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1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)


1 de diciembre de 2024

El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.







En el Arte pictórico la realidad casi siempre tiende a escindirse, salvo en los retratos oscurecidos del Barroco o del Renacimiento, tan solemnes y tan personales. Tal vez, algunos pintores del Renacimiento y casi todos los del Barroco entendieron que, para obtener la mayor representatividad individual del personaje, no debía existir fondo alguno que distrajese así la rotunda fisonomía especial del retratado o del autorretratado. Pero, cuando una narración, mítica, legendaria o religiosa, afanaba la directriz de un pintor inspirado, quisiese o no albergar una disyuntiva estética, el resultado iconográfico siempre envolvería dos realidades, la titular y la esporádica. ¿Cuál es la verdad de lo expresado? ¿Representa un sentido jerárquico, ineludible y fundamental, casi esencial, de lo nuclear frente a lo secundario? ¿Pueden existir separadas ambas realidades? El Arte, el pictórico claramente, siempre consideró que expresar una realidad conllevaba, ineludiblemente, la visión determinante o implacable de un paisaje, de un contexto. El Arte, así, relativiza la visión del mundo que deberíamos tener. Por tanto, no hay nunca una realidad solitaria, narrativa, exclusiva, nuclear, definitiva... Los pintores del Renacimiento comenzaron descubriendo muy pronto que la belleza, entendida ésta como la expresión sublime de la verdad, no podía ser nunca subjetiva. Es decir, no podía ser nunca unilateral, fijada tan solo en la representación inequívoca de una realidad solitaria, individual, exclusiva. A diferencia de la escultura, por ejemplo, el Arte pictórico recreará la vida completa casi siempre. Entonces, la belleza en la escultura se independiza del mundo, y destaca así, sobremanera, una visión muy subjetiva de la misma. Es belleza, por supuesto, sublime belleza además, pero nunca alcanzará a manifestar la realidad completa del mundo, esa que tiene a la verdad como una mensajera eterna de universalidad y sentido. Las cosas o elementos del mundo disponen de una concatenación imprescindible para describir la realidad completa del universo. Los pintores lo comprendieron pronto; no era solo belleza accesoria, complementaria o decorativa, era parte esencial de lo concurrido en el sentido iconográfico de lo representado. 

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con  una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico. 

Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.

Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental. 

Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...

(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)




15 de agosto de 2024

El centro del mundo es la representación ritual de un orden sagrado, el Arte, cuya expresión sensible es la creación del hombre.


 

En una noche del mes de julio del año 1216, cuando San Francisco rezaba en su pequeña capilla de Asís por el alma de todos los seres, tuvo entonces el santo italiano una exaltación visionaria muy extraordinaria. Fue una visión única y estremecedora, en donde las figuras de Cristo y María, rodeados de muchos ángeles alados, inspiraría al santo medieval rogar así por una renovación espiritual muy universal. De pedir entonces de rodillas a su Dios la indulgencia para todos los que visitaran el templo de Asís, un lugar que apenas cuatro años antes le fuera entregado a San Francisco en muy malas condiciones arquitectónicas, abandonado en un bosque desolado sobre un monte llamado Subasio en la abrupta región de Umbría. Cuatro años después de esa visión sagrada en Asís, los franciscanos llegaron a la ciudad castellana de Segovia y fundaron un convento en la zona parroquial de San Benito, una estancia muy cercana al patio de las Acacias de Segovia. Este recinto conventual franciscano alcanzaría con los siglos una gran importancia por su extensión, suntuosidad y obras de Arte. En el año 1659 los franciscanos de Segovia le encargaron al pintor sevillano Francisco Caro (1624-1667) una pintura muy especial para su claustro: San Francisco de Asís en la Porciúncula. Como casi todas las obras de Arte encargadas por el clero, en general, éstas eran sufragadas por donantes, personajes importantes de la localidad que pagaban al pintor por su obra y que, habitualmente, el autor los retrataba en el lienzo finalizado. Así se compusieron muchas obras de Arte para la Iglesia, pero esta obra barroca (manierista y hasta renacentista también incluso) tiene una maravilloso concepto estético e iconográfico detrás de su aparente religiosidad. Primeramente, es una compleja composición pictórica de un gran tamaño (273 x 330 cm) que representará diferentes espacios, decoraciones, tiempos y sentido histórico. Como buen alumno del pintor granadino Alonso Cano, pero también como seguidor entusiasta de su paisano Francisco Herrera el Mozo, Caro consigue expresar aquí una exaltación estética prodigiosa con su particular visión de San Francisco. 

Dispone de características estéticas especiales la obra barroca: los ángeles renacentistas y barrocos, los manieristas trazos de las figuras de Cristo y de San Francisco, las oblicuas líneas de las baldosas renacentistas, paralelas a los cuadros añadidos en la propia obra artística, tan peculiarmente dibujados además, de los retratos de las figuras de los personajes donantes (Antonio Contreras y su esposa María Amezquita), ya que lo normal era pintar a los donantes incluidos dentro de la iconografía del cuadro, incorporados a la temática de la obra. Pero aquí no es así, aquí los donantes están, además de separados, compuestos en dos retratos de dos cuadros añadidos al lienzo, algo muy extraordinario. Así que, por lo tanto, son tres escenarios iconográficos: el suelo contemporáneo al pintor con los dos retratos contemporáneos, el santo aislado y arrodillado en su capilla franciscana, y, por último, el sagrado celestial lugar divino. Y, por consiguiente, tres tiempos además: el antiguo sagrado, el medieval y el moderno. Y el pintor compone los tres tiempos tan separados como unidos en la genial obra. Y esta unión virtual serán aquí los ángeles, el material espiritual que envuelve así los tres tiempos y los tres escenarios. Aunque, realmente, solo interactúan los ángeles con el terrenal secular mundo profano, quienes verdaderamente necesitarán de su influjo sagrado, ya que el santo y la divinidad no lo requieren, lo ofrecen (como el Arte...). La iconografía llevada a cabo por este desconocido pintor sevillano, cuyo padre, Francisco López Caro, estudió en Sevilla con Velázquez en la escuela de Pacheco, dispone de una especial representación con ciertos tintes antropológicos para aquel que lo quiera ver. Asís, por ejemplo, en esa capilla franciscana tan universal y poderosa, como la propia figura de su santo, representa ahora un lugar en el mundo, un centro sagrado especial en el mundo. Y aquí, en la obra barroca de Caro, se consagraba además la celebración del jubileo de la Porciúncula, una indulgencia divina, un perdón especial, un agradecimiento universal motivado por San Francisco en su capilla fundacional aquella noche de julio. Por otro lado, tenemos en la obra la antigüedad representada por la divinidad sagrada, que expresará un inicio, un advenimiento de algo que justificaría la historia o el principio de ésta. Y luego estarán los hombres, los seres humanos a los que irá dirigida, tiempo después, esa historia. Según el filósofo rumano Mircea Eliade, la historia tiene una representación especial en el rito, en lo sagrado, pero también en lo profano, expresada básicamente entre la antigüedad y la modernidad. En resumen, nos viene a decir el filósofo rumano que los eventos sagrados, míticos, ocurridos una vez, después de ocurrir no tendrían ya ningún valor o realidad. Si la esencia de lo sagrado solo se basa entonces en su primera aparición, toda aparición posterior debería ser en realidad la primera aparición. Por lo tanto, la imitación de un evento mítico es, en efecto, el propio evento mítico que está ocurriendo nuevamente. El filósofo rumano nos sigue diciendo que el mito y el ritual (el Arte) son vehículos de un eterno retorno al tiempo de los orígenes.

Un gesto no es real -continúa Eliade- porque repita una acción efectuada en la época inicial, en la mítica, sino porque adquiere un sentido en el ritual que lo entrega así por medio de una función sagrada (artística...). Esto mismo sucede en el escenario geográfico, particularmente en la ubicación de los templos: porque éstos también se relacionan con un lugar sagrado, con un modelo celeste que es anterior a ellos. Toda vida humana no repite entonces un acto primordial, del mismo modo que no todos los lugares poseen un modelo celeste. Y esto no es así por nada, sino porque estarán fuera del cosmos y pertenecerán al caos... En este sentido no tienen existencia real, puesto que el caos precede siempre a la creación. Sin embargo, un lugar se puede volver sagrado cuando se realizan ritos que repiten, simbólicamente, el acto de la creación. Porque ésta, la creación, ocurre siempre en el lugar donde se encuentran lo celeste (la inspiración) con lo terrenal, es decir, en el centro del mundo...  Así, toda creación humana (el Arte) que se relaciona además con una cosmogonía se vuelve por su parte un centro, ya que repite la creación. Con respecto al paso del tiempo un momento significativo es, por ejemplo, la celebración del año nuevo. El filosofo Eliade nos dice que en todas partes del mundo existe una concepción del fin y del comienzo de algo (del tiempo). Es similar a aquel paso del caos al cosmos. O sea, de la creación. Todo aquello que ha ocurrido antes de esta nueva creación se destruye ahora, desaparecerá para siempre (los pecados se anularán, el sentido de algo cambiará). El ser humano, continúa el filósofo, debe regenerarse en el tiempo mítico, o sagrado, y para esto efectuará ritos (Arte). En la medida en que estos ritos repiten una cosmogonía (una estética, una iconografía), cada nuevo rito es una nueva creación en sí. Los ritos (el Arte) permitirán al hombre abolir el tiempo; indican, por tanto, una intención antihistórica. Por consiguiente la historia lineal (no la cíclica), tal como la modernidad nos la habría hecho entender, acabaría por llegar a cuestionar la historia misma:  si es o no es una falacia y una degeneración. Lo sagrado (lo artístico) históricamente habría participado de la concepción de las dos, de la lineal y de la cíclica. Pero, a partir de finales del siglo XVII (después de la composición de esta obra de Caro), el linealismo histórico se afirmaría decididamente, sobre todo a partir del siglo de las luces. Para entonces, para ese momento histórico tan desconsagrado, el sentido de lo creado frente al caos simbólico habría cambiado ya total y definitivamente. 

(Óleo sobre lienzo, San Francisco de Asís en la Porciúncula, con los donantes Antonio Contreras y María Amezquita, 1659, del pintor barroco español Francisco Caro; Museo del Prado, Madrid.)


23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)


4 de abril de 2022

Una alegoría trágica poética en el Arte es el instante preciso entre desesperación y esperanza.


 

El instante que más acerca la desesperación a la esperanza es siempre fijado en la Pintura. Es este el momento cercano al final que aún no ha llegado a consumarse. En el Arte pictórico no hay secuencia, no hay movimiento, por tanto no hay consumación de lo representado. Para elegir el instante sublime los pintores entonces deciden la mirada más salvífica de un futuro invisible, pero, sin embargo, prometedor. El futuro no existe realmente en el Arte, no se expresa más que por la intuición de lo que prosigue sin verse, de lo que queremos decidir que sea lo siguiente en el tiempo. Para la leyenda de Orfeo y Eurídice el Arte había compuesto diferentes escenas donde se representaba el trágico destino de ella. Porque fue Eurídice quien desfallece en el trance definitivo. Orfeo la sobrevive, aunque ahora, para él, la vida no tiene ya mucho sentido. Para Orfeo la esperanza fue hallarla después en el Hades, y conducirla luego afuera, a la vida, junto a él, para siempre. Por eso el pintor Corot, un romántico que acabaría comprendiendo que la realidad es mejor para impresionar un instante sagrado, acabaría por decidir pintar una obra sobre el mito con la única forma que, para él, podría expresarse: caminando los dos juntos hacia la salida del infierno.  Para esta composición ideó un bosque tenebroso donde el final no se ve ni se presiente. A pesar de la desesperada indiferente actitud de ella, propia de la morbidad de su estado preexistente, Orfeo camina decidido, totalmente esperanzado ahora en conseguirlo. Es por ello que vemos aquí enfrentados, sin verlo, la desesperación y la esperanza. Porque ni una ni la otra existen en verdad. Para Orfeo no es esperanza propiamente, es seguridad, autoconfianza, decisión. Para Eurídice, a cambio, es abandono, es  seguimiento, es la inercia de lo que, sin emoción, camina hacia lo indeterminado. 

Así fue como Corot reflejó el instante donde nada es expresado realmente, salvo un avance decidido hacia la esperanza. Es una muestra clara más de su indeterminación artística, ya que el pintor no se decidió ni por el Romanticismo ni por el Realismo en su vida. Su genialidad fue expresar ambas tendencias unidas con la ayuda de un Impresionismo útil. Por esto no vemos emoción grata por ningún lado, pero, tampoco veremos crudeza, ni desgarramiento, ni dolor. Hay languidez y decisión, hay esperanza y una sutil forma de desesperación. Para los conocedores del mito de Orfeo lo que vemos es el compromiso del deseo, del anhelo de algo que, sin embargo, nunca se consiguió finalmente. Para los desconocedores del mito es solo la huida de dos amantes hacia su felicidad. Orfeo es pintado por Corot con los atributos de su genio artístico, también con las muestras de su determinación, portando en su mano izquierda el instrumento de su salvación. Es su poder, su capacidad artística, su esperanza para crear melodías que calman a las fuerzas malévolas del mundo. Con su otra mano sostiene y dirige una Eurídice sin voluntad. Ella no tiene nada más que a sí misma, ni siquiera eso. No tiene nada, ni vida. Como la desesperanza. El pintor no desea expresar esto exactamente, pero tampoco se niega. En su obra de Arte representa las dos facetas tan opuestas, la esperada y la desesperada. Sin embargo, el pintor no alcanza a emocionar, pero tampoco a dramatizar. ¿Qué hay a la derecha de Orfeo, frente a él, pasando esos árboles oscuros? ¿Es la salida? ¿Es la vida? ¿Es el final? El pintor no compone nada de eso. Salvo el deseo, nada veremos, solo una determinada decisión. 

La esperanza es una forma de desesperación. Lo es además por ser tan controlada como indecisa. Es la impresión que Corot nos hace ver de su personaje, que camina portando su lira pero llevando a rastras el reflejo de una indecisión. Sin embargo, ese control aparente conlleva una justificación y una promesa, ya que pueden salir del Hades si cumplen las condiciones que se le han impuesto: no mirar nunca atrás. Pero él no pudo controlar, ni saber, el deseo de Eurídice de no querer cumplirlo. Por eso ella es compuesta con la morbidez de su incapacidad volitiva. No había que mirar atrás, pero ella no lo cumple y, poco antes de salir, dirige su mirada hacia el abismo. Ella, para Orfeo, es lo indeterminado, lo que no se puede prever porque no se conoce y, por tanto, no se puede controlar. La esperanza entonces se transforma imperceptiblemente, algo que no veremos en el Arte. Para el Arte la desesperación no es representable nunca. Pero, a cambio, sí lo es la combinación de ambos estados, la desesperación y la esperanza. Con ellos dos el sentido estético de un hecho incierto alcanza ese lugar genial que todo Arte persigue. Siempre que veamos esta obra de Corot recordaremos que hay un lugar para la esperanza. A pesar del mito, a pesar de que sabemos lo que, finamente, sucedió en el mito. Pero esto da igual porque no lo veremos, no veremos nada de eso. Sólo el deseo racional de Orfeo por querer conseguir, por querer alcanzar, con su determinación solitaria, el camino final hacia la esperanza.

(Óleo Orfeo conduce a Eurídice fuera de los infiernos, 1861, del pintor Corot, Museo de Finas Artes de Houston.)

2 de abril de 2022

La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.

 



Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente. 

El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces?  Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico. 

Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.

(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)


27 de marzo de 2022

La Belleza fue representada como una forma de ocultación de lo sangriento o de lo terrible.


 

Fue la manera en que el Arte trataría de ocultar siempre lo hiriente, lo repugnante, lo desgarrado, lo sangriento o lo desmerecedor. Comenzaría con los versos para describir la vida, la lucha, la muerte o la derrota, y lo haría con el ritmo preciso, la sutileza aguda o la significación armoniosa de un equilibrio brillante. Así el poeta Virgilio escribiría su leyenda más famosa, La Eneida, donde glosaría la gesta de Roma desde sus inicios. Todo empezó con la caída de Troya, cuando esta ciudad fue destruida por los griegos para siempre. Pero su valentía, su ardorosa forma de ser derrotada, su honor ante la adversidad, su lucha imposible y su energía sería prolongada con el legado de uno de sus descendientes, Eneas. Huye éste de Troya con su padre hacia la vida, hacia el oeste, hacia su gloria más allá del Helesponto. Para que el sentido germinador de una nación poderosa tuviera el reconocimiento necesario, sus raíces no podrían ser vulgares dinastías cuarteleras o palaciegas, tendrían que ser divinas. Por eso el poeta romano imagina que Eneas es hijo de un griego asentado en Troya, Anquises, que había sido además amante de la diosa Venus. Podía ser así un nuevo Perseo, o un Aquiles, o un Hércules, sería un hijo de los dioses, un semidiós elogioso al cual erigir como fuente y pedestal de un pueblo poderoso. Eneas se convertiría en el héroe germinador de Roma, y sus luchas, aciertos y desatinos terminarían siempre con la victoria, el orgullo, la fuerza o el poder de un imperio. Pero luego de las palabras y los versos llegaron las imágenes del Arte. Debían hacer lo mismo: glosar la gesta, los avatares, las luchas, las ofensas o las adversidades de los pueblos, y hacerlo además con la misma armonía y belleza. Describiendo los sucesos con verosimilitud de lo acaecido, pero mostrando solo el momento anterior a lo más grotesco, a lo más sangriento o a lo más terriblemente molesto. La verdad es que los versos podían describir mejor con palabras lo que las imágenes sólo podían hacer con sutilidad, ocultación o anticipación. Por esto el Arte de la Belleza consiguió en la pintura llegar a una sofisticación extraordinaria de gran sutileza.

En el año 1688 el pintor napolitano Luca Giordano compuso su obra Turno vencido por Eneas. Como artista protegido y admirado por Carlos II de España, sus obras acabarían en las colecciones reales. Ese fue el caso de esta obra que acabaría inventariada en las colecciones reales que terminaron por componer el Museo del Prado. La creación de Giordano es la representación del Barroco más épico y legendario. Ante las posibles expresiones artísticas los creadores del Barroco debían elegir la más virtuosa, mostrar grandeza, valor y triunfo, pero, también la caída, la ofensa, la maldición o la defenestración más terrible. Sin embargo, ambas cosas debían ser tratadas con el mejor momento elegido para representarlas. No sólo el momento también la grandeza que pudiera expresar la Belleza, ocultando todo aquello que la venciera o que la hiciera incluso una falsa admonición ante lo ignominioso de un mundo transformado por la herida sangrienta. La obra de Luca Giordano compone el momento, ni antes ni después, donde Eneas vence a su adversario Turno. Pero esa victoria la vemos ahora por estar Turno caído y Eneas sobre él con actitud de vencedor insigne. No vemos el apuñalamiento de Eneas a su enemigo, algo que en principio no iba a suceder. Cuenta la leyenda que cuando Eneas reconoció al asesino de su amigo Palante, entonces lo hirió de muerte. Porque la leyenda contaba que Eneas quiso, al llegar a Italia, aliarse con los que querían hacer grande su tierra. Lucharía junto al rey Latino y junto a los arcadios, un pueblo aliado, cuyo general, Palante, acabaría siendo amigo de Eneas y muerto por la espada de Turno. Tal virtuosidad había tenido Eneas en Italia, que el rey Latino le ofreció a su hija Lavinia como esposa. Pero la adversidad tiene ahora el nombre de Turno, regente de los rútulos, un pequeño reino, que pretendía dominar toda Italia y también a Lavinia, para conseguir así el favor y apoyo de Latino. Sin embargo, Latino había preferido la alianza con Eneas. 

Así surgió la lucha, el enfrentamiento y el terrible desenlace tan cruento. Porque en él hay heridas, desgarramiento, sangre, dolor y muerte.  En el Arte es fundamental elegir los personajes bien para mostrar lo que, sin palabras, solo se puede expresar con imágenes. Porque hay que honrar pero también defenestrar en la misma escena elegida. Hay que representar la virtud por un lado y la maldición por otro. Por eso el pintor sitúa a la diosa Venus encima mismo de la figura del héroe. Es su hijo ahora quien, como vencedor, está mostrando su grandeza, heroicidad y victoria. Pero también es Venus la Belleza, y la representa el pintor para expresión de que los avatares desastrosos pueden justificarla estéticamente. La maldición, por otro lado, está ahora abatida en el suelo, desarmada y vencida para siempre. El Arte debía además armonizar equilibradamente las diferentes partes enfrentadas, es una sagrada obligación del Arte frente, por ejemplo, a no poder utilizar palabras con belleza. La maldición abatida debía también disponer de su alarde de Belleza. Estamos en el Barroco, un estilo que expresaba la leyenda con los rigores de verdad y belleza. La defenestración y muerte de Turno fue presentida por su hermana Juturna al saber que se enfrentaría con Eneas. No pudo soportar la suerte de Turno y se arañó la cara con sus uñas produciendo unas heridas deleznables en su belleza. El pintor la sitúa encima de la figura postrada de su hermano. La vemos con su belleza y huir al observar las alas desplegadas de un búho, enviado por Júpiter, en señal de muerte inapelable. Pero el pintor no podía mostrar los desgarros sangrientos de las heridas en su cara, algo que dejaría lastrada la Belleza. ¿Cómo lo hizo el pintor? Ocultando su rostro con un lienzo que solo dejaría expresar la hermosa plenitud de su belleza inmortal, no oculta ni atormentada ya por el horror, la crueldad, el desgarro o la perfidia.

(Óleo Turno vencido por Eneas, 1688, del pintor barroco Luca Giordano, Museo del Prado.)

12 de marzo de 2022

El padre del tiempo fue en el Arte la terrible alegoría de una vida que finaliza, desesperada, sangrienta, cruelmente.



¿Es el fin de la vida lo verdaderamente más terrible en el mundo? El sentido de la finitud de la vida fue representado en el Arte con la figura del tiempo inapelable. La mitología lo personificó en Cronos, o Saturno, el dios temible que acabaría con sus propios hijos, devorándolos. Era representado como un anciano semidesnudo con barba que portaba un reloj de arena; pero también, en los más trágicos momentos, llevando una guadaña ensangrentada como un sentido inequívoco de asimilación del tiempo a la muerte. A comienzos del siglo XX el pintor español Ulpiano Fernández-Checa (1860-1916), un posromántico modernista, crearía su obra El padre del Tiempo. Su apasionada vocación a pintar caballos galopando le llevó a componer el tiempo como un jinete desbocado, simbolizando su veloz paso inevitable sobre la tierra. Sin embargo, en su obra la representación del tiempo no fue una alegoría más del paso de la vida, sino que el tiempo, el padre del tiempo, cabalgaba ahora atroz sobre las ruinas de un mundo arrasado vilmente por la guadaña ensangrentada que blandía. La obra de Fernández-Checa incluía una variación tendenciosa sobre una crueldad añadida a la finalidad del tiempo o la vida, de hecho, en algunas reseñas, era sustituido su título por Un jinete del Apocalipsis...   Pero, para el pintor no fue un apocalipsis catastrófico lo que trataría de representar, sino la terrible verdad del final ensangrentado de la vida, en este caso la propia vida humana. Pero, sin embargo, la vida del ser humano no siempre terminará ensangrentada. El dios del tiempo no fue representado en la historia del Arte con la fiereza con la que aquí se mostraba. Había algo más que el pintor quiso reflejar. La mitología mostraba a Cronos destruyendo también a sus hijos, como Rubens o Goya lo habían pintado, pero aquí, en esta obra postromántica, ¿que sentido tenía ahora ese alarde tan destructor? 

Fue una premonición de la cruel y despiadada forma del paso del tiempo, no representando sólo su dolor en la finalización de la vida, sino en algo muchísimo más cruel. Porque ahora el tiempo recorría, con una inercia desenfrenada, el camino más oscuro de una desolada finalización vilmente ensangrentada. El mundo tenía su tiempo acordado en la metáfora del paso inexorable de la vida por el universo, de la inevitable transformación cósmica de las cosas que afectaban a la vida, pero el pintor español no quiso expresar sólo esa metáfora final tan natural del mundo y la vida. Hay además en su obra de Arte una metáfora de la crueldad, una que su fugacidad llevará consigo indiscriminadamente. Esa indiscriminada forma de crueldad era una que no estaría asociada a la finalización natural de la propia vida. Obedecía a una terrible cosa que el ser humano lleva dentro de sí en su despiadada manera de sustituir la labor de un dios, sea el que sea que haya creado el universo, por la cruel decisión humana tan infame de acabar con la vida de sus semejantes.  No hay una determinación cósmica ni un acabamiento concertado del mundo donde los ciclos universales obliguen a terminar así lo que fuese iniciado antes. No, ahora lo que representaba el pintor era otra cosa. Una sangrienta causa que lo haría posible en este mundo: el egoísta sentido doloso del propio ser humano. Así que el dios del tiempo acabaría simbolizando la crueldad más terrible de una vil determinación final. ¿Algo inevitable? Porque éste no era el sentido universal de un cosmos cíclico. Era una finalidad terrible dirigida por el propio hombre, por su arbitrariedad infame, esa que lleva a convertirle en hijo modelo y ejemplar del dios temible del paso del tiempo.

Ante la vida que sobrelleva el tiempo inevitable y su finalización previsible, el ser humano sufre otra terminación imprevisible consecuencia de su naturaleza maliciosa. ¿Qué hacer, entonces, para sojuzgarla? ¿Qué metáfora usar para conseguir representar una forma de finalización que no sea la asesina actitud de los seres humanos? El pintor posromántico lo hizo con la alejada alegoría del dios del tiempo obsesionado por terminar la vida en un mundo misterioso. El dios Cronos pasa sobre la tierra despojando la vida sin ver a quien la siega. El caballo que lo dirige avanza con la desenfrenada pasión que el propio dios imprimirá en su ánimo. No hay esperanza, no hay espera, no hay tregua. Es la única forma de llevar una realidad cósmica incognoscible a la vida y al mundo. ¿No bastará que los humanos tengan solo que esperar el momento que llevamos escrito? No basta. El ser humano lo decide así, con atrevimiento desenfrenado de ambición despiadada y maligna. ¿Hay algo peor que el paso del tiempo inexorable? Sí. En los desolados momentos de la vida que algunos seres sufren ante la guadaña de otros, los pérfidos asesinos del tiempo, está la peor de las defenestraciones que el mundo y la vida soportan de una finalización incomprensible. No hay justificación, no hay perdón, no hay cabida en la historia de la humanidad para una actitud tan infame. ¿Cómo no entender que la vida encierra ya una desolación para sobrellevarla? No basta. Y seguirán recorriendo la tierra los seres despiadados con su cabalgadura veloz, portando la afilada cuchilla ensangrentada de la muerte.

(Óleo El padre del Tiempo, 1900, del pintor posromántico Ulpiano Fernández-Checa, Colección Privada.)

15 de enero de 2022

La arbitrariedad de las elecciones, de la libertad, del determinismo, o de cualquier otro destino desconocido de los seres.


 

El secreto fascinante de la imagen artística deriva del hecho sutil de que ignoramos qué es, exactamente, lo que representa una iconografía. Hemos de acudir al título de la obra y, entonces, así, comprender, en parte, el sentido emotivo que habríamos percibido antes. Separamos entonces, por lo tanto, dos cosas, la sensación estética primaria, emotiva y placentera, fundamentalmente plástica, física o de belleza visual, de la percepción intuitiva que su imagen representa de su propia realidad, sea legendaria o histórica. Esas dos cosas van unidas en el Arte. En el Arte que pretende aleccionar o gratificar siempre con sus muestras extraordinarias de un cierto embeleso místico... Ya que entonces, ¿qué si no es la fuerza intangible que nos llevará a valorar una representación estética que nada esconde y todo lo guarda, como es el Arte desgarrado e inspirado de la estética vital más humanística? En las profundidades del pensamiento filosófico de siglos se habría debatido ya una de las polémicas existenciales más enfrentada por su fuerte oposición. ¿Somos libres verdaderamente los seres humanos o estaremos determinados en nuestras acciones, en nuestro desarrollo o en nuestro destino vital por otra cosa?  Es complejo el dilema ya que la libertad es un hecho contrastado: se es o no se es libre, esto es algo constatable. Cuando se es libre el ejercicio de la vida nos lleva por caminos que decidimos, por elecciones que tomamos o por acciones que seguimos de nuestra propia voluntad libre. Por tanto, la decisión al falso dilema está muy clara. Existe la libertad y el ser humano puede ejercerla libremente. Y al mismo tiempo es un falso dilema porque tampoco podremos negar lo contrario... No podemos, aunque seamos libres para no hacerlo. Esta es la difícil cuestión que la polémica o dualidad del desarrollo de la vida tiene realmente. Hay una libertad posible, cercana, limitada, cierta, pero, sin embargo, existe también una infinidad de motivos para poder condicionarla o trastocarla completamente. Lo cual nos llevará al principio, ¿podemos libremente decidir o estaremos determinados por algo ajeno a nuestra voluntad? 

Los grandes relatos mitológicos griegos fueron la fuente cultural que permitieron a los europeos comprender la vida, sus misterios, sus valores, su estética y su ética, en este mundo. La Odisea de Homero permitió situar el destino de un hombre en perspectiva por primera vez. O uno de los primeros, ya que también los babilonios tuvieron un héroe encantado, meditabundo y confundido en su Epopeya de Gilgamesh. El de un hombre no el de un dios, o un santo o un místico, o un gran rey o un extraordinario semidiós. Simplemente un héroe limitado por sus debilidades humanas, por su única capacidad humana limitada, aunque a veces ésta estuviese inspirada por la inteligente fuerza de la superación más heroica. Porque Ulises es un personaje con el cual podemos identificarnos, a pesar de las hazañas que, a veces, realizará propias de un gran héroe estimado. Esta es una de las características aleccionadoras que podemos señalar del relato homérico: la humanidad del héroe, su cercana vulnerabilidad humana. En sus decisiones, sin embargo, es implacable con las terribles fuerzas contrarias que, a cada paso de su viaje, le salen azarosas para impedirle proseguir o avanzar sin menoscabo. Hay una capacidad que no dejará de poseer el héroe: su libertad de elección, su sagaz independencia ante los terroríficos condicionamientos que se le presentan en su camino. Ejerce su voluntad y prosigue su viaje, desea hacerlo así, porque éste es su propio destino elegido libremente. Sin embargo, hay un capítulo del relato griego que hará enfrentar la voluntad inicial de Ulises con otra voluntad diferente, con otra situación extraña que el personaje no puede controlar, o no sabe, o no entiende. Cercano ya al recorrido final de su destino fijado inicialmente, la embarcación del héroe arribará a las costas de una isla desconocida. En ella podrán descansar ya Ulises y sus hombres de una terrible tormenta marina. Es una salvación y, a la vez, una maldición del destino. Porque en el reino de esa isla misteriosa gobierna Calipso, una hermosa, decidida y amable mujer. Es recibido Ulises con la mayor de las bondades y remesas gratificadoras. Se recuperan de las fuerzas perdidas, descansarán de los vientos, de las monstruosidades o de las calumnias que su odisea azarosa les habría hecho padecer por los temerarios lugares por donde habrían navegado. Ahora están a salvo, y, además, en un paraíso, en un lugar afortunado donde la vida y las satisfacciones de la vida se les ofrecen sin limitaciones, sin malicia o sin deletéreas intenciones oprobiosas. 

En ese idílico lugar se llevaría Ulises muchos años ofrendado así por el amor incondicional de Calipso, ya enamorada para siempre del héroe griego. Porque además su necesidad de salvación fue extraordinaria, tanta como el sufrimiento que llevara acumulado poco antes de arribar en la anhelada isla de Ogigia. Eso y la actitud generosa, amorosa y venerable de Calipso llevaría al personaje decidido a enfrentarse, por primera vez, con su destino, con su íntima libertad poderosa. No le falta de nada ahora en su vida. Después de muchos años de alejamiento de su reino, podría decirse que aquella decisión inicial tan ineludible que albergara su voluntad de regresar a su isla de Ítaca, a su reino, a su familia, a su abnegada Penélope, habría sucumbido ante la fuerza contraria, novedosa y alternativa, que supondría el nuevo medio ambiente vital que disfrutaba ahora, ya tan acogedor y satisfactorio. No se acierta a especificar en el relato el tiempo que Ulises pasó en la idílica isla de Ogigia con Calipso. Tan solo que fue mucho tiempo, tanto que no alcanzará el propio personaje a comprenderlo siquiera. ¿Qué habría pasado con su decisión? El tiempo y la bondad, el amor y el cansancio, habían condicionado todo ya, lo habrían transformado todo haciendo ahora una nueva realidad del todo maravillosa. Hay un olvido y, a la vez, por tanto, ya no hay una esperanza... Porque está en su paraíso, es éste, el que vive ahora y que le ofrece todo lo que necesita. Pero, sin embargo, Ulises no acabará por identificarse con esa nueva situación, o con esa nueva decisión, o con esa nueva actitud en su vida. ¿Esa nueva libertad? El caso es que presiente que no es él mismo o que no es su libre voluntad lo que le mantiene, sereno y feliz, sin embargo, en ese destino sobrevenido tan maravilloso. No tiene nada que reprochar a Calipso, ni a su reino, ni a su nueva vida placentera. Es más, no desea hacer nada, no lo deseó durante los muchos años que estuvo disfrutando de su vida allí. Pero, a pesar de todo eso, siente que algo no va bien, algo que es incapaz de saber qué es, o de entender qué es lo que siquiera pudiera llegar a pensar sobre ello. Aun así, un día, decide de pronto abandonarlo todo, la isla de Ogigia y a Calipso, y dirigirse, con su barco, a su inicial destino interrumpido. ¿Qué le habría hecho tomar esa otra decisión? El poeta griego Homero escribe que es la diosa Atenea, su mentora divina, quien no puede dejar que Ulises no cumpla con su determinado destino. La libertad del héroe homérico fue parcial entonces, fue condicionada, fue relativa. Al final, sólo una misteriosa y enigmática causa, del todo incomprensible para el ser humano, llevaría al protagonista de La Odisea a desvirtuar cualquier elección verdaderamente libre, a abandonar una vida satisfactoria por otra cosa, tal vez satisfactoria o no, pero, finalmente, a abandonarla sin ejercer él mismo, realmente, ninguna autonomía en su decisión personal más definitiva.  

(Óleo Calipso, 1852, del pintor neoclásico-romántico francés Henri Lehmann, Colección Privada.)


16 de octubre de 2021

La Representación, la Idea, la Creación estética, es lo único que nos diferencia de la nada, de la desolación, de la miseria.




 Desgranando la biografía humana individual de los seres que han habitado el mundo desde sus orígenes, se descubre habitualmente la inanidad más desoladora de una vida anónima. El sentido de todo se desvanece entonces, y la sensación de los que, todavía, mantenemos un atisbo de cierta conciencia universal comparece ante la insatisfactoria interrogación de lo permanente, de lo verdadero, de lo poderoso o de lo justificador. Partiendo de una existencia autoconsciente como es la humana el sentido del mundo se enfrenta ante el concepto de pasado, presente y porvenir. Es decir, que el tiempo es el concepto inventado por el ser humano más acorde para llegar a entender el ejercicio de la conciencia. La invalidez de lo poseído alguna vez se manifiesta claramente en el devenir azaroso del tiempo ineludible. ¿Cómo mantener algo que se desvanece imperceptiblemente cada vez que nos detenemos a considerarlo? El filósofo alemán Schopenhauer describiría el mundo con dos grandes y abstractos conceptos: la representación y la voluntad. Y así es. Se podrían corresponder con la energía (voluntad) y la creación (representación) universales. Son las únicas dos cosas, si lo pensamos bien, que existen en el mundo para poder llegar a entenderlo. Una, la voluntad, nos mantiene vivos, nos hace prosperar o descarrilar a veces; otra, la representación, nos justifica las cosas de la vida, nos hace identificarlas, nombrarlas, padecerlas o elogiarlas. Desde que Caín considerara que su voluntad era superior a la voluntad de otro hombre, el ser humano ha desarrollado una historia de evolución y de miseria. Por tanto, la voluntad, un ejercicio personal y universal (son dos versiones de una misma o parecida fuerza) de naturaleza desconocida, nos ha hecho existir ajustados a leyes o exigencias que anulan, en la mayoría de los casos, la conciencia personal de un sentido universal de todo lo existente. ¿Cómo descubriría el ser humano la forma de conciliar ambos elementos tan determinantes, la voluntad y el sentido abstracto universal?

La mitología fue la primera agrupación de conceptos abstractos que el ser humano utilizó para tratar de definir o describir un sentido con el mundo y del mundo. Esos conceptos abstractos eran ideas, invenciones del pensamiento que relacionaban cosas diferentes aportándoles algún sentido distinto. Eran representaciones, es decir, muestras físicas de algo que sólo, o la mayor parte de las veces, se encontraban en la mente humana, en el pensamiento más inspirador. Este pensamiento inspirador surgía, casi siempre, de una vaga sensación de malestar. Cuando el ser humano desarrolla un bienestar prolongado es, sin embargo, la voluntad la que prosperará frente a la representación. Una voluntad sin conciencia, determinada así por los sentidos satisfechos que, sólo, desean más y más satisfacción. No tiene sentido, entonces, descubrir la idea oculta bajo la máscara de una existencia imprevisible. Las ideas que están asociadas a la representación abstracta no son prácticas, no hacen cosas, ni siquiera la vida la hace mejor. Estas ideas representativas afectan a la conciencia más íntima, trascendente o justificativa de lo que pueda llegar a ser una conciencia poderosa. Con ellas los seres humanos describieron el concepto de belleza. No era la belleza algo afectado por la satisfacción, sino por el placer. Hay una importante diferencia entre una cosa y la otra. La satisfacción exige un aporte de cosas para llenar un cierto vacío; el placer sólo necesita su objeto de adoración, sea éste el que sea; aunque, en este caso, para la representación o idea (abstracta o no) de belleza el sentido placentero tiene que tener un componente de continuidad, que no culminaría sino cuando el objeto de placer es desestimado. Desestimado no es aquí lo mismo que rechazado, sino más bien entendido como que dejaría de ser el centro de atención o de contemplación manifiesta. Para ese momento de placer representativo (estético) el ser ha sido incrementado en su conocimiento con una impronta intuitiva que le permitirá sostener las algaradas desestabilizadoras que la voluntad asesina de sentimientos placenteros tenga a bien considerar desde sus maléficos momentos azarosos.

Para los pintores del siglo barroco la representación de sus obras debían considerar expresar ideas, grandes ideas a veces, que llevaran en sí la fórmula imperecedera de un adagio, de una metáfora o de un aforismo universal. Esa enseñanza estética, es decir, esa muestra de algo que, a la vez, representa una belleza y un conocimiento, tendría para los pintores barrocos un prodigio exitoso de consideración y justificación artística y antropológica incluso. Alessandro Turchi fue un pintor veronés que llegaría a presidir la reconocida Academia de San Lucas de Roma. Creada esa Academia para ennoblecer aún más la profesión de pintor, elegirían el nombre del evangelista Lucas por haber sido este santo el primer definidor de un retrato de la Virgen María. ¿Hay mayor abstracción que esa? En el año 1632 el pintor Turchi compuso su grandiosa obra de Arte Baco y Ariadna. El mito de origen griego nos cuenta la leyenda de Ariadna. La que fuese hija del rey Minos tuvo su gran momento de esplendor biográfico en la conocida historia de Teseo y el Minotauro. Enamorada luego del héroe Teseo, se embarcaría con él en el camino vital de su infortunio. La mitología la salvará después, cuando el dios Baco la encuentre, desolada, entre los acantilados desesperados de la isla de Naxos. Esta es la escena que el pintor italiano expresará con belleza extrema en su obra barroca. En ella, Ariadna aparece afligida y abatida ante un Baco que sorprende por su galante postura de belleza masculina acogedora. El dios Baco no se caracterizaba por ser un dios galante o considerado, pero aquí el pintor no lo duda, lo pintará sublime en su decidida manera sorprendente de salvar, admirado, la desafecta belleza de una mujer perdida. Al descubrirla así, sola, renunciada, indiferente y permutada, Baco la transformará pronto en una diosa, la hará así su esposa y la encumbrirá de promesas y adoraciones excelsas. Esta es la representación, la idea primorosa que el mito, el Arte y la creación de ideas estéticas, conseguirán en el abatido mundo desasosegado en que el ser humano se debate sin futuro. Otra vez el tiempo. Porque la leyenda nos contará incluso, maliciosa, cómo Ariadna terminaría también abandonada tiempo después por Baco. Pero esa es la parte que la representación, la idea grandiosa, no estimaría en absoluto para obtener su creación vinculante. Una creación que lo que persigue es mostrarnos el sentido de la vida desde una perspectiva de belleza, de verdad, de placer o de refugio trascendente, ante una inanidad tan engañosa como es el tiempo transcurrido y sus consecuencias insensibles. 

El Arte buscaría en sus inicios grandiosos una representación vigorosa ante la vida vulgar, insulsa y tan anónima de los seres humanos transeúntes. La idea estética debía entonces conformar un pensamiento que permitiese posicionarnos ante el desolado sinsentido del mundo. Así, el Arte obraría el maravilloso prodigio de la conciliación entre voluntad y representación. Entre un poder desmesurado e insistente de vida exultante por un lado, lo que es la voluntad, y un sentido trascendente, alimentador de conciencia y justificador de vida sosegada, inteligente, placentera, equilibrada y argumentada, por otro, lo que es la representación. Pero a veces el Arte no conseguirá conciliar siempre esas dos fuerzas antagónicas o aliteradoras del mundo. Cuando los prerrafaelitas apasionaron con su belleza arcaica los salones británicos de finales del siglo XIX, algunos pintores continuaron utilizando esa tendencia actualizada a los rasgos estéticos del momento. Fue el caso del pintor inglés John Collier, quien en el modernista año 1914 pintaría un retrato de mujer con el semblante iconográfico de las modelos góticas más evanescentes del Prerrafaelismo. En este retrato compuso Collier la belleza tranquila, frágil y casi transparente de la desconocida Angela McInnes. El retrato se encuentra en la Galería Nacional de Victoria en Melbourne. Pero, nada sabemos de quién fue la desconocida Angela McInnes. Sin embargo, el maremágnum de internet a veces aflorará información relevante. Buscando su nombre sorprenderá saber que llegó a ser una novelista que escribiría más de treinta novelas que fueron populares a mediados del siglo XX en Inglaterra. El Arte aquí, en el retrato de Collier, no consigue enseñarnos nada relevante, ninguna idea trascendente ni ninguna representación que inspire así un pensamiento abstracto que lleve a justificar algo trascendente. El Arte aquí sólo nos procurará parte de lo que el sentido representativo persigue a veces: placer, un placer estético. Pero también algo más, no obstante, un triunfo sobre algo que nos condiciona y apelmaza en la vida contingente: el tiempo indeseable. Con ese reflejo poderoso, que sólo el Arte pictórico consigue sutilmente, hemos podido apaciguar una voluntad desaforada por una vida sin medida y sin sentido, y, a la vez, materializar una representación abstracta que, desde los rasgos perfilados de un retrato de belleza, nos unirá al sentido más universal y trascendente de un mundo, sin embargo, desolado e imprevisible.

(Obra del pintor inglés Herbert James Draper, Ariadna, 1905, Colección Privada; Cuadro  Retrato de Angela McInnes, del pintor John Collier, Galería Nacional de Victoria, Melbourne; Óleo Baco y Ariadna, 1632, del pintor Alessandro Turchi, Museo del Hermitage.)