No era ya la época de la recreación más clásica de un paisaje mitológico con tal belleza. Los grandes iconos clásicos de mítica belleza habían sido culminados mucho antes. Ahora, en el año 1858, la pintura buscaba en el realismo no solo la armonía acorde con las formas sino con las costumbres, las ideas o las semblanzas de una sociedad que vivía, sufría o padecía como lo hacía ahora y no como habían imaginado antes sus poetas clásicos. Los pintores en el siglo XIX dejaron la mitología como modelo para buscar cosas más cercanas o mundanas y no los relatos que elogiaban el ideal de belleza legendaria. Ahora no era evolución seguir creando lo que se había creado antes. ¿Qué valor podría obtenerse por expresar las mismas formas, gestos, distancias, proporciones y belleza de antes? Aun así debemos recordar el gran aporte en formación clásica que la Academia española de Bellas Artes de San Fernando hiciera durante el siglo XIX. Uno de sus alumnos lo fue el pintor Francisco Reigón (1840-1884), que marcharía pensionado a Roma por la Academia donde realizaría en el año 1858 su obra Diana en el baño. Al pronto, cuando vemos la obra, nos retrotraeremos al Renacimiento o al Neoclasicismo del siglo XVIII, cuando las obras clásicas brillaban poderosas.
Pero no era el momento ya de pintar una obra así, ni tiempo de competir con la grandiosidad de siglos tan clásicos, donde las diosas y sus ninfas brillaban desnudas al fragor de un paisaje equilibrado y legendario. Pero el joven pintor se atrevió a realizar en el año 1858 una escena decadente, manida, compuesta y rebuscada. En la reseña de la obra en el museo del Prado se dice: es una inspiración ecléctica en sus formas humanas retratadas, consiguiendo el pintor elaborar cuerpos propios de la estatuaria clásica griega de la antigüedad así como de los clásicos italianos del Barroco o del renacentista Tiziano. Se elogiaba su composición y acabado en las formas y en su colorido, pero no tanto en el paisaje, al que le hacían acreedor de algunos defectos de tonalidad excesiva. La obra tiene dos aspectos básicos, las figuras humanas desnudas y el paisaje de un bosque verdecido, un paraje lacustre o la lejana cordillera agreste bajo un cielo gris-azulado. En el paisaje del bosque verdecido presentimos ciertas innovaciones para comprender que lo que ahora vemos es una obra contemporánea y no renacentista o barroca. También la figura desnuda de algunas ninfas nos alejan de un estilo clásico. La composición es elogiosa porque no es fácil situar tantos cuerpos desnudos en una obra y mantener un equilibrio. Una razón es porque cada una de esas figuras está diseñada independientemente, ninguna está relacionada con otras de un modo claro, solo ofrecen ahora su propio gesto personal para ser inmortalizado en su belleza.
El pintor español fue más prolífico en realizar miniaturas, pequeñas pinturas donde el retrato era más minucioso que el paisaje. Pero los detalles en esas obras pequeñas debían perfilarse más para ser admirados con belleza. Sin embargo, las miniaturas tienen la curiosidad de que no todas las figuras son perfiladas en detalle. Y es así que también aquí lo hiciera, a pesar de ser una obra de tamaño normal. La diosa Diana, sentada sobre una túnica azul, brilla en la obra con todo el esplendor de sus bellas formas desnudas. Pero detrás de ella tres ninfas de perfil desdibujan ahora sus contornos faciales. Son unas figuras arcaicas de belleza clásica. No así las que, inclinadas o sentadas, representan ahora un desnudo más contemporáneo. Todas ellas, pero más la que a la derecha muestra de pie su hierática figura neoclásica, expresan el conjunto equilibrado de una composición perfecta. En Pintura no es fácil componer todos los elementos con armoniosidad. Aquí todas las figuras, a pesar de su número, son precisas para mantener el equilibrio de una composición elogiosa. Las tres figuras separadas de la derecha son necesarias para admirar todo el conjunto completo. Pero además el paisaje es muy necesario para ofrecer la profundidad y el fondo requeridos en una escena como esta.
Nada que miremos en la obra de Francisco Reigón nos puede ofrecer otra cosa que esplendor elogioso de belleza. Porque está representada además toda la historia del Arte. Está la sutilidad de las figuras clásicas antiguas, la composición magistral renacentista, la voluptuosidad atrevida del Barroco, la posición gestual neoclásica y la perspectiva profunda de un paisaje romántico. Algunas figuras nos miran incluso, detalle estético que solo la modernidad podría hacer así. La obra es a la vez un homenaje y una recreación. Un homenaje al clasicismo elogioso de composición y belleza y una recreación por ser compuesta en una época realista, la autosatisfecha y vanidosa época de los grandes referentes de la civilización del siglo XIX. Recuerdo y nostalgia, aunque también dominio de las formas y una composición más actualizada. Porque para entonces se habían llegado a componer ya las más elaboradas formas y conjuntos de la historia. Todo eso pronto se acabaría, toda aquella forma de pintar se acabaría pronto para siempre. El joven pintor español lo sabría y quiso hacerlo con parte de lo que había y parte de lo nuevo. Con honestidad artística para poder crear belleza y avanzar a la vez. Y para eso solo habría una manera de hacerlo elogiosa: elaborar una pintura dejando fluir elementos como si de un universo imperfecto, pero lleno de belleza, pudiera componerse ahora sin complejos, reservas ni nostalgias.
(Óleo Diana en el baño, 1858, del pintor español Francisco Reigón, Museo del Prado, Madrid.)
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