14 de septiembre de 2020

La gloria del Arte la hacen los mecenas y los críticos no el propio Arte ni los creadores.



La influencia artística es una motivación del poder. Es en el Arte donde la fuerza sutil y subrepticia del poder es muy visible y comprobable... a posteriori. Las tendencias artísticas no tienen carácter permanente, lo que no pudo ser una vez no será ya luego. Por eso la influencia es muy poderosa, porque aprovecha el momento justo para ejercer una potestad sobre el mundo, algo que luego, cuando no tenga ya razón de ser, no valdrá más que como una anécdota curiosa adscrita en los anales de la historia. La gloria no es exactamente lo mismo que la historia. La gloria es subir directamente al olimpo de los dioses, la historia, a cambio, es una recopilación de datos que, aunque sean reconocidos con el tiempo, no pasarían al inconsciente colectivo de lo glorioso o de lo grandioso o de lo que influyó o inspiró el espíritu ferviente de una época. Los críticos y mecenas del Arte son los únicos sumos sacerdotes de la cultura, unos poderosos personajes que inspiran el sentido artístico exclusivo de su tiempo. Cuando el Arte influenciado por aquellos es acorde con el sentido artístico de una obra maestra, estamos ante una gloria artística que hace historia para siempre. Cuando no es acorde al sentido indiscutible de una obra maestra solo pasará su efímera gloria a la historia. Pero puede suceder que algún Arte merecedor no tenga influencia ni mecenas como para hacer siquiera historia. Habría que decir ahora que hay dos tipos de historias. La que socialmente es reconocida, la gran historia, y la que no lo es. El que algún Arte pase a una o a otra historia dependerá solo de la influencia que haya tenido, es decir, de la capacidad que, en su momento, no después, haya podido disponer para ejercerla. Pero no es tan simple tampoco el asunto. La gloria es una conjunción de varias cosas diferentes: de mecenazgo, de influencia, pero también de perseverancia del autor en su estilo y de una suerte de cosmopolitismo en su temática artística. Cuando no se dan todas esas cosas el Arte no prosperará como tendencia en el mundo. 

Una generación de pintores nacida en la década de los años ochenta del siglo XIX estaría predestinada a cambiar el Arte por completo. Las tendencias producidas desde entonces superaron en número a las habidas en otros momentos en la historia. Tal fue la insatisfacción y la búsqueda obsesiva de entonces. Pero sólo consiguieron avanzar aquellos que encontraron en la crítica y el mecenazgo el poder suficiente para prosperar. El Arte no lo hacen los pintores, ellos solo hacen cuadros, el Arte lo hacen los poderosos influenciadores que deciden qué les gusta a ellos y a sus acólitos de esa tendencia. La tendencia es como un virus seleccionador, algo que ya no se detiene porque actúa exactamente igual, mutando ideas que alimentan la misma intención originaria: la forma en que el mundo debe ser ahora comprendido o visto en imágenes representativas. Las motivaciones psicológicas o sociológicas darán igual, solo es la identificación de un gusto elitista con una tendencia sustentada gracias al poder que su influencia sea capaz de tener en su difusión. Por tanto podemos afirmar que el Arte, como los pensamientos o las reflexiones filosóficas, son algo reconocido en la medida que su influencia permita su difusión universal. La publicidad lo es todo, y ésta puede llegar a ser tan sutil y eficaz como la persistencia que su poder permita mantener en el tiempo. Al final percibiremos solo lo reconocido en los altares de la exposición encumbrada por la influencia. Cuando el pintor estadounidense Thomas Hart Benton (1889-1975) se enfrentase con su deseo de pintar, buscaría en el pasado artístico los resortes con los que en su propio tiempo podría además llegar a componer Arte. Y lo consiguió. Pero, sin embargo, no prosperaría... Su genio artístico, esa gloria que no llegaría a conseguir a pesar de su grandeza, le llevaría a componer obras en un mundo ya transformado para siempre. Su honestidad, sus limitaciones, sus aspiraciones o sus necesidades, le llevaron a componer una temática excesivamente regional o poco cosmopolita. Pero su Arte propiamente, su estilo, no lo era. Era una suerte de Manierismo moderno que alcanzaría a tener una original expresión de armonía, sentido artístico, comunicación y brillantez creativa.

No pasaría de componer murales para grandes almacenes o compañías del medio oeste de los Estados Unidos. Toda una metáfora de la realidad del Arte cuando no es alzado por los mecenas o santones de los poderes culturales del mundo. Debe entonces refugiarse en los poderes comerciales que no saben ni tienen capacidad de transmitir Arte, sino solo de consumirlo. Sin embargo, cuando el pintor norteamericano Jackson Pollock (1912-1956) se viese obligado a prosperar artísticamente gracias a las ayudas del gobierno norteamericano de Roosevelt en los años treinta, su expresionismo-abstracto sedujo además luego a dos poderosos influenciadores del Arte de los años siguientes. Peggy Guggenheim y Clement Greenberg vieron en ese Arte abstracto de Pollock la nueva visión que el mundo de la posguerra necesitaba para olvidarse de todo, incluso del sentido de lo que podría ser considerado obra maestra de Arte. ¿Qué oculto motivo psicológico podría haber detrás de la influencia de la mecenas Guggenheim y del crítico neoyorquino Greenberg? ¿Dónde estará el sentido real de la motivación hacia un tipo de Arte o expresión artística determinada y no hacia otro? ¿Qué cosa extraña dominará las influencias de lo que deberá ser considerado Arte o no? No es baladí reflexionar sobre esto ya que la formación artística es fundamental para el desarrollo personal de los seres humanos. De hecho, la sociedad que vivimos ahora es heredera directa de la influencia que esos poderosos sacerdotes de la cultura tuvieron entonces. Pero, no fueron los únicos. Aunque aquí nos limitaremos solo al Arte. ¿Quién conocerá la pintura creada por Benton? Fue un estilo artístico que no llegaría a nada, que sólo acabaría demostrando que a veces brillará el Arte entre los perdidos alardes sin futuro de un intento merecedor. La fuerza poderosa de la sociedad de los años treinta, pero sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, llevaría por primera vez en la historia a filtrar o condicionar el gusto artístico que debería ser reconocido o impulsado. Antes se había empezado a hacer, posiblemente, pero fue a partir de entonces cuando se industrializaría, masificaría y comercializaría con los mismos procedimientos que la sociedad utilizaba para cualquier bien u objeto de consumo. 

Los templos del Arte habían sido profanados por esos influenciadores para llevar a cabo la experimentación seductora de su propia codicia artística. Pero esto no es nuevo en la historia. Cuando en el Renacimiento se crearon las grandes obras maestras de entonces fue porque los mecenas así lo quisieron. Así fue también en las otras tendencias clásicas de la historia. Así se crearon las grandes obras geniales del Arte universal. Entonces, ¿qué es lo que sería distinto a partir de los años treinta del pasado siglo? Pues que el sentido del Arte fue empezado a ser utilizado socialmente para influir no solo en el gusto sino en el pensamiento. Eso lo malogró en dos sentidos. Por un lado porque el Arte original y valorable se dejaría seducir por lo ideológico o por lo socialmente comprometido. Y por otro, el peor, porque se empezaría a utilizar el Arte sin el Arte, es decir que, con la excusa de hacer Arte, se comenzaría a describir una forma de creación que fuese más acorde con un nuevo sentido carente de belleza: el de la reproducción ilimitada de las formas. No habría ya límites en nada, tan sólo aquel que permitiera expresar el sentido iconográfico de lo bendecido como Arte: lo opuesto, lo transgresor, lo grotesco. Cuando la comunicación y los medios que pueden sostenerla se hacen libres y globales es cuando la influencia tendenciosa o torticera dejará de tener sentido. La información disponible y libre hace que se pueda acceder a todo lo que haya sido creado en la historia. Entonces es cuando nuestra conciencia verdaderamente se forma y construye con realidades auténticas, no con falsas tendencias ni con influencias determinadas, sino con la verdad de lo que una vez fuese creado por la excelencia. ¿Qué es la excelencia? Lo que solo es capaz de ser originado desde el sentido armonioso más honesto del genio humano. Algo que no es abundante ni poderoso sino existente tan solo desde la genialidad de un momento de inspiración creativa, un instante único expresado donde la emoción, la originalidad, la armonía, la representación y la belleza consigan alcanzar a mantener por siempre una permanente estima.  

(Óleo Pueblo de Chilmark, 1920, del pintor norteamericano Thomas Hart Benton, Institución Smithsonian, Washington, D.C.; Panel de madera al temple Actividades urbanas en un metro, 1931, Thomas Hart Benton, Metropolitan Art de Nueva York; Lienzo expresionista-abstracto Convergencia, 1952, del pintor norteamericano Jackson Pollock, Colección Albright-Knox Art Gallery, Buffalo, Nueva York.)

8 de septiembre de 2020

Dos mitologías opuestas que buscaron la verdad con la misma actitud sagrada de lo subjetivo.



Para el Arte lo más representativo del mundo mítico, su espíritu más sagrado, siempre tuvo un poder de fascinación en un destacado instante de belleza. La belleza sería siempre recreada con independencia de lo sagradas o no que fuesen esas mitologías. Así que el mito, lo sagrado y la belleza formarían una tríada artística fundamental en la estética europea clasicista. Para la civilización occidental la conjunción de la mitología griega y la hebraica forjaron el sentido más importante de su historia. Fueron desarrolladas, no obstante, desde planteamientos muy opuestos y contrarios. El pensamiento griego y su mitología buscaron en el ser humano el principio racional de todo lo creado; el pensamiento judeo-cristiano buscaría, sin embargo, en lo divino el sentido fundamental de todo lo existente. Pero sus narraciones y elucubraciones filosóficas alcanzarían una sintonía común única y exclusiva en ambas mitologías: la libertad humana. Esto la distingue de otras libertades en culturas diferentes, pues el sacrificio personal voluntario se opone al sacrificio involuntario de otras civilizaciones en el mundo. Son por tanto dos formas de pensamiento que encontraron en la libertad humana una justificación a su mitología. De ahí que en Europa se alcanzara el concepto de libertad en todas sus dimensiones antes que en otras partes del mundo. Sin embargo, la libertad humana adolece a veces del complejo de Edipo: acabará matando al padre (el espíritu universal) para poder así vivir más acorde con la pasión que su querer incestuoso (con lo material) lleve a obnubilarle. Pero esto es algo tan inevitable como la propia vida. Salvo que llegue Freud y nos descubra el inconsciente oprimido y responsable. Entonces, como en el psicoanálisis, encontraremos la paz, se supone, que concilie por fin la libertad con su verdadero origen.

Mientras tanto el Arte nos ofrece un testimonio representativo de esas dos formas de expresar la libertad para alcanzar, con ella, un sentido trascendente del mundo. Porque Antígona y su mito griego no es más que una forma pagana de presentir la misma sensación escatológica que una mártir cristiana tuviera ante la desesperación de no poder elegir otra cosa. El pintor Frederic Leighton compuso en el año 1882 su obra Antígona con el gesto orgulloso de la joven helena ante la injusticia de lo que para ella era lo más sagrado: no respetar la sepultura de su hermano caído por el Estado opresor. Pero le faltaba, sin embargo, el sentimiento universal de amor divino. Le faltaba también la angustia y la nostalgia... Para relatar lo mismo, pero con lo que a Antígona le faltaba, el pintor italiano Francesco Nuvolone compuso en el año 1650 su obra Una santa mártir. Aquí sí observaremos la angustia y la nostalgia que, junto a lo sagrado del designio personal de ambas heroínas, las llevaran a un mismo sacrificio subjetivo. Pero no es un sacrificio gratuito el de ambas, no es un no querer vivir, es elegir, desde una actitud libre, el designio personal que su sentido en el mundo les llevase a ser consecuente con lo que creían. Sin dañar a nadie ni menoscabar la vida, sino haciendo de una elección personal solo la consecuencia correcta a una cruel alternativa, la opresión de una injusticia torticera que su conciencia, sin embargo, no admitiría para vivir. El filósofo ruso Nikolái Berdiáyev (1874-1948) alcanzaría un pensamiento donde la espiritualidad y el anti-autoritarismo definirían su filosofía. Su existencialismo espiritual comprendía un alma radicada en la Naturaleza pero donde el espíritu se hallaría ahora fuera del mundo. Para Berdiáyev la angustia y el sentimiento de nostalgia son rasgos propios del ser que enfrenta su conciencia con el mundo despiadado en el que vive. La angustia estará inserta ahora en el mismo sentido misterioso del ser; la nostalgia será una sensación de incompletitud ante la perfección del ser y su dificultad de lograrla.

Y ese crimen espiritual edípico hace a la libertad sujeto de la opresión racional por haber dejado de ser la libertad un medio y acabar siendo un fin en sí misma. Las dos mitologías creyeron que la libertad formaba parte (era un medio) de su creencia en la vida y en lo sagrado que suponía. Para Antígona no sepultar a su hermano Polinices fue un sacrilegio que no  podía tolerar su espíritu apesadumbrado. Para la mártir cristiana que el emperador romano la obligara a renunciar a su fe era exactamente lo mismo. Y esa elección es la libertad. Pero es la elección, no la libertad, el valor mismo o lo más virtuoso. Cuando se habla de libertad se olvida que es una elección y, sobre todo, que esa elección es la que es o no es virtuosa. Cuando la elección es el sacrificio personal ante la opresión es algo virtuoso. Cuando es un sacrificio ajeno la consecuencia de usarla no lo es. Cuando es un sacrificio gratuito o sin contrapartida trascendente tampoco. Por otro lado, cuando la libertad solo ejerce una voluntad irreflexiva, egoísta o lapidaria no ayudará a elegir el conocimiento necesario que permita distinguir entre lo conseguido material y lo apercibido trascendente. Y el Arte ayudará a vislumbrarlo. En las dos representaciones artísticas, la del academicista Leighton y la del barroco Nuvolone, podemos apreciar la mirada de un acto sagrado para ambas heroínas míticas. Es un hecho tan serio que no debería frivolizarse con la alegría estética con la que a veces se imaginan los sacrificios voluntarios. No es un rechazo a la vida es una elección consecuente que hay que tomar a veces, a pesar de amarla tanto como para perderla. Y fueron dos mitos con siglos de diferencia en la historia occidental los que originaron esa estética. Antígona en Grecia y la mártir en Roma representan lo mismo. Grecia y Roma, Atenas y Jerusalén. Razón y Fe. Y el Arte clásico nos lo recuerda ahora en toda su belleza.  

(Óleo Antígona, 1882, del pintor británico Frederic Leighton, Colección Privada; Óleo barroco Una santa mártir, 1650, del pintor italiano Francesco Nuvolone, Metropolitan Art de Nueva York.)


1 de septiembre de 2020

La Ilustración fallida y el atisbamiento de una verdad velada entre el aquí racional y el allí irracional.



Cuando la historia alumbrase una Ilustración donde lo racional fuera lo único existente y todo lo demás, lo no racional, acabara por diluirse en el trasfondo atrasado de una trascendencia superada, surgiría un pensador curioso que, amigo incluso del racional Kant, llevara al ser humano un cierto atisbo de irracionalidad que auspiciase por entonces el cuestionamiento de toda verdad. El filósofo alemán Johann Hamann (1730-1788) tuvo la fortuna de poseer un intelecto que le ayudase a soportar las dudas inmateriales que en plena Ilustración la humanidad había empezado a desarrollar con su racionalismo alejado de toda semblanza espiritual que pudiera imaginarse. Porque entonces el pensamiento avanzado no podría aceptar que hubiese nada trascendente que supusiera un menoscabo al imperio inmanente y poderoso de la razón triunfadora. Sin embargo, Hamann lo hizo, se alzaría incluso contra su amigo Kant y todos los ilustrados para reivindicar la completitud del ser humano más allá de la racionalidad militante. La Razón era sólo una parte no la totalidad de la personalidad del hombre. La vida humana era diferente, no un azar evolucionado más por las habilidades intrínsecas de un ser ahora avanzado en el Universo...  La humanidad de los hombres, pensaba Hamann, había sido regalada por un principio universal que, desde fuera de ella, había supuesto la grandiosidad más extraordinaria del mundo. También defendía el filósofo que el pensamiento era lo mismo que el lenguaje, y que éste no podía ser otra cosa que una característica muy especial entregada al ser humano por ese principio trascendente. Consideraba además que la pintura era anterior al habla, y que esos símbolos visuales estéticos llevaron a desarrollar el lenguaje de los humanos. Habría habido entonces una revelación inicial que había sido la que el hombre aprovechara para avanzar con sus defectos en el aferrado mundo misterioso de sombras y luces. 

En el año 1635 el pintor francés Nicolas Poussin compuso una obra que anticipaba simbólicamente, como una premonición prodigiosa, la pugna intelectual que el mundo tuviese un siglo después cuando la Ilustración llevase a la razón a su más inmanente sentido. En el año 70 de nuestra era el general romano Tito asediaría la ciudad de Jerusalén hasta acabar por tomarla y destruir su templo de Salomón. En su obra de Arte, Poussin nos muestra al general Tito subido a su caballo mirando hacia el templo en llamas, sorprendido ahora de que lo que él mismo estaba produciendo había sido profetizado ya siglos antes en el libro de Daniel. Fue entonces la fuerza poderosa de la razón de una estrategia romana inmanente frente a la providencia irracional de un sentido trascendente. Uno que justo ahora se estaba cumpliendo bajo la mirada asombrada de su firme ejecutor. Y la iconografía barroca de Poussin contrastaría la armonía clásica de las partes grandiosas del enorme edificio sagrado con el atropello sangriento y aterrador de las tropas imperiales. ¿Qué razones habría detrás de un acontecimiento como ese? Ninguna, no puede la razón encontrar ninguna causa. Y así como los cadáveres individuales seccionados y arrebatados a la vida en la obra de Poussin suponen un misterio inconcebible, del mismo modo el pensamiento del filósofo Hamann supuso un revulsivo en plena Ilustración racional, cuando defendiera entonces una visión distinta y contraria a la de la racionalidad progresista del siglo XVIII. El ser humano, decía Hamann, es una criatura divina, soberana y única, que no puede ser disuelta en una comunidad histórica donde la ciencia cree marginar con su progreso equivocado la ignorancia o la injusticia del mundo. Los seres humanos y sus destinos son muy diferentes, y la mayor sabiduría no estará en la razón ni en la ciencia sino en las experiencias que acumulan sus vidas individuales. Al pensador alemán los ilustrados les parecían unos paganos más alejados de la verdad universal que los mendigos o los vagabundos, unos seres que, por la inestabilidad o los tumultos de su arriesgada existencia, podrían acercarse mejor a la trascendencia del mundo.

En el siglo XII el monje Bernardo de Claraval escribiría una apología de la contemplación y de la recta sabiduría, también llamada por él la consideración: La contemplación es una intuición verdadera del alma personal sobre cualquier cosa. La consideración, sin embargo, es un esfuerzo del entendimiento para averiguar lo verdadero, lo cual a veces no impide que se tome una cosa por otra. Así pues, la contemplación es una certeza inmediata de las cosas, una intuición intelectual, mientras que la consideración es un tipo de conocimiento reflexivo y, por tanto, indirecto. Sin embargo, no ha de entenderse éste como un mero razonamiento abstracto y exterior de las cosas, permaneciendo irreductible la distinción entre el conocedor y lo conocido. Sino que es más bien como la proyección de un pensamiento que se repliega hacia el interior, sin otro objeto de conocimiento que su propio acto intelectivo. Sigue el monje cisterciense diciendo: La consideración ha de empezar siempre por uno mismo para no distraernos..., descuidándonos. ¿De qué nos aprovecharía ganar el mundo si nos perdemos nosotros mismos? Por muy sabio que seamos siempre nos faltará sabiduría si no somos sabio para nosotros. Pero, ¿cuánto de sabio? Todo lo posible. Porque también cuando conociéramos todos los misterios del mundo, todo lo contenido en la Tierra, en lo alto del cielo y en las profundidades del mar, si nos ignoramos a nosotros seríamos como el que construye sin fundamento, amontonando ruinas en vez de edificios habitables. Todo cuanto construyamos fuera de nosotros será como un montón de polvo expuesto a los vientos salvajes. Por tanto, no será nunca sabio quien no lo sea para sí mismo.

Pero esa consideración no debe confundirse con una interpretación subjetiva de las cosas, como si todo conocimiento debiera consistir en una elaboración basada en las facultades del individuo como un sistema cerrado y definido por sus limitaciones, pues eso sería una negación de toda trascendencia en dicho acto intuitivo y no habría una auténtica interiorización y realización de lo que debiera ser conocido. El sentido intelectual del conocimiento se mueve a sí mismo y está sostenido por sí mismo. Porque el conocimiento que solo es producido por algo exterior es un accidente, mientras que el conocimiento que se mueve a sí mismo es considerado entonces como sustancial. Y seguía diciendo Bernardo de Claraval: Si miro mi alma personal como es en sí no puedo pensar en otra cosa sino en su inanidad. Y es así porque si oponemos la finitud del individuo a la infinitud de lo absoluto quedará reducido aquél a la nada. El hombre, que es una nada en sí mismo, considerado una parte de algo más, lejos de anularse, no puede ser más que parte de divinidad, pues toda otra cosa quedará suprimida en el seno de lo absoluto, donde nada se pierde ni dejará de ser. Ese absoluto no se limitará al Ser puro, sino que designará lo que está por encima del ser individual, el ser de todos y cada uno de nosotros, con lo cual se conseguirá alcanzar a salvaguardar tanto la inmanencia como la trascendencia del mundo y, así mismo, superar su aparente oposición tan fallida. Ese es el sentido último del conocimiento: la naturaleza humana desvelada en su doble aspecto, entidad insignificante y, al mismo tiempo, entorno universal de la excepción misteriosa. Sutilmente expresada además como una imagen perfecta de aquella Jerusalén tan simbólica..., y pintada una vez su destrucción por Poussin en el  sutil y contradictorio Barroco.

(Óleo Destrucción del templo de Jerusalén por Tito, 1635, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

25 de agosto de 2020

Lo no admisible acaba llegando y entonces el gesto compensa apenas un instante la obtusa realidad.



La pintura histórica fue casi una tendencia artística en el último tercio del siglo XIX en España. Los pintores buscaban el éxito en los certámenes de Arte que primaban un estilo historicista que realzaba aún más el hecho artístico. Uno de esos pintores lo fue Manuel Gómez-Moreno González. De origen granadino, comprendió que su ciudad tenía los ingredientes idóneos para plasmar en un lienzo el impacto legendario más romántico que pudiera encontrar en la historia. En el año 1880 compone su obra Salida de la familia de Boabdil de La Alhambra. La historia nos cuenta los sucesos y vivencias de los pueblos y de los seres humanos que los representan. Estos son los protagonistas que, de alguna forma, producirán con sus vidas ese reflejo inspirador de instantes emotivos que determinarán los momentos más trascendentes de la historia. Serán como unos polichinelas entre las sinuosas aguas del cauce de los grandes acontecimientos. Cuando la guerra de Granada llegara a su fin en el año 1490 con la rendición de El Zagal, tío de Boabdil, que se había refugiado en Almería, al año siguiente los Reyes Católicos sólo se limitaron a asediar la fortaleza de la Alhambra en Granada, en donde Boabdil, el último descendiente de la dinastía nazarí, continuaba inútilmente resistiendo. Con el tratado de Granada de noviembre de 1491 se establecieron las condiciones de la capitulación nazarí. Dos meses después, el último rey de Granada abandonaba el palacio granadino para siempre. El pintor español reflejaría en su obra un momento muy inspirado, un instante estético que todo creador buscará en su intuición para poder plasmar una emoción en una obra artística.  

Porque poco tiempo antes el reino granadino no se podía imaginar que ese acontecimiento tan definitivo pudiese llegar a suceder. Sobre todo para Boabdil, que había sido engañado por las fuerzas cristianas en Lucena durante la primavera del año 1483. Entonces había sido capturado, pero los castellanos lo liberaron a cambio de un rescate y de una promesa de vasallaje, lo cual había sido una costumbre entre ambos bandos durante siglos. Pero, ahora, los Reyes Católicos no estaban por hacer lo mismo de siempre. Era más inteligente liberarlo que no hacerlo, ya que el reino nazarí estaba por entonces muy dividido entre Boabdil y su tío el Zagal, hermano éste del anterior sultán el rey Muley Hacén, y destronado por Boabdil un año antes. Esas luchas internas granadinas favorecerían a Castilla, así que liberar a Boabdil fue una estrategia en la determinación de obtener la rendición de Granada tiempo después. Sin embargo, para nada el joven rey pensaba entonces que las cosas fueran a dirigirse por ese trágico y definitivo camino. No era pensable para él, ya que, si había sido liberado, qué sentido tendría no mantenerlo como un reino vasallo, lo que había sido desde siempre una costumbre. Pero las cosas no permanecen como siempre, y lo no admisible una vez dejará de serlo para transformarse, luego, en una mueca trágica ante los acontecimientos irremediables de una senda insoslayable. Para la composición de su obra, Gómez-Moreno decide pintar la escena a las puertas de las estancias reales del palacio granadino. Y entonces el cortejo privado de Boabdil marcharía por la estancia engalanada hacia el patio de Comares, donde ahora sus sirvientes esperarían para partir hacia el exilio. Así fijaría en su lienzo el pintor ese histórico momento en el que la familia real dejaría la Alhambra granadina para siempre.

Pero son los gestos los que el pintor decide componer con la vinculación psicológica de los personajes conocidos de la historia. Y el instante reflejado en la escena histórica abunda ahora en tópicos, mitos o semblanzas que, sobrepasados, alcanzarán a reforzar el sentido más romántico de la historia. Pero, sin embargo, el artista español consigue hacerlo además con credibilidad estética; su Arte llevará a convencer iconográficamente lo que, históricamente, nunca sabremos de cierto si aquellos  gestos humanos fueron o no verdaderos.  Ahora el principal protagonista de la historia granadina no se ve siquiera claramente. Porque la figura principal de la obra, la personalidad que, hierática y enhiesta, abandona solemne ahora la estancia palaciega no es Boabdil sino su madre, la princesa Aixa. Ella es la que dirige una mirada despreciable a los que, según ella, no supieron defender a su hijo con todo el esfuerzo o la inteligencia debidas. Su hijo, el joven Boabdil, está ahora de espaldas, abrazando a uno de sus fieles servidores de palacio. Para la representación decimonónica la fidelidad de la historia es ahora lo de menos. ¿Cómo si no hacer una escena para que el mensaje artístico obtenga una gratificación tan estética? Cuando la historia tiene que ser representada en un instante, lo que toda pintura consigue hacer en un único momento estético, debe elegir la emoción ante cualquier otra cosa relevante, y ésta puede darse incluso aunque no sea más que una tendenciosa forma de hacer historia porque, ahora, ¿cómo podemos saber que no haya sucedido eso mismo, aunque no sea para nada muy correspondiente con la realidad psicológica de los personajes? La emoción estética cumple casi siempre con dos realidades artísticas inevitables. Primero, que justificará artísticamente la escena histórica, y, segundo, que nos llevará a reflexionar sobra la debilidad o la fortaleza de los personajes retratados. Pero, también conseguirá otra cosa más, la más importante de todas en el Arte: que nada de lo sucedido es ni más ni menos relevante que la propia vida, sino tan solo ahora una mera circunstancia estética más en la oscura e insignificante estela de los acontecimientos.

(Óleo La salida de la familia de Boabdil de La Alhambra, 1880, del pintor español Manuel Gómez-Moreno González, Museo de Bellas Artes de Granada.)

20 de agosto de 2020

El Arte es la alegoría más desdeñosa, esa que obvia todo lo que no sea el Arte mismo.



 El Arte no se deja vencer por nada que no tenga que ver con su objetivo único y último: expresar una conciencia inconcebible para nadie. Porque el Arte es la mayor voluntad egocéntrica que existe. Y lo es porque no va dirigido a nadie en concreto sino a todos. Y todos es el motivo más desdeñoso que pueda existir, ya que, ¿quién es todos? En este pronombre tan indefinido radica el sentido tan impersonal que el Arte ofrece con sus alardes estéticos. Es la humildad más aleccionadora que cualquier cosa pueda ofrecer a un individuo. Porque la cosa que vemos expresada en un cuadro sólo nos engañará si esperamos que algo de lo que expresa vaya dirigido a nosotros, el pasivo observador subjetivo del cuadro. ¿Cuál es entonces el sentido de observar un cuadro? No hay sentido alguno, sobre todo si el observador se mantiene perceptivo en un papel proactivo ante el mismo. Para que el Arte consiga su efecto el perceptor del Arte debe olvidarse de sí mismo. Sólo así el Arte consigue su objetivo indistinto. Por eso el Arte es la mejor ayuda en procesos neuróticos donde el ego del individuo domina su existencia, hasta el punto que la impide vivir con mesura. Al existir una entidad más egocéntrica y una voluntad tan poderosa, el observador del Arte consigue abstraerse en una experiencia que le devuelve una impresión donde el sujeto perceptor acabará absorbido por el afán tan desconocido de la obra. Hay algo siempre en una obra que nos dejará ofuscado ante las múltiples interpretaciones de la misma. Entonces, trataremos intuitivamente de acercarnos a la verdad de lo que vemos. Pero es imposible, ninguna verdad se alumbra en la vinculación impersonal de ese virtual acto perceptivo. Aun así, creeremos en ello. Nos dejaremos llevar por esa fruición antropológica que hace al ser humano necesitar creer en parte de lo que observa. 

A partir del siglo XVII el Arte se transformaría desde las formas sofisticadas y alejadas de la realidad expresadas en el Renacimiento y el Manierismo. Luego, cuando el Barroco llegó para tratar de salvar al hombre de su angustia estética, el Arte alcanzaría a representar con sutileza y cercanía lo que antes había logrado representar con altivez, artificialismo o belleza. Cuando el pintor florentino Giovanni Martinelli quiso homenajear el Arte con un lienzo barroco novedoso, llevaría el retrato de una hermosa mujer a una composición alegórica misteriosa. ¿Cómo armonizar el naturalismo de Caravaggio con el preciosismo de un acabado clásico? El Arte era todo eso, y su obra debía disponer de todas esas cualidades tan demandadas entonces. Sencillez, belleza, sofisticación y naturalidad. Así fue como el pintor florentino compuso su Alegoría de la Pintura. Pero, ¿qué clase de alegoría pictórica representa este retrato femenino? Las formas de poder entender una alegoría van desde las cosas que aparecen en un lienzo hasta la forma en que las mismas aparecen en él. Aquí la forma alegórica asociada con el Arte tiene que ver con el desdén iluminado que hace que una obra sea una admiración inalcanzable para nadie. Sin embargo, está ahí para nosotros, podemos visualizarla tanto como queramos para poder así ver cada alarde, manera, posición, mensaje o sutileza de sus formas. Pero, nada de lo observado llegará a ser dominado por la conciencia de un observador anheloso. Esta es la fuerza motivadora que todo Arte valorable tiene para permanecer eterno ante cualquier espectador necesitado de sentido. 

Porque el sentido en el Arte es imposible obtenerlo. No existe. La alegoría del pintor barroco consigue ahora ese efecto tan sutil de imposibilidad perceptiva en la mirada torcida e indeterminada de la bella modelo. ¿A quién está mirando? A nadie. Pero aquí el pintor quiere ir más allá con ese alarde iconográfico tan definitivo. Ella, la representación alegórica de la Pintura, está ahora mirando hacia la nada más absoluta de misterio. Como el Arte. Como el desdén más poderoso que Arte alguno lleve a cabo desde las formas estéticas de su dominio. Porque nosotros, los que miramos admirados el sentido de belleza estética, dejaremos que ese instante permanente desplace nuestro ego y nos acerque así a un sentido universal donde no haya voluntad, ni individualidad ni subjetividad alguna. Todo un poderoso momento efímero que nos hace olvidar de nosotros mismos y consigue llevarnos hacia el origen último de toda expresión artística. Un lugar donde la voluntad no existe porque es asimilada a un ámbito de percepción subyugante donde las formas dejan de ser lo que son para mostrar ahora otra cosa distinta. La Pintura es una experiencia casi mística, y por eso el pintor busca aquí la expresión menos relacionada y más absorbente con la que llegar a conseguir expresar ahora un rostro enigmático. El mismo que la Pintura consigue cuando nos aleja tanto de nosotros como de lo que vemos. Y esta indeterminación dejará en la mente del que observa la sensación de que la conciencia estética no es ninguna cosa definida sino la más incierta expresión que una representación universal pueda llegar a conseguir de una experiencia vivida.

(Óleo Alegoría de la Pintura, 1635, del pintor barroco Giovanni Martinelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

17 de agosto de 2020

El verdadero sentido de la relatividad del mundo fue expresado por el Romanticismo entre rasgos de brumosidad.



¿Es ahora cuando vivimos en la modernidad? Porque ayer, al parecer, lo hacíamos en la antigüedad... Qué pensarían entonces los habitantes de esa antigüedad, ¿vivirían ellos así, tan antiguos, hundidos en la perspectiva tan poco moderna de sus meras apariencias? Cuando el pintor romántico Turner fue a Roma para encontrar el sentido que su visión del Arte tuviese admirando el clasicismo más encumbrado en la historia, hallaría que el decadentismo de un pasado estaba irremediablemente unido al sentido artístico más actual del mundo. Pintaría años después, de memoria, una visión que él tuviese del ruinoso foro de la antigua Roma desde una de sus colinas modernas. Al lienzo lo titularía Roma Moderna, Campo Vaccino, y en él aparecen pobladores contemporáneos, edificios construidos en la misma época del pintor así como el resplandor maravilloso de las antiguas construcciones ruinosas tan artísticas. En su visión romántica nada es ni más ni menos real que el sentido artístico de lo que finalmente expresaría en su obra. Por eso la brumosidad de su lienzo responde a una necesidad estética más allá de sus realizaciones estilísticas tan particulares: hay una eternidad o, mejor dicho, una atemporalidad que el sentido de la historia imprime siempre de la visión que el ser humano tenga de la vida. ¿Somos la modernidad de lo de antes? ¿El pasado, es decir, lo que se dio antes de ahora, dejará de tener sentido real por una agregación de sucesos que, ahora novedosos, harán a lo anterior prácticamente nada? El pintor compone su obra romántica con el componente tonal prevalente de su color más dominante. Para el ánimo romántico el mundo es monocolor porque nada que lo distinga tiene que separar el sentido de su forma, el momento de su fin o la causa de su efecto. La grandeza del pintor fue nombrar la obra con el calificativo de moderna para la antigua ciudad imperial. Era la forma en la que el concepto frente a la imagen hacía una clara distinción temporal. Tan ilusoriamente creado estaba el sentido estético de su composición.

Doscientos años después de su creación, la obra de Turner nos es, sin embargo, absolutamente arcaica. ¿Dónde está ahí la modernidad que él quiso expresar? No la vemos por ningún lado, como tampoco veremos el contraste estético entre luz y oscuridad propio de sus obras. La luz en la obra de Turner es tan poderosa que no se ve incluso, que no existe realmente porque está en todas y en ninguna parte. Consigue el pintor romántico en sus obras hacer de la luz una metáfora, una especie de sinsentido que aporte dimensiones, efectos, distancias o sublime deferencia de unas cosas sobre otras. No hay nada de eso en esta obra romántica, sin embargo. La disposición de las cosas está ahora sintonizada dentro de un único esquema de luz que no sustancia nada, sino que accidenta o añade partes similares de las cosas que, emergentes por su diferenciación, parecen separadas no porque lo estén sino porque el pintor así lo procura con sentido. Para nosotros, seres actuales, no hay nada de modernidad en lo que vemos. Es ahora un contrasentido estético... ¿Cómo pudo calificar de moderno algo que no lo es? Pero es que el sentido estético de la obra romántica no fue ese, no tuvo nada que ver con la modernidad ni con el tiempo actuante. Es ahora una dislocación de cosas que el Arte hace para enfrentarnos con una perplejidad representativa. La realidad no es absoluta y el mundo no puede ser definido nunca en un tiempo dado. Siempre hay momentos posteriores que hagan inútil el calificativo de moderno. Para un observador contemporáneo la visión desde el lugar en el que el pintor situó su paleta, es la visión de un panorama no correspondiente a ningún referente temporal del paisaje. La representación de un efecto estético creativo no alcanzará nunca a añadir información real de un hecho, sino solo a emocionarnos con el sabio acontecer de su incisiva inspiración estética. 

Y la inspiración del pintor romántico fue mostrar la incongruencia de separar en tiempos distintos la grandiosidad de una creación artística. La belleza sobrevive en el hecho representativo y sobrepasará el efecto temporal de su distancia. No hay diferencia entre admirar una belleza de entonces y de ahora. Del mismo modo que no hay contraste entre la luz del atardecer o del amanecer en un paisaje. No refleja la obra nada especial porque no existe para eso, no compone con sus apariencias visibles el sentido material de un momento definido por el tiempo. No es necesario para trasladar a la emoción del que mira la verdad de lo que significa temporalmente. El Arte romántico viene a recomponer las diferencias espacio-temporales, cosas que en sus lugares inamovibles son lo único que aparece sin fisuras a los ojos insensibles de lo definitivo. No hay nada definitivo, como no hay nada comenzado del todo. El todo es una dimensión extendida que supera las diferencias encontradas por el desamparo de verlas separadas, sin sentido artístico, sin reflejo de lo que una emoción sea capaz de expresar en una imagen conciliadora de belleza. De una belleza atemporal, incondicional o versada solo en los alardes estéticos que pueda una composición creativa hacer de una parte señalada de la historia o del hombre. Nada hay que el tiempo descubra sin los valores universales de belleza que puedan hacer de un paisaje una obra de Arte. El Romanticismo surgió de ese sentimiento tan especial sin límites. Pura sintonía idealizada de una realidad universal sin la motivación humana temporal tan sensible que lo represente. ¿Por qué el mundo juzgará las cosas desde la concepción temporal de su magnitud cronológica? ¿Hay más verosimilitud, estética o la que sea, en un presente que en un pasado? El pintor Turner quiso contestar a esa pregunta con la brumosidad de su estilo tan moderno para entonces. Cuando la obra fue expuesta en la Royal Academy sería acompañada de un verso de Lord Byron: Ha salido la luna y, sin embargo, no es de noche y el sol todavía reparte el día con ella.  Como el poema romántico la obra de Turner evocaría la sublimidad perdurable de Roma, un lugar que habría sido para los artistas menos un lugar físico que un lugar especial en su imaginación tan desbordante.

(Óleo romántico Roma Moderna, Campo Vaccino, 1839, del pintor inglés Turner, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)


12 de agosto de 2020

El arrepentimiento es una virtud exclusiva de los dioses, no de ningún ser humano, cuya reflexión apenas cambiará...



Cuando el Arte quiso expresar la tragedia clásica más terrible de la mitología griega, Medea, recurriría o al Romanticismo de Delacroix con el acto cruel representado mientras se lleva a cabo, o a su contrario en el Arte, el Clasicismo, con en el momento justo del instante anterior al hecho trágico, cuando el ser aún divaga o piensa ahora en lo que acontecerá luego.  Pero también, como en todo acto humano, hay un periodo posterior al hecho, ese momento en el que el ser es consciente de sus consecuencias para él o para el futuro. El arrepentimiento es, sobre todo, una virtud personal, una profunda congoja interior que un individuo padece para sí mismo, para su realidad íntima con respecto a lo que ha hecho. Porque lo irremediable es imposible ya cuestionarlo, ni siquiera plantearlo como una redención posible frente a un futuro. Si lo que se dirime en la conciencia luego de cometer un hecho luctuoso es el futuro, es que el arrepentimiento no es interior sino exterior, calmará otras conciencias o el hecho material de lo que pueda suceder en otras ocasiones de inapropiado para el sujeto o su entorno. Pero no cambiará nada en lo más íntimo del individuo responsable. No habrá lección moral ni comprensión real de lo sucedido. Por eso el arrepentimiento no es nada en sí mismo, ya que no se puede volver atrás. Y toda reflexión posterior a un hecho puede cambiar apenas el gesto en una impostura inevitable que solo durará el tiempo necesario de la desolación. Hablamos de hechos realizados con premeditación, no de accidentes. Ese fue el caso de Medea. Terminaría con la vida de sus hijos consciente de ello, y por eso el Arte la representaría antes, durante y después... Pero sólo el después, el tiempo menos artístico de los tres, alcanzaría a llevarlo a cabo un desconocido pintor español en el año 1887. Menos artístico porque en el Arte los hechos consumados no tienen razón estética, no tienen trascendencia. O se dirime antes lo que sucederá o se describe emotivo el hecho mientras se produce. En uno hay grandeza: estamos aún a tiempo de cambiar, en el otro hay emoción dramática: se realiza el hecho y en su sacrificio actual está la tragedia realizándose. Pero, ¿y después, qué hay o qué sentido tiene?

Germán Hernández Amores (1823-1894) se había formado en la prestigiosa Academia de San Fernando de Madrid, pero también recibió el influjo de clásicos pintores franceses e italianos donde adquirió un sentido academicista tan romántico como realista. La cultura grecorromana y la tradición judeocristiana habían sido sus dos grandes temas para plasmar un lienzo artístico. En el caso de esta obra academicista, Hernández Amores busca en la mitología más trágica el relato de Medea y sus hijos malogrados. Pero, a diferencia de los clásicos antiguos, que privilegiaban el momento anterior a la tragedia, o de los románticos, que primaban mejor el instante mismo de la tragedia, el pintor español decide el tiempo donde ni la divagación reflexiva ni la actuación sangrienta tienen sentido. Aquí ya no hay celos, ni amor, ni pasión, ni orgullo, ni ambición, ni parálisis ni desgarramiento. Sólo distancia, solo ingratitud ajena, sólo lamento, sólo hundimiento personal que, sin embargo, podría llevar o no a la salvación o al enmascaramiento. Llevará a la salvación si el sentido de su gesto se corresponde con su interior más sincero de afirmación ante lo sucedido, algo inevitablemente realizado, aunque arrepentido desde la transformación personal del individuo, no desde la relación con el medio, con los otros o con su futuro. Por eso la mayor redención es auto-aniquilarse después (también la forma artística más llamativa para salvar la representación posterior de cualquier hecho), cuando no hay impostura en su gesto sino consecuencia honesta. Medea, según la mitología y sus relatos posteriores, no acabaría con su vida, vagaría por el mundo buscando la absolución, la comprensión o la paz perdida. En esta pintura de Hernández Amores se aprecia la huida posterior al hecho donde dragones o serpientes llevan a Medea en el carro de la muerte hacia un lugar imposible con la vida... Es ahora su gesto lo único que delatará su arrepentimiento. El pintor consigue expresar esa incertidumbre que el Arte en estos casos no lograría, sin embargo, llevar nunca a la genialidad artística. ¿Por qué? Porque no es creíble estéticamente que una venganza sea inmediatamente después contradicha.

Aun así, la obra dejaría abierta esa posibilidad tan humana del arrepentimiento interior más sincero, aquel que no tendría más sustancia de ser que ante uno mismo y sin que el resto del mundo influyese para nada en su realización. El pintor academicista consigue, sin embargo, una versión también romántica de su mitología. Por eso esta obra rezuma cierto eclecticismo artístico que va acorde con cierto eclecticismo moral. Esa fue, tal vez, la virtud iconográfica de su autor al atreverse a hacerlo así. Algo que los críticos o los admiradores de cierta pintura clásica no supieron ver en la obra entonces. O, como sucede a veces en el Arte, no toda representación artística es objeto afortunado de reconocimiento justo. ¿Es esta misma injusticia la que el sujeto actor de un hecho luctuoso llevará siempre cuando se produzca un arrepentimiento? En el Arte podemos ver la obra cuantas veces queramos y analizarla con todas las observaciones posibles, pero, y en el arrepentimiento, ¿alcanzaremos a vislumbrar su verdad? Esto es imposible. Porque el arrepentimiento no es un hecho estético sino ético. El pintor consigue su efectismo estético con su Medea porque la mirada que vislumbra el gesto de ella es la de los que ahora vemos el cuadro, no la de los que podamos juzgarla por su acto ante ella. Su gesto en lo estético es  ahora salvador para nosotros, no para ella; su gesto en lo ético sería solo salvador para ella si fuese honesto y auténtico. Es lo que representa para nosotros ahora lo que el cuadro consigue expresar con su efecto estético. Y lo que consigue es transmitir la congoja arrepentida que de un dolor tan inmenso solo pueda traducirse ahora con la empatía más estética. Vemos a Medea llevando en sus brazos el fruto de su desesperación y de su dolor mismos. Vemos su gesto convincente, a pesar de ser el mismo que cualquier arrepentimiento, posiblemente, solo llevara a serlo estéticamente. Pero, ahora no, ahora el pintor consigue transformarlo en una emoción que, llevada por lo estético, alcanzará una semblanza ética en la imagen de su expresión. Pero sólo en su expresión artística. El Arte no puede ir más allá. Con eso bastará. Así obtiene el Arte el fruto de su recompensa: ese arrepentimiento anticipado que, por ejemplo, cualquier posible observador llevase a bien sentir ahora al admirar, alejado, el sentido tan profundo de una obra como esta.

(Óleo Medea, con los hijos muertos, huye de Corinto en un carro tirado por dragones, 1887, del pintor español Germán Hernández Amores, Museo del Prado, Madrid.)

7 de agosto de 2020

La fuerza irresistible de lo opuesto o el triunfo ineludible de Kairós.

 

Los antiguos griegos describieron el tiempo de tres formas distintas con tres entidades o dioses diferentes. Una de ellas era la eternidad, cuya representación mítica la hacían con el dios Eón; otra era el tiempo dividido, el tiempo cronometrado, Cronos era su divinidad; pero había otra, la tercera y última, que era verdaderamente fascinante ya que los griegos fueron los primeros que intuyeron la importancia del momento trascendental, del momento propicio, del instante más revelador, único e irrepetible. A ese momento especial le denominaron Kairós.  Cuando el Manierismo estaba desapareciendo como tendencia artística  en los inicios del siglo XVII a consecuencia del arrebatador Barroco, el pintor alemán Hans von Aachen (1552-1615) compuso su obra Pan y Selene. Estos dos personajes mitológicos representaban para los griegos dos cualidades muy opuestas y contradictorias. Pan era uno de los semidioses más terrenales, voluptuosos, calamitosos e incontrolados de la Arcadia. Selene era la diosa lunar, tan pura y luminosa como el satélite subyugante y poderoso al que hacía referencia. Para el semidiós lujurioso el atractivo de Selene fue irresistible. Hizo todo lo que pudo para seducirla, hasta tratar de modificar sus propias burdas maneras, sus bestialidades o su fiereza incontrolable. Ella era una diosa enamoradiza, desaparecía y volvía, como su astro brillante, para encandilar a los hombres terrenales y sentir la pasión que su temporalidad solo algunas veces le brindase. Para ambos seres míticos la oportunidad de Kairós era la única forma de vivir su deseo, ya que éste era insostenible de otra forma para ellos, ninguno tendría otra ocasión más que la noche... Pan no podría descubrirse más que en la noche ocultadora; Selene no sabría otra forma de poder hacerlo que entonces. Ni la eternidad ni el periodo normal de una vida servirían para unir a estos dos seres incapaces. ¿Era la imposibilidad de otra cosa en ambos casos lo que les uniría? Por eso Kairós vino a comprenderlos. Y la iconografía del Arte barroco a sustentar esa posibilidad efímera además. Como su sentido filosófico, Kairós es el dios del tiempo del Arte. Por ejemplo para los cristianos posteriores a la filosofía de Grecia, Kairós representaría entonces el tiempo de Dios, ese momento inapreciable y salvador que justificaba su teología.

Pero, y en el Arte, ¿cuál será el tiempo representado, cuál es el tiempo que se representa de los tres en una pintura? Tendemos a veces a pensar en la eternidad por identificar Arte con permanencia. Pero la eternidad de Eón es el no tiempo, cuando éste no existe ni para negarlo. Y el tiempo de Cronos es el tiempo pasado o es el tiempo presente o es el tiempo futuro. No, decididamente el tiempo del Arte es mejor el representado por Kairós. En el Arte lo que vemos reflejado en una obra es la intención efímera más estética de un solo instante merecedor. El creador expone siempre su momento de gloria, aunque éste solo sea, estéticamente, un mero instante a veces muy desmerecedor. Sin embargo, los pintores exponen siempre el único momento prescindible que no puede ser destinado a la muerte. En la vida esto solo se produce en la imaginación ya que nada hace que el tiempo pueda ser sustituido por nada, ni siquiera por la pasión más ardorosa. Kairós no desplaza el tiempo ni lo paraliza ni lo transforma, solo lo describe, lo califica o lo narra de una forma especial, y para esto la imaginación es el arma más eficaz que mente alguna pueda tener en este mundo. No vivimos las cosas las imaginamos mientras las vivimos perplejos. La perplejidad nos impide asimilar nada, por eso la imaginación acude a salvar ese momento único. Y Kairós santificaba, con su divinidad pagana, el instante temporal que apenas durará la intención del hecho. Para el filósofo francés Deleuze el fenómeno de Kairós es ese momento único y especial que no está ni siquiera en el presente, sino que está siempre por llegar o que ya ha pasado, que nos sobrevuela... Por esto la imaginación es el único referente válido que tenemos, tanto si se manifiesta como si no. Para eso también fue creado el Arte, para dominar el instante desde la distancia, ya que, como la incertidumbre física, no podremos saber bien una dimensión si determinamos otra...

En la obra de Aachen vemos el instante mágico del momento imaginado e irrepetible de una seducción erótica. La fuerza atrayente es irresistible porque el momento es irrepetible. Esta es la característica de Kairós, su irrepetibilidad. Ahora podemos entender la sutil diferencia entre Eón y Kairós. En Eón la vivencia es imperceptible, no se es consciente de nada porque no hay una medida para referenciarlo: la eternidad no fluye, permanece sin contraste, sin límites, sin enfrentamiento ni ausencia. En Kairós existe porque fluye, porque hay límites, porque nos enfrentaremos pronto a la realidad inequívoca de lo irrelevante... Entonces deberemos sublimar el instante o con la oportunidad o con la imaginación o con el Arte. Hans von Aachen lo hizo con el Arte y consiguió una obra fascinante. Incluso consiguió unir dos tendencias tan opuestas como eran el Manierismo y el Barroco. En el año 1605 pintar como sus maestros ya no era la opción más moderna. Pero en su obra Aachen alcanzaría a combinar un estilo con el otro. El gesto manierista de las manos y el cuello de Selene contrastan con su cadera barroca y el cuerpo tan naturalista de Pan. El Barroco había llegado para romper la imaginación, o la sutileza, frente a la pasión y el alarde más realista de las cosas. Sin embargo Kairós dominaba, con su fuerza poderosa, la simulación de un instante que el Arte hacía vibrar además con las formas encontradas de dos estilos diferentes. Uno que acabaría para siempre y otro que empezaba a sembrar la ilusión por hacer del instante una forma más familiar o cercana. ¿Es que ahora podíamos dejar de sentirnos ajenos a lo representado en una obra? Esta era la virtual intención estética del Barroco. Pero también fue su maldición. Porque ahora la distancia era dominada frente a la fragancia. ¿Es que Kairós sería vencido finalmente en el Arte? El momento de mayor divinidad de Kairós fue representado en su mayor pureza en el Manierismo. Sin embargo, las demás tendencias posteriores mantuvieron aquella pureza, a pesar de sacrificar la fragancia por la cercanía. Aun así se prolongaría la fragancia hasta la llegada del Arte Moderno a principios del siglo XX. Porque la forma de entender aquel instante tan sagrado sólo era dominada por el influjo de Kairós. Para este concepto clásico el equilibrio más armonioso no era su virtud más elogiosa. Kairós unirá dos mundos en un solo momento, pero tienen que ser dos mundos muy diferentes, totalmente opuestos, tan opuestos que sus propios sentidos dejen de serlo para convertirse ahora en un ferviente instante de deseo y de gloria.

(Óleo Pan y Selene, 1605, del pintor manierista alemán Hans von Aachen, Colección privada.)

29 de julio de 2020

El riesgo del Arte es convertir los sentidos en un objetivo y no en hacerlos un medio para alcanzar la pureza.



Los sentidos fueron descubiertos gracias a ellos mismos, al usarlos sin ser conscientes de su utilización, al ser utilizados sin pensar que ellos pudieran servir para alcanzar otras cosas distintas. Se apropiaron de ese modo de una realidad mediadora inevitable y de una utilidad sacrosanta a medida que se usaban como un fin en sí mismo. Eran el puente indestructible que uniría, satisfecho, la naturaleza con el sentimiento. Pero fue más indestructible ese vínculo cuando este último, el sentimiento, aún no habría sido transformado en un lamento ni en una imposibilidad, sino en una fuerte intuición inspiradora. Porque el sentimiento llegaría a ser otro sentido antes de que se deteriorara entre sufrimientos o banalidades, uno muy distinto y tan útil como los otros cinco que captaran la mera realidad objetiva. Servía, sorprendentemente, para defenderse, para aliarse o para progresar, como aquéllos, pero, además, también serviría para percibir sin mirar o para llegar a entender alejándose ahora de las mismas cosas percibidas. También para empezar a comprender que, más allá de los sentidos, habría otras cosas poderosas que, aunque intangibles, reforzaban la vida y sus valores más permanentes o más satisfactorios o más necesitados. Pero no como un fin con los sentidos sino como una mediación estética. ¿Qué sentimos al percibir la imagen que los sentidos nos transmiten cuando admiramos la belleza inmediata que recibimos del Arte? Este es el error de los sentidos: inmediata. El Arte es un mediador no un finalizador de belleza. Esta es la mejor enseñanza que se pueda ofrecer a los primeros que quieran acercarse al Arte para comprenderlo. La enseñanza no es lo percibido sino lo sentido, y lo sentido no tiene en el Arte nada que ver con sufrimiento ni frivolidad sino con emoción inteligente.

Lo que sucede es que la emoción causa de la belleza solo es estimulada cuando la percepción de algo es justificada con la armonía que representa. Sin armonía no hay emoción. Otra cosa es la percepción de información estética, que puede condicionar la armonía a otros conceptos más intelectuales o más abstractos. Pero cuando la armonía es conciliada con la belleza es cuando el Arte tiene más sentido en su mediación. Un cuadro abstracto de Miró no requiere tanto esfuerzo de emoción para distinguir la mediación con lo mediado. Es un Arte que no deviene dudas en ese sentido, la percepción pasa directamente a la pureza del mensaje sin añadir emoción. Pero un cuadro como Judía de Tánger, del orientalista francés Charles Landelle, precisa ahora ejercer el sentimiento intuitivo más estético para alcanzar a transitar por el puente de la mediación y no del fin de los sentidos. La belleza aquí es un medio extraordinario ahora para vincular formas con mensaje, sentidos con realidad, pero, a la vez, maneras o gestos o miradas o semblantes con vida, misterio, pasión o irrealidad. Hay que enseñar más en el Arte clásico que en el Abstracto para entenderlo. Porque lo inmediato no es el substrato del Arte, y ese engaño sutil de la belleza inmediata en el Arte clásico produce confusiones o descréditos que es preciso dilucidar bien para poder comprenderlo. Cuando observamos a la joven judía retratada por Landelle no es la representación de su bello perfil lo único que el Arte nos transmite, aunque sea éste el utilizado aquí para llegar a aquello que desconoceremos del cuadro. Entonces la belleza se nos convierte en un aliado del sentimiento. Para hacer esto hay que dejar de percibir la inmediatez de las formas para captar ahora una especie de sentido mediado, uno que nos lleve a desgranar las relaciones estéticas y consiga finalmente alcanzar, con la nueva percepción sentida, la pureza. 

La pureza entendida como una percepción distinta, clarificadora, como una captación mental separada de añadidos prejuiciosos o afectados por una materia representada con referentes del todo inservibles para aprehender aquélla. Porque la intención estética final del Arte es conseguir percibir una emoción transmitida para tratar de comprenderse a uno mismo y al mundo. La interpretación en cada obra de Arte será más acertada o no, esto no es lo importante, sí lo es si es más sentida o no, porque el sentimiento y su emoción estética son la única realidad apercibida que tenga sentido en una representación artística de belleza. Pero de una belleza que no es más que una excusa, una mediación, una formalización de proporciones que buscará un atajo en el sentimiento para llegar así a la pureza. Cuando el pintor francés David se decidiera a pintar un retrato de Napoleón, le pidió al primer cónsul de Francia que posase para él. Pero Napoleón se negaría a posar para nadie, menos para un cuadro. El pintor Jacques Louis David, el mejor pintor neoclásico de Francia, aún así le insistió. ¿Posar?, ¿para qué?, le contestó Napoleón, ¿Cree que los grandes hombres de la Antigüedad de quienes tenemos imágenes posaron? A lo que le interpuso el pintor, perspicaz: Pero Ciudadano Primer Cónsul, le pinto para su siglo, para los hombres que le conocen y le han visto, ellos querrán encontrar una semejanza. Entonces Napoleón, sin dudar, le dijo al pintor: ¿Semejanza? No es la exactitud de los rasgos, una verruga en la nariz, lo que da semejanza. Es el carácter el que dicta lo que debe pintarse... Nadie sabe si los retratos de los grandes hombres se les parece, basta que sus genios vivan allí.  Sin querer, el que años después alcanzara a ser emperador de Francia, acabaría pronosticando una teoría del Arte que tendría que ver con la belleza, con los sentidos y su fin más genuino.

(Óleo Judía de Tanger, 1874, del pintor orientalista francés Charles Landelle, Museo de Bellas Artes de Reims, Francia; Lienzo Napoleón cruzando los Alpes, 1802, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Museo del Palacio de Versalles, Francia.) 

25 de julio de 2020

La cosmovisión del mundo cambió con el Impresionismo, pasó de lo universal a lo particular.



Ese fue un debate que tuvo en el conocimiento de la realidad las causas de su sentido cognoscitivo: o provenía de lo particular o provenía de lo general. Pero cuando el Arte traduce la realidad lo hace casi siempre con un espíritu clarificador y estético. Porque ambos van unidos para tratar de satisfacer una realidad autónoma de la que el ser humano se apropiaría con signos o rasgos de belleza. Realidad autónoma porque el Arte no obedece a principios naturales físicos propios de la vida, el Arte era otra cosa muy distinta de la realidad. Pero cuando el ser humano quiso expresar la realidad de lo que veía no encontró otra forma mejor que representar el mundo con belleza. Pero ésta era un concepto tan abstracto y tan alejado de la vida que no pudo el hombre más que adueñarse de ella con las formas. Así, el espíritu en el Arte desaparecería por completo entre las formas armoniosas de belleza, como sucedió en la Grecia clásica. Sin embargo, cuando el espíritu ganase la batalla de la historia a partir del siglo V d.C., el mundo del Arte no volvería a imitar la belleza de las cosas de la vida durante mucho tiempo, justo hasta el siglo XV con el Renacimiento y su recuperación de las bellas formas armoniosas. Pero, sin embargo, el espíritu seguiría dominando el mundo y sus representaciones armoniosas. La belleza ahora dispondría así de un sentido general o universal, uno que guiara o dominara al mundo y sus expresiones artísticas. Cuando el pintor Rafael Sanzio componía sus visiones universales de belleza, tenía muy claro que ese espíritu estaba plasmado entre las excelsas proporciones armoniosas de sus obras. Cuando el barroco Claudio de Lorena pintaba esos paisajes hermosos donde la vida fluía con un mundo extraordinario de belleza, aquel espíritu medieval seguía cabalgando orgulloso bajo los suaves matices verde-oscurecidos de su pintura. Lo universal -el espíritu- privilegiaba una forma de conocimiento estético que alcanzaba a componer la realidad de una manera que el ser humano había sospechado desde siglos antes en su historia. 

El Romanticismo fue la culminación de ese proceso estético donde lo universal era lo principal, es decir, desde donde partir para llegar a comprender o expresar el mundo y sus misterios. Con el pintor británico Turner la metáfora histórica del conocimiento estético de la vida fue llevada al máximo de belleza y sofisticación plástica en una obra de Arte. El ser humano podía llegar a poseer el sentido del mundo, su cosmovisión de él, bajo la visión universal del llamado método deductivo de la lógica. Este método lógico había sido glosado ya por Aristóteles y llevado luego a su desarrollo filosófico con la Escolástica medieval. Su manera de pensar consistía en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido. El Arte habría tomado esa máxima de un modo tácito para proseguir, a partir del Renacimiento, con su sentido expresivo más clarificador de belleza estética. El espíritu radicaba así en todas las formas o estilos donde la estética habría, de una u otra forma, representado al mundo y su belleza. Para eso la armonía habría sido sostenida por el principio deductivo de esa metáfora estética, tan asentada ya en la historia y su desarrollo a lo largo de los siglos. Turner pintaría en el año 1834 de ese modo deductivo su obra Incendio de las casas del Parlamento. La perspectiva tan universal de la obra romántica, así como su sentido deductivo filosófico, lo apreciaremos ahora en el impactante y desgarrador momento tan expresivo del instante romántico plasmado por el pintor. El sentido general de las llamas que suben hacia el universo infinito se refleja aquí en las aguas de lo particular del río terrenal tan finito de los hombres. Lo general está ahora siendo utilizado aquí para clarificar un modo particular que dé sentido al mundo y al hombre. Fuerza, desgarro de lo universal y pasión armonizada del mundo con la humanidad. La comprensión de la vida pasaría aquí por conciliar el espíritu universal con ese otro espíritu personal del mundo del hombre.

Pero todo ese sentido universal y general del conocimiento y de la cosmovisión del mundo, acabaría derrotado definitivamente al advenimiento de un sentido inductivo del saber y del ver, un sentido que el desarrollo de la historia situaría en el máximo esplendor de la Revolución Industrial del siglo XIX. Y su paradigma estético fue el Impresionismo. Científicamente ya había sido vislumbrado lo inductivo por los empiristas ingleses en el siglo XVII: el conocimiento de lo general parte de lo particular. Ahora el sentido se invertiría, por lo tanto. El conocimiento partiría así ahora de lo particular y para ello el sentido de lo individual clarificaría el sentido general del mundo y sus misterios. Ya no era necesario el espíritu. Por eso cuando los pintores impresionistas perciben el sentido estético del mundo no entienden que haya que expresar lo universal para nada en sus obras. Ahora se trataba de la vida concreta de las cosas, de sus impresiones particulares, las cuales determinarán así luego el sentido global del mundo y del hombre. Por esto cuando el impresionista Camille Pissarro se decide por pintar una calle de París el sentido estético lo expresaría solo en el mundo del hombre, en un microcosmos que, si acaso, es reflejado ahora en un plano superior del todo aquí innecesario, el plano de un universo metafórico ya absolutamente inútil para poder clarificar nada con él. Por eso la perspectiva (su punto de fuga) es aquí absoluta, determinante, definitoria, expresiva. La visión de esa perspectiva de fuga surge de un punto en el infinito que no es el universo espiritual o general de antes, sino que ahora es esa parte humana y terrenal que no vemos aquí por lo alejado que estaremos de su origen, pero no por lo distanciado que estemos de su sentido. El Impresionismo empezaría así cambiando la cosmovisión estética y llevaría en su peculiar gesto plástico la génesis de un nuevo acontecer en el mundo, tanto en lo artístico como en el pensamiento como en lo social. Fue este el resorte estético que daría paso a la Modernidad y que terminaría con la sagrada visión universal de lo misterioso, es decir, con aquello a partir de lo cual antes podíamos entendernos a nosotros mismos y al mundo. 

(Óleo Incendio de las casas del Parlamento, 1834, del pintor romántico Turner, Museo de Cleveland, EEUU.; Lienzo impresionista de Camille Pissarro, 1897, El bulevar de Montmartre de noche, National Gallery de Londres.)

20 de julio de 2020

Habláis a maravilla; pero he bajado al pozo tenebroso en el que, según Heráclito, estaba oculta la verdad.



¿Oculta la verdad? Ésta, la verdad, estará a sueldo a tiempo parcial y equidistante casi siempre entre dos de las posiciones más opuestas de la vida. Antes de que dos de los más grandes filósofos griegos atenienses (Platón y Aristóteles) contrastaran física y metafísicamente sobre el mundo, dos presocráticos, Demócrito y Heráclito, habían representado dos actitudes humanas muy distintas ante la forma de encarar la verdad y los misterios del mundo. Heráclito había vivido poco antes (540-480 a.C.) y Demócrito poco después (460-370 a.C.), pero sus visiones del mundo trascendieron luego tanto filosófica como legendariamente. En el año 1628 el pintor holandés Hendrick ter Brugghen (1588-1629) decidió fijar, en dos óleos barrocos distintos, las dos actitudes más características de ambos pensadores presocráticos. Heráclito no des-oculta la verdad, la sublima; Demócrito es un precientífico que alcanzaría una teoría fascinante donde, ajustada, situará expuesta la verdad... El primero intuye el caótico equilibrio dinámico del mundo; el segundo alumbraría una interpretación organizada y clarificadora de un cosmos a la medida y con sentido para el mundo. Para Demócrito el mundo práctico es comprensible y todo lo demás no importará. Para Heráclito el mundo es incomprensible y esta cualidad junto con todo lo demás es lo importante para entenderlo. Uno, Demócrito, es un optimista; el otro es un pesimista... Pero, sin embargo, sabemos que esa bipolaridad acomodaticia no es más que un reflejo más de dos de las posiciones enfrentadas de la vida. El Arte barroco lo entendió y compuso así dos obras separadas pero con un mismo y un único sentido: ya tengas una u otra posición el mundo sigue siendo un incurable estúpido

Demócrito ríe sin parar viendo las diferentes formas de un mundo que él comprende azaroso y necesario; estará para él el universo organizado siempre en pequeñas esferas diminutas, estructura que, sin cesar, rigen tanto lo que hay como lo que no. Lo demás que no sea inmediato a su sentido no importará. Es el dogmatismo científico, es la autocomplacencia del que entiende la estructura de lo que hay pero nada más; no se quiere ir nunca más allá porque ello supondría cuestionar su teoría magnífica que lo justifica todo y lo abarca todo. Ese es el prejuicio científico, algo que, sobrevalorado, obvia la vida y sus misterios más ocultos. Heráclito llora melancólico (se observa en el lienzo de Brugghen las pequeñas lágrimas que brotan en sus mejillas) al vislumbrar con sus pensamientos atrevidos la oposición de unas fuerzas que, necesarias, condicionan siempre al mundo con su devenir inevitable. Todo cambia y nada permanece, ni siquiera la estructura aparente de las cosas existentes en un universo incomprensible... El asolado Heráclito es representado con la imagen humana del iluminado que sabe, sin saber por qué lo sabe, que el mundo, más tarde o más temprano, acabará cambiando. Pero, claro, cambiando, ¿para qué, para lo bueno, para lo malo? El filósofo pesimista no puede aclararlo ya que no hay para él una progresión sino un cambio. Cuando se progresa se cambia, por supuesto, pero no todo cambio es una progresión. Y lo único que existe es el cambio, sea el que sea, solo y siempre el cambio. Demócrito no plantea el cambio, ni lo cuestiona ni lo deja de cuestionar, para el filósofo optimista el mundo está claro en su estructura y en su azar. La única ley es la de la estructura, no la del azar. El azar no es una ley para él. ¿Qué es el azar? Una característica del mundo, una cualidad menor del mundo, absolutamente imprevisible, pero existente hasta determinarlo.

Demócrito señala con su dedo en la obra de Brugghen hacia la imagen del atribulado Heráclito. Las dos obras fueron compuestas para verse juntas, de lo contrario no son comprensibles ni creíbles. Así están ambas dos en el Rijksmuseum de Amsterdam. Por eso la imagen de Heráclito da la espalda a la de Demócrito. Para aquél el mundo no puede ser fácilmente comprendido ya que nada permanece. Fue el primero que se atrevió a negar un principio lógico fundamental del mundo: el principio de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dice este principio. Pero, Heráclito lo desmiente, él dice que sí... Y esto es absolutamente radical y reaccionario. Hay que alejarse mucho de la posición en cuya perspectiva el universo sea visible para alcanzar ahora a vislumbrar otra visibilidad distinta, otra cosa diferente. Esto sólo lo hacen o los locos o los grandes. Han pasado más de dos mil quinientos años y ambos pensamientos siguen vigentes, y, lo más curioso, rozando la verdad... Uno, el de Demócrito, llegaría a anticipar la teoría de los átomos y la estructura de éstos; otro, Heráclito, está siendo revisado, poco a poco, para llegar a entender ahora que las cosas del mundo pueden tener otro sentido distinto: la filosofía de los procesos o la armonía con la Naturaleza (el Logos), en cuya subordinación por el individuo consiste la virtud y es, según Heráclito, donde se encuentra la verdadera libertad. Pero fue el Arte barroco quien, hace ya cuatrocientos años, comprendería que la verdad estaba en la relación y en la armonía de ambos pensamientos y no en su oposición insoluble. En parte ganaría Heráclito con su armonía de los contrarios. Para este filósofo racionalista presocrático el mundo es una realidad de opuestos que se necesitan y que, en su lucha enfrentada de contrarios, alcanzarán a mantener un equilibrio universal gozoso que, paradójicamente, luego casi nunca durará ni permanecerá del mismo modo que antes.

(Óleos barrocos del pintor holandés Hendrick ter Brugghen, Demócrito y Heráclito, 1628, Museo Rijksmuseum, Amsterdam.)

14 de julio de 2020

La inmortalidad no es lo mismo que la perennidad anhelada material de la substancia.



En la mitología grecolatina existió un personaje llamado Titón que fue hermano del rey de Troya Príamo e hijo de la bella y hermosa Estrimo. Su extraordinaria belleza hizo que se fijara en él la diosa Eos, representación de la estrella Aurora del Sol. Los dioses y los humanos podían convivir a veces, era una forma en la que aquéllos se distraían de la penosa realidad eterna de su aburrimiento. Y así fue como Eos se encapricharía una vez del bello Titón. Pero para poder estar juntos en la eternidad la diosa le pidió a Zeus la inmortalidad para Titón. Este era el único matrimonio posible entre los dioses y los hombres: la inmortalidad. Pero, como en la vida real, se olvidarían de la felicidad... En este caso de glorias eternas, Eos se olvidaría de pedirle a Zeus la juventud perenne para su amado. Imaginemos la situación: mientras Eos se mantenía permanente en su aspecto divino de belleza relumbrante, Titón, aunque inmortal, continuaría avanzando en su decrepitud inevitablemente. Cuando el pintor barroco napolitano Francesco Solimena (1657-1747) quiso crear su lienzo mitológico sobre esa leyenda, compuso una alegoría de la separación que llevaba a simbolizar el riguroso divorcio entre la vida y el tiempo. Ahora la vida era la diosa y su eterna belleza y el tiempo era la decrepitud que el paso de los años hacían en la materia y también en la belleza. Entonces, ¿es que hay dos clases de belleza? Sí, la belleza como idea y la belleza real. Cuando miramos la belleza en un cuadro es siempre la primera. Cuando vemos a veces brillar en el mundo la materia con belleza es siempre la real. En el cuadro de Solimena Titón debe situar ahora su mano entre el brillo refulgente de Eos y sus frágiles ojos envejecidos. Ya no podrá él mirar nunca más a su amada. La diosa acabaría convirtiéndolo en un insecto para siempre. 

La inmortalidad ha sido deseada por muchos humanos a lo largo de la historia. Los filósofos han escrito de ella y han glosado una forma de sutil emanación de aquella facultad divina. ¿Es la inmortalidad un premio inestimable? Para Titón no lo fue. Es de entender que fue feliz mientras duró su mortalidad y no lo fue mientras perduró su inmortalidad añadida. Lo hizo por amor, como se hacen casi todas las cosas estúpidas en la vida. ¿Compensaría la parte de inmortalidad que obtuvo frente a la mortal de los hombres? Es de suponer que no ya que el sufrimiento de la decrepitud prolongada no es un recuerdo agradable de la añorada juventud perdida. No es la inmortalidad es la juventud la cualidad virtual más valorada en la tesitura prolongada de la vida. Pero incluso ésta es condicionada a la facultad divina de algún poder complementario. ¿Cómo si no es posible vivir sin dejar de ser lo que se es, a pesar de disponer de eterna belleza? La vida no es duración es intención, no es permanencia es vivencia, no es satisfacción inútil sino compensación agradable después incluso de una derrota... Porque la derrota es en la vida igual que ésta: efímera. Y esta cualidad transitoria hace a la vida deseable mucho más que cualquier eternidad. Otra cosa es querer repetir más tarde. Pero eso es otra cosa. Repetir es más de lo mismo, aunque tenga alguna ligera diferencia. La capacidad de vivir mortalmente es una bendición más que una maldición. La forma en que los seres acepten su derrota (en las dos acepciones) es la forma inteligente de encarar la luz fulgurante que deslumbre los ojos de la mortalidad. Titón acabaría dejando de existir como Titón, aunque su materia se hubiese transformado en insecto. 

No hay nada mejor que el Arte para visualizar las grandes cuestiones de la vida. Los pintores del Barroco como Solimena sabían que estas alegorías mitológicas comprendían gran parte de los temores de los hombres. De sus miserias, de sus decepciones, de sus limitaciones, de sus fracasos. Incluso para haber llegado a ser amante de los dioses y deudos de su inmortalidad. ¿Para qué, después de todo, haber llegado a disponerlo? Aunque también se podría hacer otra pregunta, ¿no es al final la vulgar vida humana la misma que podamos disfrutar todos ante el posible azar de la existencia? La corona de flores le está siendo colocada ahora a la diosa por un ángel mítico, no a él. Es a ella, solo a ella, la gloria eterna. Con ese gesto simbólico el pintor hace ver la inútil pretensión de querer ser dioses e inmortales en el mundo. Es inútil toda vanagloria ya que la decrepitud es asaltada a todos los seres humanos con independencia de la suerte ocasional que, una vez, tuviesen de ser admirados por los dioses. Pero, aún es más deplorable tal anhelo endiosado, ya que la dilatada existencia artificial de los alardes materiales añadidos a la vida por una inmortalidad aparente, no es comparable con la sutil fragancia pasajera de una vida mortal, pasional, evanescente y auténtica. ¿Qué recuerdo le quedaría a Titón de una amante inconmovible? ¿Cómo se puede acompañar y disfrutar hacia el tiempo a un ser que habita donde el tiempo no existe? La vida pasajera que realza su majestad precisamente por su cualidad efímera, hace a la vida ser un valor eterno de belleza. Pero ahora, sin embargo, de aquella otra belleza, la belleza idealizada, la no real, la que solo se matizaría poderosa entre las formas inmateriales de un Arte tan perenne. 

(Óleo Aurora despidiéndose de Tithonus, 1704, del pintor tardo barroco Francesco Solimena, Museo Paul Getty, California.)

8 de julio de 2020

Una perspectiva distinta de la convencional amplía nuestro conocimiento del mundo.



El pintor francés Adrien Dauzats (1804-1868) fue ante todo un esteta de la imagen percibida, un fotógrafo del Arte. Para él la composición de una obra debía representar parte de la realidad, sin fingir nada. Pero, al mismo tiempo, debía ser original esa visión parcial representada porque, de ese modo, los ojos que la vieran comprenderían que nada de lo que existe o se representa tiene una única o monolítica visión de su existencia. Cuando al final de su vida aceptase el pintor ilustrar con sus imágenes orientales una edición en Francia de Las mil y una noches, acabaría falleciendo antes de terminar todas las obras. Madame Aldema se lo había abonado ya todo antes y quedaron sin finalizar algunas. Esto supuso un litigio con sus herederos, ya que el pintor había dejado en su testamento su clara voluntad de no entregar nunca una obra inacabada. Pero para Dauzats era más importante la finalización de su perspectiva que la visión completa de algo. Este planteamiento estético es interesante para trasladarlo ahora a uno psicológico, social o personal. ¿Hace la visión global de un asunto más bien a su comprensión que la definición clara de una parte determinada del mismo? Es seguro que el conocimiento no es nunca completo, esto es importante afirmarlo. Pero, no siempre una visión general hace mejorar el conocimiento real de algo más que una esmerada visión parcial de lo mismo, ésta ahora mucho más detallada, perfilada, matizada o resaltada que el todo. Tiene esto que ver algo con la medida del hombre... Cuando vemos la obra La gran Pirámide de Giza, ¿no estamos comprendiendo mejor el sentido geométrico y el tamaño tan regular de sus piedras escalonadas? Cuando vemos la obra Interior de la Mezquita de Córdoba, ¿no estaremos descubriendo las verdaderas dimensiones de la altura de sus arcos o la disposición tan original de sus arcadas superpuestas ahora junto a una bóveda adyacente? 

Pero no es solo conocimiento, es una suerte de inspiración intuitiva que nos llevará a entender la totalidad sin necesidad de visionarla. ¿Hace falta ver todo el universo para maravillarnos con él o para entenderlo mejor, que solo observar, por ejemplo, una bella luna llena a través de una ventana infinita? El Arte alimenta el espíritu y no  tanto el cerebro. Y el espíritu hace que lo que veamos ahora se nos represente suficiente. La perspectiva es una actitud por la cual dejamos de mirar las cosas por el mismo lado de siempre. Pero también es una forma por la que el mundo se nos representa distinto, más asequible, más clarividente, más sosegado incluso. Es casi lo mismo que cuando los filósofos fenomenólogos hablan de la epojé, el poner entre paréntesis las cosas. Es abandonar toda referencia que nos distraiga, nos condicione o nos mediatice el juicio. Es como una hoja en blanco, como una visión sin adulterar. Las cosas suelen, y más en nuestra época, estar relacionadas o asignadas a algo nada más las vemos o escuchamos. Es la homogeneización de las cosas. Estamos tan acostumbrados a eso que nuestra visión general de las cosas no varía un ápice de todo lo que percibimos. El Arte como el del pintor Dauzats nos revela la grandeza de la perspectiva diferente. ¿De qué sirve esto? Quizá sólo para comprender que nada tiene un solo modo para poder aprehenderlo. Pero, claro, hablamos del mundo no de los seres humanos. Para los seres humanos no sirve esto exactamente. El Yo del ser humano no es dable a ser perspectivado... ¿Por qué? Pues porque es maleable, es consciente de ser analizado y engañará. Es como en las máquinas de la verdad, que no pueden definir sin error el aserto o no de una afirmación subjetiva. Los seres humanos no somos susceptibles de comprender mejor desde perspectivas diferentes, salvo que la honestidad brille sin fisuras entre nuestra actitud personal. Pero esto es imposible, en el ser humano eso es imposible. No así en el mundo, que no varía sustancialmente y sí puede una construcción o una obra ser analizada o visionada desde diferentes puntos sin desmerecer el sentido final.

¿Hay más verdad en una obra, sea la que sea, que en un ser humano? Sí. Pero definamos la palabra verdad. Una posible definición es que sus partes se ajusten siempre a la totalidad, bajo cualquier circunstancia. No entremos en otras posibles definiciones. En este caso, en un ser humano eso es muy improbable. Cualquier circunstancia hace que la parte que veamos o percibamos de un ser humano no sea siempre correspondiente a la realidad de su ser. El cambio es la causa. Es cierto que el cambio puede ser natural, cambiamos de aspecto físico, pero, también, puede no serlo: fingimiento social o interesado, o fragilidad personal, o cualquier susceptibilidad inevitable. No es más esto que una realidad, no es ninguna crítica. Por eso el conocimiento del ser humano particular, del individuo, no del género humano en general, será siempre una ciencia inconclusa. Ninguna perspectiva ofrecerá ningún conocimiento más allá del que el propio ser desee ofrecer. Es más, este puede ser hasta distorsionador si es incluso tan liberal como el que hoy en día navegará por el mundo social virtual iconográfico. Todo lo que exponemos sin temor es inversamente proporcional a nuestra realidad más inconfesable. Todo en el ser humano lleva siempre un atisbo de interés y éste no dejará que aflore verdad alguna bajo sus aparentes y amables expresiones. Por eso la perspectiva no sirve para conocer toda la realidad del mundo, sólo la de una parte. ¿Es esa parte la más importante? Es importante conocerla porque también es utilizada por los seres humanos para defender o atacar posiciones interesadas. Tal vez sea esta relación del ser humano con el mundo la única cosa de él que importe conocer. Porque la verdad individual del ser humano no es necesaria para llegar a comprender el mundo ni sus cosas; siempre, claro está, que esa individualidad no dañe o trastorne a los demás o al mundo, entonces sí es cuestionable. ¿De qué nos sirve saber el tatuaje íntimo de una persona? ¿De qué nos sirve saber lo más íntimo de alguien, o si quiere dar a conocer alguien algo muy personal de sí mismo? La perspectiva diferente de las cosas que es preciso conocer es solo aquella que afecta a la vida en general de las cosas, a la naturaleza o al mundo.

(Óleo La gran Pirámide de Giza, 1830, Museo Metropolitan Gallery Art de Nueva York; Cuadro Interior de la Mezquita de Córdoba, 1860, Museo Goya, Castres, Francia; ambas obras de Arte del pintor orientalista francés Adrien Dauzats.)