20 de mayo de 2022

Ciudades inventadas o invisibles en el Arte con la única finalidad de justificar un espacio.


 


En el año 1972 el escritor Italo Calvino publicaría su novela Las ciudades invisibles. Inspirada en la leyenda de Marco Polo y sus viajes, donde el viajero veneciano describía su encuentro con el emperador chino Kublai Khan. Entonces, un poco para salvarse y otro para fascinar, Marco Polo le narra al Khan las descripciones de algunas ciudades que había visitado y conocía. Pero, sin embargo, tanto las idealizó Marco Polo que ninguna de ellas correspondía exactamente a ninguna realidad. Todas fueron inventadas en su descripción, a pesar de que existieran incluso. Con ese atavío fantástico el escritor italiano compuso su relato inventado basado en aquel encuentro legendario. Pero Calvino titularía su novela mejor como Las ciudades invisibles, y es mejor así, a pesar de que la invención es el único sentido de acabar haciendo visible lo que no lo es. En el Arte la recreación de ciudades casi nunca refleja la realidad, entre otras cosas porque el paso del tiempo las hace luego diferentes. Y es que esa es la cualidad que, además de la perspectiva, utilizan los pintores para permitirse la libertad de transgredir la realidad representada de algo existente. Sin embargo, el Arte no se queda en la transformación temporal o en la del punto de vista, llega más allá para convertir una idea espacial concreta, lo que es una ciudad existente, en otra cosa distinta: la visión emotiva de una expresión estética que asocia el mundo conocido con un espacio diferente. La invisibilidad de Calvino en su novela es otra cosa añadida, donde el Arte sustituye esa no visión real en una visión inventada, entre otras cosas para conseguir dar visibilidad a lo que no lo tiene. Cuando el pintor expresionista Egon Schiele se inspiró en la silueta abigarrada de una ciudad orillada, pintaría su obra Casas junto al río, la ciudad vieja. Sin embargo, con ese título no haría sino elucubrar la identidad concreta de esa ciudad pintada. En su estilo expresionista, la obra refleja el punto de vista alejado de cualquier referencia real a una ciudad determinada. Cuando los pintores buscan componer algo conocido, como un monumento o una ciudad, destacan casi siempre rasgos definidos de algún elemento arquitectónico característico de ese espacio concreto. Esto le da identidad y cualifica la creación artística para poder relacionar una imagen con algún sentido real.

Pero el Expresionismo no busca ninguna relación en ese sentido, para esta tendencia modernista la representación no obedece a la realidad sino al sentimiento, a la emoción, a lo que parte de lo representado pueda expresar dichas sensaciones estéticas. El pintor Schiele compone la imagen de su obra con los perfiles de una ciudad centroeuropea al lado de un río, una ciudad que no tiene ahora la intención de dar a conocer sino de emocionar con su perspectiva expresionista. Luego los críticos decidirán si es la ciudad de Wachau o Krumau, ciudades que el pintor tuvo en su vida la oportunidad de conocer. Pero nada hace a la obra, como el pintor hizo, corresponder una realidad a una silueta artística determinada. Cuando Italo Calvino quiso hacer una novela con los elementos de la obra legendaria de Marco Polo hizo lo mismo. Lo mismo, a su vez, que Marco Polo hizo con Kublai Khan. Era describir la visión imaginada de una realidad incierta, como son todas las realidades que mezclan cosas diversas y nunca alcanzan a definir bien un espacio y un tiempo concretos. Pero, sin embargo, en la expresión estética de una obra de Arte pictórica el tiempo no es exactamente un valor condicionante. Lo mismo que en el caso de Calvino, ya que no relata una visión idealizada de otro momento, sino la idealización sistematizada de ciudades que tienen una realidad por su sentido de poder ser y no por el hecho de haber existido. Ya que haber existido puede cambiar cualquier perspectiva espacial a causa de ser otro tiempo distinto. Aquí no. En el Arte, el pictórico y el literario, la descripción es existente y real aunque nada de ello corresponda con la identidad real o existente de algo. El pintor holandés Jacob Grimmer (1525-1590) reflejaría en sus obras renacentistas el paisaje más como una expresión emotiva que real de un lugar representado. En su obra, a finales del siglo XVI, compone un paisaje con una población europea del norte que recrea la idealización de un lugar inventado. Su visión es tan fantástica que la expresión que da a su obra delimita una población humana muy alejada de su arquitectura. Las casas están vacías de vida, parecen seres o elementos abandonados en contraste con los humanos, con la delineación del paisaje de una pequeña ciudad junto a un río. 

Cuando el pintor romántico Francoise-Antoine Bossuet quiso pintar la ciudad de Sevilla entre los años 1850 y 1860, idealizó un paisaje que nada tenía, ni tiene, que ver con la realidad. Aquí su invención es total, absolutamente romántica. La invisibilidad de una visión real es acorde con la visión estética reflejada por su emoción extrema, como hace además la estética propia del Romanticismo. No existe ese gran edificio, la supuesta catedral sevillana, con esa estructura arquitectónica, ni se encuentra, además, tan cercano a la orilla del río Guadalquivir. Tampoco el puente que aparece en la obra es el verdadero puente de Triana. Todo es inventado, haciendo a una ciudad real del todo invisible... Y no tiene que ver con el paso del tiempo y sus deterioradas situaciones. No, ahora es la expresión de un espacio, la recreación de un espacio que se justifica solo con algunos elementos geográficos de la realidad. Como Marco Polo haría con sus descripciones fantásticas de algunas ciudades al emperador chino. ¿Se hubiese mostrado igual de fascinado Kublai Khan con la realidad si aquel se la hubiese contado del mismo modo real? Seguramente. Entonces, ¿qué sentido tenía haberla transformado? El conocimiento real, la verdadera información que carecía el autor, o, también, el esfuerzo de memoria que supondría una descripción tan detallada con la que poder llegar a fascinar exitosamente. El Arte es así, necesita fluir desde lo conocido para poder describir lo fascinante, pero, como lo conocido es limitado, el sentido entonces de lo que se precisa expresar debe fluir de la imaginación, de la recreación idealizada de un sentimiento estético poderoso. Uno que haga de la realidad otra cosa diferente, un espacio donde ahora coincidan juntos el deseo, la satisfacción y una cierta realidad indolora. En la Pintura la deformación de la realidad es menos elogiada que la imaginación. La invisibilidad entonces es un concepto que expresa confusión, no otra visión diferente de algo. Hay invisibilidad en la imaginación o en la no visión de las cosas, pero no en la falsedad. ¿Cuando Marco Polo describía sus ciudades las falseaba? Posiblemente. Sobre todo porque describía falsedades de las ciudades existentes, no de las que no. ¿Cuando Italo Calvino narraba sus ciudades invisibles las falseaba? No, en absoluto. Construyó sus imaginadas ciudades desde la emoción de un sentimiento novelado: la recreación de cosas con rasgos de verosimilitud pero que son totalmente inventadas. En este caso la creación artística construye una visión sorprendente y emotiva, sobre todo por hacer de algo material un sentimiento con vida fascinante. Al final, es la fascinación del espacio, no la del tiempo. Es el sentido atrayente de una invención, pero es, también, la descripción fascinante de una realidad del todo invisible.

(Óleo Casas junto al río, la ciudad vieja, 1914, del pintor expresionista Egon Schiele, Museo Thyssen, Madrid; Pintura Paisaje invernal con pueblo, siglo XVI, del pintor holandés Jacob Grimmer, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro romántico La catedral de Sevilla, mediados del siglo XIX, del pintor belga Francoise-Antoine Bossuet, colección Privada.)


17 de mayo de 2022

Una radiografía íntima de la existencia humana anticipada genialmente por el Arte Rococó.



A principios del siglo XVIII el Arte no se planteaba otra cosa que agradar con sus creaciones desenfadadas. Pero en el año 1721 el pintor Antoine Watteau compuso un lienzo sobrecogedor con el entorno de una escena de la comedia francesa. Representaba personajes propios de las obras cómicas de entonces, en el espacio natural de un jardín cuidado francés. El cuadro de Watteau expone en primer plano la figura sorprendente de un pierrot, un personaje o figura recurrente del teatro cómico francés. El pintor expresa una situación extraída de su propia creatividad, con los sesgos existencialistas que, para entonces, aún la sociedad no habría llevado a plantearse nada parecido. Si había que retratar a un hombre que representara la existencia humana el pintor alcanzó la genialidad con esta obra. Nadie está mirando al personaje principal, aun a pesar de estar dispuesto éste a representar alguna escenificación cómica. Es la alegoría más estética de la tragedia y la comedia juntas en una obra de Arte. Está detenido el personaje en la interpretación de un papel que parece ignorar incluso. No sabe a qué atenerse pero no deja de estar ahí, esperando algo que nadie, ni nada, le indica, le obliga ni le aconseja tampoco. Su gesto es tan melancólico como cínico. No devuelve la mirada porque no tiene conciencia de que deba hacerlo. Parece esperar algo, parece que hasta que no exista esto la vida no llevará movimiento a sus miembros adormecidos. Los demás personajes están imbuidos de sus papeles con la seguridad que ofrece el guion de una comedia definida. Van a lo suyo sin prestar atención a la figura principal, que el pintor quiere dejar claramente expresada en su obra. Por eso su tamaño es destacado sobre el resto, con el sentido inequívoco de su importancia estética. Pero la representación de este personaje singular no supone nada relevante, no hay nada que haga o exprese él para indicarnos algún mensaje, importante o no. Sólo está su presencia, en ella radica su importancia y el hecho que representa. 

El pintor produjo una obra que, bajo la excusa de la representación cómica, expresa toda la incongruencia de la existencia humana. ¿Dónde está la importancia de lo representado? ¿En qué consiste reír sobre algo que no tiene ninguna gracia? El pierrot no mira a nada, ni es mirado por nada. Únicamente es mirado por nosotros, por el Arte, que obliga a traducir una emoción dentro de otra...  Porque ahora no hay ninguna tragedia ahí, no existe nada en la representación que lleve a pensar en el drama vital de una vida. La emoción es subjetiva y nadie puede definirla ni entenderla. Pero ahora, sin embargo, no hay nada que pueda salvar la mirada de este personaje. El Arte tiene eso, que hace permanecer eterno el semblante congelado por el trazo creativo de un instante genial. La vida humana está representada ahí y, sin embargo, no la vemos. La comedia se enlaza aquí con la tragedia tan sutilmente que no existe ni una ni la otra. Para comprender la escena habría que esperar a ver qué pasó antes, o qué pasará después. Pero esto es imposible en el Arte, no hay manera de saber nada de eso. Lo único que podemos hacer es suponer. Suponer, por ejemplo, que la diferencia entre el plano principal y el resto es determinante para distinguir una vida de su entorno. La vida del ser humano individual y concreto es la única referencia para definir una existencia. El resto, la comparsa que rodea al individuo, no es más que ruido incierto, sombra y fragor. Para la esperanza todo sirve, para la definición no. Pero no somos más que seres rodeados de entorno, de comedia, de personajes entrelazados que, indiferentes, buscan compensar una visión personal limitada con el aplauso o la consigna abierta de los demás, del aforo del mundo. La melancolía del personaje de la comedia del arte que el pintor compone es parte de la contradicción que la obra representa. Porque no es el caso que un comediante tan desenfadado pueda sentir ahora algo tan relevante o trágico... ¿Estará fingiendo? 

Hay una realidad que no tiene que ver con la verdad sino con lo que interesa representar de la vida en un instante. Por eso el Arte ayuda a ver este tipo de incongruencias existenciales, porque aquí no es más que un instante fijado que no admite otros. La vida, a diferencia, admite otros. Y esto la salvará, la hace resistente, la hace posible para redimir la confusa indeterminación de un estado personal tan vulnerable. No llegaremos, como en la obra de Watteau, a definir una expresión parecida al Pierrot porque el tiempo nos auxiliará junto a los otros. Pero el sentido de la verdad de lo que encierra la expresión de este personaje no dejará de decirnos que eso mismo somos nosotros. Para su obra, el pintor se situó a la distancia adecuada donde poder resaltar su personaje preferido. En él expresó toda su técnica creativa para resaltar su figura y el mensaje subliminal... Con la figura representó la verdad oculta, con el mensaje una falsedad descubierta. La ocultación de la verdad es a la vida lo mismo que el desvelamiento de la falsedad es al mundo. El pintor concilió ambas cosas, verdad y falsedad, vida humana y mundo, para poder representar una contradicción y una tragedia. Para vivir hay que manejar las dos cosas de la misma forma que el personaje oculta su verdadera expresión de tragedia y comedia. Por eso no la expresa sino con confusión y dramatización artificiosa. No podemos saber la verdadera emoción que encierra el personaje representado. ¿Está triste verdaderamente, o solo lo finge? El pintor lo deja a la intuición subjetiva de cada uno, como sucede también en la propia vida cuando la verdad nunca es conocida lo suficiente. Al final, el Arte elogia una expresión del propio Arte, esa que lleva a representar una cosa por otra, o que parece otra. Pero, sin embargo, el pintor alcanzó a crear una visión extraordinariamente sensible de la vulnerabilidad humana, esa misma que ofrece entre los matices desenfadados de la comedia burlesca y de un, no tan falso, entorno dramático.

(Óleo Gilles, 1721, del pintor francés del Rococó Antoine Watteau, Museo del Louvre, París.)


6 de mayo de 2022

La diferencia entre el realismo y el impresionismo fue la esperanza, la sutil, luminosa e increíble esperanza.



Van Gogh siempre habría admirado en Millet su manera de componer, precisa, natural, humana, sencilla, destacando la fragilidad, pero también la fortaleza de la vida humana. Millet había sido un pintor realista. A partir de 1840, Millet abandona la pintura clásica y tradicional para acercarse, estéticamente, a la desgarradora muestra de la verdad más cruda de la vida humana. Esta había sido iniciada en el Arte más por una crítica social que por una estética detallista vibrante. Honoré Daumier, pintor satírico y decidido, iniciaría la senda de la expresión realista, en donde lo que se transmite socialmente es más relevante que lo que se expresaría con color. El realismo artístico no tiene nada que ver con el Realismo como movimiento pictórico, promovido éste en Francia a mediados del siglo XIX. Una cosa es pintar la Naturaleza como es y otra cosa es pintar un cuadro como la sociedad humana es. Lo primero siempre había tratado de alcanzarse en la pintura a lo largo de la historia, lo segundo fue un prurito social muy humano que buscaría sorprender y criticar al mundo. Era una visión de la vida y del mundo que nunca antes se había plasmado en un lienzo artístico.  Con su pintura, Millet no buscaba pintar con realismo detallista, buscaba mejor el sentido real del mundo, algo que no se veía tanto sino que, a cambio, se sentía ante la crudeza de una vida tan ingrata. Cuando en el año 1850 crease su obra El sembrador no retrataría la Naturaleza como ésta es, no definiría así un paisaje con las luces y las sombras de una perspectiva natural tan comprensible. No hay en su obra un cielo que contraste ahora con la exposición natural de un ser humano desarrollando una tarea agrícola. No veremos tampoco el retrato perfilado de la silueta rotunda de un ser humano trabajando su tierra. Sin embargo, todo eso está ahí representado..., pero no por la norma estética clásica sino por la realidad profusa y abstracta de un sentimiento desgarrador. Vemos ahora así el esfuerzo, la soledad, la dureza y el dolor, todo transmitido apenas por el rostro de un ser, sin embargo, tan decidido y fortalecido ante su propia desalentada vida.

El mínimo color acompaña el sentimiento que transmite la confusa realidad de sus tonos naturales. Es tanto el sentimiento de desolación, que la verdad natural no corresponde ahora con el mundo... Aquí el pintor no compone tanto la Naturaleza como al hombre solitario. Sólo a él. No hay ninguna otra cosa que acompañe el sentimiento desgarrador de una expresión tan crítica.  Sin embargo, Millet no compuso un ser vulnerable, un ser indeciso, sufrido, lento o desesperado que soportase además la realidad del mundo con el añadido, indecente, de una reacción indolente. No. Compuso a cambio un robusto ser humano que, decidido y diligente, caminaba seguro ante el escenario oscurecido de su vida obtusa. Hay una fuerza interior que desliza toda representación cruda de la vida. Es una huida a la vez que una aceptación, es una expresión de la realidad que no expresa solo realidad, además congoja. Pero no lo vemos siquiera porque el rostro del ser humano que Millet pinta no deja que sea visible todo eso. El sentimiento, por tanto, no es explícito aquí; es transmitido por la fuerza de la obra no por el detallismo de unos matices tradicionales. El detallismo realista había sido glosado desde el Renacimiento. El Romanticismo lo había fracturado después, lo había marginado a las orillas infectas de la representación sin sentimiento. Por eso cuando los pintores franceses a partir de 1850 se plantean componer la realidad, no se fijaron en lo que ésta había sido, sino en lo que ahora era para la realidad social del mundo. El sembrador de Millet reivindicaba al ser humano ante la realidad tan desoladora del mundo.

Treinta y ocho años después de Millet, Vincent Van Gogh crearía su obra El sembrador (después de Millet). ¿Qué había cambiado en ese tiempo? ¿Había dejado el ser humano de padecer la desolación de su destino en el mundo? No, en absoluto. El mundo disponía de las mismas realidades sociales, tan crudas como antes. Pero, sin embargo, la pintura sí había cambiado radicalmente. A pesar del elogio que Van Gogh tuviese de la obra y el Arte de Millet, el pintor holandés, a diferencia del francés, expresaría lo mismo pero de una forma ahora totalmente distinta. En su creación, Van Gogh compone también a un ser humano decidido, solitario, caminando seguro ante la realidad de un trabajo duro y despiadado. Pero, al contrario que Millet, en Van Gogh hay un paisaje profundo y determinante, un protagonista éste añadido al personaje retratado que camina también, obstinado y seguro, sin desfallecer. Ahora el cielo, reducido en tamaño frente a una tierra poderosa, dispone aquí de la grandiosidad estética precisa para expresarlo todo de un modo muy diferente. El sentimiento de antes, aquella emoción tan cruda y realista que Millet había tratado de expresar en su obra, ahora es transformado en Van Gogh radicalmente. Había antes una cosa no añadida que Millet no supo, no quiso o no pudo componer entonces. Algo que cambiaría el sentido de admiración del pintor holandés ante la pintura de Millet. Esto es aquí, ahora en Van Gogh, la esperanza...  Una cosa que Millet no expresaría en su terca visión realista de la verdad del mundo, algo que el pintor postimpresionista, sin embargo, no rechazaría, que seguiría admirando y componiendo también en sus obras. Añadirá entonces algo que su pintura descubre fascinante ante los colores, ante la luz y ante la propia vida desolada: la esperanza, una esperanza deslumbrante, una que dañará la vista incluso, que la torcerá ante la fuerza poderosa de un fulgor estético tan determinante. No dejará de sembrar el campesino por eso, no dejará de caminar decidido, no dejará, incluso, de padecer la soledad imperiosa de un trabajo tan impenitente. Pero ahora, a cambio de la magnitud oscurecida y engrandecida de un ser humano tan solitario, lo que Millet había representado en su obra, Van Gogh decide que sea ahora la Naturaleza vibrante quien, además, lo acompañe solícita y engrandecida. Que no sea el mundo natural ajeno a su vida, sino que comparta la misma suerte o el mismo destino vital, tan esperanzado, que el propio pintor holandés tanto desease, inútilmente, con la suya...

(Óleo El sembrador, 1850, del pintor realista Millet, Museo de Finas Artes de Boston; Pintura El sembrador (después de Millet), 1888, del pintor postimpresionista Van Gogh, Museo Kröller-Müller, Holanda.)