Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento.
En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.
(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario