17 de abril de 2025

Las diferencias compositivas del Arte, o de la vida, se vislumbrarán, ajenas, desde la atalaya más invisible de lo subjetivo.



En estos dos paisajes pictóricos del genial Pieter Bruegel (1526-1569), que componía además en sus obras como un elemento plástico fundamental, podremos comparar el sentido iconográfico de un escenario pictórico (el paisaje) dentro de la temática y del influjo estético propio de la obra de Arte. De este modo el Manierismo, que fluiría desbordado por la artística época fructífera de la vida de Bruegel, realizaría también los primeros mejores detalles paisajísticos del Arte luego del incipiente Renacimiento y antes del desbordante Barroco. Pero en Bruegel el paisaje es un elemento más, no el único ni el exclusivo, es un elemento iconográfico más que se entrelazará con los seres humanos, los verdaderos protagonistas además de ese paisaje robusto. Aquí contrasto ahora dos obras maestras del pintor flamenco, Camino del Calvario y El triunfo de la Muerte. El contraste es fundamental para poder ver, aprehender y comprender. En el Arte es básico, pero no solo en el Arte. Aunque, también es un método tendencioso, lo reconozco, arbitrario, como cualquier interpretación de la realidad, por otra parte. El triunfo de la Muerte es una obra temática clara, su título preciso no deja lugar a dudas: la muerte alcanza su objetivo final ineludible e inalienable, no hay distinción, no hay tregua, no hay compasión alguna. Otro pintor flamenco anterior a Bruegel, muerto diez años antes de nacer éste, El Bosco, fascinaría al mundo europeo con sus diabólicos, fantásticos y ensoñadores seres renacentistas. Pero, a diferencia de El Bosco, Bruegel en su obra mortífera, apocalípticamente semejante al Jardín de las Delicias, no pinta sino dos únicas clases de seres: los esqueletos malvados y los humanos indefensos. Para Bruegel, menos teológico que El Bosco, el mundo es amargo solo por el sentido terrenal del mismo. Los seres maléficos en Bruegel no son sobrenaturales; el mal solo es incidental, inevitable, cumplidor de un sentido final insoslayable. Finalmente, en Bruegel el mal, la muerte, es representado por el símbolo humano de su defenestración biológica, el esqueleto, no por elementos extraños a lo humano. Dos años después el pintor holandés compone su extraordinaria obra de Arte Camino del Calvario. También es un paisaje y cientos de seres además. Teniendo en cuenta a los esqueletos como seres, no sé cuántos más seres hay en una y otra obra. En Camino del Calvario se dice que, aproximadamente, unos quinientos seres pululan en la obra. Una composición con semejante cantidad de seres es muy compleja. Al pronto, hay una característica plástica que distingue una obra de otra: el color pardo. Esta tonalidad abunda en El triunfo de la Muerte. También está en la otra obra, pero menos. Desde luego en la que no aparece tanto, ni tan poco, es en la obra de El Bosco, El Jardín de las Delicias. En el Renacimiento no abundará el color pardo, casi no existe. El Manierismo, con Bruegel en este caso, comienza a exaltarlo, para terminar por triunfar después en el apasionado Barroco. ¿Por qué? Está ese color pardo imbricado al parecer en el sentido de la vida, este más terrenal, más cercano al devenir propio del ser humano ante un mundo propio desolado o despiadado. Donde el pasado y el futuro marcarán el horizonte existencial como eje de un mundo en el que el ser humano buscará forzar así, cambiarlo, el destino angelical o penitenciario del único mensaje reverente. Pieter Bruegel era más agnóstico que El Bosco. Para Bruegel la vida es una oportunidad para contemplar la belleza antes de que el final implacable acabe dominando la vida... o el cuadro. Por esto, a diferencia de la otra obra, Camino del Calvario, a pesar de su evidente mensaje evangélico de ejecución injusta y trágica, dispone de un escenario lleno de insinuado fervor esperanzado de belleza. Para verlo mejor esto hay que compararlo con el oscuro y lastimoso paisaje de su otra obra. En las dos hay muerte, en una flagrante, inapelable, total; en la otra aún no la hay... ni del todo.

En las dos obras de Bruegel hay elementos iconográficos parecidos. Por ejemplo, las horizontales ruedas de tortura elevadas por un madero vertical y poderoso, un sistema donde se exponían los cuerpos de los condenados para ser devorados o aniquilados lentamente. En El triunfo de la Muerte se ven aún restos o partes de cadáveres en las ruedas mortales; en la otra obra, tan solo a los cuervos negros. Hay poder representado en ambos casos pictóricos, es decir, elementos poderosos que condicionan la vida de los otros. En El triunfo está claramente visible por la violencia desatada de los esqueletos malignos; en Camino del Calvario está solo simbolizada por los soldados rojos que ordenan, dirigen o controlan el mundo. No hay en Camino del Calvario muerte aún. Ni siquiera violencia. La habrá, pero aún no la hay. Y la habrá solo de tres seres, Jesús y los dos ladrones (estos últimos transportados en el carro central). El resto de la iconografía describe tanto un mundo cercano como ajeno a ese desenlace. Hay seres que van a ir a ver ejecutar la sentencia en el Calvario. Pero otros están en sus cosas, sin relación alguna con el hecho principal descrito en la obra. Todos van a vivir aún, no mueren aún, como en el terrible lienzo del triunfo. Hasta tal punto la obra Camino del Calvario es incidental, que Jesús y su cruz, aunque central en el obra, no es más que un elemento empequeñecido, entre otros que abundarán en el lienzo. Un lienzo  poderoso iconográficamente por su belleza aparente. Hacia la izquierda, a lo lejos, una inocente ciudad se vislumbra bajo un horizonte luminoso. El cielo, muy poderoso, aunque más oscurecido hacia el lado derecho (cercano aquí al lugar donde dos cruces se elevan ya en el Gólgota pero que también apenas se vislumbran), es un remanso de paz azulado, un inmenso tapiz de belleza pictográfica lleno de nubes amables y de tonalidades esperanzadoras. Luego está el molino, que se eleva imposible en un risco tan vertical como los aislados maderos de las ruedas torturadoras. Pero que aquí, de tan desolado, con su molinero además que observa todo desde lejos, se convierte en un referente de vida, no de muerte, en un proverbial elemento necesario para transformar una tragedia en una explicación tan convincente como el coloreado cielo poderoso. Es como si nada tuviera sentido, a diferencia de El triunfo de la Muerte, que sí lo tiene todo. En Camino del Calvario no tiene sentido, por ejemplo, que Jesús vaya a morir en breve; que su madre, María, esté ahí tan triste y dolorosa en ese mundo tan poco contemporizador con ella. La gente va a lo suyo, sin comprender nada, o sin ver otra cosa más que su propia vida necesaria. Esta manifestación de dolor es el único dolor que hay ahí. En la representación que hace del mundo Bruegel en esta obra hay cabida para todo, lo bueno, lo maravilloso, lo malo, el dolor, la muerte... Y aunque la obra represente el camino de Jesús hacia el Calvario, no es más que una muestra de la vida de los seres humanos; seres que se afanan, o se maravillan, o se sorprenden con un mundo cotidiano que coincide, en este caso, con el extraordinario acontecimiento evangélico. Y todo eso lo verá, desde su atalaya, el molinero solitario que no participará más que de su propia visión tan alejada de las cosas. Como nosotros. 

En la otra obra, El triunfo de la Muerte, no hay incidencia banal, hay destino flagrante, terminante y absoluto. Pero en el Camino del Calvario no, no es eso lo que hay, es justo lo contrario. Y es por esto que un pintor supuestamente agnóstico realizaría una obra sobre la crucifixión de Jesús, en este caso el camino hacia el Gólgota, con lo que esa iconografía supone de tragedia o aflicción, con un cariz lleno aquí, a cambio, de vida, de belleza y de esperanza. A pesar del dolor, a pesar de la condena, a pesar de la cruz, a pesar del sentido... Las sombras apenas existen en esta obra manierista. Algo que en la otra obra, el triunfo, abundarán a cambio. La luz está difuminada en el Camino del Calvario gracias a unas nubes poderosas, que no ocultan además, sin embargo, el azul del cielo o, incluso, el resplandor blanco-amarillento del horizonte de la izquierda, donde ahora el sol comenzará, pero aún no, a ocultarse ya sobre la tierra. Es por ello que el pintor menos teológico compone aquí una verdadera iconografía más certera en su mensaje evangélico salvífico. No hay muerte, hay vida, y ésta solo se verá desde lejos, como el molinero situado bajo las aspas del molino, en forma ahora de cruz, mucho más visible, sin embargo, que la que se apoyará, difícilmente, sobre los hombros cansados o impotentes del caído Cristo. La vida, a pesar de todo, triunfará. El sol, que se ocultará pronto, volverá a salir de nuevo mañana. Y el paisaje seguirá siendo tan maravilloso para el molinero como lo es hoy, a pesar de la trágica experiencia de un suplicio llevado a cabo en el injustificado mundo cruel en el que, a veces, el magnífico mundo resultará ser padecido. Pero que el molinero no lo sabrá. Ni siquiera distinguirá muy bien lo que sucede, lo que acontece en el mundo que él, desde lo alto, tan solo vislumbrará (como nosotros observando una obra compleja), ajeno a su miseria o su realidad, tan cargada ya de oposiciones, de enfrentamientos, de opuestos elementos contrarios que hacen, en la vida como en el Arte, poder o no desentrañar la verdad oculta tras las apariencias de las cosas, de sus tonalidades, de sus composiciones o de sus sutiles sentimientos.   

(Óleo Camino del Calvario, 1564, Museo de Historia del Arte, Viena; Óleo El triunfo de la Muerte, 1562, Museo del Prado, Madrid. Ambas obras del pintor Pieter Bruegel el Viejo.)
 

18 de enero de 2025

El Romanticismo justificó, sin querer, una transformación interesada del Arte, una visión ya ideada de antes y utilizada después.


El poeta romántico alemán Friedrich Hebbel (1813-1863) escribiría una vez del Arte, ahora con respecto a la ciencia avasalladora: Los sistemas (refiriéndose así a lo matemático y científico) no se ensueñan; las obras de Arte no se calculan, o, lo que es lo mismo, no se piensan. Aprovechando esta cita decimonónica, el historiador alemán Spengler avanzaría en 1929, ofreciendo una visión poética de la historia, esto otro: El artista, el historiador verdadero, contempla cómo la cosas devienen; revive el devenir en el rostro de la cosa contemplada. El sistemático, ya sea físico, lógico, darwinista o historiógrafo pragmático, conoce lo que ha sido. El alma de un artista es, como el alma de una cultura, algo que aspira a realizarse, algo completo y perfecto, o, dicho en el lenguaje de una vieja filosofía, un microcosmo.  Hebbel fue un hombre cuya vida y su poesía fueron debida en gran parte a las mujeres de su vida, ya que él, siendo de orígenes desafortunados, pudo prosperar y dedicarse al Arte gracias a la ayuda recibida tanto de una autora célebre de cuentos infantiles como de su propia esposa Elise, que le salvaría además de sus difíciles y duros momentos tan depresivos. En el año 1840 compuso su obra dramática y trágica Judith. Ocho años antes, el pintor romántico francés Horace Vernet compuso su cuadro Judith y Holofernes. Al parecer, Hebbel se inspiraría en una reseña descriptiva escrita por otro poeta romántico alemán, Heine, de este cuadro romántico del pintor Vernet. Nos dice Heine del cuadro:  Criatura encantadora, virgen ayer todavía, pura delante de Dios, mancillada a los ojos del mundo, hostia profanada... El rostro es de una dulce ferocidad, de una ternura sombría; una cólera sentimental se transparenta en él. En sus ojos centellean una divinidad cruel y la alegría de la venganza; pues también ella tiene su injuria que vengar, la profanación de su cuerpo.  Heine acabaría, posiblemente sin querer, con la gran literatura lírica alemana, ya que trataría de superarla utilizando para ello un lenguaje más sencillo, más asequible, menos misterioso, más realista o más conciso que antes. Metáfora ésta ahora afortunada para poder entender lo que el Romanticismo llevaría a cabo después en el mundo postromántico, sin mucha perspicacia ya, y sin quererlo, con la sagrada y esplendorosa significación sublime de los símbolos tan íntimos del devenir... 

Pero, Hebbel llevaría a cabo antes otra cosa diferente. Transformaría primeramente el relato bíblico cristiano del libro de Judith; lo cambiaría de una leyenda utilitaria sagrada a una sagrada literatura romántica genial. Para ello, descubriría su intuición inspirada que Judith no fue solo a la tienda del general asirio Holofernes, enemigo de su pueblo judío asediado, para realizar una venganza patriótica, sino que lo haría realmente por amor... Un amor inconfesable, trastornador, encubierto, desconocido. El libro bíblico de Judith no retrataba a una mujer sino a una diosa heroica...  Ni siquiera los judíos tuvieron a Judith en cuenta para nada en sus relatos sagrados. Sólo la biblia cristiana utilizaría a Judith para hacer de la heroína judía una fuerza religiosa poderosa ante el paganismo, ante la maldad, ante la ofensa sagrada. Compone entonces un personaje virtuoso, una joven viuda que decide enfrentarse al mal muy decidida, salvar así a su pueblo creyente, a su religión, y que, para ello, se acercará al fin al hombre tan infame para, sin perder su honra (no se entregaría nunca a él) emborrachando antes al general asirio, degollarlo luego decidida. Sin embargo, el poeta Hebbel, un creador romántico genuino, crearía una mujer enamorada... sin ella saberlo del todo. Puro romanticismo. Ya no es ella una viuda solamente, es ahora una viuda virgen, una mujer que no llegaría a amar ni a ser amada nunca antes. El que fue su marido en su noche de bodas no pudo o no supo amarla. Ella entonces recorrerá una vida de fantasma, como ese arquetipo utilizado por el Romanticismo puro de una mujer que camina sin ser vista, sin ser amada, sin amor alguno que poder satisfacer... Luego surgirá Holofernes, el hombre apasionado, el enemigo incidental, el poderoso que la ve y se prenda de una belleza perdida. Ella entonces, aprovechando ese deseo que imagina, justificará su decisión íntima e inconfesable con el recurso virtuoso de erigirse ahora en salvadora de su patria. Irá a la tienda de Holofernes y este la amará completamente ya, a diferencia del relato bíblico. Luego, al dormirse él, ella tendrá, necesariamente, que acabar con su vida para, así, ocultar la afrenta desconocida de su vil deseo tanto como para justificar su decisión patriótica o sagrada.

Y esa sensación, perturbadoramente enamorada, está en el cuadro romántico de Vernet. Lo está ahora bajo la sentida expresión confusa de una Judith que mira, sensible y agradecida, la figura tendida y confiada de su amante sobrevenido que, pronto, morirá. En el relato trágico del drama teatral de Hebbel, Judith es ahora una mujer atormentada que sufrirá ocultamente su deseo, uno de los recursos que el Romanticismo utilizará para hacer vencer al amor frente a cualquier otra cosa perturbadora. Heine, a cambio, y tal vez sin querer, no sólo terminaría con la grandiosa lírica alemana tradicional sino también con el sentido romántico por excelencia, un sentido que naufragaría, con los años, en la interesada visión de un mundo, de un microcosmos, muy diferente. De la Judith romántica de Hebbel como de la de Vernet deduciremos ahora además, providencialmente, tanto una cosmovisión anterior como una posterior, y que llevarían por entonces, en cada caso histórico, la sensación más auténtica de un sentimiento íntimo tan humano a su desatino social más utilitario. En la anterior con la sagrada visión eclesiástica de la Judith bíblica, en la posterior con la sesgada y cáustica panacea del enfrentamiento entre los sexos propiciado por una maliciosa malformación o por una sesgada malinterpretación de la propia sociedad. Entre ambos casos quedaría el drama de Hebbel y la pintura de Vernet, dos creadores románticos que, como Spengler propiciaría luego, no dedicarían su Arte a lo sistemático, a lo calculador, a lo matemático del gesto humano más profundo, sino a lo devenir del rostro más íntimo, del más desgarrador y del más humano por auténtico, por genuino, por su falta de cálculo y medida, por su única y merecedora forma, tan romántica, de vivir una pasión como de contenerla.

(Óleo Judith y Holofernes, 1832, del pintor romántico Horace Vernet, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.)


1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)