17 de abril de 2017

El encuadre ajustado y la perspectiva grandiosa: la batalla de los bátavos contra los romanos.



De la inmensidad de una escena grandiosa es difícil obtener una imagen emotiva y placentera, a menos que se dominen técnicas iconográficas. El parlamento holandés encargaría en el año 1613 al pintor Otto van Veen (1556-1629) componer la antigua batalla de los bátavos contra los romanos. El pintor entonces homenajearía artísticamente más a sus enemigos de antaño -los romanos- que a sus ancestros holandeses, los bátavos. Pero nadie rechazaría la obra, menos un pueblo tan enamorado del Arte. La rebelión bátava fue feroz en los tiempos del dominio romano, ya que los bátavos -germanos del norte- habían sido adiestrados como tropas auxiliares para el propio imperio. Fue además un momento delicado en el imperio romano porque coincidió con la inestabilidad del año de los cuatro emperadores, el año 69 d.C., cuando Nerón muriese y dejase el imperio en manos de unos oportunistas gobernadores o cónsules. En la pintura de Van Veen la perspectiva de la obra nace en las figuras derrotadas o muertas de los romanos atrapados por sorpresa a orillas del Rin. La visión del campo de batalla es la que tendría alguien situado a la misma altura de los romanos caídos. No es una visión de pájaro ni una visión general de todo, solo es la sesgada visión desde un ángulo imposible para poder apreciar la batalla completa.

Pero eso es lo genial en esta pintura, es lo inesperado, lo sorprendente, lo artístico. El pintor fue maestro de Rubens y además nació en la creativa ciudad de Leiden, donde naciera años después Rembrandt. Volviendo a la obra, ¿cómo encuadrar toda esa batalla tan ingente de guerreros multitudinarios para poder hacer una maravillosa obra de Arte? Pues lo consiguió el pintor con la intersección de dos planos que no se acaban de tocar... Por un lado el plano de los romanos caídos y de los bátavos rebeldes que, detrás de aquellos, se dirigen decididos portando los emblemas tomados al enemigo. Por otro lado el grueso plano de la infantería romana que se prepara ahora a la lucha y culmina el paisaje panorámico del cuadro. Porque los romanos habían sido sorprendidos por la terrible fiereza del pueblo bátavo rebelde. Las figuras de los soldados romanos heridos en el plano principal configuran ahora, junto al cuello y la cabeza de un efectista caballo muerto, el encuadre más poderoso y emotivo de esta obra de Arte. Está representado el heroísmo y el arrojo guerrero de los bátavos que consiguieron avanzar su frente y mantener cierta prevalencia en su rebelión, pero,  también está el sentimiento épico de los soldados romanos caídos por su imperio. Toda una genialidad añadida en la obra holandesa, ya que la revuelta bátava fue sofocada al año siguiente por el emperador Vespasiano definitivamente.

Estamos al final del Renacimiento y comienzos del Barroco, cuando la caballerosidad, el reconocimiento al enemigo por su valor y virtudes, el respeto por el clasicismo latino y el amor al Arte más elogioso habían sido elementos iconográficos que Otto van Veen consiguió expresar en su lienzo. ¿Lienzo barroco?, ¿renacentista?: humanista mejor. Porque lo fue el propio pintor en su época. Como los grandes hechos humanos, la valoración de una gesta bélica es mayor por la magnitud del enemigo, en este caso Roma, como defensor además de los principios que determinaron el sentido más elogioso de su singladura histórica. Roma fue una civilización cuyos principios en la época del pintor mantenían aún una sólida significación. Pero habían pasado muchos siglos desde entonces y los holandeses, los descendientes de aquellos bátavos rebeldes, se enfrentaban ahora con los españoles, los descendientes de aquellos romanos latinos imperialistas. Y ahora sucedía lo mismo que antes, la historia se repetía, caprichosamente. Los holandeses guerrearon con los españoles en Flandes durante los siglos XVI y XVII y perdieron algunas batallas, aunque ganaron finalmente la guerra. A diferencia de Roma, España acabaría abatida por las circunstancias políticas de una Europa de intereses contrapuestos. Roma ganaría la batalla y la guerra a los bátavos y solo caería al final, cuando su imperio se derrumbase para siempre. 

La obra de Arte Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin es un modelo de la belleza que los pintores flamencos glosarían años después en la historia más gloriosa del Arte barroco. Porque ahí están vislumbrados ya Rubens y Rembrandt: en su composición, en sus colores, en sus gestos, en su dinamismo o en su emotividad. Cómo no apreciar la perspectiva tan extraordinaria del paisaje de un campo de batalla donde vemos una gradación de multitud de cascos guerreros diseminados. Cómo no apreciar ese caballo caído que indica ahora el sentido entre lo que no tiene remedio y lo que se enfrentará pronto a su destino. La obra no es del todo belicista, todo lo contrario. El humanista pintor holandés no pudo menos que transmitir, sutilmente, esos valores propios de la civilización europea. Por eso muestra a uno de los soldados heridos con un gesto aturdido, mirando sentimentalmente  hacia ninguna parte. Tal vez pensando el soldado herido el hecho incomprensible de producirse una rebelión como esa -los rebeldes bátavos eran tropas auxiliares que luchaban junto a los romanos frente a otros bárbaros-, algo inexplicable para él -representante de la civilización más insigne-, una barbarie que esa sublevación supondría para el futuro y el progreso de todos. Pero el pintor debía satisfacer a los gobernantes holandeses de entonces y recordar aquella gesta heroica de sus ancestros. Y lo hizo el pintor con la belleza artística que mejor pudiera hacer sentir la forma en cómo el Arte puede llegar a expresar así la incongruencia, la estupidez o la necedad más humanas.

(Lienzo del pintor holandés Otto van Veen, Los bátavos derrotan a los romanos en el Rin, 1613, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

10 de abril de 2017

Cuando el anonimato alcanza la genialidad, ¿qué nombre le ponemos?



¿Es la genialidad necesariamente identificable para que lo sea? En absoluto. Lo que sucede es que, si no le ponemos nombre a las cosas, a las personas, a los pintores en este caso, a los genios, ¿cómo los manejaremos entonces para calificarlos?, ¿cómo pensaremos en ellos para admirarlos comunicando luego sus alardes? Es como si dudásemos de lo que hicieron... Una contradicción, porque si dudamos de una creación es porque pensamos que hay un creador posible, aunque ignorado. Porque, ¿qué decimos?: ¿has visto las obras de ese anónimo?, ¿conoces la belleza que trasluce en la figura retratada de la obra de...? No nos ubicaremos. Perdemos sentido crítico incluso porque no daremos crédito ontológico -de existencia, de que exista ese ser, ese genio o ese creador- como para que nuestra admiración se catalogue correctamente asignándose ahora a algo definible, a alguien específico y que conocemos de otras obras, a una entidad concreta y objetable. ¿Cuántas obras anónimas son obras maestras del Arte? Algunas, sin duda. Pero, ¿las conocemos?, ¿las difundimos?, ¿las creemos? Cuando buscamos de pronto al autor de una obra que nos seduce al verla, y vemos, en el lugar del nombre del pintor, la palabra Anónimo, inmediatamente sospecharemos de todo menos que haya un genio detrás, o que sea merecedora la obra de análisis, profundidad, admiración o sentido artístico sublime. Aunque lo sea... Ya que, ¿a quién se lo dedicaremos?

Y algo más nos sucede al verlas cuando, entre paréntesis, nos dice una leyenda de la obra: (Copia de...), y leemos el nombre de un genio conocido o nominado en el Arte. Entonces pasaremos por alto las sutilezas artísticas que la obra pueda tener, si las tiene. Veremos el original mejor, si es posible, y pensaremos luego que ninguna copia puede ser creativa de por sí.   Pero, no siempre es así. Y no lo es porque nunca hay una copia artística exacta a otra. Por suerte. Unas veces el elogio es del original, la mayor de las veces. Otras, de la copia. Y esto he sentido al ver la copia primero, el único orden lógico para buscar luego y ver el original, ya que, al contrario, si primero ves un original que te gusta, ¿tratarás de ver alguna copia de esa obra? En absoluto. Esta es la orfandad de las obras copias de anonimato, que si no se ven primero ya no se verán (no se buscarán...). El Museo Nacional del Prado guarda entre sus colecciones una obra anónima de una Dolorosa. En la ficha de la obra no hay nada más que el añadido entre paréntesis del autor original de esa misma dolorosa, en este caso el pintor Sassoferrato. Giovanni Battista Salvi da Sassoferrato (1609-1685) fue un pintor italiano del barroco más elaborado, con sus sombras, sus colores, su clasicismo y su belleza casi renacentista. Se especializó en las dolorosas. La Dolorosa es la iconografía de la figura retratada del rostro de la Virgen cuando María experimenta el mayor dolor en el momento exacto de la muerte de Jesús. Al final de su vida Sassoferrato crea su obra La Dolorosa (la Madonna del dolor). Es magnífica la correcta elaboración del pintor italiano. Todo es medido en su lienzo: la tonalidad, la sutileza del contraste rutilante en algunos colores frente a la oscuridad tenebrosa de la obra; o la belleza del rostro de la madonna dolorosa, que elogia aquí a su admirado Rafael Sanzio

Todo en la obra de Sassoferrato es glorioso, es admirable y, como es identificable tras un nombre catalogado, hablaremos de Arte del Barroco italiano a medio camino entre la escuela boloñesa y el tenebrismo. Sin embargo, un creador anónimo sintió la belleza de la obra de Sassoferrato una vez que la vio y deseó entonces plasmarla en un lienzo. Pero, entonces consiguió el pintor anónimo algo extraordinario... para ser una copia. La Dolorosa del Anónimo del Museo del Prado (Copia de Sassoferrato) esconde una sutileza genial en el rostro de María que su autor original no consiguió expresar en la suya. Una sutileza inédita en el Arte de las dolorosas, además. Algo, incluso, que podría considerarse hasta sacrílego. Tal vez, por eso no firmó la obra. El semblante de la Dolorosa de Sassoferrato no es el rostro dolorido más frecuente que el Arte haya ofrecido de una madre desgarrada por el sufrimiento de la muerte espantosa de su hijo. Como algunos de sus admirados renacentistas, Sassoferrato dulcifica el rostro de la dolorosa: no hay rictus de emoción sufrida ni gesto de un terrible sufrimiento. Al contrario, las facciones son tan hermosas como puedan serlo las de una mujer pensativa. Aun así, la solemnidad del hecho sagrado la sigue manteniendo el pintor italiano. Pero, ¿y en el caso del Anónimo? Aquí vemos ahora un rostro absolutamente confiado en su belleza. El semblante de la Dolorosa del anónimo del Prado es maravillosamente bello, su belleza es extraordinaria, independiente del sentido final que ese rostro suponga. Y, si lo pensamos bien, ¿no es mejor para el mensaje trascendente del sentido de salvación de la Pasión cristiana demostrar así que la imperturbabilidad de un bello rostro sea expresado ahora sin fisuras...?

(Óleo sobre lienzo La Dolorosa, siglo XVII, Anónimo (Copia de Sassoferrato), Museo Nacional del Prado, Madrid; Obra del pintor barroco Sassoferrato, La Dolorosa, 1685, Galería de los Uffizi, Florencia.)

3 de abril de 2017

Para entender no solo hay que mirar, hay que pensar en ello sosegadamente.



¿Quiénes somos realmente?, ¿somos lo que hacemos o a lo que nos dedicamos?, ¿somos lo que tenemos o poseemos?, ¿somos lo que parecemos o representamos? ¿Qué sentido tiene la representación del fenómeno (no lo que es sino lo que parece) que reciben los ojos del que observa, un ser que trata de averiguar ahora qué tiene ante sus ojos? Porque, además, estaremos sometidos al atávico resorte de creer aquello que hemos recibido de nuestros pareceres heredados de antes y diseñados por el paso del  tiempo. Porque para juzgar no observaremos detenidos, distanciados, sosegados o interiorizados (sin influencia alguna). Haremos lo contrario: prejuzgar inquietados, mediatizados, alterados y exteriorizados (influenciados por el medio). Y esta compartimentación del juicio es voluntaria, además. Y lo es porque el hecho de decidir es la acción más esencial -aunque sea inconsciente- de lo que somos. Pero, por otro lado, no podremos escapar a nuestros prejuicios (no somos libres del todo) a menos que renunciemos a la apariencia de lo que nos permite sobrevivir -creemos equivocadamente- sin menoscabo. Entonces, ¿qué somos, verdaderamente? Pues, somos lo que pensamos y lo que decimos y hacemos luego consecuencia de ese pensamiento. Porque para vivir o sobrevivir el único aprendizaje digno de ser llamado así es pensar antes. Aprender a pensar es el reto existencial y estético. Pero, es el aprendizaje más difícil y complejo porque no es solo una técnica o ciencia, es, sobre todo, un arte demasiado humano. Y como todo proceso mental reflexivo, demasiado lento a veces para prosperar -reaccionar pronto- ante el peligro suscitado por los que no piensan o piensan alterados o interesados..., o antes que nosotros.

Cuando el pintor Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) quiso homenajear a su amigo el poeta Catulle Mendès (1841-1909), compuso en el año 1888 su obra impresionista Las hijas de Catulle Mendès. Y, entonces, pintaría a tres de las hijas del poeta y de la compositora Augusta Holmès (1847-1903). Quiso además volver a sentir la gloria que había tenido antes en el Salón de París del año 1879, cuando expuso La señora de Charpentier y sus hijos, una obra suya realizada el año anterior. Una pintura correcta y destacable por la verosimilitud natural expresada en la misma así como por sus claras formas representadas. Pero ahora, en mayo del año 1888, la recepción de Las hijas de Catulle Mendès no alcanzaría a tener por el público, los críticos o aquellos que creían estar viendo Arte, un mínimo esplendor de justificación y de satisfacción estéticas. ¿Por qué? ¿Sería, tal vez, por ese atavismo prejuicioso tan humano del que decíamos antes? ¿Fue el rechazo de esta obra consecuencia del fragmentado ejercicio banal de un pensamiento inconsistente? No pudo ser otra cosa. Porque los que por entonces miraron el cuadro del año 1888 no vieron más que lo que ellos no esperaban ver del Renoir de antes. ¿Pensaron quizás que lo que el pintor impresionista quiso hacer fue algo más que retratar a las hijas de su amigo de un modo correcto y clásico? ¿Pensaron, tal vez, que lo que Renoir deseaba expresar era el terrible contraste entre la apariencia fútil de los sentidos uniformados (los rostros apenas esbozados y sin belleza y los colores desperdigados por el caos cromático) y la esencia más fundamental e irrepresentable de las cosas (la música y la poesía como ejemplo de elementos etéreos y virtuales)?

Porque no son exactamente las hijas de Catulle y Augusta lo que representan esas figuras impresionistas. Pero para llegar a comprender esa eventualidad estética habría que haber sabido antes pensar que mirar.  Habría que saber (se sabe al averiguar las identidades de los progenitores) que sus padres eran un poeta y una compositora. Y que ambas artes son incapaces de ser comprendidas materialmente. Porque no hay nada que las sostengan mínimamente en una realidad visible, física y material. ¿Qué son esas artes? Son sonidos invisibles por el acorde de un instrumento o por la voz emocionada de un humano. Pero, hay más cosas en esta obra de Arte. El Impresionismo no reivindicaba otra cosa más que lo que apenas queda después de recordar una imagen visionada antes por unos ojos ahora sin memoria. Sin memoria fidedigna, tan solo la recordada vagamente. Y eso es lo que Renoir sabría que su Arte impresionista debía representar de la realidad de las cosas. El pensó eso antes de plasmarlo en su obra. Pensó así de lo que su intuición le decía que, de la naturaleza de las cosas, es recordado luego de ser visto. Porque no recordaremos exactamente cómo las cosas son, sino cómo, deslavazadamente, se envuelven, luego de verlas, en una bruma indeterminada y vaporosa en nuestra mente. Una mente humana en sintonía más con la poesía evanescente y emotiva -más auténtica en su lenguaje humano- que con la imagen petrificada o fidedigna -más clásica estéticamente- de una naturaleza real y material..., pero ahora ya sin sentimientos. 

¿Sucederá lo mismo con los seres humanos que con las obras de Arte? Sucede lo mismo. Y sucede doblemente además, como sujetos y como objetos. Es decir, que veremos las cosas o a los otros con esa presunción equivocada; y que los otros nos verán con esa misma equivocada presunción. Porque seremos consecuencia de un pensamiento sin ejercer: o por nosotros o por los demás. Y el pensamiento se ejerce solo cuando no se escatiman recursos para alimentar toda clase de datos que se precisen. Unos datos que son la información que debe sustentarse luego en el sosegado impulso interior de lo más humano: pensar. Y por ello pensar debe primar sobre lo meramente visionado. Porque pensar adecuadamente debería filtrar lo esencial de lo accesorio; debería comprender y distinguir lo mediático de lo final, es decir, distinguir lo que solo sirve para obtener algo de lo obtenido finalmente. Y esto último, lo obtenido, debe ser lo más importante.  Para ello hay que aprender a mirar y ver las cosas de un modo diferente a lo primero que sintamos al ver, desprotegidos, ahora sin pensar. Hay que distinguir lo que es de lo que, simplemente, parece ser. Hay que profundizar y no padecer presunciones desde la simple superficie aparente de las cosas. Una superficie que no llegará nunca a entender, mínimamente, lo que la vida ocultará casi siempre detrás de todas sus representaciones, sean éstas estéticas o no.

(Óleo impresionista Las hijas de Catullo Mendès, 1888, del pintor Pierre-Auguste Renoir, Museo Metropolitan de Nueva York.)

23 de marzo de 2017

El desengaño de una transformación social elaborado por Goya entre los bocetos de un tapiz real.



Uno de los recuerdos que más impronta pueda dejar en la mente por hacer de la infancia es la visión permanente de un cuadro en la pared de un pasado desvaído en la memoria. Es como el sonido retenido de una melodía impactante que, al pasar de los años, sigue estando depositada su música entre los recónditos espacios de la memoria. Los tapices fueron creados para las paredes frías de los palacios o de las casas solariegas. Paredes que durante el invierno pudieran acoger, con sus tejidos adornados de belleza, a los seres humanos ante sus paramentos ahora templados y maravillados. También sus reproducciones se llevaron a cabo para homenajear a los creadores que ayudaron a fijar, con sus paisajes o leyendas, los engarces tejidos de belleza de sus acabados tapices de Arte. Nunca olvidaré el pardo cuadro-tapiz monocolor, decolorado y algo raído de mi infancia que, horizontal no vertical -como es su original-, decoraba una estancia de mi niñez. Representaba La vendimia del genial maestro Goya. Porque Goya era todo lo que existía en el Arte español más cercano a todos, con sus ahora alegres, bucólicos y sencillos motivos tradicionales. No había que saber Arte para conocer a Goya. Todo el mundo sabía quién era Goya. Él lo era todo en España y sus obras reproducidas en una pared -cualquier pared de España- servían entonces para entender que la vida también podía representarse con belleza, placer y desenfado. 

No hubo otro personaje de la historia artística de España más conocedor de la realidad social de su país. Francisco de Goya comprendió muy bien la terrible inconsistencia social de una nación que no alcanzó a tomar el tren de las reformas ilustradas de Europa. Por entonces, el último cuarto del siglo XVIII, España tenía una clase política que pudo, sin embargo, entender y tratar de hacer las cosas bien -y algunas se hicieron-, de disponer el impulso que algunos de esos personajes históricos de entonces sabían que habría que tener para cambiar las cosas. Pero no bastaron esos elogiosos personajes históricos hispanos. La sociedad española, demasiado estructurada en corsés tradicionales, clericales y medio-feudales, no estaba dispuesta a afrontar todos esos retos sociales tan importantes y avanzados. La realidad económica era desastrosa en un entramado imperial de opereta que, para sus habitantes más desfavorecidos -la mayoría-, no alcanzaría a generar ningún tipo de beneficio no ya económico sino social de ningún tipo. Y en pleno neoclasicismo del Arte los pintores debían componer entonces grandes gestas o momentos históricos, magníficos escenarios mitológicos o sagrados, excelsos retratos pomposos y clásicos de grandes cosas representables. Goya fue, sin embargo, el primero que popularizaría el Arte en España con otras simples cosas. Nadie se habría atrevido a pintar cosas muy diferentes a las grandes cosas representadas en un lienzo clásico. Pero él lo hizo con sencillez, con pocas figuras o con paisajes tan realistas que, de tan escaso aditamento natural o artificial, parecerían mejor por entonces los grabados decorativos de vulgares lupanares o de meros fogones rústicos deslucidos y pedestres.

El Arte servía entonces para criticar también, para expresar cosas que los genios saben hacer sutilmente. Lo cual es ambivalente porque a veces sirve y otras no sirve para nada. No sirve porque los ojos de los que lo vean entonces no alcanzarán a comprender las sutilezas críticas de esas obras. Y los pintores no se las iban a decir -porque no podían hacerlo- claramente tampoco. Ellos -los pintores sutiles y críticos- confiaban en que los receptores de sus obras pudieran entenderlo por sí mismos, que supieran ver lo que había representado detrás justo de esas creaciones artísticas manipuladas... Cuando a Goya le encargan desde la Real Fábrica de Tapices que elabore cuatro escenas para componer cuatro grandes tapices para la corona, alguien le debió sugerir que pintase las cuatro estaciones ya que algunos tapices irían al Palacio del Pardo, un lugar de caza real que, aun en invierno como en otoño, la familia real pudiera disfrutar de sus estancias decoradas. Y elaboraría Goya los bocetos y luego los óleos que representaban escenas bucólicas, cinegéticas o festivas que darían soporte visual para confeccionar luego los tapices en la fábrica. Y los hizo entonces con esa inexistente capacidad que el Arte, sin embargo, puede tener para aprovechar, en una oportunidad crítica única ante el mayor poder de un reino, el transmitir ahora mensajes que lleguen a la sensibilidad del monarca o de sus príncipes.

En todas las estaciones creadas no hubo crítica social efectiva excepto en una que pintara: El invierno, también conocido como La nevada. Nada se había pintado socialmente así, tan sutilmente, ni en España ni en el mundo nunca. Era el año 1786 y el Neoclasicismo era la tendencia más imperante en el Arte. Es decir que nada de personajes desconocidos o vulgares, nada de minimalismos estéticos en una escena sin ningún interés, sin que diga o exprese algo relevante, histórico o subyugador épicamente. Y Goya pintaría todo eso ahí por entonces, sin embargo. Pinta ahora personajes marginados, campesinos que transportan un vulgar cerdo sacrificado. Un animal muerto así para venderlo en Madrid sin pasar por el impuesto al consumo, una tasa que debían abonar todos los comerciantes por entonces. Pero serán apresados antes de llegar a la capital del reino. Es en ese momento cuando, guiados por los oficiales del rey en su trayecto frustrado, una nevada gélida y desapacible comienza a caer desde un cielo gris y desalentador. No se había pintado nunca algo así en la vida. Ninguna representación de un invierno había sido compuesta en un lienzo con esa insulsa y desmerecida escena tan vulgar, sin ningún alto sentido iconográfico. ¿Qué interés podían tener tres tipos desafortunados abrigados por un frío helador para ir a dar cuenta de su fracaso? ¿Qué gracia estética tendría una obra cuyo paisaje no disponía siquiera de un adorno natural que embelleciera algo el horizonte? ¿Qué belleza podría tener un hecho tan poco merecedor de elogios iconográficos donde ni la composición, ni los colores, ni nada especial llevara ahora a alegrar el sentido de la vista?

Pero, sin embargo, Goya lo quiso hacer tan minimalista y naturalista como su escena triste supusiera: cinco personas desangeladas, desmerecidas y ocultas por capas o abrigos invernales acompañados ahora de un burro, un perro y un cerdo muerto. El resto es desolación, intemperie imposible, frío helador, naturaleza sin vida y un blanco monocolor como único recurso tonal para una existencia sin relieve ni contraste. Es la representación social desengañada de un país en los finales del siglo XVIII. Porque las figuras humanas son ahora el pueblo, los seres que habitan en ese injusto, descolorido y paralítico país. Expresan con sus vestimentas las diversas regiones de España: dos de los apresados calzan ropajes castellanos y el más alejado -el único que mira al espectador- con vestimenta valenciana; los apresadores están representados con el vestuario de los guardas rurales de entonces. Los animales representan simbólicamente a los dirigentes políticos: el asno a los gobernantes que transportan apresado al cerdo muerto, arquetipo desafortunado del propio país. ¿Llegarían entonces a comprender a Goya con esta obra sutilmente apelativa? En absoluto. Pero tampoco se la impidieron hacer así, a pesar de su poco embellecido escenario retratado. La licencia real debía ser ofrecida directamente por el monarca. Goya fue al Palacio Real del Escorial en el año 1786 para que el propio Carlos III aprobara la obra para ser boceto de un real tapiz. Y la aprobó. 

Lo que ignoraba el monarca español era que Goya estaba expresando en su obra El invierno todo el desengaño que sintiera por el fallido impulso ilustrador que su país no consiguiese tener. Y aún no se sabrían todas las terribles calamidades que España iba a sufrir luego en su próxima historia. ¿Cómo es posible que el ingenio de un pintor pudiera por entonces, año 1786, llegar a alcanzar a tener ese mínimo sentido premonitorio? Pero así fue. Porque Goya tuvo una de las mayores intuiciones que puedan disponer los artistas a veces. Y su intuición le hizo componer esa escena tan desgarradora a la vez que tan poco evidente para verlo. La hizo así porque sabría él dónde su obra se iba a depositar: frente a los ojos soberanos de los máximos gobernantes de España, en este caso el príncipe de Asturias, futuro Carlos IV. Al rey Carlos III le quedaban dos años de vida y su hijo el príncipe era la promesa soñada de un futuro diferente. Goya quería con su obra de Arte tapizada poder ofrecer la visión dura y difícil de un país abandonado. Pero, no serviría. Las calamidades de las guerras, las intransigencias de su sociedad tradicional, las rémoras de un pasado imperial desarbolado y la triste situación de una economía de subsistencia, llevarían al país a un colapso que ni el propio pintor pudo siquiera imaginar entonces. La obra de Goya no consiguió llegar a la razón de los dirigentes. Pero tampoco llegó a sus sentimientos, algo que el gran creador español matizara especialmente en su tapiz con la mirada furtiva de uno de los personajes desolados. Es la mirada de ese valenciano que observa ahora aquí, con sus ojos interrogadores, a los que, desde lejos, vieran así su emotiva y apelativa escena tan desengañada y ofuscada en el cuadro.

(Óleo El Invierno o la Nevada, 1786, Francisco de Goya, Museo Nacional del Prado, Madrid; Óleo La Vendimia o el Otoño, 1786, del pintor español Goya, Museo del Prado.)

17 de marzo de 2017

El pintor más barroco de los renacentistas: Andrea del Sarto o la naturalidad del color.



Si en este maravilloso lienzo renacentista quitáramos ahora los sutiles nimbos, el cáliz sagrado y el pequeño tarro de esencias, ¿qué habría representado finalmente de sagrado en esta obra? Tan solo su propia grandeza artística universal. Estamos en el año 1523, pleno momento del Renacimiento más clásico y poderoso de Florencia, y los pintores renacentistas debían componer sus obras con el estilo hierático y solemne que sus maestros, los genios que habían inventado el Renacimiento, les habían enseñado mucho antes. Pero algunos discípulos, como el genial -pero poco conocido- Andrea del Sarto (1486-1531), se inspiraron entonces en algo diferente apenas percibido o apreciado por su suave composición estética: hacer que la naturalidad de sus colores completaran un escenario amable y sin excesos dramáticos, lleno de una efusiva, serena y sensible verosimilitud. Porque fue además en el año 1523 cuando el pintor italiano se refugió en un monasterio de la población toscana de Borgo San Lorenzo, a treinta kilómetros de Florencia, para huir de la peste que abatía a la ciudad de los pintores. Y allí, al cuidado de las monjas de la camáldula, se inspiraría el pintor renacentista para crear una Piedad asombrosa. Pero, ahora no, ahora no puede ser ésta como otras piedades, como la realizada por ejemplo siete años antes por su maestro Fray Bartolomeo (1472-1517). Porque, a diferencia de Bartolomeo, son ahora seres muy humanos los personajes que vemos en la obra de 1523, con sus gestos demasiado reales o verosímiles como para conferir otro aspecto que no sea el de la naturalidad más vulgar por el hecho de atender ahora a un ajusticiado, cualquier simple hombre derrotado incluso, que acabase de morir o no, serenamente, en su cadalso.

Pero, sin nada más, incruentamente además. Eso es lo único que puede adscribírsele a Del Sarto de su peculiar tendencia clásica: la aséptica limpieza sagrada de un escenario muy humano. Porque todo lo que vemos es demasiado humano. Lo que ahora vemos es una recreación de Belleza en todos y cada uno de los elementos y detalles que una naturaleza humana componga, satisfecha de sí misma, sobre una imagen sagrada para describir, a cambio, una representación muy humana. ¿Para qué se crearon los colores? Para que el pintor florentino Andrea del Sarto los utilizara en sus serenas obras melodiosas. Esa atenuación de los colores principales que manifiesta los hace en sus obras más vibrantes incluso. Y los hace así porque comparten con los demás colores, con los terrosos, con los celestes o con los perfilados de sus figuras necesitadas y orgullosas, el sentido más estético de una reivindicación artística tan sutil como evanescente. Para cosificarlos incluso, para hacer de los colores el objeto más universal que pudiera hacerse de unos reflejos luminosos con los que representar la mejor composición de una vida y su esperanza... Porque eso es lo que son, lo que nos dicen, lo que expresan los colores de este maravilloso creador renacentista: unos reflejos motivadores de vitalidad y esperanza. Pero lo que se descubre también al visualizar con ojos escudriñadores la obra de este pintor florentino es otra cosa, una sensación de paz, de sosiego y serenidad apenas percibida del todo en su obra.

Es imperceptible por el hecho de no haber nada ahí objetivamente que nos ofrezca, sin embargo, algún símbolo o representación concreta que exprese algo de eso. No, no lo hay. No hay nada físico, material, visible ahí que represente algo de eso en la obra. Esta es parte de la grandeza del pintor. Porque nada concreto pintaría él ahí para eso. Salvo una cosa: lo que se transpira ahora desde la atmósfera absoluta y completa del cuadro. Es de pensar que el refugiarse en el monasterio de la crueldad, del dolor, del pesar, del sufrimiento y de la enfermedad pavorosa que el mundo de fuera de sus muros conllevara, hiciera entonces que el pintor se inspirase de una fragancia que le llevase a querer transmitir, o, mejor dicho, no que le llevase sino que él mismo lo sintiera, y así lo dejase reflejado el pintor en su obra. Serenidad sobre todo pero, también, placer luminoso por el suave y encantador reflejo de unos colores que nutren, decididos, ahora el espíritu inquieto de cualquiera. Pero luego están los gestos, los movimientos paralizados y fijados de los seres humanos representados en la imagen iconográfica. En esta extraordinaria obra renacentista los gestos de todos y cada uno de sus personajes están calculados ahí, están hechos así para calmar, para entender, para admirar, para sentir, para esperar, para vivir, para decir algo con ellos sin decirlo... Ellos, los gestos humanos, nos dicen ahora lo mismo que los colores: que la diferencia y el contraste de las cosas no dejarán de tener un sentido justificado y sereno en este mundo, que es la visión que tengamos de las cosas lo que hace que sean o no una cosa u otra. Que todo debe atesorarse con el desdén propio que su sentido intemporal implique de las cosas.

Por eso mismo no hay dolor ahí, no hay sangre, no hay tonos que desequilibren así el armonioso sentido, tan implícito, entre los colores y las formas maravillosas de este cuadro. La naturalidad de este pintor florentino le hace distinguir ahora lo humano de lo sagrado, lo sencillo de lo sofisticado, lo terrenal de lo celestial. Y por todo eso, y su composición agradecida y amable, le hace adelantarse casi un siglo a los creadores que luego, con el Barroco naturalista, consiguieran conciliar ternura con pasión, dramatismo con belleza o trascendencia con humanidad. La grandeza en el Arte a veces no es tan reconocida por el hecho simple de no destacar la obra en algo que el ojo del espectador no consiga alcanzar a ver físicamente. Y esto es lo que le sucede a esta obra y a este pintor: que su grandeza no está tanto representada en cosa alguna física especialmente. Que Andrea del Sarto no se preocuparía nunca de eso. Que pintó lo que sintió mientras hacía su obra tan poco proferida... Y ese sentimiento no es a veces tan visible como otras cosas que, fijadas o reflejadas claramente en un lienzo, establezcan o determinen a cambio detalles muy plausibles de un reconocimiento artístico más elogioso o relevante. Porque, como se ve en esta obra de Arte renacentista, la creación del pintor florentino fue desarrollada sutilmente entonces entre las suaves, fragantes, inapreciables o serenas expresiones de un matiz coloreado de unos planos llenos de belleza, de suaves gestos llenos de belleza..., pero de una belleza ahora también llena de promesa, de sentimiento sublime, de esperanza y de sentido vital.

(Óleo Pietá (Piedad), 1523, del pintor renacentista Andrea del Sarto, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro renacentista del pintor Fra Bartolomeo, Pietá, 1516, Palacio Pitti, Florencia.)

14 de marzo de 2017

El Romanticismo de Delacroix: esperanzador, efusivo, revolucionario, vibrante...



Cuando se habla de Romanticismo el mundo entiende una cosa y la realidad artística es, sin embargo, otra. También, hay que reconocer la confusión de una tendencia artística tan poliédrica, con tantas caras como emociones humanas se ocultan detrás de las diversas inspiraciones que los creadores de ese extraordinario momento cultural tuvieron en sus obras. ¿Cómo una tendencia tan desgarradora y aniquiladora pudo traslucir a veces sensaciones tan esperanzadoras o tan vitalistas en el Arte? Tal vez por la naturaleza verosímil de la humanidad que reflejaba en sus obras. Qué es la humanidad si no un universo contradictorio, sorprendente y frágil de emociones indefinidas o deslizantes. Francia llegaría tarde al Romanticismo, incluso lo denigraría en los inicios históricos de esa forma de expresar Arte. Francia había encumbrado antes el Clasicismo -su contrario más poderoso-, la única manera reconocida por la Academia de París de plasmar emociones humanas o escenas históricas o cualquier otra representación del mundo conocido. Pero, luego de las convulsiones violentas del bonapartismo y del advenimiento de un absolutismo reaccionario, algunos creadores franceses descubrieron el Romanticismo, una tendencia que Alemania o Inglaterra habían encumbrado mucho antes en su poesía y literatura.

Y entonces un pintor francés, Eugene Delacroix (1798-1863), surgirá poderoso para retomar esa tendencia que transformaría por completo la idea, la expresión, el sentido, la manera, el modo, la forma y el tono de hacer Arte. ¿Cómo fue posible una revolución -la francesa- que trajese ya tanta violencia y que volviese luego la sociedad a perderse otra vez entre sus sombras? ¿Cómo fue posible que las cosas representadas en el Arte no acabaran por expresar entonces la forma más libre de crear que todo pintor precise? ¿Qué cosas hay que crear y de qué manera? ¿Es la creación un alarde inspirado subjetivo y libre o es un seguimiento objetivo de escuelas o principios consagrados? Responder a todo eso le llevaría a Delacroix a ser uno de los más revolucionarios pintores del género romántico. Más que ningún otro, posiblemente. Tanto como que su pintura no fue ni es muy comprendida del todo. Tiene grandes obras maestras reconocidas en la historia: La Libertad guiando al pueblo; La muerte de Sardanápalo; Las mujeres de Argel... Obras extraordinarias reflejo de ese sentido romántico y de esa nueva manera de crear, pero, sin embargo, hay otras obras de él menos conocidas que representan mejor el sentido de un romanticismo sorprendente. 

Para comprender estas obras hay que acudir a la leyenda, a la literatura o a la historia menos conocida.  El Romanticismo buscaría sus emociones inspiradas más expresivas en el pasado. El presente solo es retratado en mundos diferentes al europeo, como el oriental tan misterioso y siempre detenido en el tiempo. Los poetas fueron sus apóstoles más seguidos. Como el romántico Lord Byron, pero también Shakespeare. Lo que interesa al romanticismo de Delacroix es descubrir la emoción más frágil y auténtica de la vida, no la épica o vanagloriosa de una humanidad menos verosímil. Y para entenderlo veamos tres obras sorprendentes de Eugene Delacroix. Sorprendentes porque lo que el pintor expresaría con ellas no fue lo que más se conocería ni lo que más se sabría de esa leyenda, historia o narración literaria representada. Cuando Lord Byron compuso su obra narrativa La novia de Abydos (Selim y Zuleika) quería reflejar la fuerza del amor enfrentada ahora a todas las convenciones y prejuicios que la atracción entre dos amantes -fuesen los que fuesen- tuviese en el mundo. 

En la leyenda oriental el protagonista Selim es un desheredado huérfano que, adoptado por el Bajá, se enamora de la hija de éste, Zuleika. Pero Selim acabará conociendo la verdad de su vida: el Bajá mandaría matar a su propio hermano, el padre de Selim. Luego los dos amantes escaparán de la tiranía del Bajá que deseaba unir en matrimonio a su hija Zuleika con un gran señor de su corte. Entonces los amantes serán perseguidos hasta la muerte. Selim es abatido en la playa, antes de embarcar para ir muy lejos. Ella, sin embargo, se queda en una cueva del acantilado desesperada ahora sin su amante. Al verlo partir decide ella que su vida no tiene ningún sentido y acaba quitándose la vida románticamente. Pero, cuando Delacroix crea su obra romántica pintaría, sin embargo, a los dos amantes juntos, eternizando el momento glorioso de ellos dos perseguidos ahora por sus avasalladores asesinos. El protagonista protegerá aquí, con su cimitarra y su pistola, la vida de ella en una escena de avance de los amantes hacia un destino glorioso, pero, sin embargo, inexistente en la leyenda. Basado en otro drama poético de una obra representativa del espíritu romántico más paradigmático -la soledad del héroe incomprendido, el Hamlet de Shakespeare-, el pintor Delacroix compuso su obra de Arte La muerte de Ofelia. Este personaje femenino es uno de los más malogrados de una leyenda. Amante imposible de Hamlet, enloquecerá ante la incapacidad de éste de quererla. Se abandona en el lecho de un río para sumergirse junto a su deseo tan imposible. Ofelia fue en el Arte siempre retratada semihundida en el agua, con sus ojos abiertos buscando la muerte. Pero Delacroix hace ahora algo muy diferente con su Romanticismo revolucionario: la alza un momento para asirse a la rama de un árbol y poder aferrarse a la vida y a la esperanza.

Por último, otra obra romántica desconocida de Delacroix, Cleopatra y un campesino. El Arte siempre habría representado a la famosa reina egipcia como la voluptuosa, cruel, despiadada y poderosa mujer que acabaría con su vida luego de desposeer a muchos de la suya. Pero Delacroix realiza una obra absolutamente distinta a todas las Cleopatras que se hayan compuesto en el Arte. Frente a un hombre de rasgos agraciados y masculinos -al que Cleopatra elude aquí con desdén-, un campesino ahora, no un héroe, un plebeyo, no un gran hombre, ella tan solo se afana, pensativa y reflexiva, en tratar de comprender con sentido y calma el drama propio de las cosas de la vida... Algo que hace ahora no con la frivolidad o la sensualidad que su leyenda expresara de su historia ni los prejuicios de las tendencias. Porque esto será Romanticismo también, subvertir la historia o la leyenda conocida. Un Romanticismo que Delacroix llevaría a su mayor incomprensión todavía. Tanto se enredaría el pintor en su tendencia artística tan sobrecogedora que pocas definiciones llegan a delimitar el maravilloso alarde creativo que supuso, durante la primera mitad del siglo XIX, el fascinante, emocionante, esperanzador y vibrante movimiento artístico romántico.

(Óleo del pintor romántico francés Delacroix, La novia de Abydos, Selim y Zuleika, 1857, Kimbell Art Museum, Texas, EEUU; Obra de Eugene Delacroix, Cleopatra y un campesino, 1838, Ackland Art Museum, Carolina del Norte, EEUU; Óleo La muerte de Ofelia, 1838, del pintor Eugene Delacroix, Neue Pinakothek, Munich, Alemania.)

7 de marzo de 2017

La fatalidad de amparar la vida tras de máscaras descorazonadoras.



Las escaleras han sido un símbolo iconográfico utilizado en el Arte. Es el paso simbólico hacia otra dimensión, hacia otra vida o hacia un universo diferente. Ese otro universo al que el personaje representado hará cambiar ahora al ser que lo observa  -los que miramos el cuadro-, haciéndolo detenerse y mirar asombrado la nueva promesa que se manifiesta también ante sus ojos. Pero no es siempre una revelación trascendente, transformadora o salvífica lo que esa acción alumbradora consiga albergar en la iconografía representada. A veces, como en la pintura del prerrafaelita Arthur Hughes (1832-1915), la revelación no es ninguna cosa trascendente, sino algo mucho más terrenal o menos deslumbrador espiritualmente... La visión de esta obra tiene ahora una sensación dual, es decir, una doble percepción por el hecho de que tanto el personaje retratado como nosotros estaremos recibiendo una misma y desconcertante visión. Nos identificamos con el personaje retratado que observa, sorprendido, lo que tiene delante de él. Somos ella misma mirando ahora, con descrédito acongojado, el sorprendente abalorio de cosas accesorias, innecesarias o fútiles que la vida encierra entre las simas de lo más avasallador o de lo más condicionante.

En la obra de Hughes vemos un universo subterráneo descrito ahora por un nivel inferior al que la escalera conduce, impávida, a quien la recorra hacia abajo. Pero, hay más... Otro nivel más bajo aún se vislumbra ennegrecido entre la esquina inferior derecha del lienzo prerrafaelita. Es este el paso ahora hacia el averno oscuro de la transformación más despersonalizada. Pero es la mascarada de esos accesorios retratados el mismo engaño que, antes, habría destinado al personaje hacia un destino u otro de su existencia. El mito de la caverna de Platón es un ejemplo filosófico para tratar de comprender esta representación curiosa. ¿Qué somos verdaderamente? ¿Qué es la realidad? Si observamos bien la imagen, la joven del cuadro no lleva ahora ningún accesorio añadido en su cuerpo, salvo su austero vestido gentil. Representa ella lo más puro del ser humano, sin nada añadido o superfluo material que la acompañe. Por eso mismo es ella ahora la que se sorprende, descorazonada, al visionar la ingente diversidad de cosas materiales innecesarias que, desordenadas, se ofrecen al albur de los deseos de todo aquel que lo perciba. No escatima el pintor prerrafaelita en nada representado en la obra: todo es y será un accesorio banal en la vida de los seres. Hasta las divinizadas alas disecadas de un ave mitificado, algo sagrado que, amarrado al puntal de la escalera, despliega ahora orgulloso sus plumas blancas.

No hay más pureza que la verdad desnuda de los seres. Esta es la certeza vital que, sin accesorios maquilladores, alcanzarán por sí solos a ver los seres que se atrevan a descubrirlo... Todo lo demás es confusión, es fatalidad, es desmembrar la memoria de una vida inauténtica. El personaje retratado podría significar ahora también otra cosa. Podría ser, por ejemplo, el protagonista de una fábula teatral que busca abalorios para la representación de su personaje. Pero no, no es ese el semblante y el gesto que expresa la joven retratada. Porque ella representa mejor a una mujer que, sigilosa, baja ahora los peldaños de una escalera aséptica para llegar a descubrir algo que la sorprende. Ella aparece ahí incluso aturdida, indignada por ver tanta inutilidad añadida a la vida de los seres insatisfechos. Como el filósofo Platón, el autor prerrafaelita representa los accesorios de la comedia como el reverso más imperfecto de lo Ideal. ¿Qué cosa podría ella cambiar en su personalidad para alcanzar más pureza aún? No hay nada ahí que consiga hacerlo verdaderamente. Al contrario, la belleza de ella no podrá ser mayor que la propia con la que el pintor la retrata. Y por esto mismo la escalera no sube ahora sino que baja. No hay un ascenso ahí. No es necesario ahora para ella subir... La simbología de la escalera ahora no elevará espíritu alguno en esta tesitura iconográfica tan personal.  Salvo, quizá, en otra cosa: en lo que pueda proyectar el pintor fuera de su escenario iconográfico: en nosotros mismos, en los que ahora miramos el cuadro. Y esta será la justificación de la obra con esa visión de la fatalidad de bajar para hallar alguna cosa: que nada que se añada material a nuestras vidas podrá albergar nunca ninguna verdad más allá de una decepción brutal y descorazonadora.

(Óleo Los Accesorios, 1879, del pintor prerrafaelita británico Arthur Hughes, Colección Privada.)

20 de febrero de 2017

El instante más artístico o esencial de todos es aquel que muestra la actitud más dubitativa.



Así lo habían descrito ya los artistas clásicos griegos, que primaban el momento inmediatamente anterior a lo definitivo a cualquier otro momento eternizado en un lienzo. La leyenda bíblica de Sansón y Dalila había sido llevada al Arte durante toda su historia. En todas las tendencias, en todos los tiempos artísticos y con todos los grandes o no tan grandes pintores, el Arte había elogiado con sus formas y colores la impactante y sorprendente historia de amor y traición de aquel antiguo pueblo filisteo. Porque el israelita Sansón alcanzaría la mayor fuerza humana gracias a la virtud que su dios le favoreciera para vencer la tiranía de los filisteos. A cambio, este pueblo filisteo contaba con otra virtud muy poderosa entre sus filas: la extraordinaria belleza de una de sus mujeres, Dalila. Ella debía entonces seducir a Sansón con un único objetivo: descubrir dónde radicaba la causa de la poderosa fuerza de él. En casi todas las obras de esa leyenda podemos observar o el momento donde a Sansón se le neutraliza, cuando Dalila le corta sus cabellos o ayuda a cortárselos, o también el momento posterior, donde al héroe israelita abatido le ciegan los ojos los filisteos. 

Pero de todas las obras conocidas de ese relato bíblico solo una, la del pintor academicista francés Alexandre Cabanel (1823-1889), elegiría un instante muy diferente a todos: el momento en que Dalila, dormido Sansón en su regazo, divaga ahora dubitativa sobre la acción que debe llevar a cabo. Y aquí el sentido más artístico de una obra de Arte alcanza su mayor elogio. Porque ese es el único sentido que tiene un mensaje trascendente: hacernos ver la emoción y no el hecho, el pensamiento y no la decisión, la duda y no la determinación. Es decir, la humanidad sentida ahora por nuestros deseos posibles y no la infame e irreversible de nuestros actos. La extraordinaria composición de la obra, así como la fabulosa delineación de los contornos del dibujo, hace del lienzo de Cabanel una pintura muy atractiva y convincente. Pero, no es solo eso lo que dispone este maravilloso lienzo academicista. Y por esto mismo es además una magnífica obra de Arte. Por ejemplo, el rostro de Dalila no es aquí ahora el rostro de una gran belleza clásica. Sus ojos, oscurecidos por el hábil contorno maquillado del pincel artístico, delatan ahora la pérfida actitud de Dalila. Su boca perfecta, delineada con armonía sugestiva, está ahora justo ahí apretando los labios en un intento por contener la respiración de su terrible decisión fatídica. ¿Pero, la ha tomado ya? No, aún no. Y el pintor lo manifiesta en su obra gracias a la mano derecha de Dalila, la cual se acerca ahora a su mejilla incólume para recordar, así, con ella, la terrible afrenta al amor que su propia acción provocaría.

Porque ella había amado a Sansón, lo había amado con toda la pasión y con  la veracidad que un amor así podría tener de sincero. Sin embargo, no era este amor más que un síntoma de su ambiguo deseo. Porque su deseo estaba siendo utilizado, sin embargo, entre su pueblo y su promesa de salvarlo de aquel hombre. Los deseos son a veces así: pragmáticos, desoladores, justificados. Y la pasión llevará siempre luego a su ambiguo objetivo: vencer el misterio del otro... Es cuando la fragilidad del otro es vencida ahora por la pasión, y, luego, abandonada por completo, se dejará confiar entre las fauces impostoras de un amor desubicado. Dalila lo sabría y buscaría ese momento, reflejado en tantas escenas artísticas, donde ella descubre el poder de su amante entre los cabellos rizados de su cabeza. Deberá cortarlos o deberá avisar para cortarlos. Y todas las obras de Arte alabarían más ese momento de pasión que cualquier otro. Porque es un momento de pasión también. No hay amor en ese momento solo pasión, la pasión por zaherir el vigor dormido de su amante cortando ahora un cabello poderoso. Y todos los artistas de la historia eternizarían así ese instante definitivo.

Salvo uno de ellos. Alexandre Cabanel decidiría en el año 1878, a cambio, otra cosa diferente. No decide la pasión desarbolada sino el amor encubierto. Porque sí hay un instante de amor ahí. Uno que, aunque dormido, reluce un momento entre el brillo mortecino de la mirada de Dalila. Pero, sin embargo, tan solo será un momento. Aquel único momento prodigioso y dubitativo que elogiaran los clásicos antiguos. Pero que, aun así, ella -el pintor- lo cambiaría aquí muy pronto incluso, aunque no se verá nunca en la obra. Porque no se aprecia ahora ninguna intencionalidad desleal en el lienzo académico. El pintor lo deja eso fuera de su escena iconográfica. Porque es el brazo izquierdo de Dalila el que, junto a su deseo confuso, decidirá luego tomar el cuchillo infame -inexistente en la obra- con el que acabará así matando su deseo. Ese mismo deseo que, poco antes, dudaría no utilizar tan poco tiempo como aquel amor que una vez sintiera... Pero el pintor francés no lo duda, sin embargo. Dejaría que la duda siguiera estando ahí, eternizada, que no se descubriera nunca la probable decisión ulterior de ella. Ese fue el homenaje que el creador hiciera en su extraordinaria obra: que lo verdaderamente grandioso fuese siempre la sensación que nos hace humanos, no la determinada -o determinante- decisión final que, misteriosamente, se nos escapa o se nos desliza, a veces, entre las siniestras oscuridades insondables de la vida. 

(Óleo Sansón y Dalila, 1878, del pintor academicista francés Alexandre Cabanel, Colección privada.)

9 de febrero de 2017

El naturalismo intimista de Bail sustituirá la visión de la modelo por la del espectador.



¿Qué es el Arte si no visión? Los que nos acercamos al placer del Arte queremos mirar lo que nos representan sus misterios, deseamos aprehender cada rasgo, color, gradación de tonos, cada detalle, o cada cosa que nos descubra, también, a nosotros mismos ahora reflejados en el lienzo.  El Arte nos enseña algo desconocido para nosotros. Nos hace conocer, por ejemplo, lugares o cosas que otros, antes, habían visto, conocido, sentido o percibido con su inspiración..., algo antes también desconocido para ellos. Pero, sin embargo, quisiéramos al visualizar la obra reconocer pronto lo que en ella veamos. Nos fascina el Arte porque siempre nos sorprende. Luego, hasta podremos satisfacer nuestra curiosidad o nuestra emotividad tan inquieta. Pero, necesitaremos ver, antes que nada, lo que el Arte nos ofrece delimitado en su pequeño universo artístico, ese mundo que ahora es, para nosotros, todo el mundo que existe. Para cuando nuestro cerebro haya terminado por familiarizarse con la representación de lo que vemos, acabaremos por asociar esa imagen percibida o con un concepto o con un símbolo, o con una realidad o con alguna sensación inespecífica. ¿Es todo esto aquello  indefinido que el creador había plasmado, sin embargo, de un modo tan definido en su obra? A este fenómeno concreto nos limitaremos para comprender qué cosa es lo que, agotando cualquier otra, realizará en nosotros el sentido sublime de la maravillosa experiencia estética que es el Arte.

Pero, ya está, se habrá acabado pronto ese misterio. Habremos visto la realidad del fenómeno representado, del paisaje, del retrato o del objeto que sea, algo que, con sus características materiales, describirá el sentido icónico de la imagen inspirada por su autor. Nuestra curiosidad estará satisfecha entonces, y no habrá ya nada más que hacer. En esta descripción artística no incluimos las obras maestras, creaciones excelsas que siempre nos arrebatarán a cada visionado que hagamos de nuevo. Pero, en general, todas las obras acabarán satisfaciendo pronto nuestro deseo de ver ese Arte. Salvo que no lo veamos... Es decir, salvo que no veamos lo que, aun existiendo en la realidad general de la obra, no aparezca a nuestros ojos ávidos... de verlo todo. Pero, sin embargo, está ahí de alguna forma representado, está en el sentido artístico del hecho relacionado con lo principal de la obra. Y este es el caso del creador naturalista francés Claude-Joseph Bail (1862-1921) y de su lienzo La joven encajera. El pintor admiraba aquellos pintores detallistas que, reflejando las cosas como son, más que como parecen o simbolizan, acabaron siendo denominados pintores naturalistas. En sus escenas de género o en sus retratos de interior nos hacen descubrir la cotidianeidad de una vida sosegada. En algún momento de finales del siglo XIX o principios del XX, el pintor naturalista compuso esta  encajera sentada, un personaje, la encajera, muy compuesto a lo largo de toda la historia del Arte.

Pero el creador no solo representaría a una costurera típica en su tarea de coser, con sus útiles en su regazo, o con el canasto en el suelo, conteniendo algún tejido para encajar. No, aquí hay ahora algo más, algo que hace a esta encajera -desde la famosa obra de Vermeer- una singular creación artística entre todas las posibles encajeras del Arte. Porque ella ahora no está tejiendo ni haciendo nada. Tan solo algo muy extraordinario: mirar. La encajera de Bail está ahora mirando algo que, sin embargo, no se ve en la obra. El enfoque artístico irá más allá de una simple mirada ocasional. Pero, ni siquiera eso... Ella no ha empezado aún su tarea de tejer, se ha sentado frente a la ventana abierta y, sin comenzar a hacer nada, mira atenta a algo que solo ella ve.  Sólo ella; nadie, ni el pintor, está viendo lo que ella ve. Por eso el misterio aquí es sublime. Por eso podremos elucubrar lo que queramos elucubrar para satisfacer la curiosidad imposible de esta obra, que nunca acabaremos por satisfacerla del todo. Cualquier cosa de la infinidad de cosas que el mundo pueda poner a los ojos de ella, está representado ahí. Nunca terminará la obra por agotar nuestra curiosidad o nuestro ánimo de aprehensión estética. Esta fue la grandiosidad artística de su autor: que convirtió una escena de costumbre o de género en una sublime obra de Arte.

Por que siempre nos preguntaremos ¿qué es lo que la joven encajera está viendo? Si nos fijamos bien, la mirada de ella es ahora algo displicente, es decir, es hasta desdeñosa, incluso desinteresada. Pero no tanto como para que ella no eleve, arqueada levemente, su ceja izquierda en un gesto de ávida curiosidad natural imprecisa. Sin embargo, su ademán es aquí ahora claramente pensativo. La imagen de lo que ella ve no es, probablemente, ninguna imagen de lo que la ventana descubra del mundo. Esto es más genial incluso: el pintor francés reflejaría en ella lo que podemos hacer nosotros mismos al visionar una obra: divagar con el pensamiento la mirada de lo que imaginemos... Es lo que se hace al observar el Arte. Lo que la joven está haciendo es parte de lo que el Arte nos produce a nosotros: recrear tantas emociones como ojos diferentes vean la misma cosa. El interés de una mirada está ocasionado vagamente casi siempre, como lo es en la mirada del Arte. El objeto de una mirada estará representado subjetivamente casi siempre, como lo está en el propio Arte. Porque la visión de una imagen artística nos producirá casi siempre esa misma elusiva, evanescente y tenue emoción interior, esa que la joven encajera de Bail nos pueda transmitir ahora en esta naturalista, intimista y genial obra.

(Óleo La joven encajera, finales siglo XIX-principios del XX, del pintor naturalista francés Claude-Joseph Bail, Colección privada.)

2 de febrero de 2017

La inspiración amorosa más armoniosa y platónica del Arte, o el gesto sensual más efímero de todos.




Ya había pasado el Renacimiento, ese estilo artístico que primaba la efusión más irreal y alentadora de belleza amorosa que pudiera fijarse en un lienzo. Además, los poetas renacentistas habían glosado ese estado humano, entre natural y platónico, que embelesaba la imaginación menos transgresora -menos arrebatadora sensualmente- para expresar una emoción tan efímera como es la del amor sexual. El Renacimiento desató las emociones enclaustradas, desde siglos atrás, entre una sensualidad abrupta, vulgar, plebeya, y una rigurosidad moral y teologal tan pueril como pecaminosa. La mitología y el paganismo clásicos ayudaron a ese nuevo espíritu artístico, tan necesitado de expresarse eróticamente. Y en los versos elegantes de su lenguaje cultivado -ajeno a visiones no elitistas- los poetas renacentistas glosaron las semblanzas no vividas sino en momentos de una gran fugacidad emocional sentida por los amantes, además, ahora de un modo muy intenso. Y entonces recurrieron los pintores del Renacimiento a las clásicas narraciones pastoriles greco-latinas que, por su traslación a lugares idealizados -distantes en el tiempo y en el espacio-, permitirían asociar una dura voluptuosidad sugerida a una suave belleza romántica.

El Renacimiento acabaría agotando, de tanto que duró -casi ciento cincuenta años-, las elusivas necesidades sensuales tan expresivas de los hombres. Así que, después de la evanescencia tan imaginada -por lo tanto no real- de las manifestaciones amorosas de aquellas sutiles formas renacentistas, el Barroco vino a transformar radicalmente el gesto, la mirada y toda forma de expresar, armoniosamente, un deseo sexual tan humano. Surgiría entonces una natural manera de componer imágenes, algo que, representando lo mismo -el deseo sensual más humano-, hiciera del Barroco la reivindicación de una realidad mucho más natural -un naturalismo expresivo- para transmitir sensaciones más cercanas, más realistas o más naturales en la manera de entender una escena erótica tan íntima. El Barroco empezaría siendo así el transgresor de las formas renacentistas, esas que endulzaban tanto la expresión sensual de las manifestaciones eróticas humanas.

Uno de los pintores barrocos que más se rebelase contra ese naturalismo tan realista, lo fue el pintor holandés Adriaen van der Werff (1659-1722). Como buen creador compositivo, extraordinario dibujante y sensible artista -escultor y arquitecto además-, Werff participaría del final de aquel Barroco tan expresivo de emociones humanas tan realistas. Pero él, un pintor holandés que conocía la adscripción estilística tan naturalista del Barroco de su país, se atrevería, en el año 1690, a componer una escena amorosa que para nada suponía una representación fiel a la transparencia sensual de sus colegas holandeses. En su obra de Arte Pastores amorosos describe Werff una escena pastoril clásica de dos jóvenes amantes enamorados. Representaba una de esas escenas bucólicas narradas hacía más de un siglo por los poetas líricos renacentistas, esos mismos que buscaban entonces la belleza perdida más emotiva entre las rimas octosílabas carentes, sin embargo, de una ferviente sensualidad muy explicitada.

¿Qué hay en la obra de Werff que exprese claramente una ferviente sensualidad arrolladora? Porque su pintura evoca el amor más platónico, el menos naturalista, el menos sensual. Pero lo hace con tal artificio magistral, que nada de lo que compone en su pintura es antinatural a los ojos de quienes lo vean: los gestos son realistas, como lo puedan ser los más humanos; las formas, tan clásicas como perfiladas con una total verosimilitud.  ¿Es que no puede ser una reacción amorosa platónica algo tan natural o realista como lo que el pintor compuso en su obra barroca? Ahora, salvo en los personajes desdibujados del fondo, nada figura en el lienzo que represente el eros realista más transgresor. El pintor quiere hacernos ver además cierto sentido satírico en la escena, inspirado por el busto clásico con la figura atrevida de un sátiro griego. El ambiente oscurecido propiciaría al encantamiento sugestivo de lo más sensual o arrebatador eróticamente. Pero, la escena coral -no es solo una pareja, sino varios personajes al fondo- despejará las dudas de un hipotético asalto sexual nocturno y alevoso, algo que, de no existir esos personajes del fondo, cabría poder pensar. Pero, a pesar de su expresiva mano izquierda, la joven no está ahora deseando más que expresar un deseo sensual con el pudor adecuado a un sentido tan sublime como platónico.  El mismo sentido amoroso sublime que el creador holandés supo plasmar en su obra, a pesar de las críticas injustas que su alarde artístico pseudo-barroco llevase siglos después, cuando el mundo opinase que el sentimiento poético renacentista, tan alejado de la realidad, tuviese ya su momento artístico, algo totalmente superado. Y que el naturalismo estético clásico, que tanto lograse el Arte barroco holandés expresar, nunca debería de haberse malogrado con obras como la de Werff, unas creaciones artísticas tan distantes y alejadas a ese negado deseo barroco, algo aquello más propio del Renacimiento, ese que explicaba sutilmente aquello de:  tan solo palidecer...

(Óleo barroco del pintor holandés Adriaen van der Werff, Pastores amorosos, 1690, Staatliche Museen, Berlín, Alemania.)

26 de enero de 2017

El neoclasicismo derivó una vez en una semblanza romántica, sustituyendo veracidad por sortilegio, infortunio por esperanza.



En pleno fervor historicista neoclásico, justo en la encrucijada de un final revolucionario con el comienzo de una era imperial, el pintor Pierre-Narcisse Guérin crearía en el año 1799, sin embargo, una obra épica ahora muy impactantemente emotiva. Pero no era una escena histórica tampoco, porque no había sucedido nunca que un romano llamado Marcus Sextus regresase de un exilio ni que existiera su persona real. Entonces, ¿por qué un pintor tan clásico se atrevió a componer -y titular así- una obra de Arte inventada con unas características tan verídicas o realistas? Pues porque no encontró en la historia real una vida como esa, tan dramáticamente sentimental. Pero era inconcebible además que una obra de Arte clásica pudiera expresar un hecho épico por entonces -pleno momento neoclásico- sin ser referido a algún personaje histórico o legendario conocido. El tema de la obra trataba del regreso del exilio de un ciudadano romano en época republicana, Marcus Sextus, un patricio que volvía a Roma después de haber sido desterrado por Sila, uno de sus primeros dictadores latinos. Porque pudo el pintor haber titulado su obra El retorno del exiliado, por ejemplo, pero esto no era conforme a los requerimientos tan clásicos del momento artístico en Francia. ¿Y, sin embargo, no pudo existir, verdaderamente, un caso así en la historia?

El pintor Guérin vivió también un periodo histórico revolucionario que padeció, como en la antigua Roma, destierros o huidas de personajes desconocidos o anónimos que no fueron recordados o descritos por los anales de la historia, pero que sufrieron también el trágico desgarro inhumano del exilio. Hacía referencia a un drama duro la obra neoclásica, pero incluía algunos rasgos subjetivos propios de un romanticismo posterior (en Francia el Romanticismo se retrasaría además). Porque por entonces, finales del siglo XVIII, todavía no había triunfado el Romanticismo en Francia, un estilo de expresar la existencia que glosaba la vida anodina o anónima de seres vulgares frente a los grandes personajes históricos, esto último más propio del clasicismo. Sin embargo, Guérin consiguió emular por entonces lo que, después de él, acabaría triunfando en el mundo artístico y cultural, y aún continúa: la semblanza emotiva de un paradigma social expresado con rasgos anónimos. La obra de Guérin es extraordinaria además porque consigue ser muy intemporal en su dramatismo estético. A pesar de las vestiduras romanas, podría pasar por ser una representación universal de todas las épocas y de todos los seres malogrados por un exilio o tragedia familiar. Porque no hay un relato concreto verídico en la obra histórico ni legendario, ni literario siquiera, que sostenga alguna referencia conocida de la escena.

Aun así, la escena representada nos ayuda a comprender la esencia fundamental del sentido de la obra: el ser que regresa de su destierro y descubre desolado la tragedia que su alejamiento había llevado a su familia. Es una encrucijada existencial la que se impone ahora, es el momento de la determinación de elegir un camino ante la sorpresa desesperada de la vida. Y el pintor compone su escena terrible con las figuras cruzadas de Marcus Sextus y su esposa yacente a su espalda. Conforman sus figuras cruzadas un símbolo cristiano -la cruz- utilizando, sin embargo, los perfiles paganos de dos seres anteriores a la época de Cristo, algo anacrónico además. Hay que situarse en el tiempo del pintor -final de la Revolución francesa- para entender las duras condiciones de algunas personas que sufrieron destierro en un momento tan poco espiritual o tan poco emocional como lo fue aquella época revolucionaria. Por eso el pintor comete otra afrenta más contra su neoclasicismo académico: no bastaba con pintar y nombrar -con nombre y apellido- a un personaje inexistente en la historia, además le inspiraba una religión que todavía -el siglo I a.C.- no existía en el mundo.

Doble rebeldía clasicista que Pierre-Narcisse Guérin se atrevió a componer. ¿Es que estaba el mundo asistiendo a un necesitado semblante más emocional o espiritual que fríamente racional? Pero, el pintor no fue sensible a eso, sin embargo. En la reseña de su biografía se dice de su vida: especializado en temas históricos, sobre todo de la Antigüedad clásica: personajes de la historia de Grecia y Roma, pasajes de la guerra de Troya o de la Eneida, aunque también dedicó alguno de sus cuadros a Napoleón. Sus cuadros se caracterizan por la maestría en el tratamiento, el correcto dibujo y, sobre todo, la iluminación con la que abrió nuevas direcciones en la pintura. Debió haber sido entonces su juventud, veinticinco años, que era la edad que tenía cuando crea su obra El retorno de Marcus Sextus, lo que motivaría a llevar ese sesgo tan romántico o emotivo para un momento, sin embargo, tan clásico. El creador francés expuso la escena de un modo muy trágico: la esposa del personaje retornado está ahora muerta y él toma su mano inerte entre las suyas. No hay más acción en la escena dramática. La muerte se ha llevado su promesa de regreso y Marcus Sextus dirige una mirada a la nada más desoladora. La luz y la oscuridad envuelven el gesto tenebroso para no darle sentido ahora más que a la nada.

Sin embargo, el pintor neoclásico transforma en su obra el componente melodramático haciendo posible ahora girar la mirada del espectador de su mujer muerta a su hija viva. Porque es ésta ahora quien, abrazada desconsolada a la pierna de su padre, representa el sentido más emocionalmente lleno de esperanza. Esta es, simbólicamente, la otra encrucijada estética de la obra. Ahora todo continúa con la sustitución de una vida por otra, de una esperanza en otra. Al menos, al personaje retornado le queda aún una salvación existencial expresada en la emoción de otra mirada, ésta no extraviada ahora sino llena de esperanza. Pero esa otra mirada es también aquí la nuestra, para eso la compuso el pintor, para nosotros, para cualquier ser humano que pudiera comprender todavía que, a pesar de todo, aún la vida se puede recomponer emocionada de las trazas de un escenario malogrado y desatento, y hacerlo en otro muy diferente, emprendedor, poderoso, ferviente, y muy esperanzado...

(Óleo El Retorno de Marcus Sextus, 1799, del pintor neoclásico Pierre-Narcisse Guérin, Museo del Louvre, París.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

5 de enero de 2017

El sentido más absurdo de la persecución de un deseo o el Arte prerrafaelita para expresarlo.



El pesimista filósofo Schopenhauer citaría el mito de las Danaides para ilustrar el repetitivo error inevitable de tratar de llenar un vacío imposible:  Pero la mayor parte de las veces nos resistimos, cual a un amargo medicamento, al conocimiento de que el sufrimiento es consustancial a la vida y que éste no afluye a nosotros desde el exterior, sino que cada cual lleva en su propio interior la inagotable fuente del mismo. Más bien intentamos buscar continuamente, a modo de subterfugio, una causa externa singular de ese dolor que nunca nos abandona. Infatigablemente vamos de deseo en deseo y como la satisfacción alcanzada no nos satisface tanto como prometía, sino que la mayoría de las veces pronto se presenta como un vergonzoso error, no nos damos cuenta de que nos enfrentamos por siempre con el tonel de las Danaides.

Las Danaides fueron en la mitología griega las cincuenta hijas de Dánao. Eran unas  deidades míticas acuáticas representadas como bellas ninfas de los manantiales sagrados de la Argólida. La leyenda cuenta cómo los egipcios Dánao y su hermano Egipto se enfrentaron violentamente. Luego Dánao tuvo que huir exiliado a la Argólida griega con todas sus hijas. Allí prosperaría hasta convertirse en el rey de Argos. Entonces su hermano Egipto quiso reconciliarse con él y envía a sus cincuenta hijos para que se unan con sus primas las danaides. Pero Dánao no quiso arriesgarse a esos matrimonios y pidió a sus hijas que, durante la noche de bodas, acuchillaran a sus maridos hasta morir. Fueron ellas  luego condenadas al Averno, el infierno griego, por su terrible infamia. Allí Hades las obligaría a llenar un barreño o tonel enorme de agua,  un recipiente que, a su vez, estaba agujereado e impedía así que cualquier líquido lo llenase por completo. Evitando también de ese modo poder terminar con toda aquella ridícula, inútil y absurda tarea deprimente. 

Para eternizar ese momento absurdo el pintor prerrafaelita John William Waterhouse (1849-1917) crearía dos obras pictóricas excelentes. Una en el año 1903 y otra en el año 1906. A las dos las titularía Las Danaides y la escena representada en ambos lienzos era la misma: algunas de las hermanas  transportando su cántaro de agua hasta el tonel donde debían echarlo; otras, siempre dos, vaciando el agua en ese preciso instante; y otras esperando a hacerlo, o, peor aún, no esperando más que regresar de nuevo a la fuente para, después, volver a repetir eternamente la misma peregrina cosa. De estas últimas danaides solo hay una -que aparece en la obra del año 1906- que ya ha vaciado su cántaro y espera ahora un pequeño momento, apenas nada, para con su jarra vacía recomenzar de nuevo su tarea. Pero el pintor la pinta aquí abstraída, sin mirar a nada, ensimismada ahora tan solo en su ignorada reacción maquinal inevitable. En la otra obra, la del año 1903,  no aparece  ninguna con ese gesto o con esa actitud melancólica. De hecho la obra del año 1903 es, curiosamente, más equilibrada o más clásica... Son menos personajes representados y muestran además una armonía estética extraordinaria. Comparativamente, la obra del año 1903  es mejor que la otra. Sin embargo, la otra, la del año 1906, consigue con esa sutileza emotiva plasmar mejor el sinsentido y la agonía absurda de una voluntad desmotivada.

Y es que el Prerrafaelismo se dividió entre el Clasicismo y el Simbolismo, entre la armonía plástica más elogiosa o el detalle humano más emotivo. Este pintor británico consiguió más esto último en sus obras prerrafaelitas, aunque no en todas. Es de suponer que la segunda vez alcanzó a expresar mejor cómo transmitir la angustia de una existencia tan absurda. Pero la genialidad tal vez la hubiese conseguido el pintor destacar en este tema -Las Danaides- si hubiese hecho una síntesis de ambas obras prerrafaelitas. Porque en una hay más belleza y en otra más mensaje. También nos servirá esta muestra de dos obras semejantes para insistir en la ventaja estética de expresar más con menos. A más personajes en un lienzo, menos valor expresivo, aunque parezca una contradicción. Pero es esta una de las reglas de la Pintura clásica, de aquel Renacimiento que glosara entonces la belleza sobre todas las cosas. Y, además, ¿qué más  podemos hacer que tratar de llenar un tonel que no alcanzará jamás a llenarse? La vida es así en toda su vitalidad biológica. Pero el ser humano tiene el pesar de pensar en ello. Aun así, volverá a repetir siempre el anhelo poderoso de querer obtener algo más, sin llegar a comprender que nada acabará satisfecho nunca por ningún deseo inagotable.

Las danaides expiaron la culpa, sin embargo, a causa de un deseo fatídico llevado a cabo por su padre. La leyenda nos cuenta que Dánao fue asesinado después por el único sobrino que no murió aquella noche. Porque una de las hermanas no quiso hacer lo que las demás, y Linceo, su prometido, acabaría vivo para poder asesinar a su tío. Así que solo cuarenta y nueve danaides fueron las condenadas en el infierno griego a realizar esa tarea deprimente. ¿Por qué fueron ellas condenadas? Porque pudieron elegir, como la esposa de Linceo lo hiciera. Las demás danaides se dejaron guiar a cambio por el mandato paterno y fueron ciegas en su deseo, por eso pagaron con el sempiterno y absurdo vaciado de agua. Porque no es el deseo propio el peor de los deseos sino aquel que hacemos, perseguimos o ejecutamos por uno ajeno, por la falta de uno propio. De un deseo, al menos, que nos lleve ahora a respetarnos como seres individuales y responsables. Por eso las danaides fueron condenadas al Averno -como su padre finalmente-, pero  solo ellas, las dirigidas, las cobardes, llevarían allí la terrible afrenta de realizar un trabajo repetido para siempre. Una tarea absurda, ridícula, imposible e innecesaria, tanto  como los alardes inútiles de las vidas absurdas que persiguen deseos insatisfechos. Tan insatisfechos como los toneles imposibles de un trabajo sin descanso...

(Óleos del pintor prerrafaelita John William Waterhouse: Lienzo Las Danaides, 1903, Colección Privada; Cuadro Las Danaides, 1906, Aberdeen Art Gallery and Museums, Aberdeen, Escocia, Gran Bretaña; Detalle del mismo cuadro, Las Danaides, 1906.)

28 de diciembre de 2016

La evolución de un genio, El Greco, o el arcano de encontrar lo sublime en el Arte.



La historia de uno de los genios pictóricos más extraordinarios es uno de los arcanos más interesantes habidos en el Arte. ¿Cómo se atrevió a pintar así, de ese modo tan avanzado y tan moderno, con una forma tan innovadora para entonces? El recorrido vital y artístico de El Greco va de oriente a occidente, desde el este hacia el oeste. De Grecia a Venecia primero, después a Roma y, por último, a España, donde culmiraría extraordinariamente su Arte. Y este camino existencial, este recorrido personal y artístico en sentido único, le llevaría también a desarrollar un itinerario creativo que acabaría alcanzando las cimas más elevadas de la sublimidad y del genio artísticos. Aunque por entonces -finales del siglo XVI y los siguientes tres siglos- pocos entendieron su maravillosa forma de pintar y componer -tan heterodoxa y excelente- una obra maestra de Arte. Es en Venecia donde El Greco aprende a manejar los colores y la perspectiva. ¿Hay mejor sitio para eso? Ya se habían manejado ambas cosas muy bien en el Arte renacentista veneciano, pero El Greco ahora quiere hacer algo más. Los genios lo son en parte porque caminan por un sendero no usado antes. La obra artística de El Greco es extensa y elogiosa pero hay un periodo concreto de su vida -el recorrido transversal de oriente a occidente desde el año 1567 al 1577- donde se puede observar la evolución estética más acusada de toda la historia artística del Arte europeo.

Y para verlo compararemos tres obras de El Greco de la misma temática y nombre: La curación del ciego. Primero, apreciaremos más la primera obra expuesta no solo por ser la mejor de las tres o porque mejor defina su estilo, sino por ser la de mayor resolución virtual ahora su imagen. La primera cronológicamente compuesta con ese título -la tercera presentada en esta entrada- fue realizada por el gran pintor en Venecia durante el año 1567, actualmente expuesta en la Galería de maestros antiguos de Dresde (Alemania). Luego están las otras dos obras, la segunda y la primera de la entrada, ambas creadas en Roma y con la fecha de su autoría muy poco clara artísticamente. La segunda está radicada en la Galería Nacional de Parma (Italia) y en su web indica una fecha alrededor de 1573. La primera de la entrada, sin embargo iconográficamente de un estilo más elaborado -más avanzado-, está en el Metropolitan de Nueva York y su web especifica alrededor de 1570. No es la primera vez que existen incongruencias en la cronología de obras de un mismo autor. Si la evolución de un pintor es tan acusada como la de El Greco sus creaciones deberían disponer esa misma evolución temporal. Porque es el tiempo el parámetro que define mejor la secuencia de la evolución artística de un creador. Aquí se observa un contraste estético muy acusado en la evolución artística de El Greco en su obra del año 1567 -Galería de Dresde- comparada con las otras dos, algo lógico por ser una obra anterior. Pero observemos bien esta obra del año 1567 pintada en Venecia.

Los rasgos más característicos de El Greco no están ahí todavía. ¿En qué se diferencia esta obra de sus maestros venecianos? En muy poco. El Greco acaba de llegar a Venecia proveniente de un mundo bizantino -griego y antiguo- que no tenía ni idea de la perspectiva, ni de las formas de las figuras, ni del color ni del naturalismo renacentistas. Y El Greco en su obra La curación del ciego del año 1567 -Museo de Dresde- manifiesta más lo aprendido entonces en Venecia: perspectiva correcta, figuras anatómico-correctas y un cielo más espacioso que las construcciones como fondo de la obra. Pero la obra tiene sorpresas a pesar de no ser la estética propia que identificaría el personal estilo de El Greco. Las figuras principales, Jesús y el ciego, están ahora descentrados a la izquierda del lienzo. Más a la derecha un grupo discute la escena anterior. Pero detrás, en otro nivel y plano, la perspectiva sitúa a dos seres sentados distraídos del motivo principal y situados en el mismo centro de la obra. Esto confunde ahora la escena sagrada con un rasgo misterioso que, independiente de su evolución estética, mantendrá El Greco casi siempre en sus obras. 

Pero no, algo no funcionaría aún en el propósito o el talante artístico que El Greco deseaba conseguir en una obra. Años después, cuatro, cinco o seis años después, El Greco pinta el mismo tema sagrado de antes, Curación del ciego -Museo de Parma-, en la ciudad de Roma. En la capital del Arte del siglo XVI el pintor más original de todos se acerca ahora a la pintura de Miguel Ángel, al manierismo más poderoso de los creadores romanos. Y entonces cambia su perspectiva, evita ahora incorporar en su obra detalles intrascendentes -como el perro y las bolsas de antes-, ahora solo pintará personas, figuras humanas que configurarán siempre el único universo de sus obras. Pero es ahora, sin embargo, la perspectiva mucho más feroz y el primer plano será más destacado sobre los segundos o terceros planos. Descubre así el pintor algo muy poderoso en esta obra, un alarde artístico muy moderno para entonces: perfilar un plano principal con todos los detalles y esbozar los planos secundarios solo con los mínimos detalles. El fondo ahora es apenas como un tapiz esbozado. Lo relevante debe ser ahora lo primero que veamos en un cuadro, lo demás -como el fondo- no interesa tanto al pintor ahora. Hasta el cielo disminuye en tamaño frente a una arquitectura más poderosa y más inclinada, acusando así la profundidad y lejanía necesarias esa perspectiva. Pero la escena representada en esta obra del Museo de Parma también ha cambiado con respecto a la del año 1567 (Museo de Dresde). Ahora el grupo humano de la derecha está más cercano a Jesús, que a su vez éste, junto al ciego, están más centrados en el lienzo. Pero el pintor quiere seguir componiendo detrás los dos personajes sentados y distraídos de antes, ahora mucho más alejados y empequeñecidos en esta obra. 

Esos dos personajes sentados que aparecen en la obra del año 1567 -Museo de Dresde- centrados y cercanos -por lo tanto relevantes en una pintura, lo sean o no-, tienden a confundir ahora por el hecho de estar sin ninguna relación dialéctica con la escena principal -el milagro de dar visión a un ciego-, el asunto primario. Este efecto fue luego una característica iconográfica de El Greco: ofrecer sentido de distancia o desdén manifiesto de algunos personajes hacia la figura sagrada principal o hacia el motivo espiritual más trascendente de la escena. Pero en la siguiente obra, la de la Galería Nacional de Parma del año 1573, esos mismos personajes están ahora tan alejados que pierden su relevancia iconográfica. Los alejará el creador para no confundir ahora la centralidad de la obra. Pero, a cambio, debe incorporar algo más el pintor en la obra para seguir destacando esa desatención tan humana hacia lo espiritual... Y lo hace el creador cretense con la figura dorsal inmensa del hombre a la izquierda de la imagen de Jesús. Un personaje de espaldas que ahora señala con su brazo izquierdo algo fuera del cuadro. Representa ahora aquí el desinterés -aún mucho más al estar cerca de las figuras principales- tan necesario para mostrar el desdén espiritual que el autor quería subrayar y criticar en su obra de Arte.

Pero es en la obra del Metropolitan Art de Nueva York  (titulada La Curación de un ciego, ca. del año 1570) donde El Greco consigue llegar a la mejor evolución de su Arte manierista. Pero, ¿cómo es posible que esta obra sea anterior a la de la galería de Parma? No puede ser. Veamos los brazos del ciego por ejemplo. ¿Son esos brazos trazados en su evolución estética por un pintor tan manierista como El Greco? Porque la evolución debe ir siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. En esta obra del Metropolitan los brazos, los dedos y las figuras son más alargados. El mismo hombre que señala algo fuera del cuadro dispone de un perfil más manierista en la obra del Metropolitan -año 1570- que en la obra de Parma -año 1573-. Además, el brazo que señala lo flexiona en la obra del Metropolitan haciendo más acusada la perspectiva y elegancia del gesto manierista. Los colores los apreciamos más gracias a la extraordinaria conservación y resolución de la obra del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En un detalle de esta obra -la que debía ser más evolucionada cronológicamente ya que lo es artísticamente- observaremos la liviana forma de pintar algunas figuras. Por ejemplo, los personajes sentados dialogando distraídos y alejados de la escena principal tienen una transparencia formal que resalta aún más el misterio de la obra del año 1567: aquel desdén espiritual de los personajes sentados con respecto al motivo principal de la obra. Pero aquí el pintor cretense quiere hacer un alarde aún más acusado con el personaje de espaldas señalando algo fuera del lienzo para comunicar en su obra la insensibilidad espiritual de algunos seres. Insensibilidad que apenas se vislumbraría antes con alguna relevancia entre los perfiles desdibujados -en planos secundarios- de los otros lienzos manieristas del genial pintor cretense.

(Óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art de Nueva York, EEUU.; Óleo Curación del ciego, alrededor de 1573, El Greco, Galería Nacional de Arte de Parma, Italia; Obra al temple, La Curación del ciego, 1567, El Greco, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania; Detalle del óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art, Nueva York.)