6 de septiembre de 2012

No se alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz, sino haciendo consciente la oscuridad.



En los dinteles del pronaos -vestíbulo- del antiguo templo griego de Apolo en Delfos construido en las laderas del monte Parnaso, habrían grabadas dos leyendas inscritas a modo de sabio precepto filosófico. La primera de ellas decía esto: Conócete a ti mismo; la segunda la completaba con: Nada en exceso. El famoso psiquiatra suizo Carl Gustav Jung elaboraría sus famosos arquetipos para explicar las imágenes simbólicas universales y primigenias representadas en el inconsciente colectivo de la humanidad, el inconsciente global de todo el género humano desde sus inicios primitivos. Uno de esos arquetipos que el psicoanalista suizo ideara fue el denominado como la sombra. Representaba este arquetipo lo más oculto del inconsciente de cada individuo, aquellas pulsiones -deseos inevitables- que no serían asumidas en ningún caso por el sujeto en cuestión. No desaparecían nunca y podrían enfrentarse incluso al yo de cada sujeto, llegando a dominar los esfuerzos de éste por tratar de bloquearlos. También este arquetipo podía representar aquellas virtudes que no sabríamos reconocer en nosotros mismos. El psicólogo Jung había dejado dicho: Uno no alcanza la iluminación fantaseando sobre la luz sino haciendo consciente la oscuridad; porque lo que no se hace consciente se manifiesta en nuestras vidas como destino.

Pero, como sabrían muy bien los antiguos griegos, conocerse a sí mismo conlleva conocer también el lado más oscuro del individuo. Los griegos habían comprendido que ambas caras, la luz y la oscuridad, forman parte del mismo discurso, de aquel phatos y ethos griegos -cualidades negativas y positivas de los seres humanos- que describen la conducta de todo individuo. Por eso mismo sus dioses respondían también a esas dos necesidades.  Apolo y Dioniso, por ejemplo, eran esas dos caras de todo ser humano: uno era la luz y el otro la sombra. Ambos dioses griegos eran igual de grandes, ambos eran igual de queridos y ambos, también, igual de comprendidos. Grecia entendía así con ambas divinidades el lado oscuro que todo ser humano dispone. Todos los años celebraban los griegos en la misma ladera fócida del monte Parnaso las bacanales de Dioniso, unas manifestaciones bulliciosas y alegres de esas pulsiones humanas tan creativas e íntegras. Actividades lúdicas llevadas a cabo sin represión alguna de la forma en que pudieran realizarse. Pero algo más tarde, cuando triunfó el socrático mensaje platónico de la única virtud idealizada, pero sobre todo luego de esto, cuando el cristianismo -y el judaísmo- separara tajantemente -reprimiese- las manifestaciones dionisíacas, estas expresiones vitales ocultas que permitían equilibrar el imperfecto mundo sublunar -nuestro mundo terrenal-, se prefirió entonces ignorar por completo la sombra a cambio de una única y prevaleciente luz...

De ese modo se acabaría personificando todo lo dionisíaco en la figura diabólica y satánica del mal más rechazable. Pero, entonces, si ambas cosas -la sombra y la luz- son tan necesarias, ¿cómo distinguir ahora, en verdad, lo que es saludable de lo que no lo es?  La segunda leyenda profética del templo de Delfos lo dejaba muy claro: nada en exceso. Lo que sucede es que esto, la medida correcta, exige una mayor lucidez de conciencia en el individuo, una personal clarividencia inteligente del ser humano nada sencilla de conseguir. Es decir, que habría que desarrollar inevitablemente una poderosa conciencia individual para poder llegar a comprender, verdaderamente, todo nuestro mundo. El famoso psiquiatra Jung lo dejaría muy claro una vez: El único peligro que existe reside en el propio ser humano. Nosotros somos el único peligro pero, lamentablemente, somos inconscientes de ello. En nosotros radica el origen de toda posible maldad. La sombra sólo resultará peligrosa cuando no le prestemos la debida atención. Por eso el conocimiento de la sombra, su desvelamiento, tiene por objeto fomentar nuestra relación con el inconsciente, es decir, completar nuestra individualidad compensando la unilateralidad de nuestra conducta consciente con las oscuras sombras de nuestro inconsciente. De este modo, cuando restablezcamos el equilibrio con nuestra sombra, también iluminaremos nuestras capacidades más ocultas llegando así a poder alcanzar los verdaderos y difíciles peldaños de nuestro autoconocimiento.

Finalmente, el gran psicoanalista suizo Carl Gustav Jung nos habría dejado también dicho esto: Cada uno de nosotros proyecta una sombra tanto más oscura y compacta cuanto menos encarnada se halle en nuestra vida consciente. Esta sombra constituirá, a todos los efectos, un impedimento inconsciente que malogrará todas nuestras mejores intenciones.

(Óleo renacentista Las Tentaciones de San Antonio Abad, 1510, El Bosco, Museo del Prado, Madrid; Cuadro surrealista-simbolista Fenómeno, 1962, de la pintora hispano-mexicana Remedios Varo, México, D.F.; Pintura surrealista de Salvador Dalí, Sombras en la noche que cae, 1931, Florida, EEUU; Fotografía del psiquiatra suizo Carl Gustav Jung.)

1 comentario:

Unknown dijo...

Me resulta realmente interesante, este artículo te felicito por ello.