27 de diciembre de 2014

El Barroco, una pasión brusca y realista entre dos maneras sofisticadas y sutiles de hacer Arte.



¿Cómo se pudo en tan poco tiempo cambiar tanto la forma de representar las cosas en un lienzo? Es el tiempo que media, por ejemplo, entre dos obras de dos pintores italianos: uno manierista, Giovanni Battista Crespi (1573-1632), y otro barroco Orazio Gentileschi (1563-1639). Los dos pintores además de la misma generación y del mismo lugar incluso de Europa. ¿Fue solo el devenir artístico? Desde luego que no. La Reforma protestante había hecho mucho daño al Catolicismo en Europa durante la primera mitad del siglo XVI. Roma entonces tuvo que reaccionar. Y tras el concilio de Trento (1545-1563) idearon algo muy inteligente y poderoso. Algo que llegaría a ser el germen de lo que mucho tiempo después, en el siglo XX, viniera a ser utilizado por los que quisieran influir en la opinión de los demás: la publicidad más eficaz, la iconográfica. La Contrarreforma católica establecería entonces que toda Pintura debía acercarse más a los creyentes, especialmente al pueblo llano, y del modo ahora más claro y hermoso que éstos pudieran entender: con mensajes comprensibles y personajes creíbles, con historias donde las escenas bellas formaran parte de la vida más normal. 

El Barroco tardaría en llegar un tiempo -al final del Manierismo-, pero pudo hacerlo luego libre y rápido porque fue recibido con los brazos abiertos. Nunca pudieron imaginar entonces los poderosos -cardenales, obispos o el papa- que pudiera llegar a ser tan bello algo que, poco tiempo antes, parecía imposible de pensar siquiera que pudiera serlo tanto. Y este es el caso de dos creaciones artísticas sobre la misma temática narrativa: la huida a Egipto de la sagrada familia. La leyenda evangélica nos cuenta cómo María y José viajan con el pequeño Jesús a Egipto para evitar las matanzas indiscriminadas de las hordas de Herodes. En la pintura de Crespi (realizada en el año 1600) podemos admirar ahora una obra maestra del Arte de finales del Manierismo. Hay que fijarse bien en la composición tan sutil de la escena de los tres personajes: ellos están entrelazados formando además una espiral con el grueso tronco inclinado del árbol. Todo encaja en el lienzo estrechamente: los ángeles traviesos, la mula despistada y hasta el pie derecho de la Virgen situado ahora entre dos rocas del agua. Los colores encendidos de la obra son, tal vez, lo único que acerca más, de tan bellos, a aquel mensaje conciliar de la Contrarreforma. Fue la obra de Crespi un homenaje a ese gran Renacimiento languideciente por entonces, con un estilo tan semejante al de Leonardo da Vinci y sus parecidos lienzos sagrados.

Veintiseis años después, el toscano pintor Orazio Gentileschi crearía su obra El descanso de la huida a Egipto, pero, ahora, sin embargo, ¡con una escena diametralmente distinta! Porque en esta obra barroca no hay ninguna exquisita sofisticación manierista en la forma de componer una representación alegórica: ni en las figuras ni en los gestos ni en las actitudes. En nada. ¿Son los mismos personajes sagrados de antes los que están representados aquí? No, ¡no puede ser! ¿Cómo va a ser ese el entregado y correcto san José de antes? ¿Cómo puede ser ahora ese pequeño bebé el sagrado y altivo niño de Crespi? ¿Cómo puede ser la mujer en Gentileschi de vestimenta tan tosca aquella otra fragante, sutil y elegante María del lienzo manierista? Imposible. Pero, sí, así es. Representarán lo mismo: la Sagrada Familia en un descanso de su huida a Egipto. Pero, claro, esto de ahora es el Barroco. Aquí ya no hay sofisticación estética alguna que valga, aquí aquel mensaje contrarreformista está muy claro. Son personajes como nosotros, personas normales que se han parado a descansar y ella hasta amamanta a su hijo burdamente. Y él descansará incluso tan vulgarmente. Es este el sentido extraordinario del motivo artístico de la escuela naturalista del Barroco, la caravaggista. Y la Iglesia de entonces lo vio magnífico además. Hay que reconocer en esto a la Iglesia Católica una de las más atrevidas y avispadas formas de teología de toda la historia. Ninguna otra religión del mundo retrataría a su dios ni a su familia así de natural, banal o vulgarmente.

En el año 1610 el pintor Bartolomeo Manfredi, otro caravaggista (seguidor del importante creador naturalista italiano Caravaggio), compuso su lienzo Alegoría de las cuatro estaciones. Qué alarde más grandioso para describir no el paso de las estaciones, que es la excusa aquí, sino el paso de las edades existenciales del ser humano. El Barroco además era una tendencia muy atrevida sutilmente. Sutilmente, pero muy atrevida. Aquí se pintaría por primera vez un beso erótico, claramente expresado, entre dos amantes retratados. Y no hay una razón sentimental, ni sensual, ni sexual siquiera para ello, tan sólo una metafórica. Pero era una razón y entonces nadie pudo discutirla. Ellos -los seres masculinos- son ahora la estación otoñal e invernal; y ellas -los seres femeninos- la primaveral y estival. El otoño es una estación equinoccial, es decir, está el Sol lo más cerca posible en su trayectoria a la Tierra, al igual que sucede en la primavera, y por eso se besan ambos aquí. El verano está representado por una mujer joven y adulta, la primavera por una joven adolescente, el otoño por un adulto y el invierno por un hombre anciano. Es la mujer joven y adulta el único personaje que mira al espectador, es ella la única persona que se identifica ahora con el observador -con nosotros mismos-: quizá porque todavía ella puede aún vivir un poco más de lo vivido... El invierno está arropado con su capa abrigadora y cálida, tal vez porque el frío es lo único que ahora le importa atender en su vida.

Pero después del Barroco llegaría una tendencia artística que nunca pudo ensombrecerlo. Nunca. En la historia del Arte pictórico es un periodo artístico banal casi. Nada destacaría especialmente en esa otra tendencia. Los pintores o se repetían o modificaban cosas con lo único que, creían ellos, se podría progresar en el Arte: con los colores y las fantasías galantes, ahora éstos desperdigados por igual entre sus lienzos desenfadados o frívolos. Pocos artistas de esa tendencia -el Rococó- brillaron en el orbe artístico del siglo XVIII. Pero alguno hubo, como el gran pintor francés Watteau (1684-1721), el pintor de las bellas escenas galantes y desenfadadas. La sociedad había cambiado mucho a principios del siglo XVIII. Ya no era tan brutal como lo era antes, ya no era tampoco claramente sensual. Francia y su corte establecieron los principios -hipócritas, por supuesto- de lo que debía ser la moral de las costumbres. Se acabaron los alardes sensuales, se acabaron los deseos atormentados, se acabaron todos los deseos. Ahora se disfrutaba de la escena natural solo por el hecho de estar representada en la Naturaleza, no porque lo fuera especialmente. Además aquélla, la escena natural representada, se modificaba y se recreaba artificialmente con cosas añadidas por los hombres (obras escultóricas, decoraciones, etc...) Es entonces cuando los genios, que a pesar de las tendencias y sus limitaciones seguirán existiendo, harán otras cosas para seguir sorprendiendo a los espectadores con otro Arte. En su obra rococó Fiesta veneciana el pintor Antoine Watteau crearía una escena galante, natural y sofisticada, todo en ella fue maravillosamente elegido en el lienzo: el traje de tafetán, las flores embellecidas, los músicos elegantes... Todo con los elementos artísticos propios del Rococó inicial. Pero, sin embargo, el hábil pintor dieciochesco incluiría además otra cosa para hacer de su obra una ferviente y sensual escena veneciana. ¿Cómo podía crear él una escena así, tan veneciana, sin añadir el alarde sensual de una figura tan voluptuosa? Imposible para un veneciano. Y un Arte vino a salvar a otro... El pintor veneciano compuso en su lienzo rococó entonces la figura más sensual que de una mujer pudiera, pero, eso sí, ahora ella solo como una piedra más esculpida de una fuente, dibujada lo más lejos de la escena.

(Óleo del pintor Giovanni Battista Crespi, Descanso de la huida a Egipto, 1600, Museo del Prado; Cuadro barroco del pintor Bartolomeo Manfredi, Alegoría de las cuatro estaciones, 1610, Instituto de Arte de Dayton, EEUU; Lienzo Descanso de la huida a Egipto, 1626, Orazio Gentileschi, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del pintor Antoine Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia, Reino Unido; Detalle del lienzo de Watteau, Fiesta Veneciana, 1717, Galería Nacional de Escocia.)

22 de diciembre de 2014

Los destinos en la vida y el Arte o cómo el mundo dividirá el sentido de la vida.



Cuando le fuese en el año 1550 solicitada una obra a Tiziano por el Príncipe de Asturias -el joven heredero Felipe de Habsburgo, luego rey Felipe II-, resultaría que la habría comenzado el pintor veneciano, sin embargo, casi treinta años antes. Es uno de los casos más curiosos de motivación para una creación artística. ¿Quién la mandaría a hacer realmente? ¿Fue una idea solo del pintor? ¿Influyó alguién más? Es un misterio. Porque la obra existía ya cuando Felipe II de España -entonces príncipe- la solicitara en el año 1550. Tanto misterio encierra la obra que la reseña que la describe en la web del Museo del Louvre, donde está el lienzo, indica que fue realizada para Felipe de España en el año 1551. Es posible que el pintor la terminara entonces, pero, según algunos historiadores -Panofsky por ejemplo-, la comenzaría en el año 1515 dedicando más de treinta años a terminarla, borrando cosas o añadiendo otras en su pintura. Toda una curiosidad creativa que se agrega a las peculiaridades geniales de este pintor veneciano. Pero es que la obra de Tiziano es una representación artística del misterio más iconográfico. Se titula en el Museo del Louvre Júpiter y Antíope..., pero también es conocida como la Venus del Pardo. Una sutil confusión más.

Primero porque existe el error desde el siglo XVIII de llamar Antíope a Venus y viceversa. Son personajes mitológicos distintos aunque fuesen dos mujeres bellísimas y muy desnudas casi siempre las dos. Pero empecemos por el principio, cuando el lienzo llega a Madrid en el año 1552 la obra se titulaba Venus, pero luego fue llamada La Venus del Pardo porque fue a este Real Palacio madrileño -El Pardo era una residencia palaciega y cinegética del reino español desde el año 1400- donde se llevaría para depositarla. En el año 1552 se cuelga en las paredes de El Pardo junto a muchas otras obras de Arte que se guardaban allí. La mitología distingue a Venus de Antíope claramente. Esta última fue una princesa mitológica de Tebas que Zeus -el dios enamorado- quiso poseer una vez como fuese. Para ello se transformaría el dios en un sátiro según la leyenda. Y ahí radica el error ya que los sátiros también persiguen la visión esplendorosa de Venus, la diosa mitológica de la Belleza. Y los pintores crearían lienzos de ambas bellas mujeres míticas confundiendo, a veces, las dos. Esta obra de Tiziano cuando fue archivada en las Colecciones reales españolas se terminaría llamando La Venus del Pardo.

Sin embargo, el pintor no quiso pintar solo la figura de Venus. Hay otros personajes representados que no tienen nada que ver con ella y su belleza. Otro misterio. La diosa está ahora dormida, como Venus fuese siempre representada. ¿Por qué dormida? Pues porque la Belleza es así siempre: distante, displicente, ajena, imparcial... Está también representado Eros -su hijo-, el pequeño dios alado del Amor con sus flechas determinantes a la pasión. Símbolo de que la Belleza -Venus- animará al Amor -Eros- a perseguir raudo el sentido de la vida. Está también el Sátiro, único personaje mítico que se atreve a mirar directamente a la diosa de ese descarado modo. El único que, gracias a su fuerte deseo, obviará aquí el desdén mitológico de ella. Pero el creador pinta una escena más grandiosa y complicada ahora con cazadores, pastores y otros personajes mitológicos. ¿Por qué? Tiziano fue de los primeros creadores del Renacimiento junto a Giorgione que iniciaron la representación de símbolos o mensajes misteriosos para expresar algún sentido oculto de la vida. No se limitaban a describir una leyenda mitológica conocida, irían mucho más allá. Y en esta obra Tiziano describe el mundo misterioso del hombre, de su vida en el mundo y, finalmente, para qué vivimos en él. Es decir, ¿por qué los diferentes seres humanos tienen intereses tan distintos o dispares unos de otros? 

Y entonces surge la interpretación de un historiador que nos dice que el mundo se divide en tres actitudes vitales: la vida activa, la vida sensitiva y la vida contemplativa. Es decir, en un caso, seres que dedican su existencia a la actividad dinámica, a realizar cosas o a producirlas. En otro caso seres que dedican su vida a los sentidos: a la satisfacción, lo voluptuoso o la búsqueda del placer físico. Por último, seres que primarán la contemplación sobre cualquier otra cosa. Es evidente que la vida es una unión no equilibrada de las tres actitudes humanas. Pero en cada ser humano siempre primará una de ellas sobre las otras dos. El pintor Tiziano describe todo eso con la representación de las diferentes figuras que plasma en su lienzo. Por un lado la vida sensitiva que vemos en la Venus dormida y el Sátiro que la descubre y la mira. ¿Sólo para verla? No, y por eso Eros aparece ahora decidido a lanzar su flecha. Debe enamorarse el Sátiro además. Por otro lado las figuras de unos cazadores, activos personajes con sus perros a la caza. Y luego la pareja sentada, seres ahora que observan las cosas que suceden y contemplan la vida con paciencia. Él -de espaldas- como un Dionisos griego, el dios de lo inefable, de lo misterioso y de lo oculto. Ella ahora frente a él como una meditabunda diosa de la floración o de la vida interior o metafísica.

El cuadro padecería una de las existencias más agitadas que un lienzo pudiera tener en la historia. Sufriría un dramático incendio cuando el Palacio del Pardo ardiese en marzo del año 1604. Entonces se perdieron todas las obras que allí estaban, excepto ésta. El rey español de entonces, Felipe III, asombrado, pronunciaría al saberlo: Si se salvó este cuadro lo demás no importaba... El lienzo de Tiziano se mantuvo en la Colección real de la corona española hasta que el rey Felipe IV se lo regala al rey inglés Carlos I en el año 1623. Luego, cuando este rey fue ahorcado por Cromwell en el año 1649, el cuadro lo compra el cardenal francés Mazarino y se lo lleva a su palacio en París. A su muerte, sus herederos lo obsequiarían al rey francés Luis XIV para terminar después, por fin, en el Museo del Louvre. Ha sufrido restauraciones poco apropiadas a lo largo de los siglos, algo que no ha hecho sino deteriorarlo más. Actualmente está en proceso de preparación para ser expuesto con su original esplendor en las salas del Louvre. Una maravilla del Arte renacentista donde podrá admirarse el largo deseo en el tiempo por representar parte del misterioso y diverso sentido de la vida.

Algunos pintores duplicaban en sus obras las inspiraciones que grandes creadores tuvieron antes. El pintor Manet (1832-1883) había nacido en una familia acomodada de funcionarios estatales de Francia. Como jefe de un departamento del ministerio de Justicia, el padre de Manet podía ofrecer a su familia una vida relajada. La experiencia inicial en el Arte del joven Manet fue tangencial, solo recibiría algunas lecciones de dibujo como tantos jóvenes franceses en su educación normal. Pero, a cambio, sí visitaría el Museo del Louvre junto a su amigo artista el pintor Antonin Proust. Sin embargo, para nada su destino estaría entonces dirigido al Arte. Debía dedicarse como toda su familia al Estado francés. Y el joven Manet aceptaría resignado dedicarse mejor al trabajo más aventurero de un funcionario, el de oficial naval. Para ello debía realizar el duro examen de ingreso en la Escuela Naval. En el año 1848 se presentaría sin éxito alguno. Las exigencias militares eran tales que de suspender solo podía volver a presentarse después de estar seis meses embarcado. A finales de ese año embarca como cadete en el Havre et Guadeloupe. Al regresar a París se presenta de nuevo y vuelve a fracasar. Ante ese fatídico destino el padre consiente que estudie Pintura, pero ahora bajo rígidas y estrictas condiciones académicas.

En sus años de estudio, Manet pasaba muchas horas en el Museo del Louvre copiando obras de grandes pintores venecianos, como Tintoretto o Tiziano. Así fue como crearía en el año 1857 su obra -mal titulada- Júpiter y Antíope, una versión modernizada de aquella creación manierista que realizase Tiziano siglos antes. La figura de Venus está dormida, como la retrataban todos los pintores que conocían la versión mitológica. Años antes que Tiziano el gran pintor Giorgione crea su obra Venus dormida, una Venus sin nada más que su figura ante un lejano paisaje crepuscular. En el año 1510 fallece Giorgione sin terminarla y la historia cuenta que Tiziano la finalizaría. Es una de las primeras Venus extraordinarias de toda la historia. La contemplamos en su plena y magnífica belleza, ¿puede pintarse una Venus clásica mejor? Es el Renacimiento más bello de un desnudo femenino, el más definitivo y el que más influyó en la representación de una Venus tendida.

Siglos después un pintor desconocido -tan misterioso como Tiziano- pintaría con sólo veinte años su propia Venus desnuda. Pero, en este caso, el joven pintor francés la pintaría despierta. Sin embargo, no la titularía Venus, la denomina entonces Joven desnuda sobre una piel de leopardo. El malogrado creador francés Félix Trutat (1824-1848) fallecería en un accidente de equitación solo cuatro años después de realizarla. Como Manet, también se influenciaría de los pintores venecianos y copiaría obras maestras del Louvre. Es uno de los casos en la historia del Arte de una promesa malograda antes de que su genio llegara a culminar. Pero al menos nos dejaría algunas obras, muy pocas, entre ellas este maravilloso desnudo clásico tan sugerente. Aquí vemos ahora la grandeza artística del joven creador francés. Pasaría su obra desnuda la censura de la Academia francesa gracias a su excelente calidad artística. Si no hubiese sido por su calidad estética no la hubiesen dejado exponer. El Arte salvaría por entonces la vergüenza... El autor trataría de hacer mover los ojos del espectador del arrebatador desnudo a la hermosa piel de leopardo que lo cubre. Pero, además el pintor francés quiso situar en el cuadro una cabeza de hombre entre las sombras. La efigie de un hombre mirando tal maravillosa Belleza desnuda. Es una cabeza solitaria y fantasmal de un hombre que se vislumbra, difícilmente, hacia la derecha del lienzo. Es esta creación académica el mejor sutil homenaje que pudiera hacerse -con una cabeza mirando asombrada la belleza- a aquella actitud tan humana y estética de la contemplación en el mundo.

(Obra de Edouard Manet, Júpiter y Antíope, 1857, Colección Particular, Francia; Óleo Júpiter y Antíope-La Venus del Pardo, 1551, Tiziano, Museo del Louvre; Lienzo del pintor veneciano Giorgione, Venus dormida, 1510, Galería de maestros antiguos, Dresde, Alemania; Óleo Joven desnuda sobre una piel de leopardo, 1844, del pintor francés Félix Trutat, París, Francia.)

16 de diciembre de 2014

La ilusión impenitente por encontrar un Tiziano perdido en España.



La historia cuenta que el rey Felipe II de España habría encargado antes del año 1559 una obra de Arte sobre el entierro de Cristo al pintor Tiziano. Documentalmente, se sabe que el rey escribió a su embajador en Italia, Claudio de Quiñones, una carta el 20 de enero de 1559 para comunicarle que aún no había llegado a Madrid la pintura. Desde Venecia debía haber salido el cuadro meses antes. Pero, la verdad es que nunca llegaría. Meses después, en julio del año 1559, el rey escribía al pintor para solicitarle que le enviase otra pintura de la misma obra perdida. Y es cuando Tiziano reacciona tan pronto como pueda para cumplir los deseos del monarca. A finales de septiembre de ese mismo año le enviaría Tiziano al rey de España la nueva pintura sobre el mismo tema, el entierro de Cristo. Es a finales de ese año 1559 cuando se recibe en Madrid la grandiosa creación manierista de Tiziano, y es entonces realmente cuando se llegaría a saber en España el maravilloso tesoro que el mundo se había perdido antes...

La imagen del año 1559 es una excelente creación pictórica realizada, con mucha seguridad, por el taller de Tiziano en Venecia. Es decir, por varios pintores a sueldo del gran maestro, que llevaron a cabo las sutilezas, matices y formas que éste había conseguido asimilar durante años de genialidad. Es lógico pensar en la autoría técnica del taller, al comprobar el resultado de crear una maravilla como esa obra en tan solo dos meses de trabajo. Sin embargo, la verdad nunca se sabrá del todo. En cualquier caso, es igual. Escribí una vez que la autoría no es lo más importante en el Arte, que sólo es el Arte lo importante. Lo que sí es importante es la historia creativa que hay detrás de un cuadro, es decir, el momento y el lugar donde han sido creadas las obras de Arte. Porque, ¿quién fue la mano concreta...?, es algo muy difícil de saber con certeza absoluta en muchas de las creaciones artísticas de la historia. Pero, no es la duda de quién pintase algo tan maravilloso de lo que ahora se trata. En este caso, es seguro que fue la firma de Tiziano. Pero lo que ahora quiero contar sobre todo es el hecho de que una obra, creada meses antes de la de 1559, otro entierro de Cristo parecido, fuese extraviada por entonces en su viaje de Venecia a España.

Así que, desde entonces, el furor de querer encontrar una pieza tan excelsa, perdida en aquellos años de mediados del siglo XVI, pasaría al  inconsciente colectivo de algunos españoles, muy dado al misterio, al hallazgo, al deseo, a la suerte y la fortuna...  Sobre todo cuando el propio pintor Tiziano (1485-1576) crease además otra obra muy parecida años después, en 1572, en este caso para el secretario entonces del rey Felipe II, Antonio Pérez, un personaje de infausto destino en la historia de los personajes antipáticos de España. También mostrará esta obra de Arte las extraordinarias virtudes estéticas y creativas de Tiziano y su taller. Era una práctica corriente en los grandes artistas disponer de un taller con pintores a sueldo para componer sus obras. Aunque siempre se sabría que la idea de la obra era del maestro, no se pagaría lo mismo por una obra realizada por éste que una por sus alumnos. Sin embargo, Tiziano no distinguiría ese detalle, algo aún más frecuente al final de su vida.

Un comerciante italiano de Arte en la corte del duque de Baviera, Niccoló Stoppio, le escribiría en el año 1568 al banquero alemán Max Fugger: Tiziano no solo pide el mismo precio de siempre por sus obras, sino incluso mayor que las de antes a pesar de que, como todo el mundo sabe en Venecia, ya apenas ve, de que el pulso le tiembla y de que no puede terminar ningún cuadro sin recurrir a sus ayudantes. Tiziano no hace sino dar alguna que otra pincelada, pero los vende como si fueran totalmente suyos y engaña a sus clientes tanto como puede.  El tema religioso del entierro de Cristo lo había tratado ya el gran artista veneciano en el año 1520, antes de nacer incluso el propio rey Felipe II. Le había encargado su primer mentor, el italiano duque de Mantua, una composición que describiese el momento en el que transportan el cadáver de Cristo a su tumba. Sin embargo, no alcanzaría esa imagen temprana la maestría artística de las otras dos obras posteriores. Sirva esta comparación del mismo pintor como muestra además para admirar lo que es una obra maestra de Arte. Nos ayuda especialmente esta obra de entonces, la del año 1520, realizada por el mismo pintor veneciano, para compararla con la del año 1559, cuarenta años o más de distancia temporal, para entender más la sutil diferencia entre un mismo genio y una genial obra.

Primero es el instante elegido, algo buscado por el pintor siempre para fijar la imagen de una concreta escena. Porque es el momento de mayor dramatismo el elegido en la obra de 1559 por Tiziano. Con toda seguridad una elección del maestro, y sólo de él -muestra de lo que es el Arte, independientemente de su ejecución-. Luego está la composición, donde una magnífica tumba romana, ligeramente escorzada, tallada en piedra y labrada con motivos legendarios, se sitúa en un primer plano bajo el cuerpo tan humanizado de Cristo. Y la tumba y las figuras están representadas en una estética diagonal maravillosa, comprendida ésta desde el ángulo inferior izquierdo del brazo caído del cadáver hasta la mano izquierda elevada de la Magdalena, ahora en el extremo superior derecho de la obra. Todo el conjunto está muy aprisionado y compactado en el lienzo. Es visible sobre todo el sentido principal de la obra -Cristo yacente-, el sentido que el pintor crea con la posición más ladeada que de un cuerpo moribundo -y de casi todo el encuadre- pudiera hacerse por entonces. Los colores manieristas y venecianos hacen el resto en este gran tesoro artístico del Arte. En ambas obras, expuestas en el Museo del Prado, la del año 1559 y la del año 1572, se decidirían además los colores por el propio maestro y así se ven ahora aquí las maravillosas tonalidades elegidas por él.

Pero nunca se hallaría en España cuadro perdido alguno de Tiziano, con esa representación o con cualquier otra. Sin embargo, el pintor más famoso del siglo XVI habría originado en España un anhelo poderoso por encontrar una obra como esa, la misma que guardaba El Escorial y luego guardaría el Museo del Prado desde el año 1837. Si no había llegado al rey Felipe II entonces la obra de Tiziano, el más grande y poderoso monarca de todos los tiempos, ¿dónde estaría la obra? Y así, con esa vaga ilusión, dormiría el sueño de los deseos o de los anhelos más queridos de los hombres. Así hasta que un día del año 2009 una restauradora de Arte encontrase un lienzo parecido al de Tiziano en el desván oscurecido del Museo de la Semana Santa de la ciudad de Sahagún. Y allí, olvidado y desahuciado, perdido entre candelabros, mantos, ciriales y retablos, apareció cuarteado, deteriorado y sucio, aquel tesoro perdido y deseado durante siglos en España. Parecía mentira, habían pasado cuatrocientos cincuenta años y, por fin, aquel lienzo de Tiziano transportado desde Venecia a la corte madrileña se descubría ahora, ¡qué ilusión más grande, qué alegría de hallazgo artístico!

Pero tan sólo se quedaría en eso, en una vana ilusión, como las de hallar otras tantas cosas en la vida. Porque en este caso la decepción fue certificada además por la imparcial datación del lienzo hallado: finales del siglo XVIII o principios del XIX. La verdad científica e histórica dejaría agotada la ilusión de aquel maravilloso instante, de ese momento único en el desván de un pequeño museo leonés. Se acabó, no era aquella excelsa obra renacentista, no era aquel Tiziano maravilloso perdido siglos antes. No, probablemente fuera una copia de esa obra o de la de 1572, como algunas otras muchas copias que se hicieran de Tiziano

(Óleos todos del pintor Tiziano: Entierro de Cristo, 1559, Museo del Prado; Entierro de Cristo, 1572, Museo del Prado, Madrid; Entierro de Cristo, 1520, Museo del Louvre, París; Retrato de Felipe II, 1550, taller de Tiziano, Museo del Prado; Autorretrato del pintor Tiziano, 1562, Museo del Prado; Fotografía del cuadro copia del Entierro de Cristo de Tiziano, siglo XIX, anónimo, hallado en el museo de la Semana Santa de Sahagún, León, 2009, imagen de la web de Publico.com)

10 de diciembre de 2014

La reinvención del Arte se basará en el realismo de la vida, el de la más normal y pasajera.



Cuando el romántico y realista -y casi impresionista- pintor Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) crease en el año 1843 su lienzo Marietta, no pudo sospechar entonces lo que su gesto artístico supondría luego en la historia. Corot sería precursor de otras tendencias posteriores, como los impresionistas, que se inspirarían en él para comprender que la luz y el instante elegido podían ser elementos esenciales para la creación artística. Pero antes de eso, antes de alumbrarse el Impresionismo en el mundo, crearía Corot un desnudo de mujer como aquellas clásicas odaliscas o heroínas hermosas pintadas de antaño. Pero ahora, a cambio, solo plasmaría el pintor francés a una simple y vulgar prostituta de Roma. Y no sólo eso sino que ahora su composición no era tan elaborada ni decorada ni arrebatadora sensualmente como lo había sido antes. No, ahora su obra de Arte solo fue la simple imagen desnuda de una vulgar mujer tendida en un catre. Nada más. Y nada menos... Corot fue el primer pintor que desarrollaría eso que, mucho tiempo después, se acabaría llamando Modernismo. El escritor y poeta francés Baudelaire (1821-1867) lo entendería también así. En el año 1863, veinte años después de que Corot pintara su Odalisca romana, Baudelaire escribiría su ensayo El pintor de la vida moderna. En su escrito quiso reflejar el ofuscado poeta la experiencia fluctuante y efímera de la vida moderna, la responsabilidad que tendría el Arte ahora de captar esa nueva experiencia existencial. Así empezaría la modernidad. La definió Baudelaire diciendo que: era lo transitorio, lo contingente, lo fugitivo, la mitad del Arte, cuya otra mitad sería lo eterno o lo inmutable representado por el Arte clásico de antes. Pero que ahora el Modernismo debía incorporar lo no eterno, lo vulgar y lo pasajero.

Algo difícil de obtener en el Arte de entonces. Sin embargo, había motivos para conseguirlo y Corot fue el primero que comprendió que lo contingente del Arte no podría ser ya tan elaborado, no podría ser tan perfilado como lo había sido antes, con aquellos académicos rasgos excelsos de la Pintura más consagrada. Así nacería el Modernismo, aunque aún muy tímidamente. Porque aún tendrían que pasar más años hasta poder llegar al Arte más moderno. La famosa actriz de teatro Sara Bernhardt (1844-1923) fue la primera que comprendería, desde que empezara a declamar sus dramas por los teatros de Europa, que la naturalidad de la vida normal debía sustituir el histrionismo rígido y alejado de las actuaciones clásicas tradicionales. Y así lo hizo ella, y triunfaría en todas las ocasiones que su arte interpretativo tan realista le permitiera hacerlo. Con ella comenzaría el nuevo teatro y las nuevas formas de interpretarlo. El Realismo en el Arte tiene, básicamente, dos formas de entenderse: una forma es la descripción natural de la vida normal y vulgar de los hombres (el Barroco fue el primer estilo artístico que lo hizo así), otra forma es el verismo fiel a las cosas de la naturaleza, es decir, pintar las cosas como son realmente, no sólo en sus detalles sino en su realidad más cercana a la visión exacta de las cosas, a su reflejo real que los ojos humanos vean, algo que solo empezaría a producirse a mediados del siglo XIX.

Y el color es algo muy significativo para dilucidar ambos modos. Porque las cosas no son tan contrastadas en la vida real como el Barroco las pintase, sin embargo, con sus colores exagerados o no tan conformes a como son reflejados por la propia luz de las cosas. Pero, tampoco la perfección real del cuerpo de las personas o la proporción exacta ante el resto de las cosas o el reflejo real que de la luz natural sus cuerpos emitan a los ojos receptores. Además de la autenticidad que, de sus propias imágenes, pudiera obtenerse de esa verdad representada en una obra, algo que de estar dentro de la escena retratada el propio receptor así lo viera. El creador francés Aimé-Nicolas Morot (1850-1913) fue un ejemplo del más sublime verismo en el Arte académico y realista de finales del siglo XIX. Fue un dibujante extraordinario y un recreador de la verdad en sus diversas facetas artísticas más estéticas. Sin embargo, su modernismo no fue tal porque no cumpliría aquel sentido existencialista del hombre moderno que hablara Baudelaire. Sus obras son representaciones de gestas históricas o legendarias que siempre se habían representado en el Arte. ¿Qué interés podría tener descubrir el perfecto perfil anatómico de un vulgar personaje? Es por lo que estos pintores tan escrupulosamente realistas crearon obras de seres humanos reconocidos en la historia o en la leyenda -Herodías o el Buen Samaritano-, y no de representaciones de seres normales, genéricos, vulgares o banales.

Tuvo que llegar la posmodernidad a finales del siglo XX para crear ahora las cosas de otra forma. La posmodernidad era algo impreciso de entender, pero que, ahora, asesinaba por la espalda a la modernidad utópica de antes, esa que tanto Oscar Wilde como Baudelaire habrían jurado que nunca algo así jamás pudiera morir. Sin embargo, aún mantendría una de las dos cosas que el escritor decadentista francés había augurado: la fugacidad de la vida reflejo de la existencia efímera de los seres sometidos a su influencia. Y, así, acabarían llegando luego el Hiperrealismo, el Realismo más fotográfico o el Superrealismo. La verosimilitud de la escena retratada se ha conseguido extraordinariamente en el Arte, como es el caso del pintor chileno Claudio Bravo (1936-2011) y su obra Venus del año 1979. A diferencia de Corot, el pintor chileno nos sorprende iconográficamente ahora: ¿es una fotografía o no lo que vemos? En la obra superrealista de Bravo el Arte trastoca claramente aquel sentido de modernidad. Ahora la postmodernidad del pintor chileno le llevaría a sublimar lo eterno del Arte en una eternidad nada gloriosa, ni idealizada ni reflejada en ningún alarde más allá de la fidelidad exacta de la imagen a la naturaleza. Sin embargo, la pintora brasileña Marta Penter (Porto Alegre, 1957) sí consigue aquella otra mitad efímera del Arte, esa mitad que nos describe a nosotros, seres humanos desconocidos o perdidos, en un mundo conocido y real. Porque es ahora la necesidad del ser humano de verse a sí mismo, de reflejarse de cualquiera de las posibles maneras naturales que la vida actual obligue. Pero con belleza, sensualidad y originalidad artísticas. También, con las sutiles formas de aquellos detalles naturalistas del Barroco clásico, aunque, sin embargo, sin los colores tan grandilocuentes ni tan disconformes a la naturaleza o la vida.

(Imagen reproducida -sin color- de un óleo del pintor Aimé-Nicolas Morot, Herodías, 1880, Francia; Óleo de Aimé-Nicolas Morot, El Buen samaritano, 1880, Museo de Bellas Artes de París; Cuadro de Camille Corot, Marietta, Odalisca romana, 1843, Museo de Bellas Artes de París; Obra del pintor superrealista Claudio Bravo, Venus, 1979; Óleo del pintor modernista y orientalista francés Georges Clairin, Retrato de Sara Bernhardt, 1871, Francia; Detalle azulado de una imagen fotográfica de Sara Bernhardt, del fotógrafo Felix Tournachon, conocido como Nadar, 1865, París; Imagen fotográfica original de Felix Tournachon, 1865, Retrato de Sara Bernhardt; Cuadro hiperrealista de la pintora Marta Penter, Pintura realista en óleo, 2009; Imagen fotográfica de la pintora Marta Penter creando su obra, 2009; Óleo barroco del pintor español Juan Bautista Maíno, Adoración de los pastores, 1614, Museo del Prado; Detalle de la misma obra de Maíno, con los reflejos realistas del Barroco en una imagen.)

8 de diciembre de 2014

El maravilloso alarde perdido de Tiziano y una legendaria maldición albigense.



Cuando los dominicos de la iglesia veneciana de los Santos Juan y Pablo quisieron competir con los franciscanos, que tenían uno excelente, para disponer el mejor retablo para un altar, convocaron un concurso público en el año 1527. El pintor Tiziano había creado en el año 1517 un extraordinario retablo -siete metros de altura, La Asunción- para Santa María dei Frari de Venecia. Fue la primera vez que se creaba una obra religiosa de ese tamaño, representando una escena sagrada -la ascención de María- en un único momento estético de tiempo, espacio y acción. Los colores de Tiziano para Santa María dei Frari fueron novedosos para entonces, no eran los habituales en una obra sagrada. Tampoco la luz lo sería, una luz creada por el Arte que no se sabe cómo termina iluminándolo todo... Los dominicos querían la mejor obra de Arte para su retablo; pero, aunque no sabían muy bien cómo debía ser, sí sabían qué tema debía tratar: la dramática muerte de uno de sus santos, Pedro de Verona.

La herejía en la Iglesia fue frecuente en los primeros siglos del cristianismo. Los concilios trataron de crear una sola voz, un solo mensaje y una única doctrina, pero la enorme extensión del imperio romano hizo que las costumbres de cada región impregnara su forma de entender el mensaje de Cristo. Aun así las cosas se calmaron -tal vez por el auge del Islam- a partir de los siglos VII y VIII, cuando el maniqueísmo fue entonces la forma más peligrosa para Roma. Pero llegaría el fin del milenio y los signos desolados de los tiempos -enfermedad, guerras, injusticias o pobreza- comenzaron a hacer ver de forma diferente las cosas de este mundo y del otro. La religión era además reflejo del sentimiento político y social de los hombres. No fue extraño que surgieran en Europa occidental episodios de herejía, como el relatado en el proceso contra unos clérigos en Orleáns durante el año 1022: Decían el nombre del diablo cantándolo en todas sus versiones, hasta que uno descendió sobre ellos con la apariencia de una bestia, luego participó en una orgía y comió una especie de viático diabólico con las cenizas del cadáver de un bebé. Otro cronista de Cluny escribiría también: Esto es acorde con la profecía de San Juan en la que dijo que Satanás sería liberado en cuanto hubieran transcurrido mil años.

Tiziano quería el contrato del retablo de los dominicos como fuese. Era desde el año 1516 el pintor oficial de la República de Venecia y, por tanto, tenía la mejor reputación artística de la ciudad-estado. Sin embargo, otros pintores ya habían trabajado para los dominicos de Venecia, como El Pordenone (1483-1539) y Palma el viejo (1480-1528). El primero poseía el dominio de la narración dramática, algo que no dominaba Tiziano. Así que este pintor  veneciano -el más grande del siglo XVI- debía corregir su técnica si quería que los dominicos aceptaran su trabajo. Y lo aceptaron. Tiziano llevó a cabo la mejor obra de Arte por entonces, años 1528 al 1530. El retablo narraba la muerte por unos herejes de Pedro de Verona cuando se dirigía de Como a Milán en el año 1252. Tiziano describe la escena trágica con una genialidad sorprendente, porque fue un asesinato y así lo pintaría, con los escorzos, los gestos viles o el sentido más trágico para una escena de ese tipo. En el bosque de Barlassina fue donde sucedió el hecho terrible y Tiziano elaboró un paisaje original con árboles, cielo y montañas al fondo.

El historiador del siglo XVI Giorgio Vasari escribiría de esta creación: La obra más acabada, la más celebrada y la mejor concebida y ejecutada que Tiziano hiciera en toda su vida. Debió haberlo sido, porque lo que hoy vemos del retablo de Venecia no es de Tiziano sino copias de lo que él hizo. Su maravilloso retablo terminaría destruido o calcinado durante el revolucionario año de 1867. Luego de que Napoleón conquistara Italia en el año 1797 el lienzo de Tiziano fue enviado a París. Más de un siglo antes un rico comerciante holandés -Daniel Nys- hasta quiso comprarlo, sin éxito, ofreciendo entonces una cantidad exorbitante de dinero, dieciocho mil ducados, tal era la fama de la obra de Tiziano. Un pintor y crítico del siglo XVII, Carlo Ridolfi, calificó aquel retablo famoso: Había tocado el ápice del Arte más sublime.

En junio del año 1251 el papa Inocencio IV nombra a Pedro de Verona (1205-1252) inquisidor especial para una misión en Cremona. Fue elegido por su energía, dedicación, ascetismo y reputación personal. El antecesor en el papado, Gregorio IX, había creado la Inquisición en el año 1231 para acabar con la herejía albigense. Un año después de su nombramiento, en 1252, cuando Pedro de Verona acudió a Milán para otra actuación contra los albigenses, una conspiración de líderes cátaros de Milán, Como, Lodi, Bérgamo y Pavía pagaría a unos asesinos para que lo matasen. Pedro de Verona fue golpeado en la cabeza y apuñalado. Un compañero de él fue herido de muerte pero vivió para contar la historia. Inocencio IV temió que el hecho -Pedro era un dominico modelo contra la herejía- pudiera intimidar o acobardar en el futuro, pero sucedió todo lo contrario, el asesinato creó un mártir y todo el mundo condenó el crimen. Sólo un año después, algo insólito en la Iglesia, fue declarado Pedro de Verona santo. Y hasta uno de aquellos conspiradores que pagaron su muerte, Daniel de Guissano, se arrepintió y terminó por hacerse dominico.

Después de que Napoleón acabase en el año 1816, el escultor italiano Antonio Canova devuelve a Venecia el lienzo de Tiziano Muerte de San Pedro Mártir. Cuando la obra había dejado de ser parte del retablo se pensó colocar en una capilla de la iglesia, la capilla del Rosario, como un cuadro más de los muchos que colgaban de sus paredes, óleos de Tintoretto, de Palma el viejo o de Bellini. La capilla del Rosario fue inaugurada y consagrada en el año 1582, día de la virgen del Rosario -7 de octubre-, para conmemorar la victoria de la Batalla de Lepanto del 7 de octubre de 1571, cuando Venecia y España vencieron a la flota turca en el golfo de Corinto. Y en esta capilla veneciana, llena de grandiosas obras de Arte, se situó la famosa Muerte de Pedro de Verona. Años después de regresar a Venecia de Paris, unos vándalos anticatólicos penetran en la capilla y prenden fuego a la obra. Ardieron las bancadas y las reliquias, pero también las obras de Arte que contenían sus paramentos. Allí acabó la grandeza de lo que una vez fuera la obra de Arte más sublime de la historia. En su lugar se colocó una copia de aquella excelsa obra del Renacimiento, ya pintada en el año 1691 por el pintor alemán Johann Carl Loth.

(Óleo del pintor barroco Livio Mehus, Alegoría del genio de la Pintura, 1650, donde el propio pintor se autorretrata detrás de un geniecillo pintando la obra de Tiziano, Muerte de San Pedro Mártir, Museo del Prado; Detalle de la obra Muerte de San Pedro Mártir, después de Tiziano, de autor desconocido, Museo Fitzwilliam, Cambridge, Inglaterra; Detalle de la obra de Livio Mehus, Prado; Retablo Muerte de Pedro de Verona, del pintor Johann Carl Loth, 1691, Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia; Óleo Muerte de San Pedro Mártir, siglo XVI, anónimo, Museo Fitzwilliam, Cambridge, Inglaterra; Fotografía actual de la capilla del Rosario, Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia; Fotografía de la capilla del Rosario después del incendio, Venecia, 1867; Fragmento de la obra Auto de Fe, del pintor español medieval-renacentista Pedro Berruguete, 1499, Retablo que el inquisidor Tomás de Torquemada pidió al pintor para la Catedral de Toledo, se observan unos herejes cátaros en la escena, Museo del Prado; Fotografía de la fachada de la Basílica de san Juan y san Pablo, Venecia.)

1 de diciembre de 2014

La representación de una controversia legendaria: la imagen en el Arte de una desconocida mujer.



En el año 1847 fue descubierto un manuscrito fechado en el siglo VI, d. C. en un monasterio cristiano de Egipto. Fue llevado a Inglaterra y archivado en el Museo Británico durante años, donde los legajos hallados fueron olvidados como tantos originales padecieron al ser llevados a Londres desde los confines del mundo. Nunca se tradujo ni estudiaría el manuscrito. Y así estuvo hasta que la profesora Karen King lo ha desmenuzado y traducido por primera vez, analizando los antiguos caracteres escritos en el legajo en lengua siríaca, dialecto del arcaico idioma arameo de la época de Cristo. El antiguo papiro forma parte de una obra redactada en el siglo VI por el obispo Zacarías de Mitilene (465-536), La Historia Eclesiástica. Hasta aquí no hay nada extraordinario, existen miles de manuscritos archivados en distintos museos o centros de todo el mundo escritos durante los años más oscuros del Cristianismo (desde el siglo I al siglo VIII). Casi todos cuentan las historias o leyendas que sus autores interpretaron de sus antecesores que se lo habrían contado a ellos. Pero en este polémico manuscrito copto hay una palabra que transformaría por completo el significado de algo muy poco conocido.

Existe un personaje femenino nombrado en los evangelios como María aparte de la madre de Jesús. Es una mujer que participa -según los evangelios- en el grupo de seguidores de Jesús. Porque en los evangelios se describen tres Marías: María de Betania, hermana de Lázaro el resucitado; María de Magdala, que da nombre al personaje santificado por la Iglesia (Católica, Ortodoxa y Anglicana), y finalmente el confuso personaje de una pecadora llamada también María de Magdala que solo describe el evangelio de Lucas. La cuestión es: ¿es la misma persona?, ¿fue la misma mujer? Hoy la Iglesia Católica zanja la cuestión: son diferentes personajes. Ello despeja la confusión y hace a María de Magdala la santa discípula de Jesús y no la pecadora. Sin embargo, la historia del Arte desde el siglo XV ha representado a esta santa con el cariz arrepentido de un personaje malogrado consecuencia de las más humanas y perdidas condiciones libidinosas. En esta selección de obras se aprecian el sesgo que los pintores dieron a María Magdalena en la historia: a veces como penitente, a veces como entregada y a veces como desolada. El pintor sevillano Murillo la pinta muchas veces, no sé si más o menos que sus purísimas, pero casi. Lo que sucede con este creador español es que sus obras que no son vírgenes han sido expoliadas o vendidas a museos de todo el mundo. Pero Murillo consigue con su excelente trazo barroco realizar algunas de las mejores imágenes de la Magdalena. Otro pintor que expresa su elogiosa figura sensual lo fue Annibale Carracci. En su obra este creador italiano llega a conseguir expresar el misterio más confuso de todos los de la magdalena: una mujer representada aquí que piensa ahora de un modo más racional que piadoso.

Otras obras de Arte que se han asignado a su representación -a veces los autores no titulaban exactamente como María Magdalena sus creaciones- es la imagen de una mujer medio dormida y meditabunda, casi melancólica -la obra se llama La Melancolía-, y que vemos en dos versiones barrocas de la misma pintora italiana Artemisia Gentileschi (1593-1654). Una se sitúa en el Salón de los Tesoros de la catedral de Sevilla (España), la otra en el Museo Soumaya de México, D.F. Pero además de la diferencia de conservación de cada obra, vemos como la obra que se encuentra en Sevilla es diferente -cubierta con un pañuelo su torso más- porque se aprecia la adaptación estética a los motivos ideológicos de una censura eclesiástica rigurosa. Es de suponer que al encontrarse en una catedral los motivos sensuales de la pintura fueran cubiertos claramente. La polémica -existió o no- sobre la Magdalena está ligada a la realidad literaria de la leyenda evangélica. Nada se sabe de lo que sucedió en Jerusalén entre los años 28 y 33 de nuestra era con los personajes evangélicos relatados. El que la profesora británica King haya descubierto, traducido e interpretado, en una línea del manuscrito copto lo que, según ella, dice ese evangelio: Jesús les dijo, mi esposa..., no despeja realmente nada de la realidad histórica del hecho. Es por lo que la iconografía del Arte de la Magdalena representará siempre la única confusión racional que puede interpretarse: el vínculo entre lo humano y lo divino, entre lo material y lo espiritual. Y eso lo consigue el Arte en sus obras místicas -y no tan místicas- con la misma sutileza y sinceridad con las que transpasaría las formas, los colores o las sombras de todas las grandes creaciones artísticas del mundo: con el genio más inagotable, justificador y subyugante de siempre. 

(Cuadro El sueño de María Magdalena, 1914, del pintor búlgaro Goshka Datzov, Galería Nacional, Bulgaria; Óleo Magdalena penitente, 1650, Murillo, Museo del Prado; Extraordinario lienzo del pintor Paolo Veronés, La conversión de María Magdalena, 1547, National Gallery, Londres; Óleo romántico del pintor español Domingo Valdivieso, El descendimiento, 1864, Museo del Prado; Detalle de la obra de Valdivieso, Museo del Prado; Obra María Magdalena o Melancolía, 1622, Artemisia Gentileschi, Sala del Tesoro, Catedral de Sevilla; Óleo María Magdalena o Melancolía, 1622, Artemisia Gestileschi, Museo Soumaya, México, D.F.; Obra del pintor Annibale Carracci, La Magdalena penitente, 1598, Museo Fitzwilliam, Cambridge; Óleo del pintor barroco Carlo Sellitto, Magdalena penitente, 1610, Museo Nacional de Capodimonte, Nápoles; Óleo de Murillo, María Magdalena, 1655, Museo de Arte de San Diego, California; Cuadro La Magdalena o santa Taís, 1641, José de Ribera, Museo del Prado, Madrid.)

28 de noviembre de 2014

Arte y Belleza, dos cosas compatibles pero que no siempre contiene una a la otra.



La belleza existe en casi cualquier cosa de este mundo que sea propia a emitir signos de equilibrio, medida y gusto. Este placer estético es abundante y puede hallarse en muchas cosas de la naturaleza con solo mirarlas de otra forma. También en aquellas otras cosas que no lo posean propiamente. Porque son cosas que luego, tiempo después, no son las mismas que antes y producirán luego incluso una belleza desconocida, nueva, si son observadas ahora de otro modo diferente o bajo otras condiciones distintas. Entretejidas de un modo nuevo tal que no correspondan a lo que aquella vez vimos antes de ellas. Y todo esto aunque luego volvamos a ignorarlas también, desdeñosos. Pero en el verdadero Arte eso, sin embargo, nunca se dará. Si queremos entender lo que es el Arte deberemos comprender antes la diferencia entre una cosa que puede a veces producir belleza, de algo que siempre la produce. Y no solo esa belleza permanente produce el Arte, es decir, no solo equilibrio, medida o gusto, sino que motivará además en el espíritu humano algo más todavía: un inacabable gozo de identificación estética con lo que percibamos satisfechos. 

La sensación interior que experimentamos en el momento en que percibimos belleza es como una impronta plástica de rasgos emotivos o espirituales en lo más profundo de nuestra conciencia. Por esto cuando miramos un cuadro sin ser una obra maestra, o algo tan solo aparente de belleza, pero que no es Arte en verdad, solo percibiremos un vago placer efímero que desaparecerá tan pronto hayamos encontrado otra cosa tan bella que lo sustituya. En el auténtico Arte, sin embargo, nada de eso sucederá.  Nicolás Poussin (1594-1665) fue uno de los más importantes creadores del Barroco con los que poder comprender el Arte, su belleza y su verdad misteriosa. Y si nos sucede lo contrario no está en el Arte sino en nuestra impenitente naturaleza insatisfecha. En pleno momento del Barroco, cuando la belleza habría alcanzado las mayores cumbres de la representación de la historia, un pintor que amaba profundamente las pautas clásicas del arte, alcanzaría parte de esa  grandiosidad con la más simple de las cosas que pudieran representarse. En su obra Teseo encuentra la espada de su padre vemos un escenario clásico derruido además de un paisaje frugal, lejano y monocolor donde se representan tres figuras deslucidas de belleza. Pero en ellas hay, sin embargo, algo más de lo que reflejan esas pinceladas sutiles y nostálgicas del pintor francés.

Tres personas están ahora bajo las sombras de un ruinoso edificio clásico. Un hombre trata de levantar, difícilmente, una losa del suelo y dos mujeres le miran llevar a cabo el esfuerzo que hace. Todo correctamente dibujado: las columnas perfectas, los arcos grandiosamente perfilados y separados por el arquitrabe destacado, tan perpendicular, a las columnas dóricas. También extraordinaria es la perspectiva geométrica, que acerca y da profundidad a los personajes clásicos. Las figuras de los personajes no son nada hieráticas, apenas endiosadas y revestidas de un misterio peregrino contrastado por el alarde pedestre de querer descubrir lo oculto bajo la piedra. El gran Arte siempre trataría de contar alguna historia, leyenda o mito escondido entre sus entramados artísticos de colores, trazos o distancias. Este tipo de representaciones era obligada en el canon académico de entonces -el siglo XVII-, algo fundamental para ejecutar una obra de Arte clásica. En esta obra de Poussin se cuenta la leyenda griega de Teseo. Este es un héroe ateniense que nace huérfano de padre y su madre ahora -en la imagen con su hija- le anuncia quién fue su verdadero padre -el rey Egeo- y qué le habría dejado en herencia: las armas y su legado regio y espiritual...  Pero, sin embargo, todo eso está oculto ahora bajo la losa pesada de un grandioso templo en ruinas. Qué mejor excusa para elogiar el mundo clásico de virtudes humanas que recogen los héroes con su legado espiritual, a pesar de estar escondidas o perdidas en ruinosos, abandonados o desolados lugares del mundo. En la obra su madre le indica el lugar exacto y Teseo se esfuerza en descubrirlo, una metáfora ahora del Arte. Porque todo está representado en la obra: la Belleza y el Arte pero también la magia de la vida, la fuerza del destino o la consagración inevitable y virtuosa al sentido del mismo.

Con un parecido conjunto iconográfico vemos otra imagen distinta en una obra de Arte más moderna. Pero ahora sustituyendo las columnas dóricas por un vallado pedestre, los héroes clásicos por un conjunto de niños y la leyenda elogiosa por un infantil escenario de arrabal. También hay una perspectiva como la de antes, aunque ahora, a cambio de la sagrada piedra ruinosa, vemos los simples tableros de madera de un vulgar vallado de ciudad. Esta obra decimonónica titulada Una Reunión fue pintada por la artista ucraniana María Bashkírtseva (1858-1884). Pero ella, que consiguió crear imágenes correctas, reflejo de una época y de un momento social, no alcanzaría la gloria por su pintura. Pasaría a la historia más por su vida contada que por su Arte pictórico, es decir, por cómo contó su vida y cuándo lo hizo. Cómo porque fue desgarradoramente sincera en su diario; cuándo porque lo terminaría poco tiempo antes de morir. Así consiguió la fama, contando una historia que no alcanzó a llevar a ningún lienzo para representarla. En su despiadado diario dejaría escritas cosas como éstas: Es una naturaleza desafortunada la mía; yo querría una armonía exquisita en todos los detalles de la existencia. A menudo las cosas que pasan por elegantes o atractivas me chocan por no sé yo qué falta de arte, o de gracia particular. ¿Naderías? Todo es relativo. Y si una espina nos hiere tanto como un puñal, ¿qué es lo que los sabios tienen que decir? Desaparecería María Bashkírtseva a los veinticinco años de edad de una tuberculosis maligna, habiendo dejado un legado de pintura y escultura que no alcanzarían, sin embargo, la belleza de su obra literaria. 

Cuando la ciudad italiana de Bolonia se planteó construir una grandiosa catedral en el siglo XIV, sus promotores quisieron que fuese la más grande de todas las edificaciones sagradas de la cristiandad, incluida la basílica de San Pedro en Roma. Y así lo fue. Su nave es inmensa, su altura descomunal y su volumen arquitectónico albergaría al sagrado templo junto a las capillas y los retablos más artísticos elaborados entonces. Sin embargo, su fachada gótica, su apoteósica fachada proyectada como una espléndida decoración para los transeúntes, no pudo ser acabada nunca. Y así sigue hoy. A lo largo de los siglos fue interrumpida su decoración de mármoles aguerridos. A finales del siglo XV fueron convocados escultores para que tallaran el mármol con escenas bíblicas para su fachada inacabada. Uno de aquellos escultores lo fue la desconocida artista Properzia de Rossi (1490-1530). Apoyada por su padre aprendería de artistas boloñeses a cincelar el mármol en aquel Renacimiento lleno de atrevimiento, sutileza y clasicismo. Fue contratada en Bolonia para esculpir el mármol de la fachada de su catedral con alguna leyenda bíblica. En una de esas esculturas representó Properzia de Rossi la leyenda de José, el hijo menor del patriarca bíblico Jacob, que alcanzaría la sabiduría más providencial en la altiva corte del faraón de Egipto. Expresaba el relieve el momento en que la esposa de Putifar -alto cargo del faraón- atropellaba a José tratando de seducirlo, pero éste se resiste decidido como la leyenda bíblica contaba orgullosa. Properzia se atreve, ¡en el año 1520!, a esculpir entonces una de las primeras mujeres con los senos desnudos en un relieve artístico. Tal belleza consiguió que fue envidiada por otros escultores, que trataron entonces de denostar su figura y su Arte. Diez años después de realizar aquel bajorrelieve, moriría Properzia en la más desolada situación artística, desprestigiada por la maledicencia y por una de las peores ofensas creativas: la envidia.

(Óleo Teseo encuentra la espada de su padre, 1638, Nicolás Poussin, Museo Condé, Chantilly, Francia; Cuadro La Reunión, 1884, María Bashkírtseva, Museo de Orsay, París; Fotografía de María Bashkírtseva, París; Lienzo de María Bashkírtseva, Autorretrato con paleta, 1882, Museo Bellas Artes de Niza, Francia; Óleo En el estudio, 1881, María Bashkírtseva, Museo de Arte de Dnipropetrovsk, Ucrania; Bajorrelieve José y la mujer de Putifar, de la escultora Properzia de Rossi, 1520, Museo de San Petronio, Bolonia, Italia; Fotografía de la Basílica de San Petronio, Bolonia.)