24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

18 de julio de 2019

Todo Arte es una forma de dominar el mundo o con el espanto o con la belleza.



No solo el Arte es un espejo donde mirarnos..., es, sobre todo, un escudo a través del cual dominaremos dos cosas que nos abrumarán de forma impenitente: la belleza y el espanto. Estas dos emociones radicales, porque las sentiremos o anhelaremos profundamente, nos acompañarán desde el nacimiento hasta la muerte. Son solo esas dos, ninguna más realmente. Todas las demás emociones son una derivación de esas dos, o en un sentido atractivo o en uno repulsivo. Pero, no necesariamente irá asociada una a un sentido y otra a otro. No, porque hay seres que sentirán algo parecido a la belleza con lo mismo que, para otros, será también la repulsión. Sin embargo, esencialmente, la belleza no es nunca rechazada así como la repulsión no es nunca aceptada. Pero son como las dos caras de una misma moneda existencial. Y es que la belleza esconde un misterio parecido, si no el mismo, a la imagen del espanto. Ese misterio es tan primigenio que hunde sus raíces en el inicio del ser humano como especie inteligente en el mundo. Antes de eso no sería un misterio sino solo supervivencia, lo que es por ejemplo para los animales irracionales. Fue al advenimiento de la capacidad de abstraer, de recordar, de asociar, o de desear, cuando el espanto acabaría convirtiéndose para el ser humano en un poderoso influjo parecido a la belleza. La leyenda griega nos cuenta la historia del héroe Perseo. Su madre Dánae y él deberán huir del reino de su abuelo. Entonces llegan a la isla de Sérifos y su tirano, Polidectes, acabará enamorado de la bella Dánae. El joven Perseo, abatido por el deseo lujurioso del tirano por su madre, le pide que si abandona su pasión le traerá la cabeza monstruosa más poderosa del mundo... Así comenzaría una de las aventuras más heroicas de la mitología, donde Perseo lograría dominar a la fiera más terrorífica, mortífera y espantosa del orbe griego. La gorgona Medusa tenía la muerte en su mirada, era imposible dominarla ya que, solo mirándola, cualquier ser acabaría petrificado para siempre. Su cabeza compendiaba lo peor que un monstruo pudiera tener de indeseable y espantoso. Sin embargo, su rostro era de apariencia femenina, de una dulce e inocente apariencia femenina. Para que un rostro así pudiera tener un efecto tan monstruoso debía ser entonces muy horrible: en vez de pelo tenía serpientes, en vez de dientes colmillos, en vez de lengua una garra oculta y despiadada. Para dominarla, Perseo, que sabría el efecto de su mirada, utilizaría su escudo como un espejo, enfrentándose ahora de lado, sin mirar nunca de frente a la hiriente y traicionera Medusa. En el año 1597 el pintor Caravaggio (1571-1610) pintaría en Roma para un encargo una rodela con la Cabeza de Medusa. Desde el imperio romano se había utilizado, esquemáticamente, la imagen de la Medusa como un emblema de protección castrense, pero Caravaggio compone a finales del siglo XVI un lienzo naturalista con el monstruoso y espantoso rostro legendario. Y es justo ese momento que elige el pintor para eternizar el instante macabro, cuando vemos a la Medusa sufrir el mismo espanto que ella siempre viera padecer...

Caravaggio dejaría dicho una vez: Toda imagen artística es la cabeza de Medusa. Podemos vencer el terror mediante la imagen del terror. Todo pintor es Perseo. Y es muy posible que antes que la belleza, fuese el espanto lo retratado o lo pintado o lo creado artísticamente en el mundo. Así, hasta que el espanto fuese convertido muy pronto en deseo de belleza, gracias a querer vencer ahora al miedo dominado ya por un buscado efecto apotropaico. Ya no se convertiría más la belleza en espanto ni el espanto en belleza. Así, la pintura pudo glosar desde entonces la belleza paralizada siempre en un instante álgido, alcanzando de ese modo su mayor cénit de esplendor estético. Cuando el pintor italiano Caravaggio crease su Medusa, el Arte estaba todavía en su mayor momento de elogio y alabanza clásicas. De hecho, supuso un rechazo la obra tan sangrienta de Caravaggio por entonces. ¿Cómo describir así, tan correctamente dibujada, la feroz silueta de la muerte? Siglos después, cuando el artista británico John William Godward (1861-1922) se decidiera a componer su Belleza Clásica, el decadentismo clásico de armonía y sutileza plástica que el pintor malogrado representara, acabaría por completo ya para siempre frente a un modernismo muy pujante y exento de belleza.

Para el pintor inglés, la belleza no le habría llevado finalmente sino a enfrentarse con la monstruosidad... (se suicidaría en su estudio londinense desolado por completo por no poder asumir la muerte de la belleza). Para el pintor italiano Caravaggio, sin embargo, el naturalismo grosero no lo habría llevado también sino a lo mismo (fallecería a consecuencia de las heridas infectadas por un arma blanca). Entonces, ¿es que las dos caras de la vida que más nos abruman no son sino una sola y misma cosa? ¿Es que la belleza no es más que un subterfugio para retrasar el espanto y poder así camuflarlo ante el mundo apenas mientras dure ahora algo su fragancia? Los pintores buscarán exorcizar con sus obras el espanto o porque les guste y lo quieran plasmar fascinados o porque lo rechacen y compongan así la belleza. Los que amamos la belleza no dejaremos de creer, sin embargo, en el espanto. Para eso debe existir la belleza, para poder sojuzgar la mirada aterradoramente aniquiladora de lo espantoso. Sin embargo, sojuzgar no es lo mismo que vencer. El terror seguirá subyacente bajo las armoniosas formas paralizadas de una bella imagen artística. Para vencerlo, como decía Caravaggio, tal vez sólo el mismo terror o su sentido sea capaz de conseguirlo. Pero, ¿qué sucederá entonces cuando el terror sea provocado justo por lo contrario, por no poder amar o mantener ya aquella sagrada belleza? Pues, para eso sería compuesta en el Arte la belleza, satisfecha y permanente solo por algunos seres colmados de eterna grandeza... Lo hicieron para poder mantener la fuerza de su pasión como un conjuro impenitente, para no dejar que la mirada de Medusa les anulase, impúdicamente, ante la necesidad tan imperiosa en el mundo de un breve y maravilloso instante de esplendor. 

(Óleo Belleza Clásica, finales del siglo XIX o comienzos del XX, del pintor John William Godward, Colección Privada, EEUU.; Rodela en óleo Cabeza de Medusa, 1597, del pintor barroco Caravaggio, Galería de los Uffizi, Florencia.)

11 de julio de 2019

La escisión imaginada entre un paisaje bello y una leyenda de poder, extravagancia y miseria.



Todas las cosas bellas nacen también de la deteriorada o malévola materia de la que están hechas las formas terrenales. Huimos a veces de la sordidez de lo que representan algunos conceptos universales en la memoria de la historia. Pero forman parte también de todo lo que brilla entre las perfumadas o calmadas aguas de un mundo inevitable. Porque la crítica a las cosas hirientes y crueles de  la vida ha de hacerse ante la misma materia humana de la que estamos hechos, a pesar de lo rechazable que suponga. Por eso universalizar la culpa solo hace alejarnos, como jueces envilecidos, de la observación meditada de las cosas. La responsabilidad es siempre personal y nunca podemos generalizar ni estigmatizar una colectividad, una historia o un paisaje global. El Arte tiene una virtualidad maravillosa, y es que es un espejo donde poder mirarnos individualmente junto a la objetividad concreta de lo criticable o de lo rechazable del mundo. Porque además utilizará la belleza para poder mejor alcanzar un mejor efecto especular de la crítica existencia. En el año 1831 el pintor romántico Turner expuso su obra Palacio y Puente de Calígula. ¿Ha habido una figura histórica antigua más detestable que Calígula? Representó durante siglos el peor ejemplo del comportamiento humano más infame. Así que, entonces, ¿cómo se le ocurrió a Turner, un pintor modelo de ser humano compasivo y amable, componer un paisaje romántico asociado a la maldad más inhumana en la historia?

Porque hasta The Times de aquel año 1831 se permitió publicar: es uno de los paisajes más bellos y magníficos que jamás se hayan concebido. Y era así, concebido no real, porque ese paisaje no existía verdaderamente en el mundo. Fue producto de la imaginación sustentada en la historia de lo que habría sido el paisaje legendario del narrado palacio de aquel cruel emperador. Desde la edad media todo ese complejo imperial situado en Bayas, frente a la bahía de Nápoles, fue deteriorado y hundido poco a poco en el agua. Desde el siglo I a.C. el lugar había sido desarrollado por los romanos como un espacio paradisíaco de retiro y diversión. Pero fue el emperador Calígula gracias a sus extravagantes proyectos quien haría famosa aquella bahía napolitana. Según una profecía que el joven Calígula habría conocido, sólo sería emperador si lograse sobrepasar la bahía de Baiae con sus caballos. Así que construiría un puente de barcos en la bahía con el cual un carro tirado por sus caballos pudo atravesarlo. Pero el pintor Turner compuso, además del palacio imperial, un sólido puente en la bahía mucho más romántico y definitivo que el rústico e imposible puente de barcas. Todo imaginado, pero todo perfectamente calculado. ¿Cómo representó eso, aquel símbolo imperial, en su propia época, siglo XIX, un momento tan alejado y distante en la historia? Componiendo una imagen alegórica de lo infame que ahora no existía en realidad. Porque Calígula no está, solo su puente y su palacio. Pero, sin embargo, tampoco esas cosas existieron en realidad, solo en la concepción imaginada, basada en leyendas, de un complejo imperial hundido hace siglos. 

Para componer un paisaje romántico tuvo el pintor que añadir elementos emotivos de belleza. Lo consigue en el extremo diagonal derecho de la imagen donde unos árboles brillan ahora junto a una pareja engalanada y sus cosas. Porque en el extremo diametral de la izquierda, donde aparece el palacio y el puente imaginados, están, a cambio, totalmente desdibujadas, empañadas o nebulosas, las ruinas imperiales de un pasado justificado solo por la compasión o la belleza. El pintor nos muestra la gloria del Arte y su belleza amparada por la devoción que el artista evoca de un lugar que para nada debe ahora ser asociado con el mal o su fiereza. Fue una semblanza histórica motivada por la decisión personal de un individuo deplorable, pero no es menos verdad que lo que ahora supone no es la crueldad o la maldad sino la consecuencia artificial y constructiva de un romántico ejemplo de belleza. Pero un ejemplo de belleza que el pintor aquí no manifiesta completamente. No solo porque no es la realidad, sino porque no la destacará más que como una vaga imagen soñadora de una deteriorada visión de un pasado de belleza. Está ahí para hacernos ver que eso que vemos no es Calígula ni lo que representa, sino la construcción de un pasado grandioso defenestrado por el sismo, el tiempo y la memoria. Pero a la vez Turner transforma el paisaje furibundo con el maravilloso aroma de un instante de esplendor estético. Es el momento y su belleza lo que  ahora primará en el sentido del cuadro. Esa belleza que participa de la representación inconsciente de una trágica historia. Pero que no es trágica ni es experiencia. Solo la responsabilidad personal de un ser humano concreto en la historia. Una historia conocida, difundida y utilizada ahora para componer un paisaje simbólico y romántico. Uno que es preciso y necesario para modelar un paisaje romántico. Pero, sólo eso. No para juzgar ni para condenar ni para generalizar un lugar o una historia. Sino solo ahora algo que, sin embargo, únicamente se sostiene aquí para permitir expresar, con él, una belleza.

(Óleo Palacio y Puente de Calígula, 1831, del pintor romántico inglés Turner, Tate Gallery de Londres.)

3 de julio de 2019

Entre el Impresionismo y el Realismo se deslizaría un atisbo de sensibilidad muy humana.



Cuando algunos pintores impresionistas quisieron expresar la realidad deformando solo la atmósfera del conjunto pero no los detalles, obtuvieron una semblanza casi románticamente realista en sus obras. Pero, además, otra cosa que esos díscolos impresionistas lograron fue dar un cariz más principal al ser humano que a cualquier otro asunto, fuese un paisaje u otras formas representadas de las cosas del mundo. En su inspirada visión del Palacio de Westminster el pintor italiano Giuseppe de Nittis (1846-1884) crearía una composición afortunada artística y socialmente. En dos planos adyacentes pero alejados privilegiaría la visión de unos hombres frente al extraordinario, ahora desdibujado por la niebla, relieve arquitectónico del gran palacio londinense. Y para no desentonar con el afamado sentido comercial de su obra artística lo titularía Palacio de Westminster, aunque de ese palacio solo veamos a lo lejos apenas unas afortunadas sombras fantasmagóricas. Sin embargo, las figuras de los hombres apoyados en el puente es tan realista y determinada como impresionista o fugaz es justo la contraria. Pero ahora los seres representados, que están observando todo menos la visión más conocida de ese paisaje, son los personajes menos favorecidos de la sociedad, para nada figuras aristocráticas o burguesas de aquella contrastada y dura época del mundo.

Porque estamos en el año 1878, el momento de mayor esplendor de la sociedad industrializada de entonces, cuando algunos seres humanos padecían sus efectos y, descoloridos en lo estético, formaban el decorado insustancial de una amalgama superflua para el sentido principal de cualquier escenario estéticamente relevante. Pero para entonces, cuando el pintor italiano viaja a Londres y compone su lienzo impresionista, lo transformaría todo con un sutil alarde muy emotivo e impactantemente plástico. Porque ahora le ofrece el color, el relieve y hasta el plano más principal de su composición a los seres humanos, no así a otra cosa representada en el cuadro. Hasta el estético sol, ocultado ahora entre las nubes, es insignificante aquí. Hasta la torre poderosa del conocido palacio londinense es irrelevante aquí. El pintor no la caracteriza sino como un simple esbozo o como un decorado sin fulgor ni perfilamiento destacable. Todo eso se lo dedicaría, sin embargo, a los seres humanos marginados, unos objetos estéticos banales que nunca antes habrían tenido tanto protagonismo figurativo frente a cualquier paisaje. El contraste es tan definido como el que las dos tendencias artísticas supondrían por entonces. El Realismo había sido ya encumbrado para cuando el Impresionismo triunfara, pocos años antes de componer de Nittis este cuadro. En el Realismo sí habían sido los seres humanos más desfavorecidos retratados claramente en sus obras. Pero el Realismo no emocionaría, sin embargo, estéticamente tanto como consiguiera luego hacer el Impresionismo. Pero esta última tendencia, a cambio, no situaría al ser humano muy destacado frente a una naturaleza troncal mucho más poderosa y evidente. 

Esa fue la especial sensibilidad y genialidad que lograría conseguir de Nittis en su obra. Tenía que vender el cuadro y además ofrecer el pintor la semblanza típica -la niebla londinense- del ambiente más conocido y emblemático de Londres, y tenía también que mostrar los rasgos característicos de un Impresionismo rompedor. Pero, aun así, el pintor incorporaría sutilmente en su obra un mensaje despiadado: que el mundo debía estar mucho más para los seres humanos y no éstos para aquél. Expresarlo entonces todo eso con belleza estética era algo muy complicado de hacer. O favorecías la belleza o destacabas la realidad. Si hacías una cosa tendrías más admiradores que compraran el cuadro, si hacías lo contrario te arriesgabas a no gustar ni venderlo. Pero, hacer ambas cosas en su obra fue el reto extraordinario de Giuseppe de Nittis. Sólo apenas un cuarto de la superficie del cuadro está expresando a los representantes de esa humanidad desfavorecida. El resto, la práctica totalidad del lienzo, es el paisaje nebuloso donde el Impresionismo mostraría sus virtudes estéticas. ¡Qué maravilloso cielo seccionado entre un desvaído sol y las nubes poderosas de la atmósfera londinense! Qué extraordinario murmullo visual el de las aguas de un río cuyos rasgos  difieren muy poco del resto del paisaje, como el Impresionismo además  preconizara con su novedosa técnica plástica. Fue todo un alarde de composición pictórica muy logrado y apreciado por entonces. Contrastes evanescentes, sombras débiles, siluetas mortecinas, paisaje desolador y colores  desplegados o atenuados por la espesa bruma. Todo ese virtuosismo estético fue muy conseguido en una obra de Arte que manipulaba el tiempo y el espacio para, con ellos, hacer ahora una cosa inédita: expresar socialmente el Impresionismo más humano en una obra de Arte. Porque la parte creativa de la obra, el escenario limitado del parapeto de un puente donde unos hombres se apoyan ahora sin deseos, sin admiración de ese paisaje  o  sin ninguna vinculación estética con éste, es justo lo que el creador más destacaría en su ambigua obra impresionista. Nada puede ser más relevante en una iconografía, sea impresionista o no, que la representación emotiva de un ser humano en su paisaje furibundo. No por ser una parte o elemento más de un decorado artístico, sino por ser el trasunto fundamental de la representación pictórica más emotiva de un cuadro. 

(Obra impresionista-realista del pintor italiano Giuseppe de Nittis, Palacio de Westminster, 1878, Colección privada.)