28 de marzo de 2020

La audacia más artística en la cultura clásica y tradicional de la España del siglo XVI.



El Greco fue uno de los artistas más originales de toda la historia del Arte. Pero, no sólo a él se le debe el que esas obras innovadoras, atrevidas o alejadas de la forma y la medida de lo clásico fueran conocidas y reconocidas en el mundo, sino también a los personajes que hicieron posible que ese Arte fuera creado, apoyado y expuesto a los ojos de todos aquellos que quisieran verlo (los templos, sin ser un museo, permitirían entonces poder admirar las obras pública y gratuitamente). Fue posible todo ese Arte gracias a la diócesis toledana, el cliente más importante y el mecenas más decidido que tuvo el pintor cretense. El Greco sin la Contrarreforma y sin sus amigos de la Archidiócesis de Toledo no hubiese llegado a ser lo que fue, y, por tanto, no podríamos admirar sus obras extraordinarias y su enorme talento artístico innovador. Para valorar las cosas hay además que situarse históricamente. El Retablo de la iglesia del Colegio de la Encarnación de Madrid (Retablo de Doña María de Aragón) es, sin embargo, una anacronía artística del pasado...  ¿Cómo se aceptaron esas obras tan innovadoras para el retablo mayor de una iglesia? Si nos fijamos ahora con una visión contemporánea, ¿no podría pasar mejor por el retablo modernista de una iglesia suburbana de los años setenta del siglo XX que un retablo manierista de cuatrocientos años antes? Pero, sin embargo, fue compuesto ese retablo entre los años 1597 y 1599.  Una absoluta innovación estética para la cultura tradicional y clásica donde fueron expuestas las obras, la iglesia agustina de un seminario de Madrid. ¿No es un elogio extraordinario admirar también a las personas que encargaron, aceptaron y apoyaron todo ese Arte? 

También la Contrarreforma impulsaría a El Greco. Volvamos a situarnos en la historia. La Reforma luterana fue una revolución en la Europa del siglo XVI, lo cambió todo, la sociedad, la política, la cultura, la religión y el Arte. La Iglesia Católica vio peligrar su sentido sagrado en el mundo. Y aunque la Reforma tuvo luego unas consecuencias más políticas o sociales que religiosas, la imagen del Catolicismo se transformaría de la mano de religiosos, teólogos y místicos que fueron mucho más ascéticos, consecuentes, honestos y pulcros que el mismísimo Lutero. Como siempre sucede en la revoluciones, ganarán los oportunistas y la idea original pasaría por el tamiz de lo posible o de los hechos consumados e interesados. El Greco supo entender el sentido de la reforma católica, lo que fue la Contrarreforma, para expresar entonces con sutileza teologal y mística las imágenes tan revolucionarias de su innovadora y brillante manera de pintar. La personalidad de El Greco debió haber sido fascinante para la época. Hoy podemos entender los atrevimientos tan peculiares de los extravagantes artistas modernos, sus manías, sus deseos irrefrenables e irracionales, pero, ¿y entonces?  El Retablo de Doña María de Aragón estaba compuesto de seis cuadros de gran tamaño para la iglesia del Colegio agustino de la Encarnación de Madrid, un edificio expropiado a comienzos del siglo XIX y convertido luego en el edificio del Senado de España. Sus obras fueron trasladas al museo del Prado, excepto la Adoración de los magos, que se encuentra en el museo nacional de Bucarest. Observemos el conjunto de lo que fue aquel retablo y luego cada una de sus obras maestras, ¿no es un universo artístico extraordinario lo que creó El Greco con ese retablo?, ¿no es la consecución total del Arte cada una de sus obras, tan intemporales, con las que ya no se podría ir más allá artísticamente?

Cuando el escritor francés Theophile Gautier vio las obras del El Greco en el año 1840, comprendió que eran unas pinturas que no habían sido lo suficientemente valoradas. Pensaría también que el pintor cretense había sido un personaje un tanto extravagante, un poco loco, aunque sin desmerecer para nada este juicio su genialidad artística, sino justo todo lo contrario, era consecuencia esa maestría artística de esa excéntrica y estrafalaria personalidad. Lo que el mundo luego, sobre todo el Romanticismo, tomaría como un modelo paradigmático de los mayores genios artísticos del Arte. El valor de El Greco es doble, pues no sólo sus obras son una maravilla de composición estética fascinante, de colores, formas, mezclas, narración, enlaces, combinaciones, ajustes, acoplamientos, variaciones o expresiones vibrantes, sino que además fueron  compuestas siglos antes de que nadie se atreviera a deformar las figuras en un lienzo vanguardista. Esa anticipación estética le hace acreedor de ser considerado el más grande y auténtico creador habido en la historia del Arte europeo. 

(Retablo de Doña María de Aragón, todas obras manieristas al óleo de El Greco: La Resurrección, La Crucifixión, Pentecostés, La Adoración, La Anunciación, El Bautismo de Cristo, compuestas para el Colegio agustino de la Encarnación durante los años 1597 al 1599, todas en el Museo Nacional del Prado, excepto La Adoración, expuesta en el Museo Nacional de Rumanía.)

26 de marzo de 2020

La visión a través de algo no es más que la propia visión interior de aquel que mira.



La relatividad es un concepto que revolucionó la ciencia a principios del siglo XX. Einstein trastocaría el universo de la ciencia y destacaría ese concepto que hasta entonces sólo hacía referencia gramaticalmente a algo distinto a lo objetivado, algo que uniría una idea con otra, que lo relacionaba con otra cosa, para definir así un nuevo sentido catastrófico: la relatividad. Catastrófico porque era un concepto físicamente incomprensible. Catastrófico también porque destacaría además el sentido del relativismo en el mundo, un sentido infame, como lo es por ejemplo el relativismo moral. Sin embargo, ubicaba el contraste con otro concepto aún más abrumador: lo absoluto. ¿Existe lo absoluto? Si existe lo relativo, debe existir. Pero, entonces, no sería absoluto... Esta es la contradicción. El sentido trágico. Por esto lo relativo, a parte del empujón de Einstein, avanzaría ganador en la carrera por el concepto más popular en el mundo de la posmodernidad, nuestro mundo atribulado. Todo es relativo. Nos acogerá este concepto como un amante gratificador que comprende nuestra afección existencial más desoladora. Pero, como un amante contingente, solo durará su calor el tiempo justo que el amor mantenga su dulzura fogosa. La relatividad tiene eso, que no es completa, que no es absoluta. Por eso la relatividad necesita siempre de nuevos momentos. El deseo satisfecho es el hijo pródigo de la relatividad. Aun así, preferiremos lo relativo a lo absoluto. Entre otras cosas, como en la ciencia o en la metafísica, lo absoluto se habría llevado demasiados siglos gobernando el mundo sin satisfacer verdaderamente. Así que ya no podría ser una opción muy deseada. 

Si el concepto de lo relativo podía ser catastrófico, el concepto de lo absoluto lo habría sido aún más. Había llevado a enfrentar a los propios seres humanos, había llevado a condicionar la razón para impedir el avance científico o había llevado a encorsetar la mente y la libertad de los humanos. No, decididamente lo absoluto era un concepto que no podía satisfacer los anhelos más necesarios del mundo. Pero, así y todo, con el concepto opuesto de la relatividad tampoco el ser humano conseguiría calmar una parte muy susceptible de su realidad personal: el vacío. Cuando al pintor norteamericano Edward Hopper (1882-1967) le preguntaban sobre sí mismo y su obra artística, contestaba lacónico: La respuesta completa está en el lienzo. ¿Completa? Pero si su obra de Arte es fundamentalmente relativa, ¿cómo podría tener una respuesta completa? En los años veinte y treinta del pasado siglo elaboraría el pintor una visión estética del ser humano y de su entorno situada entre el realismo y el intimismo. Lo que vemos en su obra Once de la mañana del año 1926 es una parte de ese mundo relativo que Hopper reflejaría. Y es relativo porque no veremos más que una parte de esa parte que el personaje retratado observa ahora del mundo. Porque lo que hacemos los que vemos un cuadro es descomponer cualquier posible absoluto que pudiera existir en el mundo. Pero, ¿y el personaje retratado, qué hace ahora? Lo que el pintor consigue, sin embargo, transmitirnos con ese gesto tan particular del personaje: la duda, lo que hay entre lo absoluto y lo relativo. Es decir, que tendremos tres posiciones o conceptos: lo relativo, lo absoluto y la duda. Pero, ¿no es la duda también una forma de relatividad?

Sin embargo, la duda es un camino, una actitud, no varias. Esto lo diferencia de la relatividad. Porque la relatividad es la multiplicidad relacionada, es la encrucijada permanente, es el elegir siempre otro posible camino a beneficio de la voluntad temporal. Es la adaptación acomodaticia al sentido impetuoso de abandonar el vacío, no el de abordarlo con serenidad. La relatividad tiende al movimiento, es uno de sus referentes más descriptivos. Cada vez que nos movemos cambia la posición. Por eso en la imagen de la obra de Hopper no hay ahora relatividad, porque no hay movimiento y el plano subjetivo del personaje retratado es además siempre el mismo: la visión de lo que ve ella desde el lugar mismo desde donde lo ve. Pero en la obra del pintor norteamericano hay algo más. Porque no hay un lugar ni hay una visión ahí, sin embargo. ¿Qué es eso que vemos en la obra? Una habitación impersonal de un edificio impersonal de un lugar impersonal. ¿Qué mira ahora el personaje? Nada, no mira nada concreto. Por eso el pintor modernista no compone, a diferencia del Romanticismo, el objeto visionado ahora por el propio personaje retratado. No vemos lo que, supuestamente, el personaje mira. Es lo que consigue transmitirnos el pintor: no vemos nada nosotros,  ni siquiera el rostro del personaje, ni siquiera su personalidad física (está desnuda la mujer, pero ahora incluso con un desnudo asexual y definitivo). Así, de este modo tan impersonal, compuso el pintor la figura anónima y distante de su personaje. Podremos deducir ahora que la posición que el cuadro toma de las tres opciones existenciales de antes es la duda. No hay relatividad porque no hay movimiento ni visión objetiva de lo que el propio personaje retratado ve, ni definición figurativa del propio personaje tampoco. Pero, a cambio, sí hay un gesto humano muy significativo ahí. El gesto, la postura, la actitud ante el abismo insondable del personaje retratado. Esto es lo que en un lenguaje humano muy conocido para todos se nos define como introspección. Es decir, cuando lo que ve el sujeto no está afuera sino dentro de él. Sin embargo, el personaje retratado está ahora mirando afuera... Esta es la diferencia entre la postura absoluta de la meditación trascendental (sin mirar afuera de mí mismo me dirijo hacia afuera de mí) y la postura relativa de la observación trascendental (miro afuera siempre de mí mismo). La posición inmanente (dentro de mí) sería esa diferencia, esa tercera posición. Es decir, aquella posición y objetivo cuya observación o meditación está siempre en nosotros mismos, no afuera de nosotros. Y ésta sólo puede ser ejercitada desde la actitud de la duda. Porque en nosotros mismos no puede haber nada absoluto, esto siempre está fuera de nosotros, tan solo puede estar la duda. Tampoco nada relativo puede estar porque lo relativo lo hallaremos lejos de nosotros siempre, en los demás, en las cosas, en los deseos, en las evasiones, en la multiplicidad de las cosas existentes. Nos quedará la duda si no queremos colocar todo en un único sentido omnipotente fuera de nosotros, lo que es lo absoluto. Con ella, con la duda, podremos seguir mirando sin mirar o podremos seguir indagando sin hallar, todo eso mismo que hace ahora el personaje tan ensimismado del cuadro.

(Óleo Once de la mañana, 1926, del pintor Edward Hopper, Institución Smithsonian, Museo Hirshhorn, Washington, D.C.)


18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

10 de marzo de 2020

El cambio de mentalidad fue representado bellamente por el Neoclasicismo.



En el año 1761 el pintor neoclásico Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta, siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola, y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana, pudiera merecer para ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor, de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus o con Psique, o con Adonis o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas, o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que no fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista principal, la diosa Diana, estuviese junta e interactuando con otro dios tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay que analizar para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau liberase los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hizo para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionaban o le oprimían. Y es cuando Pompeo Batoni comprende ahora que la diosa Venus debe ser metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.

Porque ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo más anhelante y sensitivo de los humanos, representado aquí por el arco de flechas del pequeño dios travieso. Arco que la diosa Diana le impedirá coger, separándolo decididamente de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico?: el fin de la pasión exacerbada..., frente ahora a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado y exagerado el amor en el Arte, aunque fuese cándidamente representado: el amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución tanto en la vida como en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo,  que volvía a retomar el equilibrio,  la moderación y el sentido apropiado de las cosas, reclamaba el amor un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión, representada aquí por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestivas. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar? ¿El ser humano estaba limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O, fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos, a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes terrenales considerasen mejor.

El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, realmente, era una continuación. Sin embargo, los pintores siempre podrían utilizar su estilo tradicional para comunicar otras cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, pero no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño a los hombres al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con esa arma desatenta: cazar. Pero, también podía expresar lo contrario: la frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o impedía vivir con libertad y anhelo su felicidad y su justicia. Pero, no, no hay duda estética ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad de espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones, sostenidas éstas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza que le solicitó el cuadro.

En los años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad, poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando y cambiando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, sin embargo, esto no era un sinsentido frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habían conseguido llegar a expresar antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. En el siglo de las Luces era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, ahora éste mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos del pintor, el mundo no conseguiría conciliar nunca el deseo con el raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional, frente a una ambición personal en exceso desmesurada y criminal. Un siglo después, incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social tan necesitada por, a cambio, una filosofía materialista que, sin embargo, fue tan radical y opresora. ¿Es que no se había aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor neoclásico inspirado tuviera para tratar de armonizar necesidad con justicia?

(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.) 

8 de marzo de 2020

La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz...



Ante la representación imaginada de una inspiración artística, veremos solo parte de lo que el creador quiso, verdaderamente, expresar con su obra. Pero, da igual. El Arte tiene eso, que no obligará a acertar en el resultado de lo que, originalmente, se idease para comprender el sentido que para cada cual tenga una obra. Eso sí, el título ayudadá a orientarnos a veces. Por que si no supiéramos el título de esta obra, Ars Longa, Vita Brevis, podríamos elucubrar perdidos sobre lo que vemos, hasta llegar a imaginar cualquier posible historia detrás de la inspirada imagen compuesta. Pero, sin embargo, ahora sí..., porque ahora traduciremos el título y llegaremos así a saber que fue una sentencia clásica pronunciada por un sabio griego de la antigüedad. Más o menos, dice así: La vida es breve y el arte es largo. Resultado de una frase que, inquiriendo saber más, hallaremos finalmente: La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, la experiencia confusa, el juicio difícil. Aquí la palabra arte está ahora en su acepción original más arcaica, cuando todo hacer, elaborar o manejar se entendía con esa palabra latina, no solo con el hecho de la creación artística. Por tanto, intuiremos que el pintor se apropiase del sentido artístico de la palabra Ars para componer una imagen parcial e interesada de aquella sentencia.

Ante la falta de inspiración el pintor no es capaz de componer nada, su gesto inerme y desolado delatará una mirada fija en el lienzo descubierto ante él, sin ningún atisbo ahora de ser tocado ni usado por el Arte. El pintor británico John Haynes-Williams (1836-1908) se dedicaría a la pintura de género (costumbres de interior y personajes nada heroicos) pero, a cambio, impregnaría sus obras de un halo de misterio iconográfico muy estimulante. En esta obra incluye elementos que obligan a pensar, a dilucidar cosas, como son los propios personajes que, además del pintor, incorpora la obra. Dos mujeres y un niño. Ellas consuelan y aleccionan al pintor ante su delirio creativo; el niño, sin embargo, solo dibuja ahora en el suelo con un envidiable deseo compulsivo. El estudio artístico es sobrio, pero elegante, un tapiz enorme decora el fondo de la obra, una alfombra poderosa soporta el escenario abrumador y una puerta medio abierta inquiere una sutil forma de diálogo misterioso con el propio creador. Porque ya no es la inspiración solamente, una parcialidad artística de aquella sentencia clásica, sino la brevedad de la vida ante cualquier posible creación humana. Es una reflexión existencial ahora utilizada por un pintor para expresar lo mismo. ¿La vida se va y no alcanzaremos a crear nada que valga la pena crear? ¿Para qué hemos venido al mundo? La expresión artística pictórica necesitará de formas para contar algo. Podría haber compuesto el artista al pintor solo ante su lienzo blanco, pero ¿habría alcanzado la inspiración a ir más allá de una falta de ella, para llegar a expresar más cosas que una mera sed artística? 

Hay más cosas en la obra de lo que parece. No es sólo una falta de inspiración, es una falta de ganas... Es el convencimiento de que nada mejor podremos hacer ya antes de tiempo. Que éste se va por la puerta abierta, y que los años, desde una infancia poderosa, no han sido suficientes para poder hacer nada valorable o total. No bastará la ayuda decidida de esas mujeres inspiradoras, que han pasado o pasan por su vida. La fuerza creadora se inhibe ahora ante la sensación poderosa de que nada, verdaderamente bueno, pueda hacerse antes de que el tiempo cumpla con su decidida promesa. ¿Cuánto tiempo hace falta para componer una obra lo bastante meritoria como para no agotar sus anegadas fuentes primorosas? La vacuidad de la existencia breve es incompatible con la experiencia sagrada de lo excelso, de lo creativo, de lo eterno o de lo elogioso. ¿Es que el pintor utilizó la figura de un pintor, y de su lienzo incólume, para reflejar así la grandeza del Arte frente a la fútil e inconsistente vida efímera, insulsa o insatisfecha? Nada que lleguemos a deducir de la imagen de este cuadro, podrá alcanzar a descubrir la razón última de su sentido final. Porque lo evidente es aquí falso, y lo aparente es apenas una parte engañosa de la visión auténtica o misteriosa del lienzo. El pintor lo dejó así, como el propio lienzo oculto de la obra costumbrista, ¿está éste ahora en blanco, o poseerá partes inacabadas de un desconocido milagro...? No lo vemos, ni lo veremos jamás. Como la vida, es esta obra una oportunidad fallida por la incapacidad de expresar nada útil para poder dilucidar algo. No, no hay tiempo. El creador seguirá clamando con la inseguridad de una inspiración inútil, ahora acorde con la legítima fuerza de un engaño. ¿Es la falta de inspiración, realmente? ¿Es la sensación de no poder llegar a conseguir lo excelso, a pesar de haber vivido algunos años? ¿Es la imposibilidad de comprender cómo terminar algo que requiere aun más de una vida para elaborarlo? La puerta seguirá abierta y esperando.  Por ella se acabará fugando la poca ilusión de creer poder llegar a ser el orto deslumbrador de la creación total, de la justificación total, de la anticipación total, de la pura totalidad... 

(Óleo Ars Longa, Vita Brevis, 1877, del pintor británico John Haynes-Williams, Tate Gallery, Londres.)

5 de marzo de 2020

Es el tiempo la esencia de nuestro mundo, lo que lo determina y justifica.



Los poetas siempre lo supieron. Y los pintores no han hecho más que vislumbrar en  sus obras ese presentimiento... Porque no es un sentimiento sino lo que se da antes de él. Porque, a veces, no hay nada luego. No ha llegado a ser a veces lo que antes apenas  era algo imaginado. ¿Y después de otras veces...? ¿Qué hay otras veces? ¿Es que siempre hay algo luego? Esto es lo que es el tiempo, lo que hay luego... Estamos hechos de tiempo o por el tiempo, es él el que nos modela y determina sin que lo sepamos incluso. Cuando un pintor comienza una obra no hay nada más que tiempo calculado. Cuando un ser presiente algo no hay nada más que tiempo imaginado. Pero el verdadero tiempo existe, sin embargo. Cuando el pintor norteamericano John Singer Sargent retratase a una de las hijas de su amiga Catherine Rebecca Bronson, lo hizo entonces con la inspiración más detenida del tiempo. Los pintores tienen ese poder extemporáneo, reflejan siempre  la parte no sucedida del tiempo. Entonces retratan otra cosa, una esencia instantánea o efímera, algo que no es el tiempo pero que lo refleja así. Se enfrentan ellos a los dioses, a las moradas ocultas de la vida, y nos muestran así la cosa detenida que no es más que una irrealidad fantasiosa de una sensación tan solo deseada. Porque entonces la voluntad se impone a la vida y al tiempo. En el retrato de Miss Beatrice Townsend realizado en el año 1882, el pintor Sargent consigue transformar la esencia incorregible del tiempo en una muestra poderosa de cierta vaguedad instantánea. Todas las instantáneas del mundo, sin embargo, están ahora congeladas en la imagen del pintor. Todas las ganas, los sueños, las ideas, las creaciones, las fragancias, las promesas, las ilusiones o semblanzas de  la modelo están ahora fijadas en los trazos impresionistas del pintor. ¿Cómo es posible que esa vaguedad instantánea encierre todo ese universo? Por la sublime irrealidad que consigue reflejar el pintor con la esencia del tiempo. Cuando el tiempo se domina en el Arte podremos así alcanzar a verlo todo. ¿Estará todo ahí? Todo. Sólo dos años después de finalizar su obra, la joven modelo Beatrice fallecía de una fatal peritonitis. ¿Estaba también el presentimiento...?

El pintor español Julio Romero de Torres fue de los pocos pintores que mejor compusieron el tiempo en sus obras. A veces para mejor componerlo el espacio es también una referencia o sutileza necesaria. En su obra Nieves o Mujer en oración Romero de Torres retrata el tiempo magistralmente. El tiempo es deseo y es promesa, es el sentimiento anticipado de algo que no existe aún. En su obra una mujer parece que ora, aunque realmente no lo hace. Nos mira ella mejor. Así quiere transmitirnos que ella espera algo que ignora aún saber. El libro lo tiene apenas abierto porque así es como  el tiempo lo expresa, sin certeza, sin límite fijado, sin otra cosa más que la sensación incierta de un vago deseo. En el plano posterior del cuadro vemos ahora  la escena por ella imaginada. ¿Es imaginada o es real? Ahora el tiempo se sublima aquí. ¿Es entonces otro momento? El pintor no lo aclara, sólo lo deja reflejado en la mirada impenetrable de la joven orante. La luz y la oscuridad matizan también la obra del tiempo. Es ahora aquí el ritmo de la secuencia temporal, es el antes y el después. En la obra el presentimiento se busca, se necesita para componer el tiempo. La calma de la escena principal se opone a la sobrecogida emoción de la escena secundaria. El pintor consigue materializar el tiempo, consigue darle vida, casi movimiento. ¿Hay otra cosa además de tiempo? Nuestro mundo es todo tiempo, solo tiempo. O se presiente o se ignora. Pero, sin embargo, nunca se siente. Porque o se presiente, como hace la mujer que ora, o se ignora, como hacen el hombre y la mujer del fondo. Vivir es ignorar el tiempo. Meditar o divagar es presentirlo. Para sentirlo habría que recorrer todo el ciclo temporal de su sentido universal completo, habría entonces que ser dioses... No, no podemos tocar la esencia de las cosas ni del tiempo. Por eso los poetas y los pintores son los únicos que mejor pueden vislumbrarlo, porque ellos consiguen describir la esencia de las cosas, y, con ella, la esencia del tiempo.

(Óleo Miss Beatrice Townsend, 1882, del pintor John Singer Sargent, National Gallery de Art, EEUU; Cuadro Nieves o Mujer en oración, primer tercio del siglo XX, del pintor Julio Romero de Torres, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)