1 de diciembre de 2024

El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.







En el Arte pictórico la realidad casi siempre tiende a escindirse, salvo en los retratos oscurecidos del Barroco o del Renacimiento, tan solemnes y tan personales. Tal vez, algunos pintores del Renacimiento y casi todos los del Barroco entendieron que, para obtener la mayor representatividad individual del personaje, no debía existir fondo alguno que distrajese así la rotunda fisonomía especial del retratado o del autorretratado. Pero, cuando una narración, mítica, legendaria o religiosa, afanaba la directriz de un pintor inspirado, quisiese o no albergar una disyuntiva estética, el resultado iconográfico siempre envolvería dos realidades, la titular y la esporádica. ¿Cuál es la verdad de lo expresado? ¿Representa un sentido jerárquico, ineludible y fundamental, casi esencial, de lo nuclear frente a lo secundario? ¿Pueden existir separadas ambas realidades? El Arte, el pictórico claramente, siempre consideró que expresar una realidad conllevaba, ineludiblemente, la visión determinante o implacable de un paisaje, de un contexto. El Arte, así, relativiza la visión del mundo que deberíamos tener. Por tanto, no hay nunca una realidad solitaria, narrativa, exclusiva, nuclear, definitiva... Los pintores del Renacimiento comenzaron descubriendo muy pronto que la belleza, entendida ésta como la expresión sublime de la verdad, no podía ser nunca subjetiva. Es decir, no podía ser nunca unilateral, fijada tan solo en la representación inequívoca de una realidad solitaria, individual, exclusiva. A diferencia de la escultura, por ejemplo, el Arte pictórico recreará la vida completa casi siempre. Entonces, la belleza en la escultura se independiza del mundo, y destaca así, sobremanera, una visión muy subjetiva de la misma. Es belleza, por supuesto, sublime belleza además, pero nunca alcanzará a manifestar la realidad completa del mundo, esa que tiene a la verdad como una mensajera eterna de universalidad y sentido. Las cosas o elementos del mundo disponen de una concatenación imprescindible para describir la realidad completa del universo. Los pintores lo comprendieron pronto; no era solo belleza accesoria, complementaria o decorativa, era parte esencial de lo concurrido en el sentido iconográfico de lo representado. 

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con  una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico. 

Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.

Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental. 

Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...

(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)




27 de octubre de 2024

El Arte es como la Alquimia: sorprendente, bello, desenvuelto, equilibrado, preciso y feliz.



Transformar una cosa en otra, especialmente cuando aquélla es poca cosa, o nada, y ésta es una extraordinaria creación elaborada, sea la que sea, tiene en la Alquimia un sentido preciso de realidad sutil tan poderosa como lo es, decididamente, también el Arte. Son procesos semejantes, son aspiraciones humanas parecidas, cuyos objetivos, aunque tengan divergencias espirituales y materiales, han supuesto a veces o la bendición excelente en ocasiones o la maldición aparente en otras. Filosóficamente, el Arte es una reacción contra el concepto de sujeto. Al igual que la Alquimia... A partir del Renacimiento el hombre, el ser humano, adquiere un perfil principal en el pensamiento moderno. La filosofia, la teología y el derecho situarían al sujeto en el centro del mundo conocido. En su libro Contrapolíticas de la Alquimia, el filósofo Andityas Matos expone su teoría de que la Alquimia siguió entonces por un camino diferente. Dice Matos: A partir de entonces representó uno de los únicos refugios en donde el pensamiento pudo pensarse a sí mismo sin someterse a una autoridad pensante, el sujeto. De hecho en la  Alquimia sería más apropiado hablar de criatura, ya que esta palabra lleva el signo de la transformación.  Como el Arte. Continúa Matos: contra las tristes tecnologías del sujeto la Alquimia piensa un mundo impersonal, infinito, sin bordes, sin separaciones, donde todo se comunica con todo. Como el Arte. Ese proceso transformador que dispone la Alquimia es el mismo que posee el Arte. Ese ámbito de la disertación del discurso del otro, de lo opuesto, de la dicotomía de lo enfrentado, es parte de lo que el Arte ofrece con su belleza. Volviendo a la Alquimia, nos dice el pensador moderno: En los libros alquímicos abundan más las imágenes que las palabras, y esto es así porque aquéllas, más que ejemplificar o ilustrar, dicen.  En el Arte, por ejemplo, la adición de cosas diferentes persigue un resultado único, merecedor así de miradas enloquecidas por encontrar un sentido estético preciso a lo creado. A veces no solo lo consigue sino que lo sublima, llegando a alcanzar una belleza incapaz de ser reconocida sin exceso. Lo que difiere al Arte de la Alquimia es el exceso. Pero éste es tan preciso que su desequilibrio aparente no es percibido sino por el sentido aglutinador que la belleza dispone entonces en un momento de gloria. En el Arte no hay, a diferencia de la Alquimia, un objetivo, un sentido práctico, una adivinación esperando que el sortilegio del mundo rezuma esperanza de mejoramiento. El alejamiento del sujeto, la realidad del otro y su substancia, sin embargo, sí acercarán la Alquimia al Arte. Pero también la sorpresa, la resolución precisa y la fragancia... 

Cuando el pintor Rizi quiso componer su obra Santa Águeda, aquella santa martirizada del siglo III atormentada por el seccionamiento vil de sus pechos, crearía un cuadro preciso donde la escena cruel, sórdida y sangrienta no la veremos sino alejada y empequeñecida en una parte secundaria del lienzo. El resto, la majestuosidad de la gran obra barroca, es ahora la transformación de una representación estética prodigiosa. Porque es una de las pocas obras de Arte clásico donde la belleza del rostro de una mujer ha podido ser conseguida extraordinariamente. La perfección de su rostro es sublime, es única. La mirada, el semblante, el perfil dorado de sus mejillas, el óvalo de su cara perlado es aquí tan excelso, la tonalidad encarnada de sus mejillas es tan auténtica, que esta sorprendente elaboración de un rostro femenino en el Arte no haya podido ser superada no es ahora una afirmación gratuita, es la verdad. Cinco años después, el mismo maravilloso barroco español pintaría una sagrada imagen también arrobada en su semblante, pero esta vez no alcanzaría, sin embargo, la sublime genialidad y belleza perseguida tan precisa. Gestualidad conseguida, erotismo sagrado reconocido, como el barroco español consiguió mejor que ningún otro momento, tendencia o lugar en la historia, pero la obra Magdalena arrepentida de Alonso del Arco no llegará a obtener, como la Alquimia a veces, la bella y equilibrada sorpresa estética de un rostro enaltecido de cierta fuerza poética que, sin embargo, el semblante perfecto de Santa Águeda de Rizi sí conseguirá. Es la sorpresa, el desenvolvimiento, la felicidad... Algo que no siempre se obtiene. El Arte no obliga a tenerlo, puede su plástica versatilidad personal alcanzar la subjetiva valoración de lo artístico sin ello. Entonces lo no especial se convierte en providencial para aquel que lo vea así motivado. Esta transversalidad que tiene el Arte hizo del Arte su evolución peligrosa... Como la Alquimia. Lo diferente producido obtendrá siempre el sentido gratificador del que lo mire agradecido. No hay decisión única. Tampoco consenso. La belleza seguirá mostrando diferentes partes decididas o variados perfiles desenvueltos que conformarán siempre su sentido final. Aun así, nada de lo creado una vez podrá otra volver a superar lo mismo. La belleza no tiene forma de ser repetida ni percibida del mismo modo que lo hiciera antes. Esta particularidad estética, como otras, hace al Arte disponer de una contradicción, la más grande de todas: que lo motivado por un egotismo preciso es lo menos subjetivo y egoísta que existe.

(Óleo barroco Santa Águeda, 1680, Francisco Rizi, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco Magdalena arrepentida, 1685, Alonso del Arco, Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo.)

28 de septiembre de 2024

La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.

 



Las generaciones humanas sufren su momento, es decir, disponen de las sensaciones que el amor, el dolor, la satisfacción o la pesadumbre del tiempo en que deslumbran instilarán en su alma peregrina. Hay una generación que sufrió especialmente el desvalimiento impreciso del sentido misterioso de una búsqueda inútil. Un poeta perdido entre los siglos, de esa misma generación atribulada, describiría lúcidamente esa sensación ambivalente tan dispersa, tan íntima, tan desconocida, pero histórica e incubadora, que algunos espíritus desenvueltos a veces logran percibir, ávidos, cuando los demás apenas solo verán caer, si acaso, unas hojas marchitas en un suelo resbaladizo por su causa... Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego estas expresivas palabras tan universales:  He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué.... Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales (totémicos), me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia.  A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.    Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y a Occidente otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto a que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula dolorosa de los argonautas: navegar es preciso, vivir no lo es. 

Pessoa (1888-1935) nació en esa década imposible de la generación maldita que, desorientada por la bruma inconsiderada de la ofuscación inconsistente de sus ancestros, desarrolló las bases de un nuevo siglo igual de maldito e inconsistente. Como él, otros poetas y artistas también lo hicieron. En este caso, justo en el lugar geográfico europeo opuesto a Pessoa, en Rusia. En 1885 nació el poeta malogrado Viktor Jlébnikov; y en 1881 nacía en Moldavia el pintor Mijail Lariónov. Los poetas son, a diferencia de los pintores, quienes más desangran la verdad de lo que viven, porque la tienen que describir más con tiempo que con espacio, y es el tiempo, justamente, lo que significará más en una generación la forma nítida del desamparo. El poeta ruso Jlébnikov se iniciaría en el Simbolismo, pero pronto conocería a los poetas futuristas y en 1908 publicaría un rupturista texto en prosa. Se uniría así a un grupo de artistas modernistas que, con motivo de una exposición en el año 1910, publicarían un folleto ilustrativo claramente hostil al movimiento simbolista, y que anunciaba ya, de alguna forma, el nacimiento del efímero movimiento futurista ruso. Aficionado el poeta a las matemáticas, estaba convencido de que existían leyes matemáticas que determinaban la historia y el destino de los pueblos. Ofuscado por la derrota rusa ante los japoneses de 1905, necesitaba comprender las razones de ese humillante aplastamiento bélico. En 1912 participó con otros en un manifiesto, Bofetada al gusto del público, en donde incluye su poema El Saltamontes: Alado con letras doradas/ en las venas más finas,/ el saltamontes llenaba/ las costeras con muchas hierbas y fes en la parte posterior de su vientre./ "¡Ping, ping, ping!" - Zinziber se sacudió./ ¡Oh, cisne!/ Ay, enciende./  Composición que constituye un ejemplo modernista de la llamada poesía fonética y del lenguaje trasmental ruso záum. El manifiesto atacaba tanto a la literatura del pasado, invitando a arrojar por la borda del barco de la Modernidad a creadores clásicos rusos de la talla de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, como del momento presente por entonces, especialmente los simbolistas. Tiempo después, durante la revolución rusa de 1917, el poeta interpretó la misma como un levantamiento del pueblo en venganza por la opresión, y lo consideró un paso en el camino hacia un gobierno mundial. Al año siguiente viajaría por Rusia en plena guerra civil, acabando su vida en 1922 herido de muerte por una gangrena insensible.

El pintor Lariónov (1881-1964) compuso una serie de lienzos inspirado por ese futurismo ruso, imbuido este movimiento artístico de una independencia irrenunciable hacia los valores plásticos en sí mismos. Reclutado en la Primera Guerra mundial, el cruel y desalmado enfrentamiento europeo truncaría su actividad y marcaría parte de su vida artística posterior. Pero en el año 1910, cuatro años antes incluso de esa terrible contienda mundial, pintaría su autorretrato futurista. En él podemos observar, sin analizar profundamente mucho, al pronto, los rasgos confusos, contrapuestos, oscuros, meditabundos, rebeldes, obtusos, dolidos, de una perdida generación... En el año 1689, cuando el mundo parecía que ya recuperaba la calma pacífica, luego de treinta años de una angustia bélica insufrible tiempo antes, esa misma calma que Europa necesitaba para volver a sentir, por ejemplo, que la luz fuera algo más que un mero mecanismo confuso para poder ver un mundo desmembrado y difuso, el pintor holandés Meindert Hobbema (1638-1709) compuso su obra La avenida de Middleharnis. ¿No parece una obra actual o contemporánea de otros momentos históricos más adelantados en el tiempo que aquel barroco tan desubicado entre dos siglos racionalistas? La obra de Hobbema es sorprendentemente exquisita. Qué intemporalidad, qué placidez, qué serenidad, qué sencillez, qué genialidad... Es un mundo que no concilia ni con lo que nos dice Pessoa, ni con lo que los futuristas idearon enfrentando una realidad con otra. Es el año 1689 el momento de esta composición barroca, pero también donde habitaron aquellos ancestros de los ancestros afortunados que Pessoa añoraba en su escrito. ¿Lo fueron? Porque ellos habían sufrido también enfrentamientos, guerras, enfermedades, desolación y muerte. Pero, sin embargo, habían resguardado una cosa: la esperanza. En esta obra de Hobbema se ve por todas partes: en la profundidad con sentido de un paisaje natural y civilizado, en su perspectiva definida y limitada por las trazas de un lienzo preciso, en las nubes no errabundas de un cielo infinito, pero acogedor, en los árboles aislados pero juntos de un sendero seguro, en el orden conjugado con la libertad natural de un lugar armonioso y tranquilo, en la impresión retenida y abierta de un sosiego sin misterios, o de un trascendentalismo tan asequible como el controlado vuelo de unos pájaros apenas aquí ahora visibles en la lejanía. 

(Óleo Autorretrato, 1910, del pintor futurista ruso Mijaíl Lariónov, Colección Larionova-Tomilina, París; Óleo sobre lienzo La avenida de Middleharnis, 1689, del pintor barroco holandés Meindert Hobbema, National Gallery, Londres.)



25 de agosto de 2024

El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...




 Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real.  De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual...  Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes.    Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos. 

En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro  de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.

El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño.  Como el amor...

(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)

15 de agosto de 2024

El centro del mundo es la representación ritual de un orden sagrado, el Arte, cuya expresión sensible es la creación del hombre.


 

En una noche del mes de julio del año 1216, cuando San Francisco rezaba en su pequeña capilla de Asís por el alma de todos los seres, tuvo entonces el santo italiano una exaltación visionaria muy extraordinaria. Fue una visión única y estremecedora, en donde las figuras de Cristo y María, rodeados de muchos ángeles alados, inspiraría al santo medieval rogar así por una renovación espiritual muy universal. De pedir entonces de rodillas a su Dios la indulgencia para todos los que visitaran el templo de Asís, un lugar que apenas cuatro años antes le fuera entregado a San Francisco en muy malas condiciones arquitectónicas, abandonado en un bosque desolado sobre un monte llamado Subasio en la abrupta región de Umbría. Cuatro años después de esa visión sagrada en Asís, los franciscanos llegaron a la ciudad castellana de Segovia y fundaron un convento en la zona parroquial de San Benito, una estancia muy cercana al patio de las Acacias de Segovia. Este recinto conventual franciscano alcanzaría con los siglos una gran importancia por su extensión, suntuosidad y obras de Arte. En el año 1659 los franciscanos de Segovia le encargaron al pintor sevillano Francisco Caro (1624-1667) una pintura muy especial para su claustro: San Francisco de Asís en la Porciúncula. Como casi todas las obras de Arte encargadas por el clero, en general, éstas eran sufragadas por donantes, personajes importantes de la localidad que pagaban al pintor por su obra y que, habitualmente, el autor los retrataba en el lienzo finalizado. Así se compusieron muchas obras de Arte para la Iglesia, pero esta obra barroca (manierista y hasta renacentista también incluso) tiene una maravilloso concepto estético e iconográfico detrás de su aparente religiosidad. Primeramente, es una compleja composición pictórica de un gran tamaño (273 x 330 cm) que representará diferentes espacios, decoraciones, tiempos y sentido histórico. Como buen alumno del pintor granadino Alonso Cano, pero también como seguidor entusiasta de su paisano Francisco Herrera el Mozo, Caro consigue expresar aquí una exaltación estética prodigiosa con su particular visión de San Francisco. 

Dispone de características estéticas especiales la obra barroca: los ángeles renacentistas y barrocos, los manieristas trazos de las figuras de Cristo y de San Francisco, las oblicuas líneas de las baldosas renacentistas, paralelas a los cuadros añadidos en la propia obra artística, tan peculiarmente dibujados además, de los retratos de las figuras de los personajes donantes (Antonio Contreras y su esposa María Amezquita), ya que lo normal era pintar a los donantes incluidos dentro de la iconografía del cuadro, incorporados a la temática de la obra. Pero aquí no es así, aquí los donantes están, además de separados, compuestos en dos retratos de dos cuadros añadidos al lienzo, algo muy extraordinario. Así que, por lo tanto, son tres escenarios iconográficos: el suelo contemporáneo al pintor con los dos retratos contemporáneos, el santo aislado y arrodillado en su capilla franciscana, y, por último, el sagrado celestial lugar divino. Y, por consiguiente, tres tiempos además: el antiguo sagrado, el medieval y el moderno. Y el pintor compone los tres tiempos tan separados como unidos en la genial obra. Y esta unión virtual serán aquí los ángeles, el material espiritual que envuelve así los tres tiempos y los tres escenarios. Aunque, realmente, solo interactúan los ángeles con el terrenal secular mundo profano, quienes verdaderamente necesitarán de su influjo sagrado, ya que el santo y la divinidad no lo requieren, lo ofrecen (como el Arte...). La iconografía llevada a cabo por este desconocido pintor sevillano, cuyo padre, Francisco López Caro, estudió en Sevilla con Velázquez en la escuela de Pacheco, dispone de una especial representación con ciertos tintes antropológicos para aquel que lo quiera ver. Asís, por ejemplo, en esa capilla franciscana tan universal y poderosa, como la propia figura de su santo, representa ahora un lugar en el mundo, un centro sagrado especial en el mundo. Y aquí, en la obra barroca de Caro, se consagraba además la celebración del jubileo de la Porciúncula, una indulgencia divina, un perdón especial, un agradecimiento universal motivado por San Francisco en su capilla fundacional aquella noche de julio. Por otro lado, tenemos en la obra la antigüedad representada por la divinidad sagrada, que expresará un inicio, un advenimiento de algo que justificaría la historia o el principio de ésta. Y luego estarán los hombres, los seres humanos a los que irá dirigida, tiempo después, esa historia. Según el filósofo rumano Mircea Eliade, la historia tiene una representación especial en el rito, en lo sagrado, pero también en lo profano, expresada básicamente entre la antigüedad y la modernidad. En resumen, nos viene a decir el filósofo rumano que los eventos sagrados, míticos, ocurridos una vez, después de ocurrir no tendrían ya ningún valor o realidad. Si la esencia de lo sagrado solo se basa entonces en su primera aparición, toda aparición posterior debería ser en realidad la primera aparición. Por lo tanto, la imitación de un evento mítico es, en efecto, el propio evento mítico que está ocurriendo nuevamente. El filósofo rumano nos sigue diciendo que el mito y el ritual (el Arte) son vehículos de un eterno retorno al tiempo de los orígenes.

Un gesto no es real -continúa Eliade- porque repita una acción efectuada en la época inicial, en la mítica, sino porque adquiere un sentido en el ritual que lo entrega así por medio de una función sagrada (artística...). Esto mismo sucede en el escenario geográfico, particularmente en la ubicación de los templos: porque éstos también se relacionan con un lugar sagrado, con un modelo celeste que es anterior a ellos. Toda vida humana no repite entonces un acto primordial, del mismo modo que no todos los lugares poseen un modelo celeste. Y esto no es así por nada, sino porque estarán fuera del cosmos y pertenecerán al caos... En este sentido no tienen existencia real, puesto que el caos precede siempre a la creación. Sin embargo, un lugar se puede volver sagrado cuando se realizan ritos que repiten, simbólicamente, el acto de la creación. Porque ésta, la creación, ocurre siempre en el lugar donde se encuentran lo celeste (la inspiración) con lo terrenal, es decir, en el centro del mundo...  Así, toda creación humana (el Arte) que se relaciona además con una cosmogonía se vuelve por su parte un centro, ya que repite la creación. Con respecto al paso del tiempo un momento significativo es, por ejemplo, la celebración del año nuevo. El filosofo Eliade nos dice que en todas partes del mundo existe una concepción del fin y del comienzo de algo (del tiempo). Es similar a aquel paso del caos al cosmos. O sea, de la creación. Todo aquello que ha ocurrido antes de esta nueva creación se destruye ahora, desaparecerá para siempre (los pecados se anularán, el sentido de algo cambiará). El ser humano, continúa el filósofo, debe regenerarse en el tiempo mítico, o sagrado, y para esto efectuará ritos (Arte). En la medida en que estos ritos repiten una cosmogonía (una estética, una iconografía), cada nuevo rito es una nueva creación en sí. Los ritos (el Arte) permitirán al hombre abolir el tiempo; indican, por tanto, una intención antihistórica. Por consiguiente la historia lineal (no la cíclica), tal como la modernidad nos la habría hecho entender, acabaría por llegar a cuestionar la historia misma:  si es o no es una falacia y una degeneración. Lo sagrado (lo artístico) históricamente habría participado de la concepción de las dos, de la lineal y de la cíclica. Pero, a partir de finales del siglo XVII (después de la composición de esta obra de Caro), el linealismo histórico se afirmaría decididamente, sobre todo a partir del siglo de las luces. Para entonces, para ese momento histórico tan desconsagrado, el sentido de lo creado frente al caos simbólico habría cambiado ya total y definitivamente. 

(Óleo sobre lienzo, San Francisco de Asís en la Porciúncula, con los donantes Antonio Contreras y María Amezquita, 1659, del pintor barroco español Francisco Caro; Museo del Prado, Madrid.)


29 de junio de 2024

La luz, la composición, el color, la emoción incipiente...: un Renacimiento español extraordinario.


 



Encerradas entre las brumas de la historia, de los museos, de las tendencias, de las promociones o de la injusta publicidad, existen ciertas obras de Arte que no han podido enaltecer, por haber sido exclusivas, a su propio autor. Tal vez eso haga la publicidad o el reconocimiento: no una genialidad aislada, sino una continuidad reconocida. No se alcanza la genialidad reconocida por una sola obra excelsa sino por varias. Existieron diferentes renacimientos artísticos entre el siglo XIII y el siglo XVI, pero el del siglo XV fue, verdaderamente, el más preciso de denominar así, en mayúsculas: Renacimiento. Fueron tres focos geográficos en Europa los que lo hicieron posible: Italia, Flandes y España. Y fue además un acontecimiento cultural, fundamentalmente pictórico, que descubrió, básicamente, cuatro cosas o elementos estéticos: la luz, la composición (perspectiva también), el color y una incipiente emoción desgarrada. Como toda combinación de cosas precisas, aquella que alcance el equilibrio donde se refleje mejor la especial cualidad de la intensidad de las cosas combinadas, esa será, decididamente, la mejor combinación de todas. Y para poder vislumbrarlo en el Arte de aquel siglo XV, la iconografía de la Piedad puede ayudarnos algo a comprenderlo. La técnica, el estilema o el rasgo estilístico, es una característica personal que ayudará a los historiadores a ubicar, a registrar o a definir una autoría, pero un estilo personal no es, necesariamente, un estilo o una tendencia artística generacional. Gótico Internacional, Hispano flamenco o Primitivo Flamenco son denominaciones para catalogar en los registros o libros de iconografía. Pero, cuando miramos una obra de Arte lo que veremos serán los rasgos generales de una periodicidad temporal mucho más amplia. Para muestra de lo que expreso selecciono tres obras renacentistas de tres pintores del siglo XV, uno flamenco, Rogier van der Weyden, otro italiano, Perugino, y otro español, Fernando Gallego.

Los tres pintores compusieron su Piedad entre 1441 y 1495. Los tres incluyeron en ellas la luz, la composición renacentista, el color y una emoción incipiente. Pero, desde mi punto de vista, solo Fernando Gallego consiguió la combinación más destacada, equilibrada o conseguida de las tres obras maestras. Veamos cada uno de esos elementos combinatorios. La luz: en el caso de Weyden la luz es focalizada, genialmente, en un fondo primoroso, el resto es dominado por la composición tenebrosa; en el caso de Perugino la luz es suave, como su emoción, apropiada para la sutil tenebrosidad de su original composición sublime; pero la luz en Gallego es primorosa, domina toda la composición y transforma por completo cualquier tenebrosidad en esperanza. La composición: en Weyden el primer plano manifiesta genialmente la temática escatológica con varios personajes, su diagonal (que luego Gallego utilizará) es magistral, trazada por el cadáver de Cristo entre los brazos de su madre; en Perugino la composición trasciende el tema de la Piedad para alcanzar otra cosa, la sublimidad del Renacimiento, la originalidad de éste para componer lo que sea; en Gallego la composición es completada por un paisaje renacentista, que incluye una ciudad como muestra de civilización y cultura, por una cruz geométrica descentrada que matizará el escenario grandioso, por una sola pareja de figuras exclusivas, tan solo Cristo y su madre, que realzará así la sensación expresada de lo que es una Piedad verdaderamente (solo las figuras marginales y empequeñecidas de unos donantes anónimos romperán la soledad de los personajes principales de una Piedad tan clásica). El color: en Weyden el color es matizado por dos tonos predominantes, el rojo de san Juan y el azul de la Virgen, el resto es tenebrosidad oscurecida; en Perugino los colores son magistrales, consigue con ellos el pintor italiano la consumación del Renacimiento más extraordinario; en el pintor Fernando Gallego los colores, menos contrastados que en el italiano, alcanzan con su sutilidad a combinar todo el paisaje en una bella esperanza emotiva. La emotividad: en Weyden la emotividad es dolorosamente rasgada por el, aún, tenebroso mensaje desgarrador y escatológico; en Perugino la emotividad la transmiten los colores, los gestos y la originalidad, solamente; en el pintor español Gallego la emotividad es extraordinariamente expresada en su obra, la veremos en la mirada, la viva y la muerta, en el abrazo cándido, sensible y considerado (su mano cubre incluso la herida de Cristo en un alarde transformador de muerte en vida) de una madre confiada hacia un hijo entregado ahora, relajadamente, a un destino trascendente.

Fernando Gallego fue, tal vez, el pintor, de los tres, menos afortunado en bienes o nivel socioeconómico en su propia vida. El Perugino vivió y pintó de la mejor manera que un creador exitoso pudiera desear para hacer lo que quisiera con su Arte y con su vida. Rogier van der Weyden, como pintor de Bruselas, también dispuso de ventajas sociales para poder desarrollar todo su talento artístico. Pero Fernando Gallego nació en Castilla en el año 1440 y tuvo que superar dificultades personales y sociales en aquellos difíciles años, 1460 y 1470, recorrer además muchos lugares para poder pintar, en iglesias y para iglesias, en un ambiente rígido y muy poco innovador. Por ello el mérito de su obra La Piedad es extraordinario. Consiguió unir el llamado gótico final o estilo hispano-flamenco con el sentido más definidor de lo que el Renacimiento acabaría por ser, años después, con figuras como Leonardo da Vinci, Joachim Patinir o incluso Rafael.  Ese fue el mérito especial de Fernando Gallego, un creador sublime español que solo con su obra La Piedad alcanzaría las cuatro cosas que, juntas y en la misma medida y definición, nos permiten ahora entender mejor el Renacimiento como aquella consecución combinada de esos cuatro elementos iconográficos: una composición genial matizada de luz, de color y de una sutil emoción inspirada y sublime. Formas todas ellas que llevarían al Arte a conseguir la mayor grandeza que pudiera alcanzar entre las tribulaciones temporales de una evolución histórica tan destacada. Pero atisbada también, a veces, de unos sublimes versos sueltos artísticos tan desconocidos como definitorios. 

(Óleo sobre tabla de pino, La Piedad, 1470, Fernando Gallego, Museo del Prado, Madrid; Óleo sobre tabla de roble, La Piedad, 1441, Rogier van der Weyden, Museos Reales de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Oleo sobre tabla, Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, Perugino, Galería Nacional de Irlanda, Dublín.)

23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


12 de mayo de 2024

La representación de algo más que estético, trascendente, mágico, rupturista, tuvo en el Manierismo español un genio desconocido.

 



En el año 1799 Goya compuso un retrato encargado por el historiador Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829) para su obra Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Se trataba de un dibujo a sanguina, una técnica llamada así por utilizar un lapicero rojo basado en el óxido férrico, lo cual permitiría tonalidades, contrastes o perfilamientos carnales y luminosos muy atractivos. El retratado lo era el pintor sevillano Luis de Vargas (1505-1567), un renacentista romanista situado, históricamente, en uno de los periodos más significativos para el Arte. Definir cuándo empieza exactamente una tendencia pictórica es complejo. El Renacimiento llevaba ya muchos años cuando el pintor sevillano Luis de Vargas vino al mundo. Fueron dos pintores italianos los que determinaron la culminación del Renacimiento: Miguel Ángel y Rafael. Para cuando el joven Luis de Vargas tendría veintiún años el mundo del Arte comenzaría a cambiar, pero, entonces viaja a Roma y descubre así la maravillosa fascinación de ese cambio extraordinario. ¿Qué había sucedido en el Arte por entonces? Una magia, una extraordinaria epifanía artística nunca antes vivida en el mundo occidental. Algo se añadió además, algo se suplementó entonces, algo nuevo producto de la innovación, del sentimiento, de la sublimación de la belleza tan representada desde hacía siglos; también del elogio, de la virtud, de la gloria, del discernimiento, sobre la forma que el Arte podría disponer para poder alcanzar a representar el mundo sin el mundo; sólo, tal vez, con la recreación de éste llevada por la exageración, el desbordamiento, la sorpresa, la ideación, el símbolo, la belleza... En definitiva, como un sortilegio asombroso para poder describir lo que hay más allá del límite físico o racional de las cosas existentes. Fue apasionante aquel momento artístico, y Roma era entonces el centro del mundo que había llevado a cabo el resorte plástico tan innovador para poder conciliar, además, el pasado clásico con el presente artístico más desgarrado e inspirador. De toda su vida a partir de entonces, año 1526, el pintor manierista español sólo residió en Sevilla siete años desde el año 1534 y diecisiete años desde el año 1550, el resto pintaría y viviría en Roma impregnándose del efusivo ambiente de creación tan fascinante de un Renacimiento ya transformado para siempre. Las obras que más han sido reconocidas, incluso conocidas simplemente, fueron las que compuso en su patria natal. En ellas se observan la combinación impactante, propia de su estilo particular, entre un manierismo italiano exultante y un cierto naturalismo sevillano o andaluz que le añade, asimismo, una gran personalidad. 

En el Museo de Arte de Filadelfia se encuentra su obra del año 1560  Los preparativos para la Crucifixión. En esta obra manierista podemos vislumbrar o, mejor dicho, ver claramente, la manera en que el Manierismo alcanzó a evolucionar hasta poder llegar a componer una sinfonía plástica tan sorprendente. Pero, lo era así porque esa forma de pintar, de crear, de componer, permitiría una forma de digresión, de ruptura limitada, con la grandiosidad clásica de lo que fue el Renacimiento. Pero para hacerlo, para componer eso particularmente ajeno a la norma no escrita, no hacía falta romperlo todo sino variar apenas entonces un gesto, unas líneas, una mirada o una emoción traducible a lo estético. En esta obra sagrada sobre los momentos inmediatamente anteriores a la crucifixión de Cristo, el pintor se atreve y configura una escena diferente, sorpresiva, distorsionadora con la conocida narración, con la leyenda sagrada, con la historia o con la representación formal de una situación tan solemne, tan grave o tan consecuente. La figura de Cristo, sentada ahora en la cruz a la espera de ser crucificado, es una alegoría extraordinaria de la serenidad ascética, de una tranquilidad trascendente tan ajena y distante con la propia idea del sacrificio tan violento y sangrante más aniquilador. Todo lo demás, salvo la figura contemporánea a la obra del donante, es ajustado a lo natural de una representación escatológica, mortífera o ajusticiadora del dios cristiano. Por supuesto que las formas estilísticas del Manierismo están ahí, en las medidas inéditas de las figuras ahora disonantes, por ejemplo, frente a la perspectiva clásica más ajustada a lo real o más natural propia del Renacimiento. Es sencillamente genial la composición tan atrevida estéticamente, tanto como su propia tendencia artística, para poder llegar a transmitir entonces algo más que belleza física, plástica, compositiva, colorista o combinatoria de formas, luces, tonos o sombras detallistas. En el Manierismo hay como un alejamiento o desdén de lo representado, pero esto es sólo aparente, ya que lo que desea el pintor manierista es ir más allá, trascender, sin otro recurso que la transgresión estética o plástica más elaborada. 

Lo que distingue al cristianismo de cualquiera otra gran religión conocida es que su profeta, su dios, su representante sagrado, muere sacrificado de manera brutal, vil, cruel y sanguinaria. Esto la hace especial, y a su figura representativa, Cristo, la configura además como un ser asesinado vilmente sobre la consecución de un designio sacrificatorio por el bien salvífico de los seres humanos. Y esto a su vez determinará toda la teología, la tradición, las formas de culto y la propia antropología de esta religión. Si Jesús, un ser extraordinario atribuido de una gran bondad, de una serena virtud y de una sabiduría ejemplar, incluso más allá de lo humano, no hubiese muerto tan sacrificado vilmente, ¿hubiese sido artífice también de una religión donde la sangre fuese sustituida por la filosofía compasiva o la crueldad por la salvación discursiva y no por la muerte sacrificada...? Hoy incluso se mantiene la tradición con la estética barroca de la cruel muerte y sacrificio con la sagrada y elogiosa escenificación de la Semana Santa. Pero, siglos atrás la devoción cristiana al sacrificio llevaba a algunos seres humanos a imitar las fuertes maneras tan dolorosas y sangrientas de agresión al cuerpo humano. El propio pintor Luis de Vargas mantuvo la costumbre de la humillación dolorosa de la flagelación antes de llevar a cabo sus arrebatados cuadros sagrados. Es cierto que la representación teológica del sacrificio de Jesús tiene una contrapartida de salvación, de vida, de resurrección, de esperanza, pero, no es menos cierto que ese esfuerzo de vanagloriar el dolor, el desgarro, la pasión o la humillación más sangrienta, llevaría a los humanos creyentes a desarrollar una forma de elogio al sacrificio, a la herida o a la fascinación por el padecimiento físico más espantoso. Recuerdo hace años el interés que causó la película de Mel Gibson La Pasión. Quise verla y no pude soportar, por más que me obligase, las terribles escenas de agresión física tan verosímiles y despiadadas, sin limitación estética alguna, donde un ser humano, aunque sea parte de un Dios, sufre en silencio con las peores flagelaciones hirientes que puedan imaginarse. Nunca volví a poder ver esas escenas tan terribles; tan gratuitas, por otra parte.

¿Lleva la violencia a la violencia, aunque aquélla sea justificada por la determinación salvífica de un objetivo grandioso?  En su obra Eminencia gris, el escritor Aldous Huxley nos cuenta: En su retiro de Avignon, el anciano guerrero (Louis de Crillon, apodado El Valiente) estaba oyendo un día el sermón. El tema era la pasión de Cristo; el predicador estaba lleno de fuego y de elocuencia. De pronto, en medio de una patética descripción de la crucifixión, el anciano se levantó de un salto, desenvainó la espada que había usado tan heroicamente contra los hugonotes y, blandiéndola por encima de la cabeza, con el decidido y noble ademán del que corre en defensa de la inocencia perseguida, gritó su llamada de guerra... Más adelante sigue diciendo el escritor británico: La idea del sufrimiento vicario está asociada con la historia de la pasión, y en los espíritus cristianos ha producido efectos no menos ambivalentes. La gratitud por Dios que entró en la humanidad y que sufrió para que los hombres pudieran salvarse trae consigo la tesis de que el sufrimiento es bueno en sí y que, debido a que el autosacrificio voluntario es meritorio y ennoblecedor, debe haber también algo espléndido en el autosacrificio involuntario impuesto desde afuera... Continúa más adelante Huxley: Dios tomó sobre sí los pecados de la humanidad y murió para que los hombres pudieran salvarse. Por lo tanto, podemos hacer la guerra, explotar al pobre o esclavizar, y todo ello sin el menor escrúpulo de conciencia, pues nuestras víctimas están ilustrando el gran principio del sufrimiento vicario (el sufrimiento de otro asumido por otro) y, lejos de perjudicarlas, estamos haciéndoles un verdadero favor al hacerles posible "sufrir y morir" para que otros (que por una feliz coincidencia somos nosotros) puedan vivir, ser felices y estar bien.

(Óleo Los preparativos para la Crucifixión, 1560, del pintor manierista Luis de Vargas, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU.; Dibujo a la sangrina, Retrato de Luis de Vargas, 1799, Goya, Fundación Goya, Aragón.)

3 de marzo de 2024

La mirada frontal frente a la ladeada ocultará el misterio estético, mediatizando ahora la belleza del Arte a cambio de la real.


 

Cuando los pintores desean representar la belleza más objetiva, generalmente en el retrato subjetivo, primarán siempre el detalle frontal frente a cualquier otro. Entonces el sentido estético más misterioso sucumbirá ante la radiante y única belleza de los rasgos representados. En el Arte, sin embargo, la Belleza no se puede personalizar jamás, está difuminada y expresada en todos y en cada uno de los matices de una insinuada obra artística. La belleza, por lo tanto, es y no es Arte...  Me explico. Existen dos clases de belleza, la objetiva y la subjetiva, pero entendidas ahora desde el punto de vista del objeto representado, no del sujeto perceptor. En el Arte el objeto representado debe disponer de vida estética propia, independientemente del observador. La belleza entonces estará desligada de quien la mire. No será ya la sensación psicológica que inspire un deseo o una admiración, sino la suma de una emoción interior que exprese ahora la representación estética elaborada de una proporción, de una nostalgia, de un misterio y/o de una sutileza. Es una recreación de belleza no la belleza en sí. La Belleza en el Arte no puede prevalecer en una sola cosa, sino que debe mostrarse en todos y cada uno de los elementos estéticos que una representación dispone en su pequeño universo plástico. No puede además interactuar con el observador, como lo hace un retrato, aunque éste, no obstante, disponga de belleza.  

Así, la belleza retratada subjetiva es el retrato, una forma de Arte, por supuesto, algo que adquiere también proporción, misterio, tal vez nostalgia, pero no sutileza... La sutileza es una especial grandiosidad del sentido estético que una obra de Arte consigue cuando es una representación anónima. Es decir, cuando no está personalizada en alguien, lo que es un retrato, aunque ese alguien no se conozca incluso, pero sí sus rasgos evidenciadores. La sutileza en el Arte no es eso, es una forma de abstracción, es despersonalización, es encubrimiento. La perfección estética, de hecho, se sitúa lejos de lo sutil, acercándose así mucho más a lo subjetivo, o personalizado, de un retrato poderoso. El Arte es, sin embargo, algo multifacético, como sabremos muy bien desde su amanecer contemporáneo: puede tener mil caras demostrativas de su genialidad estética. Sin embargo, cuando la representación artística está sesgada desde el perfil imperfecto de una imagen incierta, lo que es el perfil estético retratado generalmente, surge ahora la belleza del Arte no la del personaje, exista o no. Y surge además con toda la maravillosa capacidad que tiene una representación estética para ser expresión de un mensaje implícito e inspirador, mucho más que para tenerla de una imagen explícita y sugerente, aunque también disponga de belleza.

El perfil es siempre la mitad de la verdad, es la partición de la naturaleza en una mitad desconocida ahora, sesgada por su arbitrariedad elegida (solo una mitad decidida se representa, la otra se oculta decidida). La verdad, sin embargo, no es nada por sí mismo, sino que siempre tiene sentido real en relación a algo o a alguien. Y esta relación debe existir siempre para que la verdad prevalezca. Pero, el Arte no tiene nunca nada que ver con la verdad, tan solo con la belleza...  Y la belleza estética, artística (no natural), nunca es perfección sino sólo sutileza creativa. Por eso el cuadro del pintor francés Jean-Jacques Henner posee más belleza de Arte que el retrato del cuadro del pintor cordobés; siendo éste, sin embargo, un maravilloso retrato artístico de la belleza frontal de una bella mujer. Pero en éste se agotará pronto esa belleza, la sensación de esa belleza. La miraremos deslumbrados por su belleza natural, única, retratada, medida, clara, cierta, deseosa, perfecta, pero no descubriremos nada más oculto en ella. Su misterio deslumbrante, si lo tiene, dejará de tenerlo muy pronto sustituido por la perfección de unos rasgos estéticos extraordinarios, aunque carente ahora la obra del universo misterioso e infinito que el Arte dispone, siempre, con los alardes objetivos de una representación acorde a la sutil belleza estética, una belleza ésta más intemporal, más impersonal, más sublime y eterna del mundo. Y lo es por su mediatización estética ahora de una belleza real en otra dividida, perdida, difuminada ya en el todo artístico de una obra completa, no subjetiva sino objetiva desde el propio Arte, lo que hace que la belleza prevalezca eterna, oculta tras la metáfora sublime de una narración más completa donde el color, el contraste, el desdén también, supongan la conjunción más artística de una visión rota, además, por la ausencia de vinculación personal entre el objeto artístico y el sujeto admirador de esa sutil belleza.

(Óleo Estudio de una mujer de rojo, 1890, del pintor Jean-Jacques Henner, Hermitage, Rusia; Óleo Retrato de una dama, 1925, del pintor Julio Romero de Torres, Colección Pérez Simón, Madrid.)

16 de diciembre de 2023

Lo real se transformará en un vacío al no poder sustituir lo vivido por lo representado, lo sentido por lo expresado, la vida por el Arte...

 



Era el comienzo de un siglo esperado y temible, entusiasmado y desalentador, era la consecución de un descubrimiento de siglos anteriores que no habían sido sino la antesala, la búsqueda, la ilusión, o la realidad, de una sentida sensación demoledora... Cuando el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal sintió, en el año 1902, que el mundo que hasta entonces había amado se iba desmoronando poco a poco en su frágil memoria fértil, comprendió aquellas palabras finiseculares o milenaristas, pronunciadas siglos ha por otros espíritus semejantes, que habrían enfrentado la realidad del mundo a la idea más brillante, la ilusión justificadora a la memoria trastornada o desvanecida, la belleza demudada por la representación infinita. Y entonces el poeta publicaría su novela Carta de Lord Chandos. Era una triste epifanía de la verdad desconocida, de la separación brusca, disruptiva, de la sensación y de la palabra. Hofmannsthal expresaba por entonces una angustia vital que todos los siglos de cultura, belleza, representación o entusiasmo diligente, no habrían podido sanar en un espíritu humano tan necesitado de sentido y de belleza. El personaje de su novela, Lord Chandos, decide no volver a escribir más palabras aparentemente bellas que ahora, para él, son ya incapaces de poder alcanzar, mínimamente, a reflejar la sensación inspiradora por la que fueron buscadas desde siempre. Fue una crisis, además, que el poeta austríaco no habría solo descubierto él. A finales del siglo XIX el mundo representado saltó por los aires... Fue una admonición un tanto abstracta de algo que, apenas quince años después, se convertiría en toda una realidad explosiva -saltar por los aires- con el terrible acontecimiento de la Primera Guerra Mundial. Historia y vida, pensamiento, literatura y Arte. 

¿Con la palabra escrita o pronunciada sucede también lo mismo que con el Arte visual? ¿Qué hay de verdad en que la sensación de la búsqueda del sentido, del significado, ha de ser también distinta o no de la del referente, del significante? Si hay un hastío por no conseguir vivir lo representado verdaderamente, qué sentido tiene la belleza descrita como manifestación abstracta y resumida de la propia vida o del mundo. ¿Fue la belleza culpable por no haberla entendido bien lo que ella significaba? ¿O es la insatisfacción, es decir, es la incapacidad de poder alcanzar esa sagrada belleza que llevaría a algunos afortunados a poder componer, de algo abstruso y desordenado, toda una extraordinaria creación brillante, bella y sublime? Platón fue el primero en describirla, el primer hombre en pensar y definir la belleza y la satisfacción además de la belleza. Identificaba el bien con la simetría, con la proporción y con el equilibrio. Los griegos, los artistas griegos, no hicieron más que representarla, satisfechos, siguiendo a su maestro pensador más extraordinario. Pero, el mundo cambió. La historia lo señalará además no añadiendo ningún efecto demoledor, incluso, al paso de los siglos hasta la llegada del año 1000 después de Cristo. Sí había sido demoledora la terrible transformación de una sociedad europea romana y civilizada en una sociedad europea cristiana desmembrada o fragmentada de civilización heredada. El Arte entonces se hizo cada vez más abstracto, menos representado de belleza humana porque ésta no era más que la causa de una desilusión estética... Las palabras y los signos definieron entonces una armonía celestial, universal, global, donde lo representado no era el ser humano ni sus deseos, sino la grandeza de lo sublime más abstracto. Así, el Arte islámico, desde el siglo VIII, desarrollaría geometrías infinitas llenas de esplendor simétrico universal. Así, el Arte bizantino imitaría lo abstracto representado en iconos sagrados, o denostaría la representación de esos iconos. Así, el Arte medieval cristiano buscaría primero la desnudez de las paredes clásicas o, tiempo después, la luz matizada a través de las ojivas luminosas de un brillante esplendor catedralicio. 

No, no había en el pensamiento europeo artístico satisfacción a nada de eso. Cuando las edificaciones del gótico alcanzaron a celebrar aquella belleza de proporciones extraordinarias, el anhelo de belleza seguiría igual de vacío que antes.  El Renacimiento no surgió sino que se desarrolló, paulatinamente, como un feto artístico que duraría no menos de cuatrocientos años en crecer, entre los años 1200 al 1580. Cuando verdaderamente dejó de crecer fue a finales del siglo XVI. Entonces sucedió una cosa que no ha vuelto a suceder jamás en el Arte. Se enfrentó el ser humano al Arte como nunca antes lo había hecho. Casi alcanzó a satisfacerle... El pintor Louis de Caullery nació en uno de los lugares europeos más desarrollados artísticamente. Amberes fue parte de la monarquía española, un lugar que recogía el impulso norteño con el color italiano y la sublimidad española. Pero es que, además, el Arte europeo se encontraba por entonces buscando la belleza entre la metáfora sofisticada manierista y el sentido narrador más realista del barroco. Entre ambas fuerzas el pintor flamenco Caullery trataría de conseguir representar lo que tantos siglos se había perseguido. ¿Lo consiguió? En absoluto. La belleza es inasible, el Arte es momentáneo, como lo son los versos y sus palabras escogidas que emigran ya, inevitablemente, por los reveses de una fantasía temporal adolecida de unos sentimientos insostenibles. Aun así, en el museo del Prado existe una genial obra suya, La Crucifixión. Tal vez nos sirva, o me sirva, mejor dicho, para poder describir una realidad expresiva muy peculiar, tanto abstracta como figurativa. Si nos fijamos bien en la obra, no hay belleza en los rostros de Caullery, tampoco en sus figuras, en sus movimientos ni en su aglomeración excesiva. ¿Qué hay, entonces, para representar, sin embargo, una extraordinaria semblanza de lo que el Arte consiguió una vez? ¿Es, tal vez, aquella definición de Platón: proporción, simetría, equilibrio? Sí. Lo consiguió, posiblemente, con los matices oscuros de unos colores fuertes y lo consiguió, también, con la fuerza expresiva de la globalidad frente a la representación de la unidad... Una abstracción figurativa. 

Pocos años antes de que el poeta austríaco publicase su desesperada novela desalentadora, otro creador austríaco, Maximilian Lenz, compuso su obra pictórica Un Mundo. La ideación de esta pintura habría deambulado antes ya por siglos para poder llegar desde la proporción sublime de Caullery a la simbología intimista de Lenz. ¿Seguiría persiguiéndose aquella belleza? La belleza sufrió por entonces un homicidio inevitable. Ya que no había podido conseguirse apoderar de ella desde la representación, ésta trataría de buscarse dentro del sujeto y no tanto fuera de él. Pero, sin embargo, esto era regresar a la belleza platónica... No fue el ser humano capaz de resolver este dilema, ya que esa interiorización requeriría una espiritualidad desarrollada, algo que se iba además diluyendo por las grietas demoledoras de un advenimiento científico, técnico y social nunca vistos antes. Y, de ese modo, el pintor Lenz crearía un lienzo que mostraba ahora la desunión del mundo con el sentido más interior de la vida del ser humano. No había forma ya, estaba la representación de la belleza perdida entre la sensación infinita por poseerla y el sueño eterno por evolucionar. El pintor no consiguió triunfar en el Arte, más allá que como una mera instrumentalización industrial de su genio artístico. Marcharía antes de pintar el cuadro a Buenos Aires para poder trabajar dibujando sellos de correos. Años después volvería a su país para trabajar como diseñador del Banco de Austria y componer así los billetes que llevaron al auge y la caída de aquella misma sociedad perdida. ¿Sería todo eso una cruel metáfora existencial y artística que llevaría al mundo a renegar para siempre de conseguir alcanzar la belleza? 

(Obra simbolista Un Mundo, 1899, del pintor Maximilian Lenz, Museo de Bellas Artes de Budapest; Lienzo manierista-barroco La Crucifixión, 1603 (?), del pintor Louis de Caullery, Museo del Prado.)