Arteparnasomanía
4 de abril de 2021
El Arte, la historia y el amor relacionarán casi todo lo relacionable en este mundo.
20 de marzo de 2021
El tiempo, el paso de los siglos, probablemente, salvará la verdad, revelará la historia.


11 de marzo de 2021
El último Renacimiento en el Arte fue el renacimiento romántico más sutil del genial pintor clásico Ingres.
Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de trabajar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían así la pintura clasicista de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejarán llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista en el comienzo del siglo XIX, cuando el mundo no admitiría otra forma que la excelsa clásica y correcta forma equilibrada de pintar. Así pintaría obras extraordinarias, modelos perfectos de su arraigada línea clásica. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión diseñadora de belleza. Sin embargo, el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho en su prurito inspirador más misterioso del Arte, ese que hace que algunos creadores no puedan evitar componer la belleza de una forma diferente a como antes se entendía. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica, de sus maestros. Algo sucedía en el mundo entonces que el pintor nunca pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabía que la expresión de la belleza que él buscaba, perdido entre los lienzos clásicos de su estudio romano, tenía necesariamente que disponer de una distinción estética tan extraordinaria como revolucionaria. A pesar del posible rechazo, a pesar de la incomprensión o del descalabro del sentido artístico tan asentado en los peldaños meritorios del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear la emoción romántica, algo que, por entonces, apenas se vislumbraría entre los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de un Renacimiento arrebatador.
En su estudio de Roma, ciudad a la que Ingres había llegado en 1806 para completar una beca de la Academia de Francia, compondría el díscolo pintor una obra representativa de ese paso vertiginoso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Una revolución, un terremoto artístico entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica femenina. Pero Ingres no pudo evitarlo, no pudo traicionar su sentido estético tan personal, algo que, por entonces, le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la belleza sin rasgar en exceso, sin embargo, la forma aceptada de una belleza clásica. Como sucedería en el Renacimiento tardío con una nueva forma de expresión artística por entonces, el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que, ésta, acabaría siendo metabolizada por los inspirados efluvios de lo diferente. La modelo oriental de Ingres está transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente, sin embargo, que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompe eso la belleza? ¿Lleva la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres, su capacidad de ser un artista extraordinario, consigue convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma sublime de belleza. Luego, hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad clásica establecida. También ofrecería su pintura revolucionaria un contraste, uno más, entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión estética de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender, aunque aún tardaría años, que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz, una imperfección, un desequilibrio tan bello, tan excelso, tan arrebatador, como el que una mirada enamorada experimentaría siempre al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.
(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)
19 de febrero de 2021
El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.
9 de febrero de 2021
La satisfacción humana más visceral en el mundo, generalmente, eludirá decidida la belleza.
Cuando el Paleolítico Superior (hace unos 40.000 años) llevara al ser humano a realizar las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el tiempo en el mundo era helador, intempestivo, duro, desagradable e insatisfactorio. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas y más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Para ese momento, las pinturas elaboradas en las paredes de su refugio fueron compuestas entonces ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo no favorecería más que para ocultarse entonces entre las cálidas grutas terrestres donde la sublime creatividad buscaría, inconsciente, la sagrada belleza apenas conocida del mundo en el reflejo estético más poderoso. Y así pasarían los decenios esos seres humanos prehistóricos, sin poder comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Milenios después, alrededor de hace 12.000 años, el clima cambió de repente en el mundo. Las temperaturas subieron en la Tierra como antes no se habría conocido por los hombres. Casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000-8.000 años antes del presente) llegaría para asombrar a una especie humana que empezaría abandonando sus habitaciones profundas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas, donde ahora la vida y los recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas, al menos comparativamente, con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza?: su satisfacción vital más extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial en su vida conseguirá, sin embargo, eludir sin reservas la necesidad tan visceral de crear, combinar o producir belleza.
En la mitología griega los poetas helenos idearon pronto (Hesíodo) el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la vida y el hombre eran una sola cosa poderosa, donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, la inmortalidad casi, favorecerían con sus dones a los animados seres balbucientes. Pero, pronto todo eso acabaría y llegaría la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes para, finalmente, llegar la Edad de Hierro. En la cronología histórica también se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos iniciales de la etapa histórica llevada a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo se podría asimilar este periodo, el Neolítico, a la edad de plata mitológica. Entonces la idealizada edad de oro sería aquel período anterior prehistórico, el Mesolítico, aquella secuencia que el ser humano experimentara satisfecho con su vida, luego de que las grandes masas de hielo desaparecieran de la Tierra, consecuencia de aquel calentamiento que alcanzara el planeta frente al terrible clima tan inhóspito del Paleolítico. La satisfacción humana, entonces, acabaría con la deseada proyección de un incipiente Arte buscador de la belleza. Nunca se volvieron a realizar las extraordinarias composiciones artísticas parietales ni en cuevas, ni en terrazas o en salientes telúricos, que el Paleolítico helador viese florecer antes entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance, para él, un mínimo de saturación imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, al menos comparativamente con lo vivido milenios antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba y la temperatura y los recursos no hacían más que producir, tal vez, esa belleza natural que, años antes, tan sólo podría el ser humano reproducir artificialmente en su grandeza.
El mundo volvería a experimentar cambios climáticos. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima, que se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, se enfriaría a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora entre los palacios, las casas o los refugios construidos. Entonces el Arte volvería a prosperar con el advenimiento clásico de los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en gran parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasarían los años y el clima volvería a calentarse durante unos cuatro siglos (entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo). El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico primitivo. Y así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente, con los periodos anteriores pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo en el mundo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Así que, con el Renacimiento, conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para poder animar al hombre a alcanzar, insatisfecho, de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejarían, poco a poco, de admirar, producir o recrear belleza como había sido encumbrada y elaborada antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios elevados, compusiera su maravilloso fresco magistral de la Capilla Sixtina, el mundo no habría nunca visto antes una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran por entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada ya miles de años antes, para poder exorcizar, sin tristeza, toda la maldición de una vida. Un siglo después apenas de la decoración de aquella capilla, el especial creador que fuera Caravaggio compuso, decidido, la mejor expresión primorosa de una representación tan fingida. Con su obra David vencedor de Goliat, Caravaggio realizaría otra divina creación estética no antes ni después conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo así, tan excelso de belleza, sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad ineludible de creación y grandeza artísticas. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan perfecta sin la compensación, tan grandiosa, de una belleza estética que el ser humano no hallará, jamás, disfrutando visceralmente tanto de su existencia.
(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)
6 de febrero de 2021
La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo... sin necesidad de verlo.
Es una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene... La de hacernos sentir cosas que no correspondan, exactamente, a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen, falazmente, ante los ojos del mundo. La auténtica percepción humana, tan plástica y grandiosa, hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan inauténticos. Sólo la poesía y el Arte lo pueden hacer, desesperados... Es una experimentación física imposible lo que ellos hacen, inspirados a veces. Sin embargo, eso mismo es lo que nos hará humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de ideación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir, lo conseguirán. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es, y, sin embargo, acabará siendo... Y es algo muy distinto de lo acontecido. Una forma de representación que sobrepase ahora el horizonte previsible y real. Algo que nunca será posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal sería aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra? A hacer que la realidad fuese tan solo una palabra auxiliar de algo que no tendrá nada que ver con la realidad. Cuando vemos ahora la clásica obra del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West, llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observaremos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica manida. ¿Quiénes son esos seres que ahora, abrumados, convertirán su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz, sin embargo, de poder transformar una desesperación sobrevenida en una maravillosa esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio, un extraordinario prodigio para comprender la verdadera razón de los dos géneros distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos ahora a descubrir así el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vagará aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible... ¿Cómo serán los hechos del universo para que nada haya que sea responsable y ajeno al mismo tiempo? ¿Serán esos hechos lo real, serán lo auténtico? ¿Qué sutil cosa podrá ayudarnos a comprenderlo?
El sentido estético representado por el pintor americano de una leyenda tan confusa, hace ahora que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que fue creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal misterioso... Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar es pertenecer a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal ya no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer... que representaría el ser calculador y realista. Porque ese canto salvífico no es ya una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra que no pide nada ni tratará de transformar nada. No, ahora lo que se obtiene con esa plegaria es como lo que decía aquel antiguo verso romántico de Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro. Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio, se transformó una circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrece con su sobrio estilo clasicista, algo que no acabaremos de comprender hasta que nuestros ojos hayan dejado de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento alguno, sino asumir lo extraordinariamente humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo desgarradoramente acompasado que dos seres unidos puedan llegar a poseer para aferrarse a la vida. No hay en la imagen pictórica clásica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver desde su más profundo sentido, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico, o de desarraigo improductivo, o de desolación espantosa.
El desesperado filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento... a la vez que el más prodigioso y sugestivo canto de esperanza: Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte... Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre... Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo... "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos... En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes... Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí...
(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)
23 de enero de 2021
Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo, entonces la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.
Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad. Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Pero, ¿cuáles vidas? Hay una magnitud, realmente dos, que determinará siempre cualquier hecho deleznable en la naturaleza de nuestro mundo. Es la cantidad... y el tiempo. Cuando algo es extendido en las realidades de la naturaleza, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una, o a pocas; y cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo, no durando un día, o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir el desequilibrio que hace algo verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo más alto, hacia la grandiosidad excelsa de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron uno de los pueblos antiguos que más se plantearon esas cosas ante su mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Este culto griego, a diferencia de los demás cultos helenos, ofrecía una sensación de comunicación o participación íntima con la divinidad. El ser humano entonces conseguía unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o por la costumbre social. Segundo, el ser sustituía ahora su conciencia individual por una colectiva; salía así de sí mismo, ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo terrenal. Dionisos encarnaba así la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras... y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios griego Dionisos iba más allá, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también, las que separaban a los hombres de las bestias.
El milenarismo había sido una forma de expresión estética que, basada en la finalidad del tiempo conocido, llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba, discriminadamente, una salvación poderosa para los elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética sagrada adornada con los efluvios imaginativos de una salvación muy anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero nada, todo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios con la ilusión de los hombres. El mundo a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios griego Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto, irracional y pululante, expresado por el dios Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero, veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en muchos siglos una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Ya no podrían servir éstas ni siquiera para exorcizar un prurito de descargo existencial, porque ya nada podría compararse. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de sublime tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?
En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza. Ahí hacían ellos libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de pórfido de Constanza (ahora en los museos Vaticanos). ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo libaciones paganas en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano. En Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que ella había sido todo lo contrario, una mujer pérfida, malvada, sangrienta y vengativa. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose, con más ahínco, a una pintura tenebrista que en exceso clásica. En su obra Baco reflejaría los rasgos absolutamente misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí están la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con el mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte clásico. Tiziano lo había compuesto, en una maravillosa exaltación estética, como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas de lo más desenfrenado. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin alardes especiales, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin poderosas confabulaciones dionisíacas o extravagantes. Así, con el gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de muerte, de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana de una explicación tan simple. ¿Cómo no habrían comprendido los seres humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecería la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla, tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés fuerza aún más la desolada figura de su personaje. Con ello resplandece la fuerza de lo que el Arte, a veces, consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar, así, que la realidad no acabe trastornando para siempre nuestra ilusión más poderosa.
(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)
15 de enero de 2021
La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.
Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.
El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente... Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso... Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.
(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)
5 de enero de 2021
Cuando el Arte sostiene la esperanza del mundo en la sublime metáfora artística de la tragedia.
Pero para cuando los hombres empezaron a preguntarse demasiadas cosas que nunca antes se hubieran atrevido, no pudieron justificar nada desconocido con las mismas cosas de antes sino tratar ahora ya de comprenderlo. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto, como lo había hecho antes, en la providencia más divina de lo sagrado. Así que, ahora, los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza más desapasionada que la vida misma hiciera ya con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí, y las cosas no podrían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido hechas hasta entonces. Para ese momento, los pintores de finales de ese siglo sobrecogido comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor alarde realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras de Arte del clasicismo más romántico de entonces. La fuerza de la Naturaleza era recreada mejor en esas ocasiones en las que el mar tenebroso rugía más despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se aficionaría en la representación artística de buques, puertos y tormentas. Y en el año 1775, veinte años después de que el ser humano dejara la ingenuidad metafísica como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra de Arte El naufragio. Entonces no dudaría el pintor en atribuir la mayor oscuridad y la mayor crudeza a las pinceladas que habrían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento en las imágenes maldecidas de su sublime lienzo. Como todos los naufragios artísticos, aquí también los barcos eran unas cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar irredento. ¿Cómo poder hacer algo los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?
El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más allá de ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista de entonces. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones aparentes. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria obra de Arte para lo que por entonces se llamaran naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son ahora varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada de la costa y la rotunda ferocidad de un mar violento ante las embarcaciones, referenciaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la fragilidad de las cosas..., ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo poder entender ahora ya que la vida no pudiera comprenderse como un relato mágico y creíble? Ya no habría salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podrían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse éstas como lo que eran, catástrofes aisladas, violentas, despiadadas, desdeñosas de cualquier explicación, alarde, sustancia o sentido posible. Ya no habría solución para poder asimilarlas, más que la que la propia ciencia incipiente pudiera explicar con sus razones. Nada, no habría ya nada que hacer... El ser humano, huérfano ya, tendría que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades encontradas en su atrevimiento. El Arte entonces no podía menos que sublimar las cosas. Y eso fue lo que el desconocido pintor holandés hiciera en el confiado año de 1775. Pero, ¿cómo lo hizo entonces?, ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podría dejar de alumbrar sin poseer algún sentido? El pintor compuso en el plano inferior izquierdo de la obra unos hombres ahora que se aferraban a la vida... Habían conseguido salvarse, habían conseguido vencer a la fiereza y a la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.
(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)
28 de diciembre de 2020
La premonición de Seurat no fue en la técnica elegida sino en la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.
Georges Seurat (1859-1891) sería uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representaría en un lienzo. Los colores antes de los impresionistas se habían compuesto siempre en su paleta por los pintores de la historia. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo artístico, se obtenían ya sus resultados en la paleta del pintor, nunca en el propio cuadro ni, por supuesto, en el ojo sensible del espectador. Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de una parte del mundo. Seurat iría incluso mucho más allá todavía. Entendería el original artista francés que la composición de una obra de Arte no tendría nada que ver con las formas geométricas tradicionales, ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. No, tan sólo con el punto geométrico... Así, ahora, con los puntos diversos y sus colores representados en el lienzo se formarían la trama, la forma, la audacia artística o la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que hacer de una tendencia artística una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y de sus combinaciones para obtener, con todo ello en el propio lienzo, la creación artística más impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba ahora el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía con el tiempo, elemento impresionista por excelencia, pero también con el espacio... Ahora, con el Puntillismo de Seurat, había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los meros puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética... A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico, rígido, antropomórfico o desnaturalizado. Así lograría el pintor francés Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista ahora es totalmente visible, no la ocultaría el autor francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma estética equilibradamente científica.
Una modernidad avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdiría en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla artística a los neoimpresionistas. Cuando los pintores impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento impresionista, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron del público su aceptación artística más elogiosa, aunque ésta ellos nunca la sintieran mientras pintaron. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne... Pero, antes de eso, apenas solo unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos articulados, conseguiría llevar a cabo la premonición más distanciada y profética de todas las habidas alguna vez en la historia del Arte, de todas aquellas que en una obra de Arte pudiera haber tenido alguna vez el mundo antes. Y no lo fue ya por la composición asimétrica de la obra ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o de calma que se apreciaba en la obra puntillista. No lo fue siquiera además por su perspectiva cónica, tan profunda o desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado que se asociaba a una meretriz sexual) del caballero altivo del primer plano. No lo fue del mismo modo por el contraste de diferentes clases sociales, ahora unidas aquí, pictóricamente apenas, por el instante estético compartido en la sombra. No lo sería tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta ahora a la de más atrás, símbolo esto tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos mostraban en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designaban un más seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista Seurat se adelantara, con su premonición estética del futuro, a lo que sería la sociedad humana muchos años después, esa sociedad que él apenas representaría simbólicamente... Una sociedad ahora sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencantos siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad apenas compartida, con la languidez tan obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo incluso, sin entenderlo por entonces, solo con los meros alardes pictóricos de su audaz técnica impresionista. Pero, sin embargo, con los atributos estéticos más desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida... ciento treinta y cuatro años después.
(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)
19 de diciembre de 2020
La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.



