23 de enero de 2021

Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo: la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

 


Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad... Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Hay una magnitud, realmente dos, que determinarán siempre cualquier hecho deleznable en nuestro mundo. Son la cantidad de maldad y el tiempo de duración. Cuando algo está muy extendido, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una o a pocas; cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo no durando un día o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir que algo sea verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería muy pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo alto, hacia la grandiosidad de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron los que más se plantearon esas cosas ante el mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Ese culto griego, a diferencia de los demás cultos helénicos, ofrecía una sensación de comunicación o de participación íntima de los seres con la divinidad. El ser humano entonces conseguía así unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o la costumbre social. Segundo sustituía su conciencia individual por una colectiva, salía así de sí mismo ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Y tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo más terrenal. Dionisos encarnaba la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios Dionisos iba más allá aún, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también las que separaban a los hombres de las bestias.

El milenarismo también había sido una forma de expresión estética, una que llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba la salvación solo para algunos elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética adornada con los efluvios imaginativos de una salvación anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero solo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios a costa de la ilusión del mundo. El mundo, a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto e irracional expresado por Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en mucho tiempo una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de una tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?

En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones  paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza, donde hacían libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de Constanza. ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo actos paganos en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano y  en Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que había sido todo lo contrario, una pérfida, malvada, sangrienta y vengativa mujer. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación  pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose ahora a una pintura tenebrista. En su obra Baco refleja los rasgos misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí está la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con este mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte. Tiziano lo había compuesto como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin confabulaciones dionisíacas extravagantes. Con su gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana del mundo. ¿Cómo no habían comprendido los humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecía la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés forzaría aún más la desolada figura de su personaje mítico. Con ello resplandece la expresión de lo que el Arte a veces consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar que la realidad no acabe trastornando nuestra ilusión poderosa.

(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)


15 de enero de 2021

La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.


 Cuando en la novela rusa Los hermanos Karamazov el protagonista, Dimitri Karamazov, se encuentra de pronto, desolado ante su vida, con un sabio monje en los atribulados momentos de su mayor angustia, aprovechará la ocasión para preguntarle, desesperado: ¿Qué tengo que hacer para ser redimido? Entonces el monje ortodoxo le contestaría, serenamente: Antes de nada, no te engañes a ti mismo. Para la desesperación el engaño es, sin embargo, una forma de supervivencia. Esa manera de luchar donde todo vale, ha sido la estrategia poderosa de los vencedores ante la bisoñez de los incautos o de los confiados. ¿Entonces cómo no engañar puede ser una salvación determinante? Esas son las confusas realidades de la sabiduría... El engaño, en ningún caso, puede ser nunca contra uno mismo. Pero, ¿puede ser entonces contra los otros? Nunca, tampoco. Lo que sucede es que engaño es una palabra ambivalente. No hay un engaño activo, verdaderamente. Sólo se engaña el sujeto receptor. No engaña nadie, sólo uno mismo se engaña. Y esta sí es una forma legítima. Pero sólo una forma, no es falso testimonio, no es mentir, no es dejar de ser uno mismo. ¡Es sorprender! Sorprender al otro. Entonces, el otro acabará engañado, pero no por aquel sino por sí mismo, por el equivocado modo de prejuzgar al contrario que él tuvo. En una fábula japonesa se contaba la leyenda del viajero cansado que buscaba alojamiento para pasar una noche. Encontraría entonces una pequeña cabaña en la montaña, donde vivía un viejo guerrero samurái:  Con su amabilidad de sabio, me recibió y acogió en su cabaña el viejo guerrero, nos sentamos al fuego y empezamos a hablar de mi viaje y de su vida. Le pregunté cómo un guerrero había renunciado al mundo, y entonces me respondió que, antes de renunciar al mundo, había sido servidor de un príncipe al que enseñaba el arte de la guerra. Comprendí que sería una oportunidad esta para conocer un arte como ese, teniendo en cuenta las tribulaciones azarosas que el propio viaje me esperaba al día siguiente. Ante mi insistencia, el viejo guerrero me dijo que sólo me contaría una historia, que no me enseñaría nada más y que yo sacara mis propias conclusiones. Acepté encantado.

Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa  no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.

El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente...  Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso...  Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.

(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)



5 de enero de 2021

Cuando el Arte sostuvo la esperanza con la sublime metáfora artística de la tragedia.


 En el siglo XVIII comenzó una transición sublime del hombre y el mundo hacia la metáfora más artística de la esperanza...  Nunca antes el ser humano había necesitado expresarse con algo similar, o vagamente parecido, a una sensación que pudiera tenerse ante la duda tenebrosa del mundo: la esperanza. Las maldades o calamidades de la vida eran algo consustancial a ésta, se comprendían como cosas relacionadas con la vida y para nada fuera de una demarcación racional o irracional de la misma. El siglo XVIII acabaría siendo el siglo de la racionalidad, y esa misma racionalidad empezaría a permitir sondear la posibilidad de que las terribles cosas de la vida tuvieran ahora una razón distinta a la que habían tenido antes. Fue una época equidistante entre la capacidad racional y la emoción romántica, apenas ésta comenzada. Ese momento histórico fue el que llevaría a los creadores de Arte a plantearse la dureza del mundo como una realidad diferente a lo sublime... ¿Lo sublime? ¿Qué era eso? Si la dureza de la vida no había tenido por qué lamentarse ante la visión aceptada de los hombres, ¿por qué ahora éstos empezaron a reflejar sus dudas y emociones con la semblanza sobrecogedora de un alarde diferente? Ese alarde era algo parecido a lo sublime, pero no a lo sublime entendido de antes. La transformación comenzaría a finales del siglo anterior, cuando los pensadores o científicos incipientes de un nuevo modo de encarar el mundo trasladaron la certidumbre metafísica de lo teológico a la física de lo material. Entonces el alumbramiento emancipatorio de algunos llevarían a la sensación desconsolada de otros. El Arte había compuesto naufragios de marinas en todas las tendencias pictóricas de la historia. Las batallas náuticas de los siglos XVI y XVII adornaban obras con feroces o épicas representaciones artísticas. Se representaban antes más las calamidades causadas por el hombre que las originadas por la naturaleza. Tal vez, fue una forma de justificar la maldad y de acompañar mejor el sentimiento de poder entenderla.

Pero cuando los hombres empezaron a preguntarse cosas que nunca antes se habían atrevido, no pudieron justificar lo desconocido con las mismas sobrenaturales cosas de antes, sino tratar ahora de poder comprenderlas con sus medios. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto en la providencia de lo sagrado. Así que ahora los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza tan desapasionada que la propia vida hiciera con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí y las cosas no podían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido antes. Para ese momento los pintores comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor gesto realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras del clasicismo romántico de entonces. La fuerza de la naturaleza era recreada en obras en las que el mar tenebroso rugía despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se especializaría en la representación de buques, puertos y tormentas. En el año 1775, veinte años después de que el hombre dejara la credulidad como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra El naufragio. Entonces no dudó el pintor en atribuir la mayor oscuridad y crudeza a las pinceladas que habían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento trágico. Aquí los barcos son cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar tempestuoso. ¿Qué hacer los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?

El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más que por ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria pintura para lo que por entonces se llamaban naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada y sólida de la costa y la rotunda fragilidad de unas débiles embarcaciones, expresaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la debilidad de las cosas, ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo entender ahora que la vida no pudiera ser como un relato mágico, mítico o creíble? Porque ya no había salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse como lo que eran, catástrofes violentas, despiadadas y desdeñosas ante cualquier explicación, causa o sentido posible. Ya no había más solución para asimilarlas que con la ciencia incipiente que pudiera explicarlas. Nada, no había ya nada que hacer para sublimarlas... El ser humano, huérfano de certezas, tenía ahora que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades de su racional atrevimiento. Pero el Arte no podía dejar de seguir sublimando las cosas. Y esto fue lo que el desconocido pintor holandés hizo en el año de 1775. Pero,  ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podía expresar sin incluir antes algún sentido no racional? El pintor compuso entonces en el plano inferior izquierdo de la obra a unos hombres ahora que se aferraban a la vida. Habían ellos conseguido salvarse, habían conseguido vencer la fiereza y la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos, con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.

(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)