4 de febrero de 2012

A la mayor gloria de la sofisticación de la Belleza: el Manierismo.



Mucho antes de mediados el siglo XVI se comenzaría a desnaturalizar las figuras, o a modificar los colores, o a distorsionar la perspectiva de las creaciones artísticas. Fue, tal vez, el cansancio de lo anterior, una sensación que se crearía al agotarse las emociones en las que se sustentaba lo de antes. Emociones artísticas que acabaron después de alcanzada ya la perfección de los grandes creadores del Renacimiento, como lo fueron Leonardo o Rafael Sanzio. Pero, entonces, ¿cómo seguir plasmando la Belleza sin continuar, exactamente, con la enseñanza magistral de aquella perfección estética de antes? ¿Cómo seducir ahora, en pleno momento exultante de admiración de la Belleza, sin contar con parte de lo eximio de antes? Esta fue la gran apuesta de unos creadores artísticos llamados manieristas, unos pintores renacentistas todavía pero que no volverían a respetar aquellas medidas clásicas del Hombre de Vitruvio de Leonardo, lo que fuera el modelo perfecto entonces de equilibradas, geométricas y anatómicas formas.

Pero es que no servirían ya aquellas perfectas proporciones para expresar ahora otra cosa distinta. ¿Qué otra cosa...?: la rebeldía manierista. Es seguro que, quizás, fuese obtenido este estilo azarosamente el día que un artista, no pudiendo llegar a realizar la belleza del creador Rafael Sanzio, ideara mejor una transgresión a esa sagrada belleza. Y no se trataba sólo de desproporcionar la naturaleza, también había que teatralizar el gesto o la escena prodigiosa. Había que conseguir no sólo representar bellamente algo sino crear una especie de danza, movimiento o ademán fijo, gestos estéticos que terminarían siendo el rasgo que más caracterizaría esta tendencia artística. Era por entonces la manera -il maniera- de cómo algunos pintores querían demostrar que su nuevo estilo podía llegar a competir con aquel perfecto Renacimiento. Pero no enfrentándose a la grandiosa tendencia clásica sino distanciándose de ella. Comenzarían los pintores a admirar esa libertad creativa con la que, alargando los miembros, empequeñeciendo la cabeza o alterando los colores, podían conseguir otro exquisito y maravilloso Arte.

Era el Arte del acoplamiento visual al buscar la comunicación intrínseca o la interactuación dialéctica de sus modelos representados, una relación que podían llevar a cabo con otro personaje o con el espectador.  El objetivo era resaltar al modelo central o principal interactuando con otro personaje arqueando un brazo al elevarlo o al dejarlo caer para tocarlo.  Fue el estilo enamorado, fue la Arcadia permanente, donde todos se veneran, se respetan o se aman. Fue el paraíso iconográfico donde el personaje de Andrómeda cautiva, por ejemplo, parece que siente ahora más placer que dolor esperando ser salvada por su héroe. Era la escena bendecida por la suavidad, por los movimientos acordes o por la postura exagerada de los gestos. Porque la postura manierista no se planteaba si era conforme a la naturaleza, o a lo correcto -a lo más clásico-, o a lo convencional o incluso a lo sagrado. Pero es que todo se perdonaría en la maravillosa recreación artística que fue la armonía anamórfica manierista.

Sin embargo, todo fue muy diferente después del Manierismo. Los siguientes creadores y críticos denostaron por completo ese estilo diferente y revolucionario, estilo que se mantuvo desprestigiado, menospreciado y olvidado hasta llegar casi el siglo XX. Fue históricamente entonces la poesía más vulnerable del Arte, una melodía artística incomprendida que pasaría de puntillas entre dos fuerzas de la naturaleza: el Renacimiento y el Barroco. No pudieron durar mucho esos rebeldes versos manieristas, que nunca más volverían, ni se repetirían, en la historia, tendencia que no crearía ningún seguimiento ni escuela ni recuerdo. Al igual que como sucedieran con aquellos versos manieristas de fray Luis de León (1527-1591):

Inmensa hermosura;
aquí se muestra toda y resplandece
clarísima luz pura,
que jamás anochece:
eterna primavera aquí florece.
¡Oh, campos verdaderos!
Oh, prados con verdad dulces y amenos!
¡Riquísimos mineros!
¡Oh, deleitosos senos!
¡Repuestos valles, de mil bienes llenos!


Así fue el Manierismo, pura efervescencia sin tiempo ni medida, sin sentido natural, sin referente anterior y sin continuadores siguientes. Aislado en la incomprensión y en lo extraño, en lo adimensionado o en lo exageradamente bello, en lo incomprendido. Ni siquiera se comprende bien lo que fue exactamente, porque siguió adorando la Belleza renacentista, pero sin serlo; siguió gustando de los matices renacentistas, pero con otras cosas diferentes; siguió sugiriendo los colores renacentistas, pero ni el claroscuro ni los colores anteriores fueron lo importante para ellos, ahora mejor buscarían otras tonalidades, esas que señoreaban mejor los perfiles alargados, los movimientos estudiados, excesivamente preparados, o más artificiosos, de sus maravillosos lienzos manieristas. Fue además una revolución estética silenciada. Lo fue porque era una tendencia sin sobresaltos, sin ruidos, apaciguados los elementos más racionales de su composición. Y todo para perseguir un solo fin: sofisticar aún más la Belleza. Llevarla al más puro sentido de lo excelso, de lo que nunca se podría comparar con nada, ni siquiera con los seres a los que pretendía representar. Así fue el Arte más sublime. Un Arte sin complejos. Así fue la más inequívoca forma de expresarlo. Sin contrastes. Porque existió algo así una vez, una disforme y antinatural manera tan maravillosa de crear Arte. Aunque no lo comprendamos, aunque parezca ridículo y superado, aunque no seamos capaces de llegar a entender cómo alguna vez llegara a existir algo así. Algo que fue por entonces lo único que llevara a pensar a algunos, ¡y tan maravillosamente!, que la Belleza no podría ser otra cosa más que eso.

(Óleo del pintor Alessandro Allori, Venus y Cupido, 1570; Cuadro La Venus de Urbino, 1532, Tiziano, Uffizi; Pintura El Baño de Venus, 1558, Giorgio Vasari, Alemania; Óleo Betsabé, 1570, Giovanni Battista Naldini, Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Perseo y Andrómeda, 1611, Joachim Wtewael, Museo del Louvre, París; Lienzo Venus y Adonis, 1587, Bartolomeus Splanger, Amsterdan; Cuadro El juicio de Paris, 1615, Joachim Wtewael, National Gallery; Óleo Venus y Adonis, 1597, del pintor Bartolomeus Splanger, Alemania; Cuadro San Martín y el Mendigo, 1599, El Greco, National Gallery, EEUU.; Óleo La Pietá, 1597, El Greco, Particular.)

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