24 de octubre de 2019

La metáfora existencial más desesperadamente sabia del Barroco.



El mito de Sísifo es de una genialidad filosófica extraordinaria. Cuando Zeus condena a Sísifo lo hace por haberle traicionado al desvelar la autoría del dios en algún rapto. En el Hades, Sísifo es llevado a la ladera de una montaña para tomar una pesada piedra y llevarla hasta su cima. Y luego regresar abajo tras de ella para volver a cargar su peso, una y otra vez, eternamente, sin consuelo... Fue representado este mito en el Arte renacentista de Tiziano en una obra de armonía y belleza clásicas. Pero, tiempo después el Barroco lo compuso sin elogios estéticos deslumbrantes, sin belleza ni equilibrios que compensaran la detestable o infame senda desesperada de una absurda condena para siempre. La obra Sísifo del museo del Prado no certifica del todo la autoría, ya que el cuadro no está firmado y solo se puede intuir entre la escuela de los seguidores de Ribera o la paleta sorprendente del napolitano Luca Giordano. Lo seguro es que fue el estilo barroco naturalista característico de este creativo periodo artístico. Porque la figura de Sísifo abraza la piedra como si abrazara, con ella, la vida imposible...  No la carga del todo aún, como hace el Renacimiento; no sube la ladera aún, como lo pintó Tiziano. Ahora está Sísifo en ese momento y lugar donde debe volver a recomenzar su delirio, el que los dioses han dispuesto para que cumpla con su sino. El pintor compone una escena desgarradora por su absoluta exageración artística. ¿Cómo es posible cargar esa enorme piedra, que ni siquiera vemos completa en la obra? Es un horror observar el esfuerzo que el personaje está dispuesto a tener para cumplir con su condena eterna. La mirada de Sísifo no nos dice muy bien qué siente al volver a cargar la piedra: ¿desesperación?, ¿obsesión maquinal?, ¿satisfacción inconsciente al acostumbrarse a una tarea que ya domina?

La obra Sísifo del Barroco es, sin embargo, la mejor de todas las obras de este mito para pensar o meditar sobre él, no tanto para admirar o para satisfacer alguna estética belleza grandiosa... o compungida. El Barroco nos ofrece siempre esa perfidia existencial que la vida encierra tras las sosegadas experiencias de una felicidad aparente. Cuando vemos esta obra sentimos una compasión absolutamente necesaria por el personaje. Es un hombre sin más que sus manos, sus brazos y sus piernas para cumplir con un destino cruel e inapelable. ¿Sin nada más que todo eso? No, porque es un ser humano, no un animal o una cosa, y, por tanto, su inteligencia o mente le condiciona además el sentido de toda esa vil y terrible condena. Porque el ser inteligente que tiene que hacer esa tarea repetitiva -la peor de las condenas- puede además pensar en lo que hace, en lo que está haciendo, en lo que ha hecho y en lo que hará... Esta particularidad humana con el tiempo es lo que el pintor consigue expresar con el semblante y la mirada tan huidiza de un hombre resignado. No puede más que sentir un dolor multiplicado por la sensación psicológica de que no tiene más descanso que el pequeño lapsus entre bajar la cima y volver a retomar de nuevo su tormento. Ahí, entre uno y otro momento, Sísifo se evade apenas el tiempo suficiente como para calmar la inercia inevitable de su  pavoroso dolor. 

La obra nos abruma y desespera del mismo modo que él padece el momento donde le falta poco para retomar su piedra. Lo vemos desde lejos y desde lejos imaginamos su dura condena. Pero no podremos llegar a comprender el mito sin entender antes la fuerza absurda de un quehacer tan inevitable. Ahí, en la inevitabilidad, está la terrible plasmación de este sufrimiento. Podremos cargar pesados tormentos, podremos repetirlos y sufrirlos, pero, sin embargo, en nosotros siempre hay un final. En Sísifo no, y este hecho es lo que hace a la terrible condena del personaje mitológico una absoluta y completa irrealidad absurda. Como lo es la enorme piedra imposible de cargar ahora. Como la incongruente inevitabilidad de algunas cosas del mundo. La vida, como todo hecho terrenal, tiene un final siempre y los seres humanos sabemos eso como para calmar cualquier condena insufrible. Esa misma condena que la vida, los azares, los dioses caprichosos, puedan establecer a veces sobre las frágiles o efímeras fuerzas de nuestras manos.

(Óleo Sísifo, siglo XVII, de la Escuela de Ribera o de Luca Giordano, Museo del Prado.)

18 de octubre de 2019

La metafísica más elemental expresada artísticamente gracias al Impresionismo.



De todas las formas de poder entender el misterioso sentido del mundo, el Arte es una de las que siempre deviene poderosa. El ser humano es el ser por excelencia de todas las criaturas del universo porque su sentido de existir es del todo diferente. Ello llevaría a los antiguos griegos a considerar la existencia humana como la representación más extraordinaria de un ente especial. De un ser que justificaba la trascendencia de su sentido gracias a una evolución diseñada a la vez que a un autoconocimiento intuido. ¿Qué otra cosa con vida se observaba a sí mismo, a los demás y cambiaba a la vez como consecuencia de su experiencia? El Arte comprendería eso pronto y los artistas clásicos alzaron sus estatuas y grabados con el entusiasmo de representar la esencia más digna de ser eternizada con belleza. Pero sus modelos entonces fueron héroes o grandes figuras excelsas que expresaban la mejor talla o la mejor postura o la mejor forma para ser representadas. Luego las creencias religiosas modelaron las formas sagradas o los momentos gloriosos donde lo visible para ellas fuese lo único que pudiese y mereciese ser expresado con belleza. Tuvo que llegar mucho tiempo después el Impresionismo más humano, el Posimpresionismo, para que el ser humano fuese representado con la simpleza, banalidad o vulgaridad más extraordinaria que jamás se hubiese realizado antes. Y así lo haría Van Gogh cuando se inspirase en un pintor realista, Millet, para componer su obra La Siesta (después de Millet) en el año 1889. 

¿Qué mayor sentido existencial que esta imagen para describir una metafísica del ser humano? ¿Para qué vivimos? ¿Qué esperar a descubrir más allá de una existencia banal, sosegada, satisfecha y sin pretensiones? En su obra Van Gogh retrata una pareja descansando justo en el momento en que el día separa la mitad de su jornada. Es tan simple, tan mínimo lo que expone el artista en su obra que nadie pudiera pensar que ahí, sin embargo, está representado ahora todo el sentido metafísico de una existencia. No hay más que ver eso para poder entender el mundo, por lo tanto, no hará falta más que eso para poder vivir sin menoscabo. El gran pintor holandés lo sabría y tal vez por eso no pudo conciliar ese conocimiento con la realidad perniciosa de su vida. Cuánta felicidad sentiría el pintor al descubrir la grandiosa representación que expresaba a medida que componía esa escena tan sosegada. Un hombre y una mujer descansan ahora juntos sin más compañía que un cielo azul y una tierra amarilla. Ni sangran ni deleitan las formas que el pintor compone desde la más profunda emoción de un sentido trascendente. Es trascendente porque son seres humanos y no solo seres animados, como los que al fondo se ven pastar sobre una sombra. El ser por excelencia que sabe lo que es y lo que conoce, que comprende lo que hace y lo que ha hecho. Ese mismo ser está ahora dormido sin socavar las serenas motivaciones de una existencia. Toda una metafísica... ¿Hay alguna forma mejor de componer sabiduría motivadora que la expresión acompasada de dos seres juntos (que quieren estar juntos además) bajo un cielo diurno que mantiene con ellos la misma sensación de belleza?

Bajo la sagrada escena impresionista el pintor extiende su sentido existencial buscando el equilibrio estético más simple. Ahora son pares las formas más representadas en la obra. Dos son los humanos, dos son las herramientas, dos el calzado, dos los animales y dos las costillas del carro...  Dos también el contraste, ese contraste de luz y sombra que genialmente Van Gogh compone en su obra. ¿Hay mejor dialéctica para entender una metafísica existencial tan simple como poderosa? Porque es dualidad lo que el pintor expresa sutilmente en su escena de siesta. No hay bajo el cielo más que dos cosas para entender la vida y su esencia. O se está o no; o se duerme o no; o se ama o no; o se trabaja o no... Para que exista algo debe su contrario existir, o su complementario, depende. En la vida todo se limitará a esta sencilla forma de entender las cosas. Pero el pintor trata de buscar una metafísica completa con una escena tan simple. ¿Cómo hacerlo sin dejar de ser simple? ¿Dónde radica aquí la unidad universal de lo originario? Porque para que esa metafísica tenga algún sentido trascendente deberá expresarse algo distinto a lo conocido. El pintor debe hacerlo con sutileza y fuerza compositiva pero sin desmejorar el conjunto impresionista. ¿Dónde radicará en la obra la expresión de esa unidad trascendente tan metafísica? En el cielo...  En ese pequeño pero poderoso cielo azul tan aguerrido. Solitario. Único. Misterioso. Tanto como puedan serlo los rasgos tan poco realistas que un firmamento tan azul tenga ahora, sin embargo, para poder expresar con él un mediodía tan luminoso...

(Óleo La Siesta (después de Millet), 1889, del pintor Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)