1 de enero de 2025

El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.

 




Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.

Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.

No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.

(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)


No hay comentarios: