29 de julio de 2020

El riesgo del Arte es convertir los sentidos en un objetivo y no en hacerlos un medio para alcanzar la pureza.



Los sentidos fueron descubiertos gracias a ellos mismos, al usarlos sin ser conscientes de su utilización, al ser utilizados sin pensar que ellos pudieran servir para alcanzar otras cosas distintas. Se apropiaron de ese modo de una realidad mediadora inevitable y de una utilidad sacrosanta a medida que se usaban como un fin en sí mismo. Eran el puente indestructible que uniría, satisfecho, la naturaleza con el sentimiento. Pero fue más indestructible ese vínculo cuando este último, el sentimiento, aún no habría sido transformado en un lamento ni en una imposibilidad, sino en una fuerte intuición inspiradora. Porque el sentimiento llegaría a ser otro sentido antes de que se deteriorara entre sufrimientos o banalidades, uno muy distinto y tan útil como los otros cinco que captaran la mera realidad objetiva. Servía, sorprendentemente, para defenderse, para aliarse o para progresar, como aquéllos, pero, además, también serviría para percibir sin mirar o para llegar a entender alejándose ahora de las mismas cosas percibidas. También para empezar a comprender que, más allá de los sentidos, habría otras cosas poderosas que, aunque intangibles, reforzaban la vida y sus valores más permanentes o más satisfactorios o más necesitados. Pero no como un fin con los sentidos sino como una mediación estética. ¿Qué sentimos al percibir la imagen que los sentidos nos transmiten cuando admiramos la belleza inmediata que recibimos del Arte? Este es el error de los sentidos: inmediata. El Arte es un mediador no un finalizador de belleza. Esta es la mejor enseñanza que se pueda ofrecer a los primeros que quieran acercarse al Arte para comprenderlo. La enseñanza no es lo percibido sino lo sentido, y lo sentido no tiene en el Arte nada que ver con sufrimiento ni frivolidad sino con emoción inteligente.

Lo que sucede es que la emoción causa de la belleza solo es estimulada cuando la percepción de algo es justificada con la armonía que representa. Sin armonía no hay emoción. Otra cosa es la percepción de información estética, que puede condicionar la armonía a otros conceptos más intelectuales o más abstractos. Pero cuando la armonía es conciliada con la belleza es cuando el Arte tiene más sentido en su mediación. Un cuadro abstracto de Miró no requiere tanto esfuerzo de emoción para distinguir la mediación con lo mediado. Es un Arte que no deviene dudas en ese sentido, la percepción pasa directamente a la pureza del mensaje sin añadir emoción. Pero un cuadro como Judía de Tánger, del orientalista francés Charles Landelle, precisa ahora ejercer el sentimiento intuitivo más estético para alcanzar a transitar por el puente de la mediación y no del fin de los sentidos. La belleza aquí es un medio extraordinario ahora para vincular formas con mensaje, sentidos con realidad, pero, a la vez, maneras o gestos o miradas o semblantes con vida, misterio, pasión o irrealidad. Hay que enseñar más en el Arte clásico que en el Abstracto para entenderlo. Porque lo inmediato no es el substrato del Arte, y ese engaño sutil de la belleza inmediata en el Arte clásico produce confusiones o descréditos que es preciso dilucidar bien para poder comprenderlo. Cuando observamos a la joven judía retratada por Landelle no es la representación de su bello perfil lo único que el Arte nos transmite, aunque sea éste el utilizado aquí para llegar a aquello que desconoceremos del cuadro. Entonces la belleza se nos convierte en un aliado del sentimiento. Para hacer esto hay que dejar de percibir la inmediatez de las formas para captar ahora una especie de sentido mediado, uno que nos lleve a desgranar las relaciones estéticas y consiga finalmente alcanzar, con la nueva percepción sentida, la pureza. 

La pureza entendida como una percepción distinta, clarificadora, como una captación mental separada de añadidos prejuiciosos o afectados por una materia representada con referentes del todo inservibles para aprehender aquélla. Porque la intención estética final del Arte es conseguir percibir una emoción transmitida para tratar de comprenderse a uno mismo y al mundo. La interpretación en cada obra de Arte será más acertada o no, esto no es lo importante, sí lo es si es más sentida o no, porque el sentimiento y su emoción estética son la única realidad apercibida que tenga sentido en una representación artística de belleza. Pero de una belleza que no es más que una excusa, una mediación, una formalización de proporciones que buscará un atajo en el sentimiento para llegar así a la pureza. Cuando el pintor francés David se decidiera a pintar un retrato de Napoleón, le pidió al primer cónsul de Francia que posase para él. Pero Napoleón se negaría a posar para nadie, menos para un cuadro. El pintor Jacques Louis David, el mejor pintor neoclásico de Francia, aún así le insistió. ¿Posar?, ¿para qué?, le contestó Napoleón, ¿Cree que los grandes hombres de la Antigüedad de quienes tenemos imágenes posaron? A lo que le interpuso el pintor, perspicaz: Pero Ciudadano Primer Cónsul, le pinto para su siglo, para los hombres que le conocen y le han visto, ellos querrán encontrar una semejanza. Entonces Napoleón, sin dudar, le dijo al pintor: ¿Semejanza? No es la exactitud de los rasgos, una verruga en la nariz, lo que da semejanza. Es el carácter el que dicta lo que debe pintarse... Nadie sabe si los retratos de los grandes hombres se les parece, basta que sus genios vivan allí.  Sin querer, el que años después alcanzara a ser emperador de Francia, acabaría pronosticando una teoría del Arte que tendría que ver con la belleza, con los sentidos y su fin más genuino.

(Óleo Judía de Tanger, 1874, del pintor orientalista francés Charles Landelle, Museo de Bellas Artes de Reims, Francia; Lienzo Napoleón cruzando los Alpes, 1802, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Museo del Palacio de Versalles, Francia.) 

25 de julio de 2020

La cosmovisión del mundo cambió con el Impresionismo, pasó de lo universal a lo particular.



Ese fue un debate que tuvo en el conocimiento de la realidad las causas de su sentido cognoscitivo: o provenía de lo particular o provenía de lo general. Pero cuando el Arte traduce la realidad lo hace casi siempre con un espíritu clarificador y estético. Porque ambos van unidos para tratar de satisfacer una realidad autónoma de la que el ser humano se apropiaría con signos o rasgos de belleza. Realidad autónoma porque el Arte no obedece a principios naturales físicos propios de la vida, el Arte era otra cosa muy distinta de la realidad. Pero cuando el ser humano quiso expresar la realidad de lo que veía no encontró otra forma mejor que representar el mundo con belleza. Pero ésta era un concepto tan abstracto y tan alejado de la vida que no pudo el hombre más que adueñarse de ella con las formas. Así, el espíritu en el Arte desaparecería por completo entre las formas armoniosas de belleza, como sucedió en la Grecia clásica. Sin embargo, cuando el espíritu ganase la batalla de la historia a partir del siglo V d.C., el mundo del Arte no volvería a imitar la belleza de las cosas de la vida durante mucho tiempo, justo hasta el siglo XV con el Renacimiento y su recuperación de las bellas formas armoniosas. Pero, sin embargo, el espíritu seguiría dominando el mundo y sus representaciones armoniosas. La belleza ahora dispondría así de un sentido general o universal, uno que guiara o dominara al mundo y sus expresiones artísticas. Cuando el pintor Rafael Sanzio componía sus visiones universales de belleza, tenía muy claro que ese espíritu estaba plasmado entre las excelsas proporciones armoniosas de sus obras. Cuando el barroco Claudio de Lorena pintaba esos paisajes hermosos donde la vida fluía con un mundo extraordinario de belleza, aquel espíritu medieval seguía cabalgando orgulloso bajo los suaves matices verde-oscurecidos de su pintura. Lo universal -el espíritu- privilegiaba una forma de conocimiento estético que alcanzaba a componer la realidad de una manera que el ser humano había sospechado desde siglos antes en su historia. 

El Romanticismo fue la culminación de ese proceso estético donde lo universal era lo principal, es decir, desde donde partir para llegar a comprender o expresar el mundo y sus misterios. Con el pintor británico Turner la metáfora histórica del conocimiento estético de la vida fue llevada al máximo de belleza y sofisticación plástica en una obra de Arte. El ser humano podía llegar a poseer el sentido del mundo, su cosmovisión de él, bajo la visión universal del llamado método deductivo de la lógica. Este método lógico había sido glosado ya por Aristóteles y llevado luego a su desarrollo filosófico con la Escolástica medieval. Su manera de pensar consistía en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido. El Arte habría tomado esa máxima de un modo tácito para proseguir, a partir del Renacimiento, con su sentido expresivo más clarificador de belleza estética. El espíritu radicaba así en todas las formas o estilos donde la estética habría, de una u otra forma, representado al mundo y su belleza. Para eso la armonía habría sido sostenida por el principio deductivo de esa metáfora estética, tan asentada ya en la historia y su desarrollo a lo largo de los siglos. Turner pintaría en el año 1834 de ese modo deductivo su obra Incendio de las casas del Parlamento. La perspectiva tan universal de la obra romántica, así como su sentido deductivo filosófico, lo apreciaremos ahora en el impactante y desgarrador momento tan expresivo del instante romántico plasmado por el pintor. El sentido general de las llamas que suben hacia el universo infinito se refleja aquí en las aguas de lo particular del río terrenal tan finito de los hombres. Lo general está ahora siendo utilizado aquí para clarificar un modo particular que dé sentido al mundo y al hombre. Fuerza, desgarro de lo universal y pasión armonizada del mundo con la humanidad. La comprensión de la vida pasaría aquí por conciliar el espíritu universal con ese otro espíritu personal del mundo del hombre.

Pero todo ese sentido universal y general del conocimiento y de la cosmovisión del mundo, acabaría derrotado definitivamente al advenimiento de un sentido inductivo del saber y del ver, un sentido que el desarrollo de la historia situaría en el máximo esplendor de la Revolución Industrial del siglo XIX. Y su paradigma estético fue el Impresionismo. Científicamente ya había sido vislumbrado lo inductivo por los empiristas ingleses en el siglo XVII: el conocimiento de lo general parte de lo particular. Ahora el sentido se invertiría, por lo tanto. El conocimiento partiría así ahora de lo particular y para ello el sentido de lo individual clarificaría el sentido general del mundo y sus misterios. Ya no era necesario el espíritu. Por eso cuando los pintores impresionistas perciben el sentido estético del mundo no entienden que haya que expresar lo universal para nada en sus obras. Ahora se trataba de la vida concreta de las cosas, de sus impresiones particulares, las cuales determinarán así luego el sentido global del mundo y del hombre. Por esto cuando el impresionista Camille Pissarro se decide por pintar una calle de París el sentido estético lo expresaría solo en el mundo del hombre, en un microcosmos que, si acaso, es reflejado ahora en un plano superior del todo aquí innecesario, el plano de un universo metafórico ya absolutamente inútil para poder clarificar nada con él. Por eso la perspectiva (su punto de fuga) es aquí absoluta, determinante, definitoria, expresiva. La visión de esa perspectiva de fuga surge de un punto en el infinito que no es el universo espiritual o general de antes, sino que ahora es esa parte humana y terrenal que no vemos aquí por lo alejado que estaremos de su origen, pero no por lo distanciado que estemos de su sentido. El Impresionismo empezaría así cambiando la cosmovisión estética y llevaría en su peculiar gesto plástico la génesis de un nuevo acontecer en el mundo, tanto en lo artístico como en el pensamiento como en lo social. Fue este el resorte estético que daría paso a la Modernidad y que terminaría con la sagrada visión universal de lo misterioso, es decir, con aquello a partir de lo cual antes podíamos entendernos a nosotros mismos y al mundo. 

(Óleo Incendio de las casas del Parlamento, 1834, del pintor romántico Turner, Museo de Cleveland, EEUU.; Lienzo impresionista de Camille Pissarro, 1897, El bulevar de Montmartre de noche, National Gallery de Londres.)

20 de julio de 2020

Habláis a maravilla; pero he bajado al pozo tenebroso en el que, según Heráclito, estaba oculta la verdad.



¿Oculta la verdad? Ésta, la verdad, estará a sueldo a tiempo parcial y equidistante casi siempre entre dos de las posiciones más opuestas de la vida. Antes de que dos de los más grandes filósofos griegos atenienses (Platón y Aristóteles) contrastaran física y metafísicamente sobre el mundo, dos presocráticos, Demócrito y Heráclito, habían representado dos actitudes humanas muy distintas ante la forma de encarar la verdad y los misterios del mundo. Heráclito había vivido poco antes (540-480 a.C.) y Demócrito poco después (460-370 a.C.), pero sus visiones del mundo trascendieron luego tanto filosófica como legendariamente. En el año 1628 el pintor holandés Hendrick ter Brugghen (1588-1629) decidió fijar, en dos óleos barrocos distintos, las dos actitudes más características de ambos pensadores presocráticos. Heráclito no des-oculta la verdad, la sublima; Demócrito es un precientífico que alcanzaría una teoría fascinante donde, ajustada, situará expuesta la verdad... El primero intuye el caótico equilibrio dinámico del mundo; el segundo alumbraría una interpretación organizada y clarificadora de un cosmos a la medida y con sentido para el mundo. Para Demócrito el mundo práctico es comprensible y todo lo demás no importará. Para Heráclito el mundo es incomprensible y esta cualidad junto con todo lo demás es lo importante para entenderlo. Uno, Demócrito, es un optimista; el otro es un pesimista... Pero, sin embargo, sabemos que esa bipolaridad acomodaticia no es más que un reflejo más de dos de las posiciones enfrentadas de la vida. El Arte barroco lo entendió y compuso así dos obras separadas pero con un mismo y un único sentido: ya tengas una u otra posición el mundo sigue siendo un incurable estúpido

Demócrito ríe sin parar viendo las diferentes formas de un mundo que él comprende azaroso y necesario; estará para él el universo organizado siempre en pequeñas esferas diminutas, estructura que, sin cesar, rigen tanto lo que hay como lo que no. Lo demás que no sea inmediato a su sentido no importará. Es el dogmatismo científico, es la autocomplacencia del que entiende la estructura de lo que hay pero nada más; no se quiere ir nunca más allá porque ello supondría cuestionar su teoría magnífica que lo justifica todo y lo abarca todo. Ese es el prejuicio científico, algo que, sobrevalorado, obvia la vida y sus misterios más ocultos. Heráclito llora melancólico (se observa en el lienzo de Brugghen las pequeñas lágrimas que brotan en sus mejillas) al vislumbrar con sus pensamientos atrevidos la oposición de unas fuerzas que, necesarias, condicionan siempre al mundo con su devenir inevitable. Todo cambia y nada permanece, ni siquiera la estructura aparente de las cosas existentes en un universo incomprensible... El asolado Heráclito es representado con la imagen humana del iluminado que sabe, sin saber por qué lo sabe, que el mundo, más tarde o más temprano, acabará cambiando. Pero, claro, cambiando, ¿para qué, para lo bueno, para lo malo? El filósofo pesimista no puede aclararlo ya que no hay para él una progresión sino un cambio. Cuando se progresa se cambia, por supuesto, pero no todo cambio es una progresión. Y lo único que existe es el cambio, sea el que sea, solo y siempre el cambio. Demócrito no plantea el cambio, ni lo cuestiona ni lo deja de cuestionar, para el filósofo optimista el mundo está claro en su estructura y en su azar. La única ley es la de la estructura, no la del azar. El azar no es una ley para él. ¿Qué es el azar? Una característica del mundo, una cualidad menor del mundo, absolutamente imprevisible, pero existente hasta determinarlo.

Demócrito señala con su dedo en la obra de Brugghen hacia la imagen del atribulado Heráclito. Las dos obras fueron compuestas para verse juntas, de lo contrario no son comprensibles ni creíbles. Así están ambas dos en el Rijksmuseum de Amsterdam. Por eso la imagen de Heráclito da la espalda a la de Demócrito. Para aquél el mundo no puede ser fácilmente comprendido ya que nada permanece. Fue el primero que se atrevió a negar un principio lógico fundamental del mundo: el principio de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dice este principio. Pero, Heráclito lo desmiente, él dice que sí... Y esto es absolutamente radical y reaccionario. Hay que alejarse mucho de la posición en cuya perspectiva el universo sea visible para alcanzar ahora a vislumbrar otra visibilidad distinta, otra cosa diferente. Esto sólo lo hacen o los locos o los grandes. Han pasado más de dos mil quinientos años y ambos pensamientos siguen vigentes, y, lo más curioso, rozando la verdad... Uno, el de Demócrito, llegaría a anticipar la teoría de los átomos y la estructura de éstos; otro, Heráclito, está siendo revisado, poco a poco, para llegar a entender ahora que las cosas del mundo pueden tener otro sentido distinto: la filosofía de los procesos o la armonía con la Naturaleza (el Logos), en cuya subordinación por el individuo consiste la virtud y es, según Heráclito, donde se encuentra la verdadera libertad. Pero fue el Arte barroco quien, hace ya cuatrocientos años, comprendería que la verdad estaba en la relación y en la armonía de ambos pensamientos y no en su oposición insoluble. En parte ganaría Heráclito con su armonía de los contrarios. Para este filósofo racionalista presocrático el mundo es una realidad de opuestos que se necesitan y que, en su lucha enfrentada de contrarios, alcanzarán a mantener un equilibrio universal gozoso que, paradójicamente, luego casi nunca durará ni permanecerá del mismo modo que antes.

(Óleos barrocos del pintor holandés Hendrick ter Brugghen, Demócrito y Heráclito, 1628, Museo Rijksmuseum, Amsterdam.)

14 de julio de 2020

La inmortalidad no es lo mismo que la perennidad anhelada material de la substancia.



En la mitología grecolatina existió un personaje llamado Titón que fue hermano del rey de Troya Príamo e hijo de la bella y hermosa Estrimo. Su extraordinaria belleza hizo que se fijara en él la diosa Eos, representación de la estrella Aurora del Sol. Los dioses y los humanos podían convivir a veces, era una forma en la que aquéllos se distraían de la penosa realidad eterna de su aburrimiento. Y así fue como Eos se encapricharía una vez del bello Titón. Pero para poder estar juntos en la eternidad la diosa le pidió a Zeus la inmortalidad para Titón. Este era el único matrimonio posible entre los dioses y los hombres: la inmortalidad. Pero, como en la vida real, se olvidarían de la felicidad... En este caso de glorias eternas, Eos se olvidaría de pedirle a Zeus la juventud perenne para su amado. Imaginemos la situación: mientras Eos se mantenía permanente en su aspecto divino de belleza relumbrante, Titón, aunque inmortal, continuaría avanzando en su decrepitud inevitablemente. Cuando el pintor barroco napolitano Francesco Solimena (1657-1747) quiso crear su lienzo mitológico sobre esa leyenda, compuso una alegoría de la separación que llevaba a simbolizar el riguroso divorcio entre la vida y el tiempo. Ahora la vida era la diosa y su eterna belleza y el tiempo era la decrepitud que el paso de los años hacían en la materia y también en la belleza. Entonces, ¿es que hay dos clases de belleza? Sí, la belleza como idea y la belleza real. Cuando miramos la belleza en un cuadro es siempre la primera. Cuando vemos a veces brillar en el mundo la materia con belleza es siempre la real. En el cuadro de Solimena Titón debe situar ahora su mano entre el brillo refulgente de Eos y sus frágiles ojos envejecidos. Ya no podrá él mirar nunca más a su amada. La diosa acabaría convirtiéndolo en un insecto para siempre. 

La inmortalidad ha sido deseada por muchos humanos a lo largo de la historia. Los filósofos han escrito de ella y han glosado una forma de sutil emanación de aquella facultad divina. ¿Es la inmortalidad un premio inestimable? Para Titón no lo fue. Es de entender que fue feliz mientras duró su mortalidad y no lo fue mientras perduró su inmortalidad añadida. Lo hizo por amor, como se hacen casi todas las cosas estúpidas en la vida. ¿Compensaría la parte de inmortalidad que obtuvo frente a la mortal de los hombres? Es de suponer que no ya que el sufrimiento de la decrepitud prolongada no es un recuerdo agradable de la añorada juventud perdida. No es la inmortalidad es la juventud la cualidad virtual más valorada en la tesitura prolongada de la vida. Pero incluso ésta es condicionada a la facultad divina de algún poder complementario. ¿Cómo si no es posible vivir sin dejar de ser lo que se es, a pesar de disponer de eterna belleza? La vida no es duración es intención, no es permanencia es vivencia, no es satisfacción inútil sino compensación agradable después incluso de una derrota... Porque la derrota es en la vida igual que ésta: efímera. Y esta cualidad transitoria hace a la vida deseable mucho más que cualquier eternidad. Otra cosa es querer repetir más tarde. Pero eso es otra cosa. Repetir es más de lo mismo, aunque tenga alguna ligera diferencia. La capacidad de vivir mortalmente es una bendición más que una maldición. La forma en que los seres acepten su derrota (en las dos acepciones) es la forma inteligente de encarar la luz fulgurante que deslumbre los ojos de la mortalidad. Titón acabaría dejando de existir como Titón, aunque su materia se hubiese transformado en insecto. 

No hay nada mejor que el Arte para visualizar las grandes cuestiones de la vida. Los pintores del Barroco como Solimena sabían que estas alegorías mitológicas comprendían gran parte de los temores de los hombres. De sus miserias, de sus decepciones, de sus limitaciones, de sus fracasos. Incluso para haber llegado a ser amante de los dioses y deudos de su inmortalidad. ¿Para qué, después de todo, haber llegado a disponerlo? Aunque también se podría hacer otra pregunta, ¿no es al final la vulgar vida humana la misma que podamos disfrutar todos ante el posible azar de la existencia? La corona de flores le está siendo colocada ahora a la diosa por un ángel mítico, no a él. Es a ella, solo a ella, la gloria eterna. Con ese gesto simbólico el pintor hace ver la inútil pretensión de querer ser dioses e inmortales en el mundo. Es inútil toda vanagloria ya que la decrepitud es asaltada a todos los seres humanos con independencia de la suerte ocasional que, una vez, tuviesen de ser admirados por los dioses. Pero, aún es más deplorable tal anhelo endiosado, ya que la dilatada existencia artificial de los alardes materiales añadidos a la vida por una inmortalidad aparente, no es comparable con la sutil fragancia pasajera de una vida mortal, pasional, evanescente y auténtica. ¿Qué recuerdo le quedaría a Titón de una amante inconmovible? ¿Cómo se puede acompañar y disfrutar hacia el tiempo a un ser que habita donde el tiempo no existe? La vida pasajera que realza su majestad precisamente por su cualidad efímera, hace a la vida ser un valor eterno de belleza. Pero ahora, sin embargo, de aquella otra belleza, la belleza idealizada, la no real, la que solo se matizaría poderosa entre las formas inmateriales de un Arte tan perenne. 

(Óleo Aurora despidiéndose de Tithonus, 1704, del pintor tardo barroco Francesco Solimena, Museo Paul Getty, California.)

8 de julio de 2020

Una perspectiva distinta de la convencional amplía nuestro conocimiento del mundo.



El pintor francés Adrien Dauzats (1804-1868) fue ante todo un esteta de la imagen percibida, un fotógrafo del Arte. Para él la composición de una obra debía representar parte de la realidad, sin fingir nada. Pero, al mismo tiempo, debía ser original esa visión parcial representada porque, de ese modo, los ojos que la vieran comprenderían que nada de lo que existe o se representa tiene una única o monolítica visión de su existencia. Cuando al final de su vida aceptase el pintor ilustrar con sus imágenes orientales una edición en Francia de Las mil y una noches, acabaría falleciendo antes de terminar todas las obras. Madame Aldema se lo había abonado ya todo antes y quedaron sin finalizar algunas. Esto supuso un litigio con sus herederos, ya que el pintor había dejado en su testamento su clara voluntad de no entregar nunca una obra inacabada. Pero para Dauzats era más importante la finalización de su perspectiva que la visión completa de algo. Este planteamiento estético es interesante para trasladarlo ahora a uno psicológico, social o personal. ¿Hace la visión global de un asunto más bien a su comprensión que la definición clara de una parte determinada del mismo? Es seguro que el conocimiento no es nunca completo, esto es importante afirmarlo. Pero, no siempre una visión general hace mejorar el conocimiento real de algo más que una esmerada visión parcial de lo mismo, ésta ahora mucho más detallada, perfilada, matizada o resaltada que el todo. Tiene esto que ver algo con la medida del hombre... Cuando vemos la obra La gran Pirámide de Giza, ¿no estamos comprendiendo mejor el sentido geométrico y el tamaño tan regular de sus piedras escalonadas? Cuando vemos la obra Interior de la Mezquita de Córdoba, ¿no estaremos descubriendo las verdaderas dimensiones de la altura de sus arcos o la disposición tan original de sus arcadas superpuestas ahora junto a una bóveda adyacente? 

Pero no es solo conocimiento, es una suerte de inspiración intuitiva que nos llevará a entender la totalidad sin necesidad de visionarla. ¿Hace falta ver todo el universo para maravillarnos con él o para entenderlo mejor, que solo observar, por ejemplo, una bella luna llena a través de una ventana infinita? El Arte alimenta el espíritu y no  tanto el cerebro. Y el espíritu hace que lo que veamos ahora se nos represente suficiente. La perspectiva es una actitud por la cual dejamos de mirar las cosas por el mismo lado de siempre. Pero también es una forma por la que el mundo se nos representa distinto, más asequible, más clarividente, más sosegado incluso. Es casi lo mismo que cuando los filósofos fenomenólogos hablan de la epojé, el poner entre paréntesis las cosas. Es abandonar toda referencia que nos distraiga, nos condicione o nos mediatice el juicio. Es como una hoja en blanco, como una visión sin adulterar. Las cosas suelen, y más en nuestra época, estar relacionadas o asignadas a algo nada más las vemos o escuchamos. Es la homogeneización de las cosas. Estamos tan acostumbrados a eso que nuestra visión general de las cosas no varía un ápice de todo lo que percibimos. El Arte como el del pintor Dauzats nos revela la grandeza de la perspectiva diferente. ¿De qué sirve esto? Quizá sólo para comprender que nada tiene un solo modo para poder aprehenderlo. Pero, claro, hablamos del mundo no de los seres humanos. Para los seres humanos no sirve esto exactamente. El Yo del ser humano no es dable a ser perspectivado... ¿Por qué? Pues porque es maleable, es consciente de ser analizado y engañará. Es como en las máquinas de la verdad, que no pueden definir sin error el aserto o no de una afirmación subjetiva. Los seres humanos no somos susceptibles de comprender mejor desde perspectivas diferentes, salvo que la honestidad brille sin fisuras entre nuestra actitud personal. Pero esto es imposible, en el ser humano eso es imposible. No así en el mundo, que no varía sustancialmente y sí puede una construcción o una obra ser analizada o visionada desde diferentes puntos sin desmerecer el sentido final.

¿Hay más verdad en una obra, sea la que sea, que en un ser humano? Sí. Pero definamos la palabra verdad. Una posible definición es que sus partes se ajusten siempre a la totalidad, bajo cualquier circunstancia. No entremos en otras posibles definiciones. En este caso, en un ser humano eso es muy improbable. Cualquier circunstancia hace que la parte que veamos o percibamos de un ser humano no sea siempre correspondiente a la realidad de su ser. El cambio es la causa. Es cierto que el cambio puede ser natural, cambiamos de aspecto físico, pero, también, puede no serlo: fingimiento social o interesado, o fragilidad personal, o cualquier susceptibilidad inevitable. No es más esto que una realidad, no es ninguna crítica. Por eso el conocimiento del ser humano particular, del individuo, no del género humano en general, será siempre una ciencia inconclusa. Ninguna perspectiva ofrecerá ningún conocimiento más allá del que el propio ser desee ofrecer. Es más, este puede ser hasta distorsionador si es incluso tan liberal como el que hoy en día navegará por el mundo social virtual iconográfico. Todo lo que exponemos sin temor es inversamente proporcional a nuestra realidad más inconfesable. Todo en el ser humano lleva siempre un atisbo de interés y éste no dejará que aflore verdad alguna bajo sus aparentes y amables expresiones. Por eso la perspectiva no sirve para conocer toda la realidad del mundo, sólo la de una parte. ¿Es esa parte la más importante? Es importante conocerla porque también es utilizada por los seres humanos para defender o atacar posiciones interesadas. Tal vez sea esta relación del ser humano con el mundo la única cosa de él que importe conocer. Porque la verdad individual del ser humano no es necesaria para llegar a comprender el mundo ni sus cosas; siempre, claro está, que esa individualidad no dañe o trastorne a los demás o al mundo, entonces sí es cuestionable. ¿De qué nos sirve saber el tatuaje íntimo de una persona? ¿De qué nos sirve saber lo más íntimo de alguien, o si quiere dar a conocer alguien algo muy personal de sí mismo? La perspectiva diferente de las cosas que es preciso conocer es solo aquella que afecta a la vida en general de las cosas, a la naturaleza o al mundo.

(Óleo La gran Pirámide de Giza, 1830, Museo Metropolitan Gallery Art de Nueva York; Cuadro Interior de la Mezquita de Córdoba, 1860, Museo Goya, Castres, Francia; ambas obras de Arte del pintor orientalista francés Adrien Dauzats.)

6 de julio de 2020

El Arte como una habilidad humana general, donde el anonimato elevará aún más su grandeza.



Existe una obra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando catalogada como Entierro de Cristo, siglo XVII, Anónimo. Nada más. Solo un fragmento añadido, de una reseña de un inventario del año 1817, que dice: Otro (lienzo) de cinco pies y cuatro pulgadas de alto por ocho pies y tres pulgadas de ancho. Representa el entierro del Señor.  Pero, ahora que vemos la obra por primera vez, tenemos que exclamar, inevitablemente: ¡Es impresionante! ¿Quién en su sano juicio no la firmaría? Porque, de hacerlo, para su autor hubiese sido una extraordinaria forma de pasar a la posteridad. La obra, que es del siglo XVII (de lo cual no hay duda), es incluso más valorable por ello. Observamos así que pertenece al estilo Barroco, es su periodo natural (siglo XVII). Pero, sin embargo, además hay trazas artísticas de clasicismo (renacimiento/neoclasicismo), de romanticismo, de prerrafaelismo,  de academicismo, incluso de un cierto decadentismo...  Hay genialidad universal y grandiosa en esta obra de Arte. Pero es una obra maestra anónima. Sin embargo, no existen obras maestras anónimas por definición. Las obras maestras son sólo de maestros. ¿Quién es aquí el maestro, entonces? La humanidad... Por eso esta obra es un homenaje a la humanidad, el mejor homenaje artístico a toda ella. La composición de la obra es muy original. Aparecen cinco personajes, además del cadáver de Cristo. Pero, cada uno de ellos representa o simboliza una cosa abstracta, disponen todos ellos, estéticamente, de alguna característica especial de la conducta humana. El desconocido autor consiguió plasmar ese efecto en su obra de manera genial. Está el amor humano, representado por la madre de Cristo. Aquí la divinidad del fallecido deja de ser por un momento el sentido fundamental del sentimiento más afectivo. Está el amor divino o sagrado, personalizado en la joven (¿Magdalena?) de la derecha, que eleva ahora sus ojos hacia un espíritu que ya no reside en el cadáver. Está también el personaje escéptico o curioso, que duda y palpa incluso la mortalidad de lo aparente a sus ojos. Está el ser compasivo, que ayuda al ser humano fallecido, no al Dios, y que atiende al ser mortal que solo requiere ahora descanso. Y luego aparece otro hombre entre las sombras, este es el personaje que piensa y reflexiona sobre las consecuencias de lo que el trágico hecho pueda suponer en la historia.

La belleza plástica de la obra está muy conseguida, los colores determinarán la afinidad del pintor anónimo a los posibles roles humanos representados. El anciano dadivoso (¿José de Arimatea?) es posible que sea el personaje más valorado en su expresión artística. La textura amarilla de su manto reclamará la visión de unos ojos ávidos de belleza cromática. Resaltará su brillo entre tanta oscuridad compositiva. Las semejanzas estilísticas con pintores barrocos nos lleva a imaginar a Rembrandt, por ejemplo. El personaje curioso postrado por su interés terrenal es semejante a figuras pintadas por el academicismo o el romanticismo de siglos después. Y el cadáver de Cristo, ¿no es uno de los parecidos a los sagrados manieristas de Tiziano? Y los perfiles de la madre y la joven extática, ¿no son respectivamente dos muestras del renacimiento de Luis de Morales o del barroco de Murillo? El claroscuro obedece a la época del pintor, siglo XVII, donde las hazañas artísticas de Ribera podrían haber servido como muestra a este anónimo pintor. Pero, ¿qué pintor? No existe. ¿No existe? Para que algo exista debe identificarse y persistir. Aquí solo persiste en parte. Lo único que existe realmente es la obra de Arte, ajena a cualquier identidad, a cualquier individualidad, a cualquier relación subjetiva. ¿No hay conciencia en la obra por no saber quién es su autor? La conciencia existe, sin embargo. Es la que vemos representada en este estético modo original. Entonces, ¿existe conciencia en una obra de Arte, independientemente del autor? Sí. El Arte es un ente en sí mismo que la posee, solo que la posee más cuanto más Arte representa. Si hubiera que hacer un homenaje al Arte universal, no al artista, esta obra sería más representativa incluso que Las Meninas de Velázquez.

Un homenaje al Arte, no al artista. Sin embargo, el Arte es una creación humana, ya que detrás de cualquier obra hay siempre un ser humano. Pero aquí, en esta obra, no sabremos quién. Cuando no hay referente humano asignado a una obra, no hay manera de glosar nada de él. ¿A quién dirigiremos nuestra fascinación o nuestros elogios? Solo a la obra. Por eso esta obra es la mejor muestra para elogiar al Arte. Y también a la humanidad. Es una oportunidad para halagar artísticamente al género humano. Al no existir un individuo concreto en quién hacerlo, tenemos a toda la humanidad. Podemos comprender la grandeza de un ser capaz de combinar colores, formas, sentimientos, espacios, gestos, miradas, emociones y símbolos en un plano determinado por límites. ¿Cómo se puede pintar así y no transmitirlo...? ¿No hay mayor grado de autoestima que cuando no se necesite comunicar lo que has hecho? Porque la obra titulada Entierro de Cristo, catalogada como Anónimo en la Academia de San Fernando, es una genial obra maestra del Arte. No es ninguna copia, no está llevada a cabo en el siglo XIX, por ejemplo.  Es una obra original del siglo XVII. Su elaboración es perfecta, sus líneas, sus rostros, sus manos, sus formas expresadas, todo es perfecto. No es posible pintar así y pasar desapercibido. Pero, sucede.  ¿Es posible que detrás de una obra anónima esté un gran pintor conocido? No es tan posible. El estilo, más tarde o temprano, desvelaría al autor. Hay muchos anónimos en el Arte, y muchos en la Academia de San Fernando, pero especialmente como este no. Es posible que no tuviese en su época una gran admiración la obra, no hay mucha pasión barroca verdaderamente en ella. ¿Es un defecto? Artístico no. Pero, en aquellos años de un Barroco pasional es posible que lo fuera. Para hoy, para una época donde conocemos todas las escuelas, periodos y estilos, admirar esta obra es fácil de comprender. Porque en ella está además toda la historia del Arte más conseguido. Está la belleza, pero también hay psicología...; está la grandeza, pero también la bajeza... Ante la sagrada figura muerta de un dios ajusticiado, hay diferentes actitudes humanas. Ante la composición artística de una obra de Arte, hay diferentes formas de expresarla. Todo ello consiguió el autor anónimo, sin desmerecer nada. Y, una cosa más obtuvo: alcanzó la satisfacción personal solo por el hecho de haberla realizado, no por el hecho de notificarla, publicitarla o reivindicar la obra con su nombre.

(Óleo Entierro de Cristo, Anónimo, siglo XVII, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

4 de julio de 2020

La belleza del mundo es algo más que una forma estética de belleza.



Domenichino fue un pintor italiano de la famosa y efímera escuela de Bolonia. En ella sus miembros buscaban la belleza clásica que el Manierismo habría ocultado entre sus formas. El Arte para ellos era algo más que pintar, era componer la más excelsa belleza obtenida desde presupuestos intelectuales que materializaban perfecta la esencia más conseguida de las formas físicas. Sin embargo, fueron muy convencionales en sus composiciones, además de interesados en mantener una oferta artística muy demandada por un público poderoso y anheloso de belleza. Domenichino era el apodo de Domenico Zampieri (1581-1641). Fue llamado así por su pequeña estatura pero también, al parecer, por una personalidad tímida y poco atrevida. Esta obra suya, Venus, no está fechada con exactitud, pero es de suponer que sería una pintura encargada por algún noble o magnate poderoso que deseara visionar la belleza de Venus con un estilo artístico tan obsesionado por las formas. Pero Domenichino hizo algo más que pintar una belleza clásica voluptuosa. Además de belleza explícita obsequió su Arte con la otra obsesión de la escuela boloñesa: alcanzar con su pintura el alto rango intelectual de pensamiento que los filósofos o los poetas habrían conseguido en la historia. Y lo consiguió el pintor en esta obra. ¿Qué es lo que representa exactamente? Componer a Venus había sido una obsesión en el Renacimiento. Tiziano y Giorgione, por ejemplo, obtuvieron obras maestras de Venus en sus representaciones de la diosa. Pero, aquí Domenichino alcanzaría a sublimar la representación de Venus como nunca antes, ni después, había sido compuesta. Primero, está ahora la diosa sola, está despierta y nos mira directa. Ninguna obra así de Venus había sido compuesta de ese modo. Aquí, el pintor nos llevará a una dialéctica con ella. Nos enfrentará a su mirada, a su propia conciencia.

Ahora ella misma dejará por un instante de ser el objeto deseado para convertirse en un medio a través del cual descubrir otra cosa. Por eso es ella quien ahora nos desvela aquí una visión de la belleza que no es ella misma siquiera. ¿Cómo puede ser? Venus era la diosa de la Belleza, con ella los pintores habían encumbrado un Arte clásico para mostrarnos sus virtudes estéticas más elogiosas. Sin embargo, Domenichino no hace ahora lo que sus antecesores habían plasmado en sus imágenes sagradas de Venus: representar la Belleza objetiva. El pintor boloñés nos representará ahora la subjetiva... Nos hace una composición donde Venus es un ser personal que, a pesar de su belleza, o por causa de ella, consigue comunicarnos algo ajeno a su belleza. Y lo consigue. Empezaremos a pensar qué es todo eso nada más alcanzar a ver de pronto su belleza. ¿Qué significa ese gesto tedioso o cansado de su mano derecha sosteniendo su cabeza? ¿Qué supone esa actuación donde, con su otra mano, nos descubre ahora otra belleza: un paisaje delimitado, un mundo exterior donde la visión convencional de la vida se manifiesta? El pintor deja claro en su Venus su atribución divina de Belleza y su fecundidad sagrada: pinta dos palomas unidas símbolo de su sentido erótico sagrado, y pinta unos pétalos de flor esparcidos en su lecho muestra inequívoca de pasión o de unión fértil y prodigiosa. Pero, sin embargo, su actitud no es la de una amante deseosa. El pintor italiano nos quiere expresar algo más ahora en su obra barroca. Su escuela quería demostrar el alto sentido artístico de la pintura, semejante a la poesía o al pensamiento lúcido más elaborado de entonces. Por eso Domenichino nos sorprende con una Venus ahora distinta. Es, probablemente, la última Venus del clasicismo representada en una obra. Hasta el siglo XIX no fue de nuevo representada Venus desnuda y tendida en el Arte.

¿Era una contradicción? La escuela de Bolonia había sido una organización artística de progreso, querían ellos avanzar con respecto a lo que se había hecho antes en el Arte. Pero el avance no era material, la estética de la belleza era sagrada, sin embargo. Era un avance formal, pero no en el sentido de las formas físicas sino en el sentido espiritual. Podemos especular o interpretar ahora el sentido iconográfico de la obra de Domenichino, pero tan solo será un vago deseo de verdad ya que la realidad de la obra y su sentido último tan sólo la sabría el pintor, si acaso. Pero, al menos, podemos intentarlo. Es como si Venus nos mostrase aquí su belleza para decirnos: No veis más que lo mismo siempre, cuando hay un mundo que es también belleza. Por eso está ella ahora condescendiente con nosotros, desde su subjetividad de belleza, para mostrarnos con suficiencia divina un paisaje que no es sólo un decorado de algo sino la propia fuerza nuclear del mundo y de la vida. ¿Qué es entonces lo que la diosa de la Belleza Venus deseará comunicarnos en esta obra? Al desvelar la ventana del cuadro nos quiere mostrar así la belleza del mundo, no sólo la que ella representa. Por eso no hay nada humano en la obra. A pesar de no poder distinguir muy bien el paisaje acotado de la ventana del cuadro, es muy seguro que no se aprecia ningún ser humano en su contorno. No es esa la belleza que ahora importa, para eso ella la representa. Es la belleza de la naturaleza, del mundo sin forma concreta, lo que Venus quiere proponernos admirar desde la fascinación propia de su belleza. No es sólo naturaleza, es la vida, sus cosas y sus obras. Hay una conmiseración hacia la vida y el mundo desde planteamientos exclusivamente racionales. Por eso se sitúa su mano en la cabeza, símbolo racional por antonomasia. 

Es una lección que la escuela de Bolonia y su alumno aventajado Domenichino nos propone ya desde hace unos cuatrocientos años. La historia del hombre había centrado la valoración del mundo en la belleza idealizada de las formas, en la riqueza y en la sabiduría. Pero ahora Venus, de la mano del pintor boloñés, nos plantea otra cosa. Es el mundo, el sentido de la vida del mundo, lo que debe ser considerado como Belleza. La fuerza ontológica, filosófica, casi religiosa, del sentido iconográfico de esta obra es radical. Es una glosa sutil y maravillosa a la única realidad de Belleza que importa de veras: el mundo. El pensamiento filosófico de entonces, principios del siglo XVII, estaba caracterizado por Descartes y su racionalidad alumbradora. Por primera vez el sujeto, es decir, la persona ejecutora de cualquier acción y sentido, tenía un papel fundamental en la concepción del mundo y sus cosas. Y es por esto que el pintor le ofrece a Venus ahora un protagonismo inédito en la historia del Arte. Está interactuando ella con nosotros, los destinatarios de la obra. Está mirándonos y su pensamiento nos lo transmite aquí con el gesto decidido de su sentimiento. Porque no es la diosa de la inteligencia Atenea, tal vez la más adecuada para algo así. Es Venus, la diosa de la Belleza, la epítome de todo sentimiento de belleza formal y física. Por esto mismo es la más apropiada para hacernos pensar sobre la magnitud de considerar el mundo como parte fundamental de la Belleza. Es un sentimiento, porque ella es también parte de ese mundo de belleza, ese al cual la vida se aferra siempre sin demora. No representa el mundo un espacio o un ámbito o unas realidades físicas. Es todo eso y mucho más, es un conglomerado de cosas que hacen el todo de la vida en la diversidad más asombrosa. Podía servir un paisaje frondoso y maravilloso para expresar algo así. Pero no se trataba de eso. Se trataba de hacer ver que la belleza admirada, valorada, anhelada -Venus-, era el mejor escenario para poder reflexionar, como lo hace la diosa, sobre la grandeza misteriosa de la extraordinaria belleza que subyace en el mundo.

(Óleo Venus, principios del siglo XVII, del pintor italiano Domenichino, Escuela de Bolonia, Museo Art Gallery de York, Inglaterra.)