24 de febrero de 2022

El auto engaño más fascinante perseguido por una fértil imaginación desbordante.


 

El concepto de Quimera tal como lo conocemos fue una invención del Romanticismo del siglo XIX. Había sido en la mitología griega un ser monstruoso compuesto de diferentes formas de fieros animales salvajes. Pero su función mítica, curiosamente, no era maligna sino benigna. Hasta se colocaba su efigie en las entradas de los cementerios con la intención de proteger el lugar ante los malos espíritus. El Romanticismo contribuyó a crear gran parte de una mitología moderna occidental basada en otra mitología más antigua. Y así surgiría la idea simbólica de la Quimera como un nuevo concepto utilitario. Representa lo que parece y no es. Especialmente representa lo que parece mucho y obligaría, sin embargo, a realizar un esfuerzo de reflexión profunda para no equivocarse. Pero, ¿lo que parece mucho a qué? A todo lo deseable que la mente humana pueda componer auto-satisfecha y decidida. En el Arte se podría entender como un reflejo de lo que es aparente, como la fidelidad más asombrosa a la realidad oculta de lo que parece que vemos en una obra. Porque de lo que se trata ahora es de una imaginación estética absolutamente desbordante. El pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) fue un curioso creador: simbolista, decadentista, romántico y medievalista. Pintaría la Quimera en muchas ocasiones, tantas como su espíritu artístico anhelase poseer o ser aquello que componía ávidamente. Porque creería absolutamente en que lo que vemos reflejado no es sino la representación mental de una quimera. Pero, sin embargo, como toda audacia mental equivocada, nos puede comprometer peligrosamente en la adecuación de la realidad con lo simplemente imaginado. En su obra La Quimera del año 1867 Moreau nos fascinará con su elaborada composición tan detallista. No es una pintura es una exquisita creación iluminada de orfebrería artística muy colorida además. Porque utilizaría todos los recursos cromáticos posibles de su paleta inspirada para poder dotar de belleza extrema a la muestra grandiosa de una sutil composición genial.

Gustará o no gustará, sin embargo Moreau y su simbolismo romántico no dará tregua en agradar más que en expresar. Como es una quimera finalmente. Porque la quimera es un efecto psicológico muy personal que buscará satisfacer, no es algo objetivo sino completamente subjetivo. Los que son seducidos por ella no pueden evitarlo sino con las consecuencias imprevisibles de su total fascinación. En esta pintura simbolista la representación expresará la combinación de dos figuras relacionadas. Observemos bien. Siempre existe una atracción y un desdén en cada una de ellas hacia nosotros. Una quimera no es más que un autoengaño, uno tan real que es imposible no quedar atrapado, a veces, entre sus atractivas garras. Vemos en esta obra cómo el pintor simboliza de un modo genial la atracción y el desvarío. Justo en el momento de mayor expresión de un gesto amoroso, la Quimera se lanza segura hacia el abismo sin importarle la participación a su lado de otro ser desvalido... Porque la Quimera, realmente, no tiene sentimientos, ignora lo que eso significa incluso. Su sentido en el universo es fascinar, es aletargar los sentidos y la voluntad de unos seres que, deslumbrados, son muy capaces ahora de imaginar lo más fascinante. Pero lo fascinante no tiene porqué serlo completamente. Es solo una parte, a veces mínima, la que ejercerá su sentido más embriagador y fascinante. El resto lo elaborará el sujeto fascinado. Por esto la propia pintura, el Arte, es un ejemplo sutil de la Quimera. En un cuadro el pintor sólo realiza parte de la visión completada que, finalmente, nos llegará a nosotros. La maravillosa realidad de algo seductor no es más que la imaginación fértil de aquel que es seducido por ello. Lo fascinante es tanto más fascinante cuanto más desaparece su propia imagen sustituida ahora por la imagen recreada por el observador. La Quimera llevará siempre al abismo, no hay otra salida, porque la persecución de algo que alucina no es más que la destrucción final del que lo ha alimentado.

El sentido iconográfico de la pintura simbolista de Moreau tiene, además, una complejidad añadida. ¿Es una satisfacción abandonarse al sueño encantador de una emoción tan grande? ¿Podemos salvarnos a pesar de entregarnos desarmados e indolentes? En esta composición la Quimera es representada como un centauro con grandes alas desplegadas. ¿Quiere decir eso que, a pesar del abismo insondable, puede elevarse la Quimera evitando la destrucción o la barbarie y, con ello, también la anulación del ser que lo sujeta decidido? El misterio desconocido de lo perseguido con amor nunca es revelado. Así es la verdad oculta que subyace siempre tras la fragilidad de un mundo sin sentido... Pero el amor es auténtico, a pesar de no serlo aquello perseguido. Tiene que existir una necesidad y una imaginación... Porque la Quimera no es nada, no existe. Se padece o se experimenta en cada emoción que no halle el revés de lo fascinante para poder ver la verdad de lo impedido. No somos más que seres abandonados entre la vil realidad y lo sutilmente imaginado. La realidad llenará lagunas imperfectas en la trama ideal de lo imaginado. Se necesitarán mutuamente, una para ser y otra para fascinar. El Arte tan fascinador de Gustave Moreau nunca fue comprendido en su tiempo de tan desubicado, de tan imbricado de metáforas irreales tan simbolistas... Cuentan que en cierta ocasión el pintor impresionista Degas le preguntaría al simbolista Moreau: ¿piensa renovar el Arte con la joyería? Y así fue casi, porque, como una joya deslumbradora, la pintura de Moreau encantaría sin llegar a comprender que lo que vemos en ella, asombrados, es una recreación elaborada de una fascinación muy sobrevalorada y muy distante.

(Óleo La Quimera, 1867, del pintor simbolista y decadentista Gustave Moreau, Museo de Arte de Harvard, EEUU.)

20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)

17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia de lo que es valioso y de lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante aquellas que no tienen otra razón de ser que existir, que ser lo son, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa y elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio, la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esa dicotomía de lo obsesivo ante la vida habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se dejará llevar por la moda, la propaganda, el sesgo simbólico o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado por el ser humano que no dejará en ningún caso de expresar armonía, fuerza, contraste, cierta realidad representativa y una respuesta emotiva profunda en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable más que no está ahí incluida y determinará la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social que lo justifica. Porque es la tendencia social la que justificará las cosas. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo determinado. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en sí, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Ahora estamos en una situación histórica, y cada vez más, que, con la perspectiva de los años pasados, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento temporal suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podremos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos. 

La expresión de lo armonioso es una característica artística en la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar. Aunque, cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esa sentencia armoniosa en sus creaciones. No se trata de alcanzar toda la armonía del mundo sino solo aquella que sea precisa para poder serlo. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, llevará entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable también moderna y antigua. Puede verse en Rembrandt y en Van Gogh. La cierta realidad de lo representado es la que chocará con la abstracción artística excesiva completamente. Sin cierta realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesitará de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea en el mundo artístico luego. Y por último la emotividad. Sin sentir alguna emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos permita sentir también, aunque sea mínimamente. Y todo eso junto, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia galardonada de lo asombroso en el Arte. La fe, la fe es lo que faltará ahí para llegar a ser parte del Olimpo. Pero la fe quién la determina. ¿Qué san Pablo será el que desarrolle la doctrina y acomode las formas de la adoración más creíble? Aquí no es tan sencillo arbitrar un argumento creíble, esas formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia histórica de algo son múltiples y se deben dar todas ellas además a la vez o poco tiempo después. Han podido existir otros san pablos, pero sólo uno existió en un tiempo y en un espacio y consiguió además, gracias a otras muchas cosas, establecer la fe que luego desarrollaría su existencia exitosa. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merecerá la pena valorarlo. Así de irónico será el asunto de la valoración en el mundo. Los intereses ya creados seguirán planteados y poderosos frente a la volátil aquiescencia de lo valioso.

A mediados del siglo XIX se comenzaría en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se comenzó a dar así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la Naturaleza. De aquí surgiría el Impresionismo poco después. Pero, se crearían escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que ya se comenzaron a vislumbrar en sus exposiciones nacionales. En el año 1873 decidiría el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran además ese efecto emotivo profundo que el Arte debería tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial, enfermaría de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar nada de lo que pudo ser y no fue. Pero, poco antes de eso crearía su obra Estudio de Paisaje. En ella veremos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica. Salvo una cosa, la fe. Sin ella el mundo no conseguiría valorar, ni emocionarse, más allá de algunas de sus obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce histórico ni cultural, entre las paredes menos elogiadas del insigne museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



12 de febrero de 2022

La violencia implícita o el Arte más incruento fue un rasgo muy característico del Neoclasicismo.

 


Desde que el cine contribuyese a sustituir el mundo artístico con sus creaciones primorosas, el siglo XX trataría de exponer las muestras de Arte ahora a través de imágenes en movimiento. Así, los inicios del cinematógrafo estuvo muy relacionado con el movimiento artístico del Expresionismo, pues coincidieron cronológicamente. Pero, pronto descubriría el cine la grandiosidad del Romanticismo, su extraordinario modo de llegar al público que esa tendencia había tenido un siglo atrás. Pero la historia del Arte, su cronología diacrónica en sus tendencias, no correspondería del mismo modo itinerante con el nuevo invento del cinematógrafo. A veces, el Manierismo sería utilizado en las narraciones de las películas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, cuando la fantasía y la realidad se confundían hábilmente. Luego hasta el Realismo, sobre todo en Europa, brillaría en los rodajes de las producciones más innovadoras de los años cincuenta y sesenta. Pero, a diferencia del Arte pictórico, en el cine no se produciría una involución en su desarrollo, una inversión de tendencias cronológicamente hablando. En el cine tiene más sentido que en el Arte que eso fuese así, tal vez porque el tiempo desarrollado fue mucho menor en aquel que en este. En el Arte primero sería la bondad del Renacimiento y luego la maldad del Barroco. Sin embargo, el Renacimiento no conseguiría la bondad tan enardecida de contención emotiva como lo fuera luego su gemelo clásico, siglos después, con el Neoclasicismo. El cine comenzaría a manifestar un alarde sutil extraordinario con la violencia, de no ser ésta un fin en sí misma sino un medio, en ocasiones nada visible, algo completamente insinuado o apenas vislumbrado en sus escenas sangrientas de violencia. Hoy en día vivimos el Barroco más explícito en la violencia cinematográfica. ¿Volverá un sentido artístico de... sólo palidecer, en las películas? No lo creo. La violencia que el Barroco no contuvo en sus creaciones llevaba consigo un mensaje humano y moral muy artístico. La fuerza estrepitosa de las escenas de violencia de hoy en el cine ya no tiene vuelta atrás. ¿O sí? Cuando tienes que expresar las cosas con crudeza visual extrema es que no tienes la capacidad para expresarlo de otra forma. Como muestra del extraordinario ejercicio de belleza en las difíciles composiciones de violencia en el Arte, el Neoclasicismo del pintor Mengs nos llevará a una pregunta estética: ¿se puede entender el mensaje violento de un sacrificio humano sin la participación del desgarro, la herida, la sangre y el estigma?

En la obra neoclásica Flagelación de Cristo, el pintor alemán Mengs consigue exponer un momento terrible de ofensa física sin vislumbrar ningún elemento gráfico que lo exponga claramente. Hay dos causas estéticas en el sentido artístico de la obra neoclásica. Por un lado su exaltación de la belleza, de la belleza clásica, donde ésta no es ultrajada por la deformación, la fealdad, la inarmonía o la crudeza; pero, por otra parte, está la revelación más sagrada y equilibrada de un deseo de bondad humana trascendente. El pintor ocultará los instrumentos de tortura en las manos violentas de los hombres. El cuerpo de Cristo, apenas enrojecido en su espalda invisible, se compone en el centro de la imagen sin estar tocado aún por nada ni por nadie. No hay sangre, no hay crueldad visible, ni emoción que traduzca algún atisbo de sacrificio o de oprobiosa fuerza inevitable. Están ahí, sin embargo, no se muestran, pero lo están. Este es el alarde artístico más maravilloso que consiguió realizar el Neoclasicismo en sus obras de Arte. Vemos al sayón arrodillado atar las varillas de su fusta aterradora, pero no veremos usarla. Vemos también los brazos flexionados de los verdugos para llevar a cabo la dura violencia por ejercer, pero no veremos la violencia desmadejada del descalabro físico más atormentador en su momento más determinante. Ese fue el Neoclasicismo, una tendencia que primaba la belleza de la imagen frente al verismo macabro de su desarrollo. Cuando las cosas se entienden no hay que remarcarlas con fruición, sobre todo si lo que buscamos es comprender un mensaje de dolor y no emocionarnos con su desgarramiento. Porque el mensaje de dolor y violencia está en la obra de Arte, lo está tan palpable como si no se evitase su desgarramiento. ¿Qué conseguimos entonces? Alcanzar a primar la verdad del sentido artístico de lo representado con belleza; lo que, en aquellos años de esplendor clásico de nuevo, obtuviesen algunos pintores cuando quisieron demostrar que la expresión de las cosas no tiene por qué confundirse con la descripción anatómica de sus fragmentos.

(Óleo Flagelación de Cristo, 1769, del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Palacio Real de Madrid.)


7 de febrero de 2022

El Arte como una metáfora del mundo y la mente del ser humano: el terror al vacío o la necesidad de llenar la nada.

 





Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.

En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo. 

Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.

(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.)