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1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)


1 de diciembre de 2024

El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.







En el Arte pictórico la realidad casi siempre tiende a escindirse, salvo en los retratos oscurecidos del Barroco o del Renacimiento, tan solemnes y tan personales. Tal vez, algunos pintores del Renacimiento y casi todos los del Barroco entendieron que, para obtener la mayor representatividad individual del personaje, no debía existir fondo alguno que distrajese así la rotunda fisonomía especial del retratado o del autorretratado. Pero, cuando una narración, mítica, legendaria o religiosa, afanaba la directriz de un pintor inspirado, quisiese o no albergar una disyuntiva estética, el resultado iconográfico siempre envolvería dos realidades, la titular y la esporádica. ¿Cuál es la verdad de lo expresado? ¿Representa un sentido jerárquico, ineludible y fundamental, casi esencial, de lo nuclear frente a lo secundario? ¿Pueden existir separadas ambas realidades? El Arte, el pictórico claramente, siempre consideró que expresar una realidad conllevaba, ineludiblemente, la visión determinante o implacable de un paisaje, de un contexto. El Arte, así, relativiza la visión del mundo que deberíamos tener. Por tanto, no hay nunca una realidad solitaria, narrativa, exclusiva, nuclear, definitiva... Los pintores del Renacimiento comenzaron descubriendo muy pronto que la belleza, entendida ésta como la expresión sublime de la verdad, no podía ser nunca subjetiva. Es decir, no podía ser nunca unilateral, fijada tan solo en la representación inequívoca de una realidad solitaria, individual, exclusiva. A diferencia de la escultura, por ejemplo, el Arte pictórico recreará la vida completa casi siempre. Entonces, la belleza en la escultura se independiza del mundo, y destaca así, sobremanera, una visión muy subjetiva de la misma. Es belleza, por supuesto, sublime belleza además, pero nunca alcanzará a manifestar la realidad completa del mundo, esa que tiene a la verdad como una mensajera eterna de universalidad y sentido. Las cosas o elementos del mundo disponen de una concatenación imprescindible para describir la realidad completa del universo. Los pintores lo comprendieron pronto; no era solo belleza accesoria, complementaria o decorativa, era parte esencial de lo concurrido en el sentido iconográfico de lo representado. 

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con  una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico. 

Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.

Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental. 

Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...

(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)




27 de octubre de 2024

El Arte es como la Alquimia: sorprendente, bello, desenvuelto, equilibrado, preciso y feliz.



Transformar una cosa en otra, especialmente cuando aquélla es poca cosa, o nada, y ésta es una extraordinaria creación elaborada, sea la que sea, tiene en la Alquimia un sentido preciso de realidad sutil tan poderosa como lo es, decididamente, también el Arte. Son procesos semejantes, son aspiraciones humanas parecidas, cuyos objetivos, aunque tengan divergencias espirituales y materiales, han supuesto a veces o la bendición excelente en ocasiones o la maldición aparente en otras. Filosóficamente, el Arte es una reacción contra el concepto de sujeto. Al igual que la Alquimia... A partir del Renacimiento el hombre, el ser humano, adquiere un perfil principal en el pensamiento moderno. La filosofia, la teología y el derecho situarían al sujeto en el centro del mundo conocido. En su libro Contrapolíticas de la Alquimia, el filósofo Andityas Matos expone su teoría de que la Alquimia siguió entonces por un camino diferente. Dice Matos: A partir de entonces representó uno de los únicos refugios en donde el pensamiento pudo pensarse a sí mismo sin someterse a una autoridad pensante, el sujeto. De hecho en la  Alquimia sería más apropiado hablar de criatura, ya que esta palabra lleva el signo de la transformación.  Como el Arte. Continúa Matos: contra las tristes tecnologías del sujeto la Alquimia piensa un mundo impersonal, infinito, sin bordes, sin separaciones, donde todo se comunica con todo. Como el Arte. Ese proceso transformador que dispone la Alquimia es el mismo que posee el Arte. Ese ámbito de la disertación del discurso del otro, de lo opuesto, de la dicotomía de lo enfrentado, es parte de lo que el Arte ofrece con su belleza. Volviendo a la Alquimia, nos dice el pensador moderno: En los libros alquímicos abundan más las imágenes que las palabras, y esto es así porque aquéllas, más que ejemplificar o ilustrar, dicen.  En el Arte, por ejemplo, la adición de cosas diferentes persigue un resultado único, merecedor así de miradas enloquecidas por encontrar un sentido estético preciso a lo creado. A veces no solo lo consigue sino que lo sublima, llegando a alcanzar una belleza incapaz de ser reconocida sin exceso. Lo que difiere al Arte de la Alquimia es el exceso. Pero éste es tan preciso que su desequilibrio aparente no es percibido sino por el sentido aglutinador que la belleza dispone entonces en un momento de gloria. En el Arte no hay, a diferencia de la Alquimia, un objetivo, un sentido práctico, una adivinación esperando que el sortilegio del mundo rezuma esperanza de mejoramiento. El alejamiento del sujeto, la realidad del otro y su substancia, sin embargo, sí acercarán la Alquimia al Arte. Pero también la sorpresa, la resolución precisa y la fragancia... 

Cuando el pintor Rizi quiso componer su obra Santa Águeda, aquella santa martirizada del siglo III atormentada por el seccionamiento vil de sus pechos, crearía un cuadro preciso donde la escena cruel, sórdida y sangrienta no la veremos sino alejada y empequeñecida en una parte secundaria del lienzo. El resto, la majestuosidad de la gran obra barroca, es ahora la transformación de una representación estética prodigiosa. Porque es una de las pocas obras de Arte clásico donde la belleza del rostro de una mujer ha podido ser conseguida extraordinariamente. La perfección de su rostro es sublime, es única. La mirada, el semblante, el perfil dorado de sus mejillas, el óvalo de su cara perlado es aquí tan excelso, la tonalidad encarnada de sus mejillas es tan auténtica, que esta sorprendente elaboración de un rostro femenino en el Arte no haya podido ser superada no es ahora una afirmación gratuita, es la verdad. Cinco años después, el mismo maravilloso barroco español pintaría una sagrada imagen también arrobada en su semblante, pero esta vez no alcanzaría, sin embargo, la sublime genialidad y belleza perseguida tan precisa. Gestualidad conseguida, erotismo sagrado reconocido, como el barroco español consiguió mejor que ningún otro momento, tendencia o lugar en la historia, pero la obra Magdalena arrepentida de Alonso del Arco no llegará a obtener, como la Alquimia a veces, la bella y equilibrada sorpresa estética de un rostro enaltecido de cierta fuerza poética que, sin embargo, el semblante perfecto de Santa Águeda de Rizi sí conseguirá. Es la sorpresa, el desenvolvimiento, la felicidad... Algo que no siempre se obtiene. El Arte no obliga a tenerlo, puede su plástica versatilidad personal alcanzar la subjetiva valoración de lo artístico sin ello. Entonces lo no especial se convierte en providencial para aquel que lo vea así motivado. Esta transversalidad que tiene el Arte hizo del Arte su evolución peligrosa... Como la Alquimia. Lo diferente producido obtendrá siempre el sentido gratificador del que lo mire agradecido. No hay decisión única. Tampoco consenso. La belleza seguirá mostrando diferentes partes decididas o variados perfiles desenvueltos que conformarán siempre su sentido final. Aun así, nada de lo creado una vez podrá otra volver a superar lo mismo. La belleza no tiene forma de ser repetida ni percibida del mismo modo que lo hiciera antes. Esta particularidad estética, como otras, hace al Arte disponer de una contradicción, la más grande de todas: que lo motivado por un egotismo preciso es lo menos subjetivo y egoísta que existe.

(Óleo barroco Santa Águeda, 1680, Francisco Rizi, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco Magdalena arrepentida, 1685, Alonso del Arco, Museo de Bellas Artes de Asturias, Oviedo.)

28 de septiembre de 2024

La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.

 



Las generaciones humanas sufren su momento, es decir, disponen de las sensaciones que el amor, el dolor, la satisfacción o la pesadumbre del tiempo en que deslumbran instilarán en su alma peregrina. Hay una generación que sufrió especialmente el desvalimiento impreciso del sentido misterioso de una búsqueda inútil. Un poeta perdido entre los siglos, de esa misma generación atribulada, describiría lúcidamente esa sensación ambivalente tan dispersa, tan íntima, tan desconocida, pero histórica e incubadora, que algunos espíritus desenvueltos a veces logran percibir, ávidos, cuando los demás apenas solo verán caer, si acaso, unas hojas marchitas en un suelo resbaladizo por su causa... Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego estas expresivas palabras tan universales:  He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué.... Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales (totémicos), me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia.  A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida.    Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y a Occidente otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto a que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula dolorosa de los argonautas: navegar es preciso, vivir no lo es. 

Pessoa (1888-1935) nació en esa década imposible de la generación maldita que, desorientada por la bruma inconsiderada de la ofuscación inconsistente de sus ancestros, desarrolló las bases de un nuevo siglo igual de maldito e inconsistente. Como él, otros poetas y artistas también lo hicieron. En este caso, justo en el lugar geográfico europeo opuesto a Pessoa, en Rusia. En 1885 nació el poeta malogrado Viktor Jlébnikov; y en 1881 nacía en Moldavia el pintor Mijail Lariónov. Los poetas son, a diferencia de los pintores, quienes más desangran la verdad de lo que viven, porque la tienen que describir más con tiempo que con espacio, y es el tiempo, justamente, lo que significará más en una generación la forma nítida del desamparo. El poeta ruso Jlébnikov se iniciaría en el Simbolismo, pero pronto conocería a los poetas futuristas y en 1908 publicaría un rupturista texto en prosa. Se uniría así a un grupo de artistas modernistas que, con motivo de una exposición en el año 1910, publicarían un folleto ilustrativo claramente hostil al movimiento simbolista, y que anunciaba ya, de alguna forma, el nacimiento del efímero movimiento futurista ruso. Aficionado el poeta a las matemáticas, estaba convencido de que existían leyes matemáticas que determinaban la historia y el destino de los pueblos. Ofuscado por la derrota rusa ante los japoneses de 1905, necesitaba comprender las razones de ese humillante aplastamiento bélico. En 1912 participó con otros en un manifiesto, Bofetada al gusto del público, en donde incluye su poema El Saltamontes: Alado con letras doradas/ en las venas más finas,/ el saltamontes llenaba/ las costeras con muchas hierbas y fes en la parte posterior de su vientre./ "¡Ping, ping, ping!" - Zinziber se sacudió./ ¡Oh, cisne!/ Ay, enciende./  Composición que constituye un ejemplo modernista de la llamada poesía fonética y del lenguaje trasmental ruso záum. El manifiesto atacaba tanto a la literatura del pasado, invitando a arrojar por la borda del barco de la Modernidad a creadores clásicos rusos de la talla de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, como del momento presente por entonces, especialmente los simbolistas. Tiempo después, durante la revolución rusa de 1917, el poeta interpretó la misma como un levantamiento del pueblo en venganza por la opresión, y lo consideró un paso en el camino hacia un gobierno mundial. Al año siguiente viajaría por Rusia en plena guerra civil, acabando su vida en 1922 herido de muerte por una gangrena insensible.

El pintor Lariónov (1881-1964) compuso una serie de lienzos inspirado por ese futurismo ruso, imbuido este movimiento artístico de una independencia irrenunciable hacia los valores plásticos en sí mismos. Reclutado en la Primera Guerra mundial, el cruel y desalmado enfrentamiento europeo truncaría su actividad y marcaría parte de su vida artística posterior. Pero en el año 1910, cuatro años antes incluso de esa terrible contienda mundial, pintaría su autorretrato futurista. En él podemos observar, sin analizar profundamente mucho, al pronto, los rasgos confusos, contrapuestos, oscuros, meditabundos, rebeldes, obtusos, dolidos, de una perdida generación... En el año 1689, cuando el mundo parecía que ya recuperaba la calma pacífica, luego de treinta años de una angustia bélica insufrible tiempo antes, esa misma calma que Europa necesitaba para volver a sentir, por ejemplo, que la luz fuera algo más que un mero mecanismo confuso para poder ver un mundo desmembrado y difuso, el pintor holandés Meindert Hobbema (1638-1709) compuso su obra La avenida de Middleharnis. ¿No parece una obra actual o contemporánea de otros momentos históricos más adelantados en el tiempo que aquel barroco tan desubicado entre dos siglos racionalistas? La obra de Hobbema es sorprendentemente exquisita. Qué intemporalidad, qué placidez, qué serenidad, qué sencillez, qué genialidad... Es un mundo que no concilia ni con lo que nos dice Pessoa, ni con lo que los futuristas idearon enfrentando una realidad con otra. Es el año 1689 el momento de esta composición barroca, pero también donde habitaron aquellos ancestros de los ancestros afortunados que Pessoa añoraba en su escrito. ¿Lo fueron? Porque ellos habían sufrido también enfrentamientos, guerras, enfermedades, desolación y muerte. Pero, sin embargo, habían resguardado una cosa: la esperanza. En esta obra de Hobbema se ve por todas partes: en la profundidad con sentido de un paisaje natural y civilizado, en su perspectiva definida y limitada por las trazas de un lienzo preciso, en las nubes no errabundas de un cielo infinito, pero acogedor, en los árboles aislados pero juntos de un sendero seguro, en el orden conjugado con la libertad natural de un lugar armonioso y tranquilo, en la impresión retenida y abierta de un sosiego sin misterios, o de un trascendentalismo tan asequible como el controlado vuelo de unos pájaros apenas aquí ahora visibles en la lejanía. 

(Óleo Autorretrato, 1910, del pintor futurista ruso Mijaíl Lariónov, Colección Larionova-Tomilina, París; Óleo sobre lienzo La avenida de Middleharnis, 1689, del pintor barroco holandés Meindert Hobbema, National Gallery, Londres.)



25 de agosto de 2024

El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...




 Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real.  De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual...  Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes.    Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos. 

En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro  de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.

El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño.  Como el amor...

(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)

15 de agosto de 2024

El centro del mundo es la representación ritual de un orden sagrado, el Arte, cuya expresión sensible es la creación del hombre.


 

En una noche del mes de julio del año 1216, cuando San Francisco rezaba en su pequeña capilla de Asís por el alma de todos los seres, tuvo entonces el santo italiano una exaltación visionaria muy extraordinaria. Fue una visión única y estremecedora, en donde las figuras de Cristo y María, rodeados de muchos ángeles alados, inspiraría al santo medieval rogar así por una renovación espiritual muy universal. De pedir entonces de rodillas a su Dios la indulgencia para todos los que visitaran el templo de Asís, un lugar que apenas cuatro años antes le fuera entregado a San Francisco en muy malas condiciones arquitectónicas, abandonado en un bosque desolado sobre un monte llamado Subasio en la abrupta región de Umbría. Cuatro años después de esa visión sagrada en Asís, los franciscanos llegaron a la ciudad castellana de Segovia y fundaron un convento en la zona parroquial de San Benito, una estancia muy cercana al patio de las Acacias de Segovia. Este recinto conventual franciscano alcanzaría con los siglos una gran importancia por su extensión, suntuosidad y obras de Arte. En el año 1659 los franciscanos de Segovia le encargaron al pintor sevillano Francisco Caro (1624-1667) una pintura muy especial para su claustro: San Francisco de Asís en la Porciúncula. Como casi todas las obras de Arte encargadas por el clero, en general, éstas eran sufragadas por donantes, personajes importantes de la localidad que pagaban al pintor por su obra y que, habitualmente, el autor los retrataba en el lienzo finalizado. Así se compusieron muchas obras de Arte para la Iglesia, pero esta obra barroca (manierista y hasta renacentista también incluso) tiene una maravilloso concepto estético e iconográfico detrás de su aparente religiosidad. Primeramente, es una compleja composición pictórica de un gran tamaño (273 x 330 cm) que representará diferentes espacios, decoraciones, tiempos y sentido histórico. Como buen alumno del pintor granadino Alonso Cano, pero también como seguidor entusiasta de su paisano Francisco Herrera el Mozo, Caro consigue expresar aquí una exaltación estética prodigiosa con su particular visión de San Francisco. 

Dispone de características estéticas especiales la obra barroca: los ángeles renacentistas y barrocos, los manieristas trazos de las figuras de Cristo y de San Francisco, las oblicuas líneas de las baldosas renacentistas, paralelas a los cuadros añadidos en la propia obra artística, tan peculiarmente dibujados además, de los retratos de las figuras de los personajes donantes (Antonio Contreras y su esposa María Amezquita), ya que lo normal era pintar a los donantes incluidos dentro de la iconografía del cuadro, incorporados a la temática de la obra. Pero aquí no es así, aquí los donantes están, además de separados, compuestos en dos retratos de dos cuadros añadidos al lienzo, algo muy extraordinario. Así que, por lo tanto, son tres escenarios iconográficos: el suelo contemporáneo al pintor con los dos retratos contemporáneos, el santo aislado y arrodillado en su capilla franciscana, y, por último, el sagrado celestial lugar divino. Y, por consiguiente, tres tiempos además: el antiguo sagrado, el medieval y el moderno. Y el pintor compone los tres tiempos tan separados como unidos en la genial obra. Y esta unión virtual serán aquí los ángeles, el material espiritual que envuelve así los tres tiempos y los tres escenarios. Aunque, realmente, solo interactúan los ángeles con el terrenal secular mundo profano, quienes verdaderamente necesitarán de su influjo sagrado, ya que el santo y la divinidad no lo requieren, lo ofrecen (como el Arte...). La iconografía llevada a cabo por este desconocido pintor sevillano, cuyo padre, Francisco López Caro, estudió en Sevilla con Velázquez en la escuela de Pacheco, dispone de una especial representación con ciertos tintes antropológicos para aquel que lo quiera ver. Asís, por ejemplo, en esa capilla franciscana tan universal y poderosa, como la propia figura de su santo, representa ahora un lugar en el mundo, un centro sagrado especial en el mundo. Y aquí, en la obra barroca de Caro, se consagraba además la celebración del jubileo de la Porciúncula, una indulgencia divina, un perdón especial, un agradecimiento universal motivado por San Francisco en su capilla fundacional aquella noche de julio. Por otro lado, tenemos en la obra la antigüedad representada por la divinidad sagrada, que expresará un inicio, un advenimiento de algo que justificaría la historia o el principio de ésta. Y luego estarán los hombres, los seres humanos a los que irá dirigida, tiempo después, esa historia. Según el filósofo rumano Mircea Eliade, la historia tiene una representación especial en el rito, en lo sagrado, pero también en lo profano, expresada básicamente entre la antigüedad y la modernidad. En resumen, nos viene a decir el filósofo rumano que los eventos sagrados, míticos, ocurridos una vez, después de ocurrir no tendrían ya ningún valor o realidad. Si la esencia de lo sagrado solo se basa entonces en su primera aparición, toda aparición posterior debería ser en realidad la primera aparición. Por lo tanto, la imitación de un evento mítico es, en efecto, el propio evento mítico que está ocurriendo nuevamente. El filósofo rumano nos sigue diciendo que el mito y el ritual (el Arte) son vehículos de un eterno retorno al tiempo de los orígenes.

Un gesto no es real -continúa Eliade- porque repita una acción efectuada en la época inicial, en la mítica, sino porque adquiere un sentido en el ritual que lo entrega así por medio de una función sagrada (artística...). Esto mismo sucede en el escenario geográfico, particularmente en la ubicación de los templos: porque éstos también se relacionan con un lugar sagrado, con un modelo celeste que es anterior a ellos. Toda vida humana no repite entonces un acto primordial, del mismo modo que no todos los lugares poseen un modelo celeste. Y esto no es así por nada, sino porque estarán fuera del cosmos y pertenecerán al caos... En este sentido no tienen existencia real, puesto que el caos precede siempre a la creación. Sin embargo, un lugar se puede volver sagrado cuando se realizan ritos que repiten, simbólicamente, el acto de la creación. Porque ésta, la creación, ocurre siempre en el lugar donde se encuentran lo celeste (la inspiración) con lo terrenal, es decir, en el centro del mundo...  Así, toda creación humana (el Arte) que se relaciona además con una cosmogonía se vuelve por su parte un centro, ya que repite la creación. Con respecto al paso del tiempo un momento significativo es, por ejemplo, la celebración del año nuevo. El filosofo Eliade nos dice que en todas partes del mundo existe una concepción del fin y del comienzo de algo (del tiempo). Es similar a aquel paso del caos al cosmos. O sea, de la creación. Todo aquello que ha ocurrido antes de esta nueva creación se destruye ahora, desaparecerá para siempre (los pecados se anularán, el sentido de algo cambiará). El ser humano, continúa el filósofo, debe regenerarse en el tiempo mítico, o sagrado, y para esto efectuará ritos (Arte). En la medida en que estos ritos repiten una cosmogonía (una estética, una iconografía), cada nuevo rito es una nueva creación en sí. Los ritos (el Arte) permitirán al hombre abolir el tiempo; indican, por tanto, una intención antihistórica. Por consiguiente la historia lineal (no la cíclica), tal como la modernidad nos la habría hecho entender, acabaría por llegar a cuestionar la historia misma:  si es o no es una falacia y una degeneración. Lo sagrado (lo artístico) históricamente habría participado de la concepción de las dos, de la lineal y de la cíclica. Pero, a partir de finales del siglo XVII (después de la composición de esta obra de Caro), el linealismo histórico se afirmaría decididamente, sobre todo a partir del siglo de las luces. Para entonces, para ese momento histórico tan desconsagrado, el sentido de lo creado frente al caos simbólico habría cambiado ya total y definitivamente. 

(Óleo sobre lienzo, San Francisco de Asís en la Porciúncula, con los donantes Antonio Contreras y María Amezquita, 1659, del pintor barroco español Francisco Caro; Museo del Prado, Madrid.)


23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


16 de diciembre de 2023

Lo real se transformará en un vacío al no poder sustituir lo vivido por lo representado, lo sentido por lo expresado, la vida por el Arte...

 



Era el comienzo de un siglo esperado y temible, entusiasmado y desalentador, era la consecución de un descubrimiento de siglos anteriores que no habían sido sino la antesala, la búsqueda, la ilusión, o la realidad, de una sentida sensación demoledora... Cuando el poeta austríaco Hugo von Hofmannsthal sintió, en el año 1902, que el mundo que hasta entonces había amado se iba desmoronando poco a poco en su frágil memoria fértil, comprendió aquellas palabras finiseculares o milenaristas, pronunciadas siglos ha por otros espíritus semejantes, que habrían enfrentado la realidad del mundo a la idea más brillante, la ilusión justificadora a la memoria trastornada o desvanecida, la belleza demudada por la representación infinita. Y entonces el poeta publicaría su novela Carta de Lord Chandos. Era una triste epifanía de la verdad desconocida, de la separación brusca, disruptiva, de la sensación y de la palabra. Hofmannsthal expresaba por entonces una angustia vital que todos los siglos de cultura, belleza, representación o entusiasmo diligente, no habrían podido sanar en un espíritu humano tan necesitado de sentido y de belleza. El personaje de su novela, Lord Chandos, decide no volver a escribir más palabras aparentemente bellas que ahora, para él, son ya incapaces de poder alcanzar, mínimamente, a reflejar la sensación inspiradora por la que fueron buscadas desde siempre. Fue una crisis, además, que el poeta austríaco no habría solo descubierto él. A finales del siglo XIX el mundo representado saltó por los aires... Fue una admonición un tanto abstracta de algo que, apenas quince años después, se convertiría en toda una realidad explosiva -saltar por los aires- con el terrible acontecimiento de la Primera Guerra Mundial. Historia y vida, pensamiento, literatura y Arte. 

¿Con la palabra escrita o pronunciada sucede también lo mismo que con el Arte visual? ¿Qué hay de verdad en que la sensación de la búsqueda del sentido, del significado, ha de ser también distinta o no de la del referente, del significante? Si hay un hastío por no conseguir vivir lo representado verdaderamente, qué sentido tiene la belleza descrita como manifestación abstracta y resumida de la propia vida o del mundo. ¿Fue la belleza culpable por no haberla entendido bien lo que ella significaba? ¿O es la insatisfacción, es decir, es la incapacidad de poder alcanzar esa sagrada belleza que llevaría a algunos afortunados a poder componer, de algo abstruso y desordenado, toda una extraordinaria creación brillante, bella y sublime? Platón fue el primero en describirla, el primer hombre en pensar y definir la belleza y la satisfacción además de la belleza. Identificaba el bien con la simetría, con la proporción y con el equilibrio. Los griegos, los artistas griegos, no hicieron más que representarla, satisfechos, siguiendo a su maestro pensador más extraordinario. Pero, el mundo cambió. La historia lo señalará además no añadiendo ningún efecto demoledor, incluso, al paso de los siglos hasta la llegada del año 1000 después de Cristo. Sí había sido demoledora la terrible transformación de una sociedad europea romana y civilizada en una sociedad europea cristiana desmembrada o fragmentada de civilización heredada. El Arte entonces se hizo cada vez más abstracto, menos representado de belleza humana porque ésta no era más que la causa de una desilusión estética... Las palabras y los signos definieron entonces una armonía celestial, universal, global, donde lo representado no era el ser humano ni sus deseos, sino la grandeza de lo sublime más abstracto. Así, el Arte islámico, desde el siglo VIII, desarrollaría geometrías infinitas llenas de esplendor simétrico universal. Así, el Arte bizantino imitaría lo abstracto representado en iconos sagrados, o denostaría la representación de esos iconos. Así, el Arte medieval cristiano buscaría primero la desnudez de las paredes clásicas o, tiempo después, la luz matizada a través de las ojivas luminosas de un brillante esplendor catedralicio. 

No, no había en el pensamiento europeo artístico satisfacción a nada de eso. Cuando las edificaciones del gótico alcanzaron a celebrar aquella belleza de proporciones extraordinarias, el anhelo de belleza seguiría igual de vacío que antes.  El Renacimiento no surgió sino que se desarrolló, paulatinamente, como un feto artístico que duraría no menos de cuatrocientos años en crecer, entre los años 1200 al 1580. Cuando verdaderamente dejó de crecer fue a finales del siglo XVI. Entonces sucedió una cosa que no ha vuelto a suceder jamás en el Arte. Se enfrentó el ser humano al Arte como nunca antes lo había hecho. Casi alcanzó a satisfacerle... El pintor Louis de Caullery nació en uno de los lugares europeos más desarrollados artísticamente. Amberes fue parte de la monarquía española, un lugar que recogía el impulso norteño con el color italiano y la sublimidad española. Pero es que, además, el Arte europeo se encontraba por entonces buscando la belleza entre la metáfora sofisticada manierista y el sentido narrador más realista del barroco. Entre ambas fuerzas el pintor flamenco Caullery trataría de conseguir representar lo que tantos siglos se había perseguido. ¿Lo consiguió? En absoluto. La belleza es inasible, el Arte es momentáneo, como lo son los versos y sus palabras escogidas que emigran ya, inevitablemente, por los reveses de una fantasía temporal adolecida de unos sentimientos insostenibles. Aun así, en el museo del Prado existe una genial obra suya, La Crucifixión. Tal vez nos sirva, o me sirva, mejor dicho, para poder describir una realidad expresiva muy peculiar, tanto abstracta como figurativa. Si nos fijamos bien en la obra, no hay belleza en los rostros de Caullery, tampoco en sus figuras, en sus movimientos ni en su aglomeración excesiva. ¿Qué hay, entonces, para representar, sin embargo, una extraordinaria semblanza de lo que el Arte consiguió una vez? ¿Es, tal vez, aquella definición de Platón: proporción, simetría, equilibrio? Sí. Lo consiguió, posiblemente, con los matices oscuros de unos colores fuertes y lo consiguió, también, con la fuerza expresiva de la globalidad frente a la representación de la unidad... Una abstracción figurativa. 

Pocos años antes de que el poeta austríaco publicase su desesperada novela desalentadora, otro creador austríaco, Maximilian Lenz, compuso su obra pictórica Un Mundo. La ideación de esta pintura habría deambulado antes ya por siglos para poder llegar desde la proporción sublime de Caullery a la simbología intimista de Lenz. ¿Seguiría persiguiéndose aquella belleza? La belleza sufrió por entonces un homicidio inevitable. Ya que no había podido conseguirse apoderar de ella desde la representación, ésta trataría de buscarse dentro del sujeto y no tanto fuera de él. Pero, sin embargo, esto era regresar a la belleza platónica... No fue el ser humano capaz de resolver este dilema, ya que esa interiorización requeriría una espiritualidad desarrollada, algo que se iba además diluyendo por las grietas demoledoras de un advenimiento científico, técnico y social nunca vistos antes. Y, de ese modo, el pintor Lenz crearía un lienzo que mostraba ahora la desunión del mundo con el sentido más interior de la vida del ser humano. No había forma ya, estaba la representación de la belleza perdida entre la sensación infinita por poseerla y el sueño eterno por evolucionar. El pintor no consiguió triunfar en el Arte, más allá que como una mera instrumentalización industrial de su genio artístico. Marcharía antes de pintar el cuadro a Buenos Aires para poder trabajar dibujando sellos de correos. Años después volvería a su país para trabajar como diseñador del Banco de Austria y componer así los billetes que llevaron al auge y la caída de aquella misma sociedad perdida. ¿Sería todo eso una cruel metáfora existencial y artística que llevaría al mundo a renegar para siempre de conseguir alcanzar la belleza? 

(Obra simbolista Un Mundo, 1899, del pintor Maximilian Lenz, Museo de Bellas Artes de Budapest; Lienzo manierista-barroco La Crucifixión, 1603 (?), del pintor Louis de Caullery, Museo del Prado.)


7 de agosto de 2022

El Arte como combinación de cromatismo y composición perfecta es, además, el todo menos justificado hoy de un mundo sin belleza.



El Arte se enriquece de las motivaciones humanas tanto como de los artificios naturales de unos elementos pictóricos ad hoc. Ambas cosas son versátiles, son inconstantes, son azarosas en la propia creación y consecuentes así con la propia vida. El valor del Arte clásico, entendido éste por aquel Arte compuesto por la mano frágil e inerme del ser humano desvalido, es único, poderoso, un valor que se sustenta precisamente en su capacidad de no haber sido creado más que por la decisión humana y sus limitadas posibilidades técnicas. Cuando observamos una obra de Arte clásico sabemos que no hay más que habilidad, elementos naturales y procedimientos limitados a lo humano. Porque el Arte pictórico, especialmente, no es sólo lo que se expresa sino cómo se expresa. Hay forma y fondo, al contrario por ejemplo que la creación literaria, en donde sólo hay fondo. Los nuevos procedimientos técnicos para crear Arte, para expresar el fondo artístico, tienen la versatilidad de ser una expresión estética pero no mantienen la maravillosa forma con la que el Arte clásico compuso sus obras desde la más rudimentaria técnica artística. En este paisaje de Rembrandt la creación está sublimada por las combinaciones naturales y humanas tanto de su expresión como de su composición estética. Si no hubiésemos visto muchas obras de Arte y, de pronto, viésemos esta pintura del maestro holandés, la revelación sublime de un efecto visual tan extraordinario nos llevaría al éxtasis artístico más conmovedor. ¿Podemos admirar una escena como esa en la vida real? No exactamente. Porque la combinación de elementos y el instante fijado devienen cosas que no se mantienen en el momento temporal de la visión de un paisaje determinado en el mundo real. Es el artificio creador que se añade al expresivo natural de un mundo conocido o familiar al observador admirado el que puede ser transformado por el Arte. La luz compone reflejos, matices y radiaciones peculiares en el efecto natural de observar un mundo natural que hallemos, azarosos, en nuestro deambular cotidiano por la tierra. Pero no dispondrán nuestros ojos la posibilidad de combinar todos los efectos a la vez en un paisaje que, además, no durará más de unos segundos el poder admirarlo sin reservas. En el Arte, a cambio, todo eso está disponible para el observador ávido de percibir las manifestaciones que el pintor supo combinar y expresar con sus recursos estéticos.

¿Qué sucede para que el Arte no nos haya conseguido descolocar para siempre con el instante motivador de un mundo admirable tan solo limitado al pequeño espacio que vemos de un artista pictórico? El ser humano está mejor diseñado para captar la amenaza que la belleza. Los sutiles detalles armoniosos del Arte de Rembrandt, por ejemplo, necesitan tiempo y dedicación estética para percibirlos sin confusión. ¿Sin confusión? El Arte confunde tanto como la vida, pero la confusión que no conlleva un peligro no es profundizada por las neuronales actitudes humanas para la percepción estética. Por eso el interés ante lo estético en el mundo de hoy ha ido cada vez más derivando hacia lo sórdido, lo grotesco, lo abrupto, visualmente llevado a lo más amenazador que pueda seguir estimulando las reacciones que obliguen al cerebro a fijar su atención sin condiciones previas. No es más que una forma de supervivencia, que, a pesar de los avances en la vida del ser humano, sigue siendo la única forma de poder y querer entender pronto y sin matices las señales visuales que el mundo nos transmita sin condiciones. La Belleza en el Arte clásico obliga a mirar con ojos transformados desde la amenaza a la sublimidad estética de un sentimiento adquirido. Pero para ello requerimos saber que ese sentimiento es necesario para enriquecer el estado estético de un ser rodeado de amenazas. No hay solución para el Arte ni para la percepción artística en un mundo lleno de amenazas que no lo parecen o que no mantienen el mismo perfil formal que la belleza estética. Ya es hora de profetizar que la belleza no es natural y que la percepción de ella fue adquirida por la necesidad emocional de unos seres desestimulados sin ella. No se trata solo de engrosar la vanidad autosatisfecha de unos seres privilegiados que pueden coloquiar sobre Arte. Se trata de educación estética y ésta solo puede adquirirse cuando la amenaza no sea lo principal que atraiga la percepción natural espontánea de unos seres desamparados por el fingimiento de la supervivencia. La predicación visual está hoy más alejada de la belleza que nunca. Por eso observar estas obras se hace necesario para la adecuación de un mundo que no participa de la sensación estética combinatoria de formas, matices, cromatismo, composición y belleza.

Para la totalidad del mundo el Arte es solo una reliquia arqueológica cuando no un valor económico patente. No podemos percibir la totalidad en el mundo, sin embargo, porque no es la mejor combinación perfecta de una expresión estética profunda. La totalidad hoy está en el dinamismo de una información fugaz que no se consolida en ningún caso, que no es nada permanente, que no deviene como recurso estético sino como un subterfugio para exorcizar la amenaza... Nunca fue eficaz enfrentar la amenaza con lo transido de fugacidad estentórea y violenta. ¿Por qué los creadores de Arte se impregnaron de sosiego estético con el equilibrio del color, la luz, las formas y las sombras transmitidas desde la mejor totalidad de una belleza sublime? ¿Buscaron lo que no existía en el mundo?, ¿o existía pero no era percibido con los elementos sensibles precisos para poder sostenerla? En la obra de Rembrandt la fugacidad de lo natural y de lo artificial es sojuzgada por el puente sólido de piedra que une la luz percibida con las sombras ocultas. Hay aquí una llamada al artificio, a la transformación de un paisaje natural que puede ser ahora la mejor opción para alcanzar así a justificar la belleza. Porque es injustificable en un mundo sin ella, en un todo que no consigue unir las partes conmovibles con la acción determinante de una estética poderosa. La totalidad entonces, con la fuerza combinatoria de una decisión estética sensible, llevará la visión de un mundo inarmónico a la mejor forma de expresarlo por el hecho simbólico de un cuadro limitado ahora por sus formas. Esto realiza Rembrandt con su obra Paisaje con puente de piedra muy sutilmente. Lo vemos y vemos así el horror y la belleza, el esplendor y las sombras terribles de un mundo conflictivo. También veremos la amenaza, pero no la amenaza que sugiere la atención por la sumisión de un estímulo embriagador de fuerza bruta que la soslaye; no, sino la amenaza que subyace en el mundo sobrellevada ahora por la sutil emoción de una belleza creada. Porque las formas están combinadas en Rembrandt con un artificio estético tan magistral que el oscuro matiz que representan las partes del mundo amenazador que refleja están atenuadas por la totalidad genial de un universo estético sobrecogedor que, ahora, sólo lo transformará en belleza.

(Óleo Paisaje con puente de piedra, 1638, del pintor holandés Rembrandt, Rijksmuseum, Amsterdam.)


27 de abril de 2022

El espejo de Venus o la búsqueda inconsciente de un paraíso perdido.




El Arte compuso siempre a la diosa Venus frente a un espejo, que no sostiene ella, para mirarse en él satisfecha. Y debe ser así, sin que ella lo sostenga, para simbolizar aún más la imposibilidad de mantener consigo el reflejo poderoso de un sentimiento tan perturbador. Porque la huella de esa imagen no es más que la historia imposible del género humano por querer reencontrar el sentido trascendente de un paraíso perdido. Es un reflejo engañoso, es la imagen reflejada de algo que no es, pero tampoco dejará de serlo. Como el concepto del Paraíso, algo que es y no es. Porque el sentido paradisíaco del mundo es falaz, es una mentira útil que requiere ser utilizada para persistir entre las asoladas incertidumbres del mundo. Cuando algo existe y persiste lo bastante como para sostenerse por sí mismo, el sentido de su utilidad no es más que una mentira útil porque es algo del todo imposible. Nada de lo que existe persistirá y nada se sostiene por sí mismo, porque todo necesitará de cosas que le ayuden a ser y prosperar. Una de ellas es la identidad, algo que se obtiene de la propia vida y del azar. Cuando el ser se auto-identifica realza su existencia y consigue el sentido propio de su Paraíso, una conformidad maravillosa de satisfacción, personalidad y realización creativa. Este concepto de Paraíso tuvo su mitología grandiosa y su realidad estética en la historia. Sin embargo, la expulsión del paraíso es la razón de ser histórica más consistente con la vida, porque no hay vida ni identidad sin expulsión del paraíso. Su sentido es este, ya que la identidad es posible solo cuando la vida se estimula o por la desesperación, o por la confusión, o por la ilusión o por el deseo. La fuerte necesidad de encontrarse consigo mismo, con la identidad, hace al ser humano creer posesionarse del mundo y de sí mismo. Esta es la búsqueda inconsciente del paraíso perdido. En el alarde artístico que los seres humanos han llevado a cabo en la historia, la diosa Venus simbolizaba ese reflejo inconsciente perdido. Porque la Belleza no es más que aquel sentido más identitario de la vida y el mundo. Perderla es perder el sentido de ser y estar. Por otro lado, la única manera de confirmar la identidad es alcanzar a verla a través del reflejo fiel de lo no poseído.

Como el propio concepto de Paraíso, algo que no se posee y, sin embargo, se vive, se puede vivir. Esta particularidad hace al Paraíso una excepción maravillosa. No lo poseemos pero pertenecemos a él. En el concepto paradisíaco este es su sentido, podemos vivirlo pero no podemos poseerlo. El concepto de Belleza es igual, algo que se refleja pero que no se posee. Por esto el sentido del espejo, necesario para poder confirmar la propia existencia. En la metáfora estética, la diosa Venus se observa como una mujer que confirma su identidad. Esta identidad además reflejará la Belleza, algo que no es suyo tampoco. Como el paraíso, como un lugar encerrado entre límites, al igual que el espejo, y que determina la realidad existencial que refleja. Pero nada de eso existe verdaderamente, como el sentido del espejo, que no es más que una reflexión opuesta de otra cosa distinta... La expulsión del Paraíso es la reafirmación de este mismo sentido poderoso. No hay expulsión porque no hay paraíso, como no hay identidad aunque sea reflejada en un espejo. El sentido de identidad y de paraíso van unidos, pero ninguno de los dos está fuera sino dentro de cada ser humano; individuos que, perdidos, creerán inconscientemente que ambas cosas son lo mismo. De ahí la búsqueda permanente de identidad semejante a un paraíso. Cuando Rubens compuso su Venus y Cupido hizo figurar la mitad del reflejo del rostro de Venus en el espejo que sostiene Cupido. De este modo el genial pintor flamenco simbolizó la imposibilidad de identidad real, aquí representada por el mero reflejo parcial de un espejo. Venus, sin embargo, pulsa su emoción, su identidad, una y otra vez ante la fuente privilegiada ahora del reflejo de su belleza. Cupido no se cansa de sostener ésta tampoco. ¿Qué sostiene Cupido realmente, el espejo, la identidad, la belleza o el paraíso? Para el dios de la unión poderosa el sentido del engaño es fundamental. Hay que forzar la ilusión hacia lo que parece que es aunque no lo sea. Como el Paraíso...

Trescientos años después de la obra de Rubens, el pintor alemán Franz Von Stuck creó su obra La expulsión del Paraíso. Con su modernismo simbolista Von Stuck nos expone una magnífica interpretación del mito bíblico. Ahora los seres humanos son alejados de sí mismos, sin belleza, sin identidad, sin paraíso. El dios Cupido es sustituido aquí por el arcángel cumplidor del designio divino. El espejo es cambiado por la lanza flamígera que, sostenida también, rechaza, a diferencia del espejo, el opuesto reflejo maldito. Sin reflejo poderoso no hay más remedio que dirigir la visión hacia otro destino distinto. En el Arte la metáfora del reflejo poderoso es parte de lo que le da su sentido estético y virtuoso. Por esto no es más el Arte que una frágil reminiscencia del paraíso perdido, y los pintores buscarán, al igual que los seres perdidos, la razón poderosa de reflejar la identidad, la esperanza y el sentido infinito. Sin embargo, el reflejo estético no siempre conlleva una estremecedora fuerza que pueda sostener, indemne, la salvación o la gloria. Por esto la obra simbolista es manifiestamente más real que la barroca. En aquella no hay espejo ni reflejo engañoso sino oposición, confusión, discordia y lamento. El sentido ahora se transforma por completo. El paraíso, el concepto metafórico del Paraíso, ha sido desvelado y romperemos así, con su visión estética de la expulsión, el sentido mendaz y falso de un paraíso. La identidad ahora es suficiente por sí misma, sin necesidad de soporte ajeno ni de gracia irredenta. Venus ha sido sustituida por Eva y el espejo maldito por la resistencia personal. Con la ventaja que el Arte nos ofrece para comprender sus símbolos, llegaremos, por fin, a ver el espejo fiel en la obra simbolista y el espejo falaz en la barroca. 

(Óleo Venus y Cupido, 1611, Rubens, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Cuadro La expulsión del Paraíso, 1890, del pintor simbolista Franz Von Stuck, Museo de Orsay, París.)