22 de junio de 2018

Cuando la idealización nos confunde, nos aleja o distorsiona la idea, sin embargo, de la propia realidad.




La hermandad prerrafaelita no fue una tendencia artística propiamente, sino una asociación de creadores que buscaron enfrentarse a la pujante definición académica de lo que por entonces -mediados del siglo XIX- debía ser considerado Arte. Para entenderlo mejor se debe situar esa forma de pintar -como reacción- en el contexto de una sociedad brutalmente industrializada que financiaba y justificaba un tipo de Arte clásico encumbrador de belleza. Porque esa sociedad sofisticada que mantenía y soportaba el clasicismo académico -lo contrario del Prerrafaelismo- combinaba autocomplacencia con falsa belleza ilusoria. Los creadores prerrafaelitas dejaron claro con sus principios estéticos lo que entendían debía ser considerado Arte. Primero, debía expresar ideas auténticas y sinceras, algo que la sociedad había dejado de hacer desde hacía siglos. Segundo, debía fijarse en la naturaleza para componer un escenario natural libre de artificios banales. Tercero, debía buscar las ideas estéticas en las formas del periodo anterior al siglo XVI, cuando el Arte era puro, sin matices de sofisticación artificiosa. Por último, debía buscar la perfección en la creación, pero entendida no desde un punto de vista formal sino conceptual. Es decir, buscaban la perfección en la idealización estética, no en el entramado plástico -ya determinado en el clasicismo-, con el que solo se alcanzaba una meta estética elaborada y sofisticada.

Era evidente que existía por algunos críticos, poetas o artistas un rechazo a la sociedad industrial, que  transformaba la vida, las emociones, la estética y los valores de los humanos, atribulados por una sensación de absorción asfixiante de una estética (paisajes urbanos carentes de belleza junto a una idealización clásica de Arte encorsetado) que sobrepasaba las ideas entusiastas de unos espíritus artísticos que veían en el pasado la mejor alternativa a un mundo insensible e industrialmente vertiginoso. Y entonces una idealización sustituyó a otra...  Se admiraba la Edad Media como modelo de sociedad más sincera, ferviente de principios estéticos, sociales, éticos y económicos elogiosos. El pensador escocés Thomas Carlyle influiría en la idea prerrafaelita. Para este crítico las riquezas materiales son una falsedad porque conducen a una crisis personal de la que solo puede salvar un idealismo espiritual. Así que los prerrafaelitas y sus adeptos llevaron su estética a una idea de rechazo y de amor, es decir, rechazo a una sociedad y amor a una idea.

Cuando en octubre del año 1857 uno de los creadores más insignes de esa hermandad artística, Dante Gabriel Rossetti (1828-1882), viese en un teatro de Oxford a la joven Jane Burden (1839-1914), comprendería que su etérea imagen femenina era parte de aquella idealización estética con la que habían perseguido hallar una belleza elusiva, efusiva y distante. De ese modo se convertiría Jane Burden, una joven de muy bajo extracto social, en la deseada modelo de una nueva forma de componer belleza. Rossetti la pintaría como paradigma de su estética prerrafaelita, pero también otro anhelado creador adepto la pintaría, aunque ahora además con una amorosa admiración personal irresistible. Lo hizo también en un sentido de justificar su estética con una apasionada forma de sugerir una perfección social en la idealización exagerada de una forma de vida diferente. William Morris (1834-1896) era un artista al modo de aquellos renacentistas anteriores a Rafael (lo que es el prerrafaelismo) como, salvando las distancias, el genial Leonardo da Vinci lo fuera. Arquitecto, poeta, escritor, pintor, diseñador y activista social, Morris anhelaba un mundo que nada tenía que ver con el que vivía. Cuando pinta a Jane Burden en su obra La Bella Isolda descubre en ella la belleza idealizada que su idea estética de perfección habría provocado en su pensamiento socialmente progresista. Se comprometen ambos y acabarán viviendo una relación desentonada y desequilibrada tanto en emociones como en pasiones. Ella vió en él la posibilidad de un progreso que su vida necesitaba y él en ella aquella idealización que tanto anhelase y buscase en el mundo. 

En el año 1890 William Morris escribiría una novela utópica, Noticias de ninguna parte o una era de reposo.  En esos años finiseculares del siglo industrial más vertiginoso, Morris deseaba expresar una ensoñación utópica y vital para una humanidad por entonces despiadada, descarrilada e infame socialmente. Y entonces imagina cómo debería ser la sociedad ideal un siglo después, en el año 2000. Es una visión idealizada de un mundo futuro carente de conflictos sociales, sin clases que se enfrenten y sin objetos materiales que condicionen la dulce convivencia. Pero no lo hace desde la evolución sosegada de una mejora sostenida sino desde la transformación absoluta de las cosas: sin industrias, sin escuelas, sin matrimonios, sin grandes ciudades... Algo que para su sensación tan idealizada de la vida conllevaría el enfrentamiento absoluto con la única sociedad que existía. Un escritor británico, Chesterton, elogiaría su deseo, pero, a cambio, pensaría que era del todo inconsistente ya que hacer una reforma de algo que no se ama es difícil de llevar a cabo solo ahora desde el odio...  Porque cuando idealizamos alguna cosa corremos siempre el riesgo de vituperar (des-idealizar) alguna otra. Decía Chesterton de Morris al criticar éste la sociedad tan abrumadora de entonces: A menos que el poeta pueda amar al monstruo tal como es, y pueda sentir, con algún grado de generosa excitación, su gigantesca y misteriosa alegría de vivir, la escala inmensa de su anatomía de hierro y el latido atronador de su corazón, no podrá transformar la bestia en el príncipe encantado... 

Siete años después de su matrimonio con William Morris, Jane Burden comenzaría un discreto romance con Rossetti. Ella había confesado que nunca había estado enamorada de William, aunque tuvo dos hijas con él y vivieran ambos respetuosamente alejados entre sus diferentes emociones personales. Él entregado a su utopía y ella a una sensación desenfrenada e insatisfecha. Con la frustrada elaboración de una tendencia los prerrafaelitas consiguieron, en poco más de cinco años, que su forma de expresar solo pasara a la historia con el mismo impulso temporal de aquella utopía de Morris. Fue una pintura denostada luego y su decadentismo estético no se recuperaría en elogios hasta finales del siglo XX, casi cuando ubicara Morris su sociedad tan idealizada. ¿Qué quedará hoy, sin embargo, de toda aquella gesta idealista? De la estética nada en absoluto, de la idealización una constatación de que la idea no puede ser motivo de un sentido único en el mundo, sea el que sea. La belleza, por ejemplo, no puede configurarse desde la idealización sino desde su propia esencia artística. La sociedad no puede transformarse tampoco desde una idealización sino también desde su propia esencia social. Porque, como decía aquel escritor ufano, nunca puede llevarse a cabo una reforma desde profundas diferencias, ofensas o rechazos, sino desde el amor o la sintonía más auténtica y sincera de mejorar. Como los principios prerrafaelitas..., aunque estos fueran idealizados sin contar con que lo auténtico no es una sola cosa idealizada, sino la amalgama sostenible de un universo más complejo, diverso, también esencial y reformable...

(Óleo La Bella Isolda, 1858, del pintor prerrafaelita William Morris, Tate Gallery; Fotografía de la modelo Jane Burden (Jane Morris), 1865; Lienzo Proserpina, 1874, el pintor prerrafaelita Dante Gabriel Rossetti, Tate Gallery; Óleo Pía de Tolomei, 1880, Dante Gabriel Rossetti, Museo Spencer de Kansas; todas las modelos son Jane Burden.)

11 de junio de 2018

La Arcadia como referente estético de un lugar utópico, paradisíaco, idealizado o incierto.



El Renacimiento fue coetáneo de aquellos hombres y mujeres que comenzaron a descubrir las primeras sensaciones de libertad de la que se gozó en Europa. Con tal fuerza se llegaron a presentir las nuevas fronteras de emociones descubiertas que poetas y pintores trataron de reflejarlo así en sus clásicas obras de Arte. Con la maravillosa justificación clásica grecorromana asociaron lugar y formas idílicas a un paraíso terrenal alejado ahora de ciertas connotaciones religiosas. Y lo ubicaron en la Grecia antigua, donde los versos clásicos habían dominado con su presencia mítica: en la Arcadia, una región helénica más conocida en la Antigüedad por su escasa evolución social, o primitivo entorno, que por líricas ensoñaciones metafóricas. Pero que los poetas griegos y latinos habían reivindicado al representar el escenario natural idílico con la idea más paradisíaca de todas. Es decir, de una idea donde los seres humanos no habían sido aún transformados por la sofisticación, la industria, el comercio o la palabra. Allí vivían entonces pastores con recolectores, dioses con hombres, recuerdos sin nostalgias o afectos sin pudores. El Renacimiento glosaría, sin embargo, la idea idílica más que el lugar idílico. Y, así, pocas representaciones pictóricas, por no decir ninguna, existen en el Renacimiento de una visión de la Arcadia. El pintor Giorgione elaboró una obra, de autoría confusa con su discípulo Tiziano o terminada por éste (Giorgione fallece en 1510, el año de la composición de la obra), donde unos personajes celebran alegres una fiesta campestre. Era una osadía pintar personajes con vestiduras contemporáneas para representar una idealización clásica y bella de la vida; también, la presencia de mujeres desnudas solo se justificaba en el Arte con ninfas o con diosas bellas, y hacerlo ahora así, combinándolas además con personas vulgares, era todo un alarde extraordinario.

El paisaje de Giorgione inspiraba la representación mítica de aquel lugar griego tan paradisíaco. Es una de las pocas pinturas que expresan un atisbo de lo que la idea arcádica ofrecía de un escenario vital maravilloso. No hacía falta componer la Arcadia propiamente, porque la Arcadia era una idea tan fantástica que, a poco que se pronunciara, podía evaporarse su nombre como un susurro y desvanecerse así entre los recuerdos perdidos de los hombres. También todo paisaje accesorio a representaciones sagradas podía hacer referencia a ese maravilloso lugar, aunque ahora con claras connotaciones religiosas o sacras. El Renacimiento había recuperado la idea arcádica y la había asociado a un sentido nuevo y libre del ser humano, a un motivo de felicidad. Nadie dudaría entonces de la veracidad de la idea ni de la posibilidad de vivir una vida placentera, más ilusionada o más esperanzada en este mundo. Y así se pintaron paisajes y momentos, se pintaron cuerpos, cielos, valles y bosques. Se glosaron rimas para elogiar la vida y acercar la sensación de belleza a la realidad, representándola así en el espacio estético de una escena frugal o de una grandiosa, generalmente ambas mitológicas. El siglo XVI terminó y acabaría con el resultado de haber producido en Europa el peor balance más trágico y sangriento con sus terribles guerras religiosas. Así que, ¿dónde estaba entonces esa Arcadia que, noventa años antes, por ejemplo, cantaran los poetas o pintara Giorgione?

En el año 1618, cuando el Barroco acabó para siempre con el sueño tan ingenuo de la Arcadia, el pintor Guercino fue el primero que pintó una representación que tiró ya por los suelos toda aquella idealización de la mítica y maravillosa Arcadia renacentista. Compuso una obra donde ahora no había apenas paisaje, y donde, además, el protagonista no es nadie ni nada especial: solo una calavera sobre el pedestal extemporáneo de un lugar perdido entre los bosques. Sin embargo, es descubierta por los mismos personajes arcádicos, o pastores míticos, representados un siglo antes cuando el mundo celebraba aún la belleza... ¿Adónde había ido la metáfora renacentista y clásica tan bella que asociaba un determinado escenario con la permanente Arcadia? El pintor Guercino solo expresaría lo que, desde hacía años, el mundo sospechaba claramente: si existía un paraíso como ese, tan real como para que algunos lo vivieran en este mundo, no era menos cierto que duraría tan poco como, para todos, duraba la existencia y la vida en esta Tierra. Así que aquellos pastores míticos, cantados por los versos del poeta latino Virgilio, por la literatura del italiano Sannazaro o la del isabelino Sidney, se enfrentaban ahora con la despiadada y mortífera realidad existencial de su extraña metáfora: Et in Arcadia ego (yo también en Arcadia). Es decir, yo, el principal personaje representado en el cuadro de Guercino, la muerte, venía a gritar ahora a los mismos que habían soñado con su Arcadia maravillosa que: nunca había dejado de estar con ellos para siempre...

Doce años después que Guercino, un pintor francés se atreve a pintar la misma metáfora siniestra de la Arcadia. Nicolás Poussin compuso su Pastores en la Arcadia (Et in Arcadia ego) con una extraordinaria genialidad barroca y expresionista... El paisaje aquí también es escaso frente a los personajes. A diferencia de Guercino, los protagonistas son los mismos que llevan a cabo el curioso descubrimiento. Pero ahora no hay solo una calavera, hay un sarcófago tallado en piedra que representa la sensación más grandiosa del hallazgo. Es un monumento funerario más que un sarcófago, es un túmulo entre las rocas y entre la frondosidad bella de un bosque amable. Es la Arcadia... Al contrario de Guercino, que solo pintaba pastores semi-ocultos, Poussin describe en su obra un escenario arcádico donde cuatro personas interactúan con el hallazgo. Es genial la obra porque representa además una cierta psicología metafórica: ninguno de ellos se sorprende, asusta o inquiere, incluso, ningún gesto meditabundo. Son seres felices que, paseando por el bosque, de pronto, descubren el grabado sobre piedra con la talla de un monumento funerario. Y se afanan por entender y leer lo que su epigrama les pueda aclarar del descubrimiento. Uno de los personajes retratados es un dios mítico, Alfeo, que se distrae aquí, sin preocuparse del hallazgo, con el ánfora de agua que derrama sin lamento. De los tres pastores, uno es una hermosa joven arcádica, una bella y sensual mujer que, sin demasiado interés, presencia indolente lo que sus compañeros indagan.

Ocho años más tarde, en 1638, el pintor francés vuelve de nuevo a pintar la misma temática, Et in Arcadia ego, pero, ahora, hace una obra totalmente distinta. Ahora el monumento funerario está en un prado despejado de la Arcadia, a la vista de todos. No hay, por tanto, ningún hallazgo aquí. Todo es principal en la obra: la representación de la inscripción tallada, el túmulo grandioso y los pastores de la Arcadia. Ahora sí están más involucrados todos los personajes en la interpretación de ese mensaje misterioso. Ahora le inquieren a la mujer, que no está como antes distraída o desdeñosa, qué es lo que puede entenderse con esa leyenda inscrita... Realmente Poussin, a diferencia de Guercino, no muestra en ninguna de sus obras de la Arcadia alarma, sorpresa o reflexión trascendente o profunda. Sus personajes o son más ingenuos o más cultivados, porque no muestran la preocupación existencial tan alarmante ante la muerte que Guercino hiciera en su obra. La Arcadia, aquel paraíso idílico en la Tierra donde los hombres y las mujeres vivían felices y no tendrían que pensar, sentir o meditar sobre otra cosa que no fuera la vida maravillosa, había sido derrotado para siempre con la visión racionalista o realista del Barroco. Poussin había comenzado también a pintar con los rasgos destacados de una tendencia menos clásica y más barroca. En su genial obra del año 1630, donde los pastores hallan el túmulo escondido tras unas ramas del bosque, el trazo barroco destaca más que las siluetas renacentistas de algunas de sus figuras clásicas. Pero, poco después, cuando el pintor francés descubriera, fascinado, el valor del clasicismo barroco más elegante, pintaría su otra obra mucho más renacentista, menos ingenua o menos misteriosa. Ahora había un paisaje grandioso en su obra, ahora no había calavera, ni sensualidad, ni deleite fácil ni sorpresa. El pintor francés quiso recuperar aquel sentido renacentista tan idílico y tan irreal de la bella Arcadia. Lucharía toda su vida por mantener el Clasicismo frente a un Barroco poderoso, hábil, genial o más realista. Así que no pudo menos que expresar el pintor más clásico del Barroco, con la última obra sobre este tema que pintara en su vida, que la metáfora arcádica estaba aún viva entre los hombres, que prospería además en el recuerdo maravilloso de los seres humanos con la esperanza ahora de poder transformar toda aquella mitología fatalista, todo aquel sino tan mortífero, en algo muy diferente y bello para siempre. Que lo trascendería además el pintor con el profano, sencillo, colorido y clásico alarde de componer, ahora, la certeza metafísica de que lo inevitable no debía ser más que querer mantener, para siempre, aquel espíritu renacentista tan indeleble, mítico y oculto de la fascinante e ilusoria Arcadia.

(Óleo Los pastores de la Arcadia, 1630, Nicolas Poussin, Museo Chatsworth, Inglaterra; Lienzo del pintor Guercino, Pastores en la Arcadia, 1618, Galería Barberini, Roma; Óleo Et in Arcadia ego (Pastores en la Arcadia), 1638, del pintor Nicolas Poussin, Museo del Louvre, París; Cuadro renacentista Fiesta campestre, 1510, del pintor Giorgione (o Tiziano), Museo del Louvre, París.)

8 de junio de 2018

La reminiscencia de la belleza entre el sentido más sensual o el más intelectual o conceptual de ella.



Cuando los antiguos griegos se empleasen tanto en representar la Belleza, descubrieron la emoción que su visión ocasionaba en un recuerdo humano tan primigenio y efímero de ella. Una impronta ancestral que una reminiscencia interior desconocida produciría, entonces, en su propia y querida pervivencia. ¿Qué sensación era esa tan erróneamente desconocida? Porque la sensación estaba siempre ahí, en el profundo recuerdo genético de una existencia desarrollada durante muchas generaciones antes. Lo que se ignoraba, verdaderamente, era la existencia misma o real de esa reminiscencia profunda, no la sensación que produciría recordar luego esa Belleza. El Arte fue ideado precisamente para eternizar esa sensación, algo que debía representarse o fijarse para siempre ante las traicioneras veleidades del paso del tiempo o de la muerte. Pero, para un pueblo tan dado a la mitología, a la palabra, al pensamiento, a la lógica y a la vida, ¿qué sentido tendría expresar una sensación, por otro lado, tan poco práctica o tan efímera o tan escasa? Una sensación, la de la Belleza, que no se adecuaba tampoco a la verdad o a la eternidad o a la mayoría. Pero, sin embargo, existía. No tanto ni tan acusadamente, no con la insistencia de lo urgente o con el estruendo de lo imprescindible, ni con la repetición de lo fatídico, ni con la vaga ensoñación lastimera de lo fútil; tan sólo entre los momentos de la vida que únicamente eran entonces coincidente a veces, tan solo a veces, con el puro azar y la fragancia. Así se representaría la Belleza, con el prurito desesperado de no perderla, con el desagravio inmoderado de no olvidarla, pasados ya los momentos de fugaz intervención de sus esencias.

Después de la caída de Roma, cuando el helenismo sufriera ya su mortal agonía decisiva, el mundo occidental no volvería a redescubrir la Belleza sino hasta el Renacimiento. ¿Cómo se pudo trascender por entonces esa reminiscencia? Con el sentido intelectual más espiritualizado de grandeza. Es decir, con la representación no de la armonía natural de las bellas formas recordadas, sino con los conceptos universales o con las palabras, o con las construcciones heroicas de un gótico salvador de formas elevadas. Siglos después, cuando el Romanticismo vengara la emoción intelectual medieval frente al clasicismo elogioso de Belleza, la idea o el concepto prosperarían frente a la reminiscencia armoniosa de una belleza desnuda. Desnuda no en el sentido voluptuoso sino en el sentido de transparencia absoluta de las formas frente a consideraciones éticas, morales, religiosas o filosóficas. Entonces el Arte se escindiría -y así sigue- entre la Belleza ofuscada y el concepto engrandecido de belleza. No el concepto sensual de Belleza sino ahora el concepto en general como argumento intelectualizado de cualquier elemento psíquico que, también, produzca sensaciones gratificantes parecidas a la belleza. Pero estas sensaciones tan solo ahora en la idea del contenido de las cosas o de la vida, de la sociedad o del pensamiento. La sensación sensual de Belleza es, al contrario, la representación de la forma armoniosa más amada y perdida, aquella resguardecida entre la memoria interior más fugaz o vaporosa. Esa misma sensación de emociones humanas arraigadas que no necesitarán reflexión ni desarrollo, ni justificación intelectual ni social ni filosófica.

Cuando el pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore (1841-1893) quiso homenajear la Belleza recordada, tuvo muy claro que debía inmortalizarla con la escena de una antigüedad helénica que la había glosado ya sin otra consideración más que su efímera y frágil belleza. Pero había que materializarla ahora en la forma natural más idealizada de una belleza humana: la del cuerpo desnudo de una joven mujer griega. Sin embargo, no bastaba eso para glosarla. Para recrear esa belleza la escultura griega ya habría logrado su grandeza. No, había que escenificar además un lugar que hiciera prosperar, aún más, la sensación reminiscente de aquella sensual belleza perviviente en un recuerdo, ahora, apenas algo meramente poderoso. En el año 1887 compone su obra Una noche de verano. En su obra de Arte representa Moore cuatro jóvenes griegas que establecen la expresión exagerada de la armonía voluptuosa más sublime y manifiesta. Cuatro figuras que se complementan ahora con la sensación más placentera de aquel recuerdo ancestral reminiscente de belleza. Pero, además, el paisaje alejado del crepúsculo más atardecido de belleza enlazará ahora la sensación humana voluptuosa con la natural de una imagen de fondo tan estimulante como tan inesperada de ella. ¿Hay que componer así un fondo de paisaje ahora para complementar, necesariamente, aquella sensación tan profunda de Belleza? Sí, porque la armonía de ambas sensaciones hacen ahora mucho más real el recuerdo ancestral tan perviviente de belleza. No es solo frivolidad, ni molicie, ni gratuidad, ni vanidad, ni insolvencia. Es tan solo ahora recordar, con soltura artística y sutileza, la emoción ancestral más perviviente de belleza.

Cien años antes, el pintor alemán Johann Heinrich Wilhelm Tischbein (1751-1829) compuso su inmortal obra Goethe en la campiña romana. Aquí ahora esta obra clásica y romántica propone justo todo lo contrario que la de antes: representará la armonía del concepto grandioso, de una idea intelectualizada de un placer muy distinto. Son dos imágenes artísticas que se enfrentarán en lo opuesto de lo que el Arte supone para la Belleza. Para Tischbein la grandeza más placentera era expresar en su obra de Arte la visión estereotipada de un poeta en una determinada escena de belleza. Como antes, ahora el escenario representará también el acorde perfecto para delimitar la sensación buscada de ferviente necesidad eterna. Ahora es el poeta y su segura y firme convicción de sujeto vinculador de sabiduría, de pasado y de grandeza. Antes era la emoción de la Belleza y su reminiscencia de recuerdo placentero natural, genético o más terrenal. Ambas cosas se tocarán, sin embargo, entre los aledaños sutiles de un Arte tan humano como misterioso. Porque el poeta alemán se retrata ahora entre las ruinas y bajorrelieves helenísticos de un pasado tan homenajeado culturalmente como justificado en su belleza. Ese mismo pasado que el pintor Moore recrease después, sin embargo, entre las fragancias tan poco intelectuales o tan poco culturales de su bella, sensual y tangencial obra.

(Óleo Una noche de verano, 1887, del pintor prerrafaelita Albert Joseph Moore, Galería de Arte Walker, Liverpool, Reino Unido; Cuadro del pintor neoclásico y romántico Johann Heinrich Wilhelm Tischbein, Goethe en la campiña romana, 1787, Museo Städel, Frankfurt, Alemania.)

1 de junio de 2018

La genialidad es irrepetible, como la inspiración, la motivación o el entusiasmo.



En solo tres años de diferencia el pintor italiano Orazio Gentileschi (1563-1639) pintaría dos versiones de un mismo tema durante su estancia en Inglaterra. El tema era Moisés rescatado de las aguas. La primera está fechada en el año 1630 y fue compuesta para la corte del rey inglés Carlos I, la segunda es del año 1633 y  fue una obra de regalo compuesta para el rey de España Felipe IV. Son unas composiciones curiosas porque, aun partiendo de la misma estructura, personajes, posiciones y narración, solo una de ellas, la del año 1633 -en el museo del Prado-, no incorpora un personaje que antes sí estaba, así como difiere también en algunos gestos o ademanes que sí estaban en la primera. Uno de los personajes deja de mirar y señalar al río para fijarse ahora en el pequeño rescatado de las aguas. Diferencias estas que, junto a una mayor rigidez o gravedad de algunos personajes, hacen mucho menor la genialidad de la segunda obra. ¿Es que no se avanzará siempre desde la genialidad hacia la genialidad...? Porque el equilibrio compositivo que consigue el pintor italiano en su primera obra es más estético y original que en la segunda. Los brazos extendidos de los personajes situados a la derecha compensan en la obra de 1630 la aglutinada agrupación de los personajes de la izquierda. En la izquierda del cuadro se sitúan los personajes más importantes: la princesa egipcia, la madre de Moisés -de pie y túnica roja- y Miriam, hermana del pequeño rescatado que ahora, de rodillas, está situada al lado de su madre, ofreciéndose Miriam como niñera del pequeño Moisés a la princesa egipcia.

Orazio Gentileschi nace en el tiempo y en la región italiana de los grandes creadores manieristas del siglo XVI. Pero, pronto el mundo del Arte cambiaría con la fuerza poderosa del revolucionario Caravaggio. A Orazio le entusiasmaba su amigo Caravaggio, y le seguiría en tendencia y en sentido artístico todo lo que pudo. Para sobrevivir a Caravaggio y a la vida, Orazio debía elegir ahora otra cosa, y descubriría así una expresión más lírica y elegante en sus nuevas obras clásicas de Arte.  Pero la genialidad no se mantiene por siempre. Como la inspiración, no abundará la genialidad en todos los casos. Sobre todo cuando como en Gentileschi se primaría sobrevivir a crear. Al pintar para Carlos I de Inglaterra y su corte Orazio creó nuevas obras inspiradas pero, a diferencia del Naturalismo de Caravaggio, llenas ahora de armoniosa, sugerente y original belleza barroca. Gustaban sus obras por la capacidad de combinar matices y tonalidades clásicas con originalidad y estilización barrocas. Su Moisés, terminado en el año 1630, fue una obra realizada para la esposa del rey Carlos I de Inglaterra, una francesa con gustos cosmopolitas y deseos muy atrevidos de belleza... Aquí, el pintor barroco-manierista realizaría una composición muy original llena de gestos atrevidos, desnudos insinuantes y unos matices fríos que sostienen ahora, compensados, todos los elementos más importantes de la obra.

Pero, tres años después, cuando el pintor buscase seducir artísticamente a otro mecenas regio -el rey español-, pintaría la misma obra, Moisés rescatado de las aguas, pero, ahora, con unas diferencias muy calculadas para su majestuoso y más serio destinatario. Realizaría una obra  estéticamente mucho más austera. Viste  ahora más a los personajes -ya no hay desnudos insinuantes-, acentúa los colores cálidos y elevaría la figura noble de la princesa egipcia al eliminar los personajes más altos, evitando señalamientos o brazos extendidos por encima de su figura. Con este desequilibrio compositivo aumentaría la fortaleza de la princesa frente a los personajes secundarios, creando un mejor efecto de grandiosidad majestuosa, algo más adecuado para una corte real como la de Felipe IV, la más majestuosa y exigente de toda Europa. Durante esos años (1630-1633) la corte inglesa estaba fascinada aún por dos pintores flamencos, Rubens y Van Dyck, así que el pintor italiano sospecharía que esta competencia sería difícil de vencer tan solo con sus cuadros. Buscaría viajar entonces a Italia o a España, pero no lo consigue, terminando por fallecer en Londres en el año 1639. Sin embargo, dejaría antes estas obras de Arte para, sin desmerecer ninguna, comprender que la genialidad artística sólo la llegó a rozar el pintor con la primera de las dos obras. 

La primera es más caravaggista y la segunda es más clásica. La primera es más original, más sorprendente; la segunda más elegante, aséptica, correcta o majestuosa. Hasta la corona de la princesa egipcia brillará elegante y regia solo en la segunda, ya que en la primera no la pintaría siquiera. Hasta la sofisticación y la elegancia del vestido regio es mayor en la segunda obra que en la primera. La narración estética también es diferente, ya que en la primera obra hay una más interesante visión estética gracias a una composición más original de todos sus personajes. Están aquí mostrando algunas mujeres el lugar donde han encontrado al pequeño Moisés, y esta eventualidad hace no centrar la mirada solo en la princesa sino en algo que no se ve en la obra por ningún lado. Los colores y sus tonalidades son más fríos -azules frente a ocres- y obtienen un contraste más original que en la obra del año 1633. Pero, sobre todo, es la naturalidad de los personajes en la primera obra.  Porque ahora, sin pudor,  muestran su interés por el hallazgo del bebé sin reparar en sus gestos ni en sus vestidos indecorosos, éstos más acordes con haber estado rescatando a Moisés que paseando lejos de la orilla sin mojarse. ¿Fue ésta una genialidad o una forzada inspiración creativa interesada? 

La genialidad es tan sutil como imposible comprenderla exactamente. Es decir, ¿cómo saber que algo es hecho conforme al genio o no? Pero, no hay duda posible, o no debería haberla. La genialidad no puede estar condicionada nunca. Si lo está no es genialidad, es otra cosa. La genialidad, como la inspiración, debe fluir sin condiciones previas, debe prosperar sin determinaciones que lleven al creador a definir un planeamiento de lo que, finalmente, persiga calculado. Cuando el pintor compuso su obra desde la honestidad de su sentido inspirador, es cuando brillaría la genialidad más artística o más grandiosa. Cuando Orazio Gentileschi decidió volcarse en el lirismo estilístico más clásico, lo hizo porque no pudo componer como lo había hecho antes Caravaggio. Fue Orazio un extraordinario pintor barroco, sus obras consiguen combinar manierismo tardío, tan bello, sutil y original, con el modernismo por entonces tan naturalista de Caravaggio. Sin embargo, tuvo el pintor que sobrevivir y componer sus obras desde una poderosa razón, económica más que artística. Fue uno de los mejores seguidores de Caravaggio, a la vez que fue uno de los más grandes creadores de un barroco por entonces tan fértil y original, pero, a veces, artísticamente muy despiadado.

(Óleo Moisés salvado de las aguas, 1630, Orazio Gentileschi, Colección Particular, actualmente prestado en la National Gallery, Londres; Obra del pintor barroco Orazio Gentileschi, Moisés salvado de las aguas, 1633, Museo Nacional del Prado, Madrid.)