Desde la Antigüedad griega se habría desarrollado la idea de que los seres humanos estaban compuestos de cuatro tipos de sustancias o humores: la bilis negra, la bilis amarilla, la sangre y la flema. El desequilibrio de una de ellas, su exceso, produciría la enfermedad que se relacionaba con la característica primordial de dicha sustancia. Así se establecieron también los temperamentos, las inclinaciones predeterminadas desde el nacimiento que provocarían, en su desmedida proporción, la personalidad que a cada humor correspondiera en el individuo. La bilis negra se asociaba a la melancolía, a la tristeza, la bilis amarilla se relacionaba con la agresividad, la sangre con la inclinación vitalista, receptiva o cambiante, la flema caracterizaba al individuo frío, tranquilo y analítico. Durante la Edad Media se afianzaría esa teoría helénica y así se llegaron a explicar las alteraciones mentales, unos trastornos que sufrirían los pacientes a causa de padecer esos desequilibrios humorales. De ese modo la melancolía pasaría entonces a ser un trastorno negativo, impropio de los seres inteligentes, individuos que, generalmente, se consideraban sanos y virtuosos. Estaba la melancolía por tanto más cerca de la desesperación, de los pecados capitales, de la sequedad, del frío, del otoño, de la tarde, del final de las cosas, de la vulnerabilidad o de la locura.
En los albores del Renacimiento un filósofo neoplatónico florentino, Marsilio Ficino, se dedicaría a traducir a Platón y Aristóteles y descubriría que el filósofo estagirita había elogiado la melancolía. Escribía Aristóteles: todos los hombres verdaderamente sobresalientes en filosofía, política, poesía o artes son melancólicos. Melancolía significaba por entonces genialidad. Los neoplatónicos como Ficino reconocían, al igual que Platón, al planeta Saturno por encima incluso del gran Júpiter. Y es que Saturno era la influencia cósmica más universal para los melancólicos. Significaba la prevalencia de la mente frente a la acción. Por tanto las mentes que se dedican a contemplar o investigar las cosas elevadas y misteriosas estarían influidas por Saturno. Y es por eso que los miembros de la escuela neoplatónica florentina se acabaron denominando también saturninos. Así que la poderosa -y a veces maléfica- influencia de Saturno en los seres humanos seguiría siendo entonces del todo incuestionada. El mismo Marsilio Ficino recomendaba el uso de talismanes para sopesar los posibles efectos negativos de ese planeta influyente.
Un siglo después el escritor inglés Robert Burton publicaría, en el año 1621 -en pleno periodo Barroco-, su libro Anatomía de la Melancolía. El personaje protagonista de la obra relataba ahora, sin embargo, una sensación personal contraria a la del Renacimiento: Yo escribo sobre la melancolía para permanecer ocupado y evitarla. En esta obra literaria barroca el autor trataba de compendiar todo el saber clásico para realizar una descripción completa y entretenida de la melancolía. Un mal al que, como dice, se encuentra por doquier y lo padece de alguna manera toda la sociedad; el mundo está trastornado y todos somos, de alguna forma, melancólicos. Porque no fue el Barroco sino el Renacimiento el que llevaría a reivindicar la figura imaginativa y creativa que favorecería la actitud melancólica. Esa idea renacentista se mantuvo hasta mediados del siglo XIX, cuando por entonces la nueva medicina psiquiátrica desarrollaría las teorías psicológicas que vaticinaban un aura depresiva y patológica al anteriormente mágico, inspirado y creativo acontecer.
En el año 1514, en pleno Renacimiento, el alemán Alberto Durero crearía su grabado sobre plancha Melancolía I. Fue uno de los tres grabados que realizara el pintor sobre ese estado emocional y que ha sido considerado como una de sus mejores obras maestras. De gran tamaño (234 x 189 cm), Melancolía I es el grabado de Durero más misterioso y complejo de todos los que creara. Porque es una alegoría del genio profano con los rasgos -para entonces- más intelectuales e imaginativos expresados así en una obra de Arte. En el grabado se sitúa una figura alada -símbolo de imaginación y creatividad- que representa al creador meditabundo, pensativo y triste. Actitudes que entonces se asociaban a los artistas, seres habitualmente melancólicos. En el grabado de Durero la imagen de la melancolía aparece ahora absorta, pero no ensimismada en tarea alguna que la ocupase distraído. Ahora el personaje retratado está absolutamente abstraído en su inactividad. Existen otros elementos en la obra que caracterizan el momento melancólico, hilvanados por la apatía y el abandono. Así vemos una balanza, un reloj, un cuadro mágico de orden cuatro -que actúa como un talismán, sus números en cualquier dirección siempre suman 34-, una escalera abandonada, un niño -infancia ingenua- , un perro dormido, así como un fondo impreciso de cierta lejanía enigmática. Y todo ello además con una luz extraña y adormecedora que levita en la obra poderosamente.
Antes de Durero la melancolía como alegoría sólo se representaba en grabados de medicina o en almanaques y calendarios. Se la consideraba en el medievo una enfermedad y se recomendaban remedios peregrinos o alquímicos para curarla. Pero, en esta obra de Arte renacentista, el artista alemán transformaría todo eso completamente: describiría la representación de una imagen inteligente, aparentemente estéril pero creativa. No es que no continúe el personaje su trabajo por pereza, sino porque piensa que carece ya de todo sentido hacerlo. Así que la obra de Durero sublimaría la melancolía y la relacionaría con el Arte. En la moderna psiquiatría el psicoanalista Jacques Lacan vino a crear en el siglo XX el concepto de objeto a. Significa el deseo inalcanzable, por tanto, el objeto causa de ese deseo inalcanzable. El ser humano en sus deseos está motivado o por sus instintos o por sus pulsiones. Pero las pulsiones, a diferencia de los instintos, son motivaciones psíquicas causadas por la experiencia vivida en la infancia -relación maternal y paternal-, y que se aprenden o modifican con las emociones aferradas al deseo. Contrastan con los instintos, elementos más irracionales y primitivos de nuestro subconsciente genético. Aquí se sitúa la sutil diferencia entre lo creativo y lo que no lo es: a mayor impulso desiderativo mayor creatividad. Porque esas son las características del artista: un ser diferente, genial, inspirado, sensible, simbólico..., pero, sobre todo, sometido a sus pulsiones y, por tanto, huraño, descuidado, desprendido, melancólico. Desde el Renacimiento se habría configurado ya un mito bohemio en el Arte: el del creador abandonado. Un mito que ha prevalecido hasta ahora. Una personalidad especial, una que tratará de mantener su distancia con el mundo, con sus evoluciones, con sus aspavientos o con su mediocridad.
(Grabado sobre plancha de Alberto Durero, Melancolía I, 1514; Óleo del pintor barroco italiano Domenico Fetti, 1589-1663, Melancolía, 1620; Cuadro del pintor Edvard Munch, La Melancolía, 1895; Óleo del pintor español Eduardo Úrculo, 1938-2003, Melancolía, 1982; Cuadro del pintor postimpresionista francés Paul Sérusier, 1864-1927, Melancolía, 1890; Cuadro de la artista actual española Cati Zajón, Melancolía, 2008, en donde observamos el efectivo contraste entre una época alegre, desinhibida, expansiva -mostrada por la estética desenfadada de los años veinte-, y la expresión claramente acongojada de la modelo, toda una paradoja que el Arte, como siempre, nos ayuda a dilucidar.)
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