con la propia religiosidad oficial y tradicional, dejaron solo en una anécdota intelectual y filosófica lo que, según para algunos budistas, llevaría a cabo entonces el llamado por éstos Buda del Norte. En la difícil recopilación de teorías filosóficas o religiosas del pensador Swedenborg hay que tratar de sintetizar, sin dejar de ser riguroso, pero sin extenderse. Aquí prefiero mencionar un artículo de internet: Lo que Borges me contó de Emanuel Swedenborg.

En este artículo se establece una curiosa e interesante teoría de Swedenborg que al escritor Borges le inspiraría. Tiene que ver con las elecciones. Lo que decidimos asociar a la afinidad que tenemos con algunas de las cosas de la vida es lo que, libremente, decidimos elegir. Y eso determinará elegir a la vez el sentido de benignidad, bondad o placer espiritual que queramos tener, frente a la tosquedad contraria de lo maligno que acojamos también, esto último tan aniquilador o displacentero espiritual como personalmente. En ese artículo de Borges se expresaba lo que el pensador sueco defendía con sus teorías místicas revolucionarias. Algo que puede resumirse en que solo nosotros elegimos qué cielo o qué infierno queremos padecer. Primero expresa un dualismo existencial muy claro: hay una oposición entre un mundo material o corporal y otro espiritual o intelectual. Segundo hay también un dualismo moral: el bien y el mal. Unos viven -y vivirán- en un mundo (exterior/interior) placentero y bondadoso y otros en uno terrible y violento. Pero, y aquí está lo que más inspiraría a Borges -y es lo más interesante-, ni el cielo es un premio ni el infierno es un castigo. Es cada ser humano el que los crea según la disposición de su alma personal -su propia elección personal- en su propia vida. Porque los buenos, por un lado, irán adonde están los otros buenos, y su resultado será la celestial bondad elegida. Y los malos buscarán la compañía de otros malos, y sus envidias, conspiraciones y violencias serán así el infierno elegido. Pero, en cierto sentido, los malos son felices en su infierno, porque es ahí donde ellos desean estar. Si se acercan demasiado a ese cielo contrario lo perciben con dolor y repugnancia. Porque son las elecciones que hacemos en la vida las que nos llevarán a ese estado -ese donde ahora vivimos, ¿y luego viviremos?- y no otra cosa diferente. 

(Óleo del pintor George Inness, Amanecer, 1887, Museo Metropolitan, Nueva York; Cuadro Atardecer en Medfield, 1875, del pintor George Inness, Metropolitan; Fotografía realista de la mezquita turca de Santa Sofía, Estambul; Óleo del pintor impresionista John Singer Sargent, Santa Sofía, 1881, Museo Metropolitan de Nueva York.)

4 de octubre de 2016

Elogio de internet, de Watteau y de los medios visuales de difusión del Arte.



¿Qué mejor forma de conocer obras de Arte que verlas con la extraordinaria capacidad que nos ofrece internet? Porque podremos dedicarnos a ver un catálogo monográfico, sin duda; podemos también ir a un museo y verlas, por supuesto; pero, ¿alcanzaremos a descubrirlas con la rapidez y versatilidad que nos permita la pantalla cercana y personal de nuestros dispositivos? Luego, sin embargo, podremos dedicar, a cambio, cómodamente tiempo a visionarlas, a analizarlas incluso, para llegar a sentir cosas que, en otras oportunidades -un museo requiere mucho tiempo y del talento de la selección o discriminación de tantísimas obras-, no podrían llegar a ofrecernos todas las emociones, matices y conocimientos que el visionado pausado de una obra de Arte exige. Y, como excusa de este elogio, ver ahora una obra maestra que merece el mismo o mayor elogio para llegar a ejemplarizar el sentido fundamental que el Arte debiera tener en la vida de los seres.

Para apreciar el Arte hay que prescindir de prejuicios y estimaciones académicas predeterminadas. El Arte, el gran Arte, es una emoción que llega pronto o no llega. Antoine Watteau (1684-1721) fue un pintor prototípico de lo que se llegaría a llamar en el siglo XVIII tendencia Rococó. El mejor dibujo natural junto a la mejor escena relajada; el atractivo Arte de una representación vulgar o nada épica, frente a los excelsos motivos heroicos expresados de lo clásico. Porque Watteau compuso obras de una temática convencional o más normal -instantes cotidianos, momentos propios de todos los seres, grandes o pequeños, buenos o malos-, pero, sin embargo, todo ello con la mejor estética de los antiguos y grandes maestros clasicistas. A cambio, pocas mitologías épicas o gestas históricas de escenas grandilocuentes. Fue un artesano genial, un pintor extraordinario; fue reflejo de su época desenfadada, la que más se encontraría huérfana de tendencias -primer cuarto del siglo XVIII-, después de haberse dejado antes la piel emocional la sociedad europea con el arrebatador y maravilloso Barroco.

Watteau compuso entre los años 1715 y 1719 una obra extraordinaria, tan barroca como clasicista. Extraordinaria en todos los sentidos, literalmente, fuera de lo ordinario; tanto para él -no tendría nada que ver con lo que más crease- como para el propio Arte -pocas obras maestras llegan como Júpiter y Antíope de Watteau a alcanzar el reino de lo sublime-. El tema de la pintura fue compuesto antes y después de Watteau en muchas ocasiones. Era el mito de Antíope, la bella hija del rey de Tebas seducida por Zeus. El Arte buscará excusas para componer el más deseoso de los visionados naturalistas: el desnudo humano más bello y sensual, la inevitable perspectiva de un cuerpo humano -en este caso femenino- para acceder a la belleza más sensual y deseable. Pero, como los grandes creadores, el pintor francés muestra ahora otras cosas... ¿Serán estas cosas excusas para distraer la mirada o un relevante motivo iconográfico más? Este es un misterio del Arte. Es decir, toda obra maestra necesita de elementos que justifiquen el tema, pero, también que esos elementos sean estéticamente necesarios por sí mismos.

Salvando el detalle de la pésima resolución de la imagen, Júpiter y Antíope (Ninfa y Sátiro) de Antoine Watteau es una muestra artística paradigmática de una representacion de la vida humana: de sus deseos, de sus contradicciones,  de sus maldiciones o de sus bendiciones. Tenía que componer el mito de Antíope y seguir además describiendo y narrando la leyenda del relato mitológico. El dios Zeus desea poseer a la más hermosa y bella joven de Tebas. No puede hacerlo como un dios, debe transformarse en otra cosa y decide convertirse en el ser más depravado: en un sátiro. Un ser con todas las características voluptuosas evidentes del deseo más feroz y desalmado. Pero la joven ninfa, es decir, un ser bello y joven, aunque inocente, no se dejaría seducir -no se sentiría atraída- por un ser tan rechazable o deleznable como representaba el sátiro, un personaje que mostrase sin reparos el deseo más atroz y descarnado. ¿Por qué el dios cometió esa estupidez?, ¿no pudo, como dios que era, transformarse en un personaje más amable? No, porque el deseo humano que los poetas quisieron expresar era el más desgarrado, el más desenfrenado, el más auténtico deseo incontenible y feroz. Había entonces, para seducir a la belleza, que inutilizar la voluntad del ser deseado: y el sueño producirá ese efecto claramente. Por esto la bella ninfa está ahora dormida en la obra. Ella refleja, más que otra cosa o símbolo posible, la representación del objeto de deseo.  Y debe ser ahora un objeto no colaborador, un ente alejado, inmaculado, blanco,  frágil y, a la vez, efímero

El sátiro es representado con los rasgos contrarios, propios del deseo: decidido, precavido, ansioso, imaginativo, feroz, recreador de sensaciones, despiadado, como todos los deseos.  El paisaje es preciso y necesario que exista, ¿cómo, si no, es posible distraer los ojos de los que ahora vean el deseo, es decir, de nosotros mismos? Hay que añadir algo más: el precipicio y las raíces de los árboles. Con ambas representaciones naturales justificamos, moralizamos y admiramos la belleza de la obra y no vemos tanto un rechazable asalto. Está Antíope ahí casi para caer peligrosamente, su brazo y pie izquierdos se balancean justo al lado del abismo. Las raíces de los árboles denotan ahora otras cosas: la vida que prosigue, sin embargo, y favorece así el sentido, aun desalmado, de la vida procelosa. Los colores son imprescindibles para comprender parte del sentido del cuadro: la claridad y la oscuridad de los dos cuerpos. Es la atracción de lo opuesto y el contraste de lo diferente: la belleza dormida y el deseo feroz. El pintor no moraliza mucho, sin embargo, pero tampoco lo evidencia todo. ¿Qué es peor, la imprudencia de situarse a dormir peligrosamente la belleza al borde de un abismo, o la desalmada fuerza del deseo desplegando ahora con suavidad las finas telas que ocultan? Como los poetas, los pintores descubren un universo -nos guste o no- que refleja siempre la mejor esencia de las motivaciones más inconfesables de la vida. 

(Detalle del óleo de Antoine Watteau, Ninfa y Sátiro (Júpiter y Antíope), 1719, Museo del Louvre; Cuadro Ninfa y Sátiro, de Watteau, Museo del Louvre; Imagen de la Sala 36 del Museo del Louvre, salas de Watteau, donde se aprecia a la izquierda el cuadro Ninfa y Sátiro, Museo del Louvre, París.)

29 de septiembre de 2016

Lo importante no es hacer, es volver a hacer; lo importante no es amar, es volver a amar...



Cuando los judíos seguidores de Moisés rechazaron la ley que éste les entregara en el Sinaí como reflejo sagrado de una alianza con su dios, el elegido pueblo hebreo dio la espalda entonces a la ley, rompió esa alianza y Moisés rompería esa ley. Y la rompió Moisés entonces no para dejarles sin ninguna, no; la rompió para, con sus trozos, construir ahora otra nueva ley. Pero, sin embargo, esta ruptura fue positiva ya que así permitiría crear otra nueva alianza con ella. De hecho, los judíos no dejaron de romper la ley con sus críticas, sus comentarios incesantes o el cuestionamiento de su aplicación. Los judíos no se conformaron entonces con una simple -única- lectura de la ley, sino con una re-lectura continua. Porque lo importante no es leer, sino releer; no es hacer, sino hacer una y otra vez; lo importante no es amar, sino volver a amar...

La historia de la relación de Vincent van Gogh (1853-1890) con el Arte es la historia de una ruptura y un volver a hacer constantemente, también con su atormentada vida, hasta el final. Los inicios del pintor holandés en el Arte son oscuros, como su propio estilo de pintura inicial lo fuera. Nunca se planteó él verdaderamente pintar. Quiso ser otra cosa, o no supo realmente qué ser. Dibujar sí dibujaba desde pequeño, pero como una afición, como un desahogo o como una actividad secundaria. Su relación con el Arte fue muy temprana, sin embargo, ya que comenzaría a trabajar en una galería de Arte que comerciaba cuadros holandeses con clientes europeos. En el año 1873, con veinte años, viaja a Londres como agente de la galería y entonces allí, en una pensión londinense, descubriría por primera vez el duro y amargo desazón del amor juvenil. Dos años después viaja a París y descubre el maravilloso color de las pinturas impresionistas. Vuelve a Londres y se refugia ahora en la religión y en la Biblia. En el año 1877 regresa a Holanda y, dos años más tarde, trabaja como misionero en las duras y difíciles regiones mineras de Flandes. Allí se enfrentaría consigo mismo y con su sentido más radical de la vida. Fracasa en su misión evangélica y, aconsejado por su hermano Theo, comienza a pintar. Sus primeras composiciones artísticas las realiza a los veintiocho años, en el año 1881. En solo nueve años, verdaderamente, van Gogh compuso la mayor y más extraordinaria obra de Arte jamás habida en la historia artística contemporánea.

En la obra pictórica de van Gogh hay un impulso por conseguir acercarse un poco más cada vez al prurito decepcionante de la vida. Él, como todos los seres aventajados en traspasar las fronteras de lo consciente, sabría que tendría que tratar de hacerlo con su Arte, a pesar de sospechar, inevitablemente, que sus intentos transgresores tan solo servirían para dilatar, un poco más cada vez, el final de un sin-sentido vital insuficiente. Su producción artística se incrementaría notablemente en el año 1885, realizando muchas obras en ese y en los siguientes años, hasta el fatídico 29 de julio de 1890. En el año 1885 realizaría en Holanda su creación Los comedores de patatas, una de sus primeras obras importantes. Su necesidad de reflejar lo mismo que se siente cuando se viven las cosas que los demás viven, le hará pintar esas mismas cosas de una forma que, ahora, reflejaría más incluso lo que él mismo siente que lo que sienten los demás. Aun así, no desentonaría nada en el reflejo veraz y artístico de lo que él haría o representaba.  Sin embargo, no llegaría nunca a ser -ni a hacer- lo que él anhelase verdaderamente con su vida. En el año 1886 llega a París de nuevo, luego de once años después de haberla conocido antes. Pero ahora solo ya como un pintor, como un fiel amante convencido del único amor que él necesitaba.

Y en el París más impresionista y neoimpresionista del mundo descubre otros genios y otras formas de Arte. Y entonces retrata personas más que paisajes o cosas. Y tratará de encontrar el alma perdida de las cosas -¿la suya, la del mundo?-, incapaz de haberla hallado nunca antes. Pero, no. Aún no. Y entonces viajará al sur de Francia y descubrirá la luz. Y brillará con su alma torcida pero deseosa de atrapar otra vez la vida. Inútilmente. Pero no, aún no. Y se revuelve en sí mismo y en su decepción ingrata. Y luego regresará a París, y, por fin, llegará luego a Auvers-sur-Oise, al norte de la capital francesa. Y ahí, entre los tibios paisajes desolados, descubrirá la falta total de su sentido artístico y existencial. Y no hace aún, sin embargo, otra cosa más que fijar ese sin sentido denodadamente entre los trazos desesperados que plasma ahora un artista perdido. ¿Pero, qué son esos trazos desmoralizados entre las maravillosas composiciones de aquel año 1890, el terrible año final de su malograda vida? ¿No hay ahí como una revelación, como un descubrimiento maravilloso fatalmente intuido? ¿No es ahora más que el final de aquel hacerse él mismo a sí mismo, algo que, como todos los demás, terminaría por buscar él anheloso sin saberlo? La hija del dueño de la pensión Ravoux, el lugar donde se alojaba van Gogh aquel verano del año 1890 en Auvers-sur-Oise, llegaría a relatar la muerte del gran genio del Arte:

"Como todos los días, Vincent van Gogh volvía al mediodía para almorzar y descansar de su larga jornada de trabajo. Pero aquella tarde volvió a salir. Y a la hora de la cena no regresaría, algo extraño porque no lo había hecho nunca, ya que se acostaba muy temprano para madrugar pronto. Hacía calor y nos sentamos a la puerta de la pensión. Entonces lo vimos, vimos la figura de un hombre tambaleándose, caminando como embriagado. Era van Gogh, que, con su cuerpo agachado y turbado, se dirigía hacia nosotros lentamente. Al llegar a la puerta le pregunté ¿señor Vincent, qué le ha pasado? Ah, nada, que me he herido. Siguió hacia dentro y subió a su habitación. Entonces le oímos gemir y mi madre instó a mi padre a que lo viese. ¿Qué le pasa?, le preguntó mi padre. Se volvió y le enseñó una herida oscurecida y ensangrentada en el vientre. ¿Pero, qué ha hecho? Me he disparado un tiro, esperemos que no haya fallado."

Luego llamaron al doctor Gachet y éste comprobaría la dificultad de extraer la bala. Decide entonces esperar a ver los resultados de la herida. El pintor se encuentra tranquilo y sin dolor, y pide permiso al doctor para fumar su pipa. Éste accede y le dice que espera salvarlo. Pero van Gogh le responde: Entonces lo volveré a intentar. ¿Qué habría conseguido hacer o padecer el genial creador holandés para llegar a pensar de ese terrible modo? Su obra. Su repetida, obsesiva, anhelante y desesperada obra. Y lo volvió a intentar, pero ya no pudo más. De aquella sensación tan profunda para un ser tan especial quedarán sus últimos trazos artísticos, cargados ahora de un impulso vagamente eterno. Ya no hay nada más para entenderlo, tan solo el color desestructurado y maravilloso del entorno limitado y completo de su obra. Todos los trazos estarán ahí, sosteniendo, en cada tono y pincelada, el resto de los otros, de todos los demás, de los deslavazados y de los que no. Y todo ello para tratar de comprender por qué se encuentran ahí, aprisionados, esos trazos relacionados ahora sin otra cosa más que con ellos mismos. Para justificar entonces el porqué existen o el porqué viven o el porqué hacen lo que hacen así, en sus obras. Como el sin sentido de algunos seres y de sus emociones, como el regresar de nuevo hacia la duda o como el rehacer la vida en cada caso.

(Óleos pictóricos todos de Vincent van Gogh: Primeros pasos, después de Millet, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York; Muchacha en la carretera, 1882, Museo Flora, Suiza; Campo de amapolas, 1890, Gemeentemuseum D.H., La Haya; Puesta de sol en Montmayour, 1888, Museo van Gogh, Amsterdam; Comedores de patatas, 1885, Museo van Gogh, Amsterdam; Vista de Amsterdam desde la estación central, 1885, Fundación Boer, Amsterdam; El jardín del doctor Gachet en Auvers, 1890, Museo de Orsay, París; Ramo de flores en un florero, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York.)