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1 de diciembre de 2024

El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.







En el Arte pictórico la realidad casi siempre tiende a escindirse, salvo en los retratos oscurecidos del Barroco o del Renacimiento, tan solemnes y tan personales. Tal vez, algunos pintores del Renacimiento y casi todos los del Barroco entendieron que, para obtener la mayor representatividad individual del personaje, no debía existir fondo alguno que distrajese así la rotunda fisonomía especial del retratado o del autorretratado. Pero, cuando una narración, mítica, legendaria o religiosa, afanaba la directriz de un pintor inspirado, quisiese o no albergar una disyuntiva estética, el resultado iconográfico siempre envolvería dos realidades, la titular y la esporádica. ¿Cuál es la verdad de lo expresado? ¿Representa un sentido jerárquico, ineludible y fundamental, casi esencial, de lo nuclear frente a lo secundario? ¿Pueden existir separadas ambas realidades? El Arte, el pictórico claramente, siempre consideró que expresar una realidad conllevaba, ineludiblemente, la visión determinante o implacable de un paisaje, de un contexto. El Arte, así, relativiza la visión del mundo que deberíamos tener. Por tanto, no hay nunca una realidad solitaria, narrativa, exclusiva, nuclear, definitiva... Los pintores del Renacimiento comenzaron descubriendo muy pronto que la belleza, entendida ésta como la expresión sublime de la verdad, no podía ser nunca subjetiva. Es decir, no podía ser nunca unilateral, fijada tan solo en la representación inequívoca de una realidad solitaria, individual, exclusiva. A diferencia de la escultura, por ejemplo, el Arte pictórico recreará la vida completa casi siempre. Entonces, la belleza en la escultura se independiza del mundo, y destaca así, sobremanera, una visión muy subjetiva de la misma. Es belleza, por supuesto, sublime belleza además, pero nunca alcanzará a manifestar la realidad completa del mundo, esa que tiene a la verdad como una mensajera eterna de universalidad y sentido. Las cosas o elementos del mundo disponen de una concatenación imprescindible para describir la realidad completa del universo. Los pintores lo comprendieron pronto; no era solo belleza accesoria, complementaria o decorativa, era parte esencial de lo concurrido en el sentido iconográfico de lo representado. 

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con  una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico. 

Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.

Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental. 

Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...

(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)




28 de septiembre de 2024

La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.

 



Las generaciones humanas sufren su momento, es decir, disponen de las sensaciones que el amor, el dolor, la satisfacción o la pesadumbre del tiempo en que deslumbran instilarán en su alma peregrina. Hay una generación que sufrió especialmente el desvalimiento impreciso del sentido misterioso de una búsqueda inútil. Un poeta perdido entre los siglos, de esa misma generación atribulada, describiría lúcidamente esa sensación ambivalente tan dispersa, tan íntima, tan desconocida, pero histórica e incubadora, que algunos espíritus desenvueltos a veces logran percibir, ávidos, cuando los demás apenas solo verán caer, si acaso, unas hojas marchitas en un suelo resbaladizo por su causa... Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego estas expresivas palabras tan universales:  He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué.... Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales (totémicos), me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia.  A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.    Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y a Occidente otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto a que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula dolorosa de los argonautas: navegar es preciso, vivir no lo es. 

Pessoa (1888-1935) nació en esa década imposible de la generación maldita que, desorientada por la bruma inconsiderada de la ofuscación inconsistente de sus ancestros, desarrolló las bases de un nuevo siglo igual de maldito e inconsistente. Como él, otros poetas y artistas también lo hicieron. En este caso, justo en el lugar geográfico europeo opuesto a Pessoa, en Rusia. En 1885 nació el poeta malogrado Viktor Jlébnikov; y en 1881 nacía en Moldavia el pintor Mijail Lariónov. Los poetas son, a diferencia de los pintores, quienes más desangran la verdad de lo que viven, porque la tienen que describir más con tiempo que con espacio, y es el tiempo, justamente, lo que significará más en una generación la forma nítida del desamparo. El poeta ruso Jlébnikov se iniciaría en el Simbolismo, pero pronto conocería a los poetas futuristas y en 1908 publicaría un rupturista texto en prosa. Se uniría así a un grupo de artistas modernistas que, con motivo de una exposición en el año 1910, publicarían un folleto ilustrativo claramente hostil al movimiento simbolista, y que anunciaba ya, de alguna forma, el nacimiento del efímero movimiento futurista ruso. Aficionado el poeta a las matemáticas, estaba convencido de que existían leyes matemáticas que determinaban la historia y el destino de los pueblos. Ofuscado por la derrota rusa ante los japoneses de 1905, necesitaba comprender las razones de ese humillante aplastamiento bélico. En 1912 participó con otros en un manifiesto, Bofetada al gusto del público, en donde incluye su poema El Saltamontes: Alado con letras doradas/ en las venas más finas,/ el saltamontes llenaba/ las costeras con muchas hierbas y fes en la parte posterior de su vientre./ "¡Ping, ping, ping!" - Zinziber se sacudió./ ¡Oh, cisne!/ Ay, enciende./  Composición que constituye un ejemplo modernista de la llamada poesía fonética y del lenguaje trasmental ruso záum. El manifiesto atacaba tanto a la literatura del pasado, invitando a arrojar por la borda del barco de la Modernidad a creadores clásicos rusos de la talla de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, como del momento presente por entonces, especialmente los simbolistas. Tiempo después, durante la revolución rusa de 1917, el poeta interpretó la misma como un levantamiento del pueblo en venganza por la opresión, y lo consideró un paso en el camino hacia un gobierno mundial. Al año siguiente viajaría por Rusia en plena guerra civil, acabando su vida en 1922 herido de muerte por una gangrena insensible.

El pintor Lariónov (1881-1964) compuso una serie de lienzos inspirado por ese futurismo ruso, imbuido este movimiento artístico de una independencia irrenunciable hacia los valores plásticos en sí mismos. Reclutado en la Primera Guerra mundial, el cruel y desalmado enfrentamiento europeo truncaría su actividad y marcaría parte de su vida artística posterior. Pero en el año 1910, cuatro años antes incluso de esa terrible contienda mundial, pintaría su autorretrato futurista. En él podemos observar, sin analizar profundamente mucho, al pronto, los rasgos confusos, contrapuestos, oscuros, meditabundos, rebeldes, obtusos, dolidos, de una perdida generación... En el año 1689, cuando el mundo parecía que ya recuperaba la calma pacífica, luego de treinta años de una angustia bélica insufrible tiempo antes, esa misma calma que Europa necesitaba para volver a sentir, por ejemplo, que la luz fuera algo más que un mero mecanismo confuso para poder ver un mundo desmembrado y difuso, el pintor holandés Meindert Hobbema (1638-1709) compuso su obra La avenida de Middleharnis. ¿No parece una obra actual o contemporánea de otros momentos históricos más adelantados en el tiempo que aquel barroco tan desubicado entre dos siglos racionalistas? La obra de Hobbema es sorprendentemente exquisita. Qué intemporalidad, qué placidez, qué serenidad, qué sencillez, qué genialidad... Es un mundo que no concilia ni con lo que nos dice Pessoa, ni con lo que los futuristas idearon enfrentando una realidad con otra. Es el año 1689 el momento de esta composición barroca, pero también donde habitaron aquellos ancestros de los ancestros afortunados que Pessoa añoraba en su escrito. ¿Lo fueron? Porque ellos habían sufrido también enfrentamientos, guerras, enfermedades, desolación y muerte. Pero, sin embargo, habían resguardado una cosa: la esperanza. En esta obra de Hobbema se ve por todas partes: en la profundidad con sentido de un paisaje natural y civilizado, en su perspectiva definida y limitada por las trazas de un lienzo preciso, en las nubes no errabundas de un cielo infinito, pero acogedor, en los árboles aislados pero juntos de un sendero seguro, en el orden conjugado con la libertad natural de un lugar armonioso y tranquilo, en la impresión retenida y abierta de un sosiego sin misterios, o de un trascendentalismo tan asequible como el controlado vuelo de unos pájaros apenas aquí ahora visibles en la lejanía. 

(Óleo Autorretrato, 1910, del pintor futurista ruso Mijaíl Lariónov, Colección Larionova-Tomilina, París; Óleo sobre lienzo La avenida de Middleharnis, 1689, del pintor barroco holandés Meindert Hobbema, National Gallery, Londres.)



5 de marzo de 2023

El Arte o como Belleza o como dolor, como recuerdo estético maravilloso o como alarde plástico-crítico-terapéutico.







 


El morboso atractivo de lo paranoico en el Arte es una forma de vanguardia estética que puede suscitar la perenne dialéctica peregrina entre la modernidad y el clasicismo. El pintor sueco Carl Fredrik Hill (1849-1911) tuvo el profundo infortunio de padecer una esquizofrenia paranoica a finales del siglo XIX. Cuando su espíritu creativo le llevase antes a París en el año 1873 recibiría la influencia estética del romántico y realista Corot, también la del paisaje verdecido de la escuela de Barbizon, así hasta derivar pronto en la maravillosa pintura impresionista de su admirado Daubigny. Paisajes que compuso Hill con la fuerza extraordinaria del contraste lumínico de un color ahora, sin embargo, un tanto sombrío. Pero, pronto el Impresionismo y su exultante fuerza maravillosa, con sus colores vibrantes, optimistas y vivificadores, llenarían las composiciones artísticas de un joven Hill enamorado fervientemente de la luz y de los cielos infinitos... Recorrería las riberas del Sena escudriñando el contraste entre un cielo sin límites y un río delimitado; caminaría sosegado entre los bosques misteriosos que albergaban la sabiduría, el sentimiento y la placidez de un mundo encantado y deseoso. Así crearía obras sugerentes y sorprendentes, creaciones impresionistas que, sin embargo, acabarían iluminando más el interior que el exterior de lo que su espíritu albergaba. Cinco años después de llegar a Francia, el pintor sueco empezaría a padecer unos ataques psicológicos que le llevarían a ser diagnosticado de una esquizofrenia paranoide. Desde 1878 a 1883 estuvo internado en un hospital de Dinamarca y luego en otro de Suecia. Tiempo después, desahuciado, se mudaría a casa de sus hermanas y su madre en Lund, en donde viviría hasta su muerte en el año 1911. Es en ese período, desde 1878 hasta su muerte, cuando su obra artística cambiaría radicalmente.

 Cuando un pintor compone desde su interior más reptiliano, inconsciente o enfermizo expresará casi siempre antes que nada la vaguedad y la profundidad de su espíritu simbólico, abstracto o menos definido y dirigido ahora hacia su interior, que frente a la majestuosidad estética más bella, emotiva o sugerente y dirigida ahora, sin embargo, hacia el exterior, hacia los demás, hacia todos nosotros... El Arte o se comunica hacia los demás o se comunica sólo hacia uno mismo. Cuando lo hace hacia uno mismo las interpretaciones, críticas o enseñanzas estéticas serán tan subjetivas como inconsistentes; sin embargo, cuando lo hace hacia los demás el brillo de la eterna luminosidad de una belleza extraordinaria mostrará la maravillosa estela de un Arte sublime y poderoso. Bien sea como una muestra del inconsciente humano, de su fuerza interior o de una interpretación útil terapéutica, el Arte producido en circunstancias demoledoras para un ser humano que sufre y siente es la muestra temática de un dolor, de una maldición o de una oportunidad plástica para interpretar, con ella, una cierta pulsión estética interesada. ¿Con qué deseamos convivir estéticamente, con la oscuridad demoledora de un infortunio lastimoso o con la brillantez enamorada de un colorido atardecer? El pintor sueco Hill mostró en su juventud impresionista un alarde estético magistral con sus geniales desequilibrios sombríos de un color natural muy diferente. Esa belleza, esa sugerente y enriquecedora belleza estética, es la que debemos recordar de un creador que no pudo vencer, con su Arte, el terrible estigma de un dolor.

Carl Fredrik Hill nació en Lund, Suecia, en una familia de cinco hermanos donde él fue el único varón. Dos de sus hermanas murieron a una temprana edad, pero especialmente le fue muy sentida la pérdida de su hermana Anna. Tanto fue ese dolor maldito que se ha creído que contribuiría a la psicosis paranoica que el pintor alumbrase a finales del año 1877. ¿Qué dolor es preciso sentir para poder crear una obra que muestre el profundo e inquietante malestar de un espíritu terriblemente destruido? El Arte tiene ejemplos en la historia de grandes, o no tan grandes, creadores que plasmaron sus agonías interiores en un lienzo artístico. La agonía interior demoledora es una enfermedad, no una inspiración estética... No es necesario beber alcohol en cantidades exorbitadas para que un poeta pueda llegar a componer, inspirado poderosamente, la belleza lírica más estimulante. No es necesario que un pintor deba tener esquizofrenia paranoide para que pueda llegar a expresarse con una exclusiva genialidad sublime. Es la mente del observador, la del crítico y la del oportunista la que utilizará luego esas creaciones especiales para, ahora con ellas, elaborar un alarde crítico estético dirigido hacia la nada o hacia la admiración más inútil de una expresión ahora muy novedosa. Algo que, sin embargo, debería disponer mucho más de respeto íntimo artístico que de una expresión estética universal y recordada. Porque recordar a Carl Fredrik Hill por sus maravillosos paisajes especiales tan luminosos, emotivos e  íntimos es un reconocimiento sincero al Arte y al propio artista, alguien que, una vez, se inspiraría sensible ante los colores vespertinos de un cielo por entonces mucho más esperanzado, infinito o poderoso. 


(Obras de Arte todas del pintor Carl Fredrik Hill: Óleo El árbol y un recodo del río, 1877; Pintura Otoño, 1877; Óleo El Sena con álamos en su orilla, 1877, todas en el Museo Nacional de Estocolmo; Cuadro Ruta de París II, 1877, Gallery Thiel, Estocolmo; Óleo Hermana Anna, 1877, Museo Nacional de Estocolmo; Obra Variaciones familiares, 1888, c.a., Colección particular; Obra Paisaje con león, 1889, c.a., Museo de Arte de Malmö, Suecia; Óleo Los últimos seres humanos, 1890, c.a., Museo Nacional de Estocolmo.)


19 de enero de 2023

La sensibilidad más humana en el Arte actual expresada sin la representación figurativa de sus propios seres.



 El Arte siempre se habría impregnado de la filosofía de su época. En el Renacimiento, por ejemplo, fue el Neoplatonismo de Ficino; en el Romanticismo fueron los filósofos europeos, particularmente el Idealismo de la Naturphilosophie alemana de finales del siglo XVIII; en el Impresionismo y Modernismo de finales del siglo XIX y principios del XX fue el liberalismo burgués capitalista. Pero, desde finales del siglo XX en adelante, y que todavía perdura en nuestra sociedad, fue el Existencialismo, aquella filosofía humanista que pensadores franceses (Sartre, Camus) plasmaron en sus escritos y ensayos tan estimulantes. En la evolución estilística del Arte desde principios del siglo XX el ser humano se ha sentido huérfano, sin embargo, de cierto sentido existencial. Es precisamente desde finales del siglo XX y hasta hoy cuando los espíritus creativos han encontrado un cierto parnaso artístico extraordinario en la expresión estética más emotiva de la existencia y de su sentido del mundo. Creadores españoles actuales, espíritus sensibles que utilizan el Arte para expresar sus propios sentimientos, comienzan a crear sin las limitaciones estilísticas de escuelas, tendencias, tradición o arraigos. Cuando la expresión es libre y emotiva la creación artística alcanza su más alto sentido en el mundo. Los primeros creadores del Arte que tuvieron ese sensible prurito artístico fueron españoles, concretamente durante el Barroco espiritual tan ensimismado de mediados del siglo XVII. Un ejemplo lo es Francisco de Collantes (1599-1656). Pero fue el Romanticismo, claro está, la tendencia más precursoramente existencialista. Sin embargo, los románticos fueron más allá del sentimiento interior ensimismado del Existencialismo. Ellos utilizaron la metafísica del Idealismo y la sublimación de la Naturaleza para componer obras pictóricas llenas de color, de asombro, de paisajes imposibles o de enormes contradicciones estéticas. Tiempo después, el Impresionismo sería el primer estilo artístico que utilizaría la sensibilidad humana para representar la imagen emotiva. Pero, no sería la sensibilidad lo que primaría en el Impresionismo sino la imagen...  El Modernismo, las Vanguardias, la Abstracción, el Expresionismo abstracto se olvidarían del sentimiento individual, tratarían más bien de buscar o expresar un cierto sentimiento colectivo, propio además de las terribles experiencias bélicas o ideológicas que asaltaron la sociedad y el mundo en la primera mitad del siglo XX.

Pero la historia continúa su camino impertérrito, la sociedad avanzará siempre sin consideraciones emotivas. La desubicación del sentido artístico hoy en día tiene una sola respuesta estética: la expresión libre, íntima, sincera, emotiva y personal de los creadores, que buscarán así expresar sus propios sentimientos. El pintor actual malagueño Enrique Vázquez es un ejemplo significativo de eso. Asomado al Arte desde sus acuarelas propiciatorias, buscará en su expresión artística la fuerza emotiva de un sentimiento personal ineludible. En su obra Estío el pintor tratará de representar, con la calma, la paz y el sosiego de su encuadre, la serenidad de una contemplación existencial muy poderosa. Llena además de líneas, de geometría, de sombras y realce. Una composición estética atrevida y conseguida por una perspectiva y una tonalidad muy sorprendentes. Nada más. Quiero decir, no hay seres humanos, no hay ninguna representación figurativa del ser objeto y sujeto de esa misma necesidad expresiva. En la obra de Vázquez no hay seres humanos. Aquí el Existencialismo es una forma de subjetivismo primario donde lo que se ve es la sensación de lo que se siente: inspiración, ensimismamiento, reflexión íntima. Reflejo además de un mundo que nos acompaña para poder entenderlo ahora, sin embargo, sin la participación confusa de lo humano. En su otra obra, Generosidad natural, el artista malagueño buscará lo mismo, incluso llegará más allá: tratará de expresarnos, con belleza ilustrativa, la fuerza insobornable de una naturaleza generosa que ofrece ahora sus frutos sin esperar nada a cambio. Pero el pintor no compone ahora un árbol generoso en el propio escenario natural libre y campestre, no, lo compone en el mundo creado por el hombre. Así, lo compone encerrado por las mismas creaciones que el ser humano levantará para poder aislarse de la naturaleza. Es así como la expresión de esa generosidad natural el pintor la subraya aún más mostrando un ser no humano, un árbol, algo que, a pesar de su desarraigo ambiental, no sucumbirá jamás ante la fuerza de su alto designio generoso. 

Estas creaciones artísticas actuales, herederas del Impresionismo decimonónico y de la figuración del paisaje de todos los tiempos, nos lleva ahora, sin embargo, a un sentido existencial y emotivo que el Arte siempre debería expresar en sus obras. El pintor malagueño lo consigue con sencillez, pero también con la firmeza de un trazo poderoso y decidido. Brillantez artística y sentimiento emotivo. Dos cosas que ya los creadores del Barroco español del siglo XVII comenzaron a desarrollar sin sospechar siquiera que, muchos siglos después, los artistas creativos necesitarían seguir aún experimentándolo... Y es que la emotividad es lo único que merece ser valorado en una obra de Arte, sobre todo aquella que se precie de transmitir cualquier cosa que tenga que ver con la expresión más humana de una percepción estética. Y además, como en el caso de Vázquez, con la extraordinaria sutileza de plasmar una emoción humana sin la representación estética de ninguna figuración, sin embargo, que exprese esa misma humanidad. 

(Acuarela Estío, 2023, del pintor actual Enrique Vázquez, Colección Privada; Acuarela Generosidad natural, 2023, del mismo pintor, Colección Privada.)

24 de abril de 2022

La fuerza de los colores de un crepúsculo brillante reflejará el ánimo ansioso de una vida y su momento.



La justicia artística es un concepto sin sentido. Muchas obras de Arte se han podido realizar sin merecer apenas una reseña perdida entre las paredes deslucidas de algún museo del mundo. Pintores han habido muchos y, a veces, algunos han pasado a la historia sin un especial adorno extraordinario. Este maravilloso paisaje del pintor Richard Wilson (1714-1782) es un ejemplo de eso y de la capacidad de combinar unos colores dispersos con una composición espectacular, amplia y difícil. En el año 1775 pintaría este maravilloso paisaje italiano de memoria, ya que su estancia en Italia había sido veinte años antes de comenzarlo. Para cuando lo pinta su vida no era una maravillosa vida sosegada de  un pintor consagrado y establecido con éxito. Había padecido dificultades por su inestabilidad económica y se sentía perdido y desolado cuando, por fortuna, al año siguiente, la Real Academia de Londres le obsequia con un puesto de bibliotecario en su institución. Pero, antes de eso tuvo la inspiración de crear una obra con la que consiguió componer la sentida expresión de un ánimo íntimo necesitado de vida. No es Romanticismo, no es Neoclasicismo, no es Realismo, es todo eso junto y mucho más lo que trató de expresar con su pintura. Fue la luz prodigiosa de una puesta de sol brillante matizada  de nubes dispersas a través de un cielo tenue infinito de vida. Porque aquí el cielo triunfa además en la totalidad del paisaje: dos terceras partes del lienzo lo cubre. Luego son las distancias, la perspectiva, la profundidad... Todo eso junto a la elección de un escenario natural y de un momento únicos. Es un paisaje y es mucho más que eso. ¿Será una intuición? ¿Será que el estado de ánimo del pintor es expresado para ser percibido luego con colores que ganarán sobre las formas o sobre los alineamientos? No hay nada más que colores, distancias y magia emotiva. Con ello el pintor expuso la mayor expresión emocional de un ser humano creativo que buscará en las formas dispersas el mejor sentido estético para la justificación de una vida.

Es la constatación de un mundo representado que el Arte consigue expresar para calmar el ansia humana de tratar de conciliar ánimo con vida.  Porque aquí el ánimo es ahora la misma vida... Este, el ánimo, se dirige, por ejemplo, hacia la elevada edificación aislada de la izquierda para mirar sus delineadas formas imprecisas y tratar ahora de sentir su calma. También hacia la brillante y plateada ribera del Tiber a la que, desde lejos, cualquier observador admirado dirigirá sus ojos con sosiego. Es la silueta además del ciprés orgulloso que, sereno, tratará así de elevarse hacia un cielo infinito. Son también unos personajes empequeñecidos que, ajenos, no pueden ya ver ahora la belleza completa de todo eso. ¿Es una alegoría del Arte insatisfecho? El paisaje de Wilson no es solo la imagen realista de un escenario definido, la vista del río Tiber y la ciudad de Roma al fondo, es la necesidad de expresar algo muy distinto con un paisaje reducido de luz que solo el Arte consigue transmitir con belleza. Es la voluntad creativa que persigue la conciliación de la vida con el ánimo del que la observa. Entonces, el universo expresivo creará un mundo que solo existe en el sentimiento artístico de un instante y un espacio únicos. La luz es ahora parte del dominio de un esplendor conseguido por la combinación de formas, tonalidades y planos distintos. Todo esto es obtenido además con el reflejo tenue de una luz crepuscular inducida, algo que los impresionistas conseguirían cien años después incluso. Pero que Wilson lo expresa ahora genialmente, con la textura de un paisaje donde apenas consigue distinguir, por su secuencia tonal magnífica, unos colores de otros. Así puede hacer más sensible aún el escenario crepuscular dominando su luz partes estéticas de los diferentes espacios del paisaje magnífico. Porque, como en la propia vida, existen diferentes espacios que apenas se solapan en uno, pero un solo momento único reflejado en él. Esos espacios diversos reflejan una respuesta de luz a la expresión concreta de ese momento único. Es como el ánimo humano, que también se expresará definido por el tiempo, por la luz y por las distancias imprecisas.

Hay un abismo aquí entre la fuerza concreta de una luz crepuscular con su horizonte herido y la grandiosidad de un paisaje abierto, profundo y espectacular. Porque no hay sombras y las hay, porque no hay luz y, sin embargo, aún la hay, porque no hay vida aún y sí la hay... Porque hay una luz en el universo representado que, sin embargo, se opondrá muy pronto a la continuidad de su luz.  Es una belleza herida porque su luz no presentará aquí ya toda la variedad de formas que la hacen expresiva. Porque son ahora partes incorporadas a un momento de luz y no la luminosidad global cuya consecuencia consiga luego del mundo su completa silueta. Esto hace crear una imagen maravillosa por ser distinta ahora, por ser la expresión de un deseo más que de una realidad precisa. Es el deseo de persistir a pesar de su imposibilidad por el momento crepuscular que su luz impone al mundo. El pintor lo busca y persigue con el mismo afán que su ánimo trata de conciliar algún sentido herido con el sentido del mundo.  Aquí el sentido es la luz que luchará por mantener las formas imprecisas de un mundo reflejado que fluye distinto. El mundo ahora es la realidad que las distancias y las tonalidades consiguen mantener del transido paisaje infinito. El pintor descubrió con su inspiración estética la fuerza de un mundo que podría expresarse más por un desánimo infinito que por las formas reflejadas de un paisaje profundo. La luz reflejada por los colores dispersos es ese ánimo necesitado de fuerza que vencerá ahora, sereno, por la grandiosidad de un atardecer tan bello y poderoso. ¿Hay mejor tonalidad elegida para unos colores desperdigados ahora por un paisaje crepuscular que combine formas con ánimos o representación vital con algún oculto sentido misterioso?

(Óleo Una vista del Tiber con Roma en la distancia, 1775, del pintor galés Richard Wilson, Centro de Arte Británico de Yale.)


18 de abril de 2022

Una nota negra en un paisaje soleado, hermoso en líneas y proporciones, como un obelisco egipcio...


Eso escribió Vincent Van Gogh de este lienzo suyo un año antes de morir: Es como una nota negra, como una mancha oscura en un paisaje bañado por el sol, pero es una de las notas oscuras más interesantes, la más difícil de llevarse bien que se pueda imaginar... Qué metáfora de la vida más simple y más profunda. En su torbellino por aunar emoción, vida y Arte el pintor desesperado encontraría en los cipreses la inspiración que antes había encontrado en los girasoles. Sin embargo, a diferencia de los girasoles, que pinta siempre aislados y solitarios, los oscuros cipreses los pinta en su entorno natural, rodeado de un paisaje prolífico, abundante y entusiasta. Ahora su espíritu, en una situación personal de sosegada resignación vital, se acercaba mejor así a una calma serena expresada por los colores arremolinados tan expresivos de esos árboles. Entre el amarillo y el verde, ahora gana el verde en las tonalidades buscadas por el pintor holandés. Un verde oscurecido como un referente existencial poderoso, como una razón de vivir, o como una fortaleza arraigada a la vida, dirigida ahora, segura y firme, hacia un infinito cielo distinto. No hay seres humanos en la visión que el pintor tuvo de ese paisaje inspirado. Sólo la fuerza de lo inanimado, de lo que permanece más, de lo que no padece, de lo que persiste poderoso. Hay una búsqueda y una afirmación, hay un sentimiento vago y una realidad luminosa en esta composición estética. Con su estado de ánimo el pintor huye hacia el color arremolinado, torcido, curvado, impreciso, cosas que justifiquen la vida y sus misterios ocultos. No hay sentido lineal recto en casi nada, ninguna cosa lo tiene para conseguir una consecución firme entre un antes y un después, entre una posición y otra distinta. Ahora la realidad es sinuosa, es una formación de líneas que deben ser hermosas y cuyas proporciones puedan asociarse a una belleza más simple. No hay nada completado, todo está por hacer, por finalizar, por llegar a ser en el instante sagrado de la composición estética. Así, el Sol es sólo una pequeña franja de circunferencia amarilla. Pero el Sol está ahí, porque su reflejo es fundamental en el sentido estético del paisaje inspirado del artista. 

Es un maravilloso sortilegio sobre la incapacidad de ver otra cosa que no sea belleza entre las siluetas sinuosas de dos cipreses solitarios. Pero que es la única verdad que desea expresar el pintor con su paisaje. En el contraste de los cipreses frente al paisaje ganará el espíritu atormentado del artista. Es la dificultad que el pintor busca para justificar el sentido incomprensible de la existencia. Ese contraste es la vida misma, es la fuerza por persistir que los cipreses disponen en un lugar que nada tiene que ver con su propio sentido. Hay una luz poderosa que llena las formas y las proporciones de una naturaleza revuelta, inquieta, feraz y luminosa. Nada puede evitar su grandeza ante la realidad sórdida de una vida desperdigada ahora con formas diferentes. Y entonces surgen los cipreses para añadir una nota oscurecida que consigue fortalecer el sentido justificador de un paisaje distinto. Tiene que ser así, una rareza entre las formas que completen ahora el mundo proporcionado y natural en que vivimos. La metáfora de los cipreses en Van Gogh es su particularidad especial para poder existir entre farragosos escenarios diferentes. Este contraste, esta dificultad, acabará absorbida por la forma en la que los mismos colores consiguen justificarlo todo. Porque no hay un Sol así, no hay un cielo así, no hay montañas así. Todo está contrastado con la realidad y su propio sentido visual en el mundo. No se puede ahora sino mirar de otro modo ese contraste y esa dificultad. Eso buscaría el pintor desolado ante las hermosas proporciones aparentes de un mundo sin completar del todo. Porque nada lo está en la obra realmente, ya que faltan partes o faltan reflejos que definan así un universo satisfecho. Como en la vida...

También como la sensación trashumante del pintor en sus años finales, trastornado por la dificultad de encontrar un sentido a lo que vive, a lo que hace. Es como su búsqueda del paisaje perfecto conseguido por la luz, por las formas, por los colores o por la esperanza de hallar en todo el sentido real de lo existente. No hay nada sino contraste, y el pintor lo descubre encantado entre las notas oscurecidas de dos cipreses diferentes. Con ellos compuso su sentido real de lo que para él era belleza. No era proporción, no eran líneas perfiladas que acojan ahora un paisaje perfecto. Era el contraste, la nota oscurecida que consigue devolver el sentido perdido a las cosas, a lo que no se entiende bien, a lo que no hace más que desear buscar un escenario especial que pudiera justificar el Arte con su atormentada vida. Lo encontraría entonces entre los cipreses elevados hacia un cielo distinto. Es como si la luz no fuese originada por el Sol sino por el mundo, es como si el contraste no fuese originado por las notas oscurecidas de unos cipreses distintos sino por la propia vida. Así se inspiraría el pintor en aquel verano de 1889, cuando le faltaba aún un año para desaparecer. Quiso expresar todo más con los colores que con las formas. Los buscaría compulsivo entre tonalidades diferentes de un universo distinto, realizado con partes de las siluetas fragmentadas de las formas que representarán, ajenas, la vida sin la vida. Con ellas compuso un paisaje extraño. ¿Sería el único desatino? Los cipreses no son el único enfrentamiento aquí entre un universo previsible y un espíritu atormentado. Hay algo más que expresa un sentimiento que por entonces el pintor buscaría y seguiría buscando: un sentido sublime a todo lo existente. Fue como una esperanza, como una sinfonía, como un canto, como una sosegada melodía distinta. 

(Óleo Los Cipreses, 1889, de Vincent Van Gogh, Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.)

20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)

17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia entre lo que es valioso y lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante el hecho de no tener otra razón de ser que existir, que ser lo que se es, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa o elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio en el mundo creativo: la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esta dicotomía de lo obsesivo habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se deja llevar por la moda, la propaganda, el sesgo o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado que expresa armonía, fuerza, contraste, realidad representativa y una respuesta emotiva en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable que no está ahí incluida y determina la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social imperante. Porque es la tendencia social la que justifica el mundo. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en otros casos, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Estamos en una situación histórica que, con la perspectiva de los años, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podemos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos...

La expresión de lo armonioso es una característica artística con la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar artísticamente. Aunque cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esta sentencia armoniosa en sus creaciones. Pero no se trata de alcanzar toda la armonía del mundo, sino solo aquella que sea precisa para poder valorarla. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, dispone entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable moderna y antigua, puede verse tanto en Rembrandt como en Van Gogh. La realidad de lo representado es lo que choca con la abstracción artística. Sin realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesita de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea luego. Y por último la emotividad. Sin sentir emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos haga sentir también. Y todo eso, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia del Arte. La fe, la fe es lo que falta. Pero la fe quién la determina. Porque no es tan sencillo arbitrar un argumento artístico creíble, formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia cultural histórica son múltiples y se deben dar todas además a la vez, o poco tiempo después. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merece la pena debatirlo. Así de irónico es el asunto de la valoración en el mundo, sea de Arte o de otra cosa. Los intereses creados seguirán planteados, y muy poderosos, frente a la volátil aquiescencia de lo valioso en el mundo.

A mediados del siglo XIX se comenzó en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se inició así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la naturaleza. De aquí surgió el Impresionismo poco después. Se crearían además escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que se comenzaron a vislumbrar en las exposiciones nacionales de sus obras. En el año 1873 decide el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran ese efecto emotivo que el Arte debía tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial enferma de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar lo que pudo ser y no fue. Poco antes de eso creó su obra Estudio de Paisaje. En ella vemos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica... Salvo una cosa: la fe. Sin fe el mundo no consigue valorar ni emocionarse. Y no lo hizo nunca con este pintor, más allá tal vez que con algunas obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce, entre las paredes menos elogiosas del insigne gran museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

16 de febrero de 2020

El Romanticismo lo vislumbraron ya algunos creadores del melancólico siglo de oro.




El movimiento romántico que surgiría en Europa a mediados del siglo XVIII, y que alemanes y británicos crearon primero que nadie, ya habría sido sospechado por los artistas y creadores del periodo barroco denominado Siglo de Oro español. Cuando el escritor inglés Horace Walpole compusiera su obra El Castillo de Otranto en el año 1764, empezaba a alumbrarse un cierto sentido romántico consecuencia del espíritu anquilosado de los hombres. ¿Qué cosa representaba por entonces ese espíritu anquilosado? La ociosidad inteligente e inquisidora producto de la auto-indulgencia y la molicie que ofrecía por entonces la opulenta sociedad satisfecha. Cuando esos fenómenos psicológicos se dan en una sociedad ilustrada satisfecha surgirán la huida, el refugio, la oscuridad, el mesianismo perdido o la búsqueda de un paraíso ideal hallado en el pasado o en la exaltación de lo misterioso. El Romanticismo nació de esos anhelos melancólicos sobre la vida, el sentido de la historia y, sobre todo, de una individualidad introspectiva y disidente. El siglo XVIII europeo se desarrolló con esas pautas propiciatorias para ensalzar el devenir existencial más desasosegado. El Romanticismo de finales del siglo XVIII fue el cansancio metafísico ocasionado por la satisfacción personal y agnóstica de la Ilustración. Pero en los años en que el siglo de Oro español tuvo parecidas singladuras espirituales y personales, entre los años 1630 y 1680, lo fue no por el cansancio metafísico sino por el desarraigo espiritual que una sociedad afortunada y venida a menos padeciese por entonces. De haber nacido en las excelsas moradas de un imperio esplendoroso, los hombres y mujeres de ese periodo hispano tan sobrecogido sintieron y plasmaron luego en sus obras barrocas el desaliento, la fatuidad o la dulce melancolía más elogiosa para llegar a componer, henchidos de gloria artística, las mismas sensaciones de evasión y retraimiento que, un siglo más tarde, alumbrara exitoso el sentimiento romántico más prometedor.

Un pintor poco conocido de ese periodo barroco en el Arte español lo fue Francisco Collantes (1599-1656). De características prerrománticas, se dedicaría a componer paisajes desolados, oscuros y nostálgicos en una época donde los paisajes no eran muy valorados estéticamente. Fue por eso además un paradigma anticipado del héroe-artista auto-marginado, para nada mundano o exitoso. Lo que sería  más de un siglo después una personalidad artística muy elogiada por el Romanticismo clásico. En fecha poco precisa por desconocerse, aunque situada con probabilidad entre 1640 y 1650, el pintor Francisco Collantes compuso su obra Paisaje con un Castillo. En una nación con tantos castillos como España el pintor realizaría, sin embargo, una obra de Arte con la silueta de un castillo imaginario y oscuramente melancólico. Pero además lo posiciona en un montículo rodeado de un paraje tenebroso en un ambiente con tintes fantasmagóricos para la época. En Psicología podría evaluarse el sentimiento romántico como una huida enardecida hacia otro tiempo distinto del momento padecido. ¿Cómo no valorar ya esta impresión artística tan precoz en un periodo tan diferente al de los elementos románticos posteriores? Sin embargo, la historia es a veces mala consejera para evaluar con exactitud honesta la vida y los sentimientos reales de los hombres. En la historia hacer resúmenes clasificados es una barbaridad sólo entendida por el afán falsamente ilustrativo de una realidad veraz desconocida. Como los periodos artísticos y sus encasillamientos culturales, que no reflejarán exactamente lo que sucediera o se sintiera por sus creadores en algunos momentos, sociedades o culturas del mundo. 

En esta pintura barroca, anticipadamente romántica, el creador inspiraría ya elementos que propiciaban el desarraigo más sobrecogedor de un espíritu humano por entonces nada sosegado. Vemos en la obra un castillo ruinoso sobre unos riscos abandonados rodeados de un bosque desperdigado y coloreado por ocres y oscuras siluetas verdecidas. La atmósfera mágica y ensoñadora que se percibe es completada por unas rocas emergentes del mismo color que el cielo macilento del atardecer, que apenas oculta aquí un crepúsculo dorado reflejo ahora de lo finalizado, de lo perdido o de lo caduco de la vida.  Pero, no solo en esos rasgos nostálgicos veremos las pasiones emotivas de un enajenado acontecer, también lo vemos en el frágil pasadizo del puente de tablas de la derecha del cuadro donde, inusitadamente, se nos muestra sin pudor ni jactancia metafísica la disonancia más desalentadora entre un esplendor ya acaecido y olvidado y un desatento, ridículo y desmerecedor porvenir. No hay seres en el paisaje emotivo de la obra de Collantes, ni vivos ni muertos, ni animados -de ánima humana- o no. Tampoco hay nada que lo haga emotivo siquiera, como que no lo haga. Sólo un paisaje oscurecido bajo un aura de incierta ensoñación misteriosa que emergerá ahora del pasado silencioso para, sin nada aún que afecte al sentimiento, evoque enaltecido, sin embargo, el sentido más lírico y metafísico del paso del tiempo y de su gloria. Desde la lejanía de un siglo barroco tan distante de inspiración melancólica romántica, sentiremos la grandiosidad de una etapa gloriosa en el Arte que expresaría ya una época de contrariedad, de confusión, de asombro perdido o de cierta orfandad psicológica.

El Castillo de Otranto fue el disparadero artístico poético de una forma de expresar literatura que llevase al Romanticismo a descubrir el sentido más atrayente de las ruinas y los misterios del pasado. Fue muy conocida por ser la primera novela de terror gótico, de literatura fantástica o de cuento donde el espíritu vagabundo de lo humano se perdiera entre ensoñaciones de lugares olvidados. Tanto como lo fuera antes aquella inspiración barroca tan introspectiva de Francisco Collantes y su obra Paisaje con un Castillo. Como siempre que hay que analizar, escudriñar o profundizar una obra de Arte, habrá que situarse en el momento y en el lugar histórico donde fuera realizada. A mediados  del siglo XVII España vivía su efusión cultural más elogiosa gracias a lo que se llamó el Siglo de Oro. Pero también viviría una época de abatimiento y de crisis existencial por sus particularidades sociales e históricas. El pasado entonces pesaba mucho porque había sido el más glorioso pasado que país alguno hubiese tenido jamás. Por mucho que se quisiera revivir aquella grandeza de antes fue imposible conseguir mantenerlo en el tiempo, salvo lo que se pudiera conseguir hacer con la poesía o la pintura más elaborada y primorosa. Pero es que además el pintor Collantes tuvo una premonición lírica extraordinaria, porque fue por entonces la más exitosa inspiración que luego, con los años, no en su propia época, llegaría a ser muy admirada como la expresión creativa más inspirada del ánimo más ofuscado de los hombres.

(Óleo Paisaje con un Castillo, primera mitad del siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Collantes, Museo del Prado, Madrid.)

16 de noviembre de 2019

Las dos caras de la vida representadas en una virtual forma de belleza y Arte.



El Arte tiene la virtualidad de expresar la verdad sin ruborizarse ni amedrentarse. De reflejar la vida describiéndola desde la profunda oscuridad de una belleza aparente, como desde la implícita luminosidad de una belleza real. El Arte a veces no es más que la imagen proyectada en un plano para mostrar su grandeza o para todo lo contrario... Cuando el pintor Cornelis van Haarlem quiso, con su habilidad manierista, componer un lienzo donde expresar sus virtudes estéticas con el escorzo o el desnudo, pensaría que un enfrentamiento criminal como la matanza de los inocentes sería un buen tema para su obra. ¿Calculó entonces también que era una oportunidad para reflejar la crudeza y la barbarie que el ser humano es capaz de tener? Posiblemente, no. Lo único que consiguió el Arte, no el pintor exactamente, fue aprovechar esa ambición estética para plasmar una terrible condición humana inevitable: la versátil capacidad del ser humano para la violencia, la crueldad o la impasibilidad ante sus semejantes. Por siglos que pasen esa condición sigue estando en el ser humano y, lo que es peor, camino de ser aceptada o justificada, aunque no sea en forma tan extrema o definitiva. La diferencia con el Arte de Cornelis es que el pintor holandés sabría que, además de hacer una obra donde mostrar sus habilidades pictóricas, la maldad que su creación aprovechaba reflejar estaba bien definida moralmente: los motivos de los personajes violentos no se justificaban jamás, formaban parte de la caterva cultural de siglos de una ética consolidada. ¿Estamos ahora, a cambio, ante una deriva en la justificación de la violencia? ¿En qué parte es justificada? No puede ser. La violencia no puede ser justificada. 

Por eso el Arte viene a enfrentarnos con la imagen de la crueldad para decirnos ahora: no está la armonía estética ahí más que para conducirnos más rápidamente en nuestra conciencia a la desafección que debemos sentir ante su terrible mensaje. Y son seres humanos mismos, por eso el pintor los compone desnudos, para que no haya duda, son humanos como nosotros, podemos ser nosotros mismos. La matanza de los inocentes es además la mejor elección estética para una representación de la violencia humana. Cuando la violencia es multitudinaria, no individual, es más grave. Hay una connivencia psicológica que atenúa el sentimiento del individuo cuando éste comparte con otros muchos su desinhibición moral. De hecho los personajes violentos multitudinarios dejan de ser asesinos para transformarse en asaltadores justificados. Tienen una consigna y están motivados ahora por un designio mayor que ellos mismos. Esta característica grupal y dirigida les hace indemnes a tener algún atisbo de querer enfrentarse a su conciencia. Es casi como el pintor... ¿Tuvo éste algún prurito de rechazo al ensalzar con Arte esta obra tan terrible? No lo tuvo. Pero, sin embargo, el Arte vino a salvarle. Como a nosotros.

Dieciocho años después, el pintor barroco Hendrick Avercamp compuso su obra Paisaje invernal. Ante otra manifestación multitudinaria humana este otro pintor holandés plasmaría, sin embargo, una obra de belleza sosegada, alegre, divertida, sentida con armonía no solo física, sino espiritual, en la interactuación de unos seres humanos frente a otros. En la obra barroca, a diferencia de la manierista, la placidez y concordia natural abundan en todo el cuadro, desde los humanos hasta los pájaros, desde el cielo abrumador hasta el hielo tenebroso. Todo fue pintado con la armonía que una aglomeración humana pudiera expresar, a pesar del entorno invernal o del inevitable sentido, oculto aquí, que la naturaleza humana violenta tuviera también entre sus miembros. Pero el pintor no lo ve, ni lo siente, y, por tanto, no lo reflejaría en su obra. Luego de conocer su biografía, descubro que el pintor fue sordomudo... Tal vez, por eso no pudo percibir en sus semejantes aquella violencia soterrada o manifiesta que Cornelis sí mostrara en su obra. O no. Porque, observando bien, en el ángulo inferior izquierdo vemos el cadáver de un caballo que está ahora siendo devorado por un perro y un ave de presa. ¿Es que el pintor no supo exponer mejor la virtualidad de una crudeza latente, o es que quiso representarla aunque fuese marginal para, como barroco que era, no desafinar con el sentido realista de un mundo violento? El Arte de nuevo. El Arte que nos recuerda que la vida es cruel por naturaleza. Pero que no por esto el ser humano debería justificar aquel prurito violento, ese que, veinte años antes, compusiera otro pintor tan seguro de hacerlo bien como para llegar a justificar el sentido indiferente del Arte, el del mundo y el de los seres humanos.

(Obra Paisaje invernal, 1608, del pintor barroco Hendrick Avercamp; Óleo de Cornelis Cornelisz van Haarlem, La matanza de los inocentes, 1590, ambas obras en el Rijksmuseum de Holanda.)

11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)