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27 de septiembre de 2025

Cuando la simplicidad del Arte es ahora Belleza: Goya.

 



¿Qué distingue a Goya de Velázquez o de Rembrandt? Nada. El Arte encuadra en estos tres genios creadores la maravillosa habilidad humana de componer una obra artística sólo con líneas, curvas, formas, colores y una profundidad infinita... Una profundidad infinita: una realidad estética que hace poder combinar la figura principal de una obra con el fondo impreciso y profundo del cuadro. En el cuadro hay entonces tres dimensiones: el objeto primordial (la figura o figuras representadas), el suelo sobre el que se sostiene y el fondo posterior profundo e infinito que lo contrasta. Esas serán en el Arte de la pintura las tres dimensiones, realmente...  Aquí, en el Retrato de Vicente Isabel Osorio de Moscoso, obra que pintase Goya en el año 1787, lo observamos claramente. Qué maravillosa creación artística esta. Qué perspectiva lineal; algo que transformará la parte posterior del cuadro en una infinitud más que en una profundidad propiamente. Porque ahora no hay una lejanía ahí, no hay un paisaje de magnificencia absoluta. Sin embargo, hay una profundidad infinita, una realidad plástica que sólo los genios consiguen obtener con la extraordinaria combinación pictórica de una mezcla sutil de únicos colores trashumantes. De las tres dimensiones virtuales, la relación ahora de dos de ellas es de 4:1, concretamente entre la del fondo posterior y la del suelo, y que además ofrecerá aquí una materialidad significativa a la obra de Goya. En Rembrandt, a veces, desaparecerá esa transición, ofreciéndonos entonces el maestro holandés no materialidad sino una especie de espiritualidad o levedad poética. En Goya no, en Goya la materialidad, que existe, se sublimará maravillosamente. Entonces, para conseguir la infinitud que transformará luego la percepción estética de su obra, la materialidad de Goya es llevada a una diferente realidad infinita, una que adquiere también tintes espirituales, pero ahora más cercanos a un deísmo que al teísmo de Rembrandt. En Velázquez sucederá, a diferencia de en Rembrandt, casi lo mismo que en Goya. Curiosamente Rembrandt es, siendo protestante, un pintor más devocional y espiritual que los dos españoles, siendo éstos católicos de un país más levítico y creyente. Ni en Goya ni en Velázquez la espiritualidad del fondo de sus obras llegarán a evitar la materialidad etérea y sublime que determinarán su profundidad lineal tan extraordinaria. 

En este retrato, Goya consigue esa materialidad y esa espiritualidad tan difícil de obtener en una obra tan simple. Simple no por insulsa o vulgar, sino por la poca figuración o incorporación de detalles añadidos en su obra de Arte. Y este es el reto: con tan poco, realzar tanto. Más aún en la figura de un niño, donde ahora Goya, además de crear la extraordinaria atmósfera etérea, alcanzará a reflejar la compleja personalidad del retratado, llegando así a expresar nobleza, curiosidad, misterio y grandeza de alma juntas. Para hacer todo eso con un niño es preciso o ser el personaje retratado un gran genio, a su vez, o serlo el pintor especialmente. Vicente Isabel Osorio de Moscoso nació en Madrid en el año 1777, siendo hijo de uno de los nobles más ricos de España de finales del siglo XVIII. Su padre, que se llamaba igual que él, perdería la fortuna y el prestigio real a causa de las guerras con Francia e Inglaterra. Así que su hijo, a la muerte del padre en el año 1816, heredaría la grandeza y la ruina. Su liberalismo incipiente rozaría con el advenimiento radical del rey Fernando VII, y moriría, rehabilitado tras la muerte del rey, cuatro años después del fallecimiento del monarca, en el año 1837. Goya lo retrata en el año 1787, con diez años el pequeño noble español. Qué premonición la de este genial artista español clásico y romántico: supo reflejar en la mirada admonitoria del pequeño retratado, la visión torturadora que el futuro porvenir esperaba a ambos y a España. En la composición de la obra neoclásica se aprecian también tintes precoces de un romanticismo posterior muy alentador. Pero es que también está Velázquez ahí, en el retrato sugerente de Goya, con la fragancia ahora elusiva de ese fondo sublime (lo podemos observar en el retrato que hizo Velázquez del Rey Felipe IV). En él, en el fondo sublime de Goya, hay una gradación sutil de colores, una que va desde arriba hasta la frontera horizontal del suelo, donde ahora la tonalidad sugiere una realidad cromática que va desde un color más oscuro hasta uno más claro, detalle estético que, en la linde virtual de las dos dimensiones (no el retratado), perfilará el sugerente cambio tonal hacia un marrón acorde ahora además con la levita tan noble del joven niño.

No hay un pintor como Goya en la historia del Arte. Con él moriría el Arte realmente. En él se culmina ya visiblemente a Velázquez y a Rembrandt, a la forma y al fondo, a la sutileza del fondo y a la psicología de la forma...  Es muy difícil hacer un retrato que subyugue donde el retratado mire, directamente, ahora al observador. Los grandes retratos que sugieren misterio y semblanza etérea precisarán que el retratado no mire al observador, sino a la nada. Aquí la nada se compensa ahora con las tres dimensiones virtuales y la profunda capacidad propia del pintor, ésta llevada a cabo por el hecho además de conseguir trasmitir la oculta personalidad y la misteriosa esencia premonitoria del personaje retratado del cuadro. Sobre todo por ese fondo infinito de la obra; algo que, a diferencia del fondo de Velázquez, Goya alcanzará a reflejar, con él, la dimensión espiritual del fondo posterior completada con la profundidad estética tan extraordinaria del cuadro. El retratado está formando así ahora parte de esa profundidad, no privilegiará su figura ante esa dimensión infinita del fondo sublime. En Velázquez el retratado, en este caso el rey Felipe IV, sí dispone su figura de un nivel superior al propio fondo, también por supuesto extraordinario. En Goya no. En su retrato del joven niño noble español, Goya ahora combina espacios y figuras, llevando así a ambos a una dimensión y misterio iconográfico maravillosos. Pero, por esto el retratado no pierde ahora relieve, lo ganará incluso, lo realza así por el hecho tan artístico de conseguir complementar Goya la figura pequeña del retratado con la magnificencia grandiosa de un fondo tan revelador, tan estético, tan inquietante como misterioso. Lleno así de una profundidad etérea tan sobrecogedora como infinita, y donde su propia dimensión estética, plástica y emotiva alcanzará a dominar, extraordinariamente, el escenario conjunto de la gran obra maestra del Arte.

(Óleo Retrato de Vicente Isabel Osorio de Moscoso, 1787, Goya, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.)

31 de agosto de 2025

El Arte nunca, para serlo verdaderamente, es real jamás.

 




La fuerza de la representación más artística no es nunca una imitación del mundo en el sentido de la realidad de lo vivido. Lo vivido es una mezcla de intención y de azar donde lo que prevalece es sobrevivir, y lo que se obtiene luego, con el tiempo, es el resultado de seguir avanzando hasta alcanzar una meta o de padecerla. Desearemos alguna vez eternizar ese momento, pero no recordaremos solo la meta entonces sino también el esfuerzo... Sin embargo, nunca el esfuerzo es realmente glorioso, ni altanero, ni hermoso, ni equilibrado ni eminente. Por eso el Arte no quiso ser más que un reflejo elaborado de la vida, de la vida ideal, de la vida más deseable. Sin embargo, la vida y lo que verdaderamente se vive no es lo mismo. Así, no tuvo nada que ver el Arte, el Arte Clásico, con la realidad de lo vivido. Porque lo vivido y la vida no serán lo mismo. La vida es lo que quisiéramos vivir; lo vivido es el resultado de haberlo intentado, infructuosamente. El Arte triunfaría ante los ojos de los humanos sensibles porque redimía entonces de lo vivido. Así, era más la vida lo que representaban los creadores excelsos, y, con ello, alcanzaban la gloria más elogiosa de lo artístico. La belleza surgió de ese intento estético, y cuando se consiguió sin rémoras el Arte lograría de ese modo todo su sentido. La proporción, la armonía, expresaban, conforme a sus criterios, los diseños preconcebidos de lo ideado ya por el artista. Y para conformar la ilusión de una vida representada que acogiera imitación y belleza, solo la vida no vivida era la única que podría alcanzar, creativa, la gloria más extraordinaria de lo excelso. Para cuando Francia, desesperada ya por la desilusión de unas revoluciones desteñidas, se alzase en París en la primavera del año 1848, el mundo conocido y sosegado de sus calles románticas se volvió entonces lúgubre, desolador y lastimero, lleno ahora de violencia y de un hartazgo desesperado. Entonces, un pintor embargado por la expresión de la emoción de la realidad de lo vivido decidió componer lo que, para él, era la verdad de la vida representada fielmente por el Arte. Delaroche pintaría por entonces, así, su obra Bonaparte cruzando los Alpes.

 Cuarenta y cuatro años antes de aquello un genio del Arte, David, había pintado lo mismo...  Sin embargo, nada tenía que ver una obra con la otra. Delaroche pintó lo vivido. David, a diferencia, pintaría antes la vida. La vida ideada, la vida recreada, la vida verdaderamente merecedora de gloria y de imitación. Pero, en el año 1848 ya no era esto lo que prevalecería, ahora era la realidad literal; la realidad vivida era así lo que por entonces más se admiraría. Una describía lo que, históricamente, más se acercaba a la realidad de lo que fue el traslado de Napoleón en los riscos desolados y nevados de un paso agreste por los Alpes. Otra obra, la del año 1804, representaba el mismo paso por los Alpes, pero ahora idealizado, sin ningún fervor auténtico conforme a la realidad histórica de lo que fue en verdad. El Arte triunfó aquí sin mucho esfuerzo porque todas sus elecciones artísticas fueron acordes a su sentido más estético, a su verdadera identidad armoniosa, la del Arte, no la de la vida vivida... En la obra de David está la composición más elogiosa, la atmósfera más heroica, la belleza más insigne y la mentira más elaborada de la vida... Paul Delaroche fracasaría con su obra de lo vivido sobre Napoleón cruzando los Alpes, nunca alcanzaría con ella la verdadera esencia del Arte, no la de entonces, ni la de nunca.

Lo vivido no es lo que deseamos recordar; lo que deseamos recordar, verdaderamente, es la vida, la efímera, la pretendida, la buscada, la amada, la elogiosa vida... no vivida. Por ello, toda recreación artística que solo muestra lo vivido, y no la vida, no logrará estimular nunca los auténticos sentimientos más vibrantes de una admiración estética elogiosa. El Realismo artístico, sin embargo, triunfaría en los siguientes años luego de aquella revolución fallida de 1848. El ser humano trataría entonces, inútilmente, de compensar su infortunio con el reconfortante alivio de la imitación verosímil de la realidad. Pero, no duraría mucho. Una guerra en Francia llevaría ahora al desasosiego más desgarrador. Para cuando la batalla de Sedán en el año 1870 acabara con los sueños inútiles de una realidad desastrosa, el Arte descubrió el Impresionismo. Esta tendencia artística no retrataría ya en sus obras ni lo vivido ni la vida, ni la ilusión ni el sufrimiento; tan sólo la futilidad inasible de lo fortuito... Para entonces el ser humano se refugiaría en la impresión más etérea que la luz reflejase en las cosas del mundo. El tiempo debía ser ahora un aliado, tanto para poder exorcizar lo vivido como para poder superar la vida. El Arte con el Impresionismo despersonalizaría ya por entonces lo elogioso para poder recrearlo ahora de otra forma distinta, y lo hizo como si lo vivido fuera así la vida misma también, todo en el mismo tiempo..., confundido. Los fusionó a ambos, lo vivido y la vida, con la luz como un aglutinante efímero y prodigioso. Esto salvaría al Arte de una agonía imposible de soslayar, ya que ni la vida ni lo vivido podrían haber prosperado en el Arte, como recurso, para poder seguir expresando alguna belleza. Para cuando, sin embargo, la belleza ya no fuese ningún aliento ferviente de alguna meta deseable, el Arte Moderno de las vanguardias recompondría a principios del siglo XX la forma de expresar el mundo, no la vida ni lo vivido, sino ahora el mundo imaginado más expansivo y cercano. Pero ya no como lo hiciera además el Impresionismo, con el tiempo, no, para nada; ahora era el espacio, con sus recursos más elaborados o con sus elementos más diversos los que buscarían, sin lograrlo tampoco, el peregrino deseo, tan humano, de descubrir aquella meta ilusoria y anhelada de encontrar, de nuevo, la forma artística más expresiva y poderosa de querer imitarse el ser humano, a sí mismo, para siempre.

(Óleo realista Bonaparte cruzando los Alpes, 1848, del pintor francés Paul Delaroche, Museos de Liverpool; Lienzo neoclásico Napoleón cruzando los Alpes, 1804, del pintor francés David, Museo del Palacio de Versalles, Francia.)

1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)


1 de diciembre de 2024

El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.







En el Arte pictórico la realidad casi siempre tiende a escindirse, salvo en los retratos oscurecidos del Barroco o del Renacimiento, tan solemnes y tan personales. Tal vez, algunos pintores del Renacimiento y casi todos los del Barroco entendieron que, para obtener la mayor representatividad individual del personaje, no debía existir fondo alguno que distrajese así la rotunda fisonomía especial del retratado o del autorretratado. Pero, cuando una narración, mítica, legendaria o religiosa, afanaba la directriz de un pintor inspirado, quisiese o no albergar una disyuntiva estética, el resultado iconográfico siempre envolvería dos realidades, la titular y la esporádica. ¿Cuál es la verdad de lo expresado? ¿Representa un sentido jerárquico, ineludible y fundamental, casi esencial, de lo nuclear frente a lo secundario? ¿Pueden existir separadas ambas realidades? El Arte, el pictórico claramente, siempre consideró que expresar una realidad conllevaba, ineludiblemente, la visión determinante o implacable de un paisaje, de un contexto. El Arte, así, relativiza la visión del mundo que deberíamos tener. Por tanto, no hay nunca una realidad solitaria, narrativa, exclusiva, nuclear, definitiva... Los pintores del Renacimiento comenzaron descubriendo muy pronto que la belleza, entendida ésta como la expresión sublime de la verdad, no podía ser nunca subjetiva. Es decir, no podía ser nunca unilateral, fijada tan solo en la representación inequívoca de una realidad solitaria, individual, exclusiva. A diferencia de la escultura, por ejemplo, el Arte pictórico recreará la vida completa casi siempre. Entonces, la belleza en la escultura se independiza del mundo, y destaca así, sobremanera, una visión muy subjetiva de la misma. Es belleza, por supuesto, sublime belleza además, pero nunca alcanzará a manifestar la realidad completa del mundo, esa que tiene a la verdad como una mensajera eterna de universalidad y sentido. Las cosas o elementos del mundo disponen de una concatenación imprescindible para describir la realidad completa del universo. Los pintores lo comprendieron pronto; no era solo belleza accesoria, complementaria o decorativa, era parte esencial de lo concurrido en el sentido iconográfico de lo representado. 

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con  una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico. 

Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.

Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental. 

Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...

(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)




27 de octubre de 2024

El Arte es como la Alquimia: sorprendente, bello, desenvuelto, equilibrado, preciso y feliz.



Transformar una cosa en otra, especialmente cuando aquélla es poca cosa, o nada, y ésta es una extraordinaria creación elaborada, sea la que sea, tiene en la Alquimia un sentido preciso de realidad sutil tan poderosa como lo es, decididamente, también el Arte. Son procesos semejantes, son aspiraciones humanas parecidas, cuyos objetivos, aunque tengan divergencias espirituales y materiales, han supuesto a veces o la bendición excelente en ocasiones o la maldición aparente en otras. Filosóficamente, el Arte es una reacción contra el concepto de sujeto. Al igual que la Alquimia... A partir del Renacimiento el hombre, el ser humano, adquiere un perfil principal en el pensamiento moderno. La filosofia, la teología y el derecho situarían al sujeto en el centro del mundo conocido. En su libro Contrapolíticas de la Alquimia, el filósofo Andityas Matos expone su teoría de que la Alquimia siguió entonces por un camino diferente. Dice Matos: A partir de entonces representó uno de los únicos refugios en donde el pensamiento pudo pensarse a sí mismo sin someterse a una autoridad pensante, el sujeto. De hecho en la  Alquimia sería más apropiado hablar de criatura, ya que esta palabra lleva el signo de la transformación.  Como el Arte. Continúa Matos: contra las tristes tecnologías del sujeto la Alquimia piensa un mundo impersonal, infinito, sin bordes, sin separaciones, donde todo se comunica con todo. Como el Arte. Ese proceso transformador que dispone la Alquimia es el mismo que posee el Arte. Ese ámbito de la disertación del discurso del otro, de lo opuesto, de la dicotomía de lo enfrentado, es parte de lo que el Arte ofrece con su belleza. Volviendo a la Alquimia, nos dice el pensador moderno: En los libros alquímicos abundan más las imágenes que las palabras, y esto es así porque aquéllas, más que ejemplificar o ilustrar, dicen.  En el Arte, por ejemplo, la adición de cosas diferentes persigue un resultado único, merecedor así de miradas enloquecidas por encontrar un sentido estético preciso a lo creado. A veces no solo lo consigue sino que lo sublima, llegando a alcanzar una belleza incapaz de ser reconocida sin exceso. Lo que difiere al Arte de la Alquimia es el exceso. Pero éste es tan preciso que su desequilibrio aparente no es percibido sino por el sentido aglutinador que la belleza dispone entonces en un momento de gloria. En el Arte no hay, a diferencia de la Alquimia, un objetivo, un sentido práctico, una adivinación esperando que el sortilegio del mundo rezuma esperanza de mejoramiento. El alejamiento del sujeto, la realidad del otro y su substancia, sin embargo, sí acercarán la Alquimia al Arte. Pero también la sorpresa, la resolución precisa y la fragancia... 

Cuando el pintor Rizi quiso componer su obra Santa Águeda, aquella santa martirizada del siglo III atormentada por el seccionamiento vil de sus pechos, crearía un cuadro preciso donde la escena cruel, sórdida y sangrienta no la veremos sino alejada y empequeñecida en una parte secundaria del lienzo. El resto, la majestuosidad de la gran obra barroca, es ahora la transformación de una representación estética prodigiosa. Porque es una de las pocas obras de Arte clásico donde la belleza del rostro de una mujer ha podido ser conseguida extraordinariamente. La perfección de su rostro es sublime, es única. La mirada, el semblante, el perfil dorado de sus mejillas, el óvalo de su cara perlado es aquí tan excelso, la tonalidad encarnada de sus mejillas es tan auténtica, que esta sorprendente elaboración de un rostro femenino en el Arte no haya podido ser superada no es ahora una afirmación gratuita, es la verdad. Cinco años después, el mismo maravilloso barroco español pintaría una sagrada imagen también arrobada en su semblante, pero esta vez no alcanzaría, sin embargo, la sublime genialidad y belleza perseguida tan precisa. Gestualidad conseguida, erotismo sagrado reconocido, como el barroco español consiguió mejor que ningún otro momento, tendencia o lugar en la historia, pero la obra Magdalena arrepentida de Alonso del Arco no llegará a obtener, como la Alquimia a veces, la bella y equilibrada sorpresa estética de un rostro enaltecido de cierta fuerza poética que, sin embargo, el semblante perfecto de Santa Águeda de Rizi sí conseguirá. Es la sorpresa, el desenvolvimiento, la felicidad... Algo que no siempre se obtiene. El Arte no obliga a tenerlo, puede su plástica versatilidad personal alcanzar la subjetiva valoración de lo artístico sin ello. Entonces lo no especial se convierte en providencial para aquel que lo vea así motivado. Esta transversalidad que tiene el Arte hizo del Arte su evolución peligrosa... Como la Alquimia. Lo diferente producido obtendrá siempre el sentido gratificador del que lo mire agradecido. No hay decisión única. Tampoco consenso. La belleza seguirá mostrando diferentes partes decididas o variados perfiles desenvueltos que conformarán siempre su sentido final. Aun así, nada de lo creado una vez podrá otra volver a superar lo mismo. La belleza no tiene forma de ser repetida ni percibida del mismo modo que lo hiciera antes. Esta particularidad estética, como otras, hace al Arte disponer de una contradicción, la más grande de todas: que lo motivado por un egotismo preciso es lo menos subjetivo y egoísta que existe.

(Óleo barroco Santa Águeda, 1680, Francisco Rizi, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco Magdalena arrepentida, 1685, Alonso del Arco, Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo.)

25 de agosto de 2024

El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...




 Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real.  De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual...  Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes.    Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos. 

En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro  de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.

El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño.  Como el amor...

(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)

23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


7 de agosto de 2022

El Arte como combinación de cromatismo y composición perfecta es, además, el todo menos justificado hoy de un mundo sin belleza.



El Arte se enriquece de las motivaciones humanas tanto como de los artificios naturales de unos elementos pictóricos ad hoc. Ambas cosas son versátiles, son inconstantes, son azarosas en la propia creación y consecuentes así con la propia vida. El valor del Arte clásico, entendido éste por aquel Arte compuesto por la mano frágil e inerme del ser humano desvalido, es único, poderoso, un valor que se sustenta precisamente en su capacidad de no haber sido creado más que por la decisión humana y sus limitadas posibilidades técnicas. Cuando observamos una obra de Arte clásico sabemos que no hay más que habilidad, elementos naturales y procedimientos limitados a lo humano. Porque el Arte pictórico, especialmente, no es sólo lo que se expresa sino cómo se expresa. Hay forma y fondo, al contrario por ejemplo que la creación literaria, en donde sólo hay fondo. Los nuevos procedimientos técnicos para crear Arte, para expresar el fondo artístico, tienen la versatilidad de ser una expresión estética pero no mantienen la maravillosa forma con la que el Arte clásico compuso sus obras desde la más rudimentaria técnica artística. En este paisaje de Rembrandt la creación está sublimada por las combinaciones naturales y humanas tanto de su expresión como de su composición estética. Si no hubiésemos visto muchas obras de Arte y, de pronto, viésemos esta pintura del maestro holandés, la revelación sublime de un efecto visual tan extraordinario nos llevaría al éxtasis artístico más conmovedor. ¿Podemos admirar una escena como esa en la vida real? No exactamente. Porque la combinación de elementos y el instante fijado devienen cosas que no se mantienen en el momento temporal de la visión de un paisaje determinado en el mundo real. Es el artificio creador que se añade al expresivo natural de un mundo conocido o familiar al observador admirado el que puede ser transformado por el Arte. La luz compone reflejos, matices y radiaciones peculiares en el efecto natural de observar un mundo natural que hallemos, azarosos, en nuestro deambular cotidiano por la tierra. Pero no dispondrán nuestros ojos la posibilidad de combinar todos los efectos a la vez en un paisaje que, además, no durará más de unos segundos el poder admirarlo sin reservas. En el Arte, a cambio, todo eso está disponible para el observador ávido de percibir las manifestaciones que el pintor supo combinar y expresar con sus recursos estéticos.

¿Qué sucede para que el Arte no nos haya conseguido descolocar para siempre con el instante motivador de un mundo admirable tan solo limitado al pequeño espacio que vemos de un artista pictórico? El ser humano está mejor diseñado para captar la amenaza que la belleza. Los sutiles detalles armoniosos del Arte de Rembrandt, por ejemplo, necesitan tiempo y dedicación estética para percibirlos sin confusión. ¿Sin confusión? El Arte confunde tanto como la vida, pero la confusión que no conlleva un peligro no es profundizada por las neuronales actitudes humanas para la percepción estética. Por eso el interés ante lo estético en el mundo de hoy ha ido cada vez más derivando hacia lo sórdido, lo grotesco, lo abrupto, visualmente llevado a lo más amenazador que pueda seguir estimulando las reacciones que obliguen al cerebro a fijar su atención sin condiciones previas. No es más que una forma de supervivencia, que, a pesar de los avances en la vida del ser humano, sigue siendo la única forma de poder y querer entender pronto y sin matices las señales visuales que el mundo nos transmita sin condiciones. La Belleza en el Arte clásico obliga a mirar con ojos transformados desde la amenaza a la sublimidad estética de un sentimiento adquirido. Pero para ello requerimos saber que ese sentimiento es necesario para enriquecer el estado estético de un ser rodeado de amenazas. No hay solución para el Arte ni para la percepción artística en un mundo lleno de amenazas que no lo parecen o que no mantienen el mismo perfil formal que la belleza estética. Ya es hora de profetizar que la belleza no es natural y que la percepción de ella fue adquirida por la necesidad emocional de unos seres desestimulados sin ella. No se trata solo de engrosar la vanidad autosatisfecha de unos seres privilegiados que pueden coloquiar sobre Arte. Se trata de educación estética y ésta solo puede adquirirse cuando la amenaza no sea lo principal que atraiga la percepción natural espontánea de unos seres desamparados por el fingimiento de la supervivencia. La predicación visual está hoy más alejada de la belleza que nunca. Por eso observar estas obras se hace necesario para la adecuación de un mundo que no participa de la sensación estética combinatoria de formas, matices, cromatismo, composición y belleza.

Para la totalidad del mundo el Arte es solo una reliquia arqueológica cuando no un valor económico patente. No podemos percibir la totalidad en el mundo, sin embargo, porque no es la mejor combinación perfecta de una expresión estética profunda. La totalidad hoy está en el dinamismo de una información fugaz que no se consolida en ningún caso, que no es nada permanente, que no deviene como recurso estético sino como un subterfugio para exorcizar la amenaza... Nunca fue eficaz enfrentar la amenaza con lo transido de fugacidad estentórea y violenta. ¿Por qué los creadores de Arte se impregnaron de sosiego estético con el equilibrio del color, la luz, las formas y las sombras transmitidas desde la mejor totalidad de una belleza sublime? ¿Buscaron lo que no existía en el mundo?, ¿o existía pero no era percibido con los elementos sensibles precisos para poder sostenerla? En la obra de Rembrandt la fugacidad de lo natural y de lo artificial es sojuzgada por el puente sólido de piedra que une la luz percibida con las sombras ocultas. Hay aquí una llamada al artificio, a la transformación de un paisaje natural que puede ser ahora la mejor opción para alcanzar así a justificar la belleza. Porque es injustificable en un mundo sin ella, en un todo que no consigue unir las partes conmovibles con la acción determinante de una estética poderosa. La totalidad entonces, con la fuerza combinatoria de una decisión estética sensible, llevará la visión de un mundo inarmónico a la mejor forma de expresarlo por el hecho simbólico de un cuadro limitado ahora por sus formas. Esto realiza Rembrandt con su obra Paisaje con puente de piedra muy sutilmente. Lo vemos y vemos así el horror y la belleza, el esplendor y las sombras terribles de un mundo conflictivo. También veremos la amenaza, pero no la amenaza que sugiere la atención por la sumisión de un estímulo embriagador de fuerza bruta que la soslaye; no, sino la amenaza que subyace en el mundo sobrellevada ahora por la sutil emoción de una belleza creada. Porque las formas están combinadas en Rembrandt con un artificio estético tan magistral que el oscuro matiz que representan las partes del mundo amenazador que refleja están atenuadas por la totalidad genial de un universo estético sobrecogedor que, ahora, sólo lo transformará en belleza.

(Óleo Paisaje con puente de piedra, 1638, del pintor holandés Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam.)


26 de junio de 2022

La sabiduría estética de Paris Bordone en la representación de un mito universal.


 

La iconografía de Venus, Marte y Cupido en el Arte representó siempre una tríada estética que definía claramente el sentido de sus personajes mitológicos. En algunas obras con una relación inapropiada y en otras perfectamente natural. La historia del Arte los utilizaría más en la primera versión que en la segunda, pero, en ambos casos, con la determinación de una pasión amorosa inevitable y decidida. Pocos pintores consiguieron, sin embargo, lo que Paris Bordone alcanzaría con su obra manierista del año 1560.  En ella se nos representa una relación muy distinta de los dos amantes, sobre todo porque no hay una comunicación directa entre ellos. Cupido además se dedica a distraer a Marte del sentido primordial de su realidad amorosa. El gesto de Venus es sorprendente, ¿hay un gesto de Venus en el Arte más desolador o más enigmático? Ambos amantes sostienen la manzana pasional en sus manos, lo que no es suficiente para satisfacer una pasión ahora tan devaluada. Parecen sostener con ella una excusa sin sentido, por un amor utilizado ahora para un fin que no es el perseguido tradicionalmente. Marte mira a Cupido, que parece pedirle la manzana en un alarde poco estimulante a lo lúdico, a lo sensual, o a lo relacionador de su mito. Bordone fue un pintor veneciano a la sombra de Tiziano y los grandes discípulos de éste. Sin embargo, viajaría por Europa más que sus colegas venecianos, y se impregnaría de las diversas formas de expresión que la pintura de mediados del siglo XVI empezaba a experimentar. Especialmente su viaje a Francia fue decisivo en la manera de representar formas diferentes de ver las cosas. La alegoría mítica de Venus y Marte no era algo solo sexual sino también social, representaban la dura y difícil ecuación entre la paz y la guerra, por ejemplo. La idea primordial de los personajes suponía siempre el triunfo de la paz de Venus sobre la beligerancia de Marte. Pero aquí, en la obra de Bordone al final de su vida, Venus no parece tan segura de su triunfo avasallador. 

Es de las pocas representaciones de los dos amantes míticos donde no se relacionan de ningún modo. Ni se miran, ni se tocan, ni se percatan siquiera de la presencia del otro. El Arte más universal es aquel que traspasa fronteras del tiempo y la historia para conseguir trascender su momento y clarificar así la profunda verdad oculta bajo las apariencias sensibles. ¿Cómo descubrió un pintor provinciano del siglo XVI la grandeza estética de un encuadre ahora tan revelador? Ahí está Venus insinuante apenas para descubrir la realidad de un deseo inconcluso, deteriorado, condicionado, desperdigado, imposible... La visión clásica del mito en Bordone se rompe claramente. Se deja lo que se representaba en otros casos para ceñirse ahora a otra cosa distinta. No hay paz posible, ninguna que consiga vencer las veleidosas distracciones de un mundo irreverente... Ya no se obtiene la pacífica gracia que siempre vencía poderosa ante las bajezas de los hombres. Estamos en el año 1560 y la historia europea llevaba años de dolor por el enfrentamiento bélico de un siglo terrible. Europa se había dividido ideológicamente, y esa división llevaba la sangre como un reguero insufrible de muerte consagrada. El mito hablaba de muerte, de amor, de pasión y de delito. Pero por entonces solo se vislumbraba la muerte, la desunión, el desafío de lo enfrentado como algo inevitable. Pero, el Arte es universal y transfronterizo en tiempo y en circunstancias. Hoy veremos la obra y recrearemos el mito con el sesgo inevitable de la pasión, del amor y de la vida. Y entonces descubriremos la genialidad de un pintor que, muchos siglos antes, hubo percibido la realidad insatisfactoria de las relaciones sentimentales de los humanos abatidos por el desamor. ¿Fue eso, en verdad? Imposible saberlo. Pero el Arte además es un reguero de visiones solapadas por el espíritu de un tiempo poderoso. Vemos la representación y veremos lo que vemos, una incongruencia emocional que la estética de un pintor supo reflejar con brillantez adivinatoria. 

En el Arte no hay más que subjetividad donde otros ven objetividad decidida. Pero el Arte es eso, visión perceptiva de un sujeto condicionado por el entorno temporal y social en el que vive. La grandeza de los pintores es, entre otras cosas, haber sido capaces de expresar una emoción universal para un tiempo universal en un mundo universal. Cupido seguirá intentando alcanzar una manzana que no es para él, Marte seguirá confundido por la distracción, y Venus no alcanzará a entender por qué ahora todo es tan diferente. La intención estética de Bordone no es lo importante, sino su representación universal. Y la expresión de Venus es absolutamente definitoria. La pasión se ha esquilmado por unas veleidosas sensaciones que nada tienen que ver con la pasión. Está desentonada Venus, no es más que un patético reflejo de sorpresa y de delirio. La vida no es ahora la misma que ella viera relucir en otros momentos de mayor efusión. ¿Qué ha pasado entonces? La genialidad del pintor es sublime al conseguir transformar una imagen tradicional en otra cosa distinta. Pero, con ella, con esta nueva visión diferente, el pintor consiguió desmitificar la verdad clásica con el sometimiento de la realidad a una sensación distinta. Ya no habrá siempre emoción y una posterior satisfacción consecuente. Ya no habrá siempre una realidad emocional que supere las circunstancias y que lleve la transformación de un deseo a una realidad plena y satisfactoria. Las cosas habían cambiado a mediados del siglo XVI de manera radical. La vida ya no tenía las mismas referencias que antes. La transformación se había realizado a lo largo de años de enfrentamientos, de desunión, de falta de un referente elevado que supusiera la única verdad definitiva. Lo mismo pasaría también con las emociones y las pasiones. El pintor plasmaría una parte de esa nueva verdad, pero ésta, sin embargo, traspasaría los siglos y las evoluciones del mundo para poder llegar, sutilmente, a reflejar con el tiempo una expresión tan perpleja como lo fuese ya por entonces.

(Óleo Venus, Marte y Cupido, 1560, del pintor manierista Paris Bordone, Galería Doria Pamphilj.)

16 de abril de 2022

Cuando la espera es en el Arte una forma de evasión transformada en una salvación requerida.


 

Cuando el Arte empezaba a cambiar el rumbo de su representación estética, el pintor Jean-Pierre Laurens (1875-1932) seguiría expresando sus creaciones con los trazos tradicionales de sus clásicos maestros. En el año 1905 crearía su obra La expectativa, o La espera, un lienzo absolutamente inclasificable. Su iconografía es ahora transtemporal, es decir, traspasará el momento temporal concreto para situarse en un tiempo transversal indefinido. Ni la vestimenta ni el recinto nos definen claramente el momento ni el lugar representados. Pero esto es necesario al pintor para poder expresar el sentido confuso de la obra. Estas representaciones consiguen traspasar el instante para poder alcanzar otro instante distinto, de esta forma el sentido estético puede conseguir emocionar, elogiar, confundir, o dejar indiferente. En este caso lo que consigue el pintor es confundir con el momento fijado en su obra. No hay emoción realmente, no llega el pintor a conseguir que nos emocionemos. Pero no nos dejará indiferentes. La espera o la expectativa es, como en esta representación, un arma de doble filo. Hay en la obra una salvación y una evasión entrelazadas... Porque la emoción, que no sentiremos al verla, sí la dispone el personaje. Es una emoción engañosa, un tipo de emoción que no es más que una huida inconsciente de los seres causada por la imaginación de una ilusión aparente. El engaño nos lo trasladará a nosotros y, con él, no conseguiremos sentir nada más que belleza. 

La simple composición del personaje sentado en el alféizar de una ventana gótica llegará a inspirar un instante de equilibrio y belleza. Esa sorpresa estética es la única emoción, ya que no hay ningún sentimiento en la obra que consiga otra. No sabemos si es alegría o tristeza, no sabemos si es una sensación de promesa o de incertidumbre. El pintor tratará de expresar la confusa manifestación de emociones que encierra la actitud de la espera. Y por la misma naturaleza de la espera hay dos caras enfrentadas, complementarias, en la actitud de la expectativa. Por un lado confianza, salvación, pero, por otro, la confusa sensación de una evasión oculta. En el Arte será igual. Su representación subjetiva consigue transformar, en este caso al revés, una evasión inconsciente en una salvación efectiva. Ahora es la evasión lo que es inconsciente aquí, que, como en el Arte, no somos conscientes de que supone una evasión. En la vida es diferente. Pero en el Arte la imaginación terminará salvándonos, y lo hace porque no existe el tiempo para poder comparar el sentido de lo incomprensible. En la vida ese sentido temporal nos confunde porque nos hace pensar que una espera supone una salvación, cuando no es más que una evasión indecente. En la obra vemos la expresión de una expectativa conseguida estéticamente por la lejanía con la que el personaje se distancia de todo. Ni mira por la ventana ni desea leer, ni se aferra a otra cosa. Sólo hay expectativa. Una sensación indefinida por el hecho de no ver ahora lo que causa esa espera. 

La visión ahora es tan confusa como la espera, porque existe una sensación y no existe, porque hay reflexión y no la hay, porque la mirada está alejada de cualquier cosa que no persiga su sentido: no ver nada más ahora que lo de su mente ávida. No hay una realidad visible, no puede haberla cuando la imaginación sobrevuela el momento por la sensación inconsciente. La representación está dirigida hacia el interior no hacia el exterior subjetivo, es por lo que la interpretación psicológica en esta obra es una acertada forma de poder entenderla. El personaje oculta todo su cuerpo con un ropaje oscuro, tal vez reflejo de su estado personal. También su posición es determinante, está sentada firme entre los muros poderosos de un lugar resistente. Es aquí la metáfora del inconsciente poderoso, que es el firme estado interior donde reposan las emociones inventadas. Con su mano derecha está expresando la actitud firme de que su expectativa no conseguirá variar por nada. Está asentada sólida y definida en ese momento que, para ella, a diferencia de para nosotros, no es nada confuso. Nada de afuera la altera, ni a ella ni a su momento. Y esta espera sobrevenida no es más que una forma equivocada de salvarse aferrada a una engañosa evasión alejada de la vida. El pintor nos permite no emocionarnos. No conseguimos percibir nada emotivo ante la visión extraña de un momento indefinido tan confuso como es la expectativa. Esta es la grandeza de la obra, que no nos determina a sentir lo mismo que el personaje, alguien que con su imaginación llevará a perseguir un evasivo engaño inconsciente. En nosotros no. En la percepción de esta obra ese engaño no resultará lesivo para nadie que lo mire, todo lo contrario. Porque es la evasión representada no la salvación lo que es ahora inconsciente. A cambio, sí es una salvación requerida su visión estética, para esto nos acercamos al Arte, para obtener, con una grata visión estética, una salvación deseada con algo que no precisará, sin embargo, el propio Arte: esperar nada.

(Óleo La expectativa o la espera, 1905, del pintor francés Jean-Pierre Laurens, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia.)

2 de abril de 2022

La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.

 



Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente. 

El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces?  Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico. 

Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.

(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)