26 de noviembre de 2020

Entre un simbolismo arcaico y un naturalismo estético brillaría una vez el mejor Arte.

 

El Renacimiento llevaría al Arte a una cierta esquizofrenia artística sobre dos formas de poder entenderlo y representarlo. Verdaderamente en el Renacimiento empezaría el sentido más simbólico del Arte. No se trataba sólo de expresar Belleza sino de transmitir mensajes visuales que impactaran el contenido con la forma. Las palabras eran lo que más se había utilizado durante la Edad Media, con ellas se habían comunicado cosas, sentimientos, caracteres, maneras, pensamientos o vileza. Ahora, cuando la habilidad artística alumbrase una perspectiva diferente, algunos pintores llegaron al extremo de configurar la forma con un definitorio simbolismo estético. El pintor andaluz de origen alemán Alejo Fernández comprendería el Arte como un útil simbolismo estético..., a veces, sin embargo, sin ninguna belleza.  Para su obra La Flagelación del año 1505 muestra elementos de comunicación estética con mensajes acusados de rasgos psicológicos o sociales más que con clásica belleza. Para ese simbolismo arcaico no existiría otra cosa más valiosa para representarse en una obra. Ahora Cristo es solo un personaje más del encuadre, donde nadie destaca ahora por encima de nadie. Es este otro simbolismo de la flagelación, que aquí une sufrimiento a vulgaridad: Cristo es insignificante casi, no tiene ningún rasgo estético que le destaque ahora sobre el resto. Hasta su desnudez es extrema en la obra. Los sayones, los hombres que flagelan, son temibles, son grotescos, son realmente horribles, su fealdad estética solo es comparable a su maldición humana. Hasta uno de ellos se permite tirar de los cabellos a Cristo, impúdicamente. El simbolismo de la obra renacentista va más allá de la violenta escena. En el extremo inferior derecho de la pintura un mendigo ciego pide ante los fariseos del templo, y lo hace con un cuenco donde ahora hay un manuscrito oculto. Representa la ceguera judía ante la barbarie tan injusta que se está cometiendo. Preside el flagelo Poncio Pilato, que viste los ropajes de la época del pintor y sostiene, inseguro, la vara de su poder. Está solo y su actitud dubitativa refleja su propia indolencia. Más arriba hay un público que observa alejado e indiferente la cruel escena. Y el propio lugar de toda esa escena muestra además otro simbolismo necesario: son los restos ruinosos de un mundo perdido y violento ante lo que ahora está sucediendo.

Con los años el Arte dejaría el simbolismo a un lado para favorecer la belleza sobre cualquier otra cosa. Los mensajes no eran ya lo importante. Ahora, cuando el Arte tendría todo su sentido en transmitir belleza, los símbolos estéticos no podrían prevalecer el único mensaje necesario: la belleza más estética. Para cuando el pintor academicista William-Adolphe Bouguereau, con el estilo más realista y bello de finales del siglo XIX, deseara representar la iconografía religiosa más violenta, compuso la escena más natural y perfecta que se pudiera por entonces hacer. Las formas eran muy parecidas a la vida real, no había ninguna necesidad de expresar ningún simbolismo añadido. El mundo conocía la leyenda y la historia no tenía secretos para nadie. El deslumbramiento estético era la sola belleza, y la solución era la verdad estética que pasaba por recrear justo la forma más natural de una representación cierta. ¿Qué simbolismo era preciso expresar ahora cuando las formas habían llegado a satisfacer la verdad más realista? Porque en la misma representación natural de la escena violenta radicaba la fuerza del mensaje. Las formas debían ahora representar con belleza a todos por igual, las de los buenos y las de los malos. ¿Qué había pasado con la definición precisa y ética de las cosas? ¿Es que ahora la belleza no participaba ya de esa verdad? ¿Es que ya no tomaba partido ésta por las cosas? La imagen se había completado ya en todas sus formas estéticas. La belleza no servía ya para establecer ahora maneras éticas o formas de pensar o entender el mundo y sus miserias. No, ahora la realidad solo era traducida a la belleza en cuanto representación de las formas, con la mayor naturalidad estética ajena ésta además a cualquier sesgo, no ya de virtud, sino de defecto o maldición, fuese ésta incluso cierta o incierta en la historia. Las cosas podían saberse o no saberse, y el mensaje no importaría ya para nada sino solo la belleza, la más conseguida, la más desdeñosa o la más independiente.

Pero hubo una época extraordinaria en la historia del Arte. Fue en el año 1620 cuando el pintor Pier Francesco Mazzucchelli compuso su obra La Flagelación de Cristo con el equilibrio más estético entre aquellos dos extremos artísticos de la historia. Los simbolismos pictóricos del Renacimiento dejaron ya de ser manifiestos por entonces, principios del Barroco. La verdad ahora era más mística que gnóstica, más intelectual que intuitiva, más sutil que expresiva. Era también un naturalismo estético, como con los años llegaría el Academicismo a ser, pero entonces, a principios del siglo XVII, era más una simbiosis de verdad ética y de belleza que solo de estética y belleza. La verdad en el año 1620 debía ir aparejada con la belleza equilibrada y original más sublime. Así que ahora uno de los sayones que flagelan a Cristo toma su cabeza con una de sus manos con tal delicadeza que parece aquí querer ayudar a sostenérsela. Luego está la composición tan extraordinaria en esta obra, pero ahora no por los detalles o el mensaje: solo por el arrodillamiento tan estético de un Cristo en éxtasis. Ahí estará el único mensaje verdaderamente sutil. No es preciso divagar ahora con rasgos grotescos, ni con ropajes anacrónicos, ni con elementos metafóricos, ni con realidades contrapuestas. El único mensaje ahora es aquí solo el  místico de  la belleza. Y su sentido iconográfico tiene más que ver ahora con la profundidad aceptada de un sacrificio necesario que con la dureza tan salvaje y cruel de una humanidad violenta.

(Óleo sobre tabla La Flagelación, 1505, del pintor renacentista Alejo Fernández, Museo del Prado, Madrid; Pintura barroca La Flagelación de Cristo, 1620, del pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli, Museo del Prado, Madrid; Cuadro academicista La Flagelación de Cristo, 1880, del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Bellas Artes de La Rochelle, Francia.)

19 de noviembre de 2020

La imposibilidad de conciliar el pesimismo con la vida es paralela a la posibilidad de unir el Arte a la verdad.



 En una de las reflexiones más profundas que un pesimista pudiera realizar sobre el mundo, el pensador noruego Peter Zapffe (1899-1990) escribiría en el año 1933: La tragedia de una especie es que se convierta en inadecuada para la vida a causa del super-desarrollo de una gran capacidad. Así, por ejemplo, se cree que cierta clase de ciervos sucumbió en época paleontológica al adquirir cuernos demasiado pesados. Las mutaciones evolutivas han de ser consideradas acciones ciegas que trabajan y se imponen sin conexión con su ambiente. En estados depresivos la mente puede ser considerada como la imagen de aquella gran cornamenta que, aun en su fantástico esplendor de grandiosidad, clavará en el suelo a quien la porte. ¿Por qué entonces la humanidad no se extinguió hace tiempo, durante las grandes epidemias de locura? ¿Por qué sucumbe solo un muy reducido número de individuos al no poder resistir la tensión a causa de un conocimiento que les aporta más de lo que pueden sobrellevar?  Cuando el rey Edipo de Tebas alcanzó a saber -se lo había anticipado el Oráculo de Delfos, aunque no le dijo toda la verdad- que el hombre que había matado en el río camino de Tebas era su propio padre, sin él saberlo, y que la mujer que había desposado luego era su propia madre, ignorándolo por completo, enloquecería de tal modo que acabaría cegándose los ojos para siempre. Desde los inicios de la humanidad el mundo había llevado a la escisión dos cualidades humanas: la de la materia y la del espíritu. Ambas representan la propia vida humana. No podemos desprendernos de la materia sino anulándola violentamente; y no podemos abandonar nuestro intelecto espiritual sino engañándonos ciegamente. Para el momento en que el pintor del Neoclasicismo arrollador de belleza crease su obra Las bodas de Cupido y Psique, el mundo empezaba un arriesgado intento temerario de ruptura que le llevaría al imperio de la materia sobre el espíritu. Era comprensible esto, pues, ¡habían sido casi trece siglos de equilibrio, aunque inestable, entre las dos! Era tiempo de que el ser humano probara otra cosa. Aquella que pensaba, absolutamente equivocado, que podía llevarle mejor a conquistar, si afianzaba la materia, todo su poder sobre el mundo.

Zapffe, en su obra pesimista, nos sigue diciendo: Si en el momento adecuado el ciervo gigante hubiera roto los extremos de su cornamenta, hubiera podido haber sobrevivido -resistido- por más tiempo. Pero lo que hubiera ganado en persistencia lo hubiera perdido en importancia, en grandeza vital. En otras palabras, hubiera supuesto una persistencia sin esperanza, hubiera pervertido su esencia, se hubiera convertido en una raza autodestructiva contra la sagrada voluntad de la sangre. En su enconada afirmación de vida, el último "Cervis Giganticus" portaría orgulloso el escudo de su linaje hasta el final. Pero, a cambio, el ser humano se salva a sí mismo y persevera. Llevará a cabo una represión más o menos consciente de su abrumador excedente de conciencia. Aunque esa represión adquiere una vasta y multifacética variedad de formas, parece legítimo identificar al menos cuatro clases principales de represión: aislamiento, anclaje, distracción y sublimación. Por aislamiento -o ceguera- se entiende la total y arbitraria expulsión de pensamientos o sentimientos preocupantes o destructivos. El mecanismo de anclaje resulta útil desde la niñez: la familia, el hogar, los juegos, por ejemplo, se convierten en asuntos habituales para el niño y le otorgan seguridad. Tal esfera de experiencias es la primera y quizá la más feliz protección contra un cosmos al que no sondeamos nunca del todo. Cuando el niño descubre más tarde que tales bases de seguridad son tan arbitrarias y efímeras como cualquier otra, sufre una crisis de confusión y de ansiedad y buscará algún que otro anclaje. El anclaje puede caracterizarse como la fijación a puntos internos o por la construcción de muros en derredor. Los anclajes útiles en sociedad son vistos con simpatía, pues quien se sacrifica por su anclaje (un proyecto material, una causa social) es idolatrado. Cuando la gente cae en la cuenta de la falsedad de algunos anclajes se esforzará en sustituirlos por otros nuevos (la efímera duración de las verdades), de donde surgen todos y cada uno de los combates espirituales y culturales que, junto con la contienda económica, componen el contenido dinámico de la historia universal.

Y continúa el pensador noruego: El afán por poseer bienes materiales no se explica sin más por los placeres inmediatos que proporciona la riqueza, pues nadie puede sentarse en más de una silla a la vez, ni seguir comiendo cuando ha quedado saciado. Más bien, el valor de una fortuna material consiste en la pluralidad de oportunidades para atarse al anclaje necesario, como las distracciones que ofrece a su dueño. Amamos los anclajes porque nos ofrecen salvación pero, a la vez, los despreciamos porque cercenan nuestro sentido de libertad. Otra forma de protección es la distracción, es decir, cuando se limita la atención hasta niveles mínimos y se la colma continuamente con fascinadoras impresiones abrumadoras. Negar la mayor parte de las opciones de distracción supone un considerable mal de encarcelamiento. Y como las opciones para liberarse -salvarse- de otros modos resultan escasas, el encarcelamiento tiende a permanecer muy próximo a la desesperación.  El cuarto remedio contra el pánico vital es la sublimación, una cuestión más de transformación que de represión. A través de talentos estilísticos o artísticos el consustancial dolor de la vida puede convertirse en una experiencia valiosa. Tales impulsos positivos atacan el mal de la desesperación y lo enfrentan a sus propios límites, mostrándolos en sus aspectos pictóricos, dramáticos, heroicos, líricos o incluso cómicos. Sin embargo, si el más temible aguijón se mantiene por otros medios, o nos está negado el control por parte de la mente, la utilización de la sublimación resulta improbable. Por ejemplo, es como el alpinista, que no puede disfrutar de la vista del abismo maravilloso en tanto permanezca ahogado por el vértigo, sólo cuando tal sentimiento ha sido más o menos superado puede disfrutar anclado en su fascinación. Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará en el mundo. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal y definitivo.

En la obra de Pompeo Batoni vemos una grandiosa representación mitológica del engaño. El dios sensual y material Cupido se vence ahora, dejando que otros dioses bendigan la imposible unión suya con la espiritual Psique. La espectacularidad radiante del escenario de belleza clásica era una demostración efectiva de la necesaria consolidación social por entonces. La materia y el espíritu se unían ya en un enlace universal para siempre. ¿Para siempre? Por mucha belleza que el pintor pudo componer, ninguna sublimación estética de esa mitología confusa podía distraer una terrible amenaza que, pronto, asomaría entre las ambiciones y paradojas pesimistas de una humanidad confundida. La conciencia debía ser contenida para avanzar ante las contradicciones o debilidades de una existencia maldita. En la otra pintura, que el pintor francés Fulchran-Jean Harriet hiciera cuarenta y dos años después, se vislumbra la serena amenaza que la desesperación humana llevó en otro mito. Edipo, junto a su hija Antígona, se muestra vencido pero superado de las dolencias espirituales gracias a la ceguera que se produjo. Ahora, en la misma tendencia artística, otra mitología griega rompe por completo la brillante armonía de una belleza vinculante... Ya no había engaño, había transformación; ya no había mentira habría pesimismo. ¿Es que la verdad no está en ninguna manifestación sino sólo en su reserva? El Arte no podía tomar partido ni por una ni por otra cosa. Destruirse no era la opción, mantenerse equivocado, tampoco. Tal vez sólo pudiera ser la opción estar alejado ahora de la humana intención de querer atar dos cosas tan opuestas con el nudo imposible de sus diferencias...

(Óleo neoclásico Las bodas de Cupido y Psique, 1756, del pintor italiano Pompeo Batoni, Galería Estatal de Berlín; Cuadro Edipo en Colono, 1798, del pintor neoclasicista francés Fulchran-Jean Harriet, Museo de Cleveland, EE.UU.)

9 de noviembre de 2020

El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad o la prestidigitación más sublime de lo incierto.



No se trataría tanto de alcanzar la verdad sino más bien de algo verosímil acerca del mundo. De un relato vital que, de tanto repetirlo, los seres humanos lo tuvieran a mano siempre para poder resistir los duros reveses de la incertidumbre. En los inicios de la humanidad el amor fue un concepto ideado para satisfacer, según algún tipo de ley natural, una necesidad misteriosa en la vida humana: la de que el ser humano ha de amar con todo su ser a aquello que no ignora se lo debe todo. Porque para existir el hombre había de haber sido creado antes, y la fuerza de ese sentimiento de amor llevaría al ser humano a componer el sentido misterioso de un poderoso creador. A la conciencia de una deuda tan grande le correspondía, por tanto, un amor extraordinario. Este amor para el hombre lo constituiría todo, sería como un estado de derecho personal ineludible, de integridad total con su propia naturaleza más íntima. Es por lo que si le faltase ese sentimiento poderoso alguna vez, no tendría que ver esa falta con su propia esencia sino con alguna circunstancia accidental ajena a su naturaleza. Y así fue como buscaría entonces una reparación para tratar de volver a sentir lo mismo de antes.  Esta es la representación metafórica del Génesis bíblico, de aquel relato donde se describe la caída y redención posterior -restitución de aquel sentimiento amoroso- del primer hombre en la figura de Adán. El creador sería el garante de la restitución tan querida por el ser vulnerable. Fue llevada a cabo porque existía una imagen y una semejanza entre lo creado y el creador. La imagen consistía en la misma capacidad de los dos seres -criatura y creador- ante la necesidad universal limitadora de libertad; porque ésta, la libertad, la personal y la sagrada, impediría que la necesidad universal fuese algo inevitable. La semejanza, por otro lado, era la capacidad poderosa frente a la maldad y la miseria humanas -el sufrimiento-; y ambas cosas serían sojuzgadas por la libertad de esa naturaleza tan semejante con el creador. La libertad, ante la necesidad, no podría perderse nunca, formaba parte siempre de la naturaleza del ser. Pero las otras dos capacidades, la libertad ante el mal y la libertad ante la miseria, podían llegar a perderse por la falta accidental de aquel sentimiento sagrado. Porque se puede elegir el bien -o no elegirlo- y complacerse así de estar libre de miseria. Es por lo que, como en la metáfora bíblica, el ser humano con la redención de su amor estaría ya libre del mal y de su satisfacción ante la miseria. 

Cuando en el siglo XVIII el mundo cambiase la forma en la que los seres viesen el sentimiento amoroso, ya no como una debilidad racional sino como una exaltación poderosa, la sociedad empezaría a querer sustituir aquella redención bíblica por otra más cercana, terrenal o menos temerosa. Así fue como el Romanticismo arrasaría con la forma en la que el sentimiento fuese representado y vivido en el mundo, y utilizado, además, para entender ese sentimiento con la misma apariencia emotiva de aquella teología sentimental. Porque ahora, a cambio de una divinidad trascendente, el objeto del sentimiento amoroso humano era el ser humano mismo. Los conceptos de imagen y semejanza fueron sustituibles además, ya que existían también en el ser humano, iguales ahora en su sentido sentimental con los dos sexos. ¿Lucharían entonces ambos sexos del mismo modo contra la maldad y la miseria atávicas? ¿Ejercerían del mismo modo también aquella libertad los dos seres humanos para poder prosperar en el mundo? ¿Caerían desesperados ambos a la búsqueda de una posible redención, al parecer en su caso del todo imposible? El amor era la misma fórmula utilizada tanto para unirse a lo sagrado como a lo terrenal. La diferencia estribaba en la caída... En un caso, la caída metafísica era un accidente ocasional salvado por la libertad personal tan poderosa; pero, en el otro, en la caída física era una parte integrante de su propia naturaleza malograda. Porque ahora la falta de amor humano, a diferencia de aquel sentimiento teológico fallido, estaba íntimamente unida a la naturaleza tan cambiante del ser efímero. No sería ya un accidente casual lo que llevaría al desamor en los seres enamorados terrenales, sería la propia esencia interior tan inconsistente y estulta de los humanos la que dispondría de ese sentimiento pasajero. No hay redención, por tanto, en la caída del amor humano terrenal, como sí la había, a cambio, en la caída sagrada de un sentimiento universal. La imagen terrenal representada en la obra decadente de efusión amorosa ante las figuras convulsionadas de pasión sentimental, no era más que la manera de expresar un deseo romántico que, socialmente en el siglo XIX, aventuraba por entonces una nueva frontera cultural y emotiva. Por eso el pintor francés René-Xavier Prinet compuso así de extraordinario el ímpetu amoroso del deseo humano más pasional en su decadente obra romántica. No pudo expresarlo mejor que con los símbolos estéticos de la desesperación más apasionada entre las sombras artificiales de un silencio apenas comenzado. Porque justo es ahora, al terminar la música propiciatoria, cuando inmediatamente empezaba el amor sentimental más desaforado. No había ahora más que un impulso desabrido ante las imaginadas notas, todavía inexistentes, de una melodía aún por comenzar. 

Cuando el Barroco de Murillo quiso elogiar un desenvolvimiento místico ante las enajenadas falsedades de un mundo miserable, el pintor español compuso entonces la escena de un sentimiento tan sagrado como la rémora impenitente de aquella redención universal. Ahora el ser abraza a su amado creador con la matización reverente de un sentimiento poderoso. No hay finalización ni desarraigo en ese sentimiento, como no hay tampoco pasión ni estremecimiento en su modo de experimentarlo. La semblanza de este sentimiento amoroso era la misma que la libertad creadora propiciara antes de aquella caída frente a la necesidad, la maldad o la miseria. Es el ser humano expresando ahora su sentimiento ante el ser permanente que lo crease.  Existen entonces dos sentimientos, el terrenal, cuya impresión expresiva es momentánea, dada la misma naturaleza de la que además está compuesta la miseria; y el sagrado, cuya expresión representada es eterna por ser imagen exacta de una esencia permanente cuya circunstancia accidental sólo cambiará parte de un devenir más poderoso. El sentimiento en este último caso no tendría fin porque no tenía un principio, ya que era parte consustancial de aquella esencia universal de los seres relacionados. Así fue como el pintor español del barroco sevillano compuso su obra mística tan extraordinaria, con el componente extemporal de un sentimiento ahora sin medida. No hay comparación alguna con el sentimiento humano terrenal del Romanticismo decadente. Uno nos demuestra una necesidad angustiosa y el otro una libertad salvadora. Porque para el deseo impetuoso de pasión romántica terrenal no hay libertad posible, ya que ambos seres humanos están llevados ahora por la necesidad más universal. Para el sentimiento de amor sagrado, a cambio, es la libertad personal lo que permitirá esa unión sagrada tan poderosa para siempre. No hay más que libertad elogiosa en el cuadro barroco porque la emoción trascendente de luchar vencerá la fuerza desastrosa del desarraigo y la maldición más caprichosa. Una emoción que surge ahora de la verdad y que no oculta sus sentimientos nunca, que no huye tampoco de nada, que no siente temor ni ofuscación, ni descomposición sentimental ni deseos insatisfechos, ni inclementes rémoras. Pero, sin embargo, para cuando la música emotiva romántica volviese a sonar de nuevo con fuerza melodiosa en la visión del cuadro decadente, la capacidad de ese amor pasional tan romántico acabaría diluida para siempre entre la verdad temporal más veleidosa de sus propios sentimientos tan dramáticos.

(Óleo La sonata Kreutzer, 1901, del pintor romántico-decadentista francés René-Xavier Prinat, Colección Privada; Lienzo barroco San Francisco abraza a Cristo en la cruz, 1669, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes de Sevilla.)

3 de noviembre de 2020

El Romanticismo fue un desengaño, una falta de sintonía con la realidad.



Las experiencias vitales más significativas de los humanos se traducirán en emociones desbordadas, pero aquellas que no lleguen a cubrir o evitar las huellas del desencanto son las que, verdaderamente, reflejarán las hazañas más terribles de lo más trágico... Así fue como el Romanticismo se enfrentó estéticamente al halago artístico más armonioso del Barroco. Cuando el Barroco quiso pintar la violencia no supo hacerlo de otra forma que con Belleza. ¿Cómo podía representar el Barroco la vida sin belleza? En su obra La caza del hipopótamo y el cocodrilo, Rubens compone la belleza más armoniosa de la vida junto a la crudeza más feroz de la naturaleza. No hay sino un realismo inverosímil en su composición, un realismo estético que expresa un lirismo artístico brillante. No hay mejor estilo que el Barroco para compaginar la dureza de la vida con la belleza elogiosa más exquisita. La explicación está en la cosmovisión del siglo XVII. A pesar de las calamidades y desgracias, el mundo aún no tenía una visión negativa de la forma estética en que fuese visto. La armonía era esencial en toda representación que tuviese a la vida como muestra. Así los colores y las formas, la postura, los engarces de las figuras, el encuadre magnánimo y la composición más medida. ¿No es esta escena dramática barroca una calculada exposición de figuras armoniosas donde la realidad, sin embargo, está disociada de las formas? Para el Barroco la realidad es fracturable en las formas, porque son ahora sus diversas formas las que sostienen una composición agrupada tan imposible, pero genial, absolutamente genial y creíble.

Después de un siglo tan descreído y racionalista como el dieciocho, las sangrientas campañas de la Francia revolucionaria y post-revolucionaria destrozaron además el sentido de la esencia artística clásica. Ya no era tiempo de armonía irreal o de calculadas extravagancias compositivas. Así que el Romanticismo fue un revulsivo que no solo trajo una revolución al alma, sino una transformación creativa del Arte para siempre. En Rubens la manera en que las formas se adecuan al encuadre es casi más una teología que un alarde artístico. El mundo en el Barroco era entendido como reflejo de una dicotomía redentora universal. El bien y el mal están muy definidos y nunca podía dudarse de la victoria de aquél sobre éste. Para los seres humanos del Barroco la desgracia no era más que un accidente pasajero, algo que acabaría tan pronto como la vida fuera transformada en una eternidad. Los seres de la naturaleza tenían una función redentora además. En la pintura de Rubens las fieras fauces de los salvajes animales no son sino meras comparsas juguetonas que apenas dañan a nadie. Todos, animales y hombres, forman una realidad cósmica adaptada a la redención de su existencia pasajera. No hay sangre ni desgarramiento, no hay nada en la obra de Rubens que pueda abrumar el sentido universal de Belleza. Es el genio de la fuerza, del carácter o de la personalidad de cada elemento por pertenecer a su propia esencia. A cambio, no hay ninguna libertad violenta que se sacrifique por la vida o la Belleza. Todo retorna a la vida más tarde o más temprano, y los gestos aguerridos en la obra barroca no son más que un destino estético buscado para encumbrar la única aspiración de una verdad muy creída: la Belleza.

Sin embargo, para cuando los hombres del siglo XIX, alarmados por la orfandad de unas sagradas ideas, antes poderosas, trataron de calmar sus miedos con la razón encontraron en la libertad de la violencia la demostración elogiosa de una estética querida. Entonces la violencia no se sujetó a nada, nada la reprimiría, y así es como la vemos en la romántica obra del pintor Delacroix. En este caso no es la representación alegórica de una teología más bien de un agnosticismo lo que el pintor expresa. Los seres, todos los seres representados, están ahora sumidos en la más salvaje emoción de violencia. La composición romántica no es conforme a ninguna revelación ni a ninguna moral. Ahora solo hay lucha ahí, una lucha sin consideración, sin matización, sin límites. Sin estética ni ética tampoco, solo un enfrentamiento salvaje con respeto a la verdad como única meta. La maldad es para el Romanticismo una justificación para expresar la violencia. Sólo hay maldad, a diferencia del Barroco, y para salvarse de ella la lucha es la expresión más veraz y poderosa que existe. Las fauces asesinas de los animales salvajes corresponden a la realidad de la vida liberada, están hiriendo de verdad, sin fingimiento, sin ternura estética grandiosa. Para el Romanticismo la Belleza no es una excusa poderosa, existe en sus obras solo por ser un efecto estético. La libertad está sujeta a la vida salvaje, violenta y tenebrosa. La verdad no puede desligarse de la belleza, la belleza no puede desligarse de la autenticidad. Para salvarse no hay más redención posible que la fuerza de la verdad auténtica. La Belleza, con el Romanticismo, cede entonces el paso a la autenticidad. No es posible la autenticidad si para ello la Belleza, como en el Barroco, triunfa poderosa. En el tiempo de una sociedad derrotista, industrializada y laica que los años siguientes llevaron a prosperar, ambos estilos -el Romanticismo y el Barroco- fueron olvidados para siempre. En un caso porque la realidad no era semejante a la belleza, en otro porque la autenticidad no llevaba a elogiar nada. Pero para cuando la libertad llevara luego a privilegiar una parte sobre otra, el mundo entraría en un enfrentamiento estético tan desgarrador y melancólico como para no poder llegar a ofrecer ya ningún sentido, ni emoción, ni belleza...

(Óleo romántico La caza del León, 1855, del pintor francés Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Estocolmo; Lienzo barroco La caza del hipopótamo y el cocodrilo, 1615, del pintor Rubens, Pinacoteca Antigua de Munich.)

27 de octubre de 2020

El Arte es el jeroglífico ingenuo con el que se expresa la esencia desengañada de un tiempo histórico.



 Cuando Gustav Klimt ideó plasmar la visión sobre el ciclo de la vida en diferentes edades, realizaría un primer boceto de su obra en el año 1908 para, tiempo después, ser llevado a un óleo durante el año 1910. Hasta presentaría la obra (ignoro cómo sería esa obra original) en la Exposición de Arte de Roma del año 1911, recibiendo una medalla de oro por su creación. Pero, por razones que se desconocen, modificaría la pintura en el bélico año de 1915. Aunque se pueda elucubrar que el pintor simbolista sólo compuso originalmente la parte derecha del cuadro, esa parte donde se representan las figuras de los diferentes estadios de un ser humano en sus distintos momentos existenciales, y que, luego, con el avasallador surgimiento de la terrible guerra del año 1914, el creador modernista, desengañado por el cruel enfrentamiento mundial, incorporase, además de su inspiración inicial, la siniestra y coloreada figura desolada de la muerte. Pero, también el fondo... Donde antes la pintura tuviese un dorado más propio de su estética, la oscurecería ahora el pintor con un gris confuso y macilento, matizando así un contraste muy necesario en su obra. Y la acabaría titulando, sin complejos, Muerte y Vida. ¿Es que es este el único ciclo a considerar, la muerte y la vida, más que aquel existencial de antes, solo por entonces señalado con la vida...? Con la experiencia del sufrimiento de la guerra mundial el pintor entendería que, en ese momento trágico de exterminio tan cruel, su propia época además realmente, esa en la que vivía sumido el pintor, el único ciclo posible a representar y considerar era este y no aquel de una vida idealizada, tan ingenua e incompleta del despiadado mundo que entonces ignorase. ¿Calmaría su desolado ánimo el cuadro modernista que acabase pintando? Tres años después de terminar esta obra, el pintor fallecía de la gripe española en febrero del año 1918, nueve meses antes de finalizar la Primera Guerra Mundial.

Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores de la antigua Confederación alemana del Rin,  una sería el idilio maravilloso para entonces con el nuevo impulso que Napoleón trajese a Europa. Pero, pronto descubrieron las terribles desolaciones y vilezas que la guerra napoleónica haría con los pueblos liberados por su fuerza . El desengaño apareció sutil en las representaciones artísticas de sus románticas obras. Como lo hiciera el pintor alemán Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). En el año 1816 decide componer una obra mitológica de la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la hija del rey Minos se escaparía de Creta junto a su amado héroe Teseo. Pero, una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en Naxos, el héroe ateniense abandonaría a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen la figura de la joven cretense está ahora, simbólicamente, más desengañada que asolada en su instante trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos alemanes, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaron en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y las alegrías del destino humano. Porque, como en el caso de Ariadna, el mundo nos obligará a querer y desear antes todo lo que, de un modo sorprendente, acabará luego por desengañarnos... En la obra romántica está oculta bajo la pátina mítica de lo ingenuo la verdadera intención estética del pintor alemán. Porque entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría reflejado con la sutil metáfora artística de un laberinto desvelado.

La mejor forma de poder entender el Arte es hacerlo como si se tratara de un laberinto desvelado, sobre todo cuando es creado con el magisterio de lo ingenuo más inspirado. Es la creación artística como un jeroglífico ingenuo, y lo es precisamente por ser el Arte una forma comunicativa donde la ocultación es una intención sublime más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla, ni de determinarla, con ninguna explicación ajena a su sentido ingenuo más oculto... Puede tener miles, cientos de miles, de sentidos y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que plasmen en un lienzo siempre irá más allá de lo que representen con unos rasgos seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre expresarán más sentido artístico profundo aquellas que compongan las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación. Una desesperación tan desgarrada que pueda, además, traspasar las fronteras del momento inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico más universal. Es esta la época vital que, culminada bajo la dura sensación de un instante malogrado, determine luego la forma en la que el mundo fuera entendido por mentes creadoras que tuvieron su trayectoria ofuscada ya por un destino desolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando el pintor fuese a visitar a un amigo a Dresde, el también pintor Caspar David Friedrich, encontraría, en el oscuro camino que va a Dresde desde Loschwitz, la muerte, asesinado por un ladrón tan despiadado como lo fuera aquella representada ingenua esperanza tan desengañada de su obra.


(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)


25 de octubre de 2020

¿Es universalmente útil que el alma no desaparezca?


 

Esa es una pregunta metafísica fundamental. No sabemos verdaderamente si permanece o no algo en el universo después de morir. Solo lo creeremos o no lo creeremos... Por otro lado, tampoco sabemos si es conforme al universo que algo permanezca o desaparezca. Porque sólo lo universalmente útil es preciso que continúe para poder mantener un cosmos organizadamente necesario. ¿Es verdad o no la existencia entonces de una parte inmortal en el universo? Porque algo así es verdadero si es útil universalmente, ya que no hay nada que siendo útil de ese modo no sea verdad. Así que, entonces, lo que queda es saber si algo es o no es útil universalmente, concretamente el alma, su realidad trascendente o no. Para sostener que es útil universalmente o no el alma, y sin caer en lo absurdo, habría antes que separar lo degradado material de un ser inteligente de algo impreciso que no lo es, de algo que no es biológico. Porque lo que deja de ser o de existir en un conjunto organizado físicamente, lo que desaparece por eliminación material de sus partes integradoras, no puede permanecer igual que antes nunca, desaparece para siempre. Pero, ¿y lo que no tiene conjunto ni pertenece a ninguno, lo que no deja de ser porque no se degrada con la desaparición de lo material, de lo exclusivamente físico? Supongamos por un momento que algo impreciso, pero que contiene alguna información trascendente, no desaparece. Veremos después si es útil, o no lo es, que no desaparezca ese algo impreciso individual. Porque universalmente útil es todo aquello que facilita el equilibrio sostenible del cosmos en su totalidad. Si admitimos que algo indefinido y poderoso permanece virtualmente luego de que el cuerpo se deteriore, tendremos que preguntarnos además si es valioso para el universo que esa parte inconsistente materialmente permanezca sin desfallecer. Si lo es, si es verdaderamente útil para el proceso cósmico universal, entonces no hay duda de que su ser es real, de que ese algo existe. Un pensador del siglo XIX dejaría escrito para siempre: No creo que sea posible sostener una cosa universalmente útil que no sea verdad.   Y, si lo pensamos bien, todo lo que es útil, valioso, apropiado o provechoso para el universo es verdadero, necesariamente. Hay dos preguntas entonces, la de si algo no material permanece luego de que el individuo deje de existir como realidad física o biológica; y si ese algo que permanece es útil o no lo es universalmente. Pero esto último no es una pregunta realmente, es una conclusión de la primera cuestión. Porque si permanece es por que es útil. La mejor pregunta no es si permanece algo después de desaparecer la vida material, ya que esto es más difícil de responder. La cuestión es si es valioso o no lo es para el sentido universal del cosmos que algo individual, aunque sea impreciso, permanezca sin desaparecer. 

Ahora debemos llegar a la disquisición de qué se entiende por universalmente útil. ¿Para quién es más útil que algo impreciso siga existiendo en el ámbito universal, para el individuo o para el cosmos? Si es útil solo para el individuo no es algo de utilidad universal, es una utilidad individual, egoísta, lo que sucede a veces en la vida terrenal física. Para comprender esto mejor entremos en la definición de universal. ¿Qué es lo universal? La definición de este vocablo es una contracción de dos términos diferentes, lo uno y lo vario. Es decir, se puede entender universal como lo que sostiene a lo individual entre lo variado. Por tanto, lo que parece que es universal precisará siempre de ambos conceptos. No hay universo si no hay unidad y variedad a la vez. La unidad puede entenderse aquí como globalidad única, como lo contrario a cualquier individualidad personal. El todo general, en una palabra. Lo vario, la variedad, sería ahora la multiplicidad de seres individuales que se relacionan con ese núcleo principal. Para el universo, por consiguiente, la realidad es dual: hay un núcleo único que equilibra el desmán de la variedad que lo orbita. Pero, también se podría entender el universo como la relación entre la individualidad de lo uno, del individuo, con la variedad de lo vario, es decir, con la multiplicidad congregada. Se entiende así, en cualquier caso, que el universo es imposible sin la participación de lo individual con lo general. Lo general es evidente, es el todo de lo que hay en el cosmos. ¿Pero, y lo individual? Si lo individual deja de existir, ¿cómo se sigue manteniendo en el universo esa relación tan necesaria para su existencia? La cuestión ahora es definir lo individual. Lo individual es lo que es indivisible. No se puede dividir un ser definido con sentido existente propio. Se puede dividir un continente o un océano, pero no se puede dividir un ser humano. Sin embargo, se divide. Es ese proceso que sucede en la degradación física o material de un organismo cuando se deteriora con la muerte. Pero, entonces, si debe seguir existiendo esa verdad de lo útil universal, tiene que haber algo que justifique esa individualidad necesariamente, porque no hay universo tampoco sin individualidad. Esa es la parte indefinida e inmaterial que llamaremos aquí alma, a falta de otro término mejor, para poder mantener  siempre esa individualidad cósmica tan precisa. 

En el mundo conocido y representado claramente por los sentidos, el ser vivo es integrado en un proceso existencial que conocemos desde el nacimiento hasta la muerte. El Arte lo ha mostrado en numerosas obras, pero aquí he relacionado dos obras barrocas que expresan, simbólicamente, el inicio y el fin de la vida de un ser individual, concretamente el de un personaje bíblico conocido, Juan el bautista. Este hebreo del siglo I nació, murió y desarrolló su individualidad en el espacio material de una existencia física determinada, su vida en Palestina durante la época de Jesús. La obra de Artemisia Gestileschi nos muestra el nacimiento de Juan entre los rasgos estéticos de la sorpresa y de la estupefacción. Porque no tenía mucho sentido que pudiera nacer ese ser ante las edades tan infértiles de sus progenitores. Aun así lo hizo, prosperó. La atmósfera de la obra barroca es sombría y luminosa a la vez. Una vida individual florece ahora ante las incertidumbres de una realidad física tan imprecisa. El escenario pictórico está lleno aquí de seres que le cuidan, le admiran y le piensan incluso. Una puerta a la derecha de la obra nos descubre la luz de un universo despierto y vinculante, un camino abierto ahora aquí, desplegado y trazado para poder algo impreciso venir de lo lejos... En la siguiente obra, del pintor italiano Massimo Stanzione, Degollación de san Juan Bautista, veremos la desaparición física de ese mismo ser individual de antes. En este lienzo todo es más oscuro, aunque también está lleno de gentes, pero ahora no de seres que le cuidan ni le admiran ni le piensan como antes. Hay una abertura aquí también al fondo, solo que ésta no está ahora tan abierta como antes. Es un estremecimiento ahora tanto para el ser individual que desaparece como para el propio universo, puesto que no hay una salida aquí para su individualidad material o física.  Porque todo su ser físico, con su muerte, acabará finalmente. Sin embargo, el ser virtual, el ser impreciso, su información trascendente, como tal ente individual desde antes de alumbrar su vida, sin saberlo, ya no estará en su sustancia material y sensible. Y ahora, por lo tanto, ¿cómo mantener esa necesaria dualidad universal tan precisa para el cosmos? Entre las rejas cuadrangulares de la ventana siniestra del fondo de la obra, el símbolo de la permanencia individual del ser en el universo escapará decidido... ¿Es así como no desaparecerá esa individualidad tan necesaria que mantendría aquel sentido cósmico tan universal? 

(Óleo Nacimiento de san Juan Bautista, 1635, de la pintora barroca Artemisia Gentileschi, Museo del Prado; Lienzo barroco Degollación de san Juan Bautista, 1635, del pintor Massimo Stanzione, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

20 de octubre de 2020

La negación participa más de la esencia del Arte que la afirmación rudimentaria.


Cuando el ser humano descubrió la negación empezó a utilizar un rasgo muy propio de lo humano o inteligente de su especie. Así el Arte, reflejo sublime de la humanidad simbólica, alcanzaría su mejor representación estética cuanto mejor llegase a plasmar en sus obras esa sensación abstracta de preclara actitud negativa. El Arte, como lenguaje simbólico, crea una manifestación del mundo que incide en su grandeza, en su belleza o en su mensaje inspirado. Pero el ser humano empezó ya antes con su lenguaje hablado, escrito o dibujado a componer sentidos diferentes al propio natural del mundo de las cosas. Y comenzó a negar, algo ésto inexistente en la naturaleza. Porque todo en el mundo natural es afirmación: las cosas son o no son, y ambas determinan una afirmación, aunque sea una negativa gramatical a veces su sentido. Cuando decimos, por ejemplo: hoy no ha llovido, no es una negación sino una afirmación negativa. Pero la negación entendida ahora con un sentido diferente, como una actitud y no como un opuesto a lo afirmado, empezó a ser una realidad cuando el ser humano alcanzó a crear mundos imaginados o sistemas simbólicos que le permitieron crear ficciones posibles, existencias virtuales o pensamientos divergentes. A través de ese mundo simbólico creado el ser humano podía adoptar además una visión ajena a sí mismo y llegar incluso a comprenderla. Por eso surgieron los sistemas filosóficos y las religiones, para poder comenzar a negar la evidencia. Fue negación cuando el primer hombre llenó de víveres o recuerdos materiales las tumbas de sus fallecidos. Fue negación cuando se rebeló ante la tiranía o ante la injusticia más inhumana. Fue negación también cuando compuso sus primeros versos primigenios: negaba así el dolor o la inanidad de sentirse ajeno a la vida. 

Negar fue un cambio en el proceso creativo del hombre, pues con ello se enfrentaba al mundo lastimoso de lo afirmativo. La repulsa llegaría a sofisticarse incluso con el modo abstracto en el que el mensaje se transmitiría. Para el Arte fue a veces algo físico, por ejemplo cuando con la perspectiva renacentista negaba el pintor su imposibilidad de poder representar la vida real. Pero también espiritual, con esa otra forma no física de poder representar las cosas emotivas o incomprensibles. Para el creador del Arte la sutilidad de la representación negativa fue un sentido eficaz para llegar a distinguir, por ejemplo, al artesano o grabador del genio pictórico más sublime. Ahora se podía expresar algo más que una simple representación física de las cosas del mundo. Y empezó el Arte a perfilar un sentido intelectual o metafísico que le llevaría a ser una de las pocas manifestaciones artísticas más sutiles de la historia. Es junto a la poesía el modo de negar que el ser humano pudo realizar sin caer demasiado en la idolatría. Porque la negación es también una virtualidad de lo ideológico. Negamos cuando empezamos a creer en algo. Por eso el Arte, que es una forma con la que el ser humano expresa  sentimientos, consiguió su más elogioso sentido cuanto más alcanzara a representar la negación en sus obras. La negación como actitud digna ante las trastornadoras fuerzas de la naturaleza o del poder infame de la afirmación. Porque cuando a Sócrates le condenan a morir los jueces de Atenas, lo que le llevó a la muerte fue precisamente la terrible afirmación de una injusticia. El pintor neoclásico francés Jacques Philippe Joseph de Saint-Quentin compuso su obra  La muerte de Sócrates con el gesto preciso de su negación. Pero, ¿qué negaba el filósofo por entonces? No negaba sus acusaciones, no negaba su sentencia, no negaba sus principios, lo que negaba era la posible traición a sí mismo. Cuando le sentenciaron a muerte, los jueces atenienses le ofrecieron a cambio el exilio, pero el filósofo griego no aceptó esa salida, la negó, ya que suponía reconocer así su delito. 

En la atribulada historia, tan desconocida, de la gesta colonizadora de América muchos héroes sucumbieron ante la fuerza incongruente de un destino inconcebible. Para el Arte nunca es fácil expresar la negación en las representaciones históricas tan reconocidas. ¿Cómo llegar a conseguir expresar ser fiel a lo histórico y a la negación? Porque no hay negación cuando todo es aceptado, es unánime o es universalmente reconocido. La negación es una rebeldía, la negación es un artificio creado para poder romper la inercia de la vida, para, con ella, alcanzar también a responder a un enigma existencial muy poderoso. Las víctimas caen siempre de ambos lados, pero sólo la representación más sublime consigue llegar a significar la intención más perfecta de la verdadera negación. Para cuando los españoles al mando de Francisco Pizarro obtuvieron la victoria ante el decadente imperio Inca, las maravillosas fragancias de sus tesoros ilusorios y reales cegaron a algunos conquistadores ante el poder engrandecido del gran héroe. La ambición, la codicia y la deslealtad llevaron entonces a la ignominia y al crimen más detestable: el de los propios compañeros de armas. Para cuando la encerrona fue inevitable, el cuerpo acribillado con heridas blancas quedaría inerme en el frío suelo de la estancia. Nadie se atrevió del todo a terminar el crimen, y Pizarro se aferró entonces a sus manos invencibles para poder así, in extremis, tratar de salvar su inútil agonía. De este modo fue como el pintor español Manuel Ramírez Ibáñez compuso su lienzo La muerte de Francisco Pizarro, con la negación dolorosa ante la infamia o ante la defenestración perversa de la felonía. Todo lo que no había podido conseguir el enemigo en la batalla, en el asalto o en la lucha cruenta ante otras armas. El pintor reproduce en su obra el momento flagrante que no es, sin embargo, paradigma alguno de heroicidad o de grandeza elogiosa. Todo lo contrario, de vergüenza incluso. Por eso aquí el Arte alcanza la verdadera consideración estética de lo que la actitud creativa debiera tener para serlo: la negación, ahora aquí tan subjetiva como histórica. Porque aquí solo la escena tenebrosa reivindica ahora una negación elogiosa, una tan artística también que el propio personaje no podrá conseguir al menos sin belleza...

(Óleo neoclásico La muerte de Sócrates, 1762, del pintor francés Jacques Philippe de Saint-Quentin, Escuela Nacional de Arte, París; Lienzo La muerte de Francisco Pizarro, 1877, del pintor español Manuel Ramírez Ibáñez, Museo del Prado, Madrid.)

15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)

8 de octubre de 2020

Todo cambiaría en el mundo desde entonces: dos visiones distintas pintadas en la misma época y en el mismo estilo.




Con una diferencia de apenas cinco años, el Arte tendría la ocasión de expresar dos visiones muy distintas del mundo a través de un mismo estilo y de una misma composición. El Neoclasicismo estaba por entonces, finales del siglo XVIII, en pleno auge artístico y dos de sus grandes creadores en plena cumbre de su carrera. Uno, Goya, en la sosegada corte española, otro, el taller de Jacques Louis David, en la agitada revolución francesa. Pero ambos con la misma fruición por componer escenas donde transmitir, desde el Arte clásico, la metáfora subjetiva que el Arte permita a sus genios elegidos. Aunque la obra Retrato de un hombre con sus hijos (también conocida como El diputado de la Convención Michel Gérard y su familia) no está del todo definida como del propio David sino más bien de su taller, la obra neoclásica del año 1793 refleja la visión absolutamente revolucionaria de una familia burguesa. Es el Neoclasicismo más cercano y fiel a la realidad que se hubiera hecho nunca antes. El diputado electo por la ciudad bretaña de Rennes, Michel Gérard, era un personaje muy popular entonces por su origen rural, aunque acomodado, y por haber sido el primer y único diputado campesino de aquella Convención republicana. El pintor francés compuso una disposición familiar acorde al típico retrato familiar que el Arte clásico había llevado a inmortalizar en otras ocasiones primorosas. Mantuvo la elegancia y la armonía, pero incluyó la austeridad, la sencillez y el desenfado más cercano. Era todo un alarde socio-artístico que los pintores revolucionarios llevaron a cabo en plena euforia transformadora de la sociedad. El Neoclasicismo sería utilizado entonces para hacer algo que el Neoclasicismo nunca había hecho antes... ni después. Los héroes, los grandes, los dioses, las gestas universales, los hechos históricos relevantes, habían sido y serían los elementos que llevarían al Neoclasicismo a triunfar en su gloriosa culminación artística. Pero, ahora, en el momento donde el mundo cambiaría ya para siempre, el mismo estilo artístico que llevara a glosar las hazañas grecolatinas más encumbradoras era utilizado, sin embargo, para elogiar la figura de un desconocido hombre normal y su familia. 

Cinco años antes, el genial Goya compuso su obra Los duques de Osuna y sus hijos. Cuando en el año 1788 Goya pintara su obra neoclásica, el mundo todavía miraba la vida con ojos grandilocuentes y un afán por querer mostrar siempre la atenuada sensación más arcádica que de un mundo se pudiera ofrecer. El Arte reflejaría así el equilibrio de los efectos visuales de ese mundo imaginario, un mundo que sólo algunos seres podrían representar con sus vidas tan alejadas de la realidad. Porque el Arte clásico es imaginación llevada al éxtasis creativo más elaborado de una idea grandiosa. Por eso el Neoclasicismo, émulo paradigmático de esa forma de crear, conseguiría realizar las más brillantes obras al amparo de la subjetividad emotiva de un mundo idealizado. Para el Arte, para el sentido elusivo del Arte, esas representaciones no realistas eran la forma en que el mundo admiraba otra realidad muy distinta. El Arte entonces era la Arcadia poderosa que albergaba un paraíso imposible de conseguir en este mundo. Los pintores neoclásicos obviaron la realidad y glosaron la ilusión de un magisterio existencial que hacía de la vida una dialéctica entre la admiración y los seres admirados. Los seres admirados de ese Arte, los que lo admiraban asombrados, eran los que, desde lejos, creían que el Arte había sido inventado para valorar una forma de equilibrio universal que hacía a la vida una representación platónica sólo alcanzable por la mente. En un lado las Ideas, la admiración sublime, en el otro el mundo terrenal, vil, inarmónico, vulgar y, a veces, maloliente. Con la representación artística elogiosa el mundo resituaba sus valores claramente. En una sociedad tendente cada vez más por entonces a la laicidad, cuando no al ateísmo, era necesario destacar valores que pudieran seguir encarnando la grandeza, la heroicidad de lo formal, de lo más insigne, de lo inalcanzable o de lo mágico. En la obra de Goya, el pintor español consiguió todo eso con genialidad artística además. La fascinación de la atmósfera etérea de la obra neoclásica de Goya es una característica extraordinaria, especialmente destacada de la misma. No parecen seres humanos sino dioses... Son dioses griegos modernizados o vestidos a la alta moda de entonces para ser glosados, ahora, ante la visión puramente terrenal de un anhelo tan necesitado de equilibrio, de sosiego, de virtudes ajenas o de deseadas ensoñaciones vigorosas.

Pero, sin embargo, ambas obras neoclásicas tienen más en común de lo que, aparentemente, parece a primera vista. Primero porque son el reflejo de lo mismo. Si cinco años antes Goya pintaba ese alarde metafísico, cinco años después el taller de David componía una hazaña semejante en su intención. Eran lo mismo, pretendían lo mismo sin quererlo... Ahora los dioses se habían transformado en hombres normales y habían alcanzado a mirar lo mismo con sus ojos representados, aunque ahora de otra forma muy distinta a la de antes. En la obra francesa todos miran ahora al espectador del cuadro menos dos. En la obra española sucederá lo mismo, solo que con uno. Pero, sobre todo, son las miradas, absolutamente diferentes en ambos casos. En una obra son humanas, en la otra parecen de dioses; en una obra son cercanas, en la otra siguen siendo tan alejadas como la imagen idealizada que representan. El Arte había cambiado su misión grandiosa e idealizada pero no había cambiado aún el estilo, que seguía siendo el mismo de antes. Entonces, ¿qué había en lo artístico cambiado realmente? Se había adelantado la obra francesa, como la revolución lo hiciera claramente en el mundo, casi medio siglo en las formas y en las maneras de expresar emoción y semblanzas humanas en el Arte. Un realismo adelantado se transformaría ahora en un clasicismo desubicado... Fue un verso muy suelto en la maraña artística neoclásica de la historia la obra francesa revolucionaria. Pronto los grandes hechos históricos y las grandes figuras neoclásicas serían llevados de nuevo a los geniales lienzos artísticos de los creadores franceses. La visión evolucionada del mundo nuevo había sido reflejada en el Arte en un intento por transformar una estética clásica en otra distinta. Sólo consiguió constatar una realidad social trascendental en el mundo, pero no consiguió, todavía, sustituir la idea artística universal de plasmar una admiración glosada en un cuadro artístico. ¿Es que el Arte habría empezado a dejar de ser una forma de admiración heroica para ser ahora una forma de identificación subjetiva? El tiempo lo diría. Luego del Romanticismo, el mundo artístico acabaría siendo un reflejo de la realidad más que un púlpito glorioso de lo admirable. Con ello, con la identificación de la vida real y de las emociones humanas más cercanas y visibles, el hecho artístico acabaría dejando de ser un anhelo poderoso de lo sublime para transformarse en un remedo soterrado de la vulgaridad. Para cuando el ser humano comprendiese que las admiraciones grandiosas de la vida habían dejado de ser un motivo para justificar un anhelo irrealizable, el mundo empezaría a buscar un sustitutivo en los lúdicos y desaprensivos medios de la psicodelia social más devastadora. Entonces ya nada sería admirado de veras, o lo sería por tan poco tiempo, que las cosas comenzarían a ser valoradas no por lo que eran sino por lo efímero que su valor material pudiera suponer para un sueño.

(Óleo sobre lienzo sin forrar, Los duques de Osuna y sus hijos, 1788, del pintor español Goya, Museo del Prado, Madrid; Lienzo neoclásico Retrato de un hombre con sus hijos, 1793, del taller del pintor francés Jacques Louis David, Museo de Tessé, Le Mans, Francia.)
 

2 de octubre de 2020

La conciencia no es más que un relámpago brillante entre dos eternidades de tinieblas.

 


El Greco pintó a María Magdalena no solo una vez sino varias. Fue para el pintor cretense una inspiración estética compulsiva. Pero solo en una de ellas compuso una imagen genial por su belleza, por su simpleza y por su creativa inspiración mística. Es la extasiada figura que compone el pintor y refleja, simbólicamente, la representación paradigmática más universal de la existencia humana. ¿Quién mejor que una santa pecadora para componer un ser tan desesperadamente inconsistente de certezas? Está ahora ella situada entre dos espacios que expresan la incertidumbre humana más trascendente o misteriosa. A la derecha de Magdalena (nuestra izquierda en el cuadro) sitúa el pintor un cielo tenebroso de nubes oscurecidas, con rasgos de una vaga luminosidad silenciosa. A su izquierda destaca el pintor la calavera de la muerte, con un fondo terrenal aún más oscurecido todavía. El cielo impenetrable por un lado y la tierra maldecida por otro. ¿Es que la existencia no es más que un instante poderoso y relampagueante entre dos eternidades de tinieblas? La audacia y brillantez de El Greco se transforma en un misterioso universo de incertidumbres. La única certeza visible son las manos entrelazadas de Magdalena, lo demás es desolación espiritual, encubierta ahora por la piadosa inclinación de un rostro que, sin embargo, no describe ninguna piedad compulsiva. Sus rasgos tienen la virtualidad de un temor humano, de un miedo indescifrable, impreciso o sin sentido. Miran sus ojos hacia un lugar tan lejos como la mera sensación de seguridad que no halla en sí misma. Su figura está dirigida ahora hacia la tierra oscurecida de la muerte, sus manos hacia la tierra, su mirada hacia las nubes. ¿Dónde está la verdad, finalmente, para una existencia postrada y sin certezas? 

Con esa forma de procesar instantes estéticos El Greco resume una sensación difícil de desterrar del alma humana: que la incertidumbre siempre está un minuto antes que la vaga ensoñación de una verdad misteriosa. Y ese tiempo es suficiente para producir una inquietud trascendental. Y esto, si acaso, expresa ahora una esperanza, no una certeza. El pintor toledano lo sabía y buscaría en la estética de su Arte innovador poder ocultarlo. No lo hace con desgarro ni con fiera irreverencia. Sus colores, sus formas, sus contrastes sutiles, hacen que  no veamos más que el éxtasis místico de una frágil persona. Por eso Magdalena es tan acorde con la intención del pintor de crear una imagen de humanidad vulnerable. Hay una dualidad que El Greco utiliza siempre en sus obras de Arte. ¿Quién mejor que María Magdalena para representarla? Esa dualidad propia de ella, esa doble cara de debilidad humana y de salvación espiritual, de caída y de redimida, hace de su figura un poderoso talismán para el pintor manierista. Esa dualidad la prolonga el pintor hacia un sentido universal misterioso, un lugar donde la conciencia está pugnando por dilucidar alguna luz, aunque sea limitada, parecida a un relámpago, como la propia existencia humana. Existencia frágil y situada ahora entre dos realidades del mundo, como lo son las representaciones evidentes del origen y el final de todo. Estas evidencias las compone el pintor en su obra en un contraste estético destacado donde suavizará la figura frágil y encantadora de la santa misteriosa. Si obviamos su figura, si quitamos la imagen de ella del cuadro, ¿qué nos queda? Sólo la oscuridad, apenas iluminada, y la muerte. 

Es la grandeza de la existencia lo que el pintor celebra en su obra. Es la existencia humana lo único que puede exorcizar el misterio de la dualidad incierta del sentido universal del mundo. A ella se aferra la figura femenina al unir sus manos en un gesto de serenidad más que de piedad o éxtasis. En su obra lo que más desea expresar el pintor misterioso es que la vida humana es lo único verdadero ante el desatino de lo incierto del mundo. Para expresarlo mejor no hace corresponder la parte inferior de su figura con la superior de su rostro. En su rostro hay temor y duda, en sus manos seguridad y ternura. En su rostro hay deseo de saber, en sus manos certeza impasible.  A esos gestos manieristas el pintor recurre para describir lo que no se puede traducir claramente.  Consigue el pintor de las sombras hacer brillar una luz misteriosa entre los entresijos de una incertidumbre tenebrosa. Una luz que no está en la claridad de la eternidad celeste, sino entre las manos firmes de la figura desolada y ausente de certezas. Ese relámpago de existencia humana es lo único que el pintor hace brillar con su oscuro cuadro... sin certezas. No hay más certidumbre que la que el ser mismo pueda elaborar con su existencia, aunque ésta no sea más que una pequeña luz tenebrosa, tan espiritual, entre dos eternidades de tinieblas.

(Óleo María Magdalena, 1585, del pintor El Greco, Museo de Arte Nelson-Atkins, Misuri, EE.UU.)

28 de septiembre de 2020

La formas, el color y la belleza en la percepción del Arte fueron entendidas de dos maneras distintas.



 El Arte tiene dos expresiones generales para ser percibido. Y esas dos formas expresivas fueron representadas de modo muy claro en dos estilos artísticos diferentes: el Barroco y el Clasicismo. En el Barroco la percepción del Arte es más racional; en el Clasicismo es más intuitiva. En el Barroco hay más pasión y comprensión emotiva, pero, sin embargo, el Arte, el propio sentido artístico, hay que procesarlo más para poder ser entendido. Entendido el Arte mismo, no lo que se expresa...  En el Clasicismo hay más equilibrio y expresión tonal, el Arte no hay que procesarlo tanto para llegar a ser comprendido. Cuando en el Clasicismo vemos una obra maestra, admiraremos el Arte sin necesidad de saber nada de Arte incluso. En el Barroco sucede al contrario, hay que saber más Arte para llegar a valorarlo en todas sus facetas, artísticas o no. Por eso las obras de los grandes maestros del Barroco no son popularmente muy admiradas, con respecto a las grandes obras maestras del Clasicismo o el Renacimiento. Comparemos estas dos obras de Arte de la misma representación estética: El rapto de Oritía por Bóreas. Rubens compone una grandiosa estructura de formas que expresan, genialmente, lo que el mito supone en su representación. En su obra barroca, el gran pintor flamenco expresa un momento muy explosivo de abducción artística. Toda la composición está conformada por la figura voluptuosa de Oritía y la figura impetuosa de Bóreas. No hay equilibrio estético, pero sí lo hay artístico...  Sin embargo, el equilibrio estético sí existe en la otra obra, la neoclásica del pintor francés François-André Vincent. Lo estético es la percepción de la Belleza; lo artístico, en este caso, es la grandiosidad de la misma. Cuando vemos la obra del pintor neoclásico no necesitaremos comprender nada de Arte, ni siquiera saber demasiado ni poco del mito antiguo. Pero para valorar completamente una obra Barroca, a cambio, deberemos conocer las virtudes artístico-expresivas de la Pintura así como la representación mítica de la obra artística. 

El Barroco es la mejor muestra del Arte para aprender Arte...  Lo que Rubens hace es producir belleza en nosotros desde la razón, no desde el entendimiento. La razón exige una meditación razonada de lo que vemos o percibimos. El entendimiento, a cambio, sólo precisa percibir, ya que la belleza es directamente asimilada por la visión intuitiva de los equilibrios estéticos. Es por lo que la obra clasicista nos llegará antes en cuanto a belleza percibida. No hace falta saber Arte alguno. En la obra de Rubens la belleza está disfrazada de genialidad; está además en la virtuosidad de componer unas formas tan poco estilizadas, o tan poco perfiladas, para tratar de producir belleza.   La belleza en Rubens (como en Rembrandt) se encuentra en la dificultad de componer unas formas tan imposibles de componer sin dominio del Arte y sin grandeza. Como en el escorzo, como en la dimensión forzada de las sinuosas curvas o de la torsión calculada de la Naturaleza, todas cosas que, en principio, no producen ninguna belleza...  Hay que verla desde lejos la belleza del Barroco.  En la obra Neoclásica da igual desde donde veamos la belleza, existe en cualquier percepción que imaginemos. El primer plano desbordante, por ejemplo, es una característica de Rubens. Con esa manera de presentar las formas tan desmesurada el pintor barroco demuestra su genialidad, su capacidad de elaborar Arte sin reparar demasiado en la belleza...  Sin embargo, en el Clasicismo del pintor francés la perspectiva es un rasgo necesario para acrecentar la belleza, algo que, de por sí, ya dispone la percepción tan comprensible de la obra clásica.  El fondo es otra característica distintiva de ambas tendencias artísticas. El Barroco no precisa destacar fondo alguno en sus obras. El Clasicismo lo requiere siempre. La belleza llegará aún mejor en su percepción estética cuando es contrastada por el fondo de una obra. Por esto es la belleza clasicista percibida por el entendimiento con una claridad y una comprensión universal extraordinarias. 

Sin embargo, el Barroco es Arte no solo percepción estética de belleza. La diferencia es esencial para conocer esta tendencia y llegar a comprender la importancia del Barroco. Si se desea saber verdaderamente Arte hay que valorar y percibir una obra barroca en toda su extensión artística. Si se desea disfrutar únicamente con la Belleza solo es preciso, a cambio, visionar una obra de Arte clásica. Ambas cosas son Arte, pero, en una, no ejerceremos la capacidad racional de distinguir una forma estética de algo mucho más profundo.  Este algo más profundo es la sinfonía de las formas, la manera en que éstas, las formas, son llevadas por un concierto estético genial a componer, desde sus aparentes disonancias geométricas, una grandiosa representación artística. En el Clasicismo no hay disonancias geométricas, todo está equilibradamente realizado según el orden sagrado de las cosas. Un orden que no precisa de razonamiento porque es entendido ya, porque es intuido así desde las formas preconcebidas de una percepción universal inconsciente. Para ver a Rubens, sin embargo, hay que obviar el orden, la percepción universal inconsciente. Hay que mirar detenidamente una obra de Rubens para poder descubrir todas las virtudes estéticas que encierra su creación artística. Es un ejercicio de introspección artística, de analizar con sosiego las diferentes partes que, luego, distanciándose un poco, consigan llegar a magnificar la racionalización que sus formas muestren en una visión completa de la obra. En el Clasicismo bastará con la visión global de su representación estética. No es necesario analizar, no es necesario alejarse, como tampoco lo contrario. La armonía clásica permite admirar, desde cualquier parte, la comprensión estética de una obra neoclásica. Sólo es preciso conjugar equilibrio con belleza. Por esto en el Clasicismo los colores serán más necesarios que en el Barroco... El color es una parte perceptiva fundamental de la belleza. No el claroscuro, que es la ausencia del color, algo más utilizado en el Barroco. En el Barroco no es lo más importante el color sino la forma. El contraste en el Barroco es compuesto desde las formas más que desde el color. En el Clasicismo es al contrario. Y luego está la emoción... En el Barroco la emoción se evita o se sobreentiende; en el Clasicismo se expresa solo por la belleza, es la emoción del receptor de la propia belleza. La emoción como tal no fue una cosa necesaria o manifiesta en el Arte hasta la llegada del Romanticismo. Para el Barroco, como para el Clasicismo, lo importante era el Arte en sí mismo, o como forma o como belleza. En un caso eran las formas las que componían la Belleza; en el otro era la propia Belleza la que componía las formas. ¿Qué es lo más importante para el Arte? Las formas. Por eso el Barroco acabaría componiendo las más grandiosas obras maestras del Arte universal. ¿Qué es lo más importante para la emoción estética? La Belleza. Por eso el Clasicismo compuso las más estéticas y emotivas obras maestras de la historia occidental.

(Óleo El rapto de Oritía, 1783, del pintor neoclásico François-André Vincent, Museo del Louvre; Lienzo barroco de Rubens, El rapto de Oritía por Bóreas, 1620, Academia de Bellas Artes de Viena.)

21 de septiembre de 2020

Radiografía estética del inconsciente o el sentido más profundo y misterioso de la belleza.



 Para comprobar que la belleza no está en el objeto sino en el sujeto receptor, esta obra nos ayuda un poco a demostrarlo. Creada en el año 1946 por el pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, expresa de algún modo el sentido estético subjetivo de cualquier representación artística. Obviemos la figura de la diosa Ceres (Deméter en Grecia), ¿no pasaría la composición por ser una obra postimpresionista demasiado avanzada, rayando parte incluso en un expresionismo desgarrador?  Era el momento donde el Arte expresionista conseguía ser una estética socorrida para componer cualquier Arte sin desfallecer por entonces.  El Arte clásico no podía ser ya utilizado sin caer en un tradicionalismo estético, por entonces muy desubicado. El pintor español, director además del Museo del Prado, quiso demostrar que él, que había sido un maestro en la Pintura Académica, podía componer una obra con ciertos rasgos modernistas. Sin embargo, no dejaría que la belleza clásica no fuese representada. Con esta obra realizó una muestra donde reflejó la visión inconsciente de todo lo que podía ser entendido como Arte. Porque no está la belleza en la naturaleza ni en nada real que sea creado con sentido estético por el hombre, está realmente en la capacidad humana de imaginar. La imaginación no es un efecto de creación original, es decir, no inventa realmente nada, aunque hablemos a veces de un mundo imaginario para expresar uno no existente. La imaginación se nutre de la vida real. Imaginamos con la memoria el recuerdo de aquello que hemos visto, vivido o sentido antes del mundo. También de lo que muchas mentes antes que nosotros, lo que es el inconsciente colectivo, han vivido o sentido con fuerza evolutiva. La representación del mundo no está en el mundo sino en nosotros. Lo que sucede es que sólo podemos representar con sentido lo que existe en el mundo. ¿Sólo lo que existe? Sí, porque lo que no existe y es representado no es más que una deformación de aquello que existe. La deformación es una parte diferente de lo que existe. No siempre necesitamos expresarnos con la realidad creada por la experiencia, como no solo podemos amar por la única experiencia de lo vivido... 

¿Por qué el Arte abstracto no ha conseguido desbancar del olimpo artístico al Arte figurativo? A pesar de sus reproducciones y de su proliferación, el Arte abstracto no es más que un marginal modo de representar Arte. La imaginación vuelve siempre a la definición de las cosas amadas o sentidas por el hombre. Y las cosas amadas y sentidas por el hombre son la propia vida conocida. Podemos tener una decoración expresiva de colores extraviados, podemos relacionar formas y colores sin el menor sentido armónico, pero no podemos dejar de reconocer nuestra vida de la manera en que es representada en el mundo. Aunque sea solo una parte de la totalidad estética del mundo. Esa fue la grandeza estética que el pintor Álvarez de Sotomayor consiguió al crear esta obra de Arte. Apeló a nuestra conciencia no desde la fuerza de lo inventado o recreado para admirar una belleza, sino que convirtió esa belleza en una parte artística por la fuerza inconsciente de nuestra naturaleza. La combinación originaria de esta obra (una conjunción de trazos abstractos y belleza clásica), donde lo definido y lo indefinido alcanzará una excelencia estética (lo que es el expresionismo), deja en la mente del sujeto receptor la sensación de que el Arte no es más que la representación inspirada de un inconsciente a veces deformado. Sin formas. Para que acabe teniendo formas debe ser transformado por el sujeto en una expresión real del todo existente. No podemos dejar de ser representados con las formas reales de nuestro consciente porque, de lo contrario, el sentido de la vida pasaría por el deterioro relacional de lo que es entendido por belleza en el mundo. Este es el sentido de la vida o, lo que es lo mismo, la propia naturaleza humana más íntima. Es decir, la prefiguración observada en el ser humano en el desarrollo de su crecimiento completo como una entidad vital real. Y no hay realidad más completa que aquella conseguida en los inicios de la maduración de la vida, cuando la belleza es más objetiva.

El sentido más poderoso de la vida es cuando el ser alcanza su forma individual más desarrollada para así poder crear a su vez vida. Esta aptitud de creación es semejante a la que el ser humano lleva a cabo en el proceso artístico creativo. Precisamente, es en ese periodo humano cuando la belleza alcanza su máximo esplendor estético. Y ésta, la belleza, es lo que hace falta para que el sujeto perceptor de Arte reproduzca una emoción sentida en su más profunda memoria evolutiva. No hay otra forma de poder alcanzar a redimirnos de la maldición sobre la incapacidad de crear, de no volver a crear o de no poder hacerlo ya nunca con belleza... ¿Qué sucede cuando una imagen estética no se corresponde con la representación completa de una imaginación de belleza? Pues que solo una parte de esa belleza de formas será conformada en el consciente. La mente receptora, acumulativa de siglos de evolución inconsciente, se esforzará ahora por imponer un motivo necesario de belleza. La belleza entonces no es más que la verdad necesitada por un inconsciente identificado con la vida. Podemos decorar la belleza, podemos añadir a su recuerdo rasgos parciales de belleza, pero no podemos desterrar la necesidad de conformar una realidad estética lo más acorde posible a los sentidos de la belleza. A la vida percibida no solo por el consciente sino por el inconsciente más originario. Algo, la belleza, que surge siempre que el ser desee comprender además cualquier sentido ofuscado del mundo. Es como una sintonía maravillosa con la que, en medio de un caos disconforme, podamos llegar a componer cualquier realidad del mundo. No hay otra forma de poder satisfacer la imaginación consciente que habita en el inconsciente más oculto de los humanos. No hay otra forma de componer una imagen estética que pueda relacionar una representación con su objeto, una creación con su sentido, un amor con su contrario, o una realidad completa y transmisible con alguna existencia vivida del mundo. 

(Óleo Ceres o Desnudo, 1946, del pintor español Fernando Álvarez de Sotomayor, Museo del Prado.)