19 de diciembre de 2020

La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.


El Arte es una forma sutil de abstracción. ¿Pero, qué es la abstracción exactamente en el Arte? Es una manera de expresar las formas representadas para que éstas formen parte de una idea estética más amplia. Sin formas definidas naturales el Arte pierde consistencia mimética y real, lo que sucede con el estilo moderno denominado Abstracción. Pero, sin abstracción el Arte pierde el sentido universal de ser una expresión artística que simbolice, argumente y fortalezca la relación estética entre una representación física y su mensaje metafórico. Porque el Arte para ser artísticamente veraz debe sublimar su sentido iconográfico en modelos estéticos diferentes (escenas inconexas o desligadas) dentro de una única y misma representación artística. Es la manera en que el Arte compendia en un solo plano una narración heterogénea o aparentemente inconexa que una alegoría cualquiera, por ejemplo, pueda representar. Cuando el pintor contemporáneo Augusto Ferrer-Dalmau nos regala las maravillosas instantáneas de historia que pinta con belleza, emoción y ternura, alcanzará a reflejar una forma de expresión grandiosa que, sin embargo, no conseguirá plasmar la profunda, misteriosa, trascendente o prodigiosa manera clásica alegórica de expresar el Arte. Para cuando los pintores barrocos quisieron rozar el firmamento de la creación artística más sublime, entendieron que el Arte debía cumplir con dos requisitos ineludibles: la composición más perfecta y la narrativa metafórica o simbólica más inapelable. Sin ambas cosas el Arte se pierde por otros modelos de expresión, respetables, elogiosos, admirables, pero sin la necesaria forma representativa alegórica que hará al Arte de la Pintura la forma de creatividad más conseguida que existe o haya existido. Porque la escultura o la arquitectura, por ejemplo, consiguen expresar cosas, muchas cosas a veces, pero, sin embargo, no conseguirán nunca llegar a compendiar en tan poco espacio físico, como lo hace la Pintura, la mayor grandiosidad expresiva y comunicativa que se pueda llegar a componer con belleza.

El Arte Barroco sería el que comenzaría verdaderamente a combinar los dos requisitos artísticos que harían del Arte pictórico una de las más maravillosas expresiones culturales del mundo. Y esos requisitos son la forma clásica, entendida ésta como la grecorromana, y el mensaje metafórico más sublime. Antes del Barroco, en el Renacimiento, se acentuaría más la forma que el contenido. Pero fue en el Barroco cuando el mensaje sublime sería alzado a niveles nunca antes conseguido con tanta brillantez, belleza y narrativa plástica. Los siglos y las escuelas artísticas pasarían primando una cosa más que otra. Hasta que llegara el último estilo que, auténticamente, se mantendría fiel a ese sagrado binomio estético. El Romanticismo fue el último estadio artístico que consiguiera reflejar el mundo con esos dos aspectos grandiosos del Arte. Con él el Arte alcanzaría los últimos momentos de belleza y mensaje que fueran todavía admirados por un mundo deseoso entonces de ver algo que le sobrecogiera, sorprendiera o emocionara ante una expresión tan abstracta a veces. Después del Romanticismo se siguió con el Realismo, luego el Impresionismo, etc..., pero el mundo no volvería ya a sentir lo mismo, imposible de conciliar la forma plástica con el sentido metafórico sublime de lo expresado. Cuando el pintor Delacroix fuera solicitado por el rey francés Luis Felipe para pintar un grandioso cuadro de historia, el romántico artista no dudaría en que su Arte debía ensalzar la forma clásica con los rasgos alegóricos más ilusorios que pudiera componer. La pintura de Delacroix sería presentada en el exigente Salón de París del año 1841, recibiendo muestras tanto de admiración como de críticas insensibles. Aducían algunos críticos que la obra tenía una extraña composición que la llenaba de confusión, de aburridos colores terrosos y de falta de perfiles definidos. Tan sólo el poeta Baudelaire la defendería escribiendo: posee una brava abstracción...

Dos siglos antes el barroco Charles Le Brun (1619-1690) había compuesto su obra Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia. Con esta pintura el pintor francés dejaría claro el sentido estético que el Arte universal debía tener para serlo. ¿Cómo podía un conquistador entrar triunfalmente y ser alabado a la vez por los mismos habitantes de la ciudad que acababa de tomar? El mensaje histórico fue que Babilonia y sus ciudadanos quedaron encantados de haber sido conquistados por el rey macedonio. Y así el humo reflejado en la obra no es el de los incendios ocasionados por el ejército griego, sino el producido por las llamas de los fuegos elogiosos en homenaje al conquistador. Apenas lo miran, sin embargo, cuando el gran Alejandro desfila orgulloso por las calles adornadas de Babilonia. El pintor barroco había sido contratado por el rey de Francia Luis XIV, y así el pintor entonces compuso al conquistador griego como al grandioso rey francés, divinizado por sus alardes también poderosos. El encuadre es conforme al sentido nada realista o poco realista de la pintura barroca; el contenido artístico es, del mismo modo, conforme a la metáfora simbólica y abstracta de su sentido único: expresar lo irreal desde presupuestos admirablemente formales. Eugene Delacroix, el mejor pintor que llevase el sentido metafórico a una obra romántica, decidió en su obra, a diferencia de Charles Le Brun, plasmar la clemencia que los habitantes de Constantinopla pidiesen entonces, abrumados, a sus crueles conquistadores venecianos. Estos no eran ni un pueblo ni una raza diferente a los conquistados bizantinos, como sí lo fueron los griegos de sus conquistados babilonios. Eran todos cristianos y europeos, los conquistados y los conquistadores, unos de oriente y otros de occidente. Sin embargo, los cruzados no tuvieron ni la piedad ni la clemencia que los griegos de Alejandro Magno mostraron con los babilonios. La obra de Delacroix muestra la terrible violencia y crueldad que unos oportunistas venecianos tuvieron entonces.  El pintor romántico expresaría con una sensibilidad estética extraordinaria la simbólica compasión que tuviese ahora con su mirada alegórica el caballo, esa misma que, sin embargo, su propio caballero no hubiese sido capaz de tener antes.

(Óleo romántico del pintor Eugène Delacroix, Entrada de los cruzados en Constantinopla, 1840, Museo del Louvre; Lienzo barroco Entrada triunfal de Alejandro Magno en Babilonia, 1665, del pintor francés Charles Le Brun, Museo del Louvre; Cuadro abstracto del pintor ruso Vasili Kandinsky, Composición VII, 1913, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo realista del pintor español Augusto Ferrer-Dalmau, Por España y por el rey, Bernardo de Gálvez en la batalla de Pensacola, 2015, Colección Privada.)

6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga cuando ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

3 de diciembre de 2020

El erotismo más sensual está en la mirada, sin la cual no hay sentido erótico de identificación.




 Cuando el pintor español Joaquín Sorolla (1863-1923) se atrevió a pintar a su esposa Clotilde para un desnudo, no dudó en ocultar el rostro de ella. El pintor había recorrido antes el Museo del Prado para tratar de encontrar la mejor composición y poder inspirarse en su desnudo. Pero, sin embargo, no la hallaría en España. Tuvo que viajar a Londres para descubrir la imagen más perfecta que se hubiera hecho jamás de una mujer desnuda. Velázquez había compuesto su Venus del Espejo en Roma, ya que durante el siglo XVII en España no se permitía a ninguna mujer posar desnuda ante un pintor. Fue en Roma donde una de sus amantes se le ofreció para poder culminar uno de las más impresionantes cuadros de desnudos. Luego Velázquez se lo llevó a España, donde algún noble colgaría la obra en alguno de sus palacios. Así hasta que la guerra napoleónica alteró la vida española y dejó que un desaprensivo británico se la llevara a Londres a comienzos del siglo XIX. En ese siglo se alcanzaría, sin embargo, a componer la más amplia variedad de desnudos que el Arte hubiese realizado antes. La sociedad europea había llegado a traspasar, con el Romanticismo avasallador o el Realismo desgarrador, las fronteras estéticas de los prejuicios o las limitaciones estéticas que el Arte había tenido desde que el pintor español tuviese aquella inspiración romana a mediados del siglo XVII.

Dióscoro Teófilo Puebla Tolín (1831-1901) se educó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a mediados del siglo XIX, cuando el mundo del Arte español se encontraba perdido entre el Clasicismo, el Romanticismo y el Realismo. ¿Qué estilo utilizar entonces? El joven pintor español se decidió por todo eso junto, por un Eclecticismo donde pudiera componer todas las posibilidades que su creatividad le llevara a realizar en un cuadro. Es imposible saber con exactitud cuándo Dióscoro Puebla pintó su obra Desnudo femenino tumbado. A partir del año 1858 el pintor viaja a Italia visitando Florencia, Venecia y Pompeya. De regreso a España en el año 1863 se trae el maravilloso privilegio de haber visto las esculturas y pinturas más sensuales de la historia. El pintor se decide y pinta entonces un desnudo atrevido donde expuso su deseo de plasmar la belleza con el sesgo erótico más estético que imaginó.  Y ese atrevimiento le llevó a componer un desnudo de espaldas como las esculturas romanas le habían ofrecido en su reconocimiento del Arte clásico. Como Velázquez hizo siglos antes en su viaje a Italia. Dióscoro Puebla se atrevió y realizó un alarde erótico que llevaría su obra al límite más vertiginoso que un desnudo pudiera representar en un cuadro. ¿Cuál fue ese alarde?: La cabeza girada de la modelo mirando decidida al observador. Esta fue una modalidad artística que no se había hecho nunca así en el Arte. Jamás se había pintado un desnudo de espaldas mirando directamente al espectador. Primero porque es antinatural ese giro siniestro de la cabeza, poco estético y forzado anatómicamente. Ni estética ni artísticamente era justificado. Sin embargo, el pintor español lo hizo a pesar de su compleja composición excesiva, en el sentido de girar el rostro de una figura de espaldas que, al mismo tiempo, pretende también mostrar su belleza.

¿Qué consiguió el pintor con ese arriesgado movimiento? Obtuvo el mágico sentido erótico vinculante entre observador y modelo, algo que magnifica y acentúa la sensualidad por la fuerza comunicativa de dos visiones relacionadas, la virtual del cuadro y la real del que lo mira. En esta eventualidad estética está la mejor forma de potenciar una representación erótica. Sin mirada compartida no hay erotismo realmente. Puede haber representación estética, puede haber belleza, puede haber imaginación erótica también, pero no existe la identificación erótica precisa para transmitir el mensaje que lleve la sensualidad a su mayor sentido erótico visual. Si ocultamos con el pulgar izquierdo, por ejemplo, la cabeza de la modelo podremos comprobar el contraste entre interactividad de erotismo o la ausencia de éste. El desnudo en el Arte puede ser extraordinariamente erótico o puede sólo meramente serlo. Por esto el desnudo del pintor Sorolla es sólo belleza estética, una radiante, grandiosa y primorosa belleza estética. Pero el erotismo que pueda tener la obra modernista de Sorolla, que lo tiene, es ahora indiferente, es más objetivo, es un erotismo estético llevado a cabo en un solo sentido, es unidireccional. Es la belleza natural delicada y perfecta que unos trazos radiantes pueden hacer en una obra erótica, pero absolutamente discreta, bellamente lacónica. Cuando el pintor Velázquez se planteó componer su Venus desnuda la pintó también de espaldas al observador, así pudo realizar el perfil más erótico que un desnudo pudiera disponer en una obra de Arte. Pero el pintor barroco sabría muy bien que sin mirada no hay erotismo comunicable. ¿Cómo lo resolvió? Compuso entonces un espejo vinculante, uno que mostrase ahora el rostro de la modelo y, por tanto, su mirada. De este modo dejó al menos el pintor barroco la muestra estética suficiente como para poder imaginar, sin fisuras, la mirada vinculante, tan necesaria, en una obra erótica de Arte. 

(Óleo Desnudo femenino tumbado, mediados del siglo XIX, del pintor español Dióscoro Puebla, Colección Privada; Lienzo modernista del pintor español Joaquín Sorolla, Desnudo de mujer, 1902, Museo Sorolla, Madrid; Óleo sobre lienzo del pintor Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

30 de noviembre de 2020

Los dos mejores estilos artísticos donde brillaría más la excelencia del mejor Arte español.



Cuando el Arte español alcanzara su mejor sentido estético fue en dos momentos históricos de cierta semejanza sutilmente creativa. Se situaron estos alardes estéticos en las segundas mitades de esos siglos sublimes, los dos siglos más gloriosos, además, que la historia de España tuviese en el mundo. Es de entender que su Arte reflejase entonces esa eventualidad culminadora. Aunque la historia social y política no corresponda exactamente con la cultural casi nunca, esos dos momentos históricos establecieron, sin embargo, el mayor grado de realización artística llevado a cabo en España en cada uno de esos dos estilos tan extraordinarios habidos en el Arte universal. Esos estilos fueron el Manierismo y el Barroco, pero ahora ambos ya en su fase final, cuando el desarrollo del estilo de su pintura llegaría a lo máximo que por entonces pudiera así elaborarse... sin caer en otra cosa distinta. Porque la evolución artística es tan sutil como engañosa, ¿hacia dónde se va en una tendencia artística? Los pintores desean componer sus obras con dos cosas generalmente: perfección y avance. El avance es la perfección llevada algo más allá. Pero la perfección no puede avanzar, por definición: es perfecta. Sería entonces casi como una cierta esquizofrenia artística vertiginosa. Si una creación se sostiene en sus elementos estéticos donde la belleza ya no se puede forzar más, ¿por qué el creador entonces decide ir un poco más allá, a riesgo de zaherir la perfección alcanzada? Debe ser una tentación irrefrenable esa, debe ser la autoconfianza también de dominar ya una expresión determinada, la capacidad de crear belleza desde la nada, lo que deberá llevar a los autores artísticos a la imposible resistencia devocional hacia la transgresión estética más anhelada... ¿Cuál es esa transgresión estética tan querida? La de forzar el sentido convencional más extendido entonces, la de traspasar ya el ámbito de lo admitido hasta entonces. Pero ahora haciéndolo de manera que no se perciba demasiado todo eso, que sólo se insinúe, que sólo se muestre sin mostrar, que se plasme sin ningún relieve consistente que lleve a deslucir, en los ojos del que lo mire, el mejor modo de componer un Arte que no tenga más fronteras que la de su propia creatividad.

La obra manierista del gran pintor Luis de Morales (1510-1586) La Virgen de la Leche, compuesta sobre el año 1565, es una muestra extraordinaria del mejor sutil erotismo místico realizado en el Arte español. Sólo cuando los conceptos estéticos se tienen claros es posible percibir la belleza sin confusión ni desatino. El sentido estético en el Arte es el resultado de todas las variables estéticas que se articulan en una composición determinada. En esta maravillosa obra manierista hay un espacio estético que formará además parte relevante de esas variables estéticas. Es el aislado encuadre espacial de dos figuras solitarias que, sobre un fondo oscuro necesario, aparecen ahora unidas en una pose de  extrema comunicación sedentaria. Ese fondo inerte es ahora la mayor expresión de intimidad precisa para poder transmitir la comunicación mística y erótica más sutil que una imagen, sagrada además, pueda tener en el Arte. Fue una de las composiciones más recreadas del Renacimiento el gesto artístico de amamantar María a su pequeño bebé. Las obras de Arte de entonces, del siglo XV y principios del XVI, habían mostrado el pecho descubierto de la madre en sus lienzos artísticos. Pero tiempo después, a partir de la mitad del siglo XVI, se fue abandonando esa estética evidente por considerarla por entonces muy indecorosa. Así surgiría el erotismo realmente, como aquella práctica estética que sólo insinuase el sentido pero que no evitase del todo su finalidad primorosa. La forma tan conseguida y delicada que el pintor español alcanzó para transmitir una comunicación tan tierna y sutil, no ha sido obtenida jamás después en una obra sagrada como esa. El pequeño bebé está ahora asiendo con su mano izquierda el grácil velo transparente de su madre en un gesto poderoso de atracción y deseo irresistibles, ambos impulsos muy naturales, sin embargo, para un ser tan desvalido que necesite urgentemente alimentarse. Con su otra mano buscará así la forma de acercarse al pecho necesitado, ahora éste ya cubierto por la belleza colorida de un tejido prodigioso. Pero, luego estará la mirada tierna y asombrosa de María, un gesto aquí tan perceptivo como la sumisión tan querida de ella ante un deseo vital tan vigoroso como insinuante. ¿Hay alguna forma mejor de transmitir un sentido erótico profundo donde la voluntad de dos seres sea ya tan aceptada, sentida y precisa? 

El Barroco fue un período histórico más que un estilo artístico ya que en él existieron diversas tendencias estilísticas diferentes. Al haber sido el período artístico más largo de la historia es de comprender que tuviese diferentes tendencias dentro del gran momento que supuso el Barroco en el Arte. Es difícil poder elegir en tan dilatado manantial de creatividad maravillosa una obra barroca que muestre alguna genialidad especial. Pero hay una que lo hace claramente. En el año 1679, cuando el siglo XVII empezaba a tener ese horizonte que hizo de esos años finales un momento histórico sublime por su avance científico, técnico, social e intelectual, un pintor español consiguió traspasar la frontera de lo admitido o conocido como Arte hasta entonces. Pero, al igual que Luis de Morales, no lo hizo sino con la sutileza y el prodigio equilibrado más artístico que se pudiera hacer entonces. En su retrato El duque de Pastrana, el pintor Juan Carreño de Miranda (1614-1685) no sólo compone el retrato de un noble español de finales del siglo XVII, sino que llegaría a conseguir el concierto estético más elaborado de asignación figurativa de unos colores ahora extraños, de unos trazos indefinidos o de unas mezclas poco naturales en una composición tan original para entonces. Es el avance pictórico más sublime que consiguiese el Barroco hacer por entonces. Si quitamos la figura del duque retratado, ¿qué nos quedará en la obra barroca? Un paisaje absolutamente impreciso para el sentido clásico del Arte, ¿no es un modernismo barroco ese que hiciera Carreño de Miranda por entonces? Las ramas del árbol se confunden ahora con las nubes insolentes de un cielo tan terroso como sus hojas apenas inapreciables. La figura del caballo surge como de un sueño pictórico detrás del retratado, enarbolando ahora un enjaezado sutil celeste y pequeño como el cielo efímero tan desolado que pintase su autor. No se distinguen sino su cabeza y sus cuartos delanteros en un alarde de sorpresa plástica sublime. Es ahora aquí la efusión expresiva de unos colores sin la definición perfilada que los hace contrastar o resurgir entre sus sombras figurativas. No, ahora no, ahora los colores hacen las formas estéticas desde la visión ¡tan impresionista! como, siglos después, una tendencia así llevase por fin las figuras de un paisaje a la historia del Arte. Era este el reflejo sutil de un avance que una sociedad llevara o quisiera llevar por entonces en la historia artística. ¡Qué diferencia con el retrato aséptico del caballero de la mano en su pecho de El Greco! El mundo estaba cambiando. España también. Fue un momento histórico (artístico, social, filosófico) que se malograría sin embargo. Y que España llevaría ya en el germen social de su difícil destino histórico. En el Arte europeo por supuesto, jamás se volvería a pintar así hasta que el Impresionismo lo lograse, casi doscientos años después. Fue un alarde artístico extraordinario que duraría tan poco como sus creadores pudieron dilatarlo sin desfallecer. Como la historia lo permitiera, también. Pero, no lo hizo... Esas solo fueron las grandezas sutiles tan efímeras de estas dos creaciones artísticas tan innovadoras en la historia de la estética que se pudieron hacer. Porque, además, si en algo el país que lo alumbrase se caracterizaría en la historia sería por eso: por ser el pionero en muchas de las cosas que el mundo, luego, se apropiase y desarrollase como si nunca antes hubiese sido vislumbrado o intuido por nadie. 

(Óleo sobre tabla La Virgen de la Leche, 1565, del pintor manierista español Luis de Morales, Museo del Prado; Óleo sobre lienzo El duque de Pastrana, 1679, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo del Prado, Madrid.)

26 de noviembre de 2020

Entre un simbolismo arcaico y un naturalismo estético brillaría una vez el mejor Arte.

 

El Renacimiento llevaría al Arte a una cierta esquizofrenia artística sobre dos formas de poder entenderlo y representarlo. Verdaderamente en el Renacimiento empezaría el sentido más simbólico del Arte. No se trataba sólo de expresar Belleza sino de transmitir mensajes visuales que impactaran el contenido con la forma. Las palabras eran lo que más se había utilizado durante la Edad Media, con ellas se habían comunicado cosas, sentimientos, caracteres, maneras, pensamientos o vileza. Ahora, cuando la habilidad artística alumbrase una perspectiva diferente, algunos pintores llegaron al extremo de configurar la forma con un definitorio simbolismo estético. El pintor andaluz de origen alemán Alejo Fernández comprendería el Arte como un útil simbolismo estético..., a veces, sin embargo, sin ninguna belleza.  Para su obra La Flagelación del año 1505 muestra elementos de comunicación estética con mensajes acusados de rasgos psicológicos o sociales más que con clásica belleza. Para ese simbolismo arcaico no existiría otra cosa más valiosa para representarse en una obra. Ahora Cristo es solo un personaje más del encuadre, donde nadie destaca ahora por encima de nadie. Es este otro simbolismo de la flagelación, que aquí une sufrimiento a vulgaridad: Cristo es insignificante casi, no tiene ningún rasgo estético que le destaque ahora sobre el resto. Hasta su desnudez es extrema en la obra. Los sayones, los hombres que flagelan, son temibles, son grotescos, son realmente horribles, su fealdad estética solo es comparable a su maldición humana. Hasta uno de ellos se permite tirar de los cabellos a Cristo, impúdicamente. El simbolismo de la obra renacentista va más allá de la violenta escena. En el extremo inferior derecho de la pintura un mendigo ciego pide ante los fariseos del templo, y lo hace con un cuenco donde ahora hay un manuscrito oculto. Representa la ceguera judía ante la barbarie tan injusta que se está cometiendo. Preside el flagelo Poncio Pilato, que viste los ropajes de la época del pintor y sostiene, inseguro, la vara de su poder. Está solo y su actitud dubitativa refleja su propia indolencia. Más arriba hay un público que observa alejado e indiferente la cruel escena. Y el propio lugar de toda esa escena muestra además otro simbolismo necesario: son los restos ruinosos de un mundo perdido y violento ante lo que ahora está sucediendo.

Con los años el Arte dejaría el simbolismo a un lado para favorecer la belleza sobre cualquier otra cosa. Los mensajes no eran ya lo importante. Ahora, cuando el Arte tendría todo su sentido en transmitir belleza, los símbolos estéticos no podrían prevalecer el único mensaje necesario: la belleza más estética. Para cuando el pintor academicista William-Adolphe Bouguereau, con el estilo más realista y bello de finales del siglo XIX, deseara representar la iconografía religiosa más violenta, compuso la escena más natural y perfecta que se pudiera por entonces hacer. Las formas eran muy parecidas a la vida real, no había ninguna necesidad de expresar ningún simbolismo añadido. El mundo conocía la leyenda y la historia no tenía secretos para nadie. El deslumbramiento estético era la sola belleza, y la solución era la verdad estética que pasaba por recrear justo la forma más natural de una representación cierta. ¿Qué simbolismo era preciso expresar ahora cuando las formas habían llegado a satisfacer la verdad más realista? Porque en la misma representación natural de la escena violenta radicaba la fuerza del mensaje. Las formas debían ahora representar con belleza a todos por igual, las de los buenos y las de los malos. ¿Qué había pasado con la definición precisa y ética de las cosas? ¿Es que ahora la belleza no participaba ya de esa verdad? ¿Es que ya no tomaba partido ésta por las cosas? La imagen se había completado ya en todas sus formas estéticas. La belleza no servía ya para establecer ahora maneras éticas o formas de pensar o entender el mundo y sus miserias. No, ahora la realidad solo era traducida a la belleza en cuanto representación de las formas, con la mayor naturalidad estética ajena ésta además a cualquier sesgo, no ya de virtud, sino de defecto o maldición, fuese ésta incluso cierta o incierta en la historia. Las cosas podían saberse o no saberse, y el mensaje no importaría ya para nada sino solo la belleza, la más conseguida, la más desdeñosa o la más independiente.

Pero hubo una época extraordinaria en la historia del Arte. Fue en el año 1620 cuando el pintor Pier Francesco Mazzucchelli compuso su obra La Flagelación de Cristo con el equilibrio más estético entre aquellos dos extremos artísticos de la historia. Los simbolismos pictóricos del Renacimiento dejaron ya de ser manifiestos por entonces, principios del Barroco. La verdad ahora era más mística que gnóstica, más intelectual que intuitiva, más sutil que expresiva. Era también un naturalismo estético, como con los años llegaría el Academicismo a ser, pero entonces, a principios del siglo XVII, era más una simbiosis de verdad ética y de belleza que solo de estética y belleza. La verdad en el año 1620 debía ir aparejada con la belleza equilibrada y original más sublime. Así que ahora uno de los sayones que flagelan a Cristo toma su cabeza con una de sus manos con tal delicadeza que parece aquí querer ayudar a sostenérsela. Luego está la composición tan extraordinaria en esta obra, pero ahora no por los detalles o el mensaje: solo por el arrodillamiento tan estético de un Cristo en éxtasis. Ahí estará el único mensaje verdaderamente sutil. No es preciso divagar ahora con rasgos grotescos, ni con ropajes anacrónicos, ni con elementos metafóricos, ni con realidades contrapuestas. El único mensaje ahora es aquí solo el  místico de  la belleza. Y su sentido iconográfico tiene más que ver ahora con la profundidad aceptada de un sacrificio necesario que con la dureza tan salvaje y cruel de una humanidad violenta.

(Óleo sobre tabla La Flagelación, 1505, del pintor renacentista Alejo Fernández, Museo del Prado, Madrid; Pintura barroca La Flagelación de Cristo, 1620, del pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli, Museo del Prado, Madrid; Cuadro academicista La Flagelación de Cristo, 1880, del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Bellas Artes de La Rochelle, Francia.)

19 de noviembre de 2020

La imposibilidad de conciliar el pesimismo con la vida es paralela a la posibilidad de unir el Arte a la verdad.



 En una de las reflexiones más profundas que un pesimista pudiera realizar sobre el mundo, el pensador noruego Peter Zapffe (1899-1990) escribiría en el año 1933: La tragedia de una especie es que se convierta en inadecuada para la vida a causa del super-desarrollo de una gran capacidad. Así, por ejemplo, se cree que cierta clase de ciervos sucumbió en época paleontológica al adquirir cuernos demasiado pesados. Las mutaciones evolutivas han de ser consideradas acciones ciegas que trabajan y se imponen sin conexión con su ambiente. En estados depresivos la mente puede ser considerada como la imagen de aquella gran cornamenta que, aun en su fantástico esplendor de grandiosidad, clavará en el suelo a quien la porte. ¿Por qué entonces la humanidad no se extinguió hace tiempo, durante las grandes epidemias de locura? ¿Por qué sucumbe solo un muy reducido número de individuos al no poder resistir la tensión a causa de un conocimiento que les aporta más de lo que pueden sobrellevar?  Cuando el rey Edipo de Tebas alcanzó a saber -se lo había anticipado el Oráculo de Delfos, aunque no le dijo toda la verdad- que el hombre que había matado en el río camino de Tebas era su propio padre, sin él saberlo, y que la mujer que había desposado luego era su propia madre, ignorándolo por completo, enloquecería de tal modo que acabaría cegándose los ojos para siempre. Desde los inicios de la humanidad el mundo había llevado a la escisión dos cualidades humanas: la de la materia y la del espíritu. Ambas representan la propia vida humana. No podemos desprendernos de la materia sino anulándola violentamente; y no podemos abandonar nuestro intelecto espiritual sino engañándonos ciegamente. Para el momento en que el pintor del Neoclasicismo arrollador de belleza crease su obra Las bodas de Cupido y Psique, el mundo empezaba un arriesgado intento temerario de ruptura que le llevaría al imperio de la materia sobre el espíritu. Era comprensible esto, pues, ¡habían sido casi trece siglos de equilibrio, aunque inestable, entre las dos! Era tiempo de que el ser humano probara otra cosa. Aquella que pensaba, absolutamente equivocado, que podía llevarle mejor a conquistar, si afianzaba la materia, todo su poder sobre el mundo.

Zapffe, en su obra pesimista, nos sigue diciendo: Si en el momento adecuado el ciervo gigante hubiera roto los extremos de su cornamenta, hubiera podido haber sobrevivido -resistido- por más tiempo. Pero lo que hubiera ganado en persistencia lo hubiera perdido en importancia, en grandeza vital. En otras palabras, hubiera supuesto una persistencia sin esperanza, hubiera pervertido su esencia, se hubiera convertido en una raza autodestructiva contra la sagrada voluntad de la sangre. En su enconada afirmación de vida, el último "Cervis Giganticus" portaría orgulloso el escudo de su linaje hasta el final. Pero, a cambio, el ser humano se salva a sí mismo y persevera. Llevará a cabo una represión más o menos consciente de su abrumador excedente de conciencia. Aunque esa represión adquiere una vasta y multifacética variedad de formas, parece legítimo identificar al menos cuatro clases principales de represión: aislamiento, anclaje, distracción y sublimación. Por aislamiento -o ceguera- se entiende la total y arbitraria expulsión de pensamientos o sentimientos preocupantes o destructivos. El mecanismo de anclaje resulta útil desde la niñez: la familia, el hogar, los juegos, por ejemplo, se convierten en asuntos habituales para el niño y le otorgan seguridad. Tal esfera de experiencias es la primera y quizá la más feliz protección contra un cosmos al que no sondeamos nunca del todo. Cuando el niño descubre más tarde que tales bases de seguridad son tan arbitrarias y efímeras como cualquier otra, sufre una crisis de confusión y de ansiedad y buscará algún que otro anclaje. El anclaje puede caracterizarse como la fijación a puntos internos o por la construcción de muros en derredor. Los anclajes útiles en sociedad son vistos con simpatía, pues quien se sacrifica por su anclaje (un proyecto material, una causa social) es idolatrado. Cuando la gente cae en la cuenta de la falsedad de algunos anclajes se esforzará en sustituirlos por otros nuevos (la efímera duración de las verdades), de donde surgen todos y cada uno de los combates espirituales y culturales que, junto con la contienda económica, componen el contenido dinámico de la historia universal.

Y continúa el pensador noruego: El afán por poseer bienes materiales no se explica sin más por los placeres inmediatos que proporciona la riqueza, pues nadie puede sentarse en más de una silla a la vez, ni seguir comiendo cuando ha quedado saciado. Más bien, el valor de una fortuna material consiste en la pluralidad de oportunidades para atarse al anclaje necesario, como las distracciones que ofrece a su dueño. Amamos los anclajes porque nos ofrecen salvación pero, a la vez, los despreciamos porque cercenan nuestro sentido de libertad. Otra forma de protección es la distracción, es decir, cuando se limita la atención hasta niveles mínimos y se la colma continuamente con fascinadoras impresiones abrumadoras. Negar la mayor parte de las opciones de distracción supone un considerable mal de encarcelamiento. Y como las opciones para liberarse -salvarse- de otros modos resultan escasas, el encarcelamiento tiende a permanecer muy próximo a la desesperación.  El cuarto remedio contra el pánico vital es la sublimación, una cuestión más de transformación que de represión. A través de talentos estilísticos o artísticos el consustancial dolor de la vida puede convertirse en una experiencia valiosa. Tales impulsos positivos atacan el mal de la desesperación y lo enfrentan a sus propios límites, mostrándolos en sus aspectos pictóricos, dramáticos, heroicos, líricos o incluso cómicos. Sin embargo, si el más temible aguijón se mantiene por otros medios, o nos está negado el control por parte de la mente, la utilización de la sublimación resulta improbable. Por ejemplo, es como el alpinista, que no puede disfrutar de la vista del abismo maravilloso en tanto permanezca ahogado por el vértigo, sólo cuando tal sentimiento ha sido más o menos superado puede disfrutar anclado en su fascinación. Mientras la humanidad se mantenga de forma aturdida en el fatal espejismo de estar biológicamente predestinada al triunfo, nada en lo fundamental cambiará en el mundo. A medida que la población se incremente y la atmósfera espiritual se espese, las técnicas de protección deberán asumir un carácter cada vez más brutal y definitivo.

En la obra de Pompeo Batoni vemos una grandiosa representación mitológica del engaño. El dios sensual y material Cupido se vence ahora, dejando que otros dioses bendigan la imposible unión suya con la espiritual Psique. La espectacularidad radiante del escenario de belleza clásica era una demostración efectiva de la necesaria consolidación social por entonces. La materia y el espíritu se unían ya en un enlace universal para siempre. ¿Para siempre? Por mucha belleza que el pintor pudo componer, ninguna sublimación estética de esa mitología confusa podía distraer una terrible amenaza que, pronto, asomaría entre las ambiciones y paradojas pesimistas de una humanidad confundida. La conciencia debía ser contenida para avanzar ante las contradicciones o debilidades de una existencia maldita. En la otra pintura, que el pintor francés Fulchran-Jean Harriet hiciera cuarenta y dos años después, se vislumbra la serena amenaza que la desesperación humana llevó en otro mito. Edipo, junto a su hija Antígona, se muestra vencido pero superado de las dolencias espirituales gracias a la ceguera que se produjo. Ahora, en la misma tendencia artística, otra mitología griega rompe por completo la brillante armonía de una belleza vinculante... Ya no había engaño, había transformación; ya no había mentira habría pesimismo. ¿Es que la verdad no está en ninguna manifestación sino sólo en su reserva? El Arte no podía tomar partido ni por una ni por otra cosa. Destruirse no era la opción, mantenerse equivocado, tampoco. Tal vez sólo pudiera ser la opción estar alejado ahora de la humana intención de querer atar dos cosas tan opuestas con el nudo imposible de sus diferencias...

(Óleo neoclásico Las bodas de Cupido y Psique, 1756, del pintor italiano Pompeo Batoni, Galería Estatal de Berlín; Cuadro Edipo en Colono, 1798, del pintor neoclasicista francés Fulchran-Jean Harriet, Museo de Cleveland, EE.UU.)

9 de noviembre de 2020

El sentimiento, el arte, el deseo, la necesidad o la prestidigitación más sublime de lo incierto.



No se trataría tanto de alcanzar la verdad sino más bien de algo verosímil acerca del mundo. De un relato vital que, de tanto repetirlo, los seres humanos lo tuvieran a mano siempre para poder resistir los duros reveses de la incertidumbre. En los inicios de la humanidad el amor fue un concepto ideado para satisfacer, según algún tipo de ley natural, una necesidad misteriosa en la vida humana: la de que el ser humano ha de amar con todo su ser a aquello que no ignora se lo debe todo. Porque para existir el hombre había de haber sido creado antes, y la fuerza de ese sentimiento de amor llevaría al ser humano a componer el sentido misterioso de un poderoso creador. A la conciencia de una deuda tan grande le correspondía, por tanto, un amor extraordinario. Este amor para el hombre lo constituiría todo, sería como un estado de derecho personal ineludible, de integridad total con su propia naturaleza más íntima. Es por lo que si le faltase ese sentimiento poderoso alguna vez, no tendría que ver esa falta con su propia esencia sino con alguna circunstancia accidental ajena a su naturaleza. Y así fue como buscaría entonces una reparación para tratar de volver a sentir lo mismo de antes.  Esta es la representación metafórica del Génesis bíblico, de aquel relato donde se describe la caída y redención posterior -restitución de aquel sentimiento amoroso- del primer hombre en la figura de Adán. El creador sería el garante de la restitución tan querida por el ser vulnerable. Fue llevada a cabo porque existía una imagen y una semejanza entre lo creado y el creador. La imagen consistía en la misma capacidad de los dos seres -criatura y creador- ante la necesidad universal limitadora de libertad; porque ésta, la libertad, la personal y la sagrada, impediría que la necesidad universal fuese algo inevitable. La semejanza, por otro lado, era la capacidad poderosa frente a la maldad y la miseria humanas -el sufrimiento-; y ambas cosas serían sojuzgadas por la libertad de esa naturaleza tan semejante con el creador. La libertad, ante la necesidad, no podría perderse nunca, formaba parte siempre de la naturaleza del ser. Pero las otras dos capacidades, la libertad ante el mal y la libertad ante la miseria, podían llegar a perderse por la falta accidental de aquel sentimiento sagrado. Porque se puede elegir el bien -o no elegirlo- y complacerse así de estar libre de miseria. Es por lo que, como en la metáfora bíblica, el ser humano con la redención de su amor estaría ya libre del mal y de su satisfacción ante la miseria. 

Cuando en el siglo XVIII el mundo cambiase la forma en la que los seres viesen el sentimiento amoroso, ya no como una debilidad racional sino como una exaltación poderosa, la sociedad empezaría a querer sustituir aquella redención bíblica por otra más cercana, terrenal o menos temerosa. Así fue como el Romanticismo arrasaría con la forma en la que el sentimiento fuese representado y vivido en el mundo, y utilizado, además, para entender ese sentimiento con la misma apariencia emotiva de aquella teología sentimental. Porque ahora, a cambio de una divinidad trascendente, el objeto del sentimiento amoroso humano era el ser humano mismo. Los conceptos de imagen y semejanza fueron sustituibles además, ya que existían también en el ser humano, iguales ahora en su sentido sentimental con los dos sexos. ¿Lucharían entonces ambos sexos del mismo modo contra la maldad y la miseria atávicas? ¿Ejercerían del mismo modo también aquella libertad los dos seres humanos para poder prosperar en el mundo? ¿Caerían desesperados ambos a la búsqueda de una posible redención, al parecer en su caso del todo imposible? El amor era la misma fórmula utilizada tanto para unirse a lo sagrado como a lo terrenal. La diferencia estribaba en la caída... En un caso, la caída metafísica era un accidente ocasional salvado por la libertad personal tan poderosa; pero, en el otro, en la caída física era una parte integrante de su propia naturaleza malograda. Porque ahora la falta de amor humano, a diferencia de aquel sentimiento teológico fallido, estaba íntimamente unida a la naturaleza tan cambiante del ser efímero. No sería ya un accidente casual lo que llevaría al desamor en los seres enamorados terrenales, sería la propia esencia interior tan inconsistente y estulta de los humanos la que dispondría de ese sentimiento pasajero. No hay redención, por tanto, en la caída del amor humano terrenal, como sí la había, a cambio, en la caída sagrada de un sentimiento universal. La imagen terrenal representada en la obra decadente de efusión amorosa ante las figuras convulsionadas de pasión sentimental, no era más que la manera de expresar un deseo romántico que, socialmente en el siglo XIX, aventuraba por entonces una nueva frontera cultural y emotiva. Por eso el pintor francés René-Xavier Prinet compuso así de extraordinario el ímpetu amoroso del deseo humano más pasional en su decadente obra romántica. No pudo expresarlo mejor que con los símbolos estéticos de la desesperación más apasionada entre las sombras artificiales de un silencio apenas comenzado. Porque justo es ahora, al terminar la música propiciatoria, cuando inmediatamente empezaba el amor sentimental más desaforado. No había ahora más que un impulso desabrido ante las imaginadas notas, todavía inexistentes, de una melodía aún por comenzar. 

Cuando el Barroco de Murillo quiso elogiar un desenvolvimiento místico ante las enajenadas falsedades de un mundo miserable, el pintor español compuso entonces la escena de un sentimiento tan sagrado como la rémora impenitente de aquella redención universal. Ahora el ser abraza a su amado creador con la matización reverente de un sentimiento poderoso. No hay finalización ni desarraigo en ese sentimiento, como no hay tampoco pasión ni estremecimiento en su modo de experimentarlo. La semblanza de este sentimiento amoroso era la misma que la libertad creadora propiciara antes de aquella caída frente a la necesidad, la maldad o la miseria. Es el ser humano expresando ahora su sentimiento ante el ser permanente que lo crease.  Existen entonces dos sentimientos, el terrenal, cuya impresión expresiva es momentánea, dada la misma naturaleza de la que además está compuesta la miseria; y el sagrado, cuya expresión representada es eterna por ser imagen exacta de una esencia permanente cuya circunstancia accidental sólo cambiará parte de un devenir más poderoso. El sentimiento en este último caso no tendría fin porque no tenía un principio, ya que era parte consustancial de aquella esencia universal de los seres relacionados. Así fue como el pintor español del barroco sevillano compuso su obra mística tan extraordinaria, con el componente extemporal de un sentimiento ahora sin medida. No hay comparación alguna con el sentimiento humano terrenal del Romanticismo decadente. Uno nos demuestra una necesidad angustiosa y el otro una libertad salvadora. Porque para el deseo impetuoso de pasión romántica terrenal no hay libertad posible, ya que ambos seres humanos están llevados ahora por la necesidad más universal. Para el sentimiento de amor sagrado, a cambio, es la libertad personal lo que permitirá esa unión sagrada tan poderosa para siempre. No hay más que libertad elogiosa en el cuadro barroco porque la emoción trascendente de luchar vencerá la fuerza desastrosa del desarraigo y la maldición más caprichosa. Una emoción que surge ahora de la verdad y que no oculta sus sentimientos nunca, que no huye tampoco de nada, que no siente temor ni ofuscación, ni descomposición sentimental ni deseos insatisfechos, ni inclementes rémoras. Pero, sin embargo, para cuando la música emotiva romántica volviese a sonar de nuevo con fuerza melodiosa en la visión del cuadro decadente, la capacidad de ese amor pasional tan romántico acabaría diluida para siempre entre la verdad temporal más veleidosa de sus propios sentimientos tan dramáticos.

(Óleo La sonata Kreutzer, 1901, del pintor romántico-decadentista francés René-Xavier Prinat, Colección Privada; Lienzo barroco San Francisco abraza a Cristo en la cruz, 1669, del pintor español Murillo, Museo de Bellas Artes de Sevilla.)

3 de noviembre de 2020

El Romanticismo fue un desengaño, una falta de sintonía con la realidad.



Las experiencias vitales más significativas de los humanos se traducirán en emociones desbordadas, pero aquellas que no lleguen a cubrir o evitar las huellas del desencanto son las que, verdaderamente, reflejarán las hazañas más terribles de lo más trágico... Así fue como el Romanticismo se enfrentó estéticamente al halago artístico más armonioso del Barroco. Cuando el Barroco quiso pintar la violencia no supo hacerlo de otra forma que con Belleza. ¿Cómo podía representar el Barroco la vida sin belleza? En su obra La caza del hipopótamo y el cocodrilo, Rubens compone la belleza más armoniosa de la vida junto a la crudeza más feroz de la naturaleza. No hay sino un realismo inverosímil en su composición, un realismo estético que expresa un lirismo artístico brillante. No hay mejor estilo que el Barroco para compaginar la dureza de la vida con la belleza elogiosa más exquisita. La explicación está en la cosmovisión del siglo XVII. A pesar de las calamidades y desgracias, el mundo aún no tenía una visión negativa de la forma estética en que fuese visto. La armonía era esencial en toda representación que tuviese a la vida como muestra. Así los colores y las formas, la postura, los engarces de las figuras, el encuadre magnánimo y la composición más medida. ¿No es esta escena dramática barroca una calculada exposición de figuras armoniosas donde la realidad, sin embargo, está disociada de las formas? Para el Barroco la realidad es fracturable en las formas, porque son ahora sus diversas formas las que sostienen una composición agrupada tan imposible, pero genial, absolutamente genial y creíble.

Después de un siglo tan descreído y racionalista como el dieciocho, las sangrientas campañas de la Francia revolucionaria y post-revolucionaria destrozaron además el sentido de la esencia artística clásica. Ya no era tiempo de armonía irreal o de calculadas extravagancias compositivas. Así que el Romanticismo fue un revulsivo que no solo trajo una revolución al alma, sino una transformación creativa del Arte para siempre. En Rubens la manera en que las formas se adecuan al encuadre es casi más una teología que un alarde artístico. El mundo en el Barroco era entendido como reflejo de una dicotomía redentora universal. El bien y el mal están muy definidos y nunca podía dudarse de la victoria de aquél sobre éste. Para los seres humanos del Barroco la desgracia no era más que un accidente pasajero, algo que acabaría tan pronto como la vida fuera transformada en una eternidad. Los seres de la naturaleza tenían una función redentora además. En la pintura de Rubens las fieras fauces de los salvajes animales no son sino meras comparsas juguetonas que apenas dañan a nadie. Todos, animales y hombres, forman una realidad cósmica adaptada a la redención de su existencia pasajera. No hay sangre ni desgarramiento, no hay nada en la obra de Rubens que pueda abrumar el sentido universal de Belleza. Es el genio de la fuerza, del carácter o de la personalidad de cada elemento por pertenecer a su propia esencia. A cambio, no hay ninguna libertad violenta que se sacrifique por la vida o la Belleza. Todo retorna a la vida más tarde o más temprano, y los gestos aguerridos en la obra barroca no son más que un destino estético buscado para encumbrar la única aspiración de una verdad muy creída: la Belleza.

Sin embargo, para cuando los hombres del siglo XIX, alarmados por la orfandad de unas sagradas ideas, antes poderosas, trataron de calmar sus miedos con la razón encontraron en la libertad de la violencia la demostración elogiosa de una estética querida. Entonces la violencia no se sujetó a nada, nada la reprimiría, y así es como la vemos en la romántica obra del pintor Delacroix. En este caso no es la representación alegórica de una teología más bien de un agnosticismo lo que el pintor expresa. Los seres, todos los seres representados, están ahora sumidos en la más salvaje emoción de violencia. La composición romántica no es conforme a ninguna revelación ni a ninguna moral. Ahora solo hay lucha ahí, una lucha sin consideración, sin matización, sin límites. Sin estética ni ética tampoco, solo un enfrentamiento salvaje con respeto a la verdad como única meta. La maldad es para el Romanticismo una justificación para expresar la violencia. Sólo hay maldad, a diferencia del Barroco, y para salvarse de ella la lucha es la expresión más veraz y poderosa que existe. Las fauces asesinas de los animales salvajes corresponden a la realidad de la vida liberada, están hiriendo de verdad, sin fingimiento, sin ternura estética grandiosa. Para el Romanticismo la Belleza no es una excusa poderosa, existe en sus obras solo por ser un efecto estético. La libertad está sujeta a la vida salvaje, violenta y tenebrosa. La verdad no puede desligarse de la belleza, la belleza no puede desligarse de la autenticidad. Para salvarse no hay más redención posible que la fuerza de la verdad auténtica. La Belleza, con el Romanticismo, cede entonces el paso a la autenticidad. No es posible la autenticidad si para ello la Belleza, como en el Barroco, triunfa poderosa. En el tiempo de una sociedad derrotista, industrializada y laica que los años siguientes llevaron a prosperar, ambos estilos -el Romanticismo y el Barroco- fueron olvidados para siempre. En un caso porque la realidad no era semejante a la belleza, en otro porque la autenticidad no llevaba a elogiar nada. Pero para cuando la libertad llevara luego a privilegiar una parte sobre otra, el mundo entraría en un enfrentamiento estético tan desgarrador y melancólico como para no poder llegar a ofrecer ya ningún sentido, ni emoción, ni belleza...

(Óleo romántico La caza del León, 1855, del pintor francés Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Estocolmo; Lienzo barroco La caza del hipopótamo y el cocodrilo, 1615, del pintor Rubens, Pinacoteca Antigua de Munich.)

27 de octubre de 2020

El Arte es el jeroglífico ingenuo con el que se expresa la esencia desengañada de un tiempo histórico.



 Cuando Gustav Klimt ideó plasmar la visión sobre el ciclo de la vida en diferentes edades, realizaría un primer boceto de su obra en el año 1908 para, tiempo después, ser llevado a un óleo durante el año 1910. Hasta presentaría la obra (ignoro cómo sería esa obra original) en la Exposición de Arte de Roma del año 1911, recibiendo una medalla de oro por su creación. Pero, por razones que se desconocen, modificaría la pintura en el bélico año de 1915. Aunque se pueda elucubrar que el pintor simbolista sólo compuso originalmente la parte derecha del cuadro, esa parte donde se representan las figuras de los diferentes estadios de un ser humano en sus distintos momentos existenciales, y que, luego, con el avasallador surgimiento de la terrible guerra del año 1914, el creador modernista, desengañado por el cruel enfrentamiento mundial, incorporase, además de su inspiración inicial, la siniestra y coloreada figura desolada de la muerte. Pero, también el fondo... Donde antes la pintura tuviese un dorado más propio de su estética, la oscurecería ahora el pintor con un gris confuso y macilento, matizando así un contraste muy necesario en su obra. Y la acabaría titulando, sin complejos, Muerte y Vida. ¿Es que es este el único ciclo a considerar, la muerte y la vida, más que aquel existencial de antes, solo por entonces señalado con la vida...? Con la experiencia del sufrimiento de la guerra mundial el pintor entendería que, en ese momento trágico de exterminio tan cruel, su propia época además realmente, esa en la que vivía sumido el pintor, el único ciclo posible a representar y considerar era este y no aquel de una vida idealizada, tan ingenua e incompleta del despiadado mundo que entonces ignorase. ¿Calmaría su desolado ánimo el cuadro modernista que acabase pintando? Tres años después de terminar esta obra, el pintor fallecía de la gripe española en febrero del año 1918, nueve meses antes de finalizar la Primera Guerra Mundial.

Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores de la antigua Confederación alemana del Rin,  una sería el idilio maravilloso para entonces con el nuevo impulso que Napoleón trajese a Europa. Pero, pronto descubrieron las terribles desolaciones y vilezas que la guerra napoleónica haría con los pueblos liberados por su fuerza . El desengaño apareció sutil en las representaciones artísticas de sus románticas obras. Como lo hiciera el pintor alemán Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). En el año 1816 decide componer una obra mitológica de la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la hija del rey Minos se escaparía de Creta junto a su amado héroe Teseo. Pero, una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en Naxos, el héroe ateniense abandonaría a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen la figura de la joven cretense está ahora, simbólicamente, más desengañada que asolada en su instante trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos alemanes, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaron en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y las alegrías del destino humano. Porque, como en el caso de Ariadna, el mundo nos obligará a querer y desear antes todo lo que, de un modo sorprendente, acabará luego por desengañarnos... En la obra romántica está oculta bajo la pátina mítica de lo ingenuo la verdadera intención estética del pintor alemán. Porque entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría reflejado con la sutil metáfora artística de un laberinto desvelado.

La mejor forma de poder entender el Arte es hacerlo como si se tratara de un laberinto desvelado, sobre todo cuando es creado con el magisterio de lo ingenuo más inspirado. Es la creación artística como un jeroglífico ingenuo, y lo es precisamente por ser el Arte una forma comunicativa donde la ocultación es una intención sublime más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla, ni de determinarla, con ninguna explicación ajena a su sentido ingenuo más oculto... Puede tener miles, cientos de miles, de sentidos y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que plasmen en un lienzo siempre irá más allá de lo que representen con unos rasgos seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre expresarán más sentido artístico profundo aquellas que compongan las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación. Una desesperación tan desgarrada que pueda, además, traspasar las fronteras del momento inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico más universal. Es esta la época vital que, culminada bajo la dura sensación de un instante malogrado, determine luego la forma en la que el mundo fuera entendido por mentes creadoras que tuvieron su trayectoria ofuscada ya por un destino desolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando el pintor fuese a visitar a un amigo a Dresde, el también pintor Caspar David Friedrich, encontraría, en el oscuro camino que va a Dresde desde Loschwitz, la muerte, asesinado por un ladrón tan despiadado como lo fuera aquella representada ingenua esperanza tan desengañada de su obra.


(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)


25 de octubre de 2020

¿Es universalmente útil que el alma no desaparezca?


 

Esa es una pregunta metafísica fundamental. No sabemos verdaderamente si permanece o no algo en el universo después de morir. Solo lo creeremos o no lo creeremos... Por otro lado, tampoco sabemos si es conforme al universo que algo permanezca o desaparezca. Porque sólo lo universalmente útil es preciso que continúe para poder mantener un cosmos organizadamente necesario. ¿Es verdad o no la existencia entonces de una parte inmortal en el universo? Porque algo así es verdadero si es útil universalmente, ya que no hay nada que siendo útil de ese modo no sea verdad. Así que, entonces, lo que queda es saber si algo es o no es útil universalmente, concretamente el alma, su realidad trascendente o no. Para sostener que es útil universalmente o no el alma, y sin caer en lo absurdo, habría antes que separar lo degradado material de un ser inteligente de algo impreciso que no lo es, de algo que no es biológico. Porque lo que deja de ser o de existir en un conjunto organizado físicamente, lo que desaparece por eliminación material de sus partes integradoras, no puede permanecer igual que antes nunca, desaparece para siempre. Pero, ¿y lo que no tiene conjunto ni pertenece a ninguno, lo que no deja de ser porque no se degrada con la desaparición de lo material, de lo exclusivamente físico? Supongamos por un momento que algo impreciso, pero que contiene alguna información trascendente, no desaparece. Veremos después si es útil, o no lo es, que no desaparezca ese algo impreciso individual. Porque universalmente útil es todo aquello que facilita el equilibrio sostenible del cosmos en su totalidad. Si admitimos que algo indefinido y poderoso permanece virtualmente luego de que el cuerpo se deteriore, tendremos que preguntarnos además si es valioso para el universo que esa parte inconsistente materialmente permanezca sin desfallecer. Si lo es, si es verdaderamente útil para el proceso cósmico universal, entonces no hay duda de que su ser es real, de que ese algo existe. Un pensador del siglo XIX dejaría escrito para siempre: No creo que sea posible sostener una cosa universalmente útil que no sea verdad.   Y, si lo pensamos bien, todo lo que es útil, valioso, apropiado o provechoso para el universo es verdadero, necesariamente. Hay dos preguntas entonces, la de si algo no material permanece luego de que el individuo deje de existir como realidad física o biológica; y si ese algo que permanece es útil o no lo es universalmente. Pero esto último no es una pregunta realmente, es una conclusión de la primera cuestión. Porque si permanece es por que es útil. La mejor pregunta no es si permanece algo después de desaparecer la vida material, ya que esto es más difícil de responder. La cuestión es si es valioso o no lo es para el sentido universal del cosmos que algo individual, aunque sea impreciso, permanezca sin desaparecer. 

Ahora debemos llegar a la disquisición de qué se entiende por universalmente útil. ¿Para quién es más útil que algo impreciso siga existiendo en el ámbito universal, para el individuo o para el cosmos? Si es útil solo para el individuo no es algo de utilidad universal, es una utilidad individual, egoísta, lo que sucede a veces en la vida terrenal física. Para comprender esto mejor entremos en la definición de universal. ¿Qué es lo universal? La definición de este vocablo es una contracción de dos términos diferentes, lo uno y lo vario. Es decir, se puede entender universal como lo que sostiene a lo individual entre lo variado. Por tanto, lo que parece que es universal precisará siempre de ambos conceptos. No hay universo si no hay unidad y variedad a la vez. La unidad puede entenderse aquí como globalidad única, como lo contrario a cualquier individualidad personal. El todo general, en una palabra. Lo vario, la variedad, sería ahora la multiplicidad de seres individuales que se relacionan con ese núcleo principal. Para el universo, por consiguiente, la realidad es dual: hay un núcleo único que equilibra el desmán de la variedad que lo orbita. Pero, también se podría entender el universo como la relación entre la individualidad de lo uno, del individuo, con la variedad de lo vario, es decir, con la multiplicidad congregada. Se entiende así, en cualquier caso, que el universo es imposible sin la participación de lo individual con lo general. Lo general es evidente, es el todo de lo que hay en el cosmos. ¿Pero, y lo individual? Si lo individual deja de existir, ¿cómo se sigue manteniendo en el universo esa relación tan necesaria para su existencia? La cuestión ahora es definir lo individual. Lo individual es lo que es indivisible. No se puede dividir un ser definido con sentido existente propio. Se puede dividir un continente o un océano, pero no se puede dividir un ser humano. Sin embargo, se divide. Es ese proceso que sucede en la degradación física o material de un organismo cuando se deteriora con la muerte. Pero, entonces, si debe seguir existiendo esa verdad de lo útil universal, tiene que haber algo que justifique esa individualidad necesariamente, porque no hay universo tampoco sin individualidad. Esa es la parte indefinida e inmaterial que llamaremos aquí alma, a falta de otro término mejor, para poder mantener  siempre esa individualidad cósmica tan precisa. 

En el mundo conocido y representado claramente por los sentidos, el ser vivo es integrado en un proceso existencial que conocemos desde el nacimiento hasta la muerte. El Arte lo ha mostrado en numerosas obras, pero aquí he relacionado dos obras barrocas que expresan, simbólicamente, el inicio y el fin de la vida de un ser individual, concretamente el de un personaje bíblico conocido, Juan el bautista. Este hebreo del siglo I nació, murió y desarrolló su individualidad en el espacio material de una existencia física determinada, su vida en Palestina durante la época de Jesús. La obra de Artemisia Gestileschi nos muestra el nacimiento de Juan entre los rasgos estéticos de la sorpresa y de la estupefacción. Porque no tenía mucho sentido que pudiera nacer ese ser ante las edades tan infértiles de sus progenitores. Aun así lo hizo, prosperó. La atmósfera de la obra barroca es sombría y luminosa a la vez. Una vida individual florece ahora ante las incertidumbres de una realidad física tan imprecisa. El escenario pictórico está lleno aquí de seres que le cuidan, le admiran y le piensan incluso. Una puerta a la derecha de la obra nos descubre la luz de un universo despierto y vinculante, un camino abierto ahora aquí, desplegado y trazado para poder algo impreciso venir de lo lejos... En la siguiente obra, del pintor italiano Massimo Stanzione, Degollación de san Juan Bautista, veremos la desaparición física de ese mismo ser individual de antes. En este lienzo todo es más oscuro, aunque también está lleno de gentes, pero ahora no de seres que le cuidan ni le admiran ni le piensan como antes. Hay una abertura aquí también al fondo, solo que ésta no está ahora tan abierta como antes. Es un estremecimiento ahora tanto para el ser individual que desaparece como para el propio universo, puesto que no hay una salida aquí para su individualidad material o física.  Porque todo su ser físico, con su muerte, acabará finalmente. Sin embargo, el ser virtual, el ser impreciso, su información trascendente, como tal ente individual desde antes de alumbrar su vida, sin saberlo, ya no estará en su sustancia material y sensible. Y ahora, por lo tanto, ¿cómo mantener esa necesaria dualidad universal tan precisa para el cosmos? Entre las rejas cuadrangulares de la ventana siniestra del fondo de la obra, el símbolo de la permanencia individual del ser en el universo escapará decidido... ¿Es así como no desaparecerá esa individualidad tan necesaria que mantendría aquel sentido cósmico tan universal? 

(Óleo Nacimiento de san Juan Bautista, 1635, de la pintora barroca Artemisia Gentileschi, Museo del Prado; Lienzo barroco Degollación de san Juan Bautista, 1635, del pintor Massimo Stanzione, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

20 de octubre de 2020

La negación participa más de la esencia del Arte que la afirmación rudimentaria.


Cuando el ser humano descubrió la negación empezó a utilizar un rasgo muy propio de lo humano o inteligente de su especie. Así el Arte, reflejo sublime de la humanidad simbólica, alcanzaría su mejor representación estética cuanto mejor llegase a plasmar en sus obras esa sensación abstracta de preclara actitud negativa. El Arte, como lenguaje simbólico, crea una manifestación del mundo que incide en su grandeza, en su belleza o en su mensaje inspirado. Pero el ser humano empezó ya antes con su lenguaje hablado, escrito o dibujado a componer sentidos diferentes al propio natural del mundo de las cosas. Y comenzó a negar, algo ésto inexistente en la naturaleza. Porque todo en el mundo natural es afirmación: las cosas son o no son, y ambas determinan una afirmación, aunque sea una negativa gramatical a veces su sentido. Cuando decimos, por ejemplo: hoy no ha llovido, no es una negación sino una afirmación negativa. Pero la negación entendida ahora con un sentido diferente, como una actitud y no como un opuesto a lo afirmado, empezó a ser una realidad cuando el ser humano alcanzó a crear mundos imaginados o sistemas simbólicos que le permitieron crear ficciones posibles, existencias virtuales o pensamientos divergentes. A través de ese mundo simbólico creado el ser humano podía adoptar además una visión ajena a sí mismo y llegar incluso a comprenderla. Por eso surgieron los sistemas filosóficos y las religiones, para poder comenzar a negar la evidencia. Fue negación cuando el primer hombre llenó de víveres o recuerdos materiales las tumbas de sus fallecidos. Fue negación cuando se rebeló ante la tiranía o ante la injusticia más inhumana. Fue negación también cuando compuso sus primeros versos primigenios: negaba así el dolor o la inanidad de sentirse ajeno a la vida. 

Negar fue un cambio en el proceso creativo del hombre, pues con ello se enfrentaba al mundo lastimoso de lo afirmativo. La repulsa llegaría a sofisticarse incluso con el modo abstracto en el que el mensaje se transmitiría. Para el Arte fue a veces algo físico, por ejemplo cuando con la perspectiva renacentista negaba el pintor su imposibilidad de poder representar la vida real. Pero también espiritual, con esa otra forma no física de poder representar las cosas emotivas o incomprensibles. Para el creador del Arte la sutilidad de la representación negativa fue un sentido eficaz para llegar a distinguir, por ejemplo, al artesano o grabador del genio pictórico más sublime. Ahora se podía expresar algo más que una simple representación física de las cosas del mundo. Y empezó el Arte a perfilar un sentido intelectual o metafísico que le llevaría a ser una de las pocas manifestaciones artísticas más sutiles de la historia. Es junto a la poesía el modo de negar que el ser humano pudo realizar sin caer demasiado en la idolatría. Porque la negación es también una virtualidad de lo ideológico. Negamos cuando empezamos a creer en algo. Por eso el Arte, que es una forma con la que el ser humano expresa  sentimientos, consiguió su más elogioso sentido cuanto más alcanzara a representar la negación en sus obras. La negación como actitud digna ante las trastornadoras fuerzas de la naturaleza o del poder infame de la afirmación. Porque cuando a Sócrates le condenan a morir los jueces de Atenas, lo que le llevó a la muerte fue precisamente la terrible afirmación de una injusticia. El pintor neoclásico francés Jacques Philippe Joseph de Saint-Quentin compuso su obra  La muerte de Sócrates con el gesto preciso de su negación. Pero, ¿qué negaba el filósofo por entonces? No negaba sus acusaciones, no negaba su sentencia, no negaba sus principios, lo que negaba era la posible traición a sí mismo. Cuando le sentenciaron a muerte, los jueces atenienses le ofrecieron a cambio el exilio, pero el filósofo griego no aceptó esa salida, la negó, ya que suponía reconocer así su delito. 

En la atribulada historia, tan desconocida, de la gesta colonizadora de América muchos héroes sucumbieron ante la fuerza incongruente de un destino inconcebible. Para el Arte nunca es fácil expresar la negación en las representaciones históricas tan reconocidas. ¿Cómo llegar a conseguir expresar ser fiel a lo histórico y a la negación? Porque no hay negación cuando todo es aceptado, es unánime o es universalmente reconocido. La negación es una rebeldía, la negación es un artificio creado para poder romper la inercia de la vida, para, con ella, alcanzar también a responder a un enigma existencial muy poderoso. Las víctimas caen siempre de ambos lados, pero sólo la representación más sublime consigue llegar a significar la intención más perfecta de la verdadera negación. Para cuando los españoles al mando de Francisco Pizarro obtuvieron la victoria ante el decadente imperio Inca, las maravillosas fragancias de sus tesoros ilusorios y reales cegaron a algunos conquistadores ante el poder engrandecido del gran héroe. La ambición, la codicia y la deslealtad llevaron entonces a la ignominia y al crimen más detestable: el de los propios compañeros de armas. Para cuando la encerrona fue inevitable, el cuerpo acribillado con heridas blancas quedaría inerme en el frío suelo de la estancia. Nadie se atrevió del todo a terminar el crimen, y Pizarro se aferró entonces a sus manos invencibles para poder así, in extremis, tratar de salvar su inútil agonía. De este modo fue como el pintor español Manuel Ramírez Ibáñez compuso su lienzo La muerte de Francisco Pizarro, con la negación dolorosa ante la infamia o ante la defenestración perversa de la felonía. Todo lo que no había podido conseguir el enemigo en la batalla, en el asalto o en la lucha cruenta ante otras armas. El pintor reproduce en su obra el momento flagrante que no es, sin embargo, paradigma alguno de heroicidad o de grandeza elogiosa. Todo lo contrario, de vergüenza incluso. Por eso aquí el Arte alcanza la verdadera consideración estética de lo que la actitud creativa debiera tener para serlo: la negación, ahora aquí tan subjetiva como histórica. Porque aquí solo la escena tenebrosa reivindica ahora una negación elogiosa, una tan artística también que el propio personaje no podrá conseguir al menos sin belleza...

(Óleo neoclásico La muerte de Sócrates, 1762, del pintor francés Jacques Philippe de Saint-Quentin, Escuela Nacional de Arte, París; Lienzo La muerte de Francisco Pizarro, 1877, del pintor español Manuel Ramírez Ibáñez, Museo del Prado, Madrid.)