26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

19 de febrero de 2020

El amor y la muerte, dos símbolos de una misma realidad virtual inmortalizados por el Barroco.



En esa maraña pasional, mística, divulgativa, práctica y seductora que fue la creación artística barroca, hay dos aspectos humanos opuestos y similares que atañen al inicio y el final de lo que somos: el amor y la muerte. Cuando algunos pintores españoles de mediados del siglo XVII comprendieron que no podrían superar a sus maestros más insignes, descubrieron que la única forma era sorprender aún más con la belleza. Y entonces vieron que combinar esos dos aspectos de la vida era una manera magistral con la que podrían acercarse al éxito y la gloria. El yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo, no tuvo otra opción para poder distinguirse de la genialidad de su suegro. Algunas de sus obras son un canto a la sutilidad y la extrañeza. En el año 1657 pintaría su cuadro El estanque grande del Buen Retiro. Hay ahora en la obra de Martínez del Mazo algunas cosas que nos indican, sugieren y matizan la poderosa sublimidad misteriosa que representa. El estanque simboliza el espejo limitado de la vida fugaz y azarosa. En él hay una barcaza que se dispone a surcar, airosa, para el solaz vanidoso y temporal de los seres que transporta. La extraña pareja de amantes aislada oculta una realidad pasional ajena al mundo vanidoso de su espalda. A la derecha de los amantes una balaustrada se dirige, zigzagueante, hacia la estatua clásica de una Venus poderosa, simbolizando así el azaroso destino final de cualquier deseo inevitable: el posible amor fecundo o falaz en nuestro contingente mundo necesario. Un pavo real sin desplegar las alas simboliza ahora no tanto la belleza fugaz como el ciclo vital de lo azaroso.

Pocos años después el desconocido pintor Pedro de Camprobín (1605-1674) compuso una obra Vanitas para el Hospital de la Caridad de Sevilla, El caballero y la muerte. Para un lugar como ese la visión de obras de Arte con el sesgo de lo fútil, de lo pasajero o de lo definitivo de la vida era una coherente forma de indicar su actividad piadosa. En la pintura de Camprobín la dualidad del amor y de la muerte es originalmente retratada. Pero ahora no compuestas para el barroco metafórico de dos pasiones amorosas sino para la divulgativa o más práctica información contra la promiscuidad sexual y su terrible enfermedad venérea. En la mitad de esa centuria la proliferación de prostitutas y la falta de higiene llevaron a una grave crisis sanitaria. Así que el pintor muestra a una cortesana con la imagen ahora de la muerte entre sus formas. Es una mujer sólo por el ojo visible que de su rostro un velo descubre con la única mano que mantiene viva, todo lo demás es un esqueleto mortecino y deprimente. El caballero se descubre, ingenuo, ante la presencia de la muerte envelada. La obra muestra además elementos que representan la vanidad y la irrelevancia de una vida material e intrascendente. Lo que podía parecer un recurso original estético para mezclar belleza sugerente con muerte envenenada era, sin embargo, una realidad social en el vestuario de algunas cortesanas de aquella época, lo que se denominaba en el siglo XVII una mujer tapada o una tapada. Fue una forma de vestir discreta para las prostitutas o cortesanas españolas, que duraría apenas ese siglo ya que fue una moda que acabaría pronto gracias a las nuevas costumbres francesas.

Así que aquella pareja solitaria del estanque estaba formada por un caballero y una mujer tapada. Pero no era una representación vulgar de escena cortesana lo que el pintor deseara expresar en su obra, sino que expresaba más bien la relación pasional ocasional o liberal frente a la conyugal de una pareja casada. Esto, el pavo real y la estatua de Venus determinaría la dialéctica metafórica del amor y la muerte en nuestro mundo. A diferencia del cuadro de Camprobín, la simbología amor-muerte ahora no es la promiscuidad infecta en su materialidad terrenal, sino la especial dualidad pasional ante lo que es pero dejará de ser...  Lo que es creado y luego destruido y que se manifestará por el deseo invisible de lo apartado o de lo cubierto o de lo no visto. Y cuya expresión es en la obra de Martínez del Mazo representada por la virtualidad efímera de una mujer tapada, por la azarosa temporalidad de un pavo real y por la fecunda o infértil belleza irreal de una Venus mitológica. La belleza natural del cielo, de los árboles y del estanque contrastan en la obra con la silueta del pequeño edificio, la terraza zigzagueante y la poderosa Venus clásica esculpida en piedra. Como el amor y la muerte, las cosas opuestas en la obra se configuran ahora bajo una misma belleza misteriosa, esa que el pintor supo expresar con la suave coloración oscurecida de una fragancia tan efímera como grandiosa.

(Óleo El Estanque Grande del Buen Retiro, 1657, del pintor barroco Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado, Madrid; Cuadro El caballero y la muerte, entre los años 1650-1670, del pintor barroco Pedro de Camprobín, Hospital de la Caridad, Sevilla; Detalle del cuadro El Estanque Grande del Buen Retiro, Museo del Prado.)

16 de febrero de 2020

El Romanticismo lo vislumbraron ya algunos creadores del melancólico siglo de oro.




El movimiento romántico que surgiría en Europa a mediados del siglo XVIII, y que alemanes y británicos crearon primero que nadie, ya habría sido sospechado por los artistas y creadores del periodo barroco denominado Siglo de Oro español. Cuando el escritor inglés Horace Walpole compusiera su obra El Castillo de Otranto en el año 1764, empezaba a alumbrarse un cierto sentido romántico consecuencia del espíritu anquilosado de los hombres. ¿Qué cosa representaba por entonces ese espíritu anquilosado? La ociosidad inteligente e inquisidora producto de la auto-indulgencia y la molicie que ofrecía por entonces la opulenta sociedad satisfecha. Cuando esos fenómenos psicológicos se dan en una sociedad ilustrada satisfecha surgirán la huida, el refugio, la oscuridad, el mesianismo perdido o la búsqueda de un paraíso ideal hallado en el pasado o en la exaltación de lo misterioso. El Romanticismo nació de esos anhelos melancólicos sobre la vida, el sentido de la historia y, sobre todo, de una individualidad introspectiva y disidente. El siglo XVIII europeo se desarrolló con esas pautas propiciatorias para ensalzar el devenir existencial más desasosegado. El Romanticismo de finales del siglo XVIII fue el cansancio metafísico ocasionado por la satisfacción personal y agnóstica de la Ilustración. Pero en los años en que el siglo de Oro español tuvo parecidas singladuras espirituales y personales, entre los años 1630 y 1680, lo fue no por el cansancio metafísico sino por el desarraigo espiritual que una sociedad afortunada y venida a menos padeciese por entonces. De haber nacido en las excelsas moradas de un imperio esplendoroso, los hombres y mujeres de ese periodo hispano tan sobrecogido sintieron y plasmaron luego en sus obras barrocas el desaliento, la fatuidad o la dulce melancolía más elogiosa para llegar a componer, henchidos de gloria artística, las mismas sensaciones de evasión y retraimiento que, un siglo más tarde, alumbrara exitoso el sentimiento romántico más prometedor.

Un pintor poco conocido de ese periodo barroco en el Arte español lo fue Francisco Collantes (1599-1656). De características prerrománticas, se dedicaría a componer paisajes desolados, oscuros y nostálgicos en una época donde los paisajes no eran muy valorados estéticamente. Fue por eso además un paradigma anticipado del héroe-artista auto-marginado, para nada mundano o exitoso. Lo que sería  más de un siglo después una personalidad artística muy elogiada por el Romanticismo clásico. En fecha poco precisa por desconocerse, aunque situada con probabilidad entre 1640 y 1650, el pintor Francisco Collantes compuso su obra Paisaje con un Castillo. En una nación con tantos castillos como España el pintor realizaría, sin embargo, una obra de Arte con la silueta de un castillo imaginario y oscuramente melancólico. Pero además lo posiciona en un montículo rodeado de un paraje tenebroso en un ambiente con tintes fantasmagóricos para la época. En Psicología podría evaluarse el sentimiento romántico como una huida enardecida hacia otro tiempo distinto del momento padecido. ¿Cómo no valorar ya esta impresión artística tan precoz en un periodo tan diferente al de los elementos románticos posteriores? Sin embargo, la historia es a veces mala consejera para evaluar con exactitud honesta la vida y los sentimientos reales de los hombres. En la historia hacer resúmenes clasificados es una barbaridad sólo entendida por el afán falsamente ilustrativo de una realidad veraz desconocida. Como los periodos artísticos y sus encasillamientos culturales, que no reflejarán exactamente lo que sucediera o se sintiera por sus creadores en algunos momentos, sociedades o culturas del mundo. 

En esta pintura barroca, anticipadamente romántica, el creador inspiraría ya elementos que propiciaban el desarraigo más sobrecogedor de un espíritu humano por entonces nada sosegado. Vemos en la obra un castillo ruinoso sobre unos riscos abandonados rodeados de un bosque desperdigado y coloreado por ocres y oscuras siluetas verdecidas. La atmósfera mágica y ensoñadora que se percibe es completada por unas rocas emergentes del mismo color que el cielo macilento del atardecer, que apenas oculta aquí un crepúsculo dorado reflejo ahora de lo finalizado, de lo perdido o de lo caduco de la vida.  Pero, no solo en esos rasgos nostálgicos veremos las pasiones emotivas de un enajenado acontecer, también lo vemos en el frágil pasadizo del puente de tablas de la derecha del cuadro donde, inusitadamente, se nos muestra sin pudor ni jactancia metafísica la disonancia más desalentadora entre un esplendor ya acaecido y olvidado y un desatento, ridículo y desmerecedor porvenir. No hay seres en el paisaje emotivo de la obra de Collantes, ni vivos ni muertos, ni animados -de ánima humana- o no. Tampoco hay nada que lo haga emotivo siquiera, como que no lo haga. Sólo un paisaje oscurecido bajo un aura de incierta ensoñación misteriosa que emergerá ahora del pasado silencioso para, sin nada aún que afecte al sentimiento, evoque enaltecido, sin embargo, el sentido más lírico y metafísico del paso del tiempo y de su gloria. Desde la lejanía de un siglo barroco tan distante de inspiración melancólica romántica, sentiremos la grandiosidad de una etapa gloriosa en el Arte que expresaría ya una época de contrariedad, de confusión, de asombro perdido o de cierta orfandad psicológica.

El Castillo de Otranto fue el disparadero artístico poético de una forma de expresar literatura que llevase al Romanticismo a descubrir el sentido más atrayente de las ruinas y los misterios del pasado. Fue muy conocida por ser la primera novela de terror gótico, de literatura fantástica o de cuento donde el espíritu vagabundo de lo humano se perdiera entre ensoñaciones de lugares olvidados. Tanto como lo fuera antes aquella inspiración barroca tan introspectiva de Francisco Collantes y su obra Paisaje con un Castillo. Como siempre que hay que analizar, escudriñar o profundizar una obra de Arte, habrá que situarse en el momento y en el lugar histórico donde fuera realizada. A mediados  del siglo XVII España vivía su efusión cultural más elogiosa gracias a lo que se llamó el Siglo de Oro. Pero también viviría una época de abatimiento y de crisis existencial por sus particularidades sociales e históricas. El pasado entonces pesaba mucho porque había sido el más glorioso pasado que país alguno hubiese tenido jamás. Por mucho que se quisiera revivir aquella grandeza de antes fue imposible conseguir mantenerlo en el tiempo, salvo lo que se pudiera conseguir hacer con la poesía o la pintura más elaborada y primorosa. Pero es que además el pintor Collantes tuvo una premonición lírica extraordinaria, porque fue por entonces la más exitosa inspiración que luego, con los años, no en su propia época, llegaría a ser muy admirada como la expresión creativa más inspirada del ánimo más ofuscado de los hombres.

(Óleo Paisaje con un Castillo, primera mitad del siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Collantes, Museo del Prado, Madrid.)

11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)