10 de septiembre de 2023

La Belleza no es transmisible a la sensación inmediata, tampoco a la observación ingenua, traducible o descubierta.



En la historia hay semejanzas comparativas que pueden hacernos reflexionar sobre la realidad. Una realidad que nunca dejará de ser la que es, a pesar de que todo se acabe disolviendo entre las apariencias temporales de lo porvenir. La época que vivimos tiene mucho que ver con el final del siglo XVIII y comienzos del XIX. El Arte, además, puede ayudarnos a comprenderlo. Mejor aún, es lo único que puede hacerlo verdaderamente. Porque aunque los hechos históricos son irrepetibles, el Arte no lo es, necesariamente, como no lo es tampoco la naturaleza humana.  Así, sólo es repetible, de alguna forma, el sentido representativo del mundo, el sentido estético del mundo, también de las cosas vividas interiormente. Si el mundo es Voluntad y Representación (como dijo el filósofo Schopenhauer), la representación es la misma esencialmente siempre, incluso aunque cambien los hechos, las situaciones o las maneras de verlo todo, la vida del ser humano tiende esencialmente a repetirse. La voluntad es la misma siempre, ésta no cambiará nunca, aunque no la veamos, sino sólo sus efectos demoledores. Cuando el escultor francés Jean-Antoine Houdon quiso crear -representar- vida sin tener la opción real de poder crearla, se decidió por esculpir la realidad más objetiva, más descriptiva, naturalista, académica o clasicista, de su época finisecular. Nacido el escultor en el año 1741 en Versalles, el Neoclasicismo por entonces comenzaba a vibrar como la única forma plástica de representar el mundo y su naturaleza sorprendente. Nada se podía hacer en el Arte entonces sin acudir a la realización de lo que los ojos veían sesgados por una luz clarificadora, por un resplandor que desvelaría todo haciendo deslumbrar la vida y el mundo y evitando, así, cualquier atisbo posible a la imaginación. Había Belleza entonces, por supuesto, pero también había verosimilitud descriptiva exagerada, algo que, en ocasiones, bordeaba la Belleza para, sin ella, compensar con lo sublime de la verdad lo que el Arte entusiasta no podría llegar a resaltar sin belleza. La sociedad comenzaría a escindirse, el Arte también. El racionalismo, el sentido de una razón poderosa que explicara la vida y el mundo, llevaba en aquel siglo la semilla de una visión fragmentadora de la sociedad. La fe, que había imperado sin fisuras durante siglos, empezaría a sustituirse, despiadadamente, por una razón demoledora. La intuición por la razón. La compasión por la sórdida ideología incuestionable. El erotismo por la pornografía. Fue un momento histórico de vértigo, de incertidumbre, de apasionamiento. De proliferación nacionalista, de pérdida de valores, de transformación lingüística, histórica, social y política. De revolución, de ruptura, de guerras impredecibles y de esperanzas contrapuestas. En el Arte se había llegado a la culminación más clásica de componer el cuerpo humano y la naturaleza. El Clasicismo se dejaría impregnar de todo avance y de una razón escudriñadora de la verdad. Houdon fue un escultor clasicista que llegaría a reproducir la realidad según el racionalismo más desvelador de una naturaleza dominada. Se especializaría en el Ecorché, una técnica artística que fue iniciada ya en el Renacimiento, cuando el clasicismo alcanzó a experimentar la representación más exacta del mundo. Leonardo da Vinci fue un extraordinario ejemplo de esto, del desollamiento de lo representado más descriptivo. La anatomía sin piel y con los músculos visibles comenzaría en el Arte una nueva dimensión estética. Jean-Antoine Houdon esculpió en el año 1767 en el Hospital de Francia en Roma una figura humana desollada que causó sensación. Sin embargo, él no había hecho sino seguir la tradición clasicista renacentista de ese tipo de figuras anatómicas que se representaban en grabados en madera, por ejemplo, que ilustraban el tratado de Andrea Vesalio De la estructura del cuerpo humano, Basilea 1543. Houdon donaría su escultura a la Academia de Francia para facilitar el estudio de anatomía a los jovenes artistas. Así, se acabaría especializando en la reproducción más verosímil de la naturaleza humana. Sus bustos de personajes importantes apasionaron por sus detalles tan realistas. Fue el caso de su escultura de Voltaire. En el año 1778 el filósofo francés regresaría de su exilio en Suiza a París enfermo y con ochenta y tres años. Houdon le pidió entonces que posara para él. Lo que el escultor realizó fue extraordinario: reprodujo fielmente el demoledor estado físico de Voltaire días antes de fallecer. 

Houdon se dedicaría compulsivamente a retratar en mármol las figuras de personajes de su tiempo, y esto le haría muy conocido y famoso. Con todo esto el clasicismo se decantaría entonces claramente por la verosimilitud, por la representación más fidedigna de la naturaleza. Un realismo exagerado, artístico, creativo, individualista, pero sin ninguna otra emoción ajena a su representado. Sin sentido trascendente. En el Arte, como en la vida, hay dos formas de comunicar: o la mediata o la inmediata. La inmediata es aséptica, es demoledora, crítica feroz de lo escueto por veraz, simple y revelador. Lo mediato fue lo que el Arte compondría siempre, sin embargo, cuando los creadores, sobre todo en la pintura, buscaron la belleza sutil o desgarrada en las imágenes metafóricas, alegóricas, ensoñadoras o misteriosas. Y en esa época finisecular Europa explosionaría social, política y culturalmente. Sin embargo, en el año 1783 Houdon hizo algo extraordinario. Quería realizar una alegoría sobre el invierno y le salió una demostración maravillosa de lo que es el Arte, de lo que la representación artística debe suponer: un mensaje emotivo y trascendente a la propia figura representada. Todo lo contrario que era esculpir bustos individualistas con el más descriptivo detalle anatómico. Esculpió a una solitaria joven aterida de frío cubierta sólo por un velo que no evitaría, sin embargo, mostrar parte de su belleza. Con esta obra Houdon transformaría por completo el sentido estético al que había dedicado y dedicaría toda su vida. ¿Fue sólo una alegoría del invierno? ¿Se cansaría el escultor de mostrar la cruda realidad sin otra connotación que la veracidad inmediata de la vida? ¿Fue una premonición, tal vez, de lo que el mundo perpetraría a la belleza? La escultura de Houdon consiguió entonces ofrecer algo más en un mundo mediatizado por la sumisión a la reproducción clásica de la naturaleza. Pero, sobre todo, realizó algo nunca visto hasta entonces en el Arte clásico: representar oculto lo principal descubriendo lo secundario, lo no eminente, lo accesorio, lo erótico marginal. Pero si el escultor neoclasicista quería representar una alegoría invernal debía cubrir parte del cuerpo sin desmejorar el sentido clásico de belleza. El frío es sobre todo racional, superior, por eso la joven cubre así esa parte de su cuerpo. Su velo no es lo suficientemente grande para protegerla entera del frío. Pero tampoco el Arte clasicista permitiría una representación sin elogiar desnuda parte de la belleza. 

Consiguió Houdon algo entonces que hoy seguiremos planteando en controversia en nuestro mundo tan desestabilizador. El filósofo actual Byung-Chul Han nos dice: El objeto es bello en su envoltura, en su velo, en su escondite. La crítica artística no debe levantar el velo, sino más bien alcanzar la verdadera intuición de la belleza únicamente a través del conocimiento más preciso del velo en cuanto tal. La belleza no se transmite ni a la sensación inmediata ni a la observación ingenua. Ambos procedimientos tratan de alzar el velo  o de mirar a través del velo. Sólo se alcanza la intuición de la belleza como misterio conociendo el velo en cuanto tal. Para conocer lo tapado hay que volverse antes que nada al velo. El velo es más esencial que el objeto tapado... A la belleza le resulta esencial el encubrimiento. Por eso la belleza no se deja desvelar. Su esencia es la imposibilidad de ser desvelada.   Hoy los pensadores más avezados vuelven a reivindicar lo que la belleza fue entonces como prodigio y salvación. Luego de que el escultor francés consiguiera la gloria por su esfuerzo artístico desgarrador, la revolución francesa a partir de 1789 llevaría a prodigar la verosimilitud en aras a menospreciar la sutileza de un desvelamiento providencial...  La crudeza, la imagen aterida del frío, vencería a la belleza surgida de la emoción de un erotismo revelador que buscase la representación ensimismada de una alegoría ficticia. El mundo pronto descubriría con el Romanticismo la forma de sacrificar la sutileza de una belleza para poder desarrollar el apasionamiento representativo estético más demoledor. No sacrificaría la belleza del todo, la suplantaría, la transformaría, la utilizaría para justificar sus planteamientos. Pero el mundo habría cambiado por completo para cuando los campos sangrientos de batallas, europeos y americanos, no tuvieran ya más que expresar que la destrucción, la deformación, la falsedad o la desidia. ¿Dónde quedaría entonces aquella sutil belleza velada parcialmente donde la vida prodigaría otra forma de llegar a entenderla? 

(Detalle de la escultura en mármol Alegoría del invierno, 1783, Jean-Antoine Houdon, Museo Fabre, Montpellier, Francia; Escultura completa, Museo Fabre, Francia; Escultura en bronce La friolenta (La friolera), 1787, Jean-Antoine Houdon, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York (vista anterior y posterior); Detalle de la escultura del Museo Metropolitano, Nueva York.) 

5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)